jueves, 4 de diciembre de 2008

Virgilio, Eneida, VI, versos 156 a 901

Eneas, clavado de luces en su rostro afligido,
avanza dejando el antro y da vueltas a ciegos
sucesos consigo en su ánimo. Con él Acates fïel
va de compañero y clava sus pasos con cuitas parejas.
Muchas cosas entre sí en variada charla tejían, 160
qué amigo sin vida, qué cuerpo para enterrar la adivina
decía. Y así ellos en la playa seca a Miseno,
tan pronto llegaron, ven de muerte indigna acabado,
Miseno Eolida, mejor que el cual nadie podía
llamar con bronce a los hombres, y a Marte excitar con su canto.
De Héctor grande éste había sido compañero, de Héctor al lado
marchaba en las peleas, insigne por su clarín y su lanza.
Después de que Aquiles victorioso le despojó de la vida,
al Dardanio Eneas ese héroe lleno de fuerza
se juntó como socio, sin aceptar destinos menores. 170
Mas, mientras por azar con hueca concha hace sonar la llanura,
demente, y con su canto a combates llama a los dioses,
envidioso Tritón, si es digno de creerse, cogiendo
al varón habíalo hundido entre rocas con ola espumosa.
Por eso, todos en torno con gran griterío gemían,
sobre todo Eneas piadoso. Entonces de Sibila las órdenes,
sin tardanza, apresuran llorando y el altar del sepulcro
levantar con árboles y llevarlo hasta el cielo pretenden.
Se va a una selva antigua, establos profundos de fieras;
sucumben pinos, suena sacudida con segures la encina 180
y troncos de fresnos con cuñas y roble fácil de hender
se cortan, hacen rodar olmos en los montes enormes.
Y también Eneas, el primero entre tales trabajos,
exhorta a sus socios y se ciñe con armas parejas.
Él mismo, en su corazón entristecido da vueltas a todo,
mirando la selva inmensa, y así implora por suerte:
«¡Si ahora a nosotros aquel ramo de oro en el árbol
se nos mostrara en bosque tan grande!¡Todo verdad,
ay, en exceso cuando de ti, Miseno, habló la adivina!».
Apenas había dicho, y por suerte palomas gemelas 190
bajo el rostro mismo del varón vinieron del cielo volando,
y se echaron en el verde suelo. Entonces el héroe grande
reconoce las aves maternas e implora contento:
«Sed mis guías, si hay vía alguna, y por las auras el curso
dirigid a los bosques donde el rico ramo oscurece
fértil humus. Y tú, oh, no me faltes en momentos dudosos,
madre divina». Tras decir así, contuvo sus pasos
observando qué señales traían, a dónde prosiguen.
Picoteando ellas avanzaban tanto volando
cuanto podían verlas los ojos de los que seguían. 200
Luego, cuando llegaron a las fauces del Averno hediondo,
se elevan rápidas y, por el líquido aire cayendo,
en asientos buscados sobre un árbol doble se posan,
donde por los ramos de oro brilló una aura de vario color.
Cual suele en las selvas el muérdago durante el frío invernal
reverdecer con fronda nueva, que su propio árbol no siembra,
y con azafranado fruto circundar los troncos redondos,
tal era el aspecto del oro retoñando en umbrosa
encina, así crepitaba la hoja metálica al viento süave.

Arranca Eneas en seguida y ansioso desgaja 210
al que resiste, y lo lleva a los techos de la vate Sibila.
No menos entretanto a Miseno en la playa los Teucros
lloraban y a su ingrata ceniza daban las últimas honras.
Al principio, con teas y roble cortado una pira
construyeron resinosa y grande, a la que con frondas oscuras
cubren los lados, y fúnebres cipreses delante
colocan y la decoran encima con armas fulgentes.
Unos, sobre llamas cálidos líquidos y bronces colmados
disponen y lavan el cuerpo del cadáver y lo ungen.
Se alza un gemido. Luego en lecho los miembros llorados disponen,
y encima vestidos de púrpura, ropajes bien conocidos,
arrojan. Otros subieron con el féretro enorme,
triste deber, y hacia abajo —según costumbre paterna—
la antorcha pusieron, vueltos de espaldas. Juntos se queman
ofrendas de incienso, alimentos, crateras de aceite vertido.
Después de caer las cenizas y aquietarse la llama,
los restos con vino lavaron, y la pavesa sedienta,
y guardó los huesos cogidos Corineo en urna de bronce.
Él mismo tres veces dio vuelta con agua pura a los socios,
mojándolos con leve rocío y un ramo de fértil olivo,
y purificó a los hombres y las palabras últimas dijo. 230
Mas Eneas piadoso de ingente tamaño un sepulcro
dispone para el varón, y sus armas y el remo y la tuba
bajo monte muy alto, que ahora Miseno por él
] se llama y tiene así su nombre eterno por siglos.
Hecho esto, prosigue los preceptos de Sibila con prisa.
Una cueva profunda hubo y enorme por su vasta abertura,
rocosa, protegida por negro lago y tinieblas de bosques,
sobre la cual ave ninguna podía sin daño
abrirse camino con sus plumas: hálito tal de sus negras 240
fauces salía elevándose a los cielos convexos.
[Por lo que llamaron Aorno al lugar de nombre los Griegos.]
Cuatro novillos primero aquí de lomos negruzcos
dispuso la sacerdotisa y vertió vinos sobre su frente,
y arrancando entre los cuernos las crines más largas
las echa en los fuegos sagrados, ofrendas primeras,
llamando a voces a Hécate, que cielo y Érebo rige.
Clavan otros debajo cuchillos y el tibio crüor
cogen en fuentes. Eneas mismo, oveja de negro vellón
por la madre de las Euménides y su hermana potente 250
con la espada hiere, y una vaca estéril por ti, Proserpina;
luego, para el rey Estigio prepara aras nocturnas
y sólidas vísceras de toros coloca en sus llamas,
vertiendo sobre las entrañas que arden aceite grasiento.

He aquí, entonces, que al umbral del primer sol y de su salida,
bajo los pies comenzó el suelo a mugir, y a moverse las cimas
de las selvas, y que aullaban perras pareció entre la sombra,
al acercarse la diosa. «Lejos, oh, idos lejos, profanos»,
exclama la vate, «y del bosque entero marchaos;
y tú, ponte en camino y saca el hierro ya de la vaina: 260
ahora hace falta ánimo, Eneas, ahora un pecho muy firme».
Tras decir solo esto, entró en la gruta abierta, fuera de sí;
aquel con no tímidos pasos iguala a su guía que avanza.
¡Dioses, que tenéis el imperio de las almas, y sombras silentes,
Caos y Flegetón, extensos lugares en noche callados!,
dejadme contar lo oído, dejadme con vuestro poder
desvelar cosas en tierra profunda y oscuridad sumergidas.
Iban oscuros bajo noche desierta a través de la sombra
y de las casas de Dite vacías y de reinos inanes:
del modo que bajo luz escasa a través de luna insegura 270
hay un camino en las selvas, cuando ocultó al cielo con sombra
Júpiter y la negra noche robó el color a las cosas.
Ante el mismo vestíbulo y en las primeras fauces del Orco,
Llanto y Cuitas vengativas sus cubiles pusieron,
y habitan pálidas Enfermedades y triste Vejez,
y Miedo y Hambre, que mal aconseja, y la infame Pobreza,
formas terribles de ver, y también Muerte y Fatiga;
luego, Sopor, pariente de Muerte, y los Gozos malignos
de la razón, y en umbral enfrentado Guerra mortífera
y tálamos férreos de Euménides y Discordia demente, 280
de viperina cabellera trenzada con cintas crüentas.
En medio extiende sus ramos y brazos añosos
un olmo espeso, enorme, cuya sede, se dice, los Sueños
vanos ocuparon, y fijos a todas sus hojas están.
Hay además otros muchos monstruos de fieras variadas,
Centauros a las puertas están en establos y Escilas biformes,
y Briareo de cien brazos y la bestia de Lerna
que lanza horrible silbido, y Quimera armada de llamas,
Gorgonas y Harpías también, y el cuerpo de tríplice sombra.
Coge, entonces, el hierro, turbado por repentino pavor, 290
Eneas y muestra a los que se acercan el filo desnudo,
y, si a él su sabia compañera que tenues vidas sin cuerpo
revuelan no advierte, bajo el reflejo de su forma vacío,
se lanza y en vano con el hierro habría hendido las sombras.
[295] De aquí, la vía que lleva al agua del Aqueronte Tartáreo.
Un turbio torbellino aquí, de cieno y de abismo sin fin,
se agita violento y toda su arena al Cócito erupta.
Estas aguas y estos ríos guarda horrendo barquero,
Caronte de terrible miseria, en cuyo mentón abundantes
[300] canas hay sin aseo, fijas están sus luces de fuego,
sórdida capa de sus hombros cuelga anudada.
Él mismo una balsa arrastra con pértiga y la rige con velas,
y transporta cuerpos en su esquife herrumbroso,
ya muy viejo, pero es la vejez intacta y verde de un dios.

[305] Hacia aquí, a las orillas, todo un gentío corría disperso,
madres y hombres, y cuerpos con la vida cumplida
de héroes valientes, muchachos y muchachas solteras,
jóvenes puestos ante los rostros de sus padres en piras:
como en las selvas con el frío primero de otoño abundantes
[310] hojas caen sueltas, o en tierra desde el abismo profundo
se amontonan aves abundantes, cuando un año de frío
las hace huir tras el ponto y las envía a cálidas tierras.
Estaban pidiendo cruzar los primeros su curso
y tendían, con deseo de la orilla opuesta, las manos.
[315] Mas el triste navegante coge ahora a éstos, ahora a aquéllos,
y a los otros, apartados de la arena, rechaza.
Eneas, admirado en verdad y por el tumulto movido,
«Di —pregunta— oh virgen ¿qué significa este tropel hacia el río?
¿o qué desean las almas? ¿por qué razón las orillas
[320] dejan unas o barren otras los cárdenos vados con remos?».
A aquél habló brevemente así la sacerdotisa longeva:
«Nacido de Anquises, segurísima prole de dioses,
ves los estanques profundos del Cócito y la Estigia laguna,
por cuyo poder temen los dioses jurar y mentir.
[325] Todo éste que contemplas, es gentío pobre y sin tumba;
aquel, el barquero Caronte; los que el agua lleva, enterrados.
No les puede las orillas horrendas y las roncas corrientes
cruzar antes de que sus huesos en sepulcros descansen.
Cien años vagan y en torno a estas playas revuelan;
[330] luego, por fin aceptados, pueden ver los estanques ansiados».
Se paró el sembrado de Anquises y redujo sus pasos,
pensando mucho y deplorando en su ánimo ese inicuo destino.
Contempla allí, tristes y carentes del honor de la muerte,
a Leucaspis y Orontes, jefe de la escuadra de Licia,
[335] a quienes, partidos con él de Troya por llanuras ventosas,
los sumergió el Austro, envolviendo nave y hombres con agua.
He aquí que se acercaba Palinuro el piloto,
que antes en la ruta de Libia, mientras los astros observa,
había caído de la popa, arrojado en las olas.
[340] Apenas lo descubrió triste en la intensa penumbra,
así le habla primero: «¿Palinuro, cuál de los dioses
te arrancó de nosotros y bajo la llanura te hundió?
Dime, vamos. Pues, nunca antes por mí encontrado en mentira,
Apolo engañó mi ánimo tan sólo con esta respuesta,
[345] quien cantaba que tú sin daño del ponto y a las tierras
Ausonias vendrías. ¿Ésta es la promesa fiada?».
Él por su parte: «Ni a ti el trípode de Febo mintió,
jefe Anquisíada, ni dios alguno en la llanura me hundió.
Pues, desgajado por azar con mucha fuerza el timón,
[350] al que como custodio estaba sujeto y el curso regía,
lo arrastré conmigo al caer. Juro por los ásperos mares
que no se apoderó de mí temor ninguno tan grande
como por que, privada de armas, falta de guía,
tu nave fallara al levantarse olas tan grandes.
[355] Tres noches invernales el Noto por las llanuras inmensas
me llevó violento en el agua; apenas a la cuarta mañana
divisé Italia, elevado, desde encima de una ola.
Poco a poco nadaba a tierra; ya la tenía segura,
si una gente cruel, pesado con mi ropa mojada
[360] y agarrando la cima áspera de un monte con manos curvadas,
no me hubiera atacado a hierro, creyéndome, necia, su presa.
Ya el oleaje me tiene y en la playa me voltean los vientos.
Por eso a ti por la luz gozosa del cielo y las auras,
por tu padre te pido, por la esperanza de Julo que surge,
[365] sálvame, invicto, de estos males: o tú a mí un poco de tierra
me echas, pues puedes, y me buscas en los puertos Velinos;
o tú, si hay vía alguna, si alguna la divina creadora
te muestra (pues, creo en efecto, no sin el poder de los dioses
te propones cruzar ríos tan grandes y la Estigia laguna),
[370] me das tu diestra, infeliz, y me llevas por las olas contigo,
de modo que descanse en mi muerte al menos en sedes tranquilas».
Había hablado así, cuando así comenzó la adivina:
«¿De dónde, Palinuro, te viene este deseo tan cruel?
¿Tú, insepulto, las aguas Estigias y la corriente severa
[375] de las Euménides vas a ver o irás, sin permiso, a su orilla?
Deja de esperar que se dobleguen hados de dioses con ruegos,
mas guarda esto en la memoria, consuelo de tu duro destino.
Pues unos vecinos, a lo largo y ancho a través de sus pueblos
guiados por prodigios celestes, darán a tus huesos honores,
[380] alzarán un túmulo y al túmulo rendirán sacrificios,
y el lugar tendrá el nombre de Palinuro por siempre».
Con estos dichos, se fueron las cuitas y quitó de momento
dolor de su triste corazón; le alegra un país con su nombre.
Y así acaban el camino empezado y al río se llegan.
[385] El navegante, cuando desde la ola Estigia los vió
ir por el bosque callado y su pie acercar a la orilla,
así el primero avanza diciendo y por su cuenta les grita:
«Seas quien seas, que te diriges a nuestros ríos armado,
vamos, dí a qué vienes, ya desde ahí y tu marcha detén.
[390] Lugar de sombras es éste, de sueño y soporífera noche:
no es posible en la quilla Estigia llevar cuerpos vivos aún.
Ni me alegré en verdad cuando al Alcida que vino
recibí en el lago, ni a Teseo ni tampoco a Pirítoo,
por más que fueran nacidos de dioses e invictos de fuerzas.
[395] Aquel al guardián del Tártaro lo encadenó con su mano
y lo arrastró temblando desde el trono del mismísimo rey;
estos trataron de sacar del tálamo a la esposa de Dite».
Contra esto la adivina Anfrisia habló brevemente:
«Insidia ninguna hay aquí como esas (de inquietarte desiste),
[400] ni traen los dardos violencia; el enorme portero en su cueva
ladrando por siempre aterre a las sombras exangües,
la casta Prosérpina siga fiel al umbral de su tío.
Eneas Troyano, famoso por su piedad y sus armas,
desciende a su progenitor en las profundas sombras del Érebo.
[405] Si a ti ninguna imagen te mueve de tanta piedad,
al menos este ramo (muestra el ramo que en la ropa ocultaba)
reconoce». Entonces su corazón henchido de ira se aplaca;
Nada más a esto. Él, admirando el don venerable
de la rama fatal que después de largo tiempo veía,
[410] vuelve la popa cerúlea y a la orilla se acerca.
Luego, a otras almas, que por los largos bancos estaban sentadas,
las echa y aligera los puentes; recibe al tiempo en el casco
al enorme Eneas. Gimió bajo su peso la barca
ligera y recibió, agrietada, abundante pantano.
[415] Por fin, a vate y hombre incólumes al otro lado del río
desembarca en el limo informe y sobre ova verdosa.
Cérbero enorme estos reinos con ladrido trifauce
hace sonar, tendido inmenso en cueva de frente.
Viendo la vate que sus cuellos se erizaban ya de culebras,
[420] un bocado adormecedor con miel y frutos drogados
le lanza. Él, abriendo sus tres gargantas con hambre rabiosa,
cogió lo que se le echaba y sus dorsos inmensos aflojó,
tendido en el suelo, y se estiró enorme por toda la cueva.
Ocupa Eneas la entrada con su guardián dormitando
[425] y huye veloz de la orilla del agua sin regreso posible.
Pronto se oyeron voces y un enorme vagido
y almas que lloran de niños, al principio del todo,
a los que excluidos de la dulce vida y arrebatados del pecho,
se los llevó negro día y en acerbo funeral los hundió;
[430] junto a estos, los condenados por un falso crimen a muerte.
No les dieron estas sedes en verdad sin sorteo, sin juez:
Minos, el fiscal, mueve la urna; él de silentes
una reunión convoca y conoce sus vidas y faltas.
Luego ocupan lugares cercanos los tristes, que muerte
[435] sin culpa se causaron con su mano y, odiando la luz,
arrojaron sus almas. ¡Cómo en el alto éter desearían
ahora soportar pobreza y duros esfuerzos también!
Ley divina se opone y triste laguna de ola execrable
los ata y la Éstige, nueve veces interpuesta, los guarda.
[440] No lejos de ahí, extendidos hacia todas partes, se muestran
los Campos que Lloran; así de nombre los llaman.
Aquí, a quienes duro amor mediante peste cruel consumió
calles secretas los ocultan y, en torno, de mirto
una selva los cubre; ni en la muerte sus cuitas los dejan.
[445] En estos lugares a Fedra y a Procris y a la triste Erifila
que muestra las heridas de su hijo cruel, reconoce,
y también a Evadne y Pasífae; Laodamía con ellas
va de compaña y el joven antaño, fémina ahora, Ceneo,
de nuevo devuelto por el hado a su antigua figura.
[450] Junto a ellas, recién llegada por su herida, Dido Fenicia
vagaba en selva grande; el héroe Troyano por ella,
tan pronto estuvo a su lado y la conoció entre las sombras
oscura, como quien a comienzos del mes que se eleva
la luna entre las nubes o ve o piensa que ha visto,
[455] vertió lágrimas y con dulce amor le dirigió la palabra:
«Dido infeliz, ¿noticia veraz entonces a mí
me llegó, que habías muerto a hierro y elegido tu hora final?
¿fui yo, ay, la razón de tu funeral? Por los astros lo juro,
por los de arriba y por la lealtad, si hay alguna bajo la tierra,
[460] contra mi voluntad, reina, me marché de tu playa.
Mas a mí mandatos de dioses —que ir por estas sombras ahora
me fuerzan, por sitios abyectos de podre y por noche profunda—
con su poder me llevaron; y no pude pensar
que con mi marcha te causaría este tan grande dolor.
[465] Detén tu paso y no te sustraigas a nuestra mirada.
¿De quién huyes? Por el hado, esto que te digo es el final».
Eneas su ánimo que ardía y feroz lo miraba,
con tales dichos calmaba y lágrimas hacía brotar.
Ella, vuelta, en el suelo fijos los ojos tenía
[470] y su rostro no se movía ante este discurso iniciado
más que si duro sílex fuera o roca Marpesia.
Por fin, se marchó con rapidez y hostil huyó de regreso
al bosque umbrífero, donde a ella su esposo primero
responde con cuidados y Siqueo iguala su amor.
[475] Y no menos afectado Eneas por el inicuo suceso
la sigue con lágrimas de lejos y, al irse, de ella se apiada.
Luego, el camino ofrecido prosigue. Y ya tenían los campos
últimos, que, lejanos, los ilustres en la guerra frecuentan.
Aquí le salió al paso Tideo, aquí por sus armas famoso
[480] Partenopeo y la imagen del pálido Adrasto,
aquí llorados mucho arriba y en la guerra caídos
los Dardánidas, por quienes él, viéndolos a todos en fila,
gimió, a Glauco y a Medonte y también a Tersíloco,
los tres de Antenor, y a Polibete, sacerdote de Ceres,
[485] y a Ideo que aún tenía su carro al igual que sus armas.
Le rodean almas a diestra y siniestra frecuentes,
y no basta con haberlo visto una vez; les gusta pararse
y seguir su paso y saber las razones de que haya venido.
Mas los jefes de los Dánaos y de Agamenón las falanges,
[490] cuando vieron al hombre y en las sombras sus armas que brillan,
temblaron con miedo tremendo; volvieron unos la espalda,
cual antaño buscaron sus naves, otros alzaron un hilo
de voz: el clamor comenzado burla a los que abren la boca.
Y entonces a un Priamida desgarrado por todo su cuerpo,
[495] a Deífobo ve, y lacerado cruelmente de rostro,
de rostro y de ambas manos, y sus sienes despobladas de orejas
arrancadas, y la nariz con vergonzante herida cortada.
Apenas lo reconoció aterrado y ocultando los crueles
suplicios, a él se dirige con voces conocidas de grado:
[500] «Deífobo armipotente, linaje de la alta sangre de Teucro,
¿quién deseó propiciarte tan crueles castigos?
¿a quién se consintió tanto contigo? A mí la fama en la noche
suprema trajo que, por gran matanza de Pelasgos cansado,
caíste sobre un montón de carnicería confusa.
[505] Entonces yo mismo en la playa Roetea un túmulo vano
erigí y tres veces a tus manes con voz potente llamé.
Tu nombre y tus armas guardan el lugar; a ti, amigo, no pude
mirarte y ponerte, al partir, en tierra paterna».
A eso, el Priamida: «Nada dejaste, amigo, de hacer;
[510] cumpliste todo con Deífobo y sus fúnebres sombras.
Mas mis hados y el crimen de la Lacedemonia funesto
me hundieron en estos males; ella me dejó estos recuerdos.
Pues, cómo la última noche entre falsos placeres
pasamos, conoces: es necesario recordarlo otra vez.
[515] Cuando el caballo fatal de un salto llegó a la escarpada
Pérgamo y trajo, preñado, tropa armada en su vientre,
ella, fingiendo un coro, en torno llevaba en orgía
a las Frigias gritando; ella misma tenía en medio una llama
enorme y a los Dánaos desde lo alto del alcázar llamaba.
[520] Entonces, acabado por las cuitas y pesado de sueño,
me acogió el tálamo infeliz, y acostado me pudo
dulce y hondo descanso, y muy parecido a plácida muerte.
Mientras, mi esposa egregia de la casa todas las armas
se lleva, y había apartado de mi cabeza mi espada fïel:
[525] adentro de los techos llama a Menelao y le abre las puertas,
sin duda esperando que eso sería un gran regalo a su amante,
y podría así borrar la fama de sus viejos pecados.
¿Por qué me entretengo? Entran al tálamo, en compañía
del Eólida que exhorta al crimen. ¡Dioses, lo mismo a los Griegos
[530] procurad, si es que reclamo castigos con boca piadosa!
Mas ¿qué circunstancias vivo aún —vamos, dime a tu vez—,
te trajeron? ¿Vienes llevado por tu vagar en el piélago
acaso o por mandato de dioses? ¿Qué fortuna te empuja
para que a tristes casas sin sol, túrbidos lugares, te llegues?».
Mientras conversaban, Aurora con sus cuadrigas rosadas
ya había pasado el eje central en su etéreo curso;
y quizás habrían gastado así todo el tiempo otorgado,
pero su compañera Sibila le advirtió y en breve le dijo:
«La noche se va, Eneas; nosotros pasamos horas llorando.
[540] Éste es el lugar en que la senda se abre a dos partes distintas:
la diestra, que bajo las murallas de Dite grande nos lleva,
aquí es el camino Elisio; mas la izquierda a los malos
castigos procura y a los Tártaros impíos nos manda».
Deífobo por contra: «Gran sacerdotisa, no rabies;
[545] me iré, llenaré el número y volveré a las tinieblas.
Vete, nuestro orgullo, vete; disfruta de hados mejores».
Dijo tan solo y en plena palabra sus huellas volvió.
Mira Eneas de pronto y bajo una peña a la izquierda
contempla anchas murallas de muro triple ceñidas,
[550] que abraza rápida corriente de llamas que abrasan,
el Flegetonte Tartáreo, que hace rodar rocas ruidosas.
En frente, una puerta enorme y columnas de sólido acero,
que fuerza ninguna de hombres romper en batalla, o los mismos
celícolas podrían; se alza una torre de hierro a las auras,
[555] y Tisífone, sentada, vestida de manto crüento,
guarda insomne el vestíbulo de noche y de día.
De aquí, se oían gemidos y sonaban terribles
azotes; entonces, chirrido de hierro y cadenas a rastras.
Paróse Eneas y escuchó aterrado el estrépito.
[560] «¿Qué clase de crímenes?, oh virgen, dime; o ¿con qué
penas son agobiados? ¿qué es tanto llanto a las auras?».
Entonces la vate así empezó a hablar: «Ínclito jefe de Teucros,
ningún inocente puede pisar este umbral criminal;
pero, cuando Hécate me puso al frente de los bosques Avernos,
[565] me mostró ella las penas divinas y por doquier me llevó.
El Cnosio Radamante posee estos durísimos reinos
y castiga y escucha perfidias y obliga a decir
las culpas que arriba cada cual, feliz con inútil engaño,
aplazó para expiarlas tras una muerte tardía.
[570] Al punto a los culpables, provista de un flagelo, Tisífone
vengadora golpea saltando encima y, con torvas serpientes
en su siniestra, a la tropa cruel de sus hermanas convoca.
Luego por fin, chirriando sobre su horrísono gozne, las sacras
puertas se abren del todo. ¿Observas quién de guardiana
[575] en la entrada se sienta, qué rostro los umbrales vigila?
Una Hidra enorme de cincuenta fauces oscuras
tiene, más terrible aún, dentro su sede. Luego el Tártaro mismo
se abre en abismo tan grande y tiende sus sombras el doble
de la altura del cielo al mirar al etéreo Olimpo.
[580] Aquí el linaje antiguo de Tierra, la joven gente Titania,
dan vueltas, por el rayo arrojados en su fondo profundo.
Aquí también vi a los Aloidas gemelos, enormes
cuerpos, que con sus manos el cielo grande forzar
pretendieron y arrojar a Jove de sus reinos de arriba.
[585] Vi también a Salmóneo pagando crueles castigos,
mientras las llamas de Jove imita y del Olimpo el sonido.
Él, llevado por cuatro caballos y una antorcha blandiendo,
por pueblos de Griegos y por su urbe en medio de la Élide
iba triunfante y para sí reclamaba honores de dioses,
[590] demente, que tormentas y el rayo que no se puede imitar
simulaba con bronce y el golpe de caballos cornípedos.
Mas el padre omnipotente entre densas nubes su dardo
lanzó —no son lo suyo antorchas ni luces ahumadas
de teas— y de cabeza en torbellino enorme lo echó.
[595] Y también Tición, criado por Tierra paridora de todo,
podía verse, cuyo cuerpo por nueve yugadas completas
se extiende, y un buitre enorme de pico curvado,
devorando hígado inmortal y vísceras para esas penas
siempre fecundas, busca comida y habita en su pecho
[600] hondo y no se da a las fibras que renacen descanso ninguno.
¿Qué he de recordar de los Lápitas, de Ixión y Pirítoo?
Sobre ellos negro sílice que ya, ya resbala, amenaza
simulando que cae; brillan en altos divanes
de fiesta escabeles de oro y manjares a las bocas dispuestos
[605] con lujo de reyes; la mayor de las Furias al lado
se acuesta y a las manos prohíbe que toquen las mesas,
o se levanta blandiendo una antorcha y su boca retumba.
Aquí, los que odiaron a sus hermanos, mientras vida quedaba,
o pegaron a su padre y engaños contra su cliente tramaron,
[610] o quienes a solas guardaron riquezas halladas
y no dieron parte a los suyos (que son más numerosos),
y los muertos por adulterio, y los que unas armas siguieron
impías y no temieron traicionar de sus dueños las diestras,
todos, encerrados, su pena esperan. No quieras saber
[615] la pena, ni qué forma o fortuna hundió a estos varones.
Una roca enorme ruedan unos y a radios de ruedas
atados cuelgan; está sentado y estará sentado por siempre
Teseo infeliz y Flegias, el más desdichado de todos,
avisa y con gran voz declara a través de las sombras:
[620] «Aprended, avisados, justicia y a no desdeñar a los dioses».
Este vendió por oro a su patria y a un señor poderoso
le impuso; fijó leyes y las abolió por dinero;
este invadió el tálamo de su hija e himeneos prohibidos:
osaron todos un delito enorme y lograron lo osado.
[625] Ni si cien lenguas y también cien bocas tuviera,
una voz de hierro, abarcar todas las formas de crímenes,
recorrer todos los nombres de los castigos podría».
Cuando acabó esto la longeva sacerdotisa de Febo,
«Mas ya vamos, sigue el camino y cumple el deber asumido;
[630] démonos prisa» —dijo—; levantadas en fraguas de Cíclopes
unas murallas diviso y en frente las puertas en arco,
donde dejar estos dones los preceptos nos mandan».
Había dicho y andando al tiempo por la oscuridad del camino,
abrevian el espacio que queda y a las entradas se acercan.
[635] Ocupa Eneas el acceso y su cuerpo de fresca
agua rocía y clava el ramo en el umbral de enfrente.
Acabados por fin estos actos, hecha la ofrenda a la diosa,
llegaron a lugares alegres y a las amenas praderas
de los bosques afortunados y a las sedes felices.
[640] Aquí un éter más amplio viste los campos de luz
purpúrea, y supieron de un sol propio, de propias estrellas.
Una parte entrenan sus miembros en palestras de yerba,
compiten jugando y en la rubia arena pelean;
otra parte marcan bailes con sus pies y dicen poemas.
[645] Y también el sacerdote Tracio con largo vestido
canta los siete intervalos de las voces con ritmos,
y ya los pulsa con sus dedos, ya con ebúrneo plectro.
Aquí el linaje antiguo de Teucro, bellísima prole,
héroes magnánimos nacidos en años mejores,
[650] Ilo y Asáraco, y Dárdano, que Troya fundó.
De lejos admira armas de hombres y carros vacíos;
hay lanzas en tierra clavadas y en todas partes süeltos
por el campo pacen caballos. La afición a los carros
y a las armas que tuvieron de vivos, el gusto por criar
[655] caballos lustrosos, les acompaña bajo la tierra.
Ve, ahora también, a otros a diestra y siniestra por la hierba
comiendo y cantando en coro un alegre peán
en medio de un bosque oloroso de lauros, de donde hacia arriba
por la selva la corriente abundante del Erídano rueda.
[660] Aquí, los que luchando por su patria sufrieron heridas
y los sacerdotes, castos mientras vida quedaba,
y los vates piadosos y los que hablaron dignos de Febo,
o los que cultivaron con artes inventadas su vida
y los que hicieron que otros les recordaran por justas razones:
[665] se ciñen las sienes de todos estos con nívea cinta.
A ellos en su derredor así les habló la Sibila,
a Museo antes que a nadie (pues en medio una gran muchedumbre
lo tiene y levanta la vista al que con altos hombros destaca):
«Decid, almas felices y tú, el vate mejor,
[670] ¿qué región a Anquises, qué lugar lo posee? Por él
venimos y cruzamos las grandes corrientes del Érebo».
Y a ésta dio respuesta el héroe así con pocas palabras:
«Para nadie hay casa fija; habitamos en bosques oscuros,
y en lechos de riberas y en prados frescos con ríos
[675] vivimos. Mas, si así voluntad y corazón os conducen,
superad este collado y ya os pondré en fácil vereda».
Dijo, y echó su paso delante, y campos radiantes
desde arriba les muestra; luego dejan las cumbres supremas.
Y el padre Anquises en verdeante valle bien hondo
[680] las almas encerradas y que han de ir a la luz superior
miraba con mucha atención, y de los suyos el número
completo por azar revisaba, sus nietos queridos,
y sus hados y fortunas de hombres, y sus modos y acciones.
Y cuando ve que hacia él se dirigía por entre las hierbas
[685] Eneas, lleno de alegría le tendió ambas las palmas
y en su rostro cayeron lágrimas y salió voz de su boca:
«¿Viniste por fin y, tan de tu padre esperada,
tu piedad venció el duro camino? ¿Se me da ver tu semblante,
hijo, y oír tus voces conocidas y devolverte las mías?
[690] Así, en verdad, lo sentía en mi ánimo y que sería pensaba,
contando los tiempos, y no me engañó mi cuïta.
¡Yo a ti, llevado por qué tierras y por cuántas llanuras,
te recibo! ¡a ti, hijo mío, echado en cuántos peligros!
¡cuánto temí que te dañaran los reinos de Libia!».
[695] Él por su parte: «La tuya, padre, tu triste imagen a mí,
presentándose a menudo, me hizo venir a estos umbrales;
están las naves en la sal Tirrena. Dame unir la dïestra,
dame, padre mío, y de nuestro abrazo no te sustraigas».
Así evocando, con largo llanto al tiempo sus rostros regaba.
[700] Tres veces intentó entonces dar los brazos en torno a su cuello;
tres veces su imagen, en vano apretada, huyó de las manos,
igual a vientos leves y muy parecida a sueño fugaz.
Mientras tanto, contempla Eneas en valle apartado
un bosque aislado y follajes de selva que suenan,
[705] y la corriente Letea que baña tranquilas moradas.
Aquí en torno innúmeras gentes y pueblos volaban:
como cuando en los prados las abejas en estío sereno
se posan en flores diversas y en torno a los blancos
lirios se esparcen, resuena todo el campo con su zumbido.
[710] Se estremece ante esa súbita visión y pregunta las causas
Eneas ignorante, cuáles sean además esos ríos
y qué hombres llenan las riberas en tan gran formación.
Luego el padre Anquises: «Almas a las que por el hado se deben
otros cuerpos, junto a la onda del río Leteo
[715] beben líquidos seguros y largos olvidos.
En efecto hablarte de ellas y mostrarlas delante
hace tiempo deseo, esta prole enumerar de los míos,
para que, de haber encontrado Italia, más conmigo te alegres».
«Oh padre, ¿acaso hay que pensar que de aquí al cielo suben algunas
[720] almas sublimes y que de nuevo regresan dentro de torpes
cuerpos? ¡qué ansia de luz para las desdichadas tan cruel!».
«Te lo diré, en efecto, y no te tendré, hijo mío, en suspenso»
acepta Anquises y en orden muestra las cosas una por una.
«Lo primero, al cielo y a las tierras y a los campos radiantes
[725] y al luminoso globo de la luna y a los astros Titanios
un espíritu por dentro los nutre y, en sus miembros metida,
una mente agita esa mole y con su gran cuerpo se mezcla.
De ahí, el linaje de hombres y rebaños, y las vidas que vuelan
y los monstruos que el ponto lleva bajo su llanura marmórea.
[730] De fuego es el vigor y celeste el origen de aquellas
simientes, en cuanto no las retardan cuerpos nocivos
ni las embotan artejos de tierra y miembros que han de morir.
Luego temen y desean, se duelen y gozan, y ni auras
distinguen, encerradas en tinieblas y en cárcel sin luz.
[735] Es más, cuando en el día postrero las ha dejado la vida,
no obstante de las míseras ni todo el mal ni todas las pestes
corporales se marchan del todo y es por completo preciso
que mucho de lo formado tiempo ha arraigue de modo admirable.
Y así, son castigadas con penas y de los males antiguos
[740] pagan suplicios: unas son extendidas, de cara a ligeros
vientos colgadas, a otras bajo torbellino sin fin
se limpia su crimen infecto o con fuego se quema
(cada cual sufrimos sus propios manes. Después por el amplio
Elisio se nos manda y alcanzamos pocos los campos alegres),
[745] hasta que un día lejano, cumplido el ciclo del tiempo,
las libra de su mancha formada y deja ya puro
el sentido etéreo y el fuego de la aura sin mezcla.
A todas estas, cuando por mil años han girado una rueda,
un dios al río Leteo las llama en gran formación,
[750] sin duda para que las bóvedas de arriba vuelvan a ver
de nuevo, y comiencen a querer regresar a los cuerpos».
Había dicho Anquises y a su hijo y también a Sibila
lleva al centro de la reunión y a la turba ruidosa,
y toma una altura de donde en larga fila a todos pudiese
[755] de frente divisar y aprender los rostros de los que se acercan.
«Vamos ahora, qué gloria seguirá a la prole Dardania
después, qué nietos venidos de linaje Ítalo esperan
—almas ilustres y que bajo nuestro nombre han de marchar—,
te contaré con dichos y te enseñaré tus propios destinos.
[760] Aquel joven, ves, que se apoya en una lanza sin hierro,
tiene a suerte un puesto cercano a la luz y el primero a las auras
etéreas se alza, mezclado con Ítala sangre,
es Silvio, nombre de origen Albano, tu última prole,
que a ti, ya longevo, tarde tu esposa Lavinia
[765] te dará en unas selvas, como rey y padre de reyes,
de donde será de Alba Longa dueño nuestro linaje.
Cercano está Procas, aquel, gloria del pueblo Troyano,
y Capis y Numitor y el que a ti con su nombre regresa,
Silvio Eneas, por igual en piedad como en armas
[770] egregio, si Alba para reinarla alguna vez recibiera.
¡Qué jóvenes! ¡cuántas fuerzas, mira, nos muestran
y cómo llevan las sienes sombreadas por cívica encina!
Estos a ti Nomento y Gabies y la ciudad de Fidena
pondrán sobre los montes, los fuertes Colatinos aquellos,
[775] y Pometio y el Castro de Inuo y Bola y Cora también;
estos serán luego nombres, ahora son tierras sin nombre.
Es más, se unirá a su abuelo de compañero el hijo de Marte,
Rómulo, al que Ilia su madre, de la sangre de Asáraco,
criará. ¿No ves cómo hay encima de él penachos gemelos
[780] y el mismo padre de dioses con su propio honor ya lo señala?
Bajo los auspicios de este, hijo mío, aquella ínclita Roma
su imperio igualará a las tierras, al Olimpo sus ánimos,
y en una para él con un muro rodeará siete colinas,
feliz en fruto de hombres: cual Berecintia la madre
[785] va en carro por ciudades Frigias, coronada de torres,
alegre de parir a dioses, abrazando a cien descendientes,
todos habitantes el cielo, todos de altos astros señores.
Vuelve ahora acá tus miradas gemelas, contempla este pueblo
y a tus Romanos. Aquí, César y toda de Julo
[790] la estirpe que ha de venir bajo el eje enorme del cielo.
Aquí el hombre, aquí está el que mucho oíste que se te prometió,
César Augusto, linaje de dios, que áureos siglos
ha de fundar de nuevo en el Lacio, por los campos reinados
por Saturno antaño, y sobre Garamantas e Indos también
[795] llevará su imperio; yace su tierra más allá de los astros,
más allá de las vías del año y del sol, donde Atlas celífero
gira el eje en su hombro, apto para estrellas ardientes.
A su llegada, ya ahora incluso los reinos del Caspio
se aterran por las respuestas de dioses, y la tierra Meotia,
[800] y las bocas inquietas del Nilo de siete brazos se turban.
Ni siquiera el Alcida recorrió tierras tan grandes,
aunque a la cierva de pezuña de bronce hirió, o de Erimanto
los bosques puso en paz y a Lerna hizo temblar con el arco;
ni el que victorioso gobierna sus yugos con riendas de pámpano,
[805] Líber, que lleva sus tigres desde la alta cumbre de Nisa.
¿Y dudamos aún extender el valor con nuestras hazañas
o es que el miedo nos prohíbe en tierra Ausonia asentarnos?
¿Quién es aquél que a lo lejos, ornado con ramos de olivo,
lleva objetos sacros? Conozco el cabello y las barbas canosas
[810] del rey Romano que con sus leyes la primera ciudad
fundará, desde la pequeña Cures y un pobre terruño
enviado a un imperio enorme. Luego de él llegará
el que rompa la paz de la patria y mueva a las armas,
Tulo, a los hombres ociosos y a las tropas de triunfos
[815] ya olvidadas. A él seguirá Anco el muy jactancioso,
que ya ahora se ufana de más con el favor popular.
¿Quieres a los reyes Tarquinios y el alma soberbia
de Bruto vengador contemplar, y los haces devueltos?
Este el primero el mando de cónsul y las crueles segures
[820] tomará y como padre a sus hijos que causan guerras de nuevo
llamará en nombre de la hermosa libertad al castigo.
¡Infeliz!; se tomen como sea estos hechos sus descendientes,
vencerán su amor a la patria y el inmenso deseo de gloria.
A Decios y Drusos a lo lejos, y al cruel con el hacha,
[825] mira a Torcuato, y a Camilo que vuelve a traer las enseñas.
Pero aquellas que ves refulgir bajo armas parejas,
almas concordes ahora y mientras son por la noche oprimidas,
¡ay, cuánta guerra entre ellas, si de la vida las luces
acaso alcanzan, cuántas tropas y matanza han de mover,
[830] el suegro de las cumbres Alpinas y del alcázar Moneco
bajando, el yerno provisto de enemigos Orientales!
No, jóvenes, no acostumbréis los ánimos a guerras tan grandes
ni volváis contra las entrañas patrias las fuerzas robustas;
¡y tú antes, tú contente, que traes del Olimpo tu estirpe,
[835] tira los dardos de tu mano, sangre mía!
Aquel a los altos Capitolios triunfantes desde Corinto
vencedor llevará el carro, insigne por los Aqueos caídos.
Aquél Argos y Micenas la de Agamenón destruirá
y al propio Eácida, linaje de Aquiles armipotente,
[840] vengando abuelos de Troya y templos de Minerva manchados.
¿Quién a ti, gran Catón, callado o a ti, Coso, puede dejar?
¿Quién, al linaje de Graco o a los gemelos, dos rayos de guerra,
Escipiadas, azote de Libia, y al poderoso con poco,
a Fabricio, o a ti, Serrano, que siembras en surco?
[845] ¿A dónde, Fabios, me lleváis cansado? Aquel Máximo eres tú,
el único que nos devuelves el Estado dudando.
Fundirán bronces que respiran otros con más calidad
(ciertamente lo creo), sacarán rostros vivos del mármol,
defenderán causas mejor, y los cursos del cielo
[850] trazarán con el radio y dirán de los astros que surgen:
tú regir con tu imperio los pueblos, Romano, recuerda
(estas serán tus artes), y tu ley imponer en la paz,
respetar al sometido y derribar al soberbio».
Así el padre Anquises, y añade esto ante su asombro:
[855] «Mira cómo Marcelo, insigne por los despojos opimos,
avanza y victorioso destaca sobre todos los hombres.
Este el Estado Romano, agitado por gran turbación,
sostendrá caballero, a Púnicos tirará y al Galo rebelde,
y las armas cogidas pondrá tres veces al padre Quirino».
[860] Y entonces Eneas (pues al tiempo veía avanzar
un joven egregio de forma y de armas fulgentes,
mas su frente poco contenta y sus luces en rostro abatido):
«¿Quién, padre, es aquél, que así acompaña al hombre que viene?
¿Su hijo o acaso alguno de los nietos de su noble linaje?
[865] ¡Qué estrépito de acompañantes en torno! ¡y en él, cuánto valor!
mas noche oscura rodea su cabeza con sombra funesta».
Entonces el padre Anquises comenzó con lágrimas que brotan:
«Oh hijo, no quieras saber el inmenso dolor de los tuyos;
los hados en la tierra a este mostrarán tan solo y no más
[870] dejarán que sea. A vosotros la estirpe Romana en exceso
potente os sería, dioses, si este don hubiera tenido.
¡Cuántos gemidos de hombres junto a la urbe grande de Marte
ha de llevar aquel campo! ¡o qué funerales verás,
Tiberino, cuando corras junto a su tumba reciente!
[875] Ningún hijo del pueblo Ilíaco a sus abuelos Latinos
alzará con tanta esperanza, ni nunca la tierra
de Rómulo se jactará tanto de haber a alguien nutrido.
¡Ay, piedad, ay, antigua lealtad y diestra en la guerra
invicta! Nadie habría salido sin daño de haberle
[880] hecho frente armado, ya fuera hacia los enemigos a pie
ya con espuelas dañara ijares de espumante caballo.
¡Ay, joven digno de lástima, si tu áspero hado rompieras!
¡Tú serás Marcelo! Traed las manos llenas de lirios,
esparza yo purpúreas flores y el alma del nieto
[885] cubra al menos con estos dones, y cumpla este vano
honor». Así vagan libres por toda aquella región
en los anchos campos aéreos y todo contemplan.
Tras llevar Anquises a su hijo por cada lugar
y encender su ánimo con el amor de la fama que llega,
[890] memora luego al hombre las guerras que ha de llevar,
y le enseña los pueblos Laurentes y la ciudad de Latino,
y de qué modo y qué esfuerzo podrá evitar o sufrir.
Tiene el Sueño dos puertas gemelas, de las que una se dice
de cuerno, por donde se da fácil salida a sombras veraces,

[895] la otra, brillante, está acabada de blanco marfil,
mas al cielo envían los Manes falsos ensueños.
Allí entonces Anquises a su hijo y con él a Sibila
acompaña hablando y los envía por la ebúrnea puerta;
él corta el camino hacia las naves y vuelve a ver a sus socios.
[900] Entonces al puerto de Cayeta derecho se llega.
El ancla se echa desde la proa, están en la playa las popas.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Dos poemas chinos

Pai Chu Yi

Siglo VIII / IX

El pino muere a los mil años,
la flor del hibisco no dura un día.
Ambos se hunden en la nada.
¿Por qué envanecernos
de nuestros meses y de nuestros años?

Ting Yu

Siglo XVIII

Árbol, piedra, viento, flor,
son mis cuatro vecinos;
nadie cruza mi puerta
y mi calle está sola.
Hoy vuelven las golondrinas del año anterior.
No creo más que en su amistad.

sábado, 25 de octubre de 2008

No se culpe a nadie de Julio Cortázar

NO SE CULPE A NADIE

Incluido en Final del Juego (1956)

El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguir hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas. por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estar impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire fr¡o de la habitación es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahi arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izquierda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, aunque su mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fria, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.

Julio Cortázar

El Pozo, de Luis Mateo Díez

Luis Mateo Díez

El pozo

Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años.
Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa.
Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse.
En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en el interior.
"Este es un mundo como otro cualquiera", decía el mensaje.

Abadía de Thelema, François Rabelais

Cómo Gargantúa hizo preparar para el monje la Abadía de Thelema

Faltaba sólo que recompensar al monje, y Gargantúa quiso hacerlo abad de Sevillé; pero él se rehusó. Quiso luego darle la abadía de Bourgueil o la de Saint-Florent, la que más le agradase de las dos; pero enseguida contestó que no quería carga ni gobierno de monjes; porque, como él decía: ¿Podría yo gobernar a otro cuando yo mismo no sabría gobernarme? Si os parece que os he hecho algún servicio y que en adelante podré hacéroslo, autorizad me para fundar una abadía a mi gusto. La iniciativa fue del agrado de Gargantúa y le ofreció todo su país de Thelema, junto a la ribera del Loire, a dos leguas del gran bosque de Port Huault; además le requirió que instituyese su religión al contrario de todas las demás. --Primeramente -decía Gargantúa-, no hará falta edificar la abadía ni circundarla de murallas como están las otras. -Verdaderamente -replicó el monje--, y donde hay muros hay murallas, envidia y conspiración mutua. Se dispuso que así como en ciertos conventos es costumbre cuando entra alguna mujer, es decir, las honestas y púdicas, limpiar los sitios por donde aquéllas hubieran pasado, si religioso o religiosa entraran por caso fortuito, se limpiarán religiosamente todos los lugares que hubieran atravesado. Puesto que en todas las religiones del mundo está todo acompasado, limitado y regulado por horas, se decretó que allí no habría relojes ni cuadrantes de ninguna clase, sino que las labores serían distribuidas según las oportunidades y ocasiones, porque, como decía Gargantúa, la mayor pérdida de tiempo está en contar las horas, pues de ello no viene ningún bien, y la mayor desazón del mundo está en gobernarse al son de una campana y no por los dictados del entendimiento y del buen sentido. Item: Puesto que en aquel tiempo no entraban en religión más mujeres que aquellas que se encontraban tuertas, borrachas, gibosas, feas, contrahechas, locas, insensatas, tocadas de maleficios y enviciadas, ni más hombres que los asmáticos, mal nacidos, inútiles y vagabundos, se dispuso que allí no se recibiría sino a las hermosas, bien nacidas y bien formadas y a los hermosos, bien nacidos y bien formados. -A propósito -dijo el monje-. Una mujer que no es buena ni bella, ¿para qué vale? -Para monja -repuso Gargantúa. -Y para hacer camisas. Item: Como en los conventos de mujeres no entran hombres sino engañosa y clandestinamente, se decretó que allí no habría mujeres en el caso que no hubiera hombres, ni hombres si no había mujeres. Item: Puesto que tanto unas como otros, una vez profesos después del año de noviciado, estaban forzados y compelidos a permanecer allí toda su vida, se dispuso que entraran y salieran libremente cuando les pareciese oportuno. Item: Como ordinariamente hacen tres votos, de obediencia, pobreza y castidad, se acordó que allí pudieran casarse honorablemente, que todos y cada uno pudieran ser ricos y viviesen en completa libertad. En cuanto a la edad de ingreso para las hembras, había de ser de diez a quince años, y para los varones, de doce a dieciocho. Cómo tenían regulada su vida los thelemitas Tenían empleada su vida, no según leyes, estatutos ni reglas, sino según su franco arbitrio. Se levantaban de la cama cuando buenamente les parecía, bebían, comían, trabajaban, dormían cuando les venía en gana; nada les desvelaba y nadie les obligaba a comer, beber ni hacer cosa alguna; de esta manera lo había dispuesto Gargantúa. En su regla no había más que esta cláusula:

HAZ LO QUE QUIERAS

Porque las gentes bien nacidas, libres, instruidas y rodeadas de buenas compañías, tienen siempre un aguijón que les impulsa a seguir la virtud y apartarse del vicio; a este acicate le llaman honor. Cuando por vil sujeción y clausura se ven constreñidos y obligados, pierden la noble afección que francamente los inducía a la virtud y dirigen todos sus esfuerzos a infringir y quebrantar esta necia servidumbre, porque todos los días nos encaminamos hacia lo prohibido y ambicionamos lo que le nos niega. Por efecto de esta libertad, llegaron a la plausible emulación de hacer todos lo que a uno le fuera grato: si alguno o alguna decía bebamos, todos bebían; si decían juguemos, todos jugaban; si decían vamos a pasear por el campo, todos paseaban. Si decían vamos a cazar, las damas, montadas en sus bellas hacaneas, con su palafrén y su guía, llevaban cada una en su mano enguantada delicadamente, un esmerillón o alcotancillo; los demás pájaros los llevaban los hombres. Tan noblemente estaban educados, que entre ellos no había uno solo que no supiera leer, escribir, cantar, tocar instrumentos de música, hablar cinco o seis idiomas y componer prosa o verso. Jamás se han visto caballeros tan discretos, tan galantes, tan ágiles a pie y a caballo, tan fuertes para remar y para manejar todas las armas, como los que allí había. Cuando para alguno, por llamamiento de sus deudos o cualquiera otra causa, llegaba la hora de salir, llevaba consigo a una de las damas que de antemano le había escogido por suyo, y por consecuencia estaban ya juntos y casados; si en Thelema habían vivido en inclinación y amistad mutuas, las continuaban con aumento en el matrimonio, tanto que llegaban hasta el fin de sus vidas habiéndola pasado toda como el primer día de novios.

Textos en castellano utilizados para la transcripción de este capítulo: François Rabelais: La Abadía de Thelema (Gargantúa y Pantagruel, Libro I). Ed. M. Aguilar, Madrid, 1923. Trad. de E. Barriobero y Herrán.

La mariposa negra de Nicomedes Pastor Díaz

Nicomedes Pastor Díaz (Vivero, 1811 – Madrid, 1863)

La mariposa negra (1834)


Borraba ya del pensamiento mío
de la tristeza el importuno ceño:
dulce era mi vivir, dulce mi sueño,
          dulce mi despertar.
Ya en mi pecho era lóbrego vacío
el que un tiempo rugió volcán ardiente;
ya no pasaban negras por mi frente
          nubes que hacen llorar.

Era una noche azul, serena, clara,
que, embebecido en plácido desvelo,
alcé los ojos en tributo al cielo
          de tierna gratitud.
Mas ¡ay! que, apenas lánguido se alzara
este mirar de eterna desventura,
turbarse vi la lívida blancura
          de la nocturna luz.

Incierta sombra que mi sien circunda
cruzar siento, en zumbido revolante,
y con nubloso vértigo incesante
          a mi vista girar;

cubrió la luz incierta moribunda
con alas de vapor informe objeto;
cubrió mi corazón terror secreto
          que no puedo calmar.

No como un tiempo colosal quimera
mi atónita atención amedrentaba:
mis oídos profundo no aterraba
          acento de pavor;
que fue la aparición vaga y ligera,
leve la sombra aérea y nebulosa,
que fue sólo una negra mariposa,
          volando en derredor.

No cual suele fijó su giro errante
la antorcha que alumbraba mi desvelo:
de su siniestro misterioso vuelo
          la luz no era el imán.
¡Ay! que sólo el fulgor agonizante
en mis lánguidos ojos abatidos
ser creí, de sus giros repetidos,
         secreto talismán.

Lo creo, sí... que a mi agitada suerte
su extraña aparición no será en vano;
desde la noche de ese infausto arcano
         ¡ay Dios!... aún no dormí.
¿Anunciarame próxima la muerte,
o es más negro su vuelo repentino...?
¿Ella trae un mensaje del destino...?
          Yo... no le comprendí.

Ya no aparece sólo entre las sombras;
do quier me envuelve su funesto giro:
a cada instante sobre mí la miro
          mil círculos trazar:
del campo entre las plácidas alfombras,
del bosque entre el ramaje la contemplo,
y hasta bajo las bóvedas del templo
          y ante el sagrado altar.

"¡Para adormir mi frenesí secreto
cesa un instante, negra mariposa!
¡Tus leves alas en mi frente posa:
          tal vez me aquietarás...!"
Mas, redoblando su girar inquieto,
huye y parece que a mi voz se aleja
y revuelve y me sigue y no me deja
          ni se para jamás.

A veces creo que un sepulcro amado
lanzó, bajo esta larva aterradora,
el espíritu errante que aún adora
          mi yerto corazón.
Y una vez ¡ay! estático y helado
la vi, la vi, creciendo de repente,
mágica desplegar sobre mi frente
          nueva transformación.

Vi tenderse sus alas como un velo
sobre un cuerpo fantástico colgadas,
en rozagante túnica trocadas
          so un manto funeral.
Y el lúgubre zumbido de su vuelo
trocose en voz profunda melodiosa,
y trocose la negra mariposa
          en genio celestial.

Cual sobre estatua de ébano luciente
un rostro se alza en ademán sublime,
do en pálido marfil su sello imprime
          sobrehumano dolor,
y de sus ojos el brillar ardiente,
fósforo de visión, fuego del cielo,
hiere en el alma, como hiere el vuelo
          del rayo vengador.

Un momento ¡gran Dios! mis brazos yertos
desesperado la tendí gritando.
-¡Ven de una vez!- la dije sollozando,
          ¡ven y me matarás!
Mas ¡ay! que cual las sombras de los muertos
sus formas vanas a mi voz retira
y de nuevo circula y zumba y gira
          y no para jamás...

¿Qué potencia infernal mi mente altera?
¿De dónde viene esta visión pasmosa?
Ese genio... esa negra mariposa
          ¿qué es...? ¿Qué quiere de mí...?
En vano llamo a mi ilusión quimera;
no hay más verdad que la ilusión del alma:
verdad fue mi quietud, mi paz, mi calma;
          verdad que la perdí.

Por ocultos resortes agitado
vuelvo al llanto otra vez hondo y doliente,
y mi canto otra vez vuela y mi mente
          a esa extraña región
do sobre el cráter de un abismo helado
las nieves del volcán se derritieron
al fuego que ligeras encendieron
          dos alas de crespón.

Pasaje de Felipe Sassone

De La rueda de mi fortuna. Memorias, de Felipe Sassone, Madrid, Aguilar, 1955, p. 39-41:

Aquel año de 1896, duodécimo de mi edad, cuando publiqué mi primera cosa en un periódico, me interesé también por las matemáticas. Me disgustaban profundamente; pero un día, el profesor de álgebra del colegio empezó así su lección:

-Un gavilán pasó volando por delante de un palomar, y saludó: "adiós, mis señoras cien palomas". Y una de ellas le respondió: "No somos ciento; pero nosotras, más nosotras, más la cuarta parte de nosotras, más usted, señor gavilán, sí somos ciento." ¿Cuántas eran las palomas? ¿alguno de ustedes sabe decírmelo?

Un muchacho que estaba a mi lado se puso en pie, como impelido por un resorte.

-Yo sabré.

-¿Sabrá usted? -preguntó el profesor.

-En cuanto resuelva la ecuación - contestó con desparpajo el alumno-. Porque se trata de una ecuación de primer grado con una incógnita.

-Salga usted a la pizarra.

-Pedro Antonio Heredia -así se llamaba el alumno, se llama aún- esgrimió la tiza y dijo:

-El número de palomas es lo que queremos saber, y es por ahora la incógnita.

Y escribió:

X+X+X/2+X/4+1=100

Quitó el uno de la proposición; redujo la igualdad a 99 y comenzó las operaciones. El primer término se iba reduciendo; la incógnita se iba separando de los números; la fórmula era cada vez más pequeña, y al fin la X se quedó sola, a la izquierda, y a la derecha, después del signo = apareció el número 36.

-Son las palomas-afirmó Heredia-, y saludó al profesor con una pirueta de acróbata de circo.

Toda la clase aplaudió.

Aquello había sido buscar lo desconocido, descubrirlo poquito a poco, encontrarlo después de haberlo perseguido como una ilusión y a mí me pareció un encanto.

-Oye, Perico Antuco- le dije en el recreo a mi amigo-. ¿Quieres venir a casa a darme paso de matemáticas?

-¿Me lo darás a mí de literatura?

Aquella noche vino Pedro a mi casa de la calle de la Minería, y vino muchas noches más, y pasábamos dos horas de provechosa y alegre intimidad. Él me decía en la ocasión propicia:

-No te olvides, Felipito. En todo triángulo a mayor lado se opone mayor ángulo, y los tras ángulos de un triángulo, aun los equiláteros, suman siempre dos rectos.

Y yo a él:

-Te presente, Perico, que cuando el verbo ser es copulativo, concierta con el predicado nominal y no con el sujeto. En El Quijote encontrarás ejemplos de esta concordancia: "Todos los encamisados era gente medrosa." Era y no eran, fíjate bien. "La demás chusma del bergantín son moros y turcos." Repara en esto: son y no es.

Un criado negro nos traía chocolate o refrescos, según la estación. Bebíamos repitiendo entre sorbo y sorbo. Él:

-Pleonasmo, hipérbaton, metonimia, epanadiplosis...

Y yo:

-Isósceles, escaleno, hipotenusa, paralaje...

-¡Mira qué epanadiplosis!-¡Mira que paralaje!

Nos reíamos a carcajadas. Al filo de las doce se despedía...

miércoles, 22 de octubre de 2008

Qué matan los suicidas, Benjamín Prado

Qué matan los suicidas

Benjamín Prado

La muerte no tiene pasado. A pesar de ello, cuando un escritor decide suicidarse, los lectores y los críticos buscan en cada una de sus palabras un indicio, una premonición, analizan sus páginas como policías que buscaran huellas en el escenario de un crimen y hasta parecen querer leer sus obras como si, por alguna improbable perversión de las leyes del tiempo y el espacio, hubieran sido escritas después de desaparecido su autor, o como si éste hubiera sido durante años un muerto en vida, alguien que ya escribía desde el futuro, desde ese terrible después. Cuando no existen respuestas, lo mejor es inventarlas. Cuando los hechos no bastan, hay que recurrir a la imaginación. Sin embargo, el silencio de la muerte sólo existe para los vivos, son los que quedan de este lado del más allá quienes parecen sentir la imperiosa necesidad de cubrir o al menos atenuar ese hermético vacío que deja tras de sí la muerte, esa inmovilidad como ultraterrena que sucede al disparo, la copa de veneno o la caída al vacío. Y son los vivos, o los sobrevivientes, que diría un fatalista, quienes inventan lo que tienen que decir las palabras del suicida, quienes asocian el drama final con el resto de la historia de la mujer o el hombre que dijo basta, lo mismo que si no fuesen más que los dos extremos de una misma soga. En realidad, y esto lo sabe cualquier psiquiatra, la mayor parte de los suicidas no saben que van a matarse hasta poco antes de abrir la espita del gas o volcarse en la palma de la mano los barbitúricos. Algo así como los marineros del relato de Horacio Quiroga que se reproduce en este volumen. Son personas depresivas, amargadas o infelices y, seguramente, han jugado en más de una ocasión con la idea del suicidio, pero el paso suelen darlo en un momento de desesperación. Un suicidio se comete, pero no se planea, no al menos como cualquier otro acto. Pensar en morir es muy distinto a ir a morir, como se ve con astuta claridad en el extraordinario relato de Ambrose Bierce incluido en esta antología. Hay escritores que intentaron matarse varias veces, eso es cierto, como la poeta norteamericana Anne Sexton o como otro de los escritores seleccionados para este libro, Guy de Maupassant, que veía en el suicidio, como tantos otros, un acto de poder del hombre ante la fatalidad: "¡El suicidio! Pero ¡si es la fuerza de quienes ya no tienen nada, la esperanza de quienes ya no creen, el sublime valor de los vencidos! Sí, hay una puerta por lo menos en esta vida, siempre podemos abrirla y pasar al otro lado." Hay, también, escritores que pusieron fecha de caducidad a sus vidas, como el poeta Gabriel Ferrater, que anunció a los treinta años que no cumpliría jamás los cincuenta y uno y, cuando llegó el momento de cumplir su palabra, se puso fin de un modo estremecedor, atándose una bolsa de plástico a la cabeza. Por alguna razón, esa vulgar bolsa de plástico me produce un escalofrío mayor que las espadas con que se ultimaron Yukio Mishima o Emilio Salgari.

Y hay autores que decidieron tomarle la delantera a la muerte cuando, por unos u otros motivos, sus existencias ya eran, como en el relato de Jack London que incluye este libro, "un largo camino de amargura y horrores" que se había ido estrechando y que ya llegaba a su fin. Eso le ocurrió a Sylvia Plath, que no pudo sostener el peso de ser abandonada; a Reinaldo Arenas, que pronto descubriría que el paraíso capitalista era igual que el infierno comunista; a Hemingway y Bohumil Hrabal, el primero de los cuales se disparó para matar, junto a él, todo el sufrimiento que le causaba el cáncer que padecía; y el segundo porque encontró un doble remedio trágico al sufrimiento que le producía la enfermedad, en su caso una terrible artritis, y a la depresión en que lo había sumido la muerte de su esposa. Le ocurrió a Marina Tsvietáieva cuando ya sólo quedaban a su alrededor miseria y abandono. Y también a dos de los autores de este tomo, Stefan Zweig y Virginia Woolf, el primero por huir de su memoria -igual que Paul Celan, el fascista Pierre Drieu la Rochelle o Primo Levi- y la segunda por escapar a la locura. El fracaso literario llevó a la tumba a Maiakovski y a Alfonso Costafreda. El alcohol empujó hasta el cementerio a Malcolm Lowry, a Dylan Thomas, ambos presentes aquí, y hace poco al poeta Javier Egea. Otros, como Pavese, se mataron porque eran incapaces de seguir vivos. Es impresionante, al leer este libro, pensar en el cianuro de Horacio Quiroga, la morfina de Jack London, el veronal de Ryunosuke Akatugawa, la bala dadaísta de Jaques Rigaut o los somníferos de Malcolm Lowry. Es impresionante pensar en el minuto anterior a todo eso, ese minuto que creo que ha reflejado como nadie otra suicida, la poeta y narradora austriaca Ingeborg Bachmann, que se quemó viva prendiéndole fuego a su cama, por ejemplo en este poema de su libro No sé de ningún mundo mejor -publicado en España por Hiperión y traducido por Jan Pohl-, titulado "Hablar con un tercero":

Y he elegido a la muerte, para todas las confesiones ella, le he contado, a esta muerte disparatada, a la que no puedo imaginar, a la que puedo provocar rápidamente, pero nunca imaginar, le he contado. La muerte, a la que le he contado tiene la amargura de treinta píldoras, mide una caída por la ventana, y le digo, al estar sola con ella, ella tan larga tan larga como una caída por la ventana, ella tan corta, larga como un sueño, hasta que le quite al sueño la preocupaciones por mí, le cuento a este tercero. Digo: hazme ver su boca, y ese ojo hazme ver cómo era, dale marcha atrás, hazme ver cómo digo: Otra vez, y soy.


La muerte no es un valor literario ni el suicidio tiene más que ver con la literatura que el amor, el odio, la felicidad, el miedo, la tristeza, el deseo, la traición, la soledad o la envidia. Y, claro, no hay muerte que convierta un libro en algo mejor de lo que es, porque en el espacio hermético e inalterable de las obras impresas, a los relatos, los poemas y las novelas no les importa en absoluto si su autor está vivo, muerto o en un punto intermedio entre ambos estados. Y, en el fondo, a los lectores tampoco. Excepto, quizás, a los más morbosos. En este libro no sólo se reúne a unos cuantos autores suicidas, sino que en gran parte de los relatos el suicidio es un tema central o, como mínimo, una amenaza de fondo. Sin embargo, lo que les ha otorgado a la gran mayoría de estos escritores un lugar en la historia es la calidad de sus obras, no la tragedia de sus vidas. Alrededor del suicidio hay, como no podía ser de otro modo, toda una mitología, y hasta quien se atreve casi a decir que no matarse es de cobardes. No comparto esa opinión ni suicidarse me parece un acto de coraje, sólo de desesperación. Y tampoco creo que los autores que terminan suicidándose posean un secreto que los demás ignoran. Las librerías están llenas de obras maestras sobre el dolor, el sufrimiento, la desdicha y la angustia escritas por mujeres y hombres que murieron en sus camas de eso que se llama, de un modo un tanto macabro, ni más ni menos que muerte natural. Y también están llenas de obras maravillosas escritas por gente como Osip Mandelstam o Anna Ajmátova que crearon sus versos en medio del infierno, cuando eran perseguidos, veían caer asesinados a los suyos, sufrían hambre y privaciones de todo tipo, acosos, cárceles, torturas y campos de concentración. Y, sin embargo, pensaron que escribir era un modo de salvarse, de vencer a sus verdugos. En la literatura, lo mismo que en la vida, una cosa puede ser lo contrario de la otra y ser tan verdad como ella. Ojalá los escritores que componen esta antología no se hubiesen matado. Sus creaciones no serían peor por eso y no hay más que leer este libro para darnos cuenta de todo el placer que nos robaron al verter el veneno o disparar sus pistolas.

martes, 21 de octubre de 2008

El niño yuntero, de Miguel Hernández

EL NIÑO YUNTERO

Carne de yugo, ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello.

Nace, como la herramienta,
a los golpes destinado,
de una tierra descontenta
y un insatisfecho arado.

Entre estiércol puro y vivo
de vacas, trae a la vida
un alma color de olivo
vieja ya y encallecida.

Empieza a vivir, y empieza
a morir de punta a punta
levantando la corteza
de su madre con la yunta.

Empieza a sentir, y siente
la vida como una guerra
y a dar fatigosamente
en los huesos de la tierra.

Contar sus años no sabe,
y ya sabe que el sudor
es una corona grave
de sal para el labrador.

Trabaja, y mientras trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvia y se alhaja
de carne de cementerio.

A fuerza de golpes, fuerte,
y a fuerza de sol, bruñido,
con una ambición de muerte
despedaza un pan reñido.

Cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
que escucha bajo sus pies
la voz de la sepultura.

Y como raíz se hunde
en la tierra lentamente
para que la tierra inunde
de paz y panes su frente.

Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
resuelve mi alma de encina.

Lo veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.

Me da su arado en el pecho,
y su vida en la garganta,
y sufro viendo el barbecho
tan grande bajo su planta.

¿Quién salvará a este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?

Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Pessoa

"No hay felicidad sin conocimiento. Pero el
conocimiento de la felicidad es infeliz;
porque saberse feliz es conocerse pasando
por la felicidad y teniendo, en seguida, que
dejarla atrás. Saber es matar, en la felicidad
como en todo. No saber, sin embargo, es no existir."

El poeta es un fingidor, de Fernando Pessoa

El poeta es un fingidor
que finge constantemente,
que hasta finge que es dolor,
el dolor que en verdad siente.

Y, en el dolor que han leído,
a leer sus lectores vienen,
no los dos que él ha tenido,
sino sólo el que no tiene.

Y así en la vida se mete,
distrayendo a la razón,
y gira el tren de juguete
que se llama el corazón.

Arte poética de Verlaine

Arte poética

Prefiere la música a toda otra cosa,
persigue la sílaba impar, imprecisa,
más ágil y más soluble en la brisa,
que –libre de lastre– ni pesa ni posa.

Que vuestra palabra tenga un indeciso
y equívoco paso, si lo decidís.
Nada más hermoso que la canción gris,
donde lo indeciso se une a lo preciso.

Detrás de los velos, las miradas bellas.
En el mediodía, una luz que oscila.
Un cielo de otoño templado perfila
un confuso azul de claras estrellas.

Matiz, claroscuro, veladura sola.
Nada de color. Sólo los matices.
El matiz compone parejas felices
entre sueño y sueño, entre flauta y viola.

Aleja de ti la punta asesina,
la gracia cruel y el rictus de hielo,
que harían llorar los ojos del cielo
con todo ese ajo de mala cocina.

Coge la retórica y amordázala.
Sujeta la rima, y dale sentido
a esa carambola de vano sonido,
que, si la dejamos, ¿hasta dónde irá?

¡Ah, la sinrazón de la pobre rima!
¿Qué párvulo sordo, qué negro mochales,
nos forjó esa joya de cuatro reales
que suena a oropel hueco con la lima?

La música siempre, y en tono menor.
Que tu verso sea fugaz y suave,
sutil y ligero, como vuelo de ave
que busca otros cielos y otro nuevo amor.

Que tu verso sea la buena ventura
esparcida al aire de la madrugada,
que huele a tomillo y a menta granada…
Todo lo demás es literatura.

sábado, 20 de septiembre de 2008

Si, de Kipling

Si guardas en tu puesto la cabeza tranquila,
cuando todo a tu lado es cabeza perdida.
Si tienes en ti mismo una fe que te niegan
y no desprecias nunca las dudas que ellos tengan.

Si esperas en tu puesto, sin fatiga en la espera.
Si engañado, no engañas.
Si no buscas más odio, que el odio que te tengan.
Si eres bueno, y no finges ser mejor de lo que eres.

Si al hablar no exageras, lo que sabes y quieres.
Si sueñas y los sueños no te hacen su esclavo.
Si piensas y rechazas lo que piensas en vano.
Si alcanzas el triunfo o llega tu derrota,
y a los dos impostores les tratas de igual forma.

Si logras que se sepa la verdad que has hablado,
a pesar del sofisma del Orbe encanallado.
Si vuelves al comienzo de la obra perdida,
aunque esta obra sea la de toda tu vida.

Si arriesgas de un golpe y lleno de alegría,
tus ganancias de siempre a la suerte de un día,
y pierdes, y te lanzas de nuevo a la pelea,
sin decir nada a nadie lo que eres, ni lo que eras.

Si logras que los nervios y el corazón te asistan,
aun después de su fuga, en tu cuerpo en fatiga,
y se agarren contigo, cuando no quede nada,
porque tú lo deseas, lo quieres y mandas.

Si hablas con el pueblo, y guardas la virtud.
Si marchas junto a reyes, con tu paso y tu luz.
Si nadie que te hiera llega a hacerte la herida.
Si todos te reclaman y ninguno te precisa.

Si llenas el minuto inolvidable y cierto,
de sesenta segundos que te llevan al cielo.
Todo lo de esta Tierra será de tu dominio,
y mucho más aún ...

¡Serás un hombre, hijo mío !

viernes, 22 de agosto de 2008

Paul Celan, Canción de una dama en la sombra

Canción de una dama en la sombra

Si la dama del silencio llega y decapita los tulipanes:
¿quién gana?
¿quién pierde?
¿quién se asoma a la ventana?
¿quién pronuncia primero su nombre?

Es alguien que se lleva mi pelo.
Lo lleva como se llevan muertos en las manos.
Lo lleva como el cielo se llevó mi pelo en el año en que amaba.
Lo lleva así por vanidad.

Él gana. No pierde.
No se asoma a la ventana.
No dice su nombre.

Es alguien que tiene mis ojos.
Los tiene desde que cerraron las puertas.
Los lleva como anillos en el dedo.
Los lleva como pedazos de placer y zafiro:
ya era mi hermano en el otoño;
ya cuenta los días y las noches.

Él gana. No pierde.
No se asoma a la ventana.
Dice al último su nombre.

Es alguien que tiene lo que dije.
Lo lleva bajo el brazo como se llevan las actas.
Lo lleva como el reloj lleva la peor de sus horas.
Lo lleva de umbral en umbral, no lo abandona.

Él no gana. Él pierde.
Se asoma a la ventana.
Dice primero su nombre.
A él lo decapitan con los tulipanes.

Paul Celan (Czernowitz) Rumania 1920 – Francia 1970
(Traducción de José María Pérez Gay)

Sergéi Esenin o Sergio Esenin, Adios a Marienkov

Serguei Esenin


Adiós a Marienkov

Adiós, amigo mío, adiós;
estás en mi corazón.
Predestinada separación,
prometido encuentro futuro.

Adiós, amigo mío,

sin que estrechemos mano o palabra;
no te entristezcas,
nada de melancolía sobre las cejas.
Morir en esta vida no es nuevo,

vivir, aún menos.

(Antes había escrito)

Sí, me he preparado poco
para vivir en paz y entre sonrisas.
Y cuanto más corto fue mi camino

tanto mayores mis caídas.

Silvia Plath, soy vertical

SOY VERTICAL

Pero preferiría ser horizontal.

No soy un árbol con las raíces en la tierra
absorbiendo minerales y amor maternal
para que cada marzo florezcan las hojas,
ni soy la belleza del jardín
de llamativos colores que atrae exclamaciones de admiración
ignorando que pronto perderá sus pétalos.

Comparado conmigo, un árbol es inmortal
y una flor, aunque no tan alta, es más llamativa,
y quiero la longevidad de uno y la valentía de la otra.

Esta noche, bajo la luz infinitesimal de las estrellas,
los árboles y las flores han derramado sus olores frescos.
Camino entre ellos, pero no se dan cuenta.
A veces pienso que cuando estoy durmiendo
me debo parecer a ellos a la perfección-
oscurecidos ya los pensamientos.

Para mí es más natural estar tendida.

Es entonces cuando el cielo y yo conversamos con libertad,
y así seré útil cuando al fin me tienda:
entonces los árboles podrán tocarme por una vez,
y las flores tendrán tiempo para mí.

Silvia Plath Boston 1932 - Londres 1963