miércoles, 25 de junio de 2014

La muerte de Orestes según la Electra de Sófocles

Habiendo venido Orestes a la más noble asamblea de la Hélade,
a fin de combatir en los Juegos Délficos,
oyó la voz del heraldo anunciar la carrera por la cual se abrían las luchas;
y entró, resplandeciendo de belleza, y todos le admiraban;
y, cuando hubo franqueado el estadio de un extremo a otro,
salió, obteniendo el honor de la victoria. No sabría decir,
en pocas palabras, las innumerables grandes acciones y la fuerza
de un héroe semejante. Debes saber, únicamente, 
que volvió a alcanzar los premios de la victoria
en todos los combates propuestos por los jueces de los juegos.
Y todos lo llamaban dichoso y proclamaban
al argivo Orestes, hijo de Agamenón,
aquel que reunió en otro tiempo el ilustre ejército de la Hélade.
Pero las cosas son así: que, si un dios nos envía una desgracia,
nadie es bastante fuerte para escapar a ella. En efecto,
el día siguiente, cuando el rápido combate de los carros
tuvo lugar al levantarse Helios, entró con numerosos rivales.
Uno era acayo, otro de Esparta, y otros dos eran libios
y hábiles en conducir un carro de cuatro caballos. Orestes,
que era el quinto, llevaba yeguas tesalias; el sexto venía de Etolia
con fieros caballos; el séptimo era magneta; el octavo,
con caballos blancos, era de Enia; el noveno era de Atenas,
fundada por los Dioses; en fin, un beocio estaba en el décimo carro.
Manteniéndose erguidos, después que los jueces hubieron asignado,
según la suerte, el puesto de cada cual, en cuanto la trompeta de bronce
hubo dado la señal, se precipitaron, excitando a sus caballos y sacudiendo riendas,
y todo el estadio se llenó del estrépito de los carros resonantes;
y el polvo se amontonaba en el aire; y todos, mezclados juntamente,
no ahorraban aguijar, y cada uno quería adelantar a las ruedas
y a los caballos agitados del otro; porque éstos arrojaban su espuma
y sus ardientes resoplidos sobre las espaldas de los conductores
de carros y sobre el círculo de las ruedas. Orestes, acercándose
al último límite, lo rozaba con el eje de la rueda, y, soltando las riendas
al caballo de la derecha, contenía al de la izquierda. Ahora bien: en aquel momento,
todos los carros estaban todavía en pie, pero entonces,
los caballos del hombre de Enia, hechos duros de boca,
arrastraron el carro con violencia, y, al volver,
como, acabada la sexta vuelta, comenzaban la séptima,
chocaron de frente con las cuadrigas de los libios.
Una rompe a otra y cae con ella, y toda la llanura de Crisa
se llena con aquel naufragio de carros. El ateniense,
habiendo visto esto, se apartó de la vía y contuvo las riendas
como hábil conductor, y dejó a toda aquella tempestad de carros
moverse en la llanura. Durante este tiempo, Orestes,
el último de todos, conducía sus caballos, con la esperanza
de ser victorioso al fin; pero, viendo que el ateniense
había quedado solo, hirió las orejas de sus caballos,
rápidos con el sonido agudo de su látigo, y lo persiguió.
Y los dos carros estaban lanzados sobre una misma línea,
y la cabeza de los caballos sobresalía tan pronto de una
como de otra cuadriga. El imprudente Orestes
había llevado a cabo todas las demás carreras sano y salvo,
manteniéndose derecho sobre su carro; pero entonces,
soltando las riendas al caballo de la izquierda, tropezó
con el extremo de la meta, y, habiéndose roto el cubo de la rueda,
cayó rodando de su carro, enredado entre las riendas,
y los caballos, espantados de verle tendido en tierra,
se lanzaron a través del estadio. Cuando la multitud
lo vio caído del carro, se lamentó por aquel hombre joven
que, habiendo realizado hermosas acciones, y por un cruel destino,
se veía arrastrado ya por el suelo, ya piernas alzadas en el aire,
hasta que los conductores de carro, deteniendo trabajosamente
los caballos que corrían, le levantaron todo ensangrentado
y tal que ninguno de sus amigos hubiera reconocido
aquel miserable cuerpo. Y le quemaron al punto sobre una hoguera;
y unos hombres focidios, escogidos para ello,
trajeron aquí, en una pequeña urna de bronce,
las cenizas de aquel gran cuerpo, para que sea sepultado
en su patria. He aquí las palabras que tenía que decirte;
son tristes, pero el espectáculo que vimos
es la cosa más cruel de todas las que hayamos jamás contemplado.

sábado, 5 de abril de 2014

Armando Palacio Valdés, La Biblioteca Nacional

LA BIBLIOTECA NACIONAL

Madrid posee una biblioteca nacional. Esta biblioteca se halla situada en la calle del mismo nombre que desemboca por un lado en la plaza de la Encarnación y por el otro en la de Isabel II. Es fácil reconocer el edificio. Además, posee en el barrio de Salamanca los cimientos de una nueva biblioteca construidos con todo lujo, perfectamente resguardados de la intemperie y rodeados de una bonita verja. Con tales elementos es fuerza convenir en que la capital de España no carece de medios de instrucción y que todo el que desee estudiar puede hacerlo. No obstante, una cosa me ha sorprendido siempre, y es que la biblioteca nacional no está tan concurrida como debiera suponerse, dado el número de habitantes y su reconocida afición a meterse en todos los sitios donde no cueste dinero. Quizá dependa de hallarse cerrada la mayor parte de las horas del día y de la noche. En cuanto a los cimientos, a pesar de ser tan bellos y sólidos, están siempre desiertos, lo cual les da un cierto aspecto de necrópolis pagana, no ciertamente en consonancia con los fines de su instituto, como dijo Pavía el del 3 de Enero hablando de la Guardia civil.

Pero dejando a un lado los cimientos, cuya importancia me complazco en reconocer y acerca de los que no será esta la última palabra que diga, y volviendo a la antigua biblioteca donde el gobierno de Su Majestad distribuye la ciencia por el sistema dosimétrico, esto es, en pequeñas dosis y repetidas, diré primeramente que tiene un portal muy análogo a una bodega, donde los sabios de mañana aguardan, tiritando y dando estériles patadas contra las losas para calentarse los pies, a que les abran la puerta. El frío es por naturaleza anti-científico, y desde los tiempos más remotos se ha ensañado siempre con los sabios. De aquí los sabañones que tanto caracterizan a los hombres de ciencia.

Arranca del portal una escalera medianamente espaciosa, cuidadosamente tapizada de polvo como conviene a esta clase de establecimientos, la cual termina en una portería o conserjería donde hay generalmente sentados seis u ocho señores ocupados en la tarea de mirar lo que entra y lo que sale y en charlar y discutir en voz alta a fin de que los que estudian dentro se acostumbren a concentrar su atención, como hacía Arquímedes en los tiempos antiguos.

—¿Me hacen ustedes el favor de una papeleta?—pregunta en actitud humilde el sabio, que ha llegado hasta allí tragando polvo.

El portero encargado de facilitarlas vuelve la cabeza y le dirige una mirada fría y hostil: después sigue tranquilamente la conversación empeñada.

—¿Cuánto te ha costado a tí la contrabarrera?

—Lo que cuesta en el despacho: el amo ha pedido tres a un concejal y me ha cedido una.

—¡Todos los pillos tienen suerte!

Mucha risa; mucha algazara. La conversación rueda después acerca de las probabilidades que Frascuelo tiene de echar la pata a Lagartijo: los toros eran de Veraguas, se podían lidiar con franqueza; sin riesgo; y el matador «se las tiraría de plancheta» como acostumbraba, sin...

—¿Me hace V. el favor de una papeleta? repite el sabio un poco más alto.

El portero le mira de nuevo con más frialdad si cabe, se levanta lentamente, moja el dedo para sacar una papeleta del montón y dice:

—Pues yo te aseguro que no pago primadas; a última hora ha de andar más bajo el papel...

—¿Quiere V. darme una papeleta?—dice el sabio con impaciencia.

—¿Tiene V. prisa, verdad, caballero?—responde el dependiente con cierta sonrisilla irrespetuosa.

El sabio escribe en silencio sobre la papeleta el nombre de una obra famosa, aunque reciente, y entra en el salón principal de la biblioteca. En cada extremo de él hay un grupo de señores convenientemente separados de los que leen arrimados a las mesas. El sabio de mañana vacila entre dirigirse al grupo de la derecha o al grupo de la izquierda; decídese al fin a emprender su marcha hacia el primero, procediendo lógicamente. Uno de los señores de los extremos le toma la papeleta, mas antes de leerla le examina escrupulosamente de pies a cabeza cual si tratase de sonsacarle, mediante su aspecto, qué intención perversa le había movido al venir hasta allí en demanda de un libro. Después que se entera del que pide, crecen evidentemente sus sospechas porque le acribilla a miradas escrutadoras, de tal suerte, que el presunto sabio baja la vista avergonzado, juzgándose un matutero de la ciencia. El empleado, sin dejar de mirarle, pasa la papeleta a otro empleado que a su vez le mira también con cuidado y la pasa a otro, y así sucesivamente pasa por todas las manos del grupo hasta que llega nuevamente a las del primero, el cual se la devuelve diciendo:

—Vaya V. allí enfrente.

Y nuestro sabio atraviesa el salón y se dirige al grupo contrario, donde sufre el mismo examen por parte de la inspección facultativa del gobierno, y se repite con ninguna variante la escena anterior. Al devolverle la papeleta le dicen también:

—Vaya V. allí enfrente.

—Ya he estado.

—Entonces vaya V. al Índice... la primera puerta a la derecha.

En el Índice, un señor empleado lee con toda calma la papeleta, y sin decirle palabra desaparece con ella por el foro. Nuestro sabio espera una buena media hora tocando el tambor sobre las rejas de la valla con las yemas de los dedos. De vez en cuando levanta la vista a los estantes donde en correcta formación se halla una muchedumbre de libros feos, rugosos, mal encarados, que le infunden respeto. Ninguno de aquellos libros se acuerda ya de cuándo fue sacado para ser leído. De ahí su respetabilidad. En este mundo las cosas de poco uso son siempre las más respetables; los senadores, los capitanes generales, los académicos, los canónigos. Casi todos tienen escrita sobre su severo lomo en letras muy gordas la palabra Ópera. No se ve en torno más que óperas; óperas arriba, óperas abajo, óperas delante, óperas detrás. En esto llega el señor empleado del Índice, silencioso siempre como un pez, y en lugar del libro le entrega de nuevo la papeleta. El sabio en estado de crisálida no sabe lo que aquello significa y da vueltas entre sus dedos al papel hasta que percibe dos palabritas de distinta letra debajo de su petición: no consta. El sabio, que es bastante listo, comprende en seguida que con aquellas palabras se quiere decir que no hay semejante libro. Lo mismo les ha pasado a todos los sabios que en el mundo han sido y han ido a leer a la biblioteca de la nación. Ningún libro reciente consta. ¿Y por qué había de constar? ¿No perdería mucho de su prestigio esta biblioteca, admitiendo sin dificultad cualquier libro de ayer mañana? La biblioteca nacional no puede proceder como la de un particular; para que un libro tenga la honra de entrar en sus salones es necesario que el tiempo lo garantice, pues hasta ahora no se conoce nada mejor para garantir la ciencia que una serie de años, cuantos más mejor. Un libro nuevo, bien impreso, satinado y limpio, no encaja bien entre aquellas dignas y graves óperas, preñadas hasta reventar de latín y de ciencia.

Nuestro sabio torna a la portería meditando todo esto, y escribe sobre otra papeleta el título de un libro sobre filosofía, del siglo trece. La papeleta vuelve a pasar por las manos de los señores de los extremos; pero esta vez, sin que el sabio adivine la razón, se miran consternados los unos a los otros. Por último uno de ellos le dice en tono humilde:

—Caballero, el libro que V. pide está en uno de los últimos estantes y es un poco expuesto subir a buscarle... ¡Si a V. le fuese indiferente pedir otro!...

¡Pues no había de serle indiferente! Los sabios son muy finos y humanos. Nada, nada, no se moleste V. Por nada en el mundo querría nuestro sabio exponer la preciosa vida de ningún empleado del Gobierno. Así que, pian pianito vuelve sobre sus pasos hasta la portería, atormentando la imaginación para buscar una obra que fácilmente le pudiesen proporcionar, fuese cual fuese. Al fin no encuentra nada mejor que pedir el Quijote.

—¿Qué edición quiere V.?

—La que V. guste.

—¡Ah! no, caballero, perdone V., nosotros no podemos dar sino la edición que nos piden.

—Bien, pues la de la Academia.

—Tenga V. entonces la bondad de consignarlo así en la papeleta.

Vuelta a la portería. Al fin, después de una brega tan larga y deslucida, tiene la dicha de recibir el Quijote de manos del empleado. El sabio deja escapar un suspiro de consuelo: estaba sudando. Trata de sentarse a una de las mesas que hay esparcidas por la sala, sobre las cuales, para que nada llame y distraiga la atención, no suele haber ni pupitre, ni papel, ni plumas, ni tintero; nada más que la madera lisa y reluciente, invitando al estudio y a la patinación. Al tomar una de las sillas, observa con dolor que está cubierta de polvo y quizá de algo más. ¿Qué tiene esto de particular? La ciencia y la porquería no son enemigas declaradas: antes al contrario, parece que aquélla vive dichosa en los brazos de ésta, como lo atestiguan multitud de ejemplos. La sagrada Teología, muy especialmente, siempre ha tenido marcada predilección por la suciedad. En otro tiempo se medía la profundidad de un teólogo por la cantidad de grasa que llevaba adherida a la sotana. También la literatura manifestó siempre tendencias bastante pronunciadas en este sentido, y es cosa proverbial, sobre todo en las provincias, que nuestros literatos no se lavan sino cuando llueve: hay hortera a quien se le saltan las lágrimas de entusiasmo contando alguna gran asquerosidad de Carlos Rubio, o la manera de vivir de Marcos Zapata,—por más que respecto a este último, como amigo suyo que soy, puedo declarar que hay exageración. Fundándose, a no dudarlo, en tales razones, el gobierno de S. M. ha procurado mantener en la biblioteca nacional una conveniente y adecuada porquería, de cuya conservación están encargados algunos mozos no bastantemente retribuidos.

Nuestro sabio en agraz, que aún no ha llegado a las altas regiones de la ciencia, y que por lo tanto no comprende la ayuda poderosa que le prestarían en la investigación de la verdad aquellas manchas grises de la silla que mira con sobresalto, saca el pañuelo del bolsillo y lo coloca bonitamente sobre ella, sentándose después lleno de confianza.

¡Ea! ya está sentado el sabio; ya sopla el polvo de la mesa y coloca el sombrero sobre ella; ya se saca a medias una bota que le oprime mortalmente los sabañones; ya tose y se arranca la flema de la garganta; ya trae el libro hacia sí, ya mira con curiosidad el sello de la Academia estampado en la primera página; ya empieza a leer.

«En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, rocín flaco.....»

Tilín, tilín.

—¿Qué es eso?—pregunta con sorpresa al compañero que tiene al lado.

—Nada, que tocan a cerrar—contesta el otro levantándose.

El sabio entonces se levanta también; le sigue; devuelve el Quijote al empleado de quien lo recibiera; y se va a su casa.

viernes, 31 de enero de 2014

A la muerte de Juan de Padilla, Félix Mejía

“A la muerte de Juan de Padilla”, El Zurriago núm. triple 67-68 y 69, [octubre] 1822, pp. 7-10.

A LA MUERTE DE JUAN DE PADILLA.

Victrix causa diis placuit, sed victa Catoni, Lucano, Farsalia.

“La causa de los vencedores plugo a los dioses, pero la de los vencidos plugo a Catón”.

Cúbrese el cielo y rompe horrisonante
el rayo su prisión; el ronco trueno
en los cóncavos montes se repite
con tremendo zumbar, áspero silbo
lanza el ábrego airado
y se estremece el orbe consternado.

Ruge el abismo y de su seno arroja
la desgracia y la muerte, y no a su aspecto
hace temblar al justo, que, inmutable,
sigue de la virtud que venerara
el sagrado sendero:
más fuerte el justo es que el orbe entero.

Ciñera España con la regia insignia
de un extranjero la ambiciosa frente,
y él, cual maligna sierpe que devora
al mismo incauto do encontrara abrigo,
ingrato maltratara
la nación que hasta el solio le elevara.

El capricho fue ley; a sus mandatos
tembló la humanidad. De oro sediento
la Iberia saqueó que so la grave
mole del duro trono estremecida,
opresa, quebrantada,
maldijo tarde su elección errada.

Y calló envilecida y ni un suspiro
osó exhalar. ¿Qué fuera de su esfuerzo,
de su antiguo valor? ¿Del gran Pelayo
los belicosos hijos sus cervices
así inclinan al yugo
que imponerles a un déspota le plugo?

Uno sólo se alzó. Sólo Padilla
de libertad el grito penetrante
osara al aire dar. Lo oyó el tirano
y en su solio tembló. Pálido tinte
vierte el miedo en su frente
y mil espectros en su opaca mente.

Empero, luego los rabiosos ojos
gira en torno de sí y a sus legiones
llama a lid fratricida. ¡Y hay soldados
que sostienen al monstruo que, insolente,
hace una befa impía
de un pueblo sin el cual nada sería!

Le obedecen y marchan. Truena el bronce
mil muertes arrojando y, al impulso
del acero español, sangre española
los campos enrojece y… ¡Oh destino!
¡Oh, patria desgraciada,
en Villalar por fin encadenada!

Atroz sonrisa al contemplar su triunfo
baña la faz del déspota ominoso.
Arde ya en sed de sangre. “Muera” –dice–
“el que rebelde a mi mandar se opuso,
y España en su exterminio
a respetar aprenda mi dominio”.

Dice y, bajas las cejas y reunidas,
sus pupilas ocultan. Blanca espuma
vierten los negros labios, humo arroja
por la abierta nariz, convulso tiembla,
le sofoca la ira:
sólo venganza el corazón respira.

Parte el héroe al suplicio. Débil lloro
lanzan los viles que lidiar no osaron.
Los venales traidores que vendieran
a su patria infeliz el pecho sienten
de horrenda angustia lleno,
y él, que marcha a morir, marcha sereno.

“¿Y qué yo he de temblar? ¿Será la muerte
la que pueda espantarme e impetrando
un indigno perdón ante las plantas
de mi opresor caeré? ¿Y él sonrïendo
mirará su victoria,
y mi flaqueza realzará su gloria?

¡Ah! No, nunca será. Tiembla el malvado,
pero no el inocente. Sea Padilla
fuerte en morir cual en lidiar lo fuera,
no se diga temió. Y más no admire
el orbe confundido
a Carlos vencedor que a mí vencido.

¿Será que pueda un bárbaro decreto
cubrir de infamia la virtud honrosa?
Me apellidan traidor, mas dondequiera
que exista un solo pecho de la patria
en amor inflamado,
será mi nombre sin cesar loado.”

Con tan dulce esperanza envanecido
a la muerte camina. Su cabeza
con majestad se alza, y en sus ojos
brilla un fuego de gloria. Firme el paso,
la presencia imponente,
virtud y honor respira solamente.

Parece que va al triunfo. El aparato
ve de su muerte sin temor. Tan sólo
con una tierna lágrima un suspiro
lanzara por su esposa; luego, ufano,
“Adiós” –dice– “Castilla”,
y ofrece el cuello a la feroz cuchilla.

viernes, 10 de enero de 2014

Del Conde Bernardino de Rebolledo.

Romance heroico en que el Conde Bernardino Rebolledo resume su vida.


Señor Marqués, ya debo a Madrid canas
y tales experiencias que pudieron,
desengañando toda la esperanza,
templar no poca parte del deseo.
Tarde resplandeció la entena herida
de los frecuentes ímpetus del Euro,
al bajel que despojó al Océano
en quedando desnudo inútil leño.
Mas no malogra tanto navegante
que sabe aprovechar el escarmiento 
y no vuelve a arrojarlo la borrasca 
de incierto golfo a los peligros ciertos. 
Desde el umbral primero de la vida 
que predomina horóscopo severo, 
apenas había Júpiter contado 
los signos una vez del firmamento 
cuando me arrebató marcial influjo 
de la tranquilidad del patrio suelo 
y a padecer me destinó la suerte 
los daños de los climas mas opuestos. 
Del atlántico mar surqué las ondas, 
pasé de Alcides el feroz estrecho, 
costeando desde él hasta las Sirtes 
a Libia, fértil solo de venenos, 
Echinades y Strofades del Jonio, 
Cíclades y Sporades del Egeo, 
el Bósforo de Tracia y el Euripo, 
fatal enigma del mayor ingenio. 
De Trinacria los ángulos distantes 
de Paquino, Peloro, Lüibeo; 
de Scila los horrísonos ladridos 
oí en Caribdis resultar los ecos. 
Del Etna vi las vengativas llamas,
castigo del insulto de Tifeo, 
las Eólidas, fragua de Vulcano, 
que llaman Efestíades los Griegos. 
De Palinuro el túmulo enriscado
que las ondas están siempre mordiendo,
de Vesubio la entonces verde cumbre
y la frondosa tumba de Miceno.
De las dulces Sirenas y de Circe
los deseados y temidos riesgos
y varias veces cuantos se dilatan
de la boca del Tibre a la del Ebro.
De los montes de Calpe a los de Jura,
de donde nace adonde muere el Reno, 
de donde se termina el Apenino
hasta donde fenece el Pirineo.
Discurrí del Danubio la corriente
hasta donde se mezcla con el Eno,
de la selva de Ardenia hasta la Ercinea
y lo que hay desde el Alvis hasta el Duero.
Desde el mar aquitánico a las islas
Sellis, y boca del Britano Cenio,
de Avon, Sabrina y Támesis que pagan
a las bélgicas ondas fertil feudo.
De donde Scalda y Mosa comunican
sus corrientes y tráfagos con ellos
hasta donde las iras de Neptuno
rendidas yacen a prisión del hielo.
De mar y tierra peligrosos trances,
en viajes, en sitios, en reencuentros,
las noticias me dieron que se ganan
a infelices y prósperos sucesos.
En otros tantos repetidos lustros
ocupé siete militares puestos
a continuos trabajos conseguidos  
y a más costa de sangre que de tiempo.
De peregrinaciones tan remotas,
quebrantado el espíritu y el cuerpo,
apenas hay sentido que se atreva
a explicar legalmente los objetos.
Y, como son de las demás potencias
comunes y forzosos instrumentos, 
en todas reverberan los indicios 
de la ruina que el todo está temiendo. 
La memoria no acuerda lo que debe, 
ni lo discurre ya el entendimiento, 
con que, la voluntad, desalumbrada, 
tiene por fortüitos los aciertos. 
Cuando pude obligar a la Fortuna, 
esperanzas cogí que llevó el viento: 
¿intentaré la posesión ahora, 
ella, tan inconstante, y yo, tan viejo? 
¿Quién habrá que no acuse desvarío 
que en la temeridad malogra esfuerzos 
y, tantas veces della maltratado, 
hacer en sus halagos otro empeño? 
Además, que temiera de la envidia 
más irreconciliables los denuedos, 
y que no perdonase en los comicios 
a quien ha despreciado en los destierros. 
Estación es de recoger las velas 
y procurar seguridad de puerto, 
huyendo los escollos de la Corte, 
como las rocas de Ino y Cafareo. 
Congojose al entrar en Antioquía 
Catón, de ver un gran recibimiento; 
mas la severidad destempló en risa 
cuando le preguntaron por Demetrio. 
Que la modestia y la verdad, desnudas 
de la prosperidad del valimiento, 
en edades tenidas por mejores, 
desestimaron por un vil liberto. 
Mal podré contrastar peligros tales
destitüido de favor y medios, 
culpa no sé si de la suerte o mía, 
y de salud para trabajos nuevos. 
Pues supongo que beso al Rey la mano 
y, con ingenuidad, le represento 
que, de los seis septentrionales años, 
solo informar por negativas puedo 
si bien examinar he procurado 
los designios y máximas, atento, 
y, como Artofilao, de las dos Osas, 
observar los remisos movimientos. 
Queda de mi persona con cuidado, 
llévole yo de ver los consejeros, 
hábloles menos veces que los hallo, 
dicen siempre lo mucho que merezco...
Pasa un mes, otro mes y quizás años
en que gasto lo poco que no tengo:
sucédeme lo mesmo que otras veces,
que es hallarme con gota y sin dinero.
Pero viene un papel del Secretario, 
en que estaba librado mi consuelo, 
pago con alborozo las albricias 
envueltas en mayor ofrecimiento. 
Ábrolo con más gusto que recato, 
y, en presencia de todos, deletreo 
este fecundo parto, que los montes 
a tantas diligencias concibieron: 
que los de Terrenate se han quejado 
del embarazo que hay en el comercio 
con el rey de Tidore, a cuya causa 
es fuerza despacharle un mensajero, 
y que su Majestad, asegurado
por diversas consultas del Consejo, 
de mis servicios, méritos y partes 
hace elección de mí para este empleo; 
que se están ya formando los despachos 
remitiéndolo todo a mi buen celo, 
y se manda, con órdenes precisas, 
que de Chile me acudan con el sueldo... 
Manifestando mi razón y achaques,
insto, ruego, suplico y aun protesto,
sin perdonar solicitud ni costa,
y, después, me resigno como suelo,
desestimando proprias conveniencias, 
y todas las injurias del enero; 
fïado de la fe del Oceano, 
voy a Tidore, en fin, y, en fin, no vuelvo. 
He corrido del mundo lo que basta 
a disculpar cualquiera desaliento; 
lo restante andaré con los compases, 
en las tablas de Blao y Tolomeo. 
Acuérdome que ha poco que leía, 
en filósofo grave, aunque moderno, 
un discurso que prueba doctamente 
cuán del todo a la patria nos debemos 
y, con no leve persuasión, prohíbe 
convertirnos en polvo forastero, 
teniendo por delito no volverle 
este, que de ella recibido habemos. 
Sócrates, sin salir jamás de Grecia, 
pretende ser de todo el universo; 
yo, que con los extraños he vivido, 
morir entre los proprios apetezco 
y, ya que por trabajos tan frecuentes
de mi posteridad los desheredo, 
no negarles las últimas reliquias 
reducidas a breve monumento 
y esperar este formidable golpe, 
que ni evitar ni prevenir podemos, 
meta fatal de tan antigua estirpe, 
donde lo recibieron mis abuelos. 
Es el sitio más sano que apacible, 
pero estoy a los ásperos tan hecho, 
que, sin la circunstancia de ser propio, 
aun no dejara de juzgarlo ameno. 
La eminencia corona de un collado,
(que hay coronas también de poco precio:
las de roble y encina preferían
los romanos al oro y el electro).
Iria, de ellos entonces celebrada,
(no la de Flavio, que al Padrón concedo)
hoy Irián, del estrago de los siglos
defender ha podido el nombre entero.
Órbigo de preciosa arena engasta
caudaloso cristal a breve trecho
que dos copiosas fuentes solicitan,
un sonoroso arroyo componiendo.
Esto solo estará donde solía;
lo demás, destrozado, como vemos
de ordinario [en] mayores posesiones,
no tan desamparadas de sus dueños.
Montes las heredades, el albergue
dando señas de sí con los cimientos
y, si ha quedado habitación, gozada
de las fieras por casa de aposento.
Árboles que a mi vista se plantaron
y sazonados frutos produjeron, 
faltos ya de vigor, caducos troncos, 
a la llama darán sólo alimento. 
Los que vi niños ya serán ancianos, 
los que mozos, desnudos esqueletos: 
así trasiega el hado nuestras vidas, 
como las hojas proceloso cierzo. 
Todo me acordará lo que se olvida
tan del todo en los áulicos estruendos;
ensayarme a morir allí querría,
tanto como he vivido acá muriendo.
Pondré cuidado en disponer un cuarto 
y dar acomodado alojamiento 
a los libros, que son con quien más trato, 
puesto que con escasa luz los veo. 
Fácil, y no más de una, la comida, 
el ejercicio, mucho, y no violento; 
nieve para el verano y una estufa 
que vuelva primaveras los inviernos. 
Sin cirujano, médico, botica 
ni contagioso dogma de Galeno 
que, por herir en más que lo visible, 
a las almas llamó "temperamento". 
Si el arte puede dilatar las vidas, 
con esto solo prorrogarla creo, 
y, si no, temeré menos la muerte 
cuanto más desarmada de remedios. 
Es la moderación, que lo bastante
procura, despreciando lo superfluo, 
suficiente tesoro cuando mide 
a la necesidad nuestros afectos, 
sin andar, como cínico, desnudo,
ni tener, como Lúculo, quinientos 
o cinco mil, según refiere Horacio, 
mantos que tiria púrpura bebieron. 
Si ha de morir esclavo de Cambises, 
¿de qué le sirve la riqueza a Creso 
ni a Craso, si el escarnio de los Partos 
ha de ser su ambición, por ella muerto? 
Jactancioso el ratón de haber roído 
el lazo en que el León estaba preso, 
olvidado de sí, repite instancias 
pidiéndole su hija en casamiento: 
él, por no defraudar tan gran servicio, 
como rey generoso, de igual premio, 
se la concede, celebrar las bodas 
con magnífica pompa prometiendo. 
Mas, al darle la novia los abrazos 
le penetró las uñas hasta el pecho, 
y quedó castigada de la dicha 
la presunción del vano atrevimiento. 
Después de tantos inmortales triunfos 
hace Scipión sagrado de Linterno
y, por no contentarse con los suyos, 
sin sepultura yace el gran Pompeyo. 
Quien no pudo vencer a la Fortuna, 
procure la victoria de sí mesmo 
y establezca dominio en las pasiones, 
dignidad que tan pocos adquirieron. 
La soledad es dulce compañía
del que no desconoce sus provechos, 
de la quietud inexpugnable alcázar, 
apetecida patria del silencio. 
A consagrar por ella me dirijo
del desengaño en el oculto templo 
estos que tarde la razón procura 
limar de mi prisión tenaces hierros. 
¿Quién no sale peor del gran tumulto? 
¿Quién no se descompone al mal ejemplo? 
Pecar sin ocasión, aun en los brutos 
tiene dificultad el torpe exceso.
Las Virtudes parecen a las Musas 
en ser tan inclinadas a los yermos, 
que quiere introducirlas en la Corte, 
y dan en la Tebaida con Arsenio. 
Ya que no me prometa conseguirlas, 
lo que de mi constancia me prometo, 
fuera de peligrosos embarazos, 
desearlas podré con más sosiego. 
Gózase la sazón en la campaña
de todo lo que da cada elemento 
y ellos se comunican más propicios, 
libres de los concursos turbulentos. 
El agua por nativos manantiales, 
risa y salud está siempre vertiendo, 
el aire, perfumado de las plantas, 
subministra aromáticos alientos. 
La tierra, matizada de colores,
presume competencias con el cielo, 
que se deja admirar con más espacio 
y se recata de la vista menos. 
Esa brillante población de luces 
que del sol obedece los preceptos 
no nos influye tanto como alumbra 
de su Autor al común conocimiento. 
Y con los misteriosos eslabones
de la cadena que describe Homero, 
a la primera causa nos conduce 
por la contemplación de sus efectos. 
De todo ser universal origen, 
de toda inteligencia único centro, 
unidad a que todo se reduce, 
principio y fin de todo movimiento 
en que se logra cierta la esperanza, 
y más que cabe en ella poseemos, 
descansan felizmente los cuidados 
y viven inmortales los contentos. 
Basta que el empeñar caudal tan corto
en tan profunda inmensidad recelo,
perdonad lo prolijo del discurso,
y no extrañéis la novedad del metro.