miércoles, 15 de enero de 2025

Ernesto Sábato, Lenguaje

 Lenguaje

Ernesto Sábato


El lenguaje comienza siendo un simple gruñido para designar todas las cosas; luego se va diversificando y especializando; este proceso se llama enriquecimiento y es alentado por los padres y profesores de lenguas.

Pero cuando se llega a tener cien o doscientas mil palabras, se encuentra que el ideal consiste en expresarse con diez o veinte. El lenguaje del filósofo es muy reducido: objeto, sujeto, materia, causa, espacio, tiempo, fin y alguna otra más.

Si lo apuran mucho se arregla con una sola palabra, como apeirón o sustancia.

Es probable que el ideal de muchos filósofos sea terminar finalmente en el gruñido único y monista.

FIN

Karel Capek, Equivocación

 Equivocación

Karel Capek

Nos embarcamos en el Mediterráneo. Es tan bellamente azul que uno no sabe cuál es el cielo y cuál el mar, por lo que en todas partes de la costa y de los barcos hay letreros que indican en dónde es arriba y en dónde abajo; de otro modo uno puede confundirse. Para no ir más lejos, el otro día, nos contó el capitán que un barco se equivocó, y en lugar de seguir por el mar puso rumbo al cielo; y como el cielo es infinito no ha regresado aún, y nadie sabe en dónde está.

FIN

Canto del amor en El mágico prodigioso de Pedro Calderón de la Barca

  De Pedro Calderón de la Barca, El mágico prodigioso, III:


DEMONIO: 

                  Ea, infernal abismo,

               desesperado imperio de ti mismo,

               de tu prisión ingrata

               tus lascivos espíritus desata,

               amenazando rüina

               al virgen edificio de Justina.

               Su casto pensamiento

               de mil torpes fantasmas en el viento

               hoy se informe, su honesta fantasía

               se lleñe; y con dulcísima armonía

               todo provoque amores:

               los pájaros, las plantas y las flores.

               Nada miren sus ojos

               que no sean de amor dulces despojos;

               nada oigan sus oídos

               que no sean de amor tiernos gemidos;

               porque, sin que defensa en su fe tenga,

               hoy a buscar a Ciprïano venga,

               de su ciencia invocada

               y de mi ciego espíritu guïada.

               Empezad, que yo en tanto

               callaré, porque empiece vuestro canto.

(Canta dentro, una VOZ)

VOZ:

              ¿Cuál es la gloria mayor

               de esta vida?

TODOS: 

                       Amor, amor.

(Mientras esta copla se canta, se va entrando el DEMONIO por una puerta, y sale por otra JUSTINA huyendo)

VOZ:

                No hay sujeto en quien no imprima

               el fuego de amor su llama,

               pues vive más donde ama

               el hombre que donde anima.

               Amor solamente estima

               cuanto tener vida sabe:

               el tronco, la flor y el ave.

               Luego es la gloria mayor

               de esta vida...

TODOS:

                                        ...amor, amor.

                Esto representa asombrada y inquieta

JUSTINA:

                 Pesada imaginación,

               al parecer lisonjera,

               ¿cuándo te he dado ocasión

               para que de esta manera

               aflijas mi corazón?

                  ¿Cuál es la causa, en rigor,

               de este fuego, de este ardor,

               que en mí por instantes crece?

               ¿Qué dolor el que padece

               mi sentido?

(Cantan)

TODOS: 

                                    Amor, amor.

Cóbrase más

JUSTINA: 

                 Aquel ruiseñor amante

               es quien respuesta me da,

               enamorando constante

               a su consorte, que está

               un ramo más adelante.

                  Calla, ruiseñor; no aquí

               imaginar me hagas ya,

               por las quejas que te oí,

               cómo un hombre sentirá,

               si siente un pájaro así.

                  Mas no.  Una vid fue lasciva,

               que buscando fugitiva

               va el tronco donde se enlace,

               siendo el verdor con que abrace

               el peso con que derriba.

                  No así con verdes abrazos

               me hagas pensar en quien amas,

               vid; que dudaré en tus lazos,

               si así abrazan unas ramas,

               cómo enraman unos brazos.

                  Y si no es la vid, será

               aquel girasol, que está

               viendo cara a cara al sol,

               tras cuyo hermoso arrebol

               siempre moviéndose va.

                  No sigas, no, tus enojos,

               flor, con marchitos despojos;

               que pensarán mis congojas,

               si así lloran unas hojas,

               cómo lloran unos ojos.

                  Cesa, amante ruiseñor;

               desúnete, vid frondosa;

               párate, inconstante flor;

               o decid: ¿qué venenosa

               fuerza usáis?

(Cantan)

TODOS:

                                        Amor, amor.

Julio Cortázar, Peripecias del agua

 Peripecias del agua

Julio Cortázar

Basta conocerla un poco para comprender que el agua está cansada de ser un líquido. La prueba es que apenas se le presenta la oportunidad se convierte en hielo o en vapor, pero tampoco eso la satisface; el vapor se pierde en absurdas divagaciones y el hielo es torpe y tosco, se planta donde puede y en general solo sirve para dar vivacidad a los pingüinos y a los gin and tonic. Por eso el agua elige delicadamente la nieve, que la alienta en su más secreta esperanza, la de fijar para sí misma las formas de todo lo que no es agua, las casas, los prados, las montañas, los árboles.

Pienso que deberíamos ayudar a la nieve en su reiterada pero efímera batalla, y que para eso habría que escoger un árbol nevado, un negro esqueleto sobre cuyos brazos incontables baja a establecerse la blanca réplica perfecta. No es fácil, pero si en previsión de la nevada aserráramos el tronco de manera que el árbol se mantuviera en pie sin saber que ya está muerto, como el mandarín memorablemente decapitado por un verdugo sutil, bastaría esperar a que la nieve repitiera el árbol en todos sus detalles y entonces retirarlo a un lado sin la menor sacudida, en un leve y perfecto desplazamiento.

No creo que la gravedad deshiciera el albo castillo de naipes, todo ocurriría como en una suspensión de lo vulgar y lo rutinario; en un tiempo indefinible, un árbol de nieve sostendría el realizado sueño del agua. Quizá le tocara a un pájaro destruirlo, o el primer sol de la mañana lo empujara hacia la nada con un dedo tibio. Son experiencias que habría que intentar para que el agua esté contenta y vuelva a llenarnos jarras y vasos con esa resoplante alegría que por ahora solo guarda para los niños y los gorriones.

FIN

Papeles inesperados, 2009

Julio Cortázar, El perseguidor

 El perseguidor

Julio Cortázar


In memorian Ch[arlie] P[arker]


Sé fiel hasta la muerte, Apocalipsis, II,10

O make me a mask, Dylan Thomas


Dédée me ha llamado por la tarde diciéndome que Johnny no estaba bien, y he ido en seguida al hotel. Desde hace unos días Johnny y Dédée viven en un hotel de la rue Lagrange, en una pieza del cuarto piso. Me ha bastado ver la puerta de la pieza para darme cuenta de que Johnny está en la peor de las miserias; la ventana da a un patio casi negro, y a la una de la tarde hay que tener la luz encendida si se quiere leer el diario o verse la cara. No hace frío, pero he encontrado a Johnny envuelto en una frazada, encajado en un roñoso sillón que larga por todos lados pedazos de estopa amarillenta. Dédée está envejecida, y el vestido rojo le queda muy mal; es un vestido para el trabajo, para las luces de la escena; en esa pieza del hotel se convierte en una especie de coágulo repugnante.

—El compañero Bruno es fiel como el mal aliento —ha dicho Johnny a manera de saludo, remontando las rodillas hasta apoyar en ellas el mentón. Dédée me ha alcanzado una silla y yo he sacado un paquete de Gauloises. Traía un frasco de ron en el bolsillo, pero no he querido mostrarlo hasta hacerme una idea de lo que pasa. Creo que lo más irritante era la lamparilla con su ojo arrancado colgando del hilo sucio de moscas. Después de mirarla una o dos veces, y ponerme la mano como pantalla, le he preguntado a Dédée si no podíamos apagar la lamparilla y arreglarnos con la luz de la ventana. Johnny seguía mis palabras y mis gestos con una gran atención distraída, como un gato que mira fijo pero que se ve que está por completo en otra cosa; que es otra cosa. Por fin Dédée se ha levantado y ha apagado la luz. En lo que quedaba, una mezcla de gris y negro, nos hemos reconocido mejor. Johnny ha sacado una de sus largas manos flacas de debajo de la frazada, y yo he sentido la fláccida tibieza de su piel. Entonces Dédée ha dicho que iba a preparar unos nescafés. Me ha alegrado saber que por lo menos tienen una lata de nescafé. Siempre que una persona tiene una lata de nescafé me doy cuenta de que no está en la última miseria; todavía puede resistir un poco.

—Hace rato que no nos veíamos —le he dicho a Johnny—. Un mes por lo menos.

—Tú no haces más que contar el tiempo —me ha contestado de mal humor—. El primero, el dos, el tres, el veintiuno. A todo le pones un número, tú. Y ésta es igual. ¿Sabes por qué está furiosa? Porque he perdido el saxo. Tiene razón, después de todo.

—¿Pero cómo has podido perderlo? —le he preguntado, sabiendo en el mismo momento que era justamente lo que no se le puede preguntar a Johnny.

—En el métro —ha dicho Johnny—. Para mayor seguridad lo había puesto debajo del asiento. Era magnífico viajar sabiendo que lo tenía debajo de las piernas, bien seguro.

—Se dio cuenta cuando estaba subiendo la escalera del hotel —ha dicho Dédée, con la voz un poco ronca—. Y yo tuve que salir como una loca a avisar a los del métro, a la policía.

Por el silencio siguiente me he dado cuenta de que ha sido tiempo perdido. Pero Johnny ha empezado a reírse como hace él, con una risa más atrás de los dientes y de los labios.

—Algún pobre infeliz estará tratando de sacarle algún sonido —ha dicho—. Era uno de los peores saxos que he tenido nunca; se veía que Doc Rodríguez había tocado en él, estaba completamente deformado por el lado del alma. Como aparato en sí no era malo, pero Rodríguez es capaz de echar a perder un Stradivarius con solamente afinarlo.

—¿Y no puedes conseguir otro?

—Es lo que estamos averiguando —ha dicho Dédée—. Parece que Rory Friend tiene uno. Lo malo es que el contrato de Johnny…

—El contrato —ha remedado Johnny—. Qué es eso del contrato. Hay que tocar y se acabó, y no tengo saxo ni dinero para comprar uno, y los muchachos están igual que yo.

Esto último no es cierto, y los tres lo sabemos. Nadie se atreve ya a prestarle un instrumento a Johnny, porque lo pierde o acaba con él en seguida. Ha perdido el saxo de Louis Rolling en Bordeaux, ha roto en tres pedazos, pisoteándolo y golpeándolo, el saxo que Dédée había comprado cuando lo contrataron para una gira por Inglaterra. Nadie sabe ya cuántos instrumentos lleva perdidos, empeñados o rotos. Y en todos ellos tocaba como yo creo que solamente un dios puede tocar un saxo alto, suponiendo que hayan renunciado a las liras y a las flautas.

—¿Cuándo empiezas, Johnny?

—No sé. Hoy, creo, ¿eh, Dé?

—No, pasado mañana.

—Todo el mundo sabe las fechas menos yo —rezonga Johnny, tapándose hasta las orejas con la frazada—. Hubiera jurado que era esta noche, y que esta tarde había que ir a ensayar.

—Lo mismo da —ha dicho Dédée—. La cuestión es que no tienes saxo.

—¿Cómo lo mismo da? No es lo mismo. Pasado mañana es después de mañana, y mañana es mucho después de hoy. Y hoy mismo es bastante después de ahora, en que estamos charlando con el compañero Bruno y yo me sentiría mucho mejor si me pudiera olvidar del tiempo y beber alguna cosa caliente.

—Ya va a hervir el agua, espera un poco.

—No me refería al calor por ebullición ha dicho Johnny. Entonces he sacado el frasco de ron y ha sido como si encendiéramos la luz, porque Johnny ha abierto de par en par la boca, maravillado, y sus dientes se han puesto a brillar, y hasta Dédée ha tenido que sonreírse al verlo tan asombrado y contento. El ron con el nescafé no estaba mal del todo, y los tres nos hemos sentido mucho mejor después del segundo trago y de un cigarrillo. Ya para entonces he advertido que Johnny se retraía poco a poco y que seguía haciendo alusiones al tiempo, un tema que le preocupa desde que lo conozco. He visto pocos hombres tan preocupados por todo lo que se refiere al tiempo. Es una manía, la peor de sus manías, que son tantas. Pero él la despliega y la explica con una gracia que pocos pueden resistir. Me he acordado de un ensayo antes de una grabación, en Cincinnati, y esto era mucho antes de venir a París, en el cuarenta y nueve o el cincuenta. Johnny estaba en gran forma en esos días, y yo había ido al ensayo nada más que para escucharlo a él y también a Miles Davis. Todos tenían ganas de tocar, estaban contentos, andaban bien vestidos (de esto me acuerdo quizá por contraste, por lo mal vestido y lo sucio que anda ahora Johnny), tocaban con gusto, sin ninguna impaciencia, y el técnico de sonido hacia señales de contento detrás de su ventanilla, como un babuino satisfecho. Y justamente en ese momento, cuando Johnny estaba como perdido en su alegría, de golpe dejó de tocar y soltándole un puñetazo a no sé quién dijo: “Esto lo estoy tocando mañana”, y los muchachos se quedaron cortados, apenas dos o tres siguieron unos compases, como un tren que tarda en frenar, y Johnny se golpeaba la frente y repetía: “Esto ya lo toqué mañana, es horrible, Miles, esto ya lo toqué mañana”, y no lo podían hacer salir de eso, y a partir de entonces todo anduvo mal, Johnny tocaba sin ganas y deseando irse (a drogarse otra vez, dijo el técnico de sonido muerto de rabia), y cuando lo vi salir, tambaleándose y con la cara cenicienta, me pregunté si eso iba a durar todavía mucho tiempo.

—Creo que llamaré al doctor Bernard —ha dicho Dédée, mirando de reojo a Johnny, que bebe su ron a pequeños sorbos—. Tienes fiebre, y no comes nada.

—El doctor Bernard es un triste idiota —ha dicho Johnny, lamiendo su vaso—. Me va a dar aspirinas, y después dirá que le gusta muchísimo el jazz, por ejemplo Ray Noble. Te das una idea, Bruno. Si tuviera el saxo lo recibiría con una música que lo haría bajar de vuelta los cuatro pisos con el culo en cada escalón.

—De todos modos no te hará mal tomarte las aspirinas —he dicho, mirando de reojo a Dédée—. Si quieres yo telefonearé al salir, así Dédée no tiene que bajar. Oye pero ese contrato… Si empiezas pasado mañana creo que se podrá hacer algo. También yo puedo tratar de sacarle un saxo a Rory Friend. Y en el peor de los casos… La cuestión es que vas a tener que andar con más cuidado, Johnny.

—Hoy no —ha dicho Johnny mirando el frasco de ron—. Mañana, cuando tenga el saxo. De manera que no hay por qué hablar de eso ahora. Bruno, cada vez que me doy mejor cuenta de que el tiempo… Yo creo que la música ayuda siempre a comprender un poco este asunto. Bueno, no a comprender porque la verdad es que no comprendo nada. Lo único que hago es darme cuenta de que hay algo. Como esos sueños, no es cierto, en que empiezas a sospecharte que todo se va a echar a perder, y tienes un poco de miedo por adelantado; pero al mismo tiempo no estás nada seguro, y a lo mejor todo se da vuelta como un panqueque y de repente estás acostado con una chica preciosa y todo es divinamente perfecto.

Dédée está lavando las tazas y los vasos en un rincón del cuarto. Me he dado cuenta de que ni siquiera tienen agua corriente en la pieza; veo una palangana con flores rosadas y una jofaina que me hace pensar en un animal embalsamado. Y Johnny sigue hablando con la boca tapada a medias por la frazada, y también él parece un embalsamado con las rodillas contra el mentón y su cara negra y lisa que el ron y la fiebre empiezan a humedecer poco a poco.

—He leído algunas cosas sobre todo eso, Bruno. Es muy raro, y en realidad tan difícil… Yo creo que la música ayuda, sabes. No a entender, porque en realidad no entiendo nada. —Se golpea la cabeza con el puño cerrado. La cabeza le suena como un coco.

—No hay nada aquí dentro, Bruno, lo que se dice nada. Esto no piensa ni entiende nada. Nunca me ha hecho falta, para decirte la verdad. Yo empiezo a entender de los ojos para abajo, y cuanto más abajo mejor entiendo. Pero no es realmente entender, en eso estoy de acuerdo.

—Te va a subir la fiebre —ha rezongado Dédée desde el fondo de la pieza.

—Oh, cállate. Es verdad, Bruno. Nunca he pensado en nada, solamente de golpe me doy cuenta de lo que he pensado, pero eso no tiene gracia, ¿verdad? ¿Qué gracia va a tener darse cuenta de que uno ha pensado algo? Para el caso es lo mismo que si pensaras tú o cualquier otro. No soy yo, yo. Simplemente saco provecho de lo que pienso, pero siempre después, y eso es lo que no aguanto. Ah, es difícil, es tan difícil.. ¿No ha quedado ni un trago?

Le he dado las últimas gotas de ron, justamente cuando Dédée volvía a encender la luz; ya casi no se veía en la pieza. Johnny está sudando, pero sigue envuelto en la frazada, y de cuando en cuando se estremece y hace crujir el sillón.

—Me di cuenta cuando era muy chico, casi en seguida de aprender a tocar el saxo. En mi casa había siempre un lío de todos los diablos, y no se hablaba más que de deudas, de hipotecas. ¿Tú sabes lo que es una hipoteca? Debe ser algo terrible, porque la vieja se tiraba de los pelos cada vez que el viejo hablaba de la hipoteca, y acababan a los golpes. Yo tenia trece años… pero ya has oído todo eso.

Vaya si lo he oído; vaya si he tratado de escribirlo bien y verídicamente en mi biografía de Johnny.

—Por eso en casa el tiempo no acababa nunca, sabes. De pelea en pelea, casi sin comer. Y para colmo la religión, ah, eso no te lo puedes imaginar. Cuando el maestro me consiguió un saxo que te hubieras muerto de risa si lo ves, entonces creo que me di cuenta en seguida. La música me sacaba del tiempo, aunque no es más que una manera de decirlo. Si quieres saber lo que realmente siento, yo creo que la música me metía en el tiempo. Pero entonces hay que creer que este tiempo no tiene nada que ver con… bueno, con nosotros, por decirlo así.

Como hace rato que conozco las alucinaciones de Johnny, de todos los que hacen su misma vida, lo escucho atentamente pero sin preocuparme demasiado por lo que dice. Me pregunto en cambio cómo habrá conseguido la droga en París. Tendré que interrogar a Dédée, suprimir su posible complicidad. Johnny no va a poder resistir mucho más en ese estado. La droga y la miseria no saben andar juntas. Pienso en la música que se está perdiendo, en las docenas de grabaciones donde Johnny podría seguir dejando esa presencia, ese adelanto asombroso que tiene sobre cualquier otro músico. “Esto lo, estoy tocando mañana” se me llena de pronto de un sentido clarísimo, porque Johnny siempre está tocando mañana y el resto viene a la zaga, en este hoy que él salta sin esfuerzo con las primeras notas de su música.

Soy un crítico de jazz lo bastante sensible como para comprender mis limitaciones, y me doy cuenta de que lo que estoy pensando está por debajo del plano donde el pobre Johnny trata de avanzar con sus frases truncadas, sus suspiros, sus súbitas rabias y sus llantos. A él le importa un bledo que yo lo crea genial, y nunca se ha envanecido de que su música esté mucho más allá de la que tocan sus compañeros. Pienso melancólicamente que él está al principio de su saxo mientras yo vivo obligado a conformarme con el final. Él es la boca y yo la oreja, por no decir que él es la boca y yo… Todo crítico, ay, es el triste final de algo que empezó como sabor, como delicia de morder y mascar. Y la boca se mueve otra vez, golosamente la gran lengua de Johnny recoge un chorrito de saliva de los labios. Las manos hacen un dibujo en el aire.

—Bruno, si un día lo pudieras escribir… No por mí, entiendes, a mí qué me importa. Pero debe ser hermoso, yo siento que debe ser hermoso. Te estaba diciendo que cuando empecé a tocar de chico me di cuenta de que el tiempo cambiaba. Esto se lo conté una vez a Jim y me dijo que todo el mundo se siente lo mismo, y que cuando uno se abstrae… Dijo así, cuando uno se abstrae. Pero no, yo no me abstraigo cuando toco. Solamente que cambio de lugar. Es como en un ascensor, tú estás en el ascensor hablando con la gente, y no sientes nada raro, y entre tanto pasa el primer piso, el décimo, el veintiuno, y la ciudad se quedó ahí abajo, y tú estás terminando la frase que habías empezado al entrar, y entre las primeras palabras y las últimas hay cincuenta y dos pisos. Yo me di cuenta cuando empecé a tocar que entraba en un ascensor, pero era un ascensor de tiempo, si te lo puedo decir así. No creas que me olvidaba de la hipoteca o de la religión. Solamente que en esos momentos la hipoteca y la religión eran como el traje que uno no tiene puesto; yo sé que el traje está en el ropero, pero a mí no vas a decirme que en ese momento ese traje existe. El traje existe cuando me lo pongo, y la hipoteca y la religión existían cuando terminaba de tocar y la vieja entraba con el pelo colgándole en mechones y se quejaba dé que yo le rompía las orejas con esa-música-del-diablo.

Dédée ha traído otra taza de nescafé, pero Johnny mira tristemente su vaso vacío.

—Esto del tiempo es complicado, me agarra por todos lados. Me empiezo a dar cuenta poco a poco de que el tiempo no es como una bolsa que se rellena. Quiero decir que aunque cambie el relleno, en la bolsa no cabe más que una cantidad y se acabó. ¿Ves mi valija, Bruno? Caben dos trajes, y dos pares de zapatos. Bueno, ahora imagínate que la vacías y después vas a poner de nuevo los dos trajes y los dos pares de zapatos, y entonces te das cuenta de que solamente caben un traje y un par de zapatos. Pero lo mejor no es eso. Lo mejor es cuando te das cuenta de que puedes meter una tienda entera en la valija, cientos y cientos de trajes, como yo meto la música en el tiempo cuando estoy tocando, a veces. La música y lo que pienso cuando viajo en el métro.

—Cuándo viajas en el métro.

—Eh, sí, ahí está la cosa —ha dicho socarronamente Johnny—. El métro es un gran invento, Bruno. Viajando en el métro te das cuenta de todo lo que podría caber en la valija. A lo mejor no perdí el saxo en el métro, a lo mejor…

Se echa a reír, tose, y Dédée lo mira inquieta. Pero él hace gestos, se ríe y tose mezclando todo, sacudiéndose debajo de la frazada como un chimpancé. Le caen lágrimas y se las bebe, siempre riendo.

—Mejor es no confundir las cosas —dice después de un rato—. Lo perdí y se acabó. Pero el métro me ha servido para darme cuenta del truco de la valija. Mira, esto de las cosas elásticas es muy raro, yo lo siento en todas partes. Todo es elástico, chico. Las cosas que parecen duras tienen una elasticidad…

Piensa, concentrándose.

—…una elasticidad retardada —agrega sorprendentemente. Yo hago un gesto de admiración aprobatoria. Bravo, Johnny. El hombre que dice que no es capaz de pensar. Vaya con Johnny. Y ahora estoy realmente interesado por lo que va a decir, y él se da cuenta y me mira más socarronamente que nunca.

—¿Tú crees que podré conseguir otro saxo para tocar pasado mañana, Bruno?

—Sí, pero tendrás que tener cuidado.

—Claro, tendré que tener cuidado.

—Un contrato de un mes —explica la pobre Dédée—. Quince días en la boîte de Rémy, dos conciertos y los discos. Podríamos arreglarnos tan bien.

—Un contrato de un mes —remeda Johnny con grandes gestos—. La boîte de Rémy, dos conciertos y los discos. Be—bata—bop bop bop, chrrr. Lo que tiene es sed, una sed, una sed. Y unas ganas de fumar, de fumar. Sobre todo unas ganas de fumar.

Le ofrezco un paquete de Gauloises, aunque sé muy bien que está pensando en la droga. Ya es de noche, en el pasillo empieza un ir y venir de gente, diálogos en árabe, una canción. Dédée se ha marchado, probablemente a comprar alguna cosa para la cena. Siento la mano de Johnny en la rodilla.

—Es una buena chica, sabes. Pero me tiene harto. Hace rato que no la quiero, que no puedo sufrirla. Todavía me excita, a ratos, sabe hacer el amor como… —junta los dedos a la italiana—. Pero tengo que librarme de ella, volver a Nueva York. Sobre todo tengo que volver a Nueva York, Bruno.

—¿Para qué? Allá te estaba yendo peor que aquí. No me refiero al trabajo sino a tu vida misma. Aquí me parece que tienes más amigos.

—Si, estás tú y la marquesa, y los chicos del club… ¿Nunca hiciste el amor con la marquesa, Bruno?

—No.

—Bueno, es algo que… Pero yo te estaba hablando del métro, y no sé por qué cambiamos de tema. El métro es un gran invento, Bruno. Un día empecé a sentir algo en el métro, después me olvidé… Y entonces se repitió, dos o tres días después. Y al final me di cuenta. Es fácil de explicar, sabes, pero es fácil porque en realidad no es la verdadera explicación. La verdadera explicación sencillamente no se puede explicar. Tendrías que tomar el métro y esperar a que te ocurra, aunque me parece que eso solamente me ocurre a mí. Es un poco así, mira. ¿Pero de verdad nunca hiciste el amor con la marquesa? Le tienes que pedir que suba al taburete dorado que tiene en el rincón del dormitorio, al lado de una lámpara muy bonita, y entonces… Bah, ya está ésa de vuelta.

Dédée entra con un bulto, y mira a Johnny.

—Tienes más fiebre. Ya telefoneé al doctor, va a venir a las diez. Dice que te quedes tranquilo.

—Bueno, de acuerdo, pero antes le voy a contar lo del métro a Bruno. El otro día me di bien cuenta de lo que pasaba. Me puse a pensar en mi vieja, después en Lan y los chicos, y claro, al momento me parecía que estaba caminando por mi barrio, y veía las caras de los muchachos, los de aquel tiempo. No era pensar, me parece que ya te he dicho muchas veces que yo no pienso nunca; estoy como parado en una esquina viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo. ¿Té das cuenta? Jim dice que todos somos iguales, que en general (así dice) uno no piensa por su cuenta. Pongamos que sea así, la cuestión es que yo había tomado el métro en la estación de Saint—Michel y en seguida me puse a pensar en Lan y los chicos, y a ver el barrio. Apenas me senté me puse a pensar en ellos. Pero al mismo tiempo me daba cuenta de que estaba en el métro, y vi que al cabo de un minuto más o menos llegábamos a Odéon, y que la gente entraba y salía. Entonces seguí pensando en Lan y vi a mi vieja cuando volvía de hacer las compras, y empecé a verlos a todos, a estar con ellos de una manera hermosísima, como hacia mucho que no sentía. Los recuerdos son siempre un asco, pero esta vez me gustaba pensar en los chicos y verlos. Si me pongo a contarte todo lo que vi no lo vas a creer porque tendría para rato. Y eso que ahorraría detalles. Por ejemplo, para decirte una sola cosa, veía a Lan con un vestido verde que se ponía cuando iba al Club 33 donde yo tocaba con Hamp. Veía el vestido con unas cintas, un moño, una especie de adorno al costado y un cuello… No al mismo tiempo, sino que en realidad me estaba paseando alrededor del vestido de Lan y lo miraba despacio. Y después miré la cara de Lan y la de los chicos, y después me acordé de Mike que vivía en la pieza de al lado, y cómo Mike me había contado la historia de unos caballos salvajes en Colorado, y él que trabajaba en un rancho y hablaba sacando pecho como los domadores de caballos…

—Johnny —ha dicho Dédée desde su rincón.

—Fíjate que solamente te cuento un pedacito de todo lo que estaba pensando y viendo. ¿Cuánto hará que te estoy contando este pedacito?

—No sé, pongamos unos dos minutos.

—Pongamos unos dos minutos —remeda Johnny—. Dos minutos y te he contado un pedacito nada más. Si te contara todo lo que les vi hacer a los chicos, y cómo Hamp tocaba Save it, pretty mamma y yo escuchaba cada nota, entiendes, cada nota, y Hamp no es de los que se cansan, y si te contara que también le oí a mi vieja una oración larguísima, donde hablaba de repollos, me parece, pedía perdón por mi viejo y por mí y decía algo de unos repollos… Bueno, si te contara en detalle todo eso, pasarían más de dos minutos, ¿eh, Bruno?

—Si realmente escuchaste y viste todo eso, pasaría un buen cuarto de hora —le he dicho, riéndome.

—Pasaría un buen cuarto de hora, eh, Bruno. Entonces me vas a decir cómo puede ser que de repente siento que el métro se para y yo me salgo de mi vieja y Lan y todo aquello, y veo que estamos en Saint-Germain-des-Prés, que queda justo a un minuto y medio de Odéon.

Nunca me preocupo demasiado por las cosas que dice Johnny pero ahora, con su manera de mirarme, he sentido frío.

—Apenas un minuto y medio por tu tiempo, por el tiempo de ésa —ha dicho rencorosamente Johnny—. Y también por el del métro y el de mi reloj, malditos sean. Entonces, ¿cómo puede ser que yo haya estado pensando un cuarto de hora, eh, Bruno? ¿Cómo se puede pensar un cuarto de hora en un minuto y medio? Te juro que ese día no había fumado ni un pedacito ni una hojita —agrega como un chico que se excusa—. Y después me ha vuelto a suceder, ahora me empieza a suceder en todas partes. Pero —agrega astutamente— solo en el métro me puedo dar cuenta porque viajar en el métro es como estar metido en un reloj. Las estaciones son los minutos, comprendes, es ese tiempo de ustedes, de ahora; pero yo sé que hay otro, y he estado pensando, pensando…

Se tapa la cara con las manos y tiembla. Yo quisiera haberme ido ya, y no sé cómo hacer para despedirme sin que Johnny se resienta, porque es terriblemente susceptible con sus amigos. Si sigue así le va a hacer mal, por lo menos con Dédée no va a hablar de esas cosas.

—Bruno~si yo pudiera solamente vivir como en esos momentos, o como cuando estoy tocando y también el tiempo cambia… Te das cuenta de lo que podría pasar en un minuto y medio… Entonces un hombre, no solamente yo sino ésa y tú y todos los muchachos, podrían vivir cientos de años, si encontráramos la manera podríamos vivir mil veces más de lo que estamos viviendo por culpa de los relojes, de esa manía de minutos y de pasado mañana…

Sonrío lo mejor que puedo, comprendiendo vagamente que tiene razón, pero que lo que él sospecha y lo que yo presiento de su sospecha se va a borrar como siempre apenas esté en la calle y me meta en mi vida de todos los días. En ese momento estoy seguro de que Johnny dice algo que no nace solamente de que está medio loco, de que la realidad se le escapa y le deja en cambio una especie de parodia que él convierte en una esperanza. Todo lo que Johnny me dice en momentos así (y hace más de cinco años que Johnny me dice y les dice a todos cosas parecidas) no se puede escuchar prometiéndose volver a pensarlo más tarde. Apenas se está en la calle, apenas es el recuerdo y no Johnny quien repite las palabras, todo se vuelve un fantaseo de la marihuana, un manotear monótono (por que hay otros que dicen cosas parecidas, a cada rato se sabe de testimonios parecidos) y después de la maravilla nace la irritación, y a mí por lo menos me pasa que siento como si Johnny me hubiera estado tomando el pelo. Pero esto ocurre siempre al otro día, no cuando Johnny me lo está diciendo, porque entonces siento que hay algo que quiere ceder en alguna parte, una luz que busca encenderse, o más bien como si fuera necesario quebrar alguna cosa, quebrarla de arriba abajo como un tronco metiéndole una cuña y martillando hasta el final. Y Johnny ya no tiene fuerzas para martillar nada, y yo ni siquiera sé qué martillo haría falta para meter una cuña que tampoco me imagino.

De manera que al final me he ido de la pieza, pero antes ha pasado una de esas cosas que tienen que pasar —ésa u otra parecida—, y es que cuando me estaba despidiendo de Dédée y le daba al espalda a Johnny he sentido que algo ocurría, lo he visto en los ojos de Dédée y me he vuelto rápidamente (porque a lo mejor le tengo un poco de miedo a Johnny, a este ángel que es como mi hermano, a este hermano que es como mi ángel) y he visto a Johnny que se ha quitado de golpe la frazada con que estaba envuelto, y lo he visto sentado en el sillón completamente desnudo, con las piernas levantadas y las rodillas junto al mentón, temblando pero riéndose, desnudo de arriba a abajo en el sillón mugriento.

—Empieza a hacer calor —ha dicho Johnny. Bruno, mira qué hermosa cicatriz tengo entre las costillas.

—Tápate —ha mandado Dédée, avergonzada y sin saber qué decir. Nos conocemos bastante y un hombre desnudo no es más que un hombre desnudo, pero de todos modos Dédée ha tenido vergüenza y yo no sabia cómo hacer para no dar la impresión de que lo que estaba haciendo Johnny me chocaba. Y él lo sabía y se ha reído con toda su bocaza, obscenamente manteniendo las piernas levantadas, el sexo colgándole al borde del sillón como un mono en el zoo, y la piel de los muslos con unas raras manchas que me han dado un asco infinito. Entonces Dédée ha agarrado la frazada y lo ha envuelto presurosa, mientras Johnny se reía y parecía muy feliz. Me he despedido vagamente, prometiendo volver al otro día, y Dédée me ha acompañado hasta el rellano, cerrando la puerta para que Johnny no oiga lo que va a decirme.

—Está así desde que volvimos de la gira por Bélgica. Había tocado tan bien en todas partes, y yo estaba tan contenta.

—Me pregunto de dónde habrá sacado la droga —he dicho, mirándola en los ojos.

—No sé. Ha estado bebiendo vino y coñac casi todo el tiempo. Pero también ha fumado, aunque menos que allá…

Allá es Baltimore y Nueva York, son los tres meses en el hospital psiquiátrico de Bellevue, y la larga temporada en Camarillo.

¿Realmente Johnny tocó bien en Bélgica, Dédée?

—Sí, Bruno, me parece que mejor que nunca. La gente estaba enloquecida, y los muchachos de la orquesta me lo dijeron muchas veces. De repente pasaban cosas raras, como siempre con Johnny, pero por suerte nunca delante del público. Yo creí… pero ya ve, ahora es peor que nunca.

¿Peor que en Nueva York? Usted no lo conoció en esos años.

Dédée no es tonta, pero a ninguna mujer le gusta que le hablen de su hombre cuando aún no estaba en su vida, aparte de que ahora tiene que aguantarlo y lo de antes no son más que palabras. No sé cómo decírselo, y ni siquiera le tengo plena confianza, pero al final me decido.

—Me imagino que se han quedado sin dinero.

—Tenemos ese contrato para empezar pasado mañana —ha dicho Dédée.

—¿Usted cree que va a poder grabar y presentarse en público?

—Oh, sí —ha dicho Dédée un poco sorprendida—. Johnny puede tocar mejor que nunca si el doctor Bernard le corta la gripe. La cuestión es el saxo.

—Me voy a ocupar de eso. Aquí tiene, Dédée. Solamente que… Lo mejor sería que Johnny no lo supiera.

—Bruno…

Con un gesto, y empezando a bajar la escalera, he detenido las palabras imaginables, la gratitud inútil de Dédée. Separado de ella por cuatro o cinco peldaños me ha sido más fácil decírselo.

—Por nada del mundo tiene que fumar antes del primer concierto. Déjelo beber un poco pero no le dé dinero para lo otro.

Dédée no ha contestado nada; aunque he visto cómo sus manos doblaban y doblaban los billetes, hasta hacerlos desaparecer. Por lo menos tengo la seguridad de que Dédée no fuma. Su única complicidad puede nacer del miedo o del amor. Si Johnny se pone de rodillas, como lo he visto en Chicago, y le suplica llorando… Pero es un riesgo como tantos otros con Johnny, y por el momento habrá dinero para comer y para remedios. En la calle me he subido el cuello de la gabardina porque empezaba a lloviznar, y he respirado hasta que me dolieron los pulmones; me ha parecido que París olía a limpio, a pan caliente. Solo ahora me he dado cuenta de cómo olía la pieza de Johnny, el cuerpo de Johnny sudando bajo la frazada. He entrado en un café para beber un coñac y lavarme la boca, quizá también la memoria que insiste e insiste en las palabras de Johnny, sus cuentos, su manera de ver lo que yo no veo y en el fondo no quiero ver. Me he puesto a pensar en pasado mañana y era como una tranquilidad, como un puente bien tendido del mostrador hacia adelante.

**FIN**

Las armas secretas, 1959

César Vallejo, A mi hermano Miguel

 A mi hermano Miguel


In memoriam


Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa,

donde nos haces una falta sin fondo!

Me acuerdo que jugábamos esta hora, y que mamá

nos acariciaba: «Pero, hijos…»


Ahora yo me escondo,

como antes, todas estas oraciones

vespertinas, y espero que tú no des conmigo.

Por la sala, el zaguán, los corredores,

después, te ocultas tú, y yo no doy contigo.

Me acuerdo que nos hacíamos llorar,

hermano, en aquel juego.


Miguel, tú te escondiste

una noche de agosto, al alborear;

pero, en vez de ocultarte riendo, estabas triste.

Y tu gemelo corazón de esas tardes

extintas se ha aburrido de no encontrarte. Y ya

cae sombra en el alma.


Oye, hermano, no tardes

en salir. Bueno? Puede inquietarse mamá.

Antología de sonetos humorísticos y artificiosos

 


Ricardo

Carrasquilla

Julio Cortázar

Sor Juana Inés De la Cruz

Nicolás Guillén

Lope de Vega

Manuel Machado

Miguel Agustín Príncipe

Francisco de Quevedo

Alfredo J. Ramos

Antología de sonetos humorísticos


UN SONETO ME MANDA HACER VIOLANTE

Lope de Vega


Un soneto me manda hacer Violante,

que en mi vida me he visto en tanto aprieto;

catorce versos dicen que es soneto,

burla burlando van los tres delante.


Yo pensé que no hallara consonante

y estoy a la mitad de otro cuarteto,

mas si me veo en el primer terceto,

no hay cosa en los cuartetos que me espante.


Por el primer terceto voy entrando,

y parece que entré con pie derecho

pues fin con este verso le voy dando.


Ya estoy en el segundo y aun sospecho

que voy los trece versos acabando:

contad si son catorce y está hecho.


SONETO INVERTIDO

Ricardo Carrasquilla


Musa, al revés hagamos un soneto;

es decir, comencemos la tarea

por escribir el último terceto.


Es preciso buscar alguna idea;

pero debo advertirte acá, en secreto,

que ni de fe ni de esperanza sea.


La esperanza y la fe no están de moda;

la misma caridad es anticuada;

los sagrados derechos de la nada

solo los niega ya la gente goda.


Hoy ninguna maldad al hombre enloda,

y los nietos del mono y la monada

solo saben el “sé que no sé nada”

y fundan en dudar la ciencia toda.


SONETO ACRÓSTICO

Sor Juana Inés De la Cruz


Máquinas primas de su ingenio agudo

A Arquímedes, artífice famoso,

Raro nombre dïeron de ingenioso;

¡Tanto el afán y tanto el arte pudo!

Invención rara, que en el mármol rudo

No sin arte grabó, maravilloso,

De su mano su nombre prodigioso,

Entretejido en flores el escudo.

¡Oh! Así permita el Cielo que se entregue

Lince tal mi atención en imitarte,

I en el mar de la ciencia así se anegue

Vajel, que al discurrir por alcanzarte

Alcance que el que a ver la hechura llegue,

Sepa tu nombre del primor del Arte


(Martín de Olivas fue un compañero de estudios secundarios de Sor Juana).


SONETO 529

Francisco de Quevedo


Con testa gacha toda charla escucho;

dejo la chanza y sigo mi provecho;

para vivir, escóndome y acecho,

y visto de paloma lo avechucho.


Para tener, doy poco y pido mucho;

si tengo pleito, arrímome al cohecho;

ni sorbo angosto ni me calzo estrecho,

y cátame que soy hombre machucho.


Niego el antaño, píntome el mostacho;

pago a Silvia el pecado, no el capricho;

prometo y niego, y cátame muchacho.


Vivo pajizo, no visito nicho;

en lo que ahorro está mi buen despacho,

y cátame dichoso, hecho y dicho.


LA FRESCURA

Miguel Agustín Príncipe


Una fresca mañana paseando

hallé en el fresco prado a mi querida.

De fresco tulipán la sien ceñida

frescamente adornada levantando.


Fresca la aurora estaba derramando

las frescas rosas que en el seno anida.

Fresca mi Fanny estaba embebecida

la frescura del alba contemplando.


Sentada en fresca alfombra de esmeralda

gozando estaba del frescor del cielo

en frescas flores abundante el halda.


Álzase en esto sobre el fresco suelo

y volviéndome infiel la fresca espalda,

más fresco me dejó que el mismo hielo.


MODOS DE CANTAR EL CANTO

Alfredo J. Ramos


El primero no es más que el propio canto.

Y el segundo la piedra, también canto.

Por el tercero pasaré de canto

parar cerrar el cuarto a cal y canto.


Es justo que del quinto por el canto

de un duro llegue al sexto. Y con un canto

mis dientes puliré, si en otro canto

de pan, digo de paz, culmina el canto.


Lo difícil comienza en este canto

del terceto primero en el que canto

que es difícil ponerle un canto al canto.


Mas llegaré al final si con un canto

rodado logro darle en pleno canto

de cisne al cisne: Así. Soneto al canto.


PASAN DÍAS

Nicolás Guillén


Olas de gordo aceite son mis días:

pasan tan lentamente que no pasan.

Los hombres a mi lado miran, pasan,

lentos también como mis lentos días.


El futuro está ahí, lleno de días,

pero es un duro charco: por él pasan

lentas sombras de sueños cuando pasan...

Nocturnos cielos cúbrenme los días.


Aprendí, me enseñaron los que pasan

que siempre pasan, pasarán los días,

aunque a veces parezca que no pasan.


Supe además que a bordo de mis días

pasaré yo también con los que pasan,

ceniza en la ceniza de los días.


ZIPPER SONET

Julio Cortázar


De arriba abajo o bien de abajo arriba

este camino lleva hacia sí mismo

simulacro de cima ante el abismo

árbol que se levanta o se derriba


quien en la alterna imagen lo conciba

será el poeta de este paroxismo

en un amanecer de cataclismo

náufrago que a la arena al fin arriba


vanamente eludiendo su reflejo

antagonista de la simetría

para llegar hasta el dorado gajo


visionario amarrándose a un espejo

obstinado hacedor de la poesía

de abajo arriba o bien de arriba abajo


(Se lee de dos maneras: de arriba abajo y a la inversa)


ATENCIÓN A LOS FINALES

Nazario Restrepo


El que por musa delincuente cuente

la del pintor de pincelada helada

y por ser loca rematada atada

diga que debe estar durmiente, ¿miente?


No; no es poeta el decadente ente

de cuya voz alambicada cada

forma de puro avinagrada agrada;

mas no fascina a inteligente gente.


Haz que te inspire tu guardiana, Diana,

huelan tus versos a olorosa rosa,

sea tu musa castellana llana.


No sea nunca la insidiosa diosa

de la moderna caravana vana,

que el verso convirtió en leprosa prosa.


Honoré Balzac, El grande de España

 Honoré de Balzac

El grande de España

En el momento de la expedición emprendida en 1823-4 por el rey Luis XVIII para salvar a Fernando VII del régimen constitucional, yo me encontraba por casualidad en Tours, camino de España. La víspera de mi marcha, fui al baile en casa de una de las mujeres más amables de esta ciudad en la que, como es sabido, se divertían más que en ninguna otra capital de provincia; y poco antes del souper, pues se soupe aún en Tours, me uní a un grupo de tertulianos en medio del cual, un señor que me resultaba desconocido, contaba una aventura.

El orador, llegado muy tarde al baile, había cenado, según creo, en casa del recaudador general. Al entrar se había incorporado a una mesa de écarté; luego, tras haber pasado varias veces, para alegría de sus contrincantes cuyo equipo perdía, se había levantado, vencido por un subteniente de carabineros; y, para consolarse, había participado en una conversación sobre España, tema habitual de mil disertaciones.

Durante el relato, examiné con un interés involuntario el rostro y la persona del narrador. Era uno de esos seres de mil rostros que se parecen a tantos tipos que el observador queda indeciso, y no sabe si tiene que incluirlos entre las personas de genio modestas o entre los intrigantes subalternos. En primer lugar, estaba condecorado con la cinta roja; pero ese símbolo demasiado prodigado, ya no prejuzga nada a favor de nadie; tenía una chaqueta verde, y a mí no me gustan las chaquetas verdes en un baile, cuando la moda aconseja a todo el mundo llevar traje negro; además llevaba pequeñas hebillas metálicas en los zapatos, en lugar de lazos de seda; su pantalón era de un casimir horriblemente desgastado, y su corbata estaba mal puesta; en definitiva, vi que no le daba demasiada importancia al atuendo ¡podía ser un artista!

Sus gestos y su voz tenían un no sé qué vulgar, y su rostro, presa de los rubores que el trabajo de la digestión le imprimía, no realzaba por ningún rasgo sobresaliente el conjunto de su persona; tenía la frente despejada y poco cabello en la cabeza. De acuerdo con todos esos diagnósticos, dudaba en hacer de él un consejero de prefectura, o un antiguo comisario de guerra; pero, al verlo posar la mano sobre la manga de su vecino de manera magistral, lo incluí en la categoría de los escribanos, los burócratas y sus compinches. Finalmente estuve completamente convencido de mi observación cuando noté que sólo era escuchado por su historia; ninguno de los oyentes le concedía esa atención sumisa y esas miradas complacientes que son privilegio de las personas muy consideradas. No sé si pueden imaginarse al hombre, llenándose la nariz con tomas de rapé, hablando con la rapidez de las personas con prisa por terminar su discurso por miedo a que se les abandone; por lo demás, expresándose con gran facilidad, contando bien las cosas, dibujando de un trazo, y jovial como un bufón de regimiento. Para evitarles el tedio de las digresiones, me permito trasvasar su historia a un estilo narrativo y añadirle ese toque didáctico necesario a los relatos que, de la charla informal pasan al estado tipográfico.

Algún tiempo después de su entrada en Madrid, el gran duque de Berg invitó a los principales personajes de esta ciudad a una fiesta francesa ofrecida por el ejército a la capital recién conquistada. Pese al esplendor de la gala, los españoles no se mostraron en ella muy risueños; sus mujeres bailaron poco; en definitiva, que los invitados jugaron y perdieron o ganaron mucho. Los jardines del palacio estaban bastante espléndidamente iluminados como para que las damas pudieran pasearse por ellos con tanta seguridad como lo habrían hecho en pleno día... La fiesta era imperialmente bella, y no se escatimó nada con el fin de darle a los españoles una elevada idea del emperador, si querían juzgarlo a partir de sus lugartenientes. En un bosquecillo cercano al palacio, entre la una y las dos de la mañana, algunos militares franceses charlaban del desarrollo de la guerra, y del futuro poco tranquilizador que auguraba la actitud misma de los españoles presentes en aquella pomposa fiesta.

-¡Caray! -dijo un francés cuyo traje indicaba que era médico jefe de algún cuerpo del ejército - ayer le solicité formalmente mi regreso a Francia al príncipe Murat. Sin tener precisamente miedo de dejar mis huesos en la península, prefiero ir a curar las heridas producidas por nuestros buenos vecinos alemanes; sus armas no penetran tanto en el torso como los puñales castellanos... Además, el miedo a España es para mí como una superstición... Desde mi infancia he leído libros españoles, un montón de aventuras sombrías y mil historias de este país, que me han predispuesto intensamente contra las costumbres de sus habitantes... ¡Pues bien!, desde nuestra entrada en Madrid, ya he podido ser si no protagonista, al menos cómplice de una peligrosa intriga, tan negra, tan oscura como puede serlo una novela de lady Radcliffe... Y como creo bastante en mis presentimientos, desde mañana mismo me largo... Murat no me negará sin duda el permiso; pues nosotros, gracias a los servicios secretos que prestamos, tenemos protecciones siempre eficaces...

-Puesto que te das a la fuga, ¡cuéntanos al menos tu aventura! -exclamó un coronel, viejo republicano que se preocupaba muy poco del lenguaje y de las adulaciones imperiales.

Entonces, el médico miró atentamente a su alrededor, pareció querer reconocer los rostros de quienes le rodeaban y, seguro ya de que no había ningún español cerca de él, dijo:

-Puesto que somos todos franceses... con mucho gusto, coronel Charrin... Hace seis días -prosiguió - regresaba tranquilamente a mi alojamiento hacia las once de la noche, después de haber dejado al general Latour, cuyo hotel se encuentra a unos pasos del mío, en mi misma calle; salíamos los dos de casa del ordenador de pagos, donde habíamos tenido una berlanga bastante animada... De repente, en la esquina de una calleja, dos desconocidos, o más bien dos diablos, se lanzaron sobre mí y me cubrieron la cabeza y los brazos con una capa... Grité, pueden creerlo, como un perro apaleado; pero el paño ahogó mi voz, luego fui llevado en un vehículo a gran velocidad; y cuando mis acompañantes me libraron de la dichosa capa, oí una voz de mujer y estas inquietantes palabras dichas en un mal francés:

-Si grita o hace ademán de escapar, si se permite el menor movimiento sospechoso, el señor que está delante de usted es capaz de apuñalarlo sin escrúpulos. Por lo tanto, manténgase tranquilo. Ahora voy a explicarle la causa de su secuestro... Si se molesta en tender su mano hacia mí, encontrará entre nosotros dos su instrumental de cirugía que hemos mandado a buscar a su casa, de su parte; sin duda, le será necesario. Lo llevamos a una casa donde su presencia es indispensable... Se trata de salvar el honor de una dama. En este momento está a punto de dar a luz un hijo de su amante, a espaldas de su marido. Aunque éste se separa poco de su mujer de la que está apasionadamente enamorado y que la vigila con toda la atención de los celos españoles, ella ha sabido ocultarle su embarazo. Él cree que se encuentra enferma. Le llevamos para que la asista en el parto. Por lo que, como ve, los peligros de la empresa no le conciernen; sólo tiene que obedecernos; si no lo hace, el amante de la dama, que está sentado frente a usted en el coche y que no sabe ni una palabra de francés, lo apuñalará a la menor imprudencia...

-Y ¿quién es usted? -dije buscando la mano de mi interlocutora, cuyo brazo estaba envuelto en la manga de una chaqueta de uniforme...

-Yo soy la camarera de la señora, su confidente; y estoy totalmente dispuesta a recompensarlo personalmente, si se presta galantemente a las exigencias de nuestra situación.

-¡Con mucho gusto! -dije viéndome embarcado a la fuerza en una aventura peligrosa.

Entonces, aprovechando la oscuridad, quise comprobar si la cara y las formas de la camarera estaban en armonía con las ideas que los sonidos, ricos y guturales, de su voz me habían inspirado... La camarera se había sometido por anticipado sin duda a todas las eventualidades de aquel singular rapto, pues guardó el más complaciente de los silencios, y el vehículo no había rodado más de diez minutos por Madrid cuando recibió y me devolvió un apasionado beso. El señor que llevaba enfrente no se molestó por algunos puntapiés que le propiné de forma involuntaria; pero como no comprendía el francés, supongo que no les prestó atención.

-Sólo puedo ser su amante con una condición -me dijo la camarera como respuesta a todas las bobadas que yo le recitaba, llevado por el calor de una pasión improvisada, para la que todo eran obstáculos.

-¿Cuál?

-Que no intentará nunca saber a quién pertenezco... Si voy a su casa, será de noche y me tendrá que recibir a oscuras.

Nuestra conversación se encontraba en ese punto cuando el vehículo llegó cerca de la tapia de un jardín.

-¡Déjeme taparle los ojos! - me dijo la camarera -; se apoyará en mi brazo y yo misma lo guiaré.

Luego me colocó sobre los ojos y me anudó fuertemente detrás de la cabeza un pañuelo muy tupido. Oí el ruido de una llave colocada con precaución en la cerradura de una puertecilla sin duda por el silencioso amante que había estado frente a mí; y pronto, la doncella de cuerpo arqueado, que tenía cierto meneo al andar, me condujo, a través de las avenidas enarenadas de un gran jardín, hasta un determinado lugar donde se detuvo. Por el ruido que hicieron nuestros pasos, supuse que nos encontrábamos delante de la casa.

-¡Ahora, guarde silencio! -me dijo al oído - y preste mucha atención... No pierda de vista ni una sola de mis señales, pues no podré ya hablarle sin peligro para los dos, y en este momento se trata de salvarle a usted la vida. -Luego añadió con voz más alta -: La señora está en una habitación de la planta baja; para llegar hasta allí, tendremos que pasar por la habitación y delante de la cama de su marido; por lo que no tosa, ande con cuidado, y sígame atentamente para no golpear ningún mueble o poner los pies fuera de la alfombra que he dispuesto para nuestros pasos...

En ese momento, el amante gruñó sordamente, como alguien impacientado por tantos retrasos. La camarera se calló; oí abrir una puerta, percibí el aire cálido de un apartamento y avanzamos con cautela, como ladrones en expedición. Por fin, la suave mano de la camarera me quitó la venda. Me encontré en una habitación grande, alta y mal iluminada por una única lámpara humeante. La ventana se encontraba abierta, pero había sido protegida por gruesos barrotes de hierro por el marido celoso; fui arrojado en ella como a un callejón sin salida.

En el suelo, y sobre una estera, se encontraba una magnífica mujer, cuya cabeza estaba cubierta por un velo de muselina, pero a través del cual sus ojos llenos de lágrimas brillaban con todo el esplendor de las estrellas. Oprimía con fuerza un pañuelo de batista sobre la boca, y lo mordía tan vigorosamente que sus dientes lo habían desgarrado y habían penetrado a medias en él... No he visto jamás cuerpo más bello, pero ese cuerpo se retorcía de dolor como se retuerce una cuerda de arpa que se arroja al fuego. La desgraciada había formado dos arbotantes con sus piernas apoyándolas sobre una especie de cómoda; y con las dos manos, se agarraba a los palos de una silla estirando los brazos, cuyas venas estaban horriblemente hinchadas. Se parecía a un criminal en las angustias del potro... Por lo demás, ni un grito, ni ningún otro ruido que no fuera el sordo crujido de sus huesos, y nosotros estábamos allí, los tres mudos e inmóviles... Los ronquidos del marido resonaban con constante regularidad...

Quise ver a la camarera, pero se había vuelto a poner la máscara de la que se había deshecho, sin duda, durante el trayecto y sólo pude ver dos ojos negros y formas muy pronunciadas que abombaban su uniforme. El amante estaba también enmascarado. Cuando llegó, arrojó unas toallas sobre las piernas de su amante, y dobló sobre el rostro el velo de muselina.

Una vez que hube observado concienzudamente a aquella mujer, reconocí por ciertos síntomas antaño observados en una muy triste circunstancia de mi vida, que el bebé estaba muerto; entonces me incliné hacia la camarera para informarle de la situación. En ese momento, el desconfiado desconocido sacó su puñal; pero tuve tiempo de decírselo todo a la doncella, que le dijo dos palabras en voz baja. Al oír mi pronóstico, el amante tuvo un ligero escalofrío que le subió de los pies a la cabeza como un relámpago, y me pareció ver palidecer su rostro bajo la máscara de terciopelo negro. La doncella, aprovechando un momento en el que este hombre desesperado miraba a la moribunda que se ponía morada, me indicó con un gesto los dos vasos de limonada servidos sobre una mesa, y me hizo un gesto negativo. Comprendí que debía abstenerme de beber, pese al horrible calor que me hacía sudar. De repente, el amante, que sin duda tenía sed, tomó uno de los vasos, y se bebió más o menos la mitad de la limonada que contenía.

En ese momento, la dama tuvo una violenta convulsión que me indicaba el momento favorable a la crisis, y, cogiendo mi lanceta, la sangré apresuradamente en el brazo derecho con bastante fortuna. La camarera recogió con toallas la sangre que brotaba abundantemente; luego la desconocida entró en un abatimiento propicio para mi operación... Me armé de valor, y tras una hora de trabajo, logré extraer al bebé en trozos. El español, que no pensaba ya en envenenarme, comprendiendo que acababa de salvar a su amante, lloraba bajo su máscara y, en ocasiones, gruesas lágrimas caían sobre su capa.

Por lo demás, la mujer no lanzó ni un grito, pero seguía mordiendo el pañuelo, temblaba como un animal salvaje cercado, y sudaba gruesas gotas. En un instante horriblemente crítico, hizo un gesto para indicar la habitación de su marido; el marido acababa de darse la vuelta; y, de los cuatro, era la única que había oído el roce de las sábanas, el ruido de la cama o de las cortinas. Nos detuvimos, y a través de los agujeros de sus máscaras, la camarera y el amante se lanzaron miradas de fuego...

Aprovechando esta especie de tregua, tendí la mano para coger el vaso de limonada que el desconocido había empezado; pero él, creyendo que iba a beber de alguno de los vasos llenos, saltó con la agilidad de un gato, y colocó su largo puñal sobre los dos vasos envenenados. Me dejó el suyo, haciendo un gesto con la cabeza para decirme que me tomara el resto. Había tantas cosas, tantas ideas, tanto sentimiento, en aquel gesto y en su vivo movimiento, que le perdoné casi las atroces combinaciones meditadas para matar y enterrar cualquier tipo de huella de aquellos acontecimientos. Me dio la mano cuando acabé de beber; luego, tras haber dejado escapar un movimiento convulsivo, envolvió personalmente con todo cuidado los restos de su hijo; y cuando, después de dos horas de cuidados y miedos, la camarera y yo recostamos a su amante, me apretó de nuevo las manos y, sin que yo lo supiera, introdujo en mi bolsillo una suma importante. Entre paréntesis, como yo ignoraba el suntuoso regalo del español, mi criado me robó aquel tesoro dos días después, y huyó provisto de una verdadera fortuna. Le dije al oído a la doncella las precauciones que había que tomar; luego le manifesté el deseo de que me dejaran libre. La camarera permaneció junto a su señora, circunstancia que no me tranquilizó en exceso; pero decidí mantenerme alerta. El amante hizo un paquete con el cuerpo del bebé muerto y la ropa teñida por la sangre de su amante; luego lo apretó fuertemente, lo ocultó bajo su capa; y, pasándome la mano sobre los ojos como para decirme que los cerrara, salió delante de mí invitándome con un gesto a que me agarrara a un faldón de su traje; lo que hice, no sin echarle una última mirada a la camarera. Ésta se quitó la máscara al ver que el español había salido, y me mostró el rostro más bello del mundo.

Crucé los apartamentos siguiendo al amante; y cuando me encontré en el jardín, al aire libre, confieso que respiré como si me hubieran quitado un enorme peso del pecho. Caminaba a una distancia respetuosa de mi guía, observando sus menores movimientos con la mayor atención.

Una vez llegados a la puertecilla, me cogió de la mano, y puso sobre mis labios un sello, montado en una sortija, que yo le había visto en un dedo de la mano izquierda. Comprendí todo el significado de aquel gesto elocuente. Salimos a la calle y, en lugar del vehículo, había dos caballos esperándonos. Montamos cada uno en un animal; el español cogió mi brida, la sujetó con la mano izquierda, cogió entre los dientes la brida de su montura, pues tenía el sangriento paquete en la mano derecha, y partimos con la rapidez del relámpago. Me fue imposible observar el menor objeto que pudiera servirme para reconocer la ruta que recorrimos. Al amanecer, yo me encontré cerca de mi puerta, y el español escapó, dirigiéndose hacia la puerta de Atocha.

-¿Y no vio usted nada que pudiera hacerle sospechar de qué dama se trataba? -preguntó un oficial al médico.

-Una sola cosa... -dijo - . Cuando sangraba a la desconocida, observé en su brazo, más o menos a la mitad, una pequeña verruga, del tamaño de una lenteja, rodeada de pelos oscuros... El palacio me pareció magnífico, inmenso; la fachada no se acababa nunca...

En ese momento, el indiscreto cirujano se detuvo, pálido. Todos los ojos fijos en los suyos siguieron la misma dirección; y los franceses vieron a un español envuelto en una capa, cuya mirada de fuego brillaba en la oscuridad, en medio de un bosquecillo de naranjos donde se mantenía de pie. El oyente desapareció de inmediato con una rapidez de silfo, cuando un joven subteniente se lanzó tras él.

-¡Caramba! Amigos míos -exclamó el médico - esos ojos de basilisco me han dejado helado. Oigo campanas; les digo adiós o me enterrarán aquí.

-¡No seas tonto! -dijo el coronel Charrin - , Lecamus ha seguido al espía, él sabrá darnos razón del mismo.

-¿Qué ha pasado Lecamus? -preguntaron los oficiales, al ver regresar jadeante al subteniente.

-¡Al diablo! -respondió Lecamus - . Creo que ha pasado a través de las murallas; y, como no creo que sea un brujo, sin duda es de la casa; conoce los pasadizos, los rodeos, y se me ha escapado fácilmente.

-¡Estoy perdido! -dijo el cirujano con voz taciturna.

-¡Vamos!, tranquilízate -contestaron los oficiales; te acompañaremos por turnos en tu casa hasta que te marches... y, por esta noche, te acompañamos todos.

Efectivamente, tres jóvenes oficiales, que habían perdido su dinero en el juego y no sabían qué hacer, recondujeron al médico a su alojamiento, y se ofrecieron a permanecer con él, lo que éste aceptó.

Dos días después, había obtenido su regreso a Francia, y hacía todos los preparativos para marcharse con una dama a la que Murat le había proporcionado una gran escolta. Acababa de cenar en compañía de sus amigos, cuando su criado vino a avisarle que una mujer joven quería hablar con él. El cirujano y los tres oficiales bajaron de inmediato; pero la desconocida sólo pudo decir: «¡Tenga cuidado!» Y cayó muerta. Era la camarera que, sintiéndose envenenada, esperaba llegar a tiempo para salvar al médico. El veneno la desfiguró por completo.

-¡Demonios! ¡demonios! -exclamó - . ¡A eso se le llama amor! ¡Sólo una española es capaz de correr con un monstruo de veneno en el estómago!

El médico permanecía singularmente pensativo. Finalmente, para ahogar los siniestros presentimientos que le atormentaban, volvió a la mesa y bebió inmoderadamente, lo mismo que sus compañeros; luego, medio ebrios, se acostaron temprano. En mitad de la noche, el médico fue despertado por el chirrido que hicieron los aros de las cortinas violentamente corridas sobre sus varillas. Se incorporó, presa de esa trepidación mecánica de todas las fibras que se adueña de nosotros en un momento de despertar súbito. Entonces vio delante de él a un español envuelto en su capa. El desconocido lanzaba la misma mirada ardiente que la que había salido de entre la vegetación durante la fiesta y por la que se había quedado tan impactado. El cirujano gritó: «¡Socorro!... A mí, amigos míos» Pero a esa llamada de auxilio, el español contestó primero con una risa amarga: «El opio crece para todo el mundo». Y, después de esa especie de sentencia, le mostró a sus tres amigos profundamente dormidos; y, sacando bruscamente de debajo de su capa un brazo de mujer recién cortado, se lo presentó al médico, mostrándole una señal similar a la que él había descrito tan imprudentemente: «¿Es la misma?» preguntó. Al resplandor de un farol colocado sobre la cama, el cirujano, helado de espanto, contestó con un gesto afirmativo y, sin más información, el marido de la desconocida le hundió el puñal en el corazón.

-Este cuento es furiosamente pardo -dijo uno de los oyentes - pero es más inverosímil todavía; porque ¿puede explicarme cuál de los dos le contó la historia, el muerto o el español?

-Señor -contestó el narrador, molesto por la observación - , como afortunadamente la puñalada que recibí en lugar de deslizarse hacia la izquierda lo hizo hacia la derecha, supongo que admitirá que yo conozca mi propia historia... le juro que hay aún algunas noches en las que veo en sueños aquellos dichosos ojos...

El cirujano en jefe se detuvo, palideció, y se quedó boquiabierto, en una verdadera crisis de epilepsia. Nos volvimos todos para mirar hacia el salón. En la puerta se encontraba un grande de España, uno de esos afrancesados en el exilio, que había llegado hacía quince días a Touraine con su familia. Aparecía por vez primera en sociedad y, como había llegado tarde, visitaba los salones, acompañado de su mujer cuyo brazo derecho permanecía inmóvil.

Nos separamos en silencio para dejar pasar a aquella pareja, que no vimos sin una emoción profunda. ¡Era un auténtico cuadro de Murillo! El marido tenía dos ojos de fuego en unas órbitas hundidas y ojerosas. Su rostro estaba demacrado, el cráneo sin cabello y el cuerpo de una delgadez extrema. La mujer... ¡imagínensela! No, porque no la pintarían como era. Tenía una estatura considerable; estaba pálida, pero era bella aún; su tez, por un privilegio inaudito para una española, era deslumbrante de blancura; pero su mirada caía sobre nosotros como una colada de plomo fundido... su hermosa frente, adornada con perlas y blanca, se parecía al mármol de una tumba; tenía sin duda una gran pena en el corazón... Era el dolor español en todo su esplendor... Es inútil añadir que el médico había desaparecido...

-Señora, -le pregunté a la condesa hacia el final de la velada - ¿en qué acontecimiento perdió usted el brazo?

-En la guerra de la Independencia -contestó.

FIN

Contes bruns, 1832

Evagrio Póntico, La vanagloria

 La Vanagloria

De todos los pensamientos, el de la vanagloria es el que está compuesto por más elementos. En efecto, abraza a casi toda la tierra y abre las puertas a todos los demonios, tal como lo haría algún malvado traidor en una ciudad. Por tanto, humilla el intelecto del solitario, llenándolo de discursos y objetos y corrompiendo las plegarias con las cuales él trata de curar todas las heridas de su alma.

Todos los demonios una vez vencidos, hacen crecer este pensamiento y por su intermedio, encuentran un nuevo acceso a las almas. Y es así como hacen que la última situación de las almas sea peor que la precedente. De aquí nace también el pensamiento de la soberbia. Esto es lo que ha hecho derrumbar de los cielos sobre la tierra el sello de la semejanza la corona de la belleza (Ez 28:12). Rehúyela pues, no tardes, porque puede suceder que entreguemos a otros nuestra vida, y nuestra riqueza a quien no tiene misericordia. Este demonio es ahuyentado por la oración continua y por el no hacer ni decir nada de lo que se lleva a cabo por la maldita vanagloria.

Ni bien el intelecto de los solitarios alcanza una cierta impasibilidad, he aquí que adquiere el caballo de la vanagloria y en seguida corre por las ciudades, llenándose sin medida de alabanzas a su gloria. Pero, si por una disposición de la providencia, se encuentra con el espíritu de la fornicación, quedando así encerrado en un chiquero, esto le enseñará a no dejar más el lecho antes de haber obtenido una perfecta salud, y a no imitar a los enfermos indisciplinados quienes, arrastrando los rastros de su enfermedad, se entregan abusivamente a los viajes y a los baños, teniendo así recaídas. Por tanto, permanezcamos sentados, cuidemos de nosotros mismos, de tal modo que, avanzando en nuestra virtud, no permitamos que el mal resurja, y que, al retomar el conocimiento, nos aturda una multitud de meditaciones. Y luego nuevamente, al levantarnos, veremos cuánto más clara es la luz de nuestro Señor.

No puedo escribir sobre todas las astucias de los demonios; siento pudor al repasar todas sus maquinaciones, temiendo por los lectores más simples. Escucha, sin embargo, las astucias del demonio de la fornicación.

Cuando alguien logra tornarse impasible respecto a su concupiscencia, y sus malos pensamientos tienden a enfriarse, es entonces que este demonio introduce imágenes de hombres y mujeres que juguetean entre ellos, convirtiéndolo en solitario espectador de cosas y actitudes procaces. Pero no es ésta una tentación que dure por mucho tiempo. La oración continua y un régimen austero, la vigilia y el ejercicio de meditaciones espirituales, disipan la tentación como a una nube sin agua. Por momentos este malvado hace de la carne su presa, forzándola a sentir un ardor irracional, y se aferra a miles de otras cosas, a las cuales no es necesario referirse públicamente ni poner por escrito.

Contra pensamientos de este tipo somos ayudados por el hervir de la cólera que se mueve contra el demonio. Éste teme muchísimo esta cólera, que se agita contra los pensamientos y destruye sus razonamientos. Y éste es el pensamiento de la Palabra: Irritáos y no pequéis (Sal 4:4). Esta cólera es una medicina útil ofrecida al alma durante las tentaciones. A veces sucede que el demonio de la ira imita al otro demonio, y esboza la forma de algún hijo, o amigo, o pariente, en el momento de ser ultrajado por gente indigna, excitando así la cólera del solitario, para que diga o haga algo malo contra las imágenes que se mueven en su pensamiento. Es necesario atender por un instante a estas imágenes, cuidándonos de arrancar pronto nuestra mente de ellas, a fin de no detenerla mucho tiempo, para que no se inflame secretamente en tiempo de la oración. En estas tentaciones caen fundamentalmente los coléricos y los que se dejan arrastrar fácilmente por sus impulsos. Éstos están alejados de la plegaria pura y del conocimiento de nuestro Salvador, Jesucristo.

El Señor ha confiado los conceptos de este siglo al hombre, como las ovejas a un buen pastor. Escrito está: A cada hombre ha puesto un concepto en su corazón, y ha unido a él, a modo de ayuda, la concupiscencia y la ira. Por medio de la ira debe poner en fuga a los pensamientos de los lobos y, mediante la concupiscencia, debe amar a las ovejas, aun cuando se encuentre acorralado por las lluvias y los vientos. A todo esto el Señor ha agregado también la ley, para que alimente a las ovejas; y un lugar verde, agua que reconforta, y el salterio, la cítara, la vara y el bastón. Y así de este rebaño el pastor obtendrá su nutrición, se vestirá y recogerá el heno de los montes. Se ha dicho: ¿Cuál es el pastor que apacienta el ganado y no se nutre de su leche? (1 Co 9:7). Deberá el solitario custodiar de día y de noche su rebaño para que no sea devorado por las fieras o caiga en manos de los ladrones. Pero si en un lugar selvático algo parecido sucediera, en seguida deberá éste arrancar la presa de la boca del león o del oso. Por ejemplo, el concepto de hermano es devorado por nosotros si lo alimentamos con vil concupiscencia; el del dinero y el del oro, si lo albergamos unido a la avidez; y así en todo lo que se refiere a los pensamientos relativos a los santos carismas, si los alimentamos en nuestra mente junto a la vanagloria. Del mismo modo sucede respecto a todos los otros conceptos, si se tornan presa de las pasiones. Y no alcanza con velar durante el día, debemos estar vigilantes también de noche. Puede suceder que perdamos lo que es nuestro, aun con fantasías turbias o malvadas. Vean lo que dice San Jacob: No te he traído ovejas devoradas por las fieras: he resarcido los hurtos del día y de la noche, Y fui devorado por el calor del día y por el hielo de la noche. El sueño se alejó de mis ojos (Gn 31:39 y ss).

Si posteriormente el gran cansancio generara en nosotros pereza, subirernos un poco más por la piedra del conocimiento y tomaremos el salterio, haciendo vibrar sus cuerdas mediante el conocimiento de las virtudes. Y nuevamente llevaremos nuestros rebaños por el monte Sinaí, para que el Dios de nuestros Padres se dirija a nosotros de entre los arbustos y nos regale con esas palabras que obran señales y prodigios.

La naturaleza racional, condenada a muerte por la malicia, ha sido resucitada por Cristo mediante la contemplación de todos los siglos. Y el Padre resucita el alma que ha muerto de muerte de Cristo, mediante su conocimiento. Y es esto lo que dice Pablo: Si estamos muertos con Cristo, creamos que también viviremos con Él.

Cuando el intelecto se ha despojado del hombre viejo, se reviste de lo que proviene de la gracia, y es entonces que en el tiempo de la oración verá su propia estructura, símil de algún modo, al zafiro o a la superficie celeste. Cosas éstas que las Escrituras indican como el lugar de Dios, visto por los ancianos en el monte Sinaí.

De entre los demonios impuros, algunos tientan al hombre en cuanto hombre, otros lo aturden como a un animal que ha perdido la razón. Los primeros, al acercarse, insinúan en nosotros pensamientos de vanagloria, de soberbia, de envidia o de acusación: cosas éstas que no perturban a ningún ser irracional. Los otros, sin embargo, se acercan excitando la cólera o la concupiscencia contra natura. Y es que estas pasiones las tenemos en común con los seres irracionales aunque estén escondidas por la naturaleza racional. Es por este motivo que el Espíritu Santo, cuando se refiere a los pensamientos que acuden a los hombres, dice: Yo he dicho: dioses sois, e hijos todos del Altísimo pero como hombres moriréis, y caeréis como cae cualquier príncipe (Sal 81:6). ¿Y qué dice a aquellos que se mueven en modo irracional? Nos dice: No seáis como el caballo y como el mulo que no tienen entendimiento: que han de ser domados con freno y riendas para que obedezcan (Sal 31:9). Y si el alma que peca, morirá (Ez 18:4), es evidente que los hombres mueren como hombres y por los hombres son sepultados. Pero los animales sin razón, si mueren o caen, son devorados por las aves de rapiña o por los cuervos. De ésto se ha dicho que las crías de los unos invocan al Señor, y las de los otros, se bañan en sangre. El que tenga oídos para oír, que oiga (Mt 11:15).

Cuando algún enemigo se acerque a ti, te hiera y tu quieras dirigir tu espada a su corazón, tal como está escrito, haz como te decimos. Analiza en ti mismo el pensamiento que te ha sido puesto. Mira qué cosa es, de qué elementos se compone y lo que precisamente aflige más a tu mente. Te quiero decir esto: ¿te ha traído el enemigo el amor por el dinero? Tú haces una distinción entre el intelecto que ha recibido el pensamiento del oro, el pensamiento mismo del oro y el oro en sí mismo y la pasión que nos lleva a amar el dinero. Pregúntate a continuación: De entre todo esto, ¿qué cosa es pecado? ¿Quizás el intelecto? ¿Y cómo, entonces, es la imagen de Dios? Y entonces, ¿cómo se vincula al concepto del oro? Nadie que tenga intelecto podría jamás afirmarlo. ¿Es quizás pecado el oro en sí mismo? ¿Por qué entonces fue creado? Concluiremos pues que la causa del pecado es la cuarta. No es un objeto que tenga una existencia en sí mismo, ni el concepto de un objeto, sino que es un placer enemigo del hombre, generado por nuestra propia y libre voluntad, y que fuerza al intelecto a servirse malamente de las criaturas de Dios. Y es a la ley de Dios a quien le fuera confiado rescindir este placer.

Mientras indagas de este modo, el pensamiento será destruido, disolviéndose en su propia contemplación. El demonio se alejará de ti, cuando tu mente sea llevada a lo alto por tal conocimiento. Si, por lo contrario, no quieres servirte de tu espada, sino que quieres echar mano de tu honda, saca una piedra de tu bolso de pastor y considera lo siguiente: ¿Cómo es que los ángeles y los demonios se acercan a nuestro mundo y nosotros no nos acercamos a sus mundos? Nosotros no podemos, por cierto, acercar más a los ángeles a Dios, si nos proponemos hacer de los demonios seres aun más impuros. Y más aún: ¿cómo es que Lucifer, que surge por la mañana, fue tirado a la tierra, y considera al mar como una ampolla y a lo más profundo de los abismos como un prisionero de guerra? Y todo lo hace hervir como en una olía encendida e hirviente (Jb 41:22 y ss) porque a todos quiere turbar con su malicia y a todos dominar. La consideración de todas estas realidades hiere verdaderamente al demonio y pone en fuga a todo su ejército. Pero esto lo pueden hacer todos aquellos que se han purificado y ven las razones de las realidades creadas. Los que están impuros no conocen la contemplación de tales razones y, aunque repitieran una fórmula aprendida por otros, no serán escuchados, con motivo de todo el polvo y el tumulto causado por las pasiones durante la batalla. Es absolutamente necesario, pues, que toda la turba de filisteos permanezca inmóvil, para que sólo Goliat enfrente a nuestro David.

De la misma manera nos serviremos de esta distinción entre las partes en guerra y la imagen que se nos presenta contra todos los pensamientos impuros.

Cuando suceda que algún pensamiento impuro huya con toda rapidez, ¿deberemos buscar la causa a fin de entender cómo ello se ha producido? En general, esto sucede ya sea porque el objeto en cuestión falta, o porque se trata de un elemento dificil de obtener, o porque estamos entrando en la región de la impasibilidad. Por estos motivos el enemigo no puede vencernos. Si por ejemplo, a algún solitario se le ocurre que le sea confiada la guía espiritual de la ciudad, es difícil que se detenga a fantasear a propósito de ello, por los motivos que mencionáramos anteriormente. Pero si sucediera que alguno se convierte en guía espiritual de una ciudad cualquiera, y su pensamiento no sufre alteraciones, esto significa que ha alcanzado la beatitud de la impasibilidad.

No es necesario saber de estas cosas para tener prontitud y fuerza; para que podamos ver si hemos cruzado el Jordán y estamos cerca de las palmeras o bien si estamos todavía en el desierto y bajo los golpes de los extranjeros. Pues veo, por ejemplo, cómo el demonio del amor al dinero es versátil y extraordinario en su capacidad de engaño. A menudo, angustiado por nuestra total renuncia, finge ser ecónomo y amante de los pobres, recibe libremente huéspedes que aún no se han acercado, da limosnas a los que carecen de alguna cosa, visita las prisiones de la ciudad, rescata a los que han sido vendidos, nos sugiere unirnos a mujeres ricas... Quizás nos aconseje acercarnos a otros, ¡a aquellos que poseen una bolsa bien abastecida! De este modo, se va desviando el alma; poco a poco, la rodea de pensamientos provenientes del amor al dinero y la entrega al demonio de la vanagloria. Y esto introduce una multitud de pensamientos que glorifican al Señor por nuestros negocios, y manipula a algunos que, poco a poco, hablan de sacerdocio en lugar nuestro. Hace pronósticos sobre la muerte del sacerdote a cargo, y predice que no podrá salvarse, debido a todo lo mal que ha actuado.

Y así este mísero intelecto, atrapado por tales pensamientos, entra (mentalmente) en lucha con aquellos que se le oponen, pronto a ofrecer dones a aquellos que lo aceptan y aprueban sus buenos sentimientos. ¡Incluso imagina entregar a aquellos que se le sublevan, en manos de los magistrados y echarlos de la ciudad! Finalmente, puesto que lleva dentro de sí estos pensamientos y les da vueltas, hace que en seguida se presente el demonio de la soberbia, quien, destellando ininterrumpidamente relámpagos y dragones alados en la celda, termina por ocasionar la locura.

Pero nosotros, para conjurar la desgracia que tales pensamientos puedan producir, ¡queremos vivir dando gracias en nuestra pobreza! De hecho, nada hemos traído a este mundo ni nada, por cierto, podremos llevar con nosotros. Siempre que tengamos con qué comer y con qué cubrirnos, conformémonos con ello (1 Tm 6:7 y ss). Y recordemos a Pablo, que declara: El amor por el dinero es la raíz de todos los males (1 Tm 6:10).

Todos los pensamientos impuros, cuando por causa de nuestras pasiones se entretienen en nosotros, conducen el intelecto a la ruina y a la perdición. En efecto, así como la idea del pan ronda constantemente al hambriento a causa de su hambre, y el pensamiento del agua al sediento a causa de su sed, del mismo modo, también los pensamientos a propósito de las riquezas, y las reflexiones sobre los turbios pensamientos producidos en nosotros por los alimentos, se detienen dentro nuestro debido a las pasiones. Esto se manifiesta también con los pensamientos de vanagloria y con todos los otros. Y no le será posible al intelecto, sofocado por tales ideas, presentarse ante Dios, ni ceñir en su cabeza la corona de la justicia. Justamente por haber sido arrastrado por tales pensamientos, aquel intelecto tres veces infeliz del cual nos hablan los Evangelios, rechazó la increíble belleza del conocimiento de Dios. Incluso aquel que, atado de pies y manos, fue echado a las tinieblas exteriores, tenía el traje tejido por estos pensamientos y, debido a ello, el que lo había invitado lo declaró indigno de tales nupcias. El traje de bodas es, pues, la impasibilidad del alma razonable que ha renegado de las concupiscencias mundanas. La causa por la cual los conceptos de los objetos sensibles, cuando se detienen en nosotros, corrompen el conocimiento, fue ya mencionada en los "Capítulos a propósito de la oración."

Tres son los jefes de los demonios que se oponen a la práctica [de las virtudes]. Éstos son seguidos por todo el campamento de filisteos. Ellos son los primeros que avanzan en las batallas e inducen al alma a ser malvada por medio de pensamientos impuros. Los unos difunden los deseos de la gula, otros nos insinúan el amor por el dinero, y otros nos excitan para que busquemos la gloria que viene de los hombres. Si deseas, pues la oración pura, rehúye la cólera; si amas la templanza, domina tu vientre y no le brindes pan hasta la saciedad, y en cuanto al agua, mantenla corta.

Sé vigilante en la oración y aleja de ti el rencor. No menoscabes las palabras del Espíritu Santo y golpea con las manos de la virtud las puertas de las Escrituras. Así surgirá en ti la impasibilidad del corazón y, en la oración, verás a tu intelecto resplandecer como un astro.

El caso del difunto mister Elvesham, por H. G. Wells

 EL CASO DEL DIFUNTO MISTER ELVESHAM

Mi intención, al escribir este relato, no es precisa­mente la de ser creído, sino la de evitar la caída de una próxima víctima. Quizá mi desdicha le sirva de algo. Sé que mi caso es irreparable y estoy casi resignado a afrontarlo.

Mi nombre es Edward George Eden. Nací en Trentham, en Staffordshire. Mi padre era jardinero municipal. Perdí a mi madre cuando sólo tenía tres años y a mi padre a los cinco. Mi tío, George Eden, me adoptó. Era un hombre soltero, autodidacta, y había logrado cierto renombre como periodista. Costeó genero­samente mis estudios y me infundió la voluntad de pro­gresar en el mundo. Cuando, murió, hace cuatro años, me dejó toda su fortuna, que ascendía a unas quinientas libras, después de pagados los impuestos. Yo tenía en­tonces dieciocho años. En el testamento me aconsejaba que empleara ese dinero en completar mi educación. Yo había elegido la carrera de medicina; y gracias a su ge­nerosidad póstuma y a mi buena suerte en un examen, pronto fui estudiante de medicina en la Universidad de Londres. En el año del principio de este relato yo me alojaba en una bohardilla, pobremente amueblada, atra­vesada de corrientes de aire, que daba a los fondos de la Universidad. Una tarde le llevé unos botines al remendón de Tottenham Court Road. Esta fue la primera vez que encontré al viejito de la cara amarilla; al hombre con el cual mi vida está insolublemente enredada. Al abrir la puerta de calle, vi que miraba, con incertidumbre evidente, el número de la casa. Sus ojos, de un azul aguado y rojos en el borde, tuvieron, al verme, una expresión de torpe amabilidad.

—No puede aparecer más oportunamente —me dijo—. Había olvidado el número de su casa.  ¿Cómo le va Mr. Eden?

Me sorprendió la familiaridad de su trato; yo nunca lo había visto. Me sentí un poco molesto de que me hubiera sorprendido con los botines debajo del  brazo.

—Usted se estará preguntando quién diablos soy —me dijo, notando mi escasa cordialidad—. Permítame ase­gurarle que soy un amigo. Yo le he visto antes, aunque usted no me reconozca. ¿Dónde podríamos hablar?

Vacilé. No quería exponer la pobreza de mi cuarto a un desconocido.

—Quizá podríamos conversar mientras caminamos —le dije.

Miró a todos lados. Yo aproveché para deslizar los botines en el zaguán.

—Vea —agregó—. Venga a almorzar conmigo, Mr. Eden. Yo soy muy viejo, y con el ruido del tráfico no voy a conseguir que usted oiga mi voz.

Con una mano persuasiva y escuálida me tocó el brazo. No sé por qué me sentí un poco incómodo ante la invitación.

—Vamos —exclamó—. Hágame el gusto, aunque sea por respeto a mis canas.

Acepté finalmente; fuimos al restaurante de  Blavitski. Tuve que andar con lentitud para acomodarme a su paso. Durante un excelente almuerzo, en el que fracasaron todas mis preguntas, pude estudiar su cara. Era afeitada, flaca y surcada de arrugas; los ajados labios caían sobre su dentadura postiza; el pelo era escaso y blanco; tenía las espaldas agobiadas y me pareció chico; casi todos los hombres me parecían chicos, entonces. Advertí que él me exa­minaba también, con cierta incomprensible codicia.

—Y ahora —dijo por fin— le explicaré la razón de mi visita. Debo decirle que soy viejo, muy viejo, y que poseo mucho dinero que no sé a quién dejar.

Pensé en el cuento del tío y resolví defender los restos de mis quinientas libras.

—He cavilado sobre el mejor empleo que podría darle a mi dinero y he llegado a esta conclusión: Trataré de encontrar a un joven ambicioso, pobre, sano de cuerpo y alma, y le daré todo lo que tengo —me miró fijamente y repitió—: Todo lo que tengo. Se verá libre, para siempre, de las preocupaciones de la pobreza y podrá dirigir su vida como mejor le plazca.

Traté de simular indiferencia.

—Ah, ya veo —dije con transparente hipocresía—. Usted desea mi ayuda, mi ayuda profesional, para en­contrar esa persona.

Me miró con tranquila sorna a través del humo del cigarrillo y reí al verme descubierto.

—Qué brillante carrera la de un hombre en esas cir­cunstancias —exclamó—; me da envidia pensar que otro disfrutará de lo que durante tantos años he acu­mulado. Pero —agregó— le impondré algunas condi­ciones, como usted imaginará. Por ejemplo, ese indivi­duo deberá tomar mi nombre. Quiero, además, enterarme de todas las circunstancias de su vida, y de la vida de sus mayores, antes de nombrarlo heredero.

Esto enfrió un poco mi entusiasmo.

—Y debo creer, entonces, que yo... que yo... —dije.

—Sí, ¡usted! —respondió, casi con brutalidad—. Us­ted, ¡usted!

No contesté una sola palabra. Mi imaginación se perdía en giros fantásticos. Sin embargo, no sentí la menor gratitud. No sabía qué decir, ni cómo decirlo.

—Pero, ¿por qué yo precisamente? —pregunté al fin.

Dijo que el profesor Hasler le había hablado de mí, co­mo de un joven sano y honesto y que su propósito era de­jar su dinero a una persona que reuniera esas condiciones.

Así acabó mi primer encuentro con el viejito.

Guardó mucha reserva, no me dio su nombre y des­pués de unas preguntas se despidió y me dejó en la puerta de Blavitski. Noté que para pagar el almuerzo sacó del bolsillo un puñado de monedas de oro. Me intrigó su insistencia sobre la salud del posible heredero.

De acuerdo con el arreglo que hicimos, al día si­guiente me presenté a la Royal Insurance Company para asegurar mi vida por una suma considerable. Durante una semana los médicos de la compañía me sometieron a continuos exámenes. El viejito no quedó satisfecho y pidió al famoso doctor Henderson un examen adicional. Pasaron unos cuantos días sin que viera al anciano. Una noche a eso de las nueve, se presentó en mi casa. Parecía más encorvado y sus mejillas se habían hundido un poco más. Su voz temblaba cuando habló.

—Estuve con el doctor Henderson. El examen ha re­sultado satisfactorio. Todo es enteramente satisfactorio. Esta gran noche, usted cenará conmigo y festejaremos su... —fue interrumpido por la tos—. Por lo demás usted no tendrá mucho que esperar —añadió enjugando sus labios con el pañuelo—. Ciertamente, no habrá mu­cho que esperar.

Salimos a la calle y tomamos un coche. Durante el viaje me reveló su identidad. Era nada menos que Egbert Elvesham, el gran filósofo, cuyo nombre me era familiar desde la niñez. Fuimos a un restaurante lujosísimo. Me desconcertaron las miradas despectivas que atrajo mi ropa gastada. Pronto renació mi confianza gracias al fuego del champagne. Mientras yo comía y bebía, el filósofo me observaba y en su expresión había alguna envidia.

—¡Cuánta vida hay en usted! —exclamó. Y luego, con un suspiro de alivio, agregó:

—No habrá que esperar mucho.

El mozo trajo licores.

El anciano había sacado de la cartera un paquetito.

—Esta hora de la sobremesa —dijo— es la hora de las pequeñas cosas. He aquí una partícula de mi sabi­duría inédita.

Abrió el paquetito y me dijo:

—Ponga en el Kummel un poco de este polvo rosado y verá cómo mejora el gusto.

Sus ojos grises me observaban con una inescrutable expresión. Me sorprendió que el maestro dedicara su sabiduría a mejorar el gusto de los licores. Fingí, sin embargo, un gran interés; estaba lo bastante borracho para esa adulación.

Repartió el polvo en los dos vasos, y, bruscamente, levantándose con inesperada dignidad, me presentó su copa. Lo imité; los vasos chocaron.

—Por una pronta sucesión.

—No, eso no —protesté—. Por una larga vida.

Bebimos, mirándonos en los ojos. Al apurar el Kummel sentí una intensa, rarísima sensación. La cabeza me dolió; imágenes de cosas semiolvidadas acudían y des­aparecían. No noté el gusto del licor ni el aroma, sola­mente veía la intensidad de la mirada del profesor. Con un fuerte suspiro apoyó la copa sobre la mesa.

—¿Y bien? —preguntó.

—Es delicioso —exclamé, aunque no había percibido el sabor.

Sentí unas terribles puntadas en la cabeza, tuve que sentarme. Sin embargo, mi poder de percepción había aumentado como si viera todas las cosas en un espejo cóncavo. El anciano estaba nervioso. Sacó el reloj y le dirigió una ansiosa mirada.

—Las once y diez —exclamó— y esta noche tengo que... y el tren sale a las once y treinta de Waterloo. Tengo que irme enseguida.

Minutos más tarde nos despedíamos: Él en el interior de un coche y yo afuera con esa absurda sensación de —¿cómo expresarlo?— ver y aun sentir a través de un telescopio invertido.

—No debí darle esa bebida —dijo el viejito—. Ma­ñana le va a doler la cabeza. —Esperó un momento. Me dio un sobrecito abultado.— Tómelo con agua antes de acostarse; esto le despejará la cabeza. Otro apretón de manos. Prosperidad.

Ante la triste y vaga mirada que me dirigió, lo su­puse bajo el influjo de la bebida.

Luego, con sobresalto, recordó algo. Urgó en el bol­sillo y sacó un paquete cilíndrico, del tamaño de un jabón de afeitar. Era blanco y tenía dos sellos rojos.

—Casi me olvido —dijo—. No lo abra hasta que yo venga mañana, pero tómelo ahora. —Era muy pesado.— Muy bien —dije, mientras se alejaba el coche. Lo guardé en el bolsillo y eché a andar hacia mi hospedaje.

Recuerdo vívidamente mis sensaciones. Al bajar por Regent Street, estaba extrañamente convencido de que esa era la estación Waterloo. Casi entré al Politécnico como quien toma un tren. Me froté los ojos y la calle volvió a ser Regent Street. En ese instante me asaltaron varias reminiscencias fantásticas. Es aquí —pensé— donde hace treinta años vi por última vez a mi hermano. Me reí: Hace treinta años no existía, y nunca tuve her­manos. Sin embargo, el recuerdo angustioso de ese her­mano seguía entristeciéndome. En Portland Road, se modificó mi locura. Empecé a recordar negocios desaparecidos y a comparar el aspecto pretérito de la calle con la actual. Pasó un ómnibus y el ruido era exacta­mente igual al de un tren. Me sobraban y me faltaban recuerdos. Ante la vidriera de Stevens, el embalsamador, traté vanamente de recordar qué nos vinculaba. Es claro —dije al rato—, Stevens me prometió dos ranas para mañana.

Con dificultad llegué a mi casa. Mientras subía a mi cuarto procuré serenarme recordando los detalles de la cena; no pude evocar la figura del viejo, veía solamente sus manos; tenía, en cambio, visión total de mí mismo, sentado a la mesa, arrebatado, con los ojos brillantes y charlando aturdidamente.

Tengo que tomar esos otros polvos, pensé, esto se está poniendo imposible.

Busqué los fósforos y el candelero, justamente en el lado en que no estaban y dudé de si mi cuarto quedaría a la izquierda o a la derecha. Estoy borracho, me dije tambaleando superfluamente para corroborar esa afirma­ción.

Mi cuarto, a primera vista, me pareció desconocido. Sin embargo, ahí estaban los libros de anatomía y el espejo de siempre. Pero el cuarto era un poco irreal. Tuve la sensación de estar en un tren y de mirar por la ventanilla una estación desierta. Es un caso de clarivi­dencia, pensé. Debo comunicarlo a la Psychical Research Society.

Puse el paquete sobre la mesa de luz y, sentado en la cama, empecé a sacarme los botines. La pieza me pareció transparente; entreví unas cortinas pesadas y un espejo espeso. Era como si a un tiempo estuviera en dos lugares distintos. Medio desvestido ya, derramé el polvo en el vaso con agua y lo tomé. Me tranquilicé y me dormí.

Desperté sobresaltado, de un sueño lleno de animales extraños. Sentí un gusto raro en la boca, las piernas cansadas y una especie de incomodidad. Esperé que las sensaciones de la pesadilla se disiparan. Parecían aumen­tar. El cuarto estaba casi en tinieblas. Al principio, no pude distinguir nada y quedé inmóvil tratando de acos­tumbrar mi vista a la oscuridad. Entonces creí percibir algo raro en las formas oscuras de los muebles. ¿Había cambiado de lugar la cama? Enfrente debían estar los libros pero en su lugar se levantaba algo pálido, algo que no quería parecerse a los libros. Era demasiado grande para ser mi camisa tirada en la silla.

Sobreponiéndome a un terror infantil, arrojé a un lado las cobijas y quise poner un pie fuera de la cama. En vez de llegar al suelo, mi pie sólo alcanzó el borde del colchón. Di otro paso, como quien dice, y me senté en el borde de la cama. A la derecha, sobre la silla rota, debían estar el candelero y los fósforos. Estiré la mano; no había nada. Al retirar el brazo tropecé con una colgadura blanda y pesada; le di un tirón. Parecía una cortina colgada del techo de la cama.

Ya estaba plenamente despierto. Empecé a comprender que me hallaba en una pieza extraña. No supe cómo había penetrado ahí.

Era el alba. La vaga claridad que usurpaba el lugar de los libros era una ventana; contra la celosía distinguí el óvalo de un espejo. De pie, me sorprendió una mis­teriosa debilidad. Extendiendo manos temblorosas, ca­miné despacio hacia la ventana. Me lastimé la pierna contra una silla. Busqué alrededor del espejo; encontré una borla, tiré, y, con brusco ruido metálico, la persiana se abrió. Yo estaba ante un paisaje desconocido. Bajo el cielo lluvioso había remotas y borrosas colinas, árboles como manchas de tinta y, al pie de la ventana, un es­quema de renegridos canteros y de senderos grises. Toqué la mesa de vestir; era de madera pulida; había algunos objetos encima; entre ellos, uno de forma de herra­dura, anguloso y liso; no encontré ni candelero ni fósforos.

Miré de nuevo el cuarto; vagos espectros de los mue­bles emergían de las tinieblas. Había una enorme cama encortinada y en la chimenea se veía un resplandor de mármoles.

Apoyándome contra la mesa de vestir, cerré y abrí los ojos, y traté de pensar. Todo era demasiado real para ser un sueño. Imaginé que había un hiato en los recuerdos producido por la extraña bebida; que había recibido mi herencia y que esa brusca felicidad me había privado de la memoria. Quizás esperando un poco, las cosas se aclararan para mí. Pero la cena con el viejo Elvesham aparecía detallada y vívida. El champagne, los mozos, el polvo rosado, los licores, yo juraría que todo eso era muy reciente. Entonces ocurrió algo trivial y al mismo tiempo tan horrible que tiemblo al recor­darlo: dije en voz alta: "¿Cómo he llegado aquí?" y la voz no era mía. No era mía: era cascada, vieja, débil. Para darme valor, junté las manos y sentí arrugas de piel floja y nudos huesosos. "Sin duda" dije con esa horrible voz que de algún modo se había establecido en mi garganta, "sin duda esto es un sueño". Casi inmediatamente llevé los dedos a la boca. Habían des­aparecido mis dientes. Sólo había encías encogidas. Sentí un apasionado deseo de verme, de comprobar en todo su horror la transformación increíble. Fui hacia la chi­menea, y busqué, tanteando, unos fósforos. Me agitó un acceso de tos; al encorvarme descubrí que mi cuerpo estaba envuelto en un grueso camisón de franela. No encontré fósforos. Sentí un intolerable frío en las pier­nas. Tosiendo y jadeando, lloriqueando acaso, me refugié en la cama. Estoy soñando, gemí, estoy soñando. Era una repetición senil. Me tapé los hombros con las cobijas, me tapé los oídos, puse la seca mano bajo la almohada y resolví dormir. Cerré los ojos, respiré con irregulari­dad y encontrándome desvelado repetí lentamente la tabla de multiplicar.

Pero no venía el sueño. Inexorablemente crecía la certidumbre de la realidad de mi cambio. Me encontré con los ojos bien abiertos, la tabla de multiplicar olvi­dada y los flacos dedos en las arrugadas encías. Real­mente, yo era un viejo. Había caído de algún modo al fondo de mis años; me habían robado de algún modo el amor, la lucha, la fuerza y la esperanza. Imperceptible­mente, firmemente, iba clareando el alba. Me incorporé, miré a mi alrededor. Ahora, en la fría penumbra, podía ver el cuarto. Era espacioso y bien amueblado, mejor que todos los demás de mi vida. Distinguí un cande­labro y unos fósforos en la repisa. Tiritando con el frío del alba, aunque era verano, me levanté y prendí la luz. La acerqué al espejo: vi la cara de Elvesham. Lo presentía; pero la impresión fue terrible. Elvesham siem­pre me había parecido físicamente débil y lastimoso; pero ahora, apenas cubierto por un camisón de franela, que revelaba el descarnado pescuezo, ahora, visto como mi propio cuerpo, su decrepitud era atroz. Las mejillas hundidas, los sucios mechones de pelo gris, los vagos ojos nublados, los labios temblorosos y esas horribles encías negras...

Quedé aturdido; el sol había entrado en mi pieza, cuando empecé a reflexionar. Fui comprendiendo la astucia demoníaca de Elvesham. Me pareció evidente que si yo estaba en posesión de su cuerpo, él lo estaba del mío: es decir, de mi vigor y de mi futuro. Pero, ¿cómo probarlo? ¿La vida entera no sería una alucina­ción? ¿Era yo realmente Elvesham y él yo? ¿No había yo soñado con Eden? ¿Existía Eden? Pero, si yo era Elvesham debería recordar lo que sucedió antes del sueño. "Llegaré a la locura", grité con mi odiosa voz.

Desesperado metí la cabeza en una palangana de agua fría, luego me sequé y probé otra vez. Era inútil. Yo sentía, fuera de toda duda, que era Eden, no El­vesham,  pero Eden en el cuerpo de Elvesham.

Ansiosamente me vestí con la ropa que recogí del piso y sólo después me di cuenta de que me había puesto un traje de etiqueta. Abrí el ropero y saqué un pantalón gris y una robe de chambre. Serían las seis de la mañana. La casa estaba silenciosa, las ventanas cerradas. El pasillo era amplio. La alfombrada escalera se perdía en la oscuridad del hall. Por una puerta entreví una gran mesa de trabajo, una biblioteca giratoria, la espalda de un sillón y una pared con filas y filas de libros. Mi biblioteca, murmuré, y el sonido de mi voz me trajo un recuerdo. Volví al dormitorio y me puse la dentadura postiza con la facilidad que da la costumbre. Así estoy mejor, dije rechinándola y volví al escritorio. Los cajo­nes del escritorio estaban cerrados con llave. No había rastros de las llaves ni tampoco las encontré en los bol­sillos. Registré la ropa del dormitorio. No había llaves, ni monedas, ni papeles, salvo la cuenta del restaurante. Sentí un extraño cansancio. La sagacidad de los planes de mi enemigo era verdaderamente infinita; comprendí que mi situación era desesperada. Me levanté con un esfuerzo y volví al escritorio.

En la escalera había una doncella, que abría los pos­tigos: Se sobresaltó, creo, al ver mi expresión. Cerré la puerta detrás de mí. Con un atizador intenté abrir a golpes el escritorio. Fue así como me encontraron. La tabla del escritorio quedó llena de rajaduras; la cerradura, aplastada; las cartas, diseminadas por la alfombra. En mi furor senil tiré la regla y las lapiceras, y volqué la tinta. No encontré ni talonario de cheques ni dinero, ni la menor indicación de cómo proceder para recuperar mi cuerpo. Golpeaba frenéticamente los cajones, cuando el mayordomo, respaldado por las doncellas, me contuvo.

Tal es la historia de mi transformación. Nadie me cree. Me tratan como un demente y, aún ahora, me tienen bajo vigilancia. Pero estoy cuerdo, absolutamente cuerdo; para demostrarlo, escribo lo que me ha sucedido. Soy un hombre joven, secuestrado en el cuerpo de un viejo. Naturalmente, parezco loco a quienes no me creen. Naturalmente, ignoro los nombres de mis secretarios y de los médicos que vienen a verme; de los sirvientes de mi casa; del pueblo en que estoy. Natural­mente, me pierdo en mi propia casa. Naturalmente, lloro y grito y tengo paroxismos de desesperación. No tengo ni dinero ni talonario de cheques. El banco no reconoce mi firma, pues, aunque mis músculos están débiles, mi letra es todavía la de Eden.

Soy un viejo furioso, desesperado, temido, que mero­dea por una lujosa casa interminable y a quien todos evitan. Y en Londres está Elvesham, con la sabiduría acumulada de setenta años y con el joven cuerpo que me ha robado.

No comprendo bien lo que ha sucedido. En la bi­blioteca hay muchos volúmenes que se refieren a la psi­cología del recuerdo y otros con cifras y símbolos que no entiendo.

Estoy por ensayar un experimento desesperado y úl­timo. Esta mañana, con el auxilio de un cuchillo que pude sustraer durante el almuerzo, logré forzar la cerra­dura de un evidente cajoncito secreto del escritorio. No había más que un frasco de vidrio verde, con el rótulo: Liberación. Contiene, seguramente, veneno. Si no hubiera estado tan escondido, creería que Elvesham lo habría puesto a mi alcance para desembarazarse del único tes­tigo de su crimen. Ahora vivirá en mi cuerpo hasta que éste envejezca y luego, rechazándolo, se pondrá la fuerza y la juventud de otra víctima. ¿Desde cuándo viene saltando de un cuerpo a otro? El polvo del frasco se disuelve en el agua. El gusto no es desagradable.

Aquí termina el manuscrito que se encontró en la biblioteca de Mr. Elvesham. El cadáver fue hallado entre la mesa de trabajo y la silla. El relato estaba escrito a lápiz. La escritura no parecía de Mr. Elvesham. Indis­cutiblemente, existió alguna relación entre Eden y El­vesham, pues la propiedad del último había sido trans­ferida al joven, aunque éste nunca heredó. Cuando Elvesham se suicidó, Eden ya estaba muerto. Veinticuatro horas antes, en la intersección de Gower Street y Euston Road, murió atropellado por un carruaje. El único hom­bre capaz de proyectar alguna luz sobre este relato fan­tástico, ha desaparecido.

H. G. Wells: The Plattner Story (1897)