sábado, 27 de julio de 2024

Salmo CIV

Salmo CIV. Parte del texto parece provenir de la literatura egipcia, en concreto del himno al Sol de Akenatón, o Amenofis IV, el faraón monoteísta y hereje. El texto es bastante literal, pero alude a Dios en tercera persona y aquí aparece en segunda.


1  ¡Alaba, alma mía, al Señor! Señor mi Dios, tú eres grandioso; te has revestido de gloria y majestad.

2 Te cubres de luz como con un manto; extiendes los cielos como un velo.

3 Afirmas sobre las aguas tus altos aposentos y haces de las nubes tus carros de guerra. ¡Tú cabalgas en las alas del viento!

4 Haces de los vientos tus mensajeros, [o ángeles] y de las llamas de fuego tus servidores.

5 Tú pusiste la tierra sobre sus cimientos, y de allí jamás se moverá;

6 la revestiste con el mar, y las aguas se detuvieron sobre los montes.

7 Pero a tu reprensión huyeron las aguas; ante el estruendo de tu voz se dieron a la fuga.

8 Ascendieron a los montes, descendieron a los valles, al lugar que tú les asignaste.

9 Pusiste una frontera que ellas no pueden cruzar; ¡jamás volverán a cubrir la tierra!

10 Tú haces que los manantiales viertan sus aguas en las cañadas, y que fluyan entre las montañas.

11 De ellas beben todas las bestias del campo; allí los asnos monteses calman su sed.

12 Las aves del cielo anidan junto a las aguas y cantan entre el follaje.

13 Desde tus altos aposentos riegas las montañas; la tierra se sacia con el fruto de tu trabajo.

14 Haces que crezca la hierba para el ganado, y las plantas que la gente cultiva para sacar de la tierra su alimento:

15 el vino que alegra el corazón, el aceite que hace brillar el rostro, y el pan que sustenta la vida.

16 Los árboles del Señor están bien regados, los cedros del Líbano que él plantó.

17 Allí las aves hacen sus nidos; en los cipreses tienen su hogar las cigüeñas.

18 En las altas montañas están las cabras monteses, y en los escarpados peñascos tienen su madriguera los tejones.

19 Tú hiciste la luna, que marca las estaciones, y el sol, que sabe cuándo ocultarse.

20 Tú traes la oscuridad, y cae la noche, y en sus sombras se arrastran los animales del bosque.

21 Los leones rugen, reclamando su presa, exigiendo que Dios les dé su alimento.

22 Pero al salir el sol se escabullen, y vuelven a echarse en sus guaridas.

23 Sale entonces la gente a cumplir sus tareas, a hacer su trabajo hasta el anochecer.

24 ¡Oh Señor, cuán numerosas son tus obras! ¡Todas ellas las hiciste con sabiduría! ¡Rebosa la tierra con todas tus criaturas!

25 Allí está el mar, ancho e infinito, [literalmente, abierto de anchas manos] que abunda en animales, grandes y pequeños, cuyo número es imposible conocer.

26 Allí navegan los barcos y se mece Leviatán, que tú creaste para jugar con él.

27 Todos ellos esperan de ti que a su tiempo les des su alimento.

28 Tú les das, y ellos recogen; abres la mano, y se colman de bienes.

29 Si escondes tu rostro, se aterran; si les quitas el aliento, mueren y vuelven al polvo.

30 Pero si envías tu Espíritu, son creados, y así renuevas la faz de la tierra.

31 Que la gloria del Señor perdure eternamente; que el Señor se regocije en sus obras.

32 Él mira la tierra y la hace temblar; toca los montes y los hace echar humo.

33 Cantaré al Señor toda mi vida; cantaré salmos a mi Dios mientras tenga aliento.

34 Quiera él agradarse de mi meditación; yo, por mi parte, me alegro en el Señor.

35 Que desaparezcan de la tierra los pecadores; ¡que no existan más los malvados! ¡Alaba, alma mía, al Señor! ¡Aleluya! ¡Alabado sea el Señor! [a veces se interpreta la parte final de este versículo como el comienzo del salmo siguiente]

viernes, 26 de julio de 2024

Oda a la desnudez, de Leopoldo Lugones

 ODA A LA DESNUDEZ


¡Qué hermosas las mujeres de mis noches!

En sus carnes, que el látigo flagela,

pongo mi beso adolescente y torpe,

como el rocío de las noches negras

que restaña las llagas de las flores.


Pan dice los maitines de la vida

en su rústico pífano de roble,

y Canidia compone en su redoma

los filtros del pecado, con el polen

de rosas ultrajadas, con el zumo

de fogosas cantáridas. El cobre

de un címbalo repica en las tinieblas,

reencarnan en sus mármoles los dioses,

y las pálidas nupcias de la fiebre

florecen como crímenes; la noche,

su negra desnudez de virgen cafre

enseña engalanada de fulgores

de estrellas, que acribillan como heridas

su enorme cuerpo tenebroso. Rompe

el seno de una nube y aparece

crisálida de plata, sobre el bosque,

la media luna, como blanca uña,

apuñaleando un seno; y en la torre

donde brilla un científico astrolabio,

con su mano hierática, está un monje

moliendo junto al fuego la divina

pirita azul en su almirez de bronce.


Surgida de los velos aparece

(ensueño astral) mi pálida consorte,

temblando en su emoción como un sollozo,

rosada por el ansia de los goces

como divina brasa de incensario.

Y los besos estallan como golpes.

Y el rocío que baña sus cabellos

moja mi beso adolescente y torpe;

y gimiendo de amor bajo las torvas

virilidades de mi barba, sobre

las violetas que la ungen, exprimiendo

su sangre azul en sus cabellos nobles,

palidece de amor como una grande

azucena desnuda ante la noche.


¡Ah! muerde con tus dientes luminosos,

muerde en el corazón las prohibidas

manzanas del Edén; dame tus pechos,

cálices del ritual de nuestra misa

de amor; dame tus uñas, dagas de oro,

para sufrir tu posesión maldita;

el agua de sus lágrimas culpables;

tu beso en cuyo fondo hay una espina.

Mira la desnudez de las estrellas;

la noble desnudez de las bravías

panteras de Nepal, la carne pura

de los recién nacidos; tu divina

desnudez que da luz como una lámpara

de ópalo, y cuyas vírgenes primicias

disputaré al gusano que te busca,

para morderte con su helada encía

el panal perfumado de tu lengua,

tu boca, con frescuras de piscina.

Que mis brazos rodeen tu cintura

como dos llamas pálidas, unidas

alrededor de una ánfora de plata

en el incendio de una iglesia antigua.

Que debajo mis párpados vigilen

la sombra de tus sueños mis pupilas

cual dos fieras leonas de basalto

en los portales de una sala egipcia.

Quiero que ciña una corona de oro

tu corazón, y que en tu frente lilia

caigan mis besos como muchas rosas,

y que brille tu frente de Sibila

en la gloria cirial de los altares,

como una hostia de sagrada harina;

y que triunfes, desnuda como una hostia,

en la pascua ideal de mis delicias.


¡Entrégate! La noche bajo su amplia

cabellera flotante nos cobija.

Yo pulsaré tu cuerpo, y en la noche

tu cuerpo pecador será una lira.

martes, 23 de julio de 2024

Los desterrados de Poker Flat, Francis Bret Harte

Los desterrados de Poker Flat

Francis Bret Harte

Relato completo

Cuando Mr. John Oakhurst, jugador de oficio, puso el pie en la calle Mayor de Poker-Flat, en la mañana del día 22 de noviembre de 1850, presintió ya que, desde la noche anterior, se efectuaba un cambio en la atmósfera moral. Dos o tres hombres que conversaban juntos, gravemente, callaron cuando se acercó y cambiaron miradas significativas. Reinaba en el aire una tranquilidad dominguera; lo cual, en un campamento poco acostumbrado a la influencia del domingo, parecía de mal agüero, y, sin embargo, la cara tranquila y hermosa de Oakhurst no revelé el menor interés por estos síntomas. ¿Tenía conciencia acaso de alguna causa predisponente? Esa ya era otra cuestión.

“Colijo que van tras de alguno”, pensó. “Tal vez tras de mí”.

Metió en su bolsillo el pañuelo con que sacudiera de sus botas el encarnado polvo de Poker-Flat, y con entera calma desechó de su mente toda conjetura ulterior.

Y es cierto que Poker-Flat andaba tras de alguno. Recientemente había sufrido la pérdida de algunos miles de pesos, de dos caballos de valor y de un ciudadano preeminente, y en la actualidad pasaba por una crisis de virtuosa reacción, tan ilegal y violenta como cualquiera de los actos que la provocaron. El comité secreto había resuelto librar a la ciudad de todas las personas perniciosas. Esto se hizo, de un modo permanente, respecto a dos hombres que colgaban ya de las ramas de un sicomoro, en la hondonada, y de un modo temporal con el destierro de otras varias personas perjudiciales. Siento tener que decir que algunas de éstas eran señoras; pero, en descargo del sexo, debo advertir que su inmoralidad era profesional y que solo ante un vicio tal y tan patente se atrevía Poker-Flat a constituirse en juez.

Razón tenía Oakhurst al suponer que estaba él incluido en la sentencia. Algunos miembros del comité habían insinuado la idea de ahorcarlo, como ejemplo tangible y medio seguro de reembolsarse, a costa de su bolsillo, de las sumas que les ganara.

—Es contra toda justicia —decía Sim Wheeler,— dejar que ese joven de Roaring Camp, extranjero por sus cuatro costados, se lleve nuestro dinero.

Pero un imperfecto sentimiento de equidad, emanado de los que habían tenido la buena suerte de limpiar en el juego a Oakhurst, acalló las mezquinas preocupaciones locales.

Mr. Oakhurst recibió el fallo con filosófica calma, tanto mayor en cuanto sospechaba ya las vacilaciones de sus jueces. Era muy buen jugador para no someterse a la fatalidad. Para él la vida era un juego de azar y reconocía el tanto por ciento usual en favor del que daba las cartas.

Un piquete de hombres armados acompañó a esa escoria social de Poker-Flat hasta las afueras del campamento. Además de Mr. Oakhurst reconocido como hombre decididamente resuelto, y para intimidar al cual se había tenido cuidado de armar la escolta, formábase la partida de expulsados de una joven conocida familiarmente por la Duquesa, otra mujer que se había ganado el título de madre Shipton, y el tío Billy, sospechoso de robar filones y convicto borracho. La cabalgada no excitó comentario alguno de los espectadores, ni la escolta dijo la menor palabra. Solo cuando alcanzaron la hondonada que marcaba el último límite de Poker-Flat, el jefe habló brevemente en relación con el caso: quedaba prohibido el regreso a los expulsados, bajo pena de la vida.

Después, cuando se alejaba la escolta, los sentimientos comprimidos se exhalaron en algunas lágrimas históricas por parte de la Duquesa, en injurias por la de la madre Shipton y en blasfemias que, como flechas envenenadas, lanzaba el tío Billy. Solo el filosófico Oakhurst permanecía silencioso. Oyó tranquilamente los deseos de, la madre Shipton de sacar el corazón a alguien, las repetidas afirmaciones de la Duquesa de que se moriría en el camino, y también las alarmantes blasfemias que al tío Billy parecían arrancarle las sacudidas de su cabalgadura. Con la franca galantería de, los de su clase, insistió en trocar su propio caballo llamado El Cinco, por la mala mula que montaba la Duquesa; pero ni aun esta acción despertó simpatía alguna entre, los de la partida. La joven arregló sus ajadas plumas con cansada coquetería; la madre Shipton miró de reojo con malevolencia a la posesora de El Cinco, y el tío Billy incluyó a la partida toda en un anatema general.

El camino de Sandy-Bar, campamento que en razón de no haber experimentado aún la regeneradora influencia de Poker-Flat, parecía ofrecer algún aliciente a los emigrantes, iba por encima de una escarpada cadena de montañas, y ofrecía a los viajeros una larga jornada. En aquella avanzada estación, el grupo salió pronto de las regiones húmedas y templadas de las colinas al aire seco, frío y vigoroso de las sierras. La senda era estrecha y dificultosa; hacia el mediodía, la Duquesa, dejándose caer de la silla de su caballo al suelo, manifestó su resolución de no continuar adelante; y la partida hizo alto.

El lugar era singularmente salvaje é, imponente. Un anfiteatro poblado de bosque, cerrado en tres de sus lados por rocas cortadas a pico en el desnudo granito, se inclinaba suavemente sobre la cresta de otro precipicio que dominaba el valle. Era sin duda el punto más a propósito para un campamento, si hubiera sido prudente el acampar. Pero Mr. Oakhurst sabía que apenas habían hecho la mitad del viaje, a Sandy-Bar, y la partida no estaba equipada ni provista para detenerse. Lacónicamente hizo observar esta circunstancia a sus compañeros, acompañándola de un comentario filosófico sobre la locura de tirar las cartas antes de acabar el juego. Pero estaban provistos de licores, que en esta contingencia suplieron la comida y todo lo que les faltaba. A pesar de su protesta no tardaron en caer bajo la influencia de la bebida en mayor o menor grado.

El tío Billy pasó rápidamente del estado belicoso al de estupor; aletargóse la Duquesa Y la madre Shipton se echó a roncar. Solo Mr. Oakhurst permaneció en pie, apoyado contra una roca, contemplándolos tranquilamente. Mr. Oakhurst no bebía; esto hubiera perjudicado a una profesión que requiere calculo, impasibilidad y sangre fría; en fin, para valernos de su propia frase, no «podía permitirse este lujo» Mientras contemplaba a sus compañeros de destierro, el aislamiento nacido de su oficio, de las costumbres de su vida y de sus mismos vicios le oprimió profundamente por vez primera. Apresuróse a quitar el polvo de su traje negro, a lavarse las manos y cara y a practicar otros actos característicos de sus hábitos de extremada limpieza, y por un momento olvidó su situación. Ni por una vez sola se le ocurrió la idea de, abandonar a sus compañeros, más débiles y dignos de lastima; pero, sin embargo, echaba de menos aquella excitación que, extraño es decirlo, era el mayor factor de la tranquila impasibilidad por la cual era conocido. Contemplaba las tristes murallas que se elevaban a mil pies de altura, cortadas a pico, por encima de los pino que lo rodeaban; el cielo cubierto de amenazadoras nubes, y más abajo el valle que se hundía ya en la sombra, cuando oyó de repente que lo llamaban por su propio nombre.

Un jinete ascendía poco a poco por la senda. En la franca y animada cara del recién venido reconoció Mr. Oakhurst a Tom Simson, llamado el Inocente de Sandy-Bar. Habíale encontrado hacía algunos meses en una partidilla, donde con la mayor legalidad ganara al cándido joven toda su fortuna, que ascendía a unos cuarenta pesos. Luego que terminó la partida, Mr. Oakhurst se retiró con el joven especulador detrás de, la puerta, y allí le dirigió la palabra.

—Tom, sois un buen muchacho, pero no sabéis jugar ni por valor de un centavo; no lo probéis otra vez.

Devolviole su dinero, lo empujó suavemente fuera de la sala de juego y así hizo de Tom un esclavo desinteresado.

El saludo juvenil y entusiasta que Tom dirigió a Mr. Oakhurst recordaba esta acción. Iba, según dijo, a tentar fortuna en Poker-Flat.

—¿Solo?

—Completamente solo, no: a decir verdad (aquí se rio) se había escapado con Piney Woods. ¿No recordaba ya míster Oakhurst a Piney Woods, la que servía la mesa en el Hotel la Templanza? Tenía trato con ella hacía tiempo ya, pero el padre, Jake Woods, se opuso; de manera que se escaparon e iban a Poker-Flat a casarse y ¡hételos aquí! ¡Qué fortuna la suya en encontrar un sitio donde acampar en tan grata compañía!

Todo esto lo dijo rápidamente el Inocente mientras que Piney, muchacha de quince años, rolliza y de buena presencia, salía de entre los pinos, donde, se ocultara ruborizándose y se adelantaba a caballo hasta ponerse al lado de su novio.

Poco solía preocuparse míster Oakhurst de las cuestiones de sentimiento y aún menos de las de conveniencia social, pero instintivamente comprendió las dificultades de la situación. Sin embargo, tuvo suficiente aplomo para largar un puntapié al tío Billy que ya iba a soltar una de las suyas, y el tío Billy estaba bastante sereno para reconocer en el puntapié de míster Oakhurst un poder superior que no toleraría bromas. Después esforzóse en disuadir a Tom de que acampara allí, pero fue en vano. Objetóle que no tenía provisiones ni medios para establecer un campamento; pero por desgracia el Inocente desechó estas razones asegurando a la partida que iba provisto de un mulo, cargado de víveres y descubriendo, además, una como tosca imitación de choza cercana a la senda.

—Piney podrá ocuparla con Mrs. Oakhurst —dijo el Inocente, señalando a la Duquesa.— Yo ya me arreglaré.

Fue preciso un segundo puntapié de Mr. Oakhurst para impedir que estallase la risa del tío Billy, que aun así hubo de retirarse a la hondonada para recobrar la seriedad. Allí confió el chiste a los altos pinos, golpeándose repetidas veces los muslos con las manos, entre otras muecas, contorsiones y blasfemias que le eran propias. A su regreso halló a sus compañeros sentados en amistosa conversación alrededor del fuego, pues el aire había refrescado en extremo y el cielo se encapotaba. Piney estaba hablando de una manera expansiva con la Duquesa, quien la escuchaba con un interés y animación que no había demostrado desde hacía tiempo. El Inocente discurría con igual éxito junto a Oakhurst y a la madre Shipton, que hasta se mostraba amable.

—¿Acaso es esto un tonto picnic campestre? —dijo el tío Billy para sus adentros con desprecio, contemplando el silvestre grupo, las oscilaciones de la llama y los animales atados, en primer término.

De repente una idea se mezcló con los vapores alcohólicos que enturbiaban su cerebro. Y, al parecer, la idea era chistosa, pues se golpeó otra vez los muslos y se metió un puño en la boca para contenerse.

Poco a poco las sombras se deslizaron por la montaña arriba, una ligera brisa cimbró las copas de los pinos y aulló a través de sus largas y tristes avenidas. La cabaña en ruinas, toscamente reparada y cubierta con ramas de pino, fue cedida a las señoras. Al separarse los novios, cambiaron un beso tan puro y apasionado que el eco pudo repetirlo por encima de los oscilantes pinos. La frágil Duquesa y la cínica madre Shipton estaban, quizá, demasiado asombradas para burlarse de esta última prueba de candor, y se dirigieron sin decir palabra hacia la choza. Atizaron otra vez el fuego; los hombres se tendieron delante de la puerta, y pocos momentos después dormían todos ya.

Mr. Oakhurst tenía el sueño ligero: antes de apuntar el día despertó aterido de frío y, mientras removía el moribundo fuego, el viento, que soplaba entonces con fuerza, llevó a sus mejillas algo que le heló la sangre: la nieve. Levantose sobresaltado con intención de despertar a los que dormían, pues no había tiempo que perder; pero al volverse hacia donde debía estar tendido el tío Billy, vio que este había desaparecido. Una sospecha acudió a su mente y una maldición salió de sus labios. Corrió hacia donde habían atado los mulos: ya no estaban allí.

Las sendas desaparecían rápidamente bajo la nieve.

Por un momento quedó aterrado Mr. Oakhurst, pero pronto volviose hacia el fuego, con su serenidad habitual. No despertó a los dormidos. El Inocente descansaba tranquilamente, con una apacible sonrisa en su rostro cubierto de pecas, y la virginal Piney dormía entre sus frágiles hermanas, como si le custodiaran guardianes celestes. Mr. Oakhurst, echándose la manta sobre los hombros, se atusó el bigote y esperó la mañana. Vino esta poco a poco envuelta en neblina y en un torbellino de copos de nieve que cegaba y confundía. Lo poco que podía ver del paisaje parecía transformado como por encanto. Tendió la vista por el valle y resumió el presente y el porvenir en cuatro palabras: bloqueados por la nieve.

Un escrupuloso inventario de las provisiones que, afortunadamente para la partida, estaban almacenadas en la choza (por lo cual habían escapado a la rapacidad del tío Billy), les dio a conocer que, con cuidado y prudencia, podían sostenerse aún otros diez días.

—Si entiendo —dijo Mr. Oakhurst sotto voce al Inocente— si queréis tomarnos en pupilaje; si no (y tal vez haréis mejor en ello), esperaremos que el tío Billy regrese con provisiones.

Por algún motivo desconocido, Mr. Oakhurst no dio a conocer la infamia del tío Billy, y expuso la hipótesis de que éste se había extraviado del campamento en busca de los animales que se hablan escapado sin duda alguna. Echó una indirecta acerca de lo mismo a la Duquesa y a la madre Shipton, que, como es natural, comprendieron la defección de su asociado.

—Dándoles el más pequeño indicio descubrirán también la verdad respecto de todos nosotros añadió con intención, —y es por demás asustarlos por ahora.

Tom Simson no solo puso a disposición de Mr. Oakhurst todo lo que llevaba, sino que parecía disfrutar ante la perspectiva de una reclusión forzosa.

—Haremos un buen campamento para una semana; después se derretirá la nieve y partiremos cada cual por su camino.

La franca alegría del joven y la serenidad de Mr. Oakhurst se comunicaron a los demás. El Inocente, por medio de ramas de pino, improvisó un techo para la choza, que no lo tenía, y la Duquesa contribuyó al arreglo del interior con un gusto y tacto que hicieron abrir grandes ojos de asombro a la joven provinciana.

—Ya se conoce que estáis acostumbrada a casas hermosas en Poker-Flat —dijo Piney.

La Duquesa volvióse rápidamente para ocultar el rubor que teñía sus mejillas, aun a través del colorido postizo de las de su profesión, y la madre Shipton rogó a Piney que no charlase. Pero, cuando Mr. Oakhurst regresó de su penosa o inútil exploración en busca del camino, oyó el sonido de una alegre risa que el eco repetía en las rocas. Algún tanto alarmado parose pensando en el aguardiente, que con prudencia había escondido.

—Sin embargo, esto no suena a aguardiente dijo el jugador.

Pero hasta que a través del temporal vio la fogata y en torno de ella el grupo, no se convenció de que todo ello era una broma de buena ley. Yo no sé si Mr. Oakhurst había ocultado su baraja con el aguardiente como objeto prohibido a la comunidad, lo cierto es que, valiéndome de las propias palabras de la madre Shipton, no habló una sola vez de cartas durante aquella velada. Casualmente pudo matarse el tiempo con un acordeón que Tom Simson sacó con aparato de su equipaje.

A pesar de algunas dificultades en el manejo de este instrumento, Piney logró arrancarle una melodía recalcitrante, acompañándola el Inocente con un par de castañuelas. Pero la pieza que coronó la velada fue un rudo himno de misa campestre que los novios, entrelazadas las manos, cantaron con gran vehemencia y a voz en grito. Temo que el tono de desafío, del coro y aire del covenanter, y no las cualidades religiosas que pudiera encerrar, fue motivo de que acabaran todos por tomar parte en el estribillo:

Estoy orgulloso de servir al Señor,

y me obligo a morir en su ejército.

Los pinos oscilaban, la tempestad se desencadenaba sobre el miserable grupo y las llamas del ara se lanzaban hacia el cielo como un testimonio del voto.

A medianoche calmó la tempestad; los grandes nubarrones se corrieron y las estrellas brillaron centelleando sobre el dormido campamento. Mr. Oakhurst, a quien sus costumbres profesionales permitían vivir durmiendo lo menos posible, compartió la guardia con Tom Simson de modo tan desigual, que cumplió casi por sí solo este deber. Excusóse con el inocente diciendo que muy a menudo se había pasado sin dormir una semana entera.

—¿Pero haciendo qué? —preguntó Tom.

—El póker —contestó Mr. Oakhurst sentenciosamente.— Cuando un hombre llega a tener una suerte borracha, antes se cansa la suerte que uno. La suerte —continuó el jugador pensativo,— es cosa extraña. Todo lo que se sabe de ella es que forzosamente debe variar. Y el descubrir cuando va a cambiar, es lo que os forma. Desde que salimos de Poker-Flat hemos dado con una vena de mala suerte. Os reunís con nosotros y os pilla de medio a medio. Si tenéis ánimo para conservar los naipes hasta el fin, estáis salvado.

Y el jugador añadió con alegre irreverencia:

Estoy orgulloso de servir al Señor,

y me obligo a morir en su ejército.

Llegó el tercer día y el sol, a través de las blancas colgaduras del valle, vio a los desterrados repartirse las reducidas provisiones para el desayuno. Por una singularidad de aquel montañoso clima, los rayos del sol difundían benigno calor sobre el paisaje de invierno, como compadeciéndose arrepentidos de lo pasado; pero al mismo tiempo descubrían la nieve apilada en grandes montones alrededor de la choza. Un mar de blancura sin esperanza de término, desconocido, sin senda, tendíase al pie del peñusco en que se acogían estos náufragos de nueva especie. A través del aire maravillosamente claro, el humo de la pastoril aldea de Poker-Flat se elevaba a muchas millas de distancia. La madre Shipton lo vio, y desde la más alta torre de su fortaleza de granito lanzó hacia aquélla una maldición final. Fue su última blasfemia y tal vez por aquel motivo revestía cierto carácter de sublimidad.

—Me siento mejor —dijo confidencialmente a la Duquesa.— Haz la prueba de salir allí y maldecirlos, y lo veras.

Después se impuso la tarea de distraer a la criatura, como ella y la Duquesa tuvieron a bien llamar a Piney; Piney no era una polluela, pero las dos mujeres se explicaban de esta manera consoladora y original que no blasfemara ni fuese indecorosa.

Volvió la noche a cubrir el valle con sus sombras.

Junto a la vacilante fogata del campamento se elevaban y descendían las notas quejumbrosas del acordeón con prolongados gemidos e intermitentes sacudidas. Pero, como la música no alcanzaba a llenar el penoso vacío que dejaba la insuficiencia de alimento, Piney propuso una nueva diversión: contar cuentos. No deseaban Mr. Oakhurst y sus compañeras relatar las aventuras personales, y el plan hubiera fracasado también a no ser por el Inocente. Algunos meses antes había hallado por casualidad un tomo desparejado de la ingeniosa traducción de la Ilíada, por Mr. [Alexander] Pope. Propuso, pues, relatar en el lenguaje corriente de Sandy-Bar, los principales incidentes de aquel poema cuyo argumento dominaba, aunque con olvido de las frases. Aquella noche los semidioses de Homero volvieron a pisar la tierra. El pendenciero troyano y el astuto griego lucharon entre el viento, y los inmensos pinos del cañón parecían inclinarse ante la cólera del hijo de Peleo. Mr. Oakhurst escuchaba con apacible fruición; pero se interesó especialmente por la suerte de Asquiles, como el inocente persistía en denominar a Aquiles, el de los pies rápidos.

Así con poca comida, mucho Homero y el acordeón transcurrió una semana sobre las cabezas de los desterrados. Otra vez los abandonó el sol y otra vez los copos de nieve de un cielo plomizo cubrieron la tierra. Día tras día los estrechó cada vez más el círculo de nieves hasta que los muros deslumbrantes de blancura se levantaron a veinte pies por encima de sus cabezas. Hízose más y más difícil alimentar el fuego; los árboles caídos a su alcance, estaban sepultados ya por la nieve. Y, sin embargo, nadie se lamentaba. Los novios, olvidando tan triste perspectiva, se miraban en los ojos uno de otro y eran felices. Mr. Oakhurst se resignó tranquilamente al mal juego que se le presentaba ya como perdido. La Duquesa, más alegre que de costumbre, se dedicó a cuidar a Piney; solo la madre Shipton, antes la más fuerte de la caravana, parecía enfermar y acabarse. A media noche del décimo día llamó a Oakhurst a su lado:

—Me voy —dijo con voz de quejumbrosa debilidad—. Pero no digáis nada; no despertéis a los corderitos; tomad el lío que está bajo mi cabeza y abridlo.

Mr. Oakhurst lo hizo así. Contenía intactas las raciones recibidas por la madre Shipton durante la última semana.

—Dadlas a la criatura —dijo señalando a la dormida Piney.

—¿Os habéis dejado morir de hambre? —exclamó el jugador.

—Así se llama esto —repuso la mujer con voz expirante.

Acostose de nuevo y volviendo la cara hacia la pared se fue tranquilamente.

Aquel día enmudecieron el acordeón y las castañuelas, y se olvidó a Homero.

Cuando el cuerpo de la madre Shipton fue entregado a la nieve, Mr. Oakhurst llamó aparte al Inocente y le mostró un par de zuecos para nieve que había fabricado con los fragmentos de una albarda vieja.

Hay todavía una probabilidad contra ciento de salvarla, pero es hacia allí —añadió señalando a Poker-Flat—. Si podéis llegar en dos días, está salvada.

—¿Y vos? —preguntó Tom Simson.

—Yo me quedaré.

Los novios se despidieron con un largo abrazo.

—¿También os vais vos? —preguntó la Duquesa cuando vio a Mr. Oakhurst que parecía aguardar a Tom para acompañarle.

—Hasta el cañón —contestó.

Volviose repentinamente y besó a la Duquesa, dejando encendida su blanca cara y rígidos de asombro sus temblorosos miembros.

Volvió la noche, pero no Mr. Oakhurst. Trajo otra vez la tempestad y la nieve arremolinada. Entonces la Duquesa, avivando el fuego, vio que alguien había apilado a la callada contra la choza, leña para algunos días más. Las lágrimas acudieron a sus ojos, pero las ocultó a Piney.

Las mujeres durmieron poco. Al amanecer, al contemplarse cara a cara comprendieron su común destino. No hablaron; pero Piney, haciéndose la más fuerte, se acercó a la Duquesa y la enlazó con su brazo. En esta disposición mantuviéronse todo el resto del día. La tempestad llegó aquella noche a su mayor furia, destrozó los pinos protectores o invadió la misma choza.

Hacia el amanecer no pudieron ya avivar el fuego, que se extinguió lentamente.

A medida que las cenizas se amortiguaban la Duquesa se acurrucaba junto a Piney y por fin rompió aquel silencio de tantas horas.

—Piney, ¿podéis rezar aún?

—No, hermana —respondió Piney dulcemente.

La Duquesa, sin saber por qué, sintióse más libre. Apoyó su cabeza sobre el hombro de Piney y no dijo más. Y así, reclinadas, prestando la más joven y pura su pecho como apoyo a su pecadora hermana, se durmieron. El viento, como si temiera despertarlas, cesó. Copos de nieve arrancados a las largas ramas de los pinos, volaron como pájaros de blancas alas y se posaron sobre ellas mientras dormían. La luna, al través de las desgarradas nubes, contempló lo que fue antes campamento. Pero toda impureza humana, todo rastro de dolor terreno habían desaparecido bajo el inmaculado manto tendido misericordiosamente desde lo alto.

Durmieron todo aquel día, y al siguiente no despertaron cuando voces y pasos humanos rompieron el silencio de aquella soledad. Y cuando una mano piadosa separó la nieve de sus marchitas caras, apenas podía decirse, por la paz igual que ambas respiraban, cual fuera la que había pecado. La misma ley de Poker-Flat lo reconoció así y se retiró dejándolas todavía enlazadas una en brazos de otra.

A la entrada de la garganta, sobre uno de los mayores pinos, hallóse un dos de bastos clavado en la corteza, con un cuchillo de caza. Contenía la siguiente inscripción, trazada con lápiz con mano firme:

 †

AL PIE DE ESTE ÁRBOL

YACE EL CUERPO

DE

JOHN OAKHURST,

QUE DIO CON UNA VENA DE MALA SUERTE

EL 23 DE NOVIEMBRE 1850

Y

ENTREGÓ SUS APUESTAS

EL 7 DE DICIEMBRE DE 1850.

 Y sin pulso y frío, con un revólver a su lado y una bala en el corazón, todavía tranquilo como en vida, yacía bajo la nieve el que a la vez había sido el más fuerte y el más débil de los expulsados de Poker-Flat.

*FIN*

“The Outcasts of Poker Flat”, Overland Monthly, 1869, también traducido con el título: “Los proscritos de Poker Flat”

miércoles, 3 de julio de 2024

Lope de Vega, égloga autobiográfica en La Arcadia

Danteo y Gaseno, a quien tocaba representar la égloga, vestidos a propósito con pellicos de tela fina, el uno blanco, sembrado de clavellinas de nácar, y el otro verde, listado de encarnado y blanco, con armiños blancos y negros, y con los nombres de Montano y Lucindo, comenzaron así:


ÉGLOGA.


Montano, Lucindo,


MONTANO.


En este fuerte roble, 

para sufrir robusto, 

os cuelgo desta vez, armas cansadas; 

que cuando al pecho noble 

le vienen mas al justo, 

las puede hacer el galardon pesadas. 

las edades pasadas

afrentan las presentes. 

Ya la virtud es muerta, 

o vive tan cubierta, 

que no se deja ver a todas gentes; 

porque a las majestades 

visitan muy de espacio las verdades. 

  Ya no se dan coronas 

cívicas ni murales;

el tiempo las marchita y descompone; 

y a todas las personas 

ha hecho el tiempo iguales. 

Lisonjas a servicios antepone. 

Dichoso el que se pone 

la espada por costumbre, 

y parte del vestido, 

cuyo acero bruñido 

jamás le dio en la mano pesadumbre, 

ni le sirvió de espejo, 

para tomar en él su honor consejo. 

  Dichoso el que escribiendo, 

o lejos del asalto,

un campo rige y del peligro escapa,

o aquel que está midiendo, 

de su experiencia falto, 

los sitios fuertes en sucinto mapa. 

 ¡Oh grande manto y capa 

de los cielos piadosos! 

 Ya que todo lo encubres, 

¿por qué los ojos cubres 

 de los polos del suelo poderosos? 

Mas no es su curso eterno, 

y así dejas errado su gobierno. 

  Ya, soledades mias, 

alegre vuelvo a veros, 

desengañado, sin provecho y tarde. 

 Aquí las fantasías, 

por quien quise perderos, 

harán de sus memorias justo alarde, 

Y de un Lotos cobarde, 

dormidos los sentidos, 

dejarán ocasiones, 

cuidados y opiniones, 

que descuidos al fin desconocidos 

de quien siempre desmedra, 

son Circe, que convierte un hombre en piedra. 

 ¡Oh discurrir de un alma, 

¡Cuánto los ojos ciegas! 

Lucindo no es aquel que ahora tiene 

sus cuidados en calma? 

Dichoso tú, que entregas 

al sueño, que te burla y entretiene, 

la parte que contiene 

en sí tan grande todo, 

como es el pensamiento, 

que suele en un momento 

cielo y infierno penetrar de un modo, 

ya su pena y su gloria 

llevar de los cabellos la memoria.


Fue aqueste mozo, ilustre

un tiempo cortesano,

y soldado tambien gallardo y fuerte;

mas ya todo su lustre

deshizo amor tirano,

que tiene igual poder como la muerte.

Aqui llora y divierte

con rústico vestido,

en estas soledades,

desdenes y verdades

de un extranjero amor, que le ha vencido;

que, siendo en tierra ajena,

trajo a la propria su cuidado y pena.


Ya despierta y me ha visto;

no es posible

que puedan esconderme estos laureles;

¡oh sueño, a los cuidados apacible!


LUCINDO.


Montano, que escuchar mis males sueles,

¿Posible es que de verme te desvías,

Cuando es razón que mi dolor consueles?

Si ya no engendran en aquestos dias,

de la lluvia que lloro tan en vano,

veneno y fuego las entrañas mias;

como las tempestades del verano,

que con el gran calor reciben forma,

y tengo algunas de que soy humano.


No te escondas de mí; que no conforma

con la piedad del que es perfecto amigo,

ni cura bien el mal quien no se informa.

No soy yo basilisco, aunque conmigo

le traigo y dél sustento los despojos,

con que a miralle y a morir me obligo

si no es que desde el alma por los ojos

salga a matar los que me ven llorando

la causa de mis lágrimas y enojos.


MONTANO.


No me escondí, Lucindo, imaginando

que me matara el verte ni el oírte,

aunque fueras el aire inficionando.

Quisiérame guardar de interrumpirte

la calma de tus tiernos pensamientos,

que mal pueden durmiendo perseguirte.


LUCINDO.


Antes con espantosos fingimientos

acuden las imágenes del día

en sombras de mayores sentimientos.

Si el alma nunca duerme, y en la mía

siempre viven sospechas y temores

del bien ausente que gozar solia;

sin duda los sentidos interiores,

que no los desengañan los de afuera,

durmiendo sufrirán penas mayores.


MONTANO.


  Esta verde frescura, esta ribera, 

este prado, esta fuente y este río 

movidos tienes a tu pena fiera. 

  Pues mira tú si ahora el pecho mío, 

si las cosas lo están inanimadas, 

se moverá a ver tu desvarío. 

  Todos sin lengua en voces mal formadas 

te piden que la causa comuniques 

de tus glorias presentes o pasadas. 

  Razón será que algún remedio apliques,

pues el dolor la medicina aplaca,

y que lo más secreto me publiques.

 Es el hablar del mal una trïaca,

que deshace la fuerza del veneno,

y del enfermo corazón le saca.

  No estoy de tus cuidados tan ajeno,

que te merezca que la causa calles;

solo está el valle, aunque de sombras lleno.


LUCINDO.


Lejos de aqueste en otros frescos valles

vive la causa del dolor que adoro,

cuando en la tierra tantas glorias halles.

 Ni mi descanso ni tu pecho ignoro;

mas ¿para qué me mandas que renueve

la dulce causa de mi amargo lloro?


MONTANO.


  A la ocasión, a la amistad se debe.

¡Mira cómo del sol la calma estiva

hiere de Béjar la montaña y nieve!

  ¡Mira qué blandamente se derriba

destas pizarras Tormes murmurando

por solo acompañar tu pena esquiva!

  Las fuentes desta selva están callando,

y olvidadas del agua y de la yerba,

las satisfechas vacas descansando.

  Deja el león de perseguir la cierva,

las aves de volar; que tiempos tales

todo animal para dormir reserva.

  Y cuando fuentes, aves y animales

murmuraran, cantaran y anduvieran,

pararan todos a escuchar tus males.

  Los árboles y el viento enmudecieran,

y a ver de Orfeo el singular retrato

suspensos y admirados estuvieran.


LUCINDO.


   ¿Piensas tú que yo puedo ser ingrato 

a quien me paga con amor tan puro, 

ni que de sus entrañas me recato? 

  Solo no despertar mi mal procuro; 

pero porque no quedes sospechoso 

verás que con mis males te aseguro. 

  Ya sabes que el monarca poderoso 

que desde el Tajo al Indo rige y manda, 

y hasta el sepulcro del planeta hermoso; 

  aquel armado, y el tuson por banda, 

espantaba al francés y al africano, 

que agora mira en paz humilde y blanda; 

  aquel que con valor de godo hispano, 

en dar a España su vejez emplea 

un retrato de Carlos soberano; 

  como la paz universal desea,

y quiere que en el cuerpo del gobierno 

no haya miembro que al otro igual no sea; 

  movido solo de un amor paterno, 

que no, como otros piensan, de venganza, 

que a veces daña ser humano y tierno, 

  Ejército formó, con esperanza 

de remediar el daño que crecía 

entre la remisión y la tardanza, 

  Contra aquella corona que solía 

resplandecer en su dichosa frente 

desde la unión de aquel famoso día. 

   Allí pues yo, movido justamente 

del antiguo valor de mis pasados, 

fui libre capitán de libre gente. 

  ¡Cuán diferentes eran mis cuidados 

deste que agora el corazón me inflama! 

Celos gobierno ya, que no soldados. 

  Trujo a sus muros miedo nuestra fama, 

y trocadas las armas en castigos, 

cesó la suya y comenzó mi llama. 

  Vivimos todos de improviso amigos, 

de una común nación, ley y costumbres, 

y pocos los rebeldes y enemigos. 

  Luego las altas y elevadas cumbres, 

de los montes enojos, odio y saña, 

allanaron sus graves pesadumbres. 

  Dejábamos á veces la campaña, 

y a la ciudad veníamos famosa, 

que el padre Ibero fertiliza y baña. 

  Era del año la estación dichosa, 

aunque de nieves coronada en torno, 

que celebra la tjerra venturosa. 

  En vez del verde y deleitoso adorno. 

la plateaba con escarcha y hielo 

el seco y feminino Capricorno; 

  Cuando me trujo el variar del cielo 

a ver entre unas damas la que ha sido 

milagro suyo y perdición del suelo. 

  De la nieve el ejército movido 

a regocijo y fiestas con las damas, 

andaba entre los hielos encendido. 

  Yo, que nunca vi nieve ardiendo en llamas, 

hallé en esta ocasión esta hermosura, 

como en un tronco dos contrarias ramas. 

  Y en cortesía haciéndola segura 

de algunos que tirando entonces pellas, 

juntaban nieve con su nieve pura; 

  Sin ver que en pecho, rostro y manos bellas 

para excederla y convertirla había 

en helado cristal como eran ellas; 

  Llamome cortésmente, y aquel día,

que nunca lo pensé, tuve por cierto

que suele ser traición la cortesía.

  Que apenas de su boca el cielo abierto

me agradeció libralla de aquel trance, 

cuando como de rayo quedé muerto. 

  ¿Quién no tuviera por dichoso el lance, 

o imaginara que con tanta nieve 

diera en mi libertad amor alcance? 

  Cuando montañas della arroja y llueve 

el enojado cielo, amor desnudo 

a andar entre ellos sin temor se atreve. 

   Huir de Troya, aunque era fuego, pudo, 

sacando a su mujer, Eneas troyano, 

y yo a mi libertad de nieve dudo. 

  Con la ocasión allí también, Montano, 

el no haber sido huésped en su casa 

me agradeció la mesma ingrata en vano. 

  Y mira el trueco que en el alma pasa, 

pues ya tengo por huésped en el pecho 

esta nieve divina que me abrasa. 

  Y, aunque le viene el aposento estrecho, 

a vivir se acomoda y a matarme, 

y estoy yo del agravio satisfecho. 

  Desde este punto comencé a abrasarme, 

que la sangre más pura me encendieron 

los espíritus vivos, de mirarme. 

  Si los ojos pagaron lo que vieron, 

el estado lo diga de mis males, 

y la poca esperanza que tuvieron. 

  Los días para todos siempre iguales 

pasaban como siglos por mi vida, 

haciendo mis cuidados inmortales. 

  Pienso que fue mi pena conocida, 

mientras que ser no pudo declarada : 

tanto estaba al mirar la lengua asida. 

  Aunque, como una víbora pisada, 

si a llegar a su reja me atrevía, 

soberbia huyendo, se mostraba airada. 

  Pues es verdad que la desdicha mía 

se contentó con este triste estado, 

con que pasaba el mal del bien que vía. 

  Luego del alto César fui llamado, 

y, si es que sabes el dolor de ausencia, 

juzga, Montano, el tuyo y mi cuidado. 

  Perdí con la esperanza la paciencia, 

y pues partido no perdí la vida, 

no fue porque faltó mi diligencia. 

  Partí, lloré, volví, y a la venida 

corría, por mi mal, tanto recato 

como si fuera entonces la partida. 

  Mas no fue el tiempo a mi esperanza ingrato,

que hallé en su casa una pastora hermosa,

gran prenda de mi sangre y de su trato.

  Y, aunque para mi intento provechosa, 

en alguna manera fue mi daño, 

sirviéndome de amiga cautelosa. 

  Era de todos general engaño 

pensar que mi verdad sus ojos fuesen, 

siendo los míos cierto desengaño. 

  Que como sus extremos conociesen, 

juzgaban que a querella me inclinaba: 

así pluguiera a Dios mis males viesen. 

  Con esto tibiamente me ayudaba, 

y siendo en mi instrumento la tercera, 

a la prima del alma se igualaba. 

  Ya con la vecindad la hermosa fiera 

se mostraba más fácil y tratable, 

volviéndola el amor, de piedra, en cera. 

  Ya agradecía con piedad notable 

mi secreto servir y mi porfía, 

y a la ventana se mostraba afable. 

  Y así como quien ya mi mal sentía, 

jamás de Clori Albania se fïaba, 

que este es su nombre y de la prenda mía, 

 y como alguna vez le importunaba 

que un papel de su mano recibiese, 

parece que celosa se enojaba. 

 Y, como yo licencia le pidiese 

para escribir mis penas y dolores, 

donde con menos turbación pudiese, 

  Mostraba con razones y colores 

que no era buena diligencia aquella, 

y eran, con esta dilación, mayores. 

  Posible, finalmente, fue vencella,

porque no hay al amor cosa imposible,

y para ser crüel era muy bella.

 Y para que este amor incomprehensible 

tuviese más valor, con un concierto 

el poderla escribir me fue posible; 

  que ni el papel le fuese descubierto 

a Clori, ni viniese por su mano, 

lo que, siendo su gusto, fue muy cierto. 

 Y, entonces, ¿qué dirás de mí, Montano, 

cuando con tan extraños pensamientos 

puse sobre el papel la incierta mano? 

  Vieras allí las penas y tormentos 

acudir de tropel a ser escritos 

con mil enamorados sentimientos. 

  Yo, puesto entre cuidados infinitos, 

solamente de todo el gran proceso 

juzgaba los deseos por delitos. 

  Oprimido en efecto de aquel peso, 

escogí lo mejor, y humilde escribo 

lo que estaba más lejos de mi seso. 

  Cierro el papel dichoso, y apercibo 

un tercero discreto que llevase 

de un muerto en penas un retrato vivo. 

  Quiso el amor que la ocasión llegase, 

y, aunque difícilmente, también quiso 

que le diese el papel y le tomase 

  cuando deste suceso tuve aviso, 

pues yo no perdí el seso, no le tuve; 

que mata un bien si viene de improviso. 

  Desde este punto más perdido estuve, 

porque ya la esperanza me mostraba 

cubierto el sol de una pequeña nube; 

  con que me respondiese la cansaba, 

o que solo escribilla permitiese; 

pero todo mi bien dificultaha. 

  Forzome el ciego amor que la escribiese,

y, no pudiendo dárselo, forzome 

que como la esperanza el papel fuese. 

  Díselo al viento por su reja, y diome 

lo que pude esperar de un hierro helado,

que no hay diamante que mis yerros dome.

 ¡Qué mal se limará, Montano amado,

con el de cera un corazón de acero!

 Que amor no escoge los que no ha llamado.

Desta manera por Albania muero,

y dando un monte en ecos su respuesta, 

  yo pregunto a mujer y no la espero. 

Esta es la historia y la desdicha es esta,

breve en el gusto y larga en la memoria,

  que tanta pena y confusión me cuesta.


ΜΟΝΤΑΝΟ.


Paréceme el discurso de tu historia

los lejos que se ven en la pintura,

confusos cielos de tu incierta gloria.

 Mas dejas encantada la aventura,

pues no me das razón de tu partida,

siendo el rigor de la ocasión más dura.


LUCINDO.


  Por no mover el alma divertida 

en otros sentimientos favorables, 

quise dejar la historia interrumpida; 

  que en pesares que son incomportables, 

mal puede discurrir la lengua triste 

sin sentimiento y lágrimas notables. 

  Pero, pues hasta el fin saber quisiste 

el mal que mi abrasado pecho siente, 

y a la memoria la ocasión trajiste, 

  aquí verás un venturoso ausente, 

porque suele el amor en una ausencia 

descubrirse mejor que no presente. 

  Llegada la partida y la sentencia 

de mi muerte forzosa, despedime 

del cielo de su angélica presencia. 

 Mas dime, ¿a quién habrá que no lastime 

que le ofenda su dama cuando parte? 

O¿qué esperanza que a vivir le anime? 

  Pasado estaba yo de parte a parte 

con una flecha de crueldad, partiendo 

de quien de todo mi dolor fue parte, 

  cuando me dijo, en sangre convirtiendo 

su pura nieve, que era caso injusto 

arrojalle el papel no le queriendo; 

  Y que debiera yo, pues era justo, 

agradecer que vella permitiera, 

y que de verme recibiera gusto. 

  Yo entonces respondí lo que pudiera 

delante de los cielos, que crïaron 

aquesta hermosa vengativa y fiera. 

  Las causas le mostré que me obligaron, 

oyéndomelas todas hasta el punto 

que prendas enemigas lo estorbaron. 

  Aquella noche, en fin, como a difunto, 

en las postreras honras de una reja 

me dieron el favor y el partir junto. 

 Y como el que la amada patria deja, 

y en ella el alma, y lleva el cuerpo solo, 

que ella se acerca más cuanto él se aleja, 

  partí como del bello ingrato Apolo 

la flor, que sus doradas hojas cierra, 

y queda escuro de Calixto el polo; 

  o como el que mirando va la tierra 

desde el profundo mar, y más, si acaso 

esposa amada o tierno padre encierra. 

   El suspiro, la lágrima y el paso 

juntos sallan, sin que diese alguno 

menos que así del alba hasta el ocaso. 

   ¡Cuántas veces al cielo fui importuno 

para que diese fin a tantos daños! 

Porque viviendo no esperé ninguno 

  siéndome con tan graves desengaños 

los puntos horas y las horas días, 

los días meses, y los meses años. 

  Y parábanme tal las ansias mías, 

y aquel amor y fuego que nacieron 

de dos nieves tan ásperas y frías, 

  que hasta desesperarme no quisieron 

alzar la espada ni el rigor pasado, 

no contentas de ver que me rindieron. 

  Pero, en aqueste miserable estado, 

que, como dicen, la esperanza vive 

aunque su dueño esté desesperado,

 veo que amor me llama y apercibe 

al bien más alto que su esquiva mano 

pudiera dar a quien con él más prive. 

  Hallé de mis zagales un serrano 

al fin de la esperanza y del camino, 

que se quedaba con mi bien, Montano. 

  El cual (¡mira qué extraño desatino, 

mira qué efecto de un amor ausente!) 

me trajo humano mi desdén divino. 

  Trájome ya la nieve diferente; 

que como ya de su rigor pasaba, 

trocose el frío en otra especie ardiente. 

  Por una carta supe que quedaba 

(¿quién lo dirá, Montano?) enternecida, 

y que señales de quererme daba. 

  Escríbeme que estaba persuadida 

a estimar mi verdad o creer mi engaño, 

engaño que me cuesta mi alma y vida. 

  Que no creyera de mi ausencia el daño, 

si la terneza y pena en que se vía 

no le fuera notorio desengaño. 

  Que estimase saber que pretendía 

darme este gusto, y si le estimo y siento, 

pregúntelo mi Albania al alma mía; 

  y que aquel amoroso arrojamiento, 

pues no era justo, no le condenase; 

¡qué honesto, aunque escuchado pensamiento! 

   Y que me aseguraba imaginase 

que era el postrero, y que sería el primero 

que a tales pensamientos la inclinase. 

  Yo entonces, como suele el prisionero 

que revocar oyó mortal sentencia, 

la muerte olvido y en la vida espero. 

  Dejo al César y vuelvo a su presencia, 

y aun dejara de serlo de mil mundos, 

por ver mi bien y no sufrir su ausencia. 

  Llegué a sus ojos, en la luz segundos 

al planeta mayor, nortes y faros 

de los estrechos de mi mal profundos, 

  desde este día que sus ojos claros 

miraron mis deseos, amor puso. 

en mi abrasada Troya sus reparos. 

  Ya sabes que al oráculo confuso 

Venus, por ver que no crecía Cupido, 

a preguntar la causa se dispuso, 

 y que le fue de Temis respondido 

que hasta que al niño diese hermano, en vano 

pensaba ver el tierno amor crecido. 

  Venus no sé si e Marte o a Vulcano 

llamó para este efecto; en fin, se cuenta 

que dio a Cupido otro Cupido hermano. 

  Anteros se llamó, que representa 

un recíproco amor de voluntades, 

que amor pagado, con amor se aumenta. 

  Desta suerte pagadas mis verdades, 

creció mi amor, haciendo sin recato 

el uno al otro ciertas amistades. 

  Ni fue más desdeñosa ni yo ingrato, 

antes el trato dio al amor aumento, 

que hace al niño amor gigante el trato. 

  ¿Qué monte o sierra con igual contento

no corrimos los dos? ¿Qué valle frío

no nos dejó cazando sin aliento?

  ¿En qué ribera del corriente río

no sacamos los peces con anzuelos

debajo de algún álamo sombrío?

  Los tímidos cobardes conejuelos 

le presentaba yo, si se enojaba, 

por hacer amistad de algunos celos, 

  por los frondosos árboles trepaba, 

y, chillando los pollos, le traía 

los nidos que su pájaro lloraba. 

  ¡Cuántas veces me halló en su puerta el día 

con las tempranas guindas y cerezas 

que con el verde elejo entretejía! 

  Si no podia hablarla, ¡qué tristezas! 

Sus puertas, sus ventanas coronaba 

de mudas selvas y silvestres nuezas. 

  Con esto, cuando Albania despertaba, 

y daba por sus rejas sol al mundo, 

conocía que yo velando estaba. 

  ¿No has visto un perro con gemir profundo, 

si le deja su amo, herir la puerta? 

Pues yo era así, y en la lealtad segundo. 

  Ni menos si la vi, Montano, abierta, 

dejé de hacer locuras amorosas, 

que así enloquece una esperanza incierta. 

  Mil veces en las selvas espaciosas, 

si me hallaba dormido, me tejía 

guirnaldas de azucenas y de rosas. 

  Yo despertaba, y, viendo qué me hacía, 

vencedor y vencido la buscaba, 

y aquel triunfo de amor le agradecía. 

  Ella, con risa, todo lo negaba, 

cubierta de vergüenza y de claveles, 

con que el nevado rostro matizaba. 

  Pero los hados, en mi bien crüeles, 

en estos tiempos mi descanso impiden, 

porque del bien, si es grande, te receles. 

  De Albania con ausencia me dividen 

segunda vez, quedando interrumpida 

la historia, cuyo fin mis quejas piden. 

  Lo demás del estado de mi vida 

por esto puedes conocer, Montano, 

y, si ganada mal, tan bien perdida, 


MONTANO.


Extraño fin de amor, a quien en vano

hace el desdén injusta resistencia,

y el imposible más incierto es llano.

 Lucindo, él mesmo te dará paciencia

con solo imaginar que Albania hermosa

siente con tiernas lágrimas tu ausencia.

 Porque ver humanar tan alta diosa,

y por Endimión bajar la Luna,

bastan a hacer un alma victoriosa.

 No le pidas mas bien a la fortuna;

sufre tu mal, que no es tan imposible

que no le apliques esperanza alguna.

  No es empresa de amor la que es posible;

que para grandes ánimos se hacen

las que tienen su fin inaccesible.

  En tanto, pues, que las ovejas pacen,

y de cogollos de florido espino

las cabras a placer se satisfacen, 

  Quiero de Albania al resplandor divino 

consagrar de improviso un epigrama 

con aqueste cuchillo en este pino, 

  Porque crezca su nombre, gloria y fama 

en las orillas del anciano Tormes, 

como por el lbero se derrama. 


LUCINDO.


Harás la tuya y su valor conformes,

aunque todas las cosas deste suelo,

para tenelle igual, serán disformes.

  Pinta mi puro amor, mi casto celo,

que no le vencerán olvido y muerte

por muchos siglos que revuelva el cielo.


MONTANO.


Escúchame, que escribo desta suerte: 


                EPIGRAMA


  Una hermosura y celestial belleza 

de un rico entendimiento acompañada, 

en quien la ciencia infusa está cifrada 

que puso Dios en la naturaleza... 

  la mayor majestad y gentileza 

que vio la edad presente y la pasada, 

de las mayores gracias adornada 

que son del alma corporal riqueza; 

  un término real, un noble trato 

y, en tiernos años, un discurso altivo 

todo de ejemplos inauditos hecho, 

  de Albania son el singular retrato; 

y quien quisiere verla más al vivo, 

busque a Lucindo y mírela en su pecho. 


Acabada la égloga, y referida la fábula en prosa de Frondoso, dieron licencia Benalcio y Tirsi a las pastoras que diesen algunas prendas a sus amantes, con tal condición, que ellos las celebrasen de improviso con algunos versos. Agradó á todos generalmente el favor y la satisfacción; y así, dio la primera Isbella a Menalca un reloj con su brújula.