P. B. Shelley
ODA AL VIENTO DEL OESTE
versión de Manuel Moya
I
Oh, salvaje Viento del Oeste, hálito del Otoño,
tú, de cuya invisible presencia se alejan
las hojas muertas, como espectros huideros de un mago,
en pútridas multitudes, gualdas, negras,
pálidas y de rojos desvaídos; oh, tú,
que a las aladas semillas empujas hacia su oscuro lecho invernal
donde frías y abatidas restarán,
como cadáveres en su tumba,
hasta que tu azul hermana, la Primavera,
haga soplar su clarín sobre la soñadora tierra y llene
(portando leves tallos cual rebaños que triscaran en el aire)
con vivos colores y fragancias el llano y la montaña;
oh indómito Espíritu, que por doquier te agitas,
si ahora destructor, protector más tarde,
¡escucha, oh, escucha!
II
Tú, por cuyo ímpetu sobre la alta vibración del cielo,
nubes solitarias cual marchitas hojas caen a tierra,
sacudidas por el espeso follaje del Cielo y del Mar,
heraldos de la lluvia y del relámpago; dispersas van
por el espacio azul de tu oleaje,
como alborotado y brillante cabello sobre la cabeza
de una ménade, desde el extremo púrpura
del horizonte hasta lo más alto del cielo,
como el pelo rizado de la tormenta que viene; tú, canto fúnebre
del año que agoniza, para quien esta noche que declina
vendrá a ser la cúpula del gran sepulcro,
cerrado bajo tu congregada fuerza de vapores,
de cuya densa atmósfera estallarán
denso aguaje, fuego y granizo, ¡escucha, escucha!
III
Tú, que has despertado de sueños estivales
al Mediterráneo añil, donde yacía,
mecido por el vaivén de sus limpias corrientes,
en una isla volcánica sobre la bahía de Baia,
y que en sueños has visto vetustos palacios y torres
temblorosas bajo la dura claridad del oleaje,
cubiertos de azulado musgo y de tan puras flores
que al describirlas hasta los sentidos parecen declinar;
tú, a cuyo paso los limpios poderes del Atlántico
se hunden en el abismo, mientras en el fondo marino,
las flores y las algas que hacen posible
los marchitos bosques del océano
reconocen tu voz y de golpe se alzan pavorosos
temblando y desnudándose, ¡escucha, escucha!
IV
Si fuera yo una hoja marchita que tú arrastraras,
si fuera agitada nube que a ti te arrastrara,
una ola que latiera bajo tu poder y contigo
compartiera tu fuerza, si bien con menos libertad
que tú, ¡oh, incontrolable!; o si al menos fuera yo
como fui en mi juventud y pudiese ser
compañero tuyo en tu deambular por los cielos,
como antaño, cuando dejar atrás tu rapidez
era sólo una ilusión, nunca te hubiera rezado
en mi dolorosa miseria.
¡Oh, álzame como si fuera ola, hoja o nube
hasta caer sobre las espinas de la vida! ¡Sangro!
Un pesado número de horas ha encadenado y arrodillado
a quien tanto se te parecía: veloz y orgulloso, indómito.
V
Hazme tu lira, como lo es aún el bosque:
¡mis hojas caen tan muertas como las suyas!
El clamor de tus potentes armonías tomará
de ambos un profundo tono otoñal,
melodioso pese a su tristeza. ¡Haz de ti, Espíritu Indómito,
mi propio espíritu! ¡Unámonos en la tempestad!
¡Esparce mis marchitos pensamientos por el universo
como si fueran hojas caídas para así dar paso a una vida nueva!
¡Y siembra por el espacio, desde el vértigo de estos versos,
cenizas y pavesas, como las de un fuego aún no apagado,
mi palabra para los pueblos y los hombres!
¡Sé, por mis labios, para la adormecida tierra,
la trompeta de una profecía! ¡Oh, Viento!,
si el Invierno ya está aquí, ¿es que puede demorarse ya la Primavera?
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