Tabacaria / Estanco
Álvaro de Campos (Fernando Pessoa)
[Publicado en Presencia, 39, Coimbra, julio de 1933]
15-1-1928
No soy nada.
Nunca llegaré a ser nada.
No puedo querer ser nada.
Más allá de todo esto, albergo en mí todos los sueños del mundo.
Ventanas de mi cuarto,
del cuarto de uno de los millones del mundo que nadie sabe de quién es
(mas si supiesen de quién es, ¿qué es lo que sabrían?),
miráis hacia el misterio de una calle cruzada constantemente por gente,
hacia una calle inaccesible a cualquier pensamiento,
real, imposiblemente real, verdadera, desconocidamente verdadera,
con el misterio de las cosas que están bajo los seres y las piedras,
con la muerte poniendo humedad en las paredes y canas en los hombres,
con el Destino conduciendo la carreta del todo por el camino de la nada.
Hoy me encuentro vencido, como si supiese la verdad,
lúcido, como si me fuera a morir hoy mismo,
y no mantuviese otra hermandad con las cosas
que el despedirme de ellas, volviéndose esta casa y este lado de la calle
la hilera de vagones de un tren. Y una partida con silbato y todo
desde dentro de mi cabeza,
y una sacudida de mis nervios y un crujir de huesos al marchar.
Hoy estoy perplejo como quien ha encontrado, pensado y olvidado.
Hoy estoy dividido entre la lealtad que debo
al Estanco de enfrente de la calle, como algo real por fuera,
y la sensación de que todo es sueño, como algo real por dentro.
Fracasé en todo.
Como no me hice propósito alguno, tal vez todo haya sido nada.
De la instrucción que me dieron,
descendí por la ventana trasera de la casa.
Huí al campo con grandes objetivos,
pero allí sólo encontré yerbas y árboles
y tampoco allí la gente era distinta a las demás.
Me alejo de la ventana y me siento en una silla. ¿En qué he de pensar?
¿Qué sé yo lo que habré de ser, yo, que no sé lo que soy?
¿Ser lo que pienso? Es que pienso ser tantas cosas...
¡Hay tantos que piensan en ser lo mismo que no puede haber para todos!
¿Genio? Sólo en este momento
debe haber al menos cien mil cerebros que se creen en sueños tanto o más genios que yo,
pero la historia no señalará, quién sabe, a ninguno,
y sólo quedará el estiércol de tantos descubrimientos futuros.
No, no creo en mí.
¡todos los manicomios están llenos de dementes con certezas!
Yo, que no tengo ninguna certeza, ¿soy por ello más o menos auténtico?
No, no creo en mí.
¿En cuántos áticos y no-áticos del mundo
habrán ahora mismo auto-genios soñando?
¿Cuántas nobles, altas y lúcidas aspiraciones-
sí, verdaderamente nobles y altas y lúcidas-
y quién sabe si realizables,
verán la luz del sol real o lograrán el auditorio de la gente?
El mundo es de quien nace para conquistarlo
y no de quien sueña con conquistarlo, aunque tenga razón.
Yo he soñado más que el propio Napoleón,
he apretado contra mi pecho hipotético más hombres que Cristo,
he elaborado en secreto más filosofías de las que ningún Kant pudo escribir jamás.
Pero soy, y tal vez lo seré siempre, el del ático,
aunque ya no viva allí.
Siempre seré el que no ha nacido para esto.
Siempre seré sólo el que tenía cualidades.
Siempre seré aquél que esperó a que le abriesen la puerta al pie de una pared sin puertas
y cantó la canción del Infinito en un gallinero,
y oyó la voz de Dios en un pozo sellado.
¿Creer en mí? No, de ningún modo.
Derrame la Naturaleza sobre mi ardiente cabeza
su sol, su lluvia, el viento que me revuelve el cabello,
y lo demás que venga si viene o tiene que venir, o que no venga.
Esclavos cardiacos de las estrellas,
conquistamos el mundo entero antes de levantarnos de la cama;
pero al despertar, coño, es opaco,
nos levantamos y es ajeno,
salimos de la casa y es la tierra entera,
más el sistema solar y la Vía Láctea y lo Indefinido.
(¡Come chocolatinas, chiquilla,
come chocolatinas!,
que no hay otra metafísica en el mundo que comer chocolatinas,
que todas las religiones juntas no enseñan más que una confitería,
¡come chiquilla sucia, sigue comiendo!
¡Si yo pudiera comer chocolatinas con la misma verdad con que tú las comes!
Pero pienso, al quitar el papel de plata que es de láminas de estaño,
y lo tiro al suelo, como he tirado mi vida.)
Al menos me queda de la amargura de lo que nunca he de ser
la rápida caligrafía de estos versos,
puerta rota hacia lo Imposible,
pero al menos me consagro a mí mismo un desprecio sin lágrimas,
noble al menos en el ostensible gesto con que me deshago
de la ropa sucia que soy, sin papel, en el transcurso de las cosas
y me quedo en casa sin camisa.
(Tú, que consuelas, que no existes y es por eso que consuelas,
oh, Diosa Griega, concebida como estatua viva,
oh, patricia romana, imposiblemente noble y nefasta,
oh, princesa de los trovadores, gentilísima y florida,
oh, marquesa dieciochesca, escotada y distante,
oh, famosa cocotte de los tiempos de nuestros padres,
oh, no sé qué moderno -no acierto bien el qué-,
todo eso, fuere lo que fuere, sea lo que sea, ¡si puede inspirar que inspire!
Mi corazón es un barreño sin agua.
Como los invocadores de espíritus invocan espíritus, yo me invoco
a mí mismo y no encuentro nada.
Me acerco a la ventana y veo la calle con una absoluta nitidez.
Veo las tiendas, veo las aceras, veo los coches que pasan,
veo los seres vivos que se cruzan entre sí,
veo los perros que existen también,
y todo esto me pesa como una condena al destierro,
y todo esto me es ajeno como lo es todo.)
Viví, estudié, amé e incluso creí,
y hoy no hay mendigo a quien no envidie sólo por no ser yo.
Miro en cada uno los andrajos y las llagas y la mentira
y pienso: tal vez nunca hayas vivido, ni estudiado, ni amado ni creído
(porque es fácil hacer realidad todo eso sin haber hecho nada de eso),
tal vez hayas existido, como el lagarto a quien cortan la cola
y qué es la cola del lagarto después de sus espasmos.
Hice de mí lo que no sabía,
y lo que pude haber hecho de mí no lo hice.
El disfraz que me puse no fue el correcto.
Me conocieron más tarde por lo que no era y no lo desmentí y eso me perdió.
Cuando quise arrancarme la máscara
la tenía pegada a la cara.
Cuando me la arranqué y me miré al espejo,
había envejecido.
Estaba borracho, ya no sabía vestir el disfraz que no me había quitado.
Arrojé la máscara y me dormí en el vestidor
como el perro que la dirección tolera
porque es inofensivo
y escribiré esta historia para probar lo sublime que puedo llegar a ser.
Esencia musical de mis versos inútiles,
quién pudiera encontrarte como algo hecho por mí
en vez de hallarme siempre frente al Estanco de enfrente,
pisoteando la conciencia de estar existiendo,
como una alfombra en la que un borracho tropieza
o un felpudo que los gitanos robaron y no valía nada.
Pero el dueño del Estanco se asomó a la puerta y se ha quedado allí.
Lo miro con la incomodidad de torcer mal la cabeza
y con la incomodidad del Alma que no acaba de entender.
Él morirá igual que yo moriré.
Él dejará el letrero y yo dejaré versos.
En cierto momento también el letrero morirá igual que los versos.
Después de un cierto tiempo morirá la calle donde estuvo el letrero
y la lengua donde fueron escritos los versos.
Morirá más tarde este planeta rodante donde pasó todo esto.
Y en otros satélites de otros sistemas algo parecido a la gente
continuará haciendo cosas parecidas a versos y viviendo bajo cosas parecidas a letreros.
Siempre una cosa enfrente de otra,
siempre una cosa tan inútil como la otra,
siempre lo imposible tan inútil como lo real,
siempre el misterio de la hondura tan verdadero como el sueño del misterio en la superficie.
Siempre esto o siempre aquello o ni lo uno ni lo otro.
Pero un hombre ha entrado en el Estanco (¿a comprar tabaco?)
Y la realidad plausible cae de golpe sobre mí,
Me medio incorporo enérgico, convencido, humano.
y voy a tratar de escribir estos versos en que digo justo lo contrario.
Enciendo un cigarro pensando en escribirlos
y saboreo en el cigarro la liberación de todo pensamiento,
sigo al humo como a una rueda propia,
y disfruto, en un momento sensitivo y competente,
la liberación de todas las especulaciones
y la consciencia de que la Metafísica es consecuencia de andar uno indispuesto.
Después me dejo caer contra la silla
y continuo fumando.
Mientras el destino me lo consienta, seguiré fumando.
(Si me casase con la hija de mi lavandera
tal vez fuese feliz.)
Así las cosas, me levanto de la silla. Me acerco a la ventana.
El hombre salió ya del Estanco (metiéndose el cambio en el bolsillo del pantalón).
Pero, mira, lo conozco: es un Pérez sin metafísica.
(El dueño del Estanco se ha asomado a la puerta).
Como por instinto divino, el tal Pérez se ha vuelto y me ha visto.
Me ha hecho señas y yo le he gritado ¡Adiós Pérez! y el universo
se reconstruye sin ideal ni esperanza, y el Dueño del Estanco sonríe como si tal cosa.
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