domingo, 25 de julio de 2021

Amnesia in litteris, de Patrick Süskind

 Amnesia in litteris...

¿... Como era la pregunta? Ah, sí: Qué libro me había impresionado, influido, inspirado, marcado, "encauzado", o hecho "cambiar de rumbo"?

Esto suena a impacto o a experiencia traumática, algo que el sujeto solo acostumbra a recordar en sus pesadillas, pero no en el estado de vigilia y, mucho menos, cuando escribe para el público, según señaló ya muy acertadamente un psicólogo austriaco, cuyo nombre no tengo presente en este momento, en un trabajo muy interesante, cuyo título no sabría precisar ahora, pero que apareció en un opúsculo titulado Yo y tú, Eso y nosotros, Yo mismo o algo por el estilo (reeditado recientemente no recuerdo si por Rohwolt, Fisher o Suhrkamp, aunque estoy seguro que la cubierta era verde y blanca, o celeste y amarilla, o, quizá, gris y turquesa).

Ahora bien, es posible que la pregunta no se refiera a experiencias neurotraumáticas producidas por la lectura sino a esa vivida emoción que provoca en nosotros el arte, como se expresa en la celebre oda Hermoso Apolo... No; me parece que el título no es este. Es un título un tanto arcaico, desde luego: Torso joven, Primigenio y hermoso Apolo o algo parecido, pero no hace al caso... En fin, como se dice en el célebre poema de... de... En este momento no se me viene a la memoria el nombre, pero era un autor muy famoso, de ojos vacunos y bigote, que proporcionó a aquel obeso escultor francés (¿cómo se llamaba?) una casa en la rue de Varennes (aunque más que casa habría que llamarla palacio, con un parque que no se recorría en diez minutos; uno se pregunta, dicho sea de paso, cómo se las arreglaba la gente para pagar estas cosas en aquel tiempo); bueno, a lo que iba, como se dice en aquella magnífica poesía que en este momento no podría recitar entera, pero cuyo último verso se me quedó grabado en la memoria de forma indeleble como un constante imperativo moral: "Debes cambiar tu vida." 

Veamos, pues. ¿Qué libros son esos cuya lectura han cambiado mi vida? Con ánimo de aclarar la cuestión, me acerco a la biblioteca (de eso hace solo pocos días) y recorro con la mirada los títulos de los lomos. Como suele ocurrirme en estos casos (es decir, cuando hay demasiados ejemplares de una especie congregados en un mismo sitio y la mirada se pierde en la masa) en el primer momento siento un poco de vértigo y, buscando asidero, introduzco la mano en la masa, saco un libro al azar; doy media vuelta con mi botín, lo abro, lo hojeo y me concentro en la lectura.

Pronto me doy cuenta de que he hecho una buena elección, una muy buena elección. Es un texto de pulida prosa y diáfano razonamiento, salpicado de informaciones inéditas del mayor interés y lleno de admirables sorpresas (por desgracia, mientras esto escribo, no consigo recordar el título del libro, ni el nombre del autor, ni el tema de la obra; pero, como se verá enseguida, esto no hace al caso, o, mejor dicho, por el contrario, contribuye a ilustrarlo). Como decía, es un libro extraordinario el que tengo en la mano, cada frase es un hallazgo, y leyendo voy lentamente hacia mi sillón, me siento sin dejar de leer y, mientras leo, olvido por qué estoy leyendo. Soy todo ávida concentración en la exquisitez y originalidad que voy descubriendo página tras página. Los subrayados y comentarios al margen en lápiz (huellas de un lector que me ha precedido) no me molestan, a pesar de que generalmente no me gusta encontrar marcas en los libros, porque es tan apasionante la exposición, tan vibrante la prosa, que ni reparo en las apostillas y, si las advierto, es solo para corroborarlas, porque se da el caso de que mi antecesor en la lectura (ni por asomo adivino de quién pueda tratarse) ha subrayado y comentado los pasajes que tambien a mi me entusiasman especialmente. Y sigo leyendo, complacido, por una parte, por la extraordinaria calidad del texto y, por la otra, por la compania espiritual de mi desconocido predecesor. Me sumerjo mas y mas en el mundo imaginario, sigo con admiracion creciente la senda magnifica por la que me conduce el autor... Hasta que llego a lo que sin duda es el punto culminante de la exposicion y que arranca un sonoro "Ah!" "Ah, pero que bien pensado! Que bien dicho!" Y cierro los ojos un momento para meditar sobre lo que acabo de leer, que ha trazado un camino en la confusion de mi cerebro, abriendome perspectivas insospechadas, urgiendo nociones y asociaciones totalmente nuevas, espoleandome incluso a seguir la exhortacion "Debes cambiar tu vida!" Y, casi automaticamente, mi mano va hacia el lapiz. Pienso: "Esto tienes que subrayarlo y escribir "Muy bien" al margen, entre gruesos signos de admiracion y condensar en cuatro palabras todos los pensamientos que este pasaje ha suscitado en ti, para que no se te olviden y en senal de homenaje al autor que tan magnificamente te ha iluminado!".

Pero, ay!, cuando acerco la punta del lapiz para escribir mi "Muy bien!", veo que mi desconocido antecesor ha puesto ya "Muy bien!" en este mismo sitio y tambien ha hecho el esquematico resumen que yo tenia pensado. Y ahora me doy cuenta de que su letra me es familiar, porque es mi propia letra, y que mi antecesor no es otro que yo mismo,. Este libro lo he leido yo hace mucho tiempo.

Entoncews se apodera de mi una afliccion indescriptible. Ha vuelto a atacarme la vieja enfermedad: amnesia in litteris, el olvido literario, y me invade una ola de resignacion, por la futilidad de la ambicion en general. Para que leer, para que releer este libro si se que dentro de poco no me quedara de el ni la sombra de un recuerdo? Para que hacer algo, si todo se diluye en la nada? Para que vivir, si hay que morir? Y cierro el hermoso el libro, me levanto y vuelvo a la biblioteca , vencido, hundido, y lo introduzco en la masa anonima de los otros libros olvidados. Mi mirada se detiene en el extremo de un anaquel. Que tenemos aqui? Ah, si. Tres biografias de Alejandro Magno. He leido las tres. Que se de Alejandro Magno? Nada. En el extremo de otro anaquel hay varios tomos sobre la Guerra de los Treinta Años, entre ellos, las quinientas paginas sobre Veronica Wedgwood y las mil paginas sobre Wallenstein de Golo Mann. Todo esto lo leido yo con aplicacion. Y que se de la Guerra de los Treinta Años? Nada. El anaquel inferior esta dedicado por entero a libros sobre Luis II de Baviera y su epoca. Estos libros no solo los lei sino que los estudie durante mas de un año y despues descubri tres guiones. Me volvi en un autentico especialista sobre Luis II. Que se ahora de Luis II y de su tiempo? Nada. Absolutamente Nada. "Esta bien -pienso-. Lo de Luis II aun podria soportarse. Pero, y de esos libros que tengo ahi delante, en lugar preferente, al lado del escritorio, mis autores preferidos? Que conservo en la memoria de la coleccion de quince tomos de Andersch? Nada. Y de los Böll, los Walser y los Koeppen? Nada. Y de los diez tomo de Handke? Menos que nada. Que se de Tristam Shandy, de las Confesiones de Rousseau, del Paseo de Seume? Nada, nada, nada. (Un momento!... Las Comedias de Shakespeare! Las lei hace solo un año. Algo debe de haber quedado, una vaga idea, un titulo, un solo titulo de una comedia de Shakespeare! Nada.) Por el amor de Dios, Goethe, por lo menos, Goethe! Por ejemplo, esto, este pequeño tomo blanco: Las afinidades electivas, esto lo he leido tres veces por lo menos, y no conservo ni el mas leve recuerdo. Todo se ha desvanecido. Es que no queda en el mundo ni un libro que yo recuerde? Esos dos tomos rojos de ahi, de esos libros gruesos con las cintas rojas tengo que acordarme, me resultan familiares, como muebles viejos, los he leido, los he habitado durante semanas, y no hace tanto tiempo. Que es? Como se llama? Los Demonios. Aja. Pues muy bien. Interesante. El autor? F.M. Dostoyevki. Hum. Ya. Me parece que lo recuerdo vagamente. Tengo la impresion de que la accion se desarrolla en el siglo XIX y que en el segundo tomo alguien se suicida con una pistola. Mas no puedo decir.

Me dejo caer en el sillon del escritorio. Es una vergüenza. Es un escandalo. hace treinta anos que se leer y, aunque no mucho, algo he leido. Y lo unico que me queda es el vago recuerdo de que en el segundo tomo de una novela de mil paginas, alguien se pega un tiro. Treinta años de lecturas inutiles. miles de horas de mi niñez, de mi juventud y de mi vida adulta, dedicadas a leer, y no conservo nada mas que un gran olvido. Y el mal no da señales de querer remitir, sino todo lo contrario, empeora. Hoy, cuando leo un libro, antes de terminarlo, ya he olvidado como empieza. A veces, mi memoria no resiste ni una sola pagina y voy descolgandome esforzadamente de parrafo en parrafo, de frase en frase, y muy pronto solo comprendere las palabras sueltas que saldran de la oscuridad de un texto desconocido durante el instante de la lectura como estrellas fugaces, para desaparecer en el oscuro Leteo del olvido. En las tertulias literarias, hace tiempo que no puedo ni abrir la boca sin ponerme en ridiculo, porque confundo a Morike con Hofmannsthal, a Rilke con Holderlin, a Beckett con Joyce, a Italo Calvino con Italo Svevo, a Baudelaire con Chopin, a George Sand con Madame de Stael, etc. Cuando trato de localizar una cita que me baila por la cabeza, tengo que pasarme dias consultando libros, porque he olvidado al autor y durante las consultas me pierdo en textos ignorados de autores desconocidos, hasta que se me olvida que estaba buscando. Como, en este caos mental, iba yo a contestar a la preguntade que libro ha cambiado mi vida? Ninguno? Todos? Alguno? No lo se.

Pero quiza --asi lo pienso para consolarme--, quiza en la lectura (lo mismo que en la vida) no sean tan importantes los cambios de via ni los golpes de timon. Quiza la lectura sea un acto impregnador que empapa la mente de un modo insensible, por osmosis, sin que uno se de cuenta. Por lo tanto, el lector que padezca de amnesia in litteris puede cambiar por efecto de las lecturas sin saberlo, porque mientras lee cambia tambien esas instancias criticas de su cerebro que pueden decirle que esta cambiando. Para que, ademas de leer, escriba, la enfermedad puede incluso ser una ventaja, mas, una condicion indispensable, porque le protege de toda intimidacion que produce toda gran obra literaria y le permite adoptar esa actitud excenta de complejos respecto al plagio, sin la cual no puede crearse algo verdaderamente original.

Yo se que este es un consuelo oportunista y ramplon, del que trato de sustraerme: "No claudiques ante esta amnesia terrible. Nada con todas tus fuerzas contra la corriente del olvido. No te zambullas de cabeza en un texto, mantente por encima de el, con mente lucida y critica. Haz extractos, memoriza, ejercita la memoria, en suma --y aqui deseo citar la frase de una celebre poesia cuyo autor y titulo no puedo recordar en este momento, pero cuya ultima linea permanece grabada de forma indeleble en mi memoria, como un constante imperativo moral--: "Debes --dice el texto--, debes... debes..."

Que tonteria ! Se me han olvidado las palabras exactas. Pero no importa, porque todavia tengo presente el sentido. Era algo asi como... "Debes cambiar tu vida!"

sábado, 17 de julio de 2021

Dorothy Parker, dos relatos. Estuviste perfectamente bien y El banquete de las palabras

Dos relatos de Dorothy Parker:


ESTUVISTE PERFECTAMENTE BIEN

El joven pálido se acomodó cuidadosamente en la silla y movió la cabeza a un lado para que el tapiz fresco le aliviara la sien y la mejilla.


–Ay, mi amor –dijo–. Ay, ay, ay, mi amor. Ay.


La muchacha de ojos claros, sentada en el sofá erguida y tranquila, le sonrió vivamente.


–¿Ya no te sientes tan bien como ayer? –dijo ella.


–Qué va, estoy muy bien –dijo él–. Estoy flotando. ¿Sabes a qué hora me levanté? A las cuatro de la tarde en punto. Traté de levantarme, pero cada vez que quitaba la cabeza de la almohada se me iba rodando abajo de la cama. La cabeza que traigo puesta no es la mía. Creo que esta era de Walt Whitman. Ay, mi amor. Ay, ay, mi amor.


–¿Tú crees que con un trago te sentirías mejor? –dijo ella.


–¿Un poco de lo que me noqueó anoche? –dijo él–. No, gracias. Por favor ya nunca vuelvas a mencionarme eso. Estoy muerto. Estoy muerto, completamente muerto. Mira mi mano: tan quieta como un colibrí. ¿Y me vi muy mal anoche?


–Ay, no inventes –dijo ella–, todos estaban iguales. Estuviste muy bien.


–Claro –dijo él–. Estuve de maravillas. Todos deben estar enojados conmigo.


–Por favor, claro que no –dijo ella–. Todos se divirtieron con lo que hacías. Claro que Jim Pierson se enojó un poco a la hora de la cena. Pero la gente lo regresó a su silla y lo calmaron. En las otras mesas ni se dieron cuenta. Nadie se dio cuenta.


–¿Me iba a pegar? –dijo él–. Ay, Dios mío. ¿Qué hice?


–Nada, no hiciste nada –dijo ella–. Estuviste perfectamente bien. Pero ya sabes cómo se pone Jim a veces, cuando se le ocurre que alguien se está metiendo con Elinor.


–¿Coqueteé con Elinor? –dijo él–. ¿Eso hice?


–Claro que no –dijo ella–. Solo estuviste haciéndole chistes, eso fue todo. Le pareciste simpatiquísimo. Ella estaba muy divertida. Solo una vez se desconcertó un poco: cuando le echaste por la espalda el caldo de almejas.


–No, no me digas –dijo él–. Caldo de almejas por la espalda. Cada vértebra como concha. Ay, Dios mío. ¿Qué voy a hacer?


–No te preocupes, ella no te va a decir nada –dijo ella–. Solo mándale unas flores, o algo así. Por eso no te preocupes. No es nada.


–No, si no me preocupo –dijo él–, ni tengo nada de qué apurarme. Estoy muy bien. Ay, mi amor, ay. ¿Y qué otro numerito hice en la cena?


–Ninguno. Estuviste muy bien –dijo ella–. No te pongas así por eso. Todo el mundo estaba fascinado contigo. El maître d’hôtel se apuró un poco porque no parabas de cantar, pero en realidad no le importó. Solo dijo que tenía miedo de que con tanto ruido le volvieran a cerrar el lugar. Pero ni a él le importó. Bueno, estuviste cantando como una hora. Pero después de todo, no fue tanto ruido.


–Entonces me puse a cantar –dijo él–. Un éxito sin dudas. Me puse a cantar.


–¿Ya no te acuerdas? –dijo ella–. Estuviste cantando una tras otra. Todo el mundo te estaba oyendo. Les encantó. Lo único fue que insistías en cantar una canción sobre no sé qué fusileros o qué cosa, y todo el mundo empezó a callarte, pero tú empezabas de nuevo. Estuviste maravilloso. Hubo un rato en que todos tratamos que dejaras de cantar, y que comieras algo, pero no querías saber nada de eso. En serio que estuviste divertido.


–¿Qué, no probé la cena? –dijo él.


–No, nada –dijo ella–. Cada vez que venía el mesero a ofrecerte algo se lo devolvías porque decías que él era tu hermano perdido, que una gitana lo había cambiado por otro en la cuna, y que todo lo tuyo era de él. El mesero estaba doblado de la  risa.


–Seguro –dijo él–. Seguro que estuve cómico. Seguro que fui el Payasito de la Sociedad. ¿Y luego qué pasó, después de mi éxito arrollador con el mesero?


–Pues nada, no mucho –dijo ella–. Te entró una especie de tirria contra un viejo canoso que estaba sentado al otro lado del salón, porque no te gustó su corbata de moño y querías decírselo. Pero te sacamos antes de que el otro se enojara.


–Ah, conque salimos –dijo él–. ¿Pude caminar?


–¡Caminar! Claro que caminaste –dijo ella–. Estabas absolutamente bien. Bueno, la acera tenía una capa de hielo y resbalaste. Caíste sentado con un fuerte golpe. Pero por favor, eso puede pasarle a cualquiera.


–Sí, claro –dijo él–. A la señora Hoover o cualquiera. Así que me caí en la acera. Por eso me duele el… Sí. Ya entendí. ¿Y luego qué? Digo, si te importa.


–¡Vamos, Peter! –dijo ella–. No puedes quedarte sentado ahí y decir que no te acuerdas de lo que pasó después de eso. Creo que solo te viste un poco mal en la mesa; pero en todo lo demás estuviste perfectamente bien, yo sabía que te estabas sintiendo muy bien. Pero desde que te caíste te pusiste muy serio, yo no sabía que tú fueras así, ¿No te acuerdas de cuando me dijiste que yo nunca antes había visto tu verdadero yo? No puedo permitirte, no podría soportar que hayas olvidado ese hermoso paseo en taxi. De eso sí te acuerdas, ¿verdad? Por favor, me muero si no te acuerdas.


–Ah, sí –dijo él–. El paseo en taxi. Ah, sí, de eso sí. Fue un paseo muy largo, ¿no?


–Vueltas y vueltas y vueltas por el parque –dijo ella–. Los árboles se veían tan hermosos a la luz de la luna. Y dijiste que nunca antes te habías dado cuenta de que de veras tenías alma.


–Sí –dijo él–. Yo dije eso. Yo fui.


–Dijiste cosas tan pero tan bonitas –dijo ella–. Nunca me había dado cuenta de todo lo que sientes por mí y no me había atrevido a mostrarte lo que yo siento por ti. Pero lo de anoche, Peter; creo que la vuelta en taxi es lo más importante que nos ha pasado en nuestras vidas.


–Sí –dijo él–. Creo que sí.


–Y vamos a ser tan felices –dijo ella–. Quisiera contárselo a todo el mundo. Pero no sé. Creo que sería más dulce si lo guardamos como un secreto entre nosotros.


–Yo creo que sí –dijo él.


–¿No es muy hermoso? –dijo ella.


–Sí –dijo él–. Fabuloso.


–¡Encantador! –dijo ella.


–Oye –dijo él–, ¿no te importaría que me tomara un trago? O sea, médicamente, ya sabes. Estoy muerto; ayúdame, por favor. Creo que me va a dar un colapso.


–Sí, un trago te va a caer bien –dijo ella–. Pobrecito, qué pena que te sientas tan mal. Voy a prepararte un trago.


–Yo, la verdad –dijo él–, todavía no me explico cómo me sigues dirigiendo la palabra después del ridículo que hice anoche. Yo creo que mi única salida es meterme a un monasterio en el Tíbet.


–¡Estás loco! –dijo ella–. No te voy a dejar ir ahora. Ya deja de pensar en eso. Estuviste perfectamente bien.


De un salto ella se paró del sofá, lo besó con rapidez en la frente y salió corriendo de la  habitación.


El joven pálido la vio alejarse, movió la cabeza lentamente y luego la dejó caer sobre sus manos húmedas y temblorosas.


–Ay, mi amor –dijo–. Ay, ay, ay, Dios mío.


Relatos cortos de Dorothy Parker

Escritora Dorothy Parker

EL BANQUETE DE LAS PALABRAS

Aquel fue un año de locos, un año en que las cosas que debían haber ocurrido a su debido tiempo salieron de cualquier manera. Fue un año en que la nieve cayó copiosa y duradera en pleno abril, y los periódicos sensacionalistas publicaron fotos de chicas vestidas con pantalones cortos tomando baños de sol en el Parque Central en pleno enero. Fue un año en que, pese a la gran prosperidad reinante en la nación más rica, no podías andar cinco manzanas sin que los mendigos te pidieran limosna; en que no era infrecuente ver mujeres llamativas, de paso vacilante, vestidas con trajes caros, exhibirse en lugares públicos; en que los mostradores de las farmacias rebosaban de pastillas para tranquilizarte y de pastillas para animarte. Fue un año en que muchas esposas, colocadas en los altares, apenas unos pulgadas por debajo de los santos, árbitros de la etiqueta, veneradas anfitrionas, arquitectas de menús memorables, de golpe y porrazo preparaban la bolsa de viaje y el joyero y huían a México en compañía de jóvenes ambiguos dedicados al arte; en que los maridos que habían regresado a casa todas las noches no solo a la misma hora, sino en el mismo minuto de la misma hora, regresaban a casa una noche más, decían unas cuantas palabras y luego salían por la puerta que no volverían a cruzar jamás.


Si Guy Allen hubiese dejado a su mujer en otra época, ella habría conseguido mantener el perdurable interés de sus amistades. Pero en aquel año de locura fueron tantos los pecios matrimoniales varados en la playa de Norman’s Woe que las amigas ya estaban demasiado familiarizadas con las historias de naufragios. Al principio acudieron a su lado y, duchas en esas lides, hicieron lo posible por curarle la herida. Chasqueaban la lengua en señal de pena y sacudían la cabeza para manifestar su asombro; diagnosticaban que el de Guy Allen era un caso de demencia; hacían virulentas generalizaciones sobre los hombres, considerados como tribu; le aseguraban a Maida Allen que ninguna mujer habría sido capaz de hacer más por un hombre ni haber significado más; le estrechaban la mano y le prometían: «Volverá. ¡Ya verás cómo vuelve!»


Pero el tiempo siguió su curso, como la señora Allen, a quien nunca nadie había visto antes aferrarse así a un tema: repetía una y otra vez la historia del agravio que le habían causado, y ella, claro, pobrecita, una santa inocente. Las amigas ya no tenían fuerzas para intercalar en su letanía arrullos de condolencia, debilitadas de tanto escuchar su historia, la suya, y otras como la suya; la cruel verdad es que las sagas de las mujeres abandonadas adolecen de una lamentable falta de variedad. Y así, llegó un día en que, tras depositar con violencia la taza de té en la mesa, una de estas damas se puso en pie de un salto y gritó:


–¡Por el amor del cielo, Maida, habla de otra cosa!


La señora Allen no volvió a ver a esa dama. También comenzó a ver cada vez menos a sus otras amigas, aunque eso fue cosa de las amigas, no de ella. No se enorgullecían de semejante abandono; las inquietaba la idea acechante de que la más despiadada de las pelmas pudiera seguir realmente angustiada.


Trataron –cada una de ellas una sola vez– de invitarla a pequeñas cenas agradables para que se distrajera. La señora Allen acudía llevando consigo su obsesión, y la colocaba, por así decirlo, en medio del mantel cual macabro centro de mesa. Las amigas aportaron varios huéspedes masculinos, ninguno de ellos conocido de la señora Allen. De buen humor por encontrarse ante una mujer nueva y atractiva, realizaban pequeñas incursiones amorosas. Ella respondía haciéndolos partícipes de su tragedia y, mientras daban cuenta de la ensalada y esperaban la mousse de moca, les recitaba su lista de talentos comprobados como esposa, compañera y amante, y les hacía notar, con una cínica carcajada, para qué le habían servido. Cuando los huéspedes se marchaban, la anfitriona aceptaba abatida el ultimátum de su marido en relación con quién no debían volver a invitar jamás.


No obstante, siguieron invitándola a sus cocteles multitudinarios, obligación social por excelencia para beber como esponjas, pensando que la señora Allen, con su voz suave, sería incapaz de hacerse oír en medio del gran bullicio que impera en estas fiestas y, de ese modo, acallados sus problemas, tal vez, por un momento, quedaran olvidados. Cuando la señora Allen llegaba, se acercaba en línea recta a aquellas amistades que la habían conocido con su marido, y les preguntaba si habían visto a Guy. Si le contestaban que sí, les preguntaba cómo estaba. Si le contestaban: «Pues… estupendamente», les ofrecía una sonrisa indulgente y se alejaba. Sus amigas la dejaron por imposible.


A la señora Allen le sentó mal ese comportamiento. Las tachó a todas de criaturas que solo funcionaban cuando las cosas venían bien dadas y dio gracias por haberlas desenmascarado a tiempo; a tiempo de qué, nunca lo dijo. Pero no había nadie que se lo preguntara, porque hablaba consigo misma. Había adoptado esta costumbre mientras se paseaba hasta bien entrada la noche por los cuartos silenciosos de su apartamento, y pronto la llevó consigo a la calle, a su paseo diario. Fue un año en que muchos transitaban las aceras murmurando soliloquios y, a menos que hablaran en voz alta o hicieran gestos, los demás peatones no se volvían a mirarlos.


Pasó un mes, luego dos, luego casi cuatro, y ella seguía sin tener noticias directas de Guy Allen. Uno o dos días después de que él se marchara, la había telefoneado al apartamento y, tras interesarse por la salud de la criada que atendió la llamada (siempre fue el ideal de los sirvientes), le había pedido que le enviasen la correspondencia a su club, donde iba a alojarse. Más tarde, ese mismo día, Guy Allen mandó al mozo del club a que recogiera su ropa, la metiera en una maleta y se la llevara. Estos incidentes ocurrieron en ausencia de la señora Allen; a ella no la mencionó en ningún momento, ni a la criada ni por medio del mozo, y por eso se llevó un disgusto. De todos modos, se dijo, como mínimo sabía dónde estaba su marido. No se le ocurrió ir más allá y pensar que como máximo sabía dónde estaba su marido.


El primer día de cada mes recibía un cheque por la misma cantidad de siempre para sus gastos y los de la casa. El alquiler debía de llegarle directamente al propietario del edificio de apartamentos, porque a ella nunca se lo reclamaron. Los cheques no los mandaba Guy Allen; venían con una nota adjunta de su banquero, un distinguido caballero de cabello cano, cuyas comunicaciones daban la sensación de estar escritas con pluma. Aparte de los cheques, nada indicaba que Guy y Maida Allen fueran marido y mujer.


A la señora Allen el presente se le volvió intolerable y veía el futuro solo como su espantosa prolongación. Se refugió en el pasado. No se dejó guiar por la memoria; fue ella quien la condujo y puso rumbo hacia los recónditos y soleados caminos de su matrimonio. Once años de matrimonio, años de felicidad, de felicidad perfecta. Claro que a veces Guy había tenido los pequeños malos humores típicos de los hombres, pero ella siempre había conseguido que se le pasaran con una sonrisa, y esos episodios sin importancia solo servían para unirlos más dulcemente; las peleas entre enamorados preparan el camino hacia el lecho. En abril, lágrimas mil derramó la señora Allen por los tiempos pasados; y nadie se le acercó nunca para explicarle que, si había tenido once años de felicidad perfecta, era el único ser humano al que le había ocurrido algo semejante.


Sin embargo, la memoria es una compañera muda. El silencio golpeaba atronador en los oídos de la señora Allen. Ella quería escuchar voces tiernas, especialmente la suya. Quería encontrar comprensión, esa cosa que tantos se pasan la vida buscando, con lo fácil que tiene que ser encontrarla, porque ¿qué es sino alabanzas y compasión mutuas? Sus amigas la habían defraudado, por eso debía buscarse otras. Resulta sorprendentemente difícil reunir un nuevo círculo. A la señora Allen le costó tiempo y esfuerzo localizar a las señoras cuyo trato había frecuentado en otros tiempos, y que durante años había conseguido no recordar siquiera, y localizar a las agradables compañeras de viaje que había conocido a bordo de barcos y aviones. No obstante, obtuvo algunas respuestas, seguidas de sesiones íntimas en su apartamento, por las tardes.


Fueron poco satisfactorias. Las señoras no le ofrecieron comprensión sino recomendaciones. Le decían que se animara, que recobrara la compostura, que estuviera alerta; una de ellas llegó incluso a darle una palmada en el hombro. Las sesiones llegaron a adquirir gran parte del carácter que tienen las disputas de vestuario en el descanso de un partido de fútbol, y cuando al final la instaron a que mandara a Guy Allen al infierno, la señora Allen las suspendió.


Pese a todo, algo bueno sacó de ellas porque por intermedio de una de sus ignorantes consejeras la señora Allen conoció a la doctora Langham. Aunque la doctora Marjorie Langham se ganaba la vida trabajando, no había perdido ni una pizca de su feminidad, sin duda, porque nunca había tenido que pisar los pasillos manchados de sangre de la facultad de medicina ni quemarse las bonitas pestañas estudiando para conseguir el doctorado. De un solo salto, lleno de gracia, había caído sobre los delgados pies convertida en curandera de mentes atribuladas. Aquel fue un año en que los divanes de tales curanderos no llegaban a enfriarse entre paciente y paciente. La doctora Langham gozaba de un éxito tremendo.


Tenía infinidad de anécdotas sobre sus pacientes. Y una manera muy suya de contarlas que hacía que las historias clínicas no solo fueran para morirse de risa, sino que te daban a ti, su interlocutor, la estupenda sensación de que, después de todo, no estabas tan chiflado. En su faceta más profunda, era una mujer que lo comprendía todo al vuelo y demostraba una firme simpatía por las desgracias de las representantes sensibles de su sexo. Estaba hecha para la señora Allen.


En su primera visita a la doctora Langham, la señora Allen no fue directamente al diván. En la consulta llena de cretona y alegría, ella y la doctora se sentaron frente a frente, de mujer a mujer; de esa manera, a la señora Allen le resultó más fácil desahogarse a gusto. Durante el relato del indignante comportamiento de Guy Allen, la doctora asintió repetidas veces; cuando se enteró, a petición suya, de la edad de Guy Allen, esbozó una sonrisita divertida.


–¡Pero claro! Lo que imaginaba –dijo–. ¡Vaya, vaya con la crisis de los cuarenta y tantos! ¡Edad difícil y peligrosa! Eso es todo lo que le pasa… está pasando por el cambio.


La señora Allen se dio unos golpecitos en las sienes con los puños por ser tan tonta y no haberlo pensado antes. Se había hartado de llorar y gemir porque se le había olvidado por completo que también los hombres vienen al mundo llevando a cuestas la deuda del pecado original; a Guy Allen, como a cualquier hijo de vecino, le había llegado la hora de pagarla; ahí estaba el quid de la cuestión. (En los últimos dos casos de matrimonios rotos de los que la señora Allen se había enterado ese año, uno de los maridos salientes tenía veintinueve y el otro sesenta y dos, pero no le vinieron a la memoria.) La explicación de la doctora tranquilizó de tal modo a la señora Allen que se levantó y fue a tumbarse en el diván.


–Así me gusta… relájese –le sugirió la doctora Langham–. ¡Ah, esas pobres mujeres, esas pobres idiotas! Se destrozan el corazón, se flagelan con sus porqués, porqués, porqués, se dejan la piel para encontrar un motivo estrambótico que justifique el hecho de que sus maridos las dejen plantadas, cuando no se trata más que de un caso tradicional y pasajero de nervios exacerbados y un cambio rutinario de metabolismo.


La doctora le prestó a la señora Allen algunos libros para que se los llevara a casa y los leyera antes de la siguiente visita; algunas de las autoras, le dijo, eran muy amigas suyas, mujeres reconocidas como autoridades en la materia. Los libros parecían salidos de la misma pluma y estaban escritos en un estilo fluido, coloquial, asequible para el lector profano. Se notaba cierta uniformidad en sus contenidos; todos exponían una colección de casos de hombres casados que, en un arranque de enfurecida rebelión contra la madurez, habían abandonado el lecho conyugal y el techo familiar. Las rebeliones, como tales, resultaban conmovedoras. Masas de hombres con ojos desorbitados iban por la vida sin rumbo ni objetivo, sus noches eran frías y amargas, sus hogares, una fuente de enfermiza añoranza. Uno tras otro, los revolucionarios volvían con la cabeza gacha, las manos suplicantes, volvían al lado de sus sabias y amables esposas.


Aquellas obras impresionaron a la señora Allen. Encontró más de un pasaje que, de haber sido suyos los libros, habría subrayado profusamente.


Tuvo la sensación de que tenía todo el derecho del mundo a incluirse entre las esposas que esperaban en casa, tan amables, tan sabias. Podía decir, sin falsa modestia, que muchos le habían dicho que era demasiado amable para su propio bien, y que era capaz de reconocer un acto de verdadera sabiduría. En los primeros y aciagos días de su sufrimiento, se había jurado que no daría un solo paso para acercarse a Guy Allen. ¡Que se le pudriera la mano derecha y se le separara del brazo, si la utilizaba para marcar su número de teléfono! Nadie habría sido capaz de contar las millas que había recorrido por las alfombras de su casa pugnando por mantener el juramento. Y lo mantuvo, pero la vista de su mano derecha intacta, de su piel fresca y clara, no le servía de consuelo, sencillamente le recordaba el uso al cual podía haberla destinado. Y acto seguido, pensando siempre con renovado dolor en otra mano posada sobre otro disco, se recordaba que Guy Allen jamás la había llamado.


La doctora Langham le puso muy buena nota por mantenerse alejada del teléfono y restó importancia a su pena ante el silencio de Guy Allen.


–Por supuesto que no la ha llamado –le dijo–. Tal como yo esperaba, claro… es el mejor indicio que tenemos de que él también sufre lo suyo. Teme hablar con usted. Está avergonzado de sí mismo. Sabe lo que le ha hecho; no sabe por qué, como nosotras, pero sabe que lo que hizo es terrible. Piensa mucho en usted. Lo demuestra el hecho de que no se atreva a llamarla.


Uno de los grandes factores que contribuía al éxito de la doctora Langham era su habilidad para conseguir que a quienes estaban a punto de ahogarse, una pajita mojada les pareciera un tronco sólido.


La cura de Maida Allen no se produjo de un día para otro. Tuvieron que pasar varias semanas antes de que se sintiera entera. Según ella, todo el mérito era de su doctora. Por el mero hecho de haber arrojado la fría luz de la ciencia sobre el motivo del aparente abandono de Guy Allen, la doctora Langham había conseguido devolverle la ecuanimidad. Ya no era la criatura desolada y solitaria, rechazada como una flor marchita, un guante raído, una liga dada de sí. Era una mujer valiente y humana que, con la paciencia que era la joya de su corona, esperaba que su pobre hombre confundido superase su pequeña indisposición y volviese a su lado, para que ella le alegrara la convalecencia contribuyendo así a su pronta recuperación. Día tras día, en el diván de la doctora Langham, mientras hablaba y escuchaba, iba recuperando fuerzas. Dormía de un tirón, toda la noche, y cuando salía a la calle con la espalda recta, el rostro tranquilo y lleno de vida, entre toda la gente de hombros cargados y bocas amargas que poblaba las aceras, parecía la visitante llegada de un planeta mejor.


Y ocurrió el milagro. Su marido la llamó por teléfono. Le pidió si esa noche podía pasar por el apartamento a recoger una maleta que le hacía falta. Ella le sugirió que se quedara a cenar. Él le dijo que le sería imposible porque debía cenar temprano con un cliente, pero que pasaría a eso de las nueve. En caso de que no estuviera en casa, que por favor le dejara la maleta a Jessie, la criada. Ella le dijo que era la primera noche, en no se sabía cuánto tiempo, que no salía. Estupendo, dijo él, entonces la vería más tarde; y colgó.


La señora Allen llegó temprano a la cita con su doctora. Le dio la noticia a la doctora Langham con una especie de gorjeo alegre. La doctora asintió, y su sonrisa divertida se fue haciendo más grande hasta dejar al descubierto casi todos los dientes excepcionalmente bonitos.


–Pues ahí tiene usted –le comentó–. Ha dado señales de vida. ¿Y quién le dijo que iba a ser así? Ahora escúcheme bien. Es importante, tal vez la parte más importante de todo su tratamiento. Esta noche no vaya usted a perder la cabeza. Recuerde que este hombre ha hecho sufrir lo indecible a una de las criaturas más sensibles que he conocido en mi vida. No se ponga blanda con él. No se muestre entusiasta, como si le estuviera haciendo un favor al volver a su lado. No sea demasiado indulgente con él.


–¡Nooo, qué vaaa! –exclamó la señora Allen–. ¡Guy Allen va a tragarse sus palabras!


–Así me gusta –dijo la doctora Langham–. No le haga escenas, ya sabe; pero tampoco le dé a entender que todo está perdonado. Muéstrese dulce y fría. Ni por un momento deje que adivine que lo ha echado de menos. Simplemente deje que se dé cuenta de lo que se ha estado perdiendo. Y por el amor de Dios, ni se le ocurra pedirle que se quede a pasar toda la noche.


–Ni por todo el oro del mundo –dijo la señora Allen–. Si eso es lo que quiere, tendrá que pedírmelo. ¡Sí! ¡Y de rodillas!


El apartamento estaba precioso; la señora Allen se ocupó de que así fuera y de que ella no le fuera a la zaga. Al volver a casa, después de haber estado en la consulta de la doctora, compró montones de flores y las dispuso con exquisito gusto –siempre se le habían dado bien los arreglos florales– por toda la sala.


Él llamó al timbre a las nueve y tres minutos. La señora Allen le había dado la noche libre a la criada. Ella misma se encargó de abrir la puerta.


–¡Hola! –lo saludó.


–¿Qué tal? ¿Cómo estás?


–Pues, perfectamente –dijo ella–. Pasa. Creo que ya conoces el camino, ¿no?


La siguió hasta la sala. Tenía el sombrero en la mano y llevaba el abrigo doblado sobre el brazo.


–Cuántas flores –dijo él–. Qué bonitas.


–Sí, ¿no son preciosas? Todo el mundo es muy amable conmigo. Dame tus cosas, que te las guardo.


–Dispongo apenas de un momento –dijo él–. He quedado con alguien en el club.


–Vaya, qué lástima.


Siguió una pausa. Y él dijo:


–Tienes buen aspecto, Maida.


–Ay, no sé por qué –dijo ella–. Estoy que no me tengo en pie. Últimamente no paro ni de día ni de noche.


–Te sienta bien.


–¿No has notado nada nuevo en la sala? –le preguntó ella.


–Pues… no sé… ya me he fijado en las flores. ¿Hay algo más?


–Las cortinas, las cortinas –contestó ella–. Son nuevas, de la semana pasada.


–Ah, sí. Son bonitas. De color rojo pálido.


–Rosa –dijo ella–. La sala está bonita con estas cortinas, ¿no te parece?


–Sí, estupenda.


–¿Qué tal tu habitación en el club? –le preguntó.


–Está bien. Tengo todo lo que quiero.


–¿Todo, todo? –preguntó ella.


–Sí, claro.


–¿Qué tal la comida? –quiso saber ella.


–Ahora bastante buena. Mucho mejor que antes. Han puesto un nuevo chef.


–¡Qué divertido! ¿O sea que te gusta? Vivir en el club, digo.


–Sí, claro –contestó él–. Estoy muy cómodo.


–¿Por qué no te sientas y me cuentas qué es lo que no te gustaba de aquí? ¿La comida? ¿El espejo que usabas para afeitarte? ¿Qué?


–Vaya, todo estaba bien –respondió él–. Verás, Maida, tengo que irme corriendo. ¿Tienes por aquí mi maleta?


–Está en el dormitorio, en tu armario, donde siempre ha estado –dijo ella–. Siéntate… ya te la traigo.


–No, no te molestes, ya voy yo.


Se fue para el dormitorio. La señora Allen empezó a ir tras él, pero entonces se acordó de la doctora Langham y se quedó donde estaba. Sin duda, a la doctora le parecería algo indulgente de su parte el que entrara con él en el dormitorio cuando no hacía ni dos minutos que había vuelto.


Él regresó con la maleta.


–Seguro que puedes sentarte y tomar una copa, anda –insistió ella.


–Ojalá pudiera, pero tengo que irme, de veras.


–Pensé que podríamos intercambiar unas cuantas palabras de cortesía –dijo ella–. La última vez que oí tu voz, lo que me dijiste no fue muy agradable.


–Lo lamento.


–Estabas justo ahí, al lado de la puerta… muy guapo, por cierto –dijo ella–. En la vida te había visto tan incómodo. Si alguna vez ibas a estarlo, aquel fue el momento más oportuno. Cuando me dijiste lo que me dijiste. ¿Te acuerdas?


–¿Y tú? –preguntó él a su vez.


–Vaya si me acuerdo. “Ya no quiero seguir así, Maida. Se acabó.” ¿De veras te parece bonito decirme algo así? A mí me pareció bastante repentino, después de once años.


–No. No fue repentino –dijo él–. Me pasé seis de esos once años diciéndotelo.


–Pues no me enteré.


–Claro que te enteraste, querida. Lo interpretaste como una falsa alarma, pero vaya si te enteraste.


–¿Cómo es posible que te hayas pasado seis años planificando esta salida tan drástica?


–Planificando, no –aclaró él–. Pensando, nada más. No tenía planes. Ni siquiera cuando te dije esas palabras de despedida, indudablemente poco acertadas.


–¿Y ahora los tienes? –preguntó ella.


–Por la mañana me marcho a San Francisco –respondió él.


–Qué amable eres al confiar en mí. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?


–La verdad es que no lo sé. Hemos abierto allí una sucursal, ¿sabes? Las cosas se han complicado un poco y tengo que ir a poner orden. No sé decirte cuánto tiempo llevará.


–Te gusta San Francisco, ¿no?


–Sí –dijo él–. Como ciudad no está mal.


–Claro y encima está bien lejos –dijo ella–. No podías irte más lejos y seguir estando en los lindos Estados Unidos, ¿no?


–En eso tienes razón –admitió él–. Oye, me marcho ya, tengo mucha prisa. Llego tarde.


–¿Es que no me puedes contar así por encima lo que has estado haciendo?


–He estado trabajando todo el día y gran parte de las noches –contestó él.


–¿Y te interesa?


–Sí, me gusta, la verdad.


–Me alegro por ti –dijo ella–. No es que quiera hacerte llegar tarde a tu cita. Pero me gustaría tener aunque sea una leve idea de por qué hiciste lo que hiciste. ¿Tan infeliz eras?


–En realidad sí, muy infeliz. No había necesidad de que me obligaras a decirlo. Lo sabías.


–¿Por qué eras infeliz? –insistió ella.


–Porque dos personas no pueden pasarse la vida haciendo las mismas cosas año tras año, cuando solo a una de las dos le gusta hacerlas y, pese a eso, seguir siendo feliz –contestó él.


–¿Y tú te crees que yo puedo ser feliz así como estoy?


–Pues sí –respondió él–. Creo que lo conseguirás. Ojalá hubiera una manera más agradable de hacerlo, pero creo que después de un tiempo, no muy largo, por cierto, estarás mejor que nunca.


–¿Conque eso es lo que crees? Ah, ya sé lo que pasa, te cuesta creer que soy una persona sensible.


–No será porque no me lo hayas dicho… once años te pasaste diciéndomelo. Oye, esto no tiene sentido. Adiós, Maida. Cuídate.


–Lo haré. Te lo prometo.


Él cruzó la puerta, fue pasillo abajo y llamó el ascensor. Ella se quedó mirándolo desde el umbral, con la puerta abierta.


–¿Sabes qué, querido mío? –le dijo–. ¿Sabes qué es lo que a ti te pasa? Has llegado a la edad madura. Por eso tienes estas ideas.


El ascensor se detuvo en la planta y el ascensorista abrió la puerta.


Guy Allen se dio media vuelta antes de entrar en la cabina.


–Hace seis años todavía no había llegado a la edad madura –le dijo–. Y entonces ya las tenía. Adiós, Maida. Buena suerte.


–Buen viaje –le deseó ella–. Mándame una postal de la ciudad.


La señora Allen cerró la puerta y regresó a la sala. Se quedó muy quieta en el centro de la habitación. No se sentía como había imaginado.


En fin. Se había comportado con perfecta frialdad y dulzura. Debía de ser que Guy todavía no estaba del todo recuperado de su leve dolencia. Pero se recuperaría; vaya si lo haría. Vaya si lo haría. Cuando estuviera allá lejos, dando tumbos por las colinas de San Francisco, recobraría el buen juicio. Intentó fantasear un rato; él volvería a su lado, el cabello se le pondría gris de la noche a la mañana –la noche en que se diera cuenta del tormento de su locura– y el cabello gris no lo favorecería nada.


Regresaría para comerse sus palabras, si, ella se aseguraría de que lo hiciera. En su mente casi podía verlo: canoso, ajado y desmoralizado, mientras mordisqueaba las palabras frías, negras, brillosas y desagradables.


No. La fantasía no era suficiente.


Fue al teléfono y llamó a la doctora Langham.


****

Inventario


Cuatro son las cosas que conozco y me hacen más sabia:

Pereza, pena, un amigo y un enemigo.

Cuatro son las cosas sin las cuales todo hubiera estado mejor:

amor, curiosidad, pecas, dudas.

Tres son las cosas que nunca lograré:

Envidia, profundidad y suficiente champagne.

Tres son las cosas que tendré hasta la muerte:

Risa y esperanza y un ojo en compota.

Coincidencia desafortunada

Desde el momento en que jures que sos suya,

Temblando de emoción, suspirando,

Y él jure que su pasión es

infinita, que está siempre encendida.

Mi querida, anotate esta:

Uno de los dos está mintiendo.  




—    Por favor, deja de darme las gracias, por el amor de Dios—dijo él.

—    La verdad, no creía que estuviera diciendo nada mal. Si te he ofendido, lo siento muchísimo. Sé muy bien lo que es sentirse ofendida. Te aseguro que no me di cuenta de que era un insulto decir “gracias” a alguien. No estoy muy acostumbrada a que me pongan verde porque digo “gracias”.

—    ¡No te pongo verde!—exclamó él.

—    ¡Ah! ¿no? —dijo ella—Bueno.

—    Dios mío, lo único que he hecho ha sido preguntarte si querías que fuera a buscarte cigarrillos. No hay por qué irritarse.

—    ¿Quién dice que estoy irritada? No sabía que fuera una ofensa criminal decir que jamás se me ocurriría molestarte por eso. Me temo que debo ser terriblemente estúpida o algo parecido.

—    ¿Quieres o no que vaya a buscarte cigarrillos?— preguntó él.

—    ¡Santo cielo!—exclamó ella—si tantas ganas tienes de irte, por favor, no te sientas obligado a quedarte.

—    Por favor no seas así.

—    ¿Qué no sea así?—dijo ella—No soy ni así ni asá.


De Los sexos, en el libro La soledad de las parejas, de Dorothy Parker.



miércoles, 14 de julio de 2021

Francisco de Quevedo, Execración contra los judíos

 Execración por la fee católica contra la blasfema obstinación de los judíos que hablan portugués y en Madrid fijaron los carteles sacrilegos y heréticos. Aconsejando el remedio que ataje lo que, sucedido en este mundo, con todos los tormentos aún no se puede empezar a castigar.

Escríbela don Francisco de Quevedo Villegas, Caballero de la Orden de Santiago y Secretario de su Majestad.


A la Majestad católica del Rey nuestro Señor don Felipe 4.° deste nombre.


Psalmo 51. Deas, iuditium tuiim regí da, et iustitiam tuam filio regis. 


Señor:

Si el sentimiento pudiera ser consuelo al horror de que toda España está poseída en este sacrilegio, al que V.M. ha mostrado, lleno de religión y celo católico, se debiera este remedio. Mas las circunstancias de tal delito a vuestros buenos vasallos niegan el consuelo en vuestro dolor, y a vos, Señor, el que tuviérades en consolar su dolor con el vuestro. Yo, como Job, hablaré en la amargura de mi alma, por ser fiel, y nada callaré, por ser leal, pretendiendo no ser reo a entrambas majestades: a la eterna, como su criatura; a la vuestra, como vuestro criado, que reverencia el juramento que al servicio de V.M. ha hecho. 

De dos maneras ha castigado Dios nuestro Señor siempre y de entrambas nos castiga. La una es castigar los pecados, la otra, castigar con los pecados. No sé si acierto en temer la postrera por mayor, pues cuanto es peor el pecado que el castigo, tanto es peor castigo el pecado. Castiga Dios nuestras culpas con permitir que nuestros regocijos sean nuestras lágrimas. Lo que se vio en dos fiestas de toros en la plaza, adonde, en la primera, quemándose de noche hasta los cimientos una acera, no pereció nadie, y la segunda, no cayéndose nada ni ardiéndose una madera, murieron miserablemente tantas personas. 

Castiga Dios con permitir en Cádiz que nuestros puertos sean cosarios de nuestras mercancías y las anclas de nuestros navíos sus huracanes. Da a los rebeldes las plazas en Flandes. Da la flota, sin resistencia nuestra ni gasto de pólvora, a los herejes. Entrégales en el Brasil los lugares y puertos y las islas. Abreles paso a Italia. Dales victorias en Alemania y socorros. Castigos son de su mano, satisfaciones son de su ira grandes y dolorosas. Mas permitir que en la corte de V. M. azoten y quemen un crucifijo, que repetidamente fijen en los lugares públicos y sagrados carteles contra su ley sacrosanta y solamente verdadera, esto es castigar con los pecados. Y pecados tales, que en esta vida no pueden tener proporcionado castigo. Señor, el vernos castigados de la mano de Dios no debe afligimos, sino enmendarnos, porque su azote más tiene, por su bondad, de advertencia que de pena.

Así lo enseña el grande doctor y padre S. Augustín: Qui gaudet miraculis beneficiorum gaudeat et in terroribus ultionum, nam et blanditur, et minatur, si non blandiretur nulla esset exortatio, si non minaretur nulla esset correctio. / Quien se alegra con los milagros de los beneficios alégrese en los espantos de las venganzas, porque halaga y amenaza. Si no halagara, no hubiera alguna exortación; si no amenazara, no hubiera alguna corrección.

Todas nuestras calamidades referidas las hallo una por una contadas en Nahúm profeta, con la causa dellas Cap. 3: Vox flagelli, et vox Ímpetus rote, et equi frementis, et equitis ascendentis, et micantis gladis, et fulgurantis haste, et multitudis interfecte, et grauis ruine; nec est finís cadaverum et corruent in corporibus suis, propter múltitudinem fornicationum meretricis spetiose, et grate, et habentis meleficia, que vendit gentes in fornicationibus suis, et familias in maleficiis suis. / La voz del azote, la voz del ímpetu de la rueda, la del caballo que gime, la del caballero que sube, la de la espada que reluce, la de la lanza que fulmina, la de la multitud muerta y de la ruina grande; no tienen los cadáveres fin y se precipitarán en sus cuerpos por la multitud de las fornicaciones de la ramera hermosa y favorecida y que tiene hechizos, que vende las gentes en sus fornicaciones y las familias en sus hechicerías. 

Podrán otros hallar estas señas de la ramera, por la hermosura, valimiento y hechizos, bien parecidas a otra cosa. Empero, yo reconozco ser esta ramera la nación hebrea con la autoridad de Isaía:

Cap. l.°: Quomodo facta est meritrix civitas fidelis plena iudicii?  / ¿Cómo se ha vuelto ramera la ciudad fiel llena de juicio? Por ella, Señor, y por sus prevaricaciones, temo que hemos oído en Italia, Flandes y Alemania todas las voces referidas. Pues nos han gritado el azote, la rueda, el caballo, el caballero, la espada, la lanza y la multitud de difuntos, pronunciando horror con los cadáveres y escribiendo de espanto, con güesos sangrientos, las campañas. ¡Oh, Señor, a cuán hondos retiramientos de la alma baja la consideración el sentimiento! No dudo que la mano sacrilega que escribió los carteles y la lengua precita que los dictaba padecerán.

David, rey santo y profeta rey, lo asegura en el Psalmo 51:

Quid gloriaris in malitia qui potens es in iniquitate? / ¿Por qué te glorificas en malicia tú, poderoso en la maldad? Por todo el Psalmo y singularmente en el verso 6.7: Dilexisti omnia verba precipitationis, lingua dolosa. Propterea Deus destruet te in finem; evellet te, et emigrabit te de tabernáculo tuo, et radicem tuam de térra viventium. / Amaste, lengua maldita, todas las palabras de precipitación, por lo cual Dios te destruirá en el jin, y te arrancará y te arrojará de tu tabernáculo y tu raíz de la tierra de los que viven. 

Mas, Señor, ¿quién nos dará satisfación de que en vuestra corte haya habido piedras que consintiesen tales carteles, cuando sabemos que las piedras (en esto) han mudado naturaleza por nuestros pecados? Pues cuando vieron otro cartel sobre la cruz de Cristo, se quebraron las de Hierusalem, y, con éstos, no hicieron movimiento las de Madrid. Rasgaron sus claustros los montes y fueles fácil desabrochar la trabazón de cerros, y no se hendieron las puertas y las paredes donde los pegaron. Gimió con los truenos el cielo. Tronó con las borrascas el mar y faltó voz a las esquinas. Los muertos salieron de las sepolturas cuando la propia  nación condenó a Cristo, y hoy los vivos parecen muertos y sepulcros las casas. Halló el sol, en medio del día, noche con que taparse la cara por no veer las afrentas de Cristo, y en esta ocasión faltaron nubes que le enlutasen la luz, porque faltase día para leer blasfemias tan descomulgadas. ¡Quién dejará de confesar que esta nota desconsuela el tiempo y el lugar!

Quédese aquí la ponderación, pues para el castigo y el remedio V.M. es el solamente todo católico. Monarca grande por las virtudes, piedad y religión, sumo por el poderío y fuerzas. Amparáis el santo Tribunal de la Inquisición, mano derecha y sagrada de vuestra justicia, más precioso rayo de vuestra corona, fortaleza inexpugnable de vuestros reinos, tutela soberana de vuestros vasallos. Pasemos al remedio por el conocimiento de la causa infernal de tan sacrilegos y abominables efectos.

Serenísimo, muy alto y muy poderoso Señor, preceda en vuestros oídos esta advertencia a mi discurso. Que de la benignidad de V.M. espero la dará paso desembarazado a su real corazón, de quien confío que, pues está en la mano de Dios, será asistido mi celo y acogida mi verdad.

Los gloriosos antecesores de V.M. expelieron de todos sus reinos la nación pérfida hebrea cuando se coronaban en pocos y pobres retazos de España, recobrados a la inundación de los moros por el valor de las reliquias cristianas que, de aquella universal ruina, quedaron (parte despreciadas, parte defendidas por la espada de Santiago, su único patrón). Y me persuado con grandes fundamentos que, por aquella expulsión, estendió Jesucristo nuestro Señor el cerco de su corona sobre todo el camino del sol. No sólo borrando las de los moros, sino incluyendo en ella las coronas de otros reyes católicos, como se vee en las de Aragón, Portugal, Nápoles y Sicilia. Mucho debe V.M. a la misericordia de Dios, que ha juntado tan distantes orbes para ceñir en majestad incomparable su cabello, dejando fuera de su obediencia los que castiga. Y cuando el sol, en cuanto camina con las horas, no da paso donde vos no dominéis, la noche en el mundo opuesto no mira con el desvelo de las estrellas mar ni tierra que no sea vuestro.

Las causas que obligaron a los progenitores de V.M. a limpiar de tan mala generación estos reinos se leen en todos los libros que doctísimamente escribieron varones grandes en defensa de los estatutos, iglesias y colegios y órdenes militares. No las callan las historias propias y extranjeras. Vulgar es, y de pocos ignorado, el papel que declara la causa de la postrera expulsión. Y con él anda el consejo que los malos judíos, príncipes de la sinagoga de Constantinopla, dieron a los que les avisaron desde España del destierro y castigos que padecían. Consejo tan habitado de veneno que inficiona leerle y molesta veer con cuánta maña le supieron ejecutar. Pénele a la letra en español el doctor Ignacio del Villar Maldonado, doctísimo jurisconsulto, en su libro impreso cuyo título es Silva Responsionum luris, libro 1. en la duodécima responsión (párrafo 51). Referiré a V.M. una cláusula dél:

Y pues decís que los dichos cristianos os quitan vuestras haciendas, haced vuestros hijos abogados y mercaderes, y quitarles han ellos a los suyos sus haciendas. Y pues decís que os quitan las vidas, haced vuestros hijos médicos y cirujanos y boticarios, y quitarles han ellos a sus hijos y descendientes las suyas. Y pues decís que los dichos cristianos os han violado y profanado vuetras ceremonias y sinagogas, haced vuestros hijos clérigos. Los cuales con facilidad podrán violar sus templos y profanar sus sacramentos y sacrificios. 

Yo, Señor, no estoy tan cierto de que les diesen este consejo los judíos de Constantinopla a los de España, como de que los judíos de España le han ejecutado. Si se toma la disposición a la salud y a las vidas, más vidas nos cuestan sus medicinas y sus recetas que las batallas. Un médico fue causa de la postrera expulsión. Era judío y traía en lo hueco de una poma de oro un retrato suyo, pisando con los pies la cara de un crucifijo. Y en el propio libro y párrafo citado, cuenta el doctor Ignacio del Villar Maldonado de otro médico judío, que se le averiguó haber muerto más de trecientas personas con medicinas adulteradas y venenosas, y que todas las veces que entraba en su casa cuando volvió de asesinar los enfermos, le decía su mujer, que era, como él, judía: «Bien venga el vengador». A que el judío médico respondía, alzando la mano cerrada del brazo derecho: «Venga y vengará». Y destas historias de médicos judíos que han vendido por dinero la peste a los cristianos, están llenos los libros y las historias y los autos de Inquisición. Y hoy, Señor, en Madrid son muchos los médicos y oficiales de botica los que hay portugueses desta maldita y nefanda nación. Y son infinitos los que andan peleando, con achaque de curar, por todos los reinos, y cada día el santo Oficio los lleva de las mulas al brasero.

Juan Baptista de san Nazario, que se llama Ripa, in suo tractatu iuridico De peste, folio 76, Irt electione medicorum, dice estas afectuosas palabras: Ego autem áloquor Abenionienses qui se saos que liberos in infirmitatibus commitum judeis perfidis, et christianorum inimicis, nam si Christum persecuti sunt credendum est quod nos quoque persequentur, alias si contrarium creditis, eritis illis, símiles qui Christum mendosum prophetam aseberant. Ego autem christianus sum et agnosco veritatem Christi dicentis. Si me persecuti sunt, et vos persequentur. Mortem profecto apetit qui a Judeis sanitatem exquirit, quia sine auxilio Christi se sanum fieri putat. Cap. qui sine 26. quest. 11.

Contra sí oye las palabras de Jesucristo cualquiera cristiano que de los judíos promete otra cosa que muerte y persecución. Pues si declaran las haciendas particulares y públicas, bien verificado lloran aquel endemoniado consejo. Siendo verdad que no hay cosa que se venda o se compre, por menudo ni por junto, vil ni preciosa, desde el hilo hasta el diamante, que no esté en su poder. Ni estanco, ni arrendamiento, ni administración que no posean. Y con haber arribado a ser asentistas, han avecindado su venganza a más de lo que pudieron maquinar los detestables rabíes de Constantinopla. En la parte de hacerse abogados no hablo, porque no es menester, ni en la de hacerse sacerdotes, porque no puedo. Por demás es decir lo que se vee y enseñar uno lo que todos cuentan. Todo esto debieron de reconocer y prevenir los señores reyes de felice recordación, las leyes, los establecimientos y los sagrados cánones que, para todas estas cosas (fuera de la mercancía), mandaron precediese información de limpieza.

Tal es aquella nación que los príncipes no tuvieron por salud entera desterrarlos. Antes, por todo lo dicho, reconocieron el peligro y el contagio en pequeña participación de sus venas. El vaho de su vecindad inficiona, su sombra atosiga. Una gota de sangre que de los judíos se deriva seduce a motines contra la de Jesucristo toda la de un cuerpo en la del más calificado. No la olvidan las tardanzas del tiempo de su mala calidad. Siempre empeora la buena sangre con que se junta, y por eso la busca. Nunca se mejora con la buena en que se mezcla, y por eso no la teme. Y es, Señor, caso admirable y maravilla grande que premiase Dios nuestro Señor la expulsión postrera de los abominables judíos y el establecer contra su perfidia el tribunal del santo Oficio, [Nazario] Nasario del más] demas con dar a los Reyes Católicos tanto mundo. Que ignorancia tan antigua guardó hasta sus días, para que fuese recompensa de acción tan colmada de gloria y, juntamente, señal de lo mucho que se agradó la majestad divina de tan santa determinación. Cargue V.M. la consideración sobre el cuidado que en esto tuvo el verdadero Dios nuestro, pues, yendo Colón primero a rogar con el nuevo mundo al rey de Portugal, no se le concedió y le llevó al rey don Fernando, porque le gozase quien desterraba los judíos y le perdiese quien los acogió.

Debo poner a V.M. en consideración que nuestros acontecimientos se miran de oposición con aquellos sucesos si (después que los judíos en España se han introducido en el mayor comercio con honra y autoridad y pretendido con escritos impresos relajación de gravámenes y alguna eceptión en materia de vender bienes y poder ausentarse y que se determine fin a su afrenta) experimentamos pérdidas de plazas y de gente y de flotas. Y no es ajeno de razón achacar esto a los judíos que tenemos, pues los tenemos en premio de los que echamos.

Digna cosa es del reparo de V.M. las grandes y milagrosas plagas que Dios, siendo los judíos su pueblo, invió sobre Faraón, porque los detenía y no los dejaba ir, y las que invía, que no son  menores que  aquéllas, hoy que son pueblo contra El, sobre los que los tienen y no los echan. Esta, Señor, es gente que produce plagas si los tienen y si no los arrojan. No será hoy menos condenada la dureza de quien no los echare que lo fue la del que no los dejó ir. ¿Qué se puede esperar de los que crucificaron al que esperan y de los que, crucificado, le queman y de los que, quemado, condenan a muerte su sacra santa ley con editos abominables? 

Yo me prometo de la justicia de V.M. que, recordado de los ultrajes hechos en su tiempo tan atroces al Santísimo Sacramento por dos herejes en su corte, de los primeros carteles que, con la nota destos segundos, se fijaron en Sevilla cuando el inglés acometió Cádiz, no sólo mandará que, con todo rigor, se observen los estatutos (que esto yo creo se ha hecho y hace) sino que, creciéndolos, pasará a que sus órdenes, con perpetua transmigración, arrojen de todos sus reinos esta cizaña descomulgada.

Y porque a este remedio puede parecer estorbo en las ocurrencias presentes el ser desta detestable, pérfida, endurecida y maldita nación los más de los asentistas, digo que tuviera por más seguro el desamparo ultimado de todos que el socorro déstos. Señor, mirando a vuestras grandes y admirables virtudes, me atrevo a deciros aquellas palabras del Psalmo, decentes por ser de rey para rey, graves y misteriosas por ser de rey profeta y santo. Como puedo os las apropio: Qitia dilexisti iustitiam, et odisti iniquitatem propterea ungit te Deus tuus, olio letitie pre consortibus tuis. / Porque amaste la justicia y aborreciste la maldad, por eso te ungió tu Dios con olio de alegría entre tus consortes.

De que se colige literalmente que, como hay olio de alegría para ungir al rey que, como V.M., ama la justicia y aborrece la maldad (como lo muestra el quia, causal), que también habrá olio de tristeza para ungir al rey que amare la maldad y aborreciere la justicia. Y como yo conozco la grande religión de vuestro ánimo y la benignidad esclarecida de vuestro corazón, quiero informar a V.M. de la naturaleza precipitada, del natural dañado e injurioso desta abatida y vilísima nación  hebrea. Y porque no padezcan ecepción mis palabras, todas serán, en la primera prueba, textos sagrados.

En el libro 5 de las Decretales de judeis sarracenis (Título VI, cap. VIII): Ad hec omnibus Christianis qui sunt in iurisditione nostra penitus interdicatis, et si neccesse fuerit districtione eclesiástica compellatis eosdem ne judeorum seruitio se assidue pro aliqua mercede exponant, quod etiam obstetricibus et nutricibus eorum prohibere curetur, ne infantes judeorum in eorum domibus nutrire presumant judeorum mores, et nostri in nullo concordant, et ipsi de facili ob continuam combersationem et assiduam familiaritatem ad suam superstitionem et perfidiam simplicium animos inclinarent. 

Manda este decreto que se prohíba a los cristianos servir a los judíos y a las amas cristianas que no críen sus hijos. Y da la razón: porque las costumbres de los judíos en nada concuerdan con las nuestras, y con el trato y conversación, dice el santo Pontífice, les es fácil a ellos seducirlos a su perfidia y bestial superstición.

Repare V.M. en que no se pueden atribuir a otra cosa los daños y escándalos que suceden sino a la licencia con que se deroga este decreto. Y más, Señor, leyendo en el propio título, capítulo XIII, estas tan sanctas como temerosas palabras: Et si judeos (quos propria culpa sumisit perpetue seruituti) pietas Christiana receptet et sustineat cohabitationem illorum ingrati tamen nobis esse non debent, ut redant Christianis per gratiam contumeliam, et de familiaritate contemptum, qui tanquam misericorditer, in nostram familiaritatem admissi, nobis illam retributionem inpendunt, qua (iusta vulgare proberbium) in vis impera, serpens in gremio, et ignis in sinu suis consueverunt hospitibus exhibere.

Señor, este capítulo, para guiar las determinaciones de V.M., se lee escrito en tantos nortes como letras. Dice que los judíos, por su propia culpa, están sujetos a perpetua esclavitud. Luego excluidos están, por sus maldades, no sólo de tener puestos y mandar, sino de tener libertad /[5v] y dejar de ser esclavos. Y como si con el santo Pontífice se consultara el advirtirlos por asentistas, dice que no se ha de comunicar ni tratar con ellos, porque los judíos dan el pago que da el ratón al que le lleva en las alforjas y la  serpiente al que la abriga en el regazo y el fuego al que le hospeda en el seno.

Vea V.M.: si el mantenimiento que les fiamos le roen, si el regazo en que los abrigamos le envenenan, si el seno donde los recogemos le abrasan, ratones son, Señor. Enemigos de la luz, amigos de las tinieblas, inmundos, hidiondos, asquerosos, subterráneos. Lo que les fían roen y lo que les sobra inficionan. Sus uñas despedazan la tierra en calabozos y agujeros, sus dientes tienen por alimento todas las cosas (o para comerlas o para destruirlas), desvelados en el sueño y descuido de los que los padecen. Temerosos y fecundos, de fertilidad tan nociva que la casa donde están la minan, de suerte que no puede vivir en ella quien se contenta con cerrar los agujeros u espantarlos, y sólo puede habitarla quien, o se muda della, o los mata. Sierpes son, Señor, que caminan sin pies, que vuelan sin alas, resbaladizos, que disimulan su estatura anudándola, que se vibran flecha y arco con su lengua en los círculos sinuosos de su cuerpo, que se encogen para alargarse, que pagan en veneno desentomecido el abrigo que se les da. 

Fuego son, que paga la vecindad en incendios y la acogida en ceniza, que de pequeña centella crecen en hoguera, que tratados queman y vistos deslumbran, consentidos consumen y apagados ahúman. Y siempre con inquietud se dan priesa a consumir lo que los alimenta.

Soberana, Sacra, Católica y Real Majestad: no dudo que con este advertimiento de los sagrados cánones, mandaréis echar el ratón de vuestro alimento y la sierpe de vuestro regazo y el fuego de vuestro seno. Y porque veáis que desta comparación con los judíos quedan afrentados y quejosos el fuego, la sierpe y los ratones, oíd las palabras con el que el pontífice acaba este capítulo 13: Accepimus autem quod judei faciunt christianas filiorum suorum nutriles, et (quod non tantun dicere, sed et nefandum est cogitare) cum in die Resureccionis Dominice, illos recipere Corpus et sanguinem Jesuchristi contingit, per triduun ante quan eos lactent, lac effundere faciunt in lattrinam, alia insuper contra fidem catholicam detestabilia, et inaudita commitunt propter quod fidelibus est verendum ne divinam indignationem incurrant cun eos perpetrare patiuntur indigne que fidei nostre confusionem inducunt. / Ha venido a nuestra noticia que los judíos dan amas cristianas que les crien a sus hijos y (lo que no sólo decirlo, sino imaginarlo, es nejando) como acontezca que el día de la resurrección del Señor reciban el cuerpo y la sangre de Jesucristo, por tres días después que comulgaron las hacen derramar la leche en una necesaria y cometen otras maldades contra la jee católica, detestables y inauditas. Por lo cual los fieles deben temer no incurran en la divina indignación, pues indignamente los permiten cometer delitos que inducen confusión a nuestra fee [acaba] acabe

No tengo para qué ponderar a V.M. las palabras deste capítulo, que en sus piadosas entrañas tendrán más conmiseración que eficacia en mis razones. Sólo hago recuerdo a V.M. que por esto en la casa real es estatuto que se haga información a las amas de los serenísimos príncipes y infantes y que, aunque la leche sea buena, en la que fuere desta perversa ralea, no se admita. Temiendo aun en tanta majestad el contagio desta nación que describe y dibuja Job, cap. 39, en Behemoth y Leviatán: Ecce Behemoth. Veis a Behemoth. No me detendré en todo el capítulo, por no hacer comentario ni discurso. Repararé en el verso 13 y en el 18, que retratan en este monstruo el pueblo hebreo:

Ossa eius veluti fistulle eris, cartillago illius quasi lamine ferree. / Sus huesos como cañones de metal, sus ternillas como láminas de hierro. 

No es, Señor, de otra suerte su dureza. Los huesos destos pérfidos son cañones de batir, sus medulas son balas, sus ternillas láminas de hierro. Estos no son hombres, sino máquinas de guerra. Con la carne arrebatan la batería sobre que se fabrican. Prosigue Job:

Ecce absorbebit fluvium, et non mirabitur, et habet fidutiam quod influat Jordanis inos eius. / Veisle que se sorberá el río y no se admirará, y tiene esperanza, que ha de agotar el Jordán en su boca.

Aquí, Señor, declara la pretensión de este pueblo anatematizado por el río que se sorbe, y no se admira su sed insaciable de usuras y riquezas. Por el Jordán que espera agotar, declara que su negocio es agotar el baptismo. Que yo así lo entiendo literalmente en la palabra cerrar en su boca el Jordán, río donde Cristo baptizó y fue baptizado, aguas que fueron solar del baptismo, de donde prueba su nobleza y limpieza, en la ley de gracia, nuestra alma. Pedro Comestor en la Historia eclesiástica de los Actos (fol. 249): que como san Pablo, predicando en Atenas, convirtiese mucha gente, pasó a Corinto, donde convirtió un judío que se llamaba Aquila con su mujer Priscila, de los cuales habla muchas veces cuando escribe a sus amigos. Estos eran recién venidos de Italia, expulsos por el edicto de Claudio emperador, que los había desterrado de su imperio porque, con la familiaridad y introdución que tenía con Agripina su mujer, la habían ya introducido en sus ritos, de suerte que judaizaba. Pues si este comercio fue de tal peligro en la familia imperial, y por emperador idólatra fue arrojado con edicto por detestable y contagioso, V.M., católico monarca, verá mejor que todos lo que a todos conviene.

Presento a V.M. por testigo contra esta generación de hierro, adúltera y viperina, a David. De ellos es, con ellos habla nombrándolos y mandándolos que atiendan y llamándolos, como su rey, su pueblo (Psalmo 77): 

Atendite, popule meus. / Atended pueblo mío. 

En todo este psalmo encarece su dureza, su desagradecimiento, su obstinación, [su príncipe se llamaba Aquila] se llama Aquita olvido, sus maldades, su ceguera, su idolatría. Dice los beneficios tan maravillosos que de Dios recibieron y cómo se los pagaron en ofensas. Dice los castigos y cómo los despreciaron con perfidia. De que se colige, Señor, que, pues Dios ni por bien ni por mal los redujo, deben tomar enseñanza los hombres para tratarlos y conocerlos. Dícelo David con estas palabras:

Et rememorati sunt, quia Deus adiutor est eorum, et dilexerunt eum in ore. sao, et lingua sua mentiti sunt ei. / Y recordáronse porque Dios fue su ayuda y es su redemptor. Amáronle en su boca y con su lengua le mintieron. 

Pues si con Dios y para con Dios no tienen comercio su corazón y su lengua, ni su lengua con su boca, ¿quién esperará verdad de su comercio? Y en el Psalmo 105: Et iratus est furore Dominus in popülum suum, et abominatus est hereditatem suam. / Airóse Dios con furor contra su pueblo y abominó su heredad.

Estos, después, en la pasión de Jesucristo, pidieron para sí y para sus hijos esta abominación: «¡Llueva la sangre del justo sobre nosotros y sobre nuestros hijos!». Señor, abominemos a los que abominó Dios y, en ellos y en sus hijos, aborrezcamos gota de aquella sangre que pidió que lloviese sobre ellos la de Jesucristo. Auméntase en crédito esta información que os hago con lo que dice el Psalmo 94:

Quadraginta annis offensus fui generationi illi; et dixi: Semper hi errant corde. / ¿Quién se atreverá a aconsejaros que fiéis de nación y gente cuyos corazones hierran siempre? 

Qué beneficios les puede hacer V.M. que igualen a la menor parte del menor que Dios los hizo? ¿Qué castigos que se proporcionen con el más leve que les dio Dios? Luego no tenéis que esperar dellos para algún bien, ni debéis esperar más con ellos para desolarlos. Los oprobios con que los nombro a estos judíos no los invento. De su caudillo Moisén los aprendí. Deuteronomio, 32: 

Generatio prava atque perversa. Heccine redáis Domino popule stulte, et insipiens? Numquid non ipse est pater tuus, qui possidit te? / Generación depravada y perversa ¿esta paga das a tu Señor, pueblo necio y insipiente? ¿Por ventura no es él tu padre, que te posee y te crió? 

Con este lugar pruebo yo que los judíos hoy son los puros ateístas. Opinión es mía. No pierda por serlo, ni por nueva. Señor, los judíos es evidente que no creen nada, porque al que es Dios le niegan y al que no lo es le aguardan. Tienen por ley la que ya no lo es y así viven sin ley,  cosa que los turcos los hacen confesar cuando reniegan. Por ellos dijo David entonces para ahora:

Dixit insipiens in corde suo: non est Deus. / Dijo el insipiente en su corazón: no hay Dios. 

Que este insipiente sea el pueblo judío literalmente lo dijo Moisén en el lugar citado, cuando le llamó popule stulte et insipiens. / Pueblo necio y insipiente, con la propria individual palabra. Y [Dijo el insipiente ] Dio el insipiente porque se conociese que este insipiente que dijo que no había Dios era el pueblo hebreo, dio las señas con que hoy ellos propios lo confiesan:

Corrupti sunt, et abominabiles jacti sunt in studiis suis; non est qui faciat bonum, non est usque ad unum. / Corruptos son y abominables en sus tratos. No hay quien haga bien, no hay ni uno. 

No se contenta David con decir que ninguno hay en ellos que haga bien, sino que cuidadosamente repite que «ni uno hay entre ellos que haga bien». Pues, Señor, quien buscare o se persuadiere que entre estos malditos ha de haber uno siquiera que haga bien, no perderá sólo el tiempo. Sin duda se perderá, pues pierde el respecto al propio Dios, no dando crédito a sus propias palabras, referidas por Esaía (cap. 1): 

Cognovit bos possessorem suum, et asinus presepe domini. Israel autem me non cognovit. / Conoció el buey a su dueño y el jumento el pesebre de su señor, mas Israel no me conoció. 

Más desagradecidos son los judíos y menos conocimiento tienen que el jumento ni el buey. Son tan malos que no pueden ser peores. No sólo no conocen el bien, sino que el bien que reciben le pagan con mal y no gastan el mal sino en agradecer el bien. David su rey lo dice. Psalmo 35: 

Retribuebant michi mala pro bonis. / Pagábanme con males los bienes. 

Pues, Señor, si dar mal por mal es fragilidad, y dar bien por bien es justicia, y dar bien por mal es caridad perfecta, dar mal por bien será summa iniquidad. Y désta quedan convencidos por su propio rey para vos, que lo sois en este tiempo.

Dejo de referir a V.M. todas las cosas que contra esta nación alega el bachiller Marcos de Mazarambroz, teniente que fue en la ciudad de Toledo, de Pedro Sarmiento, asistente de aquella ciudad, cuando, en tiempo del rey don Juan el Segundo, todos los cristianos viejos, acaudillados del dicho teniente y asistente, quemaron vivos todos los judíos de dicha ciudad y les saquearon sus bienes. Por la cual mortandad el rey, por consejo de don Álvaro de Luna (el cual se dejaba gobernar de un Mosén Hamom, judío vilísimo de la Sinagoga de Alcalá) fue contra la dicha ciudad, asistente, y teniente, y cristianos viejos, en favor de la causa de los hebreos. De que resultó que, cerrando la ciudad sus puertas al rey don Juan, le obligó a dar por traidor como a principal cabeza al bachiller y a inhabilitarle y alcanzar de Su Santidad lo descomulgase. Y de todas estas penas el bachiller Marcos de Mazarambroz interpuso apelación, en que se leen cosas a nuestro propósito para la pretensión presente.

Mas debo referir a V.M. las palabras que de los judíos y de su natural dice Cornelio Tácito, para que en boca de tan grande autor [Juan el Segundo, todos] Juan el 2.° de echo todos se vea cómo han sentido todos de los hebreos. No callaré que Tertuliano, en el Apologético, dijo dél, reprehendiéndole en lo historial que afirmó dellos: insignis ille mendatiorum loquacissimus Cornelius Tacitus. / Insigne hablador de mentiras Comelio Tácito. 

Mas, como digo, esto miró a lo historial y no al juicio. Historiarían (Lib. 5, al principio) dice, tratando de los judíos: nec quicquam prius iríbuuntur quam contemnere, déos exuere patriam. / La primera cosa que aprenden es despreciar los dioses y dejar la patria. Habiendo dicho algunos renglones antes: Adversas omnes alios hostile odium. / Contra todos los demás tienen odio enemigo. Nada desto desmienten. Hoy y siempre fueron como son, y siempre serán como fueron. Y oso decir a V.M. que me persuado que sólo permite Dios que dure esta infernal ralea para que, en su perfidia execrable, tenga vientre donde ser concebido el Antecristo. Y sigo en esto a S. Gregorio (Libr. 31 Moralium, Cap. 10, sobre Job, Cap. 39), exponiendo aquel lugar del Génesis, Cap. 49:

Fíat Dan coluber in via, cerastes in semita, mordens angulas equi, ut cadat ascensor eius retro. / Vuélvase Dan culebra en el camino, cerastes en la senda, mordiendo las uñas del caballo para que, quien va sobre él, caiga hacia atrás.

Y esto porque Dan, entre los hijos de Israel, era tenido por vilísimo.

Deste propio parecer fue Hugo Cardenal, sobre el Cap. 13 del Apocalipsi, en aquellas palabras: Vidi de mari bestiam ascendentem. Y, declarándolas, dice: Id est de judeis Antechristum nascentem. Quiere

decir, vi al Antecristo nacer de los judíos. Tiene esta opinión S. Damasceno. Pues, ¿cómo, Señor, se podrá esperar bien ni socorro alguno

de quien sólo se espera a Antecristo? Refiere Bovadilla en su Política

autoridad, de Alvar Gutiérrez de Toledo, que el doctor don Pablo,

obispo que fue de Burgos y después patriarca de Aquileya, con ser

converso, aconsejó al rey don Enrique el Tercero que no recibiese en

el servicio de su casa real, ni en el consejo, ni para otros oficios

públicos, ni en la administración del patrimonio real, a ningún converso

ni judío. Cuyo consejo si tomara el dicho rey, no le matara, como le

mató, don Maír, su médico judío.

Señor, despreció don Enrique aquel consejo, mas dejónosle a su

costa, calificado con su muerte. Y para no admitir judío médico no

tenía que aguardar al consejo de don Pablo, pues la 7. Partida (título 24,

ley 8) dice así: E otrosí defendemos que ningún cristiano no reciba

melecinamiento ni purga que sea fecha por mano de judío. Y en esta

misma ley: E aun mandamos que ningún judío non sea osado de bañarse en baño en uno con los cristianos. Advirtió la ley, Señor, que en

el baño donde se juntan a bañar el cristiano y el judío, se ensucia el

cristiano con sola la compañía del judío.

128

BBMP, LXIX, 1993 , UN TEXTO INÉDITO DE QUEVEDO

Expelió universalmente, atropellando por grandes inconvenientes,

el santo y glorioso padre de V.M. toda la generación de los moriscos

en entrambos sexos, sin eceptar edad ni admitir probanza, por indicios

de que conspiraban contra su persona. Y pudiendo desempeñarse con

su inmensa riqueza y posesiones, despreció hacienda de infieles, por

delincuente y indigna de socorrer príncipe católico. ¡Cuánto mayor

causa tiene hoy V.M. para desolar y expeler a los infames y vilísimos

judíos y despreciar sus tesoros precitos y sus caudales! Condenados por

manifiesta y pública conspiración, no presumida, sino ejecutada en el

mismo sacramento del altar, pisándole en la imagen de Jesucristo,

abrasándola en su ley /[9] sacratísima, condenándola a muerte con

carteles públicos. Yo confieso que darán letras que tienen plata y oro.

Empero, veamos qué costumbres tiene el oro y la plata de los judíos y

qué hacen los judíos con él. Dícelo Oseas. 2: Dedit eis aurum et argentum, et ipsi fecerunt Baal. Dioles oro y plata, y ellos hicieron Baal. Ve.

aquí V.M. lo que hacen de su oro y plata: ídolos, demonios, sacrilegios,

abominaciones y afrentas a quien se le da, debiéndole más que a quien

se le pidiere. Y así se debe considerar lo que harán con la persona

que le recibiere dellos. Si de su lengua participa su oro las mentiras,

y de su corazón los hierros, no será metal puro. Moneda falsa es su

moneda. S. Jerónimo (Epístola 2.a sobre el Psalmo 118, a Nepociano,

De vita clericorum), explicando aquellas palabras Revela occulos meos,

et considerabo mirabilia de lege tua, dice: Sic intelligimus, ut Dominas

quoque noster intelexit, et interpretatus est. Sabatum aut aurum repudiemus cum ceteris superstitionibus judeorum aut si aurum placeant et

judei quos cum auro probare nobis necesse est aut damnare.

El Exodo dice claramente lo que los judíos hicieron con su caudal,

lo que con él y con ellos se debe hacer y los fines para que le dan.

Capítulo 32 habla de la detención de Moisén en el monte: Videns autem

populus quod moram faceret decendendo de monte Moisés, congregatus

adversas Aaron, dixit: «Surge, fac nobis Déos qui nos precedant». Viendo

pues el pueblo que se tardaba en volver del monte Moisén, junto se fue

a Aarón y le dijo: «Levántate, haznos dioses que nos guíen». ¿Quién se

persuadirá que los judíos se cansan de aguardar, siendo su pecado y

su error no hartarse de aguardar? Tal es esta incorregible nación, que

no quiere aguardar lo que había de venir, como en este caso aconteció

con Moisén, y perseveran en aguardar lo que ya no puede venir, como

el Mesía que ya vino. Pues, Señor, ¿qué se puede esperar de gente

que desespera de lo que ya llega, que duda de lo que ya llegó, que espera

lo que no ha de llegar? Gente ni contenta con un Dios, pues pide muchos, ni con muchos, pues aguarda uno.

a Aaron~\ a Arón

129

ALFONSO REY BBMP, LXIX, 1993

Ellos dicen que no quieren dioses, sino aquellos que se hicieren por

su mandado y albedrío. A Aarón dicen que les haga dioses. Conocíales

Aarón, y como sabía de sus logros y usuras ilícitas que su dios era

cada grano de oro, les dijo: Tollite aures áureos de uxorum,

filiorumque et filiarum vestrarum auribus, et afferte ad me. Traedme

el oro de las joyas de vuestras mujeres y de vuestros hijos y las arracadas de las orejas de vuestras hijas. Fecitque populus que ius erat.

Hizo el pueblo lo que le mandó. Bien claramente se vee que del oro que

les da Dios hacen ídolos. Y que si le dan es sólo para hacer idolatrías,

para hacer sacrilegios, para hacer dioses contra Dios, para burlar y

dejar a Moisén, su caudillo. Es pues, Señor, aforismo de su salud y

de la nuestra, ni darles oro ni pedírsele. Dice el texto sagrado que

Aarón, en recibiendo las joyas, las derritió y con arte fusoria formó

deltas un becerro, y ellos dijeron en viéndole: «Israel, éstos son tus dioses que te sacaron de Egipto». Reparo yo, Señor, en que el pueblo pide

a Aarón que le haga dioses. Dice Aarón que los hará y de su nota

hace por dioses un becerro. Nadie hará lo que ellos le dijeren, que sepa

lo que se hace. Y no se fabricará de oro disparate tan grande que no

le aclamen dios las almas venales de los judíos. Si es becerro y es de

oro, no le quieren por Dios. Dice el texto que le adoraron en altares con

solemnidad festiva. Si los judíos a Aarón dan su caudal, en fraude de

Moisén y en ofensa de Dios, sólo para ídolos y a fin de idolatrar; si,

porque son de oro, adoran por dioses las joyas y arracadas de sus hijos

y hijas, y fundidas en la brutalidad de un becerro, ¿cómo se podrá

prometer V.M. socorro desta dañada nación, ni ofrenda, ni tributo, ni

letra desacompañada de delitos y despejada de mentiras sacrilegas?

En llegando al caudal, le adoran por dioses y dejan a su Dios por él,

y a su mismo Moisén. Según esto, con dificultad le darán sin dolo por

Cristo, a quien summamente aborrecen, y para la defensa de su ley,

los que sólo dan letras fijas contra nuestra sagrada religión.

Advierte Dios a Moisén desta idolatría con tales palabras. Es de

mucha importancia que V.M. las atienda: Cerno quod populus iste dure

cervicis sit. Veo que este pueblo es de dura cerviz. No sólo dice Dios

que lo es. Añade que lo vee. Y esto, Señor, para que, creyéndolo nosotros, no aguardemos a verlo y a leerlo. Y si por desdicha lo viéremos y

leyéremos, copiemos las acciones de Moisén con ellos /[10] y con su

caudal en esta parte. Tal fue el suceso. Bajó Moisén del monte, vio la

idolatría, oyó el aplauso de los sacrificios, díjole a Aarón que por qué

había cargado sobre aquel pueblo tan grande delito. Respondióle Aarón:

Tu enim nosti populum istum quod pronus sit ad malum. Tu sabes que

pide] piede

130

BBMP, LXIX, 1993 UN TEXTO INÉDITO DE QUEVEDO

este pueblo es inclinado al mal. Aquí se vee condenada por su mesmo

artífice la inclinación al mal del pueblo judío.

Y refiriendo Aarón el caso a Moisén, habiendo él fundido las joyas

y con arte fusoria fabricado el becerro, viendo que le hace cargo del

pecado del pueblo, dice: Yo les dije: «¿quién de vosotros tiene oro?»

Trujáronme el que tenían, diéronmele, yo echéle en el juego, y salió un

becerro. Señor, Aarón no lo refirió como había sucedido. Había, como

se ha visto, fundido el oro y con arte fusoria fundido y formado el

becerro. Y cuando le hace su señor cargo, que así llamó a Moisén,

dice que él echó el oro en el fuego. Y pretende achacar al fuego la

formación del ídolo. Señor, no se debe fiar el príncipe del ministro que

toma el oro y la plata de los judíos, que es artífice de sus pecados, porque del tal nunca, si Dios no se la revela, entenderá la verdad. Si alguno fuere tal ministro, se conocerá en que luego empezará su disculpa

por la acusación del pueblo. Y siendo él quien, para fabricar contra

Dios ídolo, pidió al pueblo el oro y la plata y lo despojó, dice que el

pueblo, que fue el pedido y el despojado, es el inclinado a mal, y que

el fuego tiene la culpa. Y nadie tratará con los judíos a quien no mientan y a quien no obliguen a mentir.

Prosigue el texto: Viendo Moisén adorar el becerro, arrojó las tablas en que con su dedo había escrito Dios su ley y quebrólas. Y arrebatando el becerro, le quemó, molióle en menudo polvo, echóle en agua

y diósele a beber a los hijos de Israel.

Llegado he al punto de la dificultad, Señor. V.M. tiene hoy los

ojos en este suceso, los judíos las manos en esta maldad, aun con circunstancias mucho más dolorosas. Vos con ellos tenéis asientos. Ellos

dan el oro. Vuestros ojos leen sus blasfemias y sacrilegios, vuestros

oídos están atormentados con sus abominaciones. Vos sois, Señor, el

grande y glorioso caudillo /[lOv] que Dios nos ha dado. Si a vuestras espaldas hubiere, cosa que no creo, quien les pida el oro y la plata y lo

funda en pecado y en delito, romped, Señor, los asientos, que menos

es que romper la ley. No reparéis en que los firmasteis con vuestra

mano, que Dios hizo las tablas y escribió la ley con su dedo. Allí se

rompió la ley en castigo de la idolatría, aquí se deben romper los asientos en pena de veer la ley condenada a muerte. Quemad el oro destos judíos, hacelde polvo y dádsele a beber a ellos. No reparéis en la necesidad

de vuestra gente, que Dios (y, por él, Moisén) no reparó en la miseria y

desnudez de la suya. No ha habido caudillo que gobernase gente ni

pueblo tan perseguido y sin socorro y asistencia humana. Y veis, Señor,

que, por delincuente, quiso más quemar sus tesoros y hacerlos polvos

que guardarlos, aun a persuasión de tan extrema necesidad.

131

ALFONSO REY BBMP, LXIX, 1993

Quemar y justiciar los judíos solamente será castigo. Quemar y

hacer polvo su caudal, romper los asientos, será remedio. Por esto

Moisén primero se fue al remedio, despreciando su oro, y luego pasó

al castigo, tan severo y universal, como se lee en estas palabras del

propio capítulo, cuando dijo Moisén: Si quis est Domini iungatur michi.

Congregatioque sunt ad eum omnes filii Levi, quibiis ait: "Hec dicit Dominus Deus Israel: «Ponat vir gladium suum super fémur suum, ite,

et reddite de porta usque ad portam per médium castrorum, et occidat

unusquisque fratrem, et amicum, et proximum suum»". Cecideruntque

die illa quasi viginti tria millia hominum. Si alguno es de Dios, llegúese a mi. Juntáronse con él todos los hijos de Levi, a los cuales dijo:

"Esto dice el Señor Dios de Israel: «Cíñase cada varón su espada sobre

su muslo, id y volved desde una puerta hasta otra puerta por en medio

de los reales, y cada uno dé muerte a su hermano y a su amigo y a su

prójimo»”. Murieron en aquel día como veinte y tres mil hombres.

Enseñó Moisén con las palabras qué se debe llamar a las juntas tan

importantes y a quién se ha de llamar. No dice que vengan los doctos,

ni los ricos, ni nombra a Aarón. Solos llama a los que fueren de Dios.

Éstos dice que se junten con él, no escoge éste u el otro. Pregunta que

si /[11] hay alguno que sea de Dios. Cuerdamente recela que para tales

ejecuciones son pocos los que son de Dios. Llegáronse a él todos los

hijos de Levi, en quien se representa el estado eclesiástico. Ésta era

gente que no participaba de la división de las heredades con los otros

judíos. No tomará las armas contra ellos quien con ellos participare,

ni será de Dios ni ejercitará acción tan grande. Señor, hase de empezar

el castigo desde una puerta a otra puerta. Esto es decir que en todas

las puertas de vuestros reinos han de hallar muerte y cuchillo. ¡Oh,

Señor, por menor delito mandó Dios que matase el hermano al hermano, y el amigo al amigo, y cada uno a su prójimo, sin preceder proceso! Y hoy, por incomparables y infernales sacrilegios, esperando la

pereza de las probanzas, ¿dejaremos vivir, no a nuestros hermanos, sino

a nuestra persecución; no a nuestros amigos, sino a los públicos enemigos de Jesucristo? ¿A los que en el sacramento le pisan, en la cruz le

queman, en su ley le condenan a muerte? Dios, por Moisén, mandó que

se acabase con ellos. No se debe dar lugar a que preguntemos con Hieremías (Threnorum, 3. Mem): Quis est iste qui dixit ut fieret Domino

¡non iubente? ¿Quién es este que dijo que se hiciese lo que Dios no

manda?

Paréceme a mí que la moneda de Judas por la venta de Jesucristo

y la moneda déstos (también judíos y descendientes de aquellos que no

sólo le compran, sino le azotan y le queman) son de una propia casta:

metal amasado con sangre inocente. Y que son de un propio linaje y de

132

BBMP, LXIX, 1993 UN TEXTO INÉDITO DE QUEVEDO

una misma liga. Pues, Señor, religión de vida será que los cristianos

católicos tengamos desta moneda el proprio asco que los sacerdotes

del templo tuvieron de aquella que les ofreció Judas. Siendo tan malos

aquellos sacerdotes que dice dellos san León Papa estas palabras, tratando de que no la quisieron recibir: Cuius coráis est ista simulado?

Sacerdotum constientia capit, quod arca templi non recipit. Timetur

illius sanguinis taxatío, cuius non timetur efussio. ¿De cuál corazón es

esta hipocresía? La conciencia de los sacerdotes recibe lo que la arca

del templo no admite. Témese el aprecio de aquella sangre de que no

se temió el derramamiento, /[llv]

La hipocresía de los malos sacerdotes y ancianos fue ésta: cuando

Judas les arrojó las monedas en el templo, dijeron (Mateo, 27): Principes autem sacerdotum, acceptis argentéis, dixerunt: non licet mittere

in corbonam, quia pretium sanguinis est. Concilio autem inito, emerunt

ex illis agrum figuli, in sepulturam peregrinorum. Propter hoc vocatus

est ager Ule Acheldemach, hoc est, ager sanguinis. Habiendo los príncipes de los sacerdotes recibido la plata, dijeron: «No nos es lícito a nosotros echarla en la bolsa, porque es precio de sangre». Y, juntado concilio, compraron con la moneda una heredad de un aljaharero para sepultura de peregrinos. Y por esto se llamó aquella heredad Acheldemach,

que quiere decir «heredad de sangre». Tomaron el dinero de Judas escrupuleando echarle en la bolsa, por ser precio de sangre. Mas tomáronle. Diéronle, sin mirar a conciencia, para que Cristo fuese vendido

y parecióles lícito que entrase en la bolsa de Judas, varón de Carioth

(que eso dice en hebreo Iscarioth) y fingen conciencia para volverlo a

recibir y justificación para no echarlo en el cepo del templo. Y, para dar

color a la sacrilega disimulación, juntaron un concilio de aquellos con

que tantas veces autorizaron sus traiciones y resolvieron se comprase

de la moneda de Judas un campo para enterrar peregrinos.

Arrojó Judas la moneda que le dieron por Jesucristo en el templo

y fuese a ahorcar. Los sacerdotes la levantaron, pareciéndoles que estaba su disculpa en cogerla del suelo por no recibirla de la mano del

traidor. Considerad, Señor, cuán asquerosa es la moneda de los judíos,

que Judas la arrojó y quiso antes ahorcarse que tenella, y aún le

pareció infamia ahorcarse llevándola consigo. No oiga V.M. a quien os

dijere «no la echamos en la bolsa, empléase en bien público». Que con

dinero que es precio de la sangre de Cristo y caudal de los que le

compran; y le crucifican y le pisan en la Eucarestía y le queman en su

imagen y le disfaman en su ley, sólo se fabrican sepulturas. Allí y entonces, para los peregrinos. Y se puede y debe temer se fabriquen ahora,

si se prosiguiese, para los naturales. Estos asientos son Acheldemach,

precio son de sangre. Pues Judas /[12] le desecha, y con malos sacerdo133

ALFONSO REY BBMP, LXIX, 1993

tes no mereció entrar en bolsa, que aun el concilio de la disimulación no

halló buenos sino para enterrar.

Pues los judíos en vuestra corte fijan carteles con editos públicos

condenando a muerte nuestra ley soberana, fíjense los vuestros. Señor,

expeliéndolos universalmente de todos vuestros reinos. Que en negocios

desta condición el echarlos y aniquilarlos es el solo remedio, que el

castigarlos no lo es, pues, como dice Séneca, aquellos pecados que más

se castigan se cometen más. Así lo experimentamos desde que fue quemado el execrable hereje judaizante Benito Ferrer, a quien en el propio

delito sucedió otro, luego. Quemó el santo Oficio a los que azotaron el

crucifijo, y, en medio de las fiestas que a vuestro ejemplo se hacían,

en vuestra corte fijaron carteles tan nefandos. Perezcan, Señor, todos

y todas sus haciendas. Escoria es su oro, hediondez su plata, peste su

caudal. Jesucristo nuestro Señor nos enseñó, en naciendo, a huir del

oro de los judíos. Estaba profetizado que había de recibir oro, y, habiéndole en Judea, ordenó el eterno Padre que una estrella se le trújese

en la adoración de los Reyes de Oriente, región tan apartada de los

malos resabios de la hebrea. Tuvo Cristo necesidad de moneda para pagar por sí y por san Pedro el tributo y, porque la moneda que había

de dar por sí no fuese partícipe de tierra tan ingrata, mandó a san Pedro que pescase en el mar, sacase un pez y le abriese, y que pagase

con una moneda que hallaría en su boca. Ejemplos son éstos que dan

a conocer cuánto debemos los cristianos huir, en nuestras necesidades,

de acudir a las bolsas de los judíos por dinero. Gente de tan encarecida

iniquidad y de tan hereditaria apostasía, que, siendo en incomprensible

perfección diligentísima la providencia inexcrutable del Padre eterno,

para guarecer a Jesús, su hijo, y a su santísima Madre contra la persecución de Herodes, no halló en toda Judea un leal de quien fiarlos y

los inspiró con un ángel se fuesen a Egipto. Más confió Dios de los

gitanos que de los judíos. De aquéllos, todo, déstos, nada. Vea V.M. qué

se podrá fiar dellos. /[12v]

Y porque la conveniencia política, a quien llamo la conciencia de

los aumentos con máscara de mejora, no introduzga en esta verdad sus

desenvolturas con nombre de escrúpulos, con ella propia en todo

su rigor, como si la copiara de Tiberio César, grande artífice de limar

lo recto con lo útil, aseguraré mi discurso.

Lo primero, Señor, como no se llaman vasallos de V.M. las enfermedades de sus vasallos, así no se pueden llamar vasallos ni pueblo de

V.M. los judíos, por ser plagas de vuestros reinos y enfermedades de

vuestros vasallos. Son esponjas, que el turco y todos los herejes empa134

BBMP, LXIX, 1993 UN TEXTO INÉDITO DE QUEVEDO

pan en el tesoro de España para exprimirlas en sus sinagogas contra

ella.

Lo segundo, afirmo que sus socorros y letras antes son espías contra las órdenes de V.M., a sus enemigos, que socorros. Siendo verdad

infalible que todos los judíos de España consisten para los asientos

en dos cosas, que son caudal prompto y crédito puntual. Con el caudal

trajinan y negocian, con el crédito socorren. El caudal, como siempre

le tienen sus pecados temeroso del santo Oficio y amenazado de confiscaciones, consiste en moneda y mercancías portátiles y siempre dispuestas a la fuga. El crédito le tienen en Raguza, en Salonique, en

Rúan, en Amsterdam. De manera que dependen para toda la puntualidad y aceptación de sus letras de los que son enemigos de V.M. Pues

si son para Flandes, contra los herejes rebeldes, depende dellos propios

la paga. Si contra los turcos, depende de los propios turcos. Si contra

los franceses, depende de los franceses. Si contra los herejes de Alemania, depende de los mismos herejes la judería de Praga. Y si se encendiese guerra en Italia, dependerá de las sinagogas de Roma y Ligorna

y Venecia. V.M. sabe si será necesario prevenir esto, pues si se presumiesen rumores entre las armas de V.M. y algunos potentados, podrían

estos asentistas judíos ser desde vuestra corte la mejor parte de sus

ejércitos.

Yo, Señor, he visto en Raguza, con tocas y trajes de judíos, hombres que en Madrid había visto con cuellos y espadas en buen asiento

y en buen lugar en las iglesias. Y vi padres y hermanos y hijos de otros

que en el reino de Nápoles eran tan poderosos (siendo verdaderamente judíos, como ellos) que /[13] tenían grandes heredamientos, baronías, muchos lugares y vasallos. Y alguno, título, cúya era la mayor y

más importante fortaleza de aquel reino en el mar Adriático. En Rúan y

en Roma, Ligorna y Venecia he visto lo propio. Pues, Señor, ¿quién ha

podido ignorar que, siendo esto como es cierto, cada letra que dan los

asentistas judíos que hablan portugués no es tantas espías como letras,

peus su efecto se remite a los correspondientes suyos, que, siendo también judíos, viven debajo del dominio de vuestros enemigos? Y parece

forzoso creer que las dilaciones en la paga sean mandadas de los propios

holandeses y que las protestas, tan perniciosas, son maña de los unos

y de los otros para que carezcan del fin que pretenden vuestras reales

órdenes en la sazón que conviene. Si ha habido tardanzas u protestas

u fraudes, V.M. es quien sólo puede saberlo. Y con ser este daño tan

grande y egicial, no es menor ni menos indigno el ser inexcusable dar

noticia cierta y ocular a estos judíos, con los asientos, de la necesidad

ella] ellas

135

ALFONSO REY BBMP, LXIX, 1993

(si la tiene) vuestro real patrimonio. De su empeño, del estado, del

caudal, de los vasallos y del que tienen todas las cosas, y, asimismo, de

la sustancia de las ciudades. Pues no se puede dudar que estos secretos

y otros que siguen a éstos, que tanto importa a los monarcas ocultarlos, estos judíos los informan a sus padres y hijos y hermanos que viven —puede ser no con otro intento— consentidos de vuestros enemigos.

Bastaban y sobraban estos inconvenientes políticos para expeler de

todos los reinos de V.M. estos enemigos emperrados de la cruz de Jesucristo. Empero, síguese de los asientos con ellos otro más terrible y

atroz, que aun mi sentimiento se avergüenza de acusarle y le rehúsa la

pluma.

Este es, Señor, que con los asientos se da jurisdición (en vuestros

reinos) poder y mando a los judíos, malos, sobre vuestros vasallos,

buenos y verdaderamente católicos y siempre y en todo leales. Y esta

maldita nación, que, en justo castigo de haber crucificado a Jesucristo,

en todas las partes del mundo es esclava, vil y abatida, sola en España

manda con exaltación y dominio. No lo afirmo así por el dictamen de

mi dolor. Ley hay, muy poderoso Señor, que lo ordena en la setena

partida (título 24, /[13v] De los judíos, ley 1). Dice estas santas palabras: E la razón por que la Eglesia, los emperadores e los reyes e los

príncipes sufrieron a los judíos que viviesen entre sí e entre los cristianos es ésta: porque ellos viviesen como en captiverio para siempre,

porque fuesen siempre en remembranza a los ornes que ellos venían

del linaje de los que crucificaron a Cristo.

No podrá ser la razón por que vos consentís judíos contraria a la

razón por que los consiente la Iglesia, los emperadores, reyes y príncipes. Pues aquélla fue tan santa como tenerlos para que en su captiverio

y desprecio se vea el castigo que merecieron por haber crucificado a

Jesucristo. Si dijeron que esta ley habla contra los judíos que lo son

y no contra los conversos, al que lo dijere le desmienten estos propios

conversos, con sus maldades y carteles, tanto peores que los otros, cuanto lo prueba no haberse convertido sino para hacer lo que hacen. Pues

los judíos que públicamente profesan su error y visten traje de judíos se

contentan con no ser ellos cristianos; mas éstos, dolosamente conversos, son judíos que pasan a pretender que sean judíos los cristianos.

Éstos son los que en la corte y reinos de V.M. han de estar, con el oprobio, captiverio y desprecio, obedeciendo esta ley y siendo espectáculo a

las gentes de la culpa que cometieron en la muerte de Cristo. Que si

en el abatimiento que dice la ley hubieran vivido, no hubieran necesitado con tan inormes pecados la total expulsión que la paz de nuestra

sagrada religión pretende.

136

BBMP, LXIX, 1993 UN TEXTO INÉDITO DE QUEVEDO

San Pablo (1 ad Thesalonicenses, 2): Judei autem, et Dominum Jesum occiderunt, et prophetas, et nos persecuti sunt, et Deo non placent, et hominibus adversantur, prohibentes nos gentibus loqui ut salvi

fiant, ut impleant peccata sua semper: pervenit autem ira Dei super illos

usque in finem. Los judíos dieron muerte a nuestro Señor Jesucristo

y a los profetas, y a nosotros nos han perseguido, y no agradan a Dios

y contradicen a los hombres, prohibiéndonos hablar a las gentes porque no se salven, para llenar sus pecados siempre. Vino la ira de Dios

sobre ellos hasta el fin. Todo lo dijo el apóstol, Señor: los que no agradan a Dios, no nos agradan a nosotros. Acompañemos con la ira de /[14]

Dios la nuestra.

Nolite iugum ducere cun infidelibus. No llevéis yugo con los infieles. Sagrado precepto es. Pues, ¿cómo permitirá vuestra esclarecida

piedad, vuestra grandeza católica, vuestra justicia diligente y recta, los

grandes dotes de vuestra alma real, vuestro entendimiento superior,

vuestra voluntad toda enamorada de lo lícito y de lo justo, que no

sólo lleven yugo con los infieles vuestros católicos vasallos, sino que

con la autoridad y el mando los propios judíos infieles los sean yugo

que los oprima? En Roma y en Liorna y en Venecia, los judíos que lo

son públicamente están con señal. Y los conversos, por la sospecha que

dellos se tiene, con desprecio, debajo del turco, padecen más abatida

esclavitud que tuvieron debajo del poder de Faraón. Pues, ¿qué temeridad habrá tan descarada a Dios que apoye, con ninguna color que la

admita la vergüenza cristiana, que los vilísimos judíos sólo en vuestros

reinos triunfen de las afrentas e ignominias que, en venganza de la

muerte de Jesucristo, les dan los herejes y los turcos? No ignoro que

han de ser admitidos a la Iglesia por la conversión y solicitados para

ella. Mas no olvido las palabras del obispo don Pablo, arriba citadas,

en que aconsejó a don Enrique el Tercero no admitiese en su servicio,

ni en su consejo, ni en las cosas de su patrimonio, judío converso ninguno. Y me acuerdo del consejo de los príncipes de la sinagoga de Constantinopla a los judíos de España, adonde el primero y más principal

es que por cumplir con el rey don Fernando y para poderse vengar dél,

se conviertan con la boca sola, guardando su error en el corazón firmemente. Y para conocer que ninguno se convierte de corazón, basta veer

que en Turquía y en Holanda y en todas partes admiten por judío sin

sospecha al que entre nosotros ha vivido como cristiano y que, para

recibirlos los judíos en sus sinagogas por verdaderos judíos, antes es

mérito y prerrogativa haberse convertido y baptizado que impedimento.

No puede ser salida destos inconvenientes decir que no hay otros

con quien hacer asientos, estando el caudal de la república de Génova

en pie, república cristianísima y opulenta. Y la puntualidad y verdad

137

ALFONSO REY BBMP, LXIX, 1993

de los nobles ginoveses en el propio grado que la hemos expe- /[14v]

rimentado siempre, con letras verdaderas, seguras y efectivas. Pues con

ellas han asistido hasta ahora a las grandes ocurrencias del invicto emperador Carlos Quinto, vuestro bisabuelo, y a las de vuestro abuelo

don Felipe Segundo, y a las que tuvo tan apretadas vuestro santo y

glorioso padre el señor rey don Felipe Tercero.

Y es de considerar que todos estos asientos se hacían por un factor u dos en Madrid con una o dos casas de Génova. Y ahora, Señor,

como los judíos son ricos por los medios que tengo dichos y su caudal

es mecánico, para cada asiento se junta multitud de canalla vil y baja,

en cuya multiplicación se siguen todos los daños referidos. Y como

los más han sido penitenciados en Portugal, y merecen y esperan y lo

temen serlo en Castilla, piden condiciones y eceptiones contra los castigos del santo Oficio. Que todo esto sea cristiana y políticamente de

mala consecuencia, los sucesos lo dicen y los mismos asientos no lo

callan.

Ni es buena conveniencia escoger, por menos intereses en los conciertos, a los judíos conversos. Porque en el trato no es menos costoso

el que pide menos y se queda con todo, que aquellos que en el asiento

piden más y no faltan en nada. Nadie regatea menos en lo que trata que

el embustero, que sabe que no ha de cumplir lo que ofrece. Quien pide

lo que forzosamente ha menester para cumplir, pide para dar. Todo el

tesoro que Génova ha adquirido en los socorros de España ha mudado

de lugar, yo lo confieso, mas no ha mudado de señor. V.M. lo tiene, en

posesiones, rentas y estados; en Nápoles, en Milán, en Sicilia, en Málaga, en Granada, Sevilla y Lisboa y otras ciudades. Y de repúblicos libres

ha hecho a casi toda su nobleza vasallos V.M. Empero, lo que chuparen

las infames sanguijuelas judías se desaparece y huye y se retrai en el

poder de todos vuestros enemigos. Y lo que es detestable: enemigos de

nuestra santa fee. Porque los judíos hacen con nosotros lo que Satanás

hizo con Cristo, que, viéndole en el desierto fatigado y ayuno, le ofreció

su socorro: que son piedras. No es otra la moneda deste pueblo endurecido. El propio metal acuñan que Satanás. Mas por eso, Señor, /[15]

dio a V.M. Dios dos ángeles suyos para que, como dice el Psalmo 90,

Quoniam angelis suis mandavit de te ut custodiant te in ómnibus viis

tuis, in manibus portabunt te, ne forte ofendas ad lapidem pedem tuum.

Porque mandó a sus ángeles que te guardasen en todos tus caminos,

llevárante en sus manos, porque acaso no tropiece en la piedra tu pie.

Y con esto, Señor, saldrán sus piedras en los asientos con la misma

respuesta que salieron en la tentación, y no tropezará el pie de V.M.,

enderezado siempre a todo bien. Pues con esto, super aspidem et basiliscum ambulabis et conculcabis leonem et draconem. Andaréis sobre el

138

BBMP, LXIX, 1993 UN TEXTO INÉDITO DE QUEVEDO

áspid y el basilisco y acocearéis el león y el dragón. Estos son los nombres propios de las lenguas de los judíos de su vista, de sus uñas y de

sus alas. Sierpes en el regazo los llamó el santo Pontífice en el canon

citado.

Yo espero de la soberana grandeza, clemencia y justicia de V.M.

que, borrando esta mala generación de vuestros reinos y asolándolos,

libraréis vuestros vasallos a sagita volante in die, a negotio perambulante in tenebris, ab incursu et demonio meridiano. De la saeta que

vuela de día, del negocio que camina en las tinieblas, del ímpetu y demonio meridiano. Que estas tres cosas son las que más se deben temer,

y los judíos son estas tres cosas. Saeta que vuela de día, que es cuando

hay luz para acertar a ofender. Son negocio que camina en tinieblas,

para esconder los pasos y ocultar las zancadillas y los lazos. Su caudal

es demonio meridiano, tesoro de duende que, vulgarmente dicen, se

vuelve carbón. Y así, repartido cada judío en estas tres calamidades, las

padecemos siempre: a la mañana, saeta que vuela; a mediodía, demonio meridiano; y a la noche, negocio que camina en tinieblas.

Creo, Señor, que padecerá mi discurso no sólo censuras, sino desprecios. Yo soy vasallo de V.M., animosamente leal y criado vuestro.

Soy, por la misericordia de Dios, cristiano redimido con la sangre de

Jesucristo, a quien, en mi intención, para vuestro servicio me protesto,

en el cielo y en la tierra. Tan lejos de temer a los que me calumniaren

que los tendré lástima, viéndolos incurrir en la rigurosa sentencia del

Espíritu Santo (capítulo 29 de los Proverbios, verso 1): Viro qui corripientem dura cervice contemnit, /[15v] repentinus ei superveniet interitus, et eum sanitas non sequetur. Al varón que con dura cerviz despreciare al que le reprende, le sobrevendrá muerte repentina y no tendrá más salud. Empero, cuando todos me calumnien, el pecho soberano

y real de V.M. amparará mi celo y le defenderá en su grandeza.

Prevenga, Señor, todas mis contradiciones la historia de Balaam

profeta (libro 22 de los Números), donde refiere la sagrada lectión que

Balac, hijo de Sefor, (que en aquel tiempo era rey en Moab) envió sus

embajadores a llamar a Balaam, hijo de Beor adivino, para que maldijese el pueblo de Dios. Comunicólo Balaam con Dios, y mandóle

Dios muchas veces que no maldijese el pueblo que estaba bendito de

su mano. Obedeció a Dios Balaam, empero últimamente sobre una jumenta empezó a caminar. Enojóse Dios y el ángel del Señor se opuso

contra Balaam y contra dos criados que le seguían. Viendo la jumenta

al ángel, que en el camino estaba con espada desnuda, se apartó del

camino por los campos. Y como la apalease Balaam para volverla a la

senda, el ángel se atravesó en medio de un callejón que hacían las cer139

ALFONSO REY BBMP, LXIX, 1993

cas de unas viñas. Y viéndole, la jumenta se arrimó a una tapia y

contra ella apretó el pie del que llevaba encima. El cual, volviéndola a

castigar, no salió con su porfía, porque el ángel del Señor se atravesó

en lo más estrecho, donde no podía la pollina volverse a un lado ni a

otro. Y viendo al ángel, se dejó caer sobre los pies de Balaam, el cual,

enfurecido, empezó de nuevo con una vara a castigarla y afligirla. Entonces abrió Dios la boca de la asna, y, hablando, dijo: «¿Qué te he

hecho yo? ¿Por qué me maltratas la tercera vez?». Dijo Balaam: «Porque lo mereciste y me burlaste. ¡Ojalá tuviera espada para herirte!».

Dijo la jumenta: «¿No soy yo bestia tuya en quien siempre has andado

camino hasta hoy? ¿Por dicha hasme visto otra vez hacer esto?». Respondió Balaam: «Nunca». Y al instante abrió Dios los ojos a Balaam y

vio al ángel, que con la espada desnuda estaba en el camino. Y postrado

en tierra le adoró. Y el ángel le dijo: «¿Por qué tercera vez tratas mal a

tu jumenta? /[16] Yo vine a oponerme a tu camino porque es perverso

y contra mí. Y si la jumenta no le hubiera dejado y te hubiera obedecido, a ti te hubiera muerto y ella viviera».

Poderosísimo Señor, en todas las virtudes reales no sólo grande,

antes remontado a la comparación con otro monarca de cuantos son

y fueron: este texto historial que a V.M. he referido, en quien intervienen tan desiguales interlocutores como son un adivino, un ángel, un

jumento, atesora en su consideración literal la advertencia política

y divina.

Considerad, Señor, que, siendo Balaam ministro inmediato de Dios,

con quien despachaba a boca, fio antes su obediencia de la mala bestia

que del ministro malo. Pues, cuando para atajarle los pasos, mandó a

el ángel se hiciese visible, mandó se hiciese visible antes a la jumenta

que al profeta.

Y considere V.M. que abrió Dios antes la boca a la pollina que los

ojos a su ministro, y que a veces (no se puede negar) conviene que un

bruto hable para que un adivino vea. Y que el que está encima de otro,

cuando rehúsa el camino que le manda hacer, debe, no afligirle, sino temer que vee espada desnuda del cielo que le amenaza. Y que, si no abre

los ojos y muda de intento, la espada del ángel dejará vivo a el jumento,

que la respeta, y dará muerte a Balaam, que la desprecia. Aquí no puede mi ignorancia hacer otra persona que la del jumento: procuro disculpar el haber hablado yo en cosa tan grave.

No me admira que Balaam, que no vía el ángel, apalease a la borrica, que le vía. Empero, me llena de estupor que, oyendo hablar una bestia (la más bruta y de respiración más negada de formar voz y palabras) no sólo no se espantase, sino antes, respondiéndola, echase menos espada para herirla.

Grande es la insensibilidad de los obstinados en proseguir el mal

camino que empiezan, pues ni le quieren dejar, ni dejar de afligir a

quien los amonesta. Ni conocen el portento, ni el milagro.

No le abrió Dios los ojos a Balaam hasta que la jumenta le convenció con razones. Castigo fue que a un profeta convenciese una jumenta /[lóv]. Desdichado de aquél que ni se dejare convencer de los hombres ni de las bestias. Este ni quiere abrir los ojos ni que se los abran,

ni vee a el ángel ni le puede ver. No conoce, para su ruina, que la

inobediencia de un jumento libra de la muerte a un profeta.

Si yo hubiese acertado a interpretar los retiramientos deste capítulo no habré perdido el tiempo ni la esperanza de autorizar en la brutalidad mía estas palabras, encaminadas a solo el servicio de V.M. y

gloria de Jesucristo en la total expulsión y desolación de los judíos,

siempre malos y cada día peores, ingratos a su Dios y traidores a su

rey. Prometiéndome y creyendo que en todo será lo justo y más acertade lo que V.M. determinare como monarca católico, lleno de admirables

y esclarecidas virtudes.

Psalmo 73. v. 3. Leva manus tuas in superbias eorum in finem. Quanta malicnatus est inimicus in sancto! Et gloriati sunt qui oderunt te in

medio solemnitatis tue; posuerunt signa sua, signa.

Todo lo escribo debajo de la correctión de la santa Iglesia romana.

Y si algo hay disonante a su sacra doctrina, desde luego lo retrato. En

Villanueva de los Infantes, 20 de julio de 1633.

Besa los reales pies y mano de V.M.

Don Francisco de Quevedo Villegas.