miércoles, 25 de junio de 2014

La muerte de Orestes según la Electra de Sófocles

Habiendo venido Orestes a la más noble asamblea de la Hélade,
a fin de combatir en los Juegos Délficos,
oyó la voz del heraldo anunciar la carrera por la cual se abrían las luchas;
y entró, resplandeciendo de belleza, y todos le admiraban;
y, cuando hubo franqueado el estadio de un extremo a otro,
salió, obteniendo el honor de la victoria. No sabría decir,
en pocas palabras, las innumerables grandes acciones y la fuerza
de un héroe semejante. Debes saber, únicamente, 
que volvió a alcanzar los premios de la victoria
en todos los combates propuestos por los jueces de los juegos.
Y todos lo llamaban dichoso y proclamaban
al argivo Orestes, hijo de Agamenón,
aquel que reunió en otro tiempo el ilustre ejército de la Hélade.
Pero las cosas son así: que, si un dios nos envía una desgracia,
nadie es bastante fuerte para escapar a ella. En efecto,
el día siguiente, cuando el rápido combate de los carros
tuvo lugar al levantarse Helios, entró con numerosos rivales.
Uno era acayo, otro de Esparta, y otros dos eran libios
y hábiles en conducir un carro de cuatro caballos. Orestes,
que era el quinto, llevaba yeguas tesalias; el sexto venía de Etolia
con fieros caballos; el séptimo era magneta; el octavo,
con caballos blancos, era de Enia; el noveno era de Atenas,
fundada por los Dioses; en fin, un beocio estaba en el décimo carro.
Manteniéndose erguidos, después que los jueces hubieron asignado,
según la suerte, el puesto de cada cual, en cuanto la trompeta de bronce
hubo dado la señal, se precipitaron, excitando a sus caballos y sacudiendo riendas,
y todo el estadio se llenó del estrépito de los carros resonantes;
y el polvo se amontonaba en el aire; y todos, mezclados juntamente,
no ahorraban aguijar, y cada uno quería adelantar a las ruedas
y a los caballos agitados del otro; porque éstos arrojaban su espuma
y sus ardientes resoplidos sobre las espaldas de los conductores
de carros y sobre el círculo de las ruedas. Orestes, acercándose
al último límite, lo rozaba con el eje de la rueda, y, soltando las riendas
al caballo de la derecha, contenía al de la izquierda. Ahora bien: en aquel momento,
todos los carros estaban todavía en pie, pero entonces,
los caballos del hombre de Enia, hechos duros de boca,
arrastraron el carro con violencia, y, al volver,
como, acabada la sexta vuelta, comenzaban la séptima,
chocaron de frente con las cuadrigas de los libios.
Una rompe a otra y cae con ella, y toda la llanura de Crisa
se llena con aquel naufragio de carros. El ateniense,
habiendo visto esto, se apartó de la vía y contuvo las riendas
como hábil conductor, y dejó a toda aquella tempestad de carros
moverse en la llanura. Durante este tiempo, Orestes,
el último de todos, conducía sus caballos, con la esperanza
de ser victorioso al fin; pero, viendo que el ateniense
había quedado solo, hirió las orejas de sus caballos,
rápidos con el sonido agudo de su látigo, y lo persiguió.
Y los dos carros estaban lanzados sobre una misma línea,
y la cabeza de los caballos sobresalía tan pronto de una
como de otra cuadriga. El imprudente Orestes
había llevado a cabo todas las demás carreras sano y salvo,
manteniéndose derecho sobre su carro; pero entonces,
soltando las riendas al caballo de la izquierda, tropezó
con el extremo de la meta, y, habiéndose roto el cubo de la rueda,
cayó rodando de su carro, enredado entre las riendas,
y los caballos, espantados de verle tendido en tierra,
se lanzaron a través del estadio. Cuando la multitud
lo vio caído del carro, se lamentó por aquel hombre joven
que, habiendo realizado hermosas acciones, y por un cruel destino,
se veía arrastrado ya por el suelo, ya piernas alzadas en el aire,
hasta que los conductores de carro, deteniendo trabajosamente
los caballos que corrían, le levantaron todo ensangrentado
y tal que ninguno de sus amigos hubiera reconocido
aquel miserable cuerpo. Y le quemaron al punto sobre una hoguera;
y unos hombres focidios, escogidos para ello,
trajeron aquí, en una pequeña urna de bronce,
las cenizas de aquel gran cuerpo, para que sea sepultado
en su patria. He aquí las palabras que tenía que decirte;
son tristes, pero el espectáculo que vimos
es la cosa más cruel de todas las que hayamos jamás contemplado.