miércoles, 23 de julio de 2008

De mi vida, de Juan Meléndez Valdés

De mi vida

    ¿Dónde hallar podré paz? ¿el pecho mío,
como alivio tendrá? ¿de mi deseo
quién bastará a templar el desvarío?

    Cuanto imagino, cuanto entiendo y veo
todo enciende mi mal; todo alimenta
mi furor en su ciego devaneo.

    Se alza espléndido el sol y el mundo alienta
de vida y acción lleno; a mí enojosa
brilla su luz, y mi dolor fomenta.

    Corre el velo la noche pavorosa
bañando en alto sueño a los mortales,
y en plácida quietud todo reposa:

    yo solo en vela en ansias infernales
gimo, y el llanto mis mejillas ara,
y al cielo envío mis eternos males.
    ¡Ay! ¡La suerte enemiga cuán avara
desde la cuna se ostentó conmigo!
Jamás el bien busqué, que el mal no hallara.

    En cuitada orfandad, niño, de abrigo
falto, solo en el mundo, quien me hiciese
no hallé un halago o me abrazase amigo.

    ¿Justicia pudo ser que así naciese
para ser infeliz? ¿Que de mi seno
nunca el gozo señor ni un punto fuese?

    ¿Nacen los hombres a penar? ¿Ajeno
es el bien de la tierra? ¿O me castigas
a mí tan solo, Dios clemente y bueno?

    Perdona mi impaciencia, si me obligas
a tan míseras quejas: ¿por qué el crudo
dolor un breve punto no mitigas?
    ¿Por qué, por qué me hieres tan sañudo?
¿Quieres, justo Hacedor, romper tu hechura?
¿El polvo ¡ay padre! en qué ofenderte pudo?

    Da paz a este mi pecho: de la obscura
tiniebla en que mis pies envueltos veo,
llévame por tu diestra a la luz pura.

    El iluso y frenético deseo
rige, Señor, con valedora mano,
y haz la santa virtud mi eterno empleo.

    Yo de mí nada puedo: que liviano,
si asirle quiero, escapa; si frenarle,
de mi flaco poder se burla insano.

    ¡Cuántas, oh, cuántas veces arrancarle
del abismo do está! ¡Cuántas del puro,
del casto bien propuse enamorarle!
    ¡O si alcanzase en soledad seguro
vivir al menos! exclamé llorando.
Mi estado fuera entonces menos duro.

    Ferviente hasta el gran Ser la mente alzando,
la quieta noche, el turbulento día
pasara yo sus obras contemplando.

    Con el alba la célica armonía
de las aves del sueño me llamara,
y a las suyas mi lengua se uniría

    A adorar su bondad: cuando vibrara
más sus fuegos el sol, del bosque hojoso
la sombra misteriosa me guardara:

    si su pendón la noche silencioso
alzara, y en su trono, la alba luna
bañara el mundo en esplendor gracioso,

    yo sus pasos siguiendo de una en una
recordara, seguro de más daños,
las vueltas que en mí usara la Fortuna.

    Allí alegre riyera sus engaños,
su falaz ofrecer, el devaneo
de mis perdidos juveniles años.

    Amé, y hallé dolor: volví el deseo
a las ciencias, creyendo que serían
al alma enferma saludable empleo;

    las ciencias me burlaron: me ofrecían
remedios que mis llagas irritaban,
y a la hidalga razón grillos ponían.

    Dejelas, y corrí do me llamaban
la oficiosa ambición y los honores
entre mil que sus premios anhelaban;

    mas fastidieme al punto, y a las flores
me torné del placer tras un mentido
bien que a mi pecho causa mil dolores.

    ¡Oh! ¡Hubiese siempre en soledad vivido!
¡Siempre del mundo al ídolo cerrado
los ojos y a su voz mi incauto oído!

    Y hubiera tantas ansias excusado,
tanto miedo y vergüenza y cruda pena,
vigilia tanta en lágrimas bañado.

    Pero el cielo parece que condena
los hombres al error, y que se place
en que arrastren del vicio la cadena:

    Nunca el seguro bien nos satisface;
el placer nos fascina; la paz santa
morada nunca entre sus flores hace.

    ¿Quién hay que huelle con segura planta
la ardua senda del bien? Y ¿quién, perdida,
la torna a hallar y en ella se adelanta?

    Toda es escollos nuestra frágil vida:
tiende el vicio la red y la dañosa
Ocasión por mil artes nos convida.

    El deseo es osado cuan medrosa
y flaca la razón, a quien el oro,
a quien mirada encanta cariñosa:

    otro al son corre del clarín sonoro
tras la gloria fatal, y en grato acento
le suena el bronce horrible, el triste lloro:

    aquel con impía audacia al elemento
voluble se abandona en frágil nave,
y los monstruos de él mira contento.
    Nadie se rige por razón, ni sabe
qué codicia, qué teme, qué desea,
cuál cosa vitupere y cuál alabe.

    Así el hombre infelice devanea
sin que jamás el justo medio acierte,
y el mal de todos lados le rodea,
hasta que da por término en la muerte.

miércoles, 2 de julio de 2008

De Bernardo de Balbuena

Perdido ando, señora, entre la gente
sin vos, sin mí, sin ser, sin Dios, sin vida:
sin vos porque de mí no sois servida,
sin mí porque con vos no estoy presente;

sin ser porque del ser estando ausente
no hay cosa que del ser no me despida;
sin Dios porque mi alma a Dios olvida
por contemplar en vos continuamente;

sin vida porque ausente de su alma
nadie vive, y si ya no estoy difunto
es en fe de esperar vuestra venida.

¡Oh bellos ojos, luz preciosa y alma,
volved a mirarme, volveréisme al punto
a vos, a mí, a mi ser, mi dios, mi vida!