domingo, 30 de agosto de 2015

Paul Celan, Fuga de la muerte y otros poemas.

Paul Celan (Czernowitz, 1920 - París, 1970)

Fuga de la muerte

Negra leche del alba la bebemos de tarde
la bebemos a mediodía de mañana la bebemos de noche
bebemos y comemos
cavamos una fosa en los aires no se yace allí estrecho
Vive un hombre en la casa que juega con las serpientes que escribe
que escribe al oscurecer a Alemania tu pelo de oro Margarete
lo escribe y sale de la casa y brillan las estrellas silba a sus mastines
silba a sus judíos hace cavar una fosa en la tierra
nos ordena tocad a danzar

Negra leche del alba te bebemos de noche
te bebemos de mañana a mediodía te bebemos de tarde
bebemos y bebemos 
Vive un hombre en la casa que juega con las serpientes que escribe
que escribe al oscurecer a Alemania tu pelo de oro Margarete
Tu pelo de ceniza Sulamit cavamos una fosa en los aires no se yace allí estrecho

Grita hincad los unos más hondo en la tierra los otros cantad y tocad
agarra el hierro del cinto lo blande son sus ojos azules
hincad los unos más hondo las palas los otros seguid tocando a danzar

Negra leche del alba te bebemos de noche
te bebemos a mediodía de mañana te bebemos de tarde
bebemos y bebemos
vive un hombre en la casa tu pelo de oro Margarete
tu pelo ceniza Sulamit juega con las serpientes

Grita que suene más dulce la muerte la muerte es un Maestro Alemán
grita más oscuro el tañido de los violines así subiréis como humo en el aire
así tendréis una fosa en las nubes no se yace allí estrecho

Negra leche del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodía la muerte es un Maestro Alemán
te bebemos de tarde y mañana bebemos y bebemos
la muerte es un Maestro Alemán su ojo es azul
él te alcanza con bala de plomo su blanco eres tú
vive un hombre en la casa tu pelo de oro Margarete
azuza sus mastines a nosotros nos regala una fosa en el aire
juega con las serpientes y sueña la muerte es un Maestro Alemán

tu pelo de oro Margarete
tu pelo de ceniza Sulamit
  
                                                               (De Amapola y memoria, 1952)


Lo sé

Y tú, tú también:
ya crisálida.
Como todo lo que mece la noche.

Este batir, volar de alas en redor:
¡yo lo oigo – no lo veo!

Y tú
como todo
lo liberado del día:
ya crisálida.

Y ojos, que te buscan.
Y mi ojo entre ellos.
Una mirada:
un hilo más que te envuelve.

Esta tardía, tardía luz.
Lo sé: los hilos fulgen.
            
                                      (De De umbral en umbral, 1955)
Flor

La piedra.
La piedra en el aire, a la que seguí.
Tu ojo tan ciego como la piedra.

Éramos
manos,
vaciamos las tinieblas, encontramos
la palabra que remontó el verano:
flor.

Flor – una palabra de ciego.
Tu ojo y mi ojo:
proveen
el agua.

Crecimiento.
Pared a pared del corazón
se acumulan las hojas.

Una palabra aún como ésta y los martillos
cimbran libres.
                                        
                                                   (De Reja de lenguaje, 1959)

Claudio Rodríguez, Antología

Claudio Rodríguez (Zamora, 1934 - Madrid, 1999)

Libro Primero. Poema IV

Así el deseo. Como el alba, clara
desde la cima y cuando se detiene
tocando con sus luces lo concreto
recién oscura, aunque instantáneamente.     
Después abre ruidosos palomares
y ya es un día más. ¡Oh, las rehenes
palomas de la noche conteniendo
sus impulsos altísimos! Y siempre
como el deseo, como mi deseo.             
Vedle surgir entre las nubes, vedle
sin ocupar espacio deslumbrarme.
No está en mí, está en el mundo, está ahí enfrente.
Necesita vivir entre las cosas.                                        
Ser añil en los cerros y de un verde
prematuro en los valles. Ante todo,
como en la vaina el grano, permanece
calentando su albor enardecido
para después manifestarlo en breve
más hermoso y radiante. Mientras, queda
limpio sin una brisa que lo aviente,
limpio deseo cada vez más mío,
cada vez menos vuestro, hasta que llegue
por fin a ser mi sangre y mi tarea,
corpóreo como el sol cuando amanece. 

                                                         (De Don de la ebriedad, 1953)




A mi ropa tendida

                                                                  (El alma)

    Me la están refregando, alguien la aclara.
¡Yo que desde aquel día
la eché a lo sucio para siempre, para
ya no lavarla más, y me servía!
¡Si hasta me está más justa! No la he puesto
pero ahí la veis todos, ahí, tendida,
ropa tendida al sol. ¿Quién es? ¿Qué es esto?
¿Qué lejía inmortal, y qué perdida
jabonadura vuelve, qué blancura?
Como al atardecer el cerro es nuestra ropa
desde la infancia, más y más oscura
y ved la mía ahora. ¡Ved mi ropa,
mi aposento de par en par! ¡Adentro
con todo el aire y todo el cielo encima!
¡Vista la tierra tierra! ¡Más adentro!
¡No tenedla en el patio: ahí en la cima,
ropa pisada por el sol y el gallo,
por el rey siempre!

    He dicho así a media alba
porque de nuevo la hallo,
de nuevo el aire libre sana y salva.
Fue en el río, seguro, en aquel río
donde se lava todo, bajo el puente.
Huele a la misma agua, a cuerpo mío.
¡Y ya sin mancha! ¡Si hay algún valiente,
que se la ponga! Sé que le ahogaría.
Bien sé que al pie del corazón no es blanca
pero no importa: un día…
¡Qué un día, hoy, mañana que es la fiesta!
Mañana todo el pueblo por las calles
y la conocerán, y dirán: "Esta
es su camisa, aquella, la que era
sólo un remiendo y ya no le servía.
¿Qué es este amor? ¿Quién es su lavandera?"

                                                                (De Conjuros, 1958)

Ajeno

    Largo se le hace el día a quien no ama
y él lo sabe. Y él oye ese tañido
corto y duro del cuerpo, su cascada
canción, siempre sonando a lejanía.
Cierra su puerta y queda bien cerrada;
sale y, por un momento, sus rodillas
se le van hacia el suelo. Pero el alba
con peligrosa generosidad,
le refresca y le yergue. Está muy clara
su calle, y la pasea con pie oscuro,
y cojea enseguida porque anda
sólo con su fatiga. Y dice aire:
palabras muertas con su boca viva.
Prisionero por no querer, abraza
su propia soledad. Y está seguro,
más seguro que nadie, porque nada
poseerá; y él bien sabe que nunca
vivirá aquí, en la tierra. A quien no ama,
¿cómo podemos conocer o cómo
perdonar? Día largo y aún más larga
la noche. Mentirá al sacar la llave.
Entrará. Y nunca habitará su casa. 

                                                             (De Alianza y condena, 1965)

Gerard Manley Hopkins, Antología

Gerard Manley Hopkins (Essex, 1844-Dublin, 1879)

Ramas de Fresno

Nada de lo que veo, rodando por el mundo, 
nutre más el espíritu o alienta hondas palabras
que un árbol con sus ramas abiertas hacia el cielo.
Estas ramas de fresno: si apretadas y firmes en invierno,
en tiernas crestas de  húmedas pestañas se despliegan
y anidan nuevas en los cielos altos.

Ellas tocan el cielo, tamborean; ¡cómo arañan sus garras
la espejeante bóveda enorme del invierno! Marzo en ellas
funde nieve y azul, y un hilo roto de verdor ajado.
Es nuestra vieja tierra aupándose, escalando a tientas
al escarpado cielo de quien nos ha engendrado.


Hurras por la cosecha

Ya termina el verano; ya en bárbara hermosura
en redor se levantan las gavillas.
Cómo va el viento. Qué amable compostura
las nubes de algodón. ¿Alguna vez formaron
más esponjosos, libres, ondulados
torbellinos de harina por los cielos?
Voy, me elevo, levanto el corazón, los ojos.
Miro toda esa gloria que en los cielos espiga al Salvador.
Y ojos, corazón, ¿qué miradas, qué labios
alguna vez os dieron, más exacta y ardiente,
respuesta a vuestro amor?
Y las lomas colgadas del azul son su hombro;
de Él, que sostiene con majestad el mundo,
robusto garañón, dulce, violeta.
Todo eso estaba aquí, mas no quien lo mirase.
Al reunirse los dos le nacen alas
al corazón y a Él corre, se levanta.
Toda la tierra es poca para alzarla a sus pies.  



El mar y la alondra

A mi lado dos sones muy viejos, inmortales.
A la derecha, olas rompen contra la playa
con un vaivén crispado o silencioso,
eterno mientras crezca la luna o se retire.

A izquierda, desde tierra, oigo subir la alondra.
Su alborotado, fresco acorde serpentea
en rizos, libre, y gira en remolinos, y derrocha
su música y la vierte, hasta agotarla toda y consumirse.

Ellos dos avergüenzan nuestra ciudad trivial.
Claman contra este tiempo turbio y sórdido.  
Y nosotros, orgullo de la vida y ansiosos de corona,

perdimos la alegría, el esplendor primero de la tierra.
Nuestro ajetreo y descanso se deshacen, y el polvo
deprisa fluye al barro original del hombre.