viernes, 2 de noviembre de 2012

Eurípides, Medea. La condición de la mujer.


MEDEA (Desde el interior de la casa). ¡Ay!
¡Desgraciada de mí, qué infeliz, qué dolor!
¡Ay, ay, ay! ¡Ay de mí! ¿Cómo puedo morir?

NODRIZA

Ahí tenéis, hijos míos, iracunda está ya
vuestra madre, pues el dolor trastornó su índole.
Corred cuanto antes a casa y allí entrad,
no os pongáis cerca de ella, que no os pueda ver,
no acercaos y tened mucho cuidado
con el fiero talante y atroz natural de su mente cruel.
¡Vamos, pues, rápido, pasad aquí dentro!

(El pedagogo entra con los niños en el interior de la casa.)

Se ve bien que esa nube que empieza a surgir,
cargada de lamentos, muy pronto va a arder
estallando en más fuerte pasión. ¿Qué irá a hacer
ese carácter que el mal ha mordido
y en que hay un orgullo muy grande y tenaz?

MEDEA (Desde el interior.) ¡Ay, ay!
¡Sufro, mísera, sufro, tormentos sin fin!
¡Vuestro padre y la casa con él!

NODRIZA

¡Ayayay! ¡Ayayay, desdichada de mí!  
¿Qué culpa existe en los hijos, qué tienen que ver ellos
con las faltas del padre? ¿Los odias? ¿Por qué?
Temo, niños, y siento que vais a sufrir;
es terrible el antojo de un rey que el servir
no conoce, sino sólo el constante mandar,
y duros resultan sus cambios de humor.
Avezarse a vivir siempre igual es mejor
y por lo menos a mí me toque envejecer
sin grandeza, pero estando en seguro lugar.
Ya las cosas medianas, con sólo decir
su nombre, resultan deseables y son
preferibles en su uso a las excesivas, que no
se muestran oportunas jamás al mortal,
sino más desastres a una casa, si atacan
las iras de un dios, eso dan.

(Entra el coro, formado por quince mujeres de Corinto.)

CORO

Escucho sus gemidos y lamentos,
sus agudos clamores lastimeros,
contra el esposo que su lecho infama;
invoca, sintiéndose ofendida,
a Temis,  guardiana de los votos que hizo
de surcar de noche la onda salada
hasta la Hélade opuesta, llave del gran mar. (Medea sale a escena y se dirige al coro.)

MEDEA

¡Oh, mujeres corintias! Salgo de casa para que
no me hagáis reproches; pues, mientras sé que muchos
hombres, tanto íntima como públicamente
se muestran asaz orgullosos, a otros su vivir tranquilo
hace pasar por indolentes. Pues no son siempre justos
los ojos de la gente y hay quien, no conociendo bien
el interior del prójimo, lo contempla con odio, sin mediar ofensa alguna.
Si debe el extranjero cumplir con la ciudad,
no alabo al natural que, amargo y altanero,
se muestra con ellos con falta de tacto.
A mí este suceso, que vino inesperado,
me ha destrozado el ánimo: perdida estoy, no tengo
ya apego a la vida; quiero morir, amigas.
Porque mi esposo, que era todo para mí, como
él muy bien sabe, ha resultado ser el peor de los hombres.
De todas las criaturas que tienen mente y alma  
no hay especie más desgraciada que la de las mujeres.
Primero han de acopiar dinero con que compren
un marido que en amo se torne de sus cuerpos,
lo cual es ya la cosa más dolorosa que hay.
Y en ello es fundamental el hecho de que sea
buena o mala la compra, porque el divorcio
no es honroso para las mujeres ni rehuir al cónyuge.
Llega, pues, una a nuevos usos y debe
trocarse en adivina, pues no aprendió nada de soltera
sobre  cómo con su esposo comportarse.
Si, tras tantos esfuerzos, se aviene el hombre y no protesta
contra el yugo, vida envidiable es; pero, si tal no ocurre,
morirse vale más. El marido, si se aburre de estar
con la familia, en la calle al fastidio de su humor pone fin;
nosotras, a nadie más a quien mirar tenemos.
¡Y dicen que vivimos en casa una existencia
segura, mientras con la lanza combaten!
Sin razón empero: tres veces preferiría yo formar
con el escudo, antes que parir una sola.
Pero a mí no me cuadra el mismo lenguaje que a ti:
tú tienes esta ciudad, la casa de tus padres,
los goces de la vida, el trato con los amigos,
y, por el contrario, yo padezco el ultraje de mi esposo,
que de mi tierra bárbara me raptó, abandonada, sin patria,
madre, hermanos ni parientes en los cuales
pudiera echar ancla frente a tamaño infortunio.