martes, 4 de agosto de 2015

Tomás de Iriarte, Epístola I a Dalmiro (José Cadalso)

EPÍSTOLA I.

ESCRITA EN II DE NOVIEMBRE DE 1774 A D. JOSEPH CADAHALSO,

a la sazón que este se hallaba en Montijo, y envidiaba al autor la fortuna de vivir en Madrid entre literatos.

Descríbese el estado de la Literatura en esta Corte.

    Que en ese rincón de Extremadura
desterrado te ves, tan triste y solo
que ser habitador se te figura
del antártico polo,
deja ya de envidiarme la ventura
de residir aquí, donde imaginas
que vivo acompañado
de Musas españolas y latinas,
y donde piensas tú que en alto grado
estiman al amante de las Letras.
    ¡Qué mal, qué mal penetras,
oh mi Dalmiro, el lamentable estado
de la sabiduría en esta Corte,
dos siglos ha maestra de las Ciencias, 
y en el nuestro aprendiz de las del Norte! 
    La causa de este mal, sus consecuencias 
a referirte voy. Permite, amigo, 
que desahogue mi pesar contigo. 
   La mala educacion echó raíces. 
Los niños que de escuela carecieron 
en sus primeros años infelices, 
ya son hombres idiotas, que subieron 
q ocupar los empleos de importancia, 
en que es leve defecto la ignorancia. 
    ¿Quién te ha dicho que aquí desacredita 
a un racional el ver que no ejercita 
la parte intelectual de su individuo? 
Comen, duermen, se adornan, se pasean, 
y del dia el residuo 
en total ocio, u en el juego emplean. 
Gastan dinero, tren, tiempo en visitas, 
las paciencias de todos (que aun no bastan) 
y solo sus potencias jamas gastan; 
que al morir se las dejan nuevecitas. 
 —¿Conque se casa Julia? 
—Y si Lisardo muere ¿quién le hereda? 
—Muy pobre estuvo anoche la tertulia.  
—¡Bonito frac! ¿Es algodon, o seda? 
—¿Qué has perdido?  —Diez onzas de un envite.
—Aquel hombre riñó con la fulana
—¿Han mudado comedia? Si el convite 
No se acaba muy tarde, iré mañana...— 
Estos son sus discursos, sus ideas, 
sus artes y científicas tareas. 
    Isócrates y Euclides resuciten: 
vengan Virgilio y Cicerón: reciten 
graves sentencias, sólidas doctrinas: 
Solís y Garcilaso en las esquinas 
fijen limada prosa y dulce verso:  
corra el naturalista el universo; 
afánese, y adquiera 
cuantas preciosidades y portentos 
puede ofrecer Naturaleza entera: 
verán por galardón de sus talentos 
que un jugador de manos, la Giganta, 
un pájaro de América, o del Norte, 
una muchacha que en las tablas canta, 
y otras insubstanciales menudencias 
alborotan la Corte, 
surten de diversión las concurrencias; 
y el libro bien escrito,
por más que en los carteles se señale 
con la letra más gorda de la imprenta, 
como a todo el lugar le importa un pito, 
expuesto queda a perdurable venta. 
    Y ¡pobre del autor que sobresale, 
que si el injusto público le mienta 
es para alzar contra su fama el grito! 
   Primeramente nuestro bello idioma, 
competidor del de la antigua Roma, 
sujeto yace a dura servidumbre. 
Escríbenle sin regla ni cuidado 
háblanle por costumbre; 
sus delicados fueros no veneran 
nadie le estudia; todos le adulteran. 
    Si alguno se ha esmerado 
en escribir pesando las dicciones, 
después de mil prolijas correcciones, 
la turba de lectores indiscreta 
hace de la elegancia igual aprecio 
que del peor estilo de gaceta. 
Ya se acabó aquel tiempo en que hubo necio 
que pasaba las noches y los días 
limando sordamente sus escritos, 
fiel censor de retóricos delitos, 
exacto en evitar cacofonías, 
vocablos forasteros, redundancias, 
frases impropias, malas concordancias. 
Hoy cada cual se explica como quiere: 
si habla castizo o no, nadie lo inquiere.  
Escribir con borrones ya no es moda: 
¡Nuevo y útil convenio, 
que a todos los bolonios acomoda! 
Y los que se temían 
como penosos partos del ingenio, 
ahora son abortos repentinos. 
Los ásperos caminos 
que antiguamente a pocos conducían 
del remoto Parnaso a las alturas, 
hoy se han vuelto llanuras 
por donde sin peligros ni sudores 
se pasean serviles traductores. 
Ellos son, oh Dalmiro, los perversos 
traidores al lenguaje de su tierra,   
y que haciéndole están continua guerra. 
¡Oh! Quiera el justo Apolo, 
(pues se lo pido así en mis pobres versos) 
que cuanto aquéllos en su vida escriban, 
quede, como archivado en protocolo, 
del más necio librero en la trastienda; 
que solo de ello los gusanos vivan, 
y eterno polvo empuerque tal hacienda; 
¡que ni los confiteros la reciban  
ni aun merezca servir para cohetes 
o para alfombra en lóbregos retretes! 
Sí, legos traductores: 
caiga sobre vosotros mi anatema, 
viciosos corruptores, 
los que a la pura lengua castellana 
pegasteis una gálica apostema, 
que en su cuerpo no deja parte sana. 
   Pero, amigo, si acaso el sufrimiento 
te basta para oír cuál me lamento 
de nuestra erudicion y su rüina, 
sabe, pues, que el estudio indispensable 
de la noble y matriz lengua latina, 
confiado a una secta inexpugnable (1) 
de adustos preceptores 
o de antiguos errores 
o de nuevas pasiones inducidos,   
víctima es hoy de acérrimos partidos,   
padeciendo el bien público entretanto. 
    Unos a la instrucción tomos dedican 
que en número y volumen dan espanto; 
la memoria del joven mortifican, 
su entendimiento ofuscan,   
la voluntad le cansan. Otros buscan 
defectos que objetar a un Arte breve,   
metódico y cabal, cuanto es posible, 
que nuestra España debe  
al que en un solo libro, en patrio idioma, 
y en verso inteligible 
que de memoria sin afán se toma, 
dio según orden justo reglas fijas, 
útilmente copiosas, no prolijas. 
Otros hasta la muerte son parciales 
de aquel Arte confuso 
que en las manos el dómine les puso, 
cuando, a poder de fieros cardenales 
y de recias palmetas, en sus mentes 
introdujo gramáticos principios, 
cortos, obscuros, falsos, imprudentes,
con duros versos y con floxos ripios.   
    Y pues los libros del antiguo Lacio, 
modelos de elocuencia y poesía, 
el filósofo Tulio, el cuerdo Horacio, 
mas se olvidan e ignoran cada dia;
¡bien haya el erudito que, si escribe, 
da por prision a su obra el cartapacio, 
de donde no la saca mientras vive, 
por no exponerla al triste menosprecio 
en que no incurre acaso la de un necio! 
   Mas si pretenderán los defensores 
de la antigua enseñanza madrileña 
que donde, por gramática, se enseña 
no sé qué jerigonza y greguería, 
monserga, guirigay o algarabía, 
sobresalgan poetas y oradores?
¡Ojalá no ofreciera el mismo templo 
de elocuencia infeliz más de un ejemplo! 
Pláticas oirán contra escofietas, 
calzados, rascamoños, manteletas; 
retruécanos tal vez, tal vez consejas 
de aquel lugar impropias, y con gritos 
espantajo de niños y de viejas; 
mas si una corrección de los delitos  
enérgica, fundada e instructiva, 
con seriedad, con arte y persuasiva; 
si un estilo oratorio digno y puro, 
perceptible, y no bajo, 
culto, sin ser obscuro, 
quieren buscar, les costará trabajo. 
Son raros los que en púlpito, u en foro 
guardan a la retórica el decoro. 
    ¿Pues qué será si la atención convierten 
a ese par de teatros que divierten 
al Matritense vulgo, y le habitúan 
a falsa idea de lo que es un drama; 
que en las rudas molleras perpetúan 
la no envidiable fama 
de absurdos e increíbles fabulones, 
en que el poeta con el arte juega 
a la gallina ciega, 
y a tientas gira, dando tropezones?... 
    Mas perdona, Dalmiro,
si por mi ingenuo celo,
y por el compasivo desconsuelo
con que el atraso de las Letras miro,
y el estrago infeliz que las espera,
esta epístola mía
casi en declamación ya degenera. 
Y, por más que te dé melancolía 
carecer de este mundo literario, 
yo la suerte contigo trocaría, 
y en Montijo viviera solitario, 
donde tratara simples labradores, 
y no idiotas preciados de doctores. 
Por fin, Dalmiro, hagamos un ajuste, 
(aunque es muy de temer que te disguste) 
si me envías un cándido ignorante, 
te regalo un fantástico pedante. 


(1) Gens dura atque aspera cultu / debellanda tibi Latio est. Virg. Aeneid. V, 73O. "Con nación de un inculto y duro trato / has de lidiar en la región latina". 

William Saroyan, El sentido de la vida

William Saroyan, en  Un tal Rock Wagram, 1960:

Todo hombre es un buen hombre en un mundo malo. Ningún hombre cambia el mundo. Todo hombre cambia del bien al mal o del mal al bien una y otra vez durante su vida y, al final, muere. Pero, sin importar cómo o por qué o cuándo cambia, el hombre continúa siendo un buen hombre en un mundo malo y él lo sabe. Toda la vida el hombre lucha contra la muerte y al fin pierde la pelea, habiendo sabido siempre que la perdería. La soledad es el tributo y el fracaso de todo hombre. 

    El hombre que intenta escapar de la soledad, es un lunático.

    El hombre que no sabe que todo es fracaso, es un estúpido.

    El hombre que no se ríe de todas estas cosas, es un pelmazo.

   Pero el lunático es un buen hombre y también el estúpido y el pelmazo, y cada uno de ellos lo sabe. Todo hombre es inocente y, en última instancia, un lunático solitario, un estúpido solitario o un pelmazo solitario.

    Y, sin embargo, el hombre tiene un sentido. La vida que vive todo hombre tiene un sentido. Un sentido secreto y patético si no fuese por las mentiras del arte.

Azorín, Supervivencia de las arañas

Azorín, en su Antonio Azorín


Las sociedades animales son tan interesantes como las sociedades humanas. Los sociólogos las estudian con gran cuidado. Las hormigas y las abejas se agrupan en urbes regimentadas sabiamente; son metódicas unas y otras, son laboriosas, son sagaces, son perseverantes, son humildes, son industriosas. Las arañas, en cambio, no se agrupan en sociedad jerarquizada; son los más fuertes de todos los insectos. Los naturalistas se plañen de su insociabilidad. Y no hay animal más difundido sobre el planeta.

Viven bajo las aguas, como la argironeta; corren sobre la superficie de los lagos, como el dolomelo orlado; fabrican su morada so las piedras, como la segestria; se agazapan en un pozo guateado de blanca seda, como la teniza minera; se columpian en aéreas redes, como la tejenaria. Corren, nadan, saltan, vuelan, minan, trepan, tejen, patinan. Y en su insociabilidad hosca tienen como mira capital, como sentido esencialísimo, el amor a la raza. El amor a la raza está en las arañas sobrepuesto a todo interés peculiarísimo. La raza ha de ser fuerte, recia, audaz, incontrastable. La hembra, a este fin, devora despiadadamente al macho débil que se le acerca a cortejarla. Y de este modo sólo los machos fuertes triunfan y legan a las nuevas generaciones su audacia y fortaleza.

¿Es un animal nietzschano la araña? Yo creo que sí. Y entre todas las arañas hay un orden que más que ningún otro profesa en el reino animal esta novísima filosofía que ahora nos obsesiona a los hombres. Tres de estos arácnidos—Ron, King y Pic—ha estudiado Azorín pacientemente. A continuación doy, en forma amena, algunas de sus observaciones. Excúseme el lector si las encuentra deficientes, y vea sólo en estas líneas un modesto intento de contribuir al estudio de la sociología comparada.

** *

Ron es un varón fuerte, a quien los naturalistas llaman saltador escénico, y dicen que es de la clase de los aracnoides, y aseguran que pertenece al orden de los atidos. Los saltadores son los más intelectuales y elegantes de los arácnidos. No son metódicos, no son extáticos. Corren, brincan, se mueven prestamente. No fabrican urdimbres donde permanecer hastiados; no labran agujeros donde esperar aburridos. Son mundanos, son errabundos. Vagan ligeros por las puertas y por las paredes soleadas. Persiguen las moscas; las atrapan saltando. Y de este modo han sabido unir a la utilidad la belleza, puesto que su caza es un deporte airoso.

Ron vive en una confortable casa; tiene catorce centímetros de larga y seis de ancha. Son de cartón sus muros, es de cristal su techumbre. El interior es blanco. Y en la blancura, Ron va y viene gallardo y se destaca intenso.

Ron es grande; mide más de un centímetro; tiene henchido el abdomen; su cuerpo parece afelpado de fina seda; sobre el fondo blanquecino resaltan caprichosos dibujos negros. Ron es ligero; tiene ocho patas cortas. Ron es polividente; tiene en la frente dos ojuelos negros, fúlgidos; y junto a éstos, a cada lado, otros dos más pequeños; y encima de éstos, sobre la testa, otros dos diminutos. Ron es nervioso; tiene dos palpos, como minúsculos abanicos de plumas blancas, que él mueve a intervalos con el movimiento rítmico de un nadador. Ron es voluble; corre por pequeños avances de dos o tres segundos; se detiene un momento; yergue la cabeza; da media vuelta; se pasa los palpos por la cara; torna a correr un poco...

Azorín cree que a Ron le ha parecido bien la nueva casa. El ha entrado tranquilo, indiferente, impasible; luego ha dado una vuelta con el discreto desdén de un hombre de mundo. Azorín lo observaba; esta frivolidad le ha molestado un poco. Y, sin embargo, esta frivolidad no era ficticia. He aquí la prueba: Ron, sin pensarlo, ha dado un topetazo con una mosca que se hallaba muy tranquila en medio de la caja. La mosca se ha sobresaltado un tanto. Entonces Ron, ya vuelto a la realidad, ha advertido su presencia.

«He hecho una tontería»—debe de haber pensado—; «tenía aquí a mi lado una mosca y yo estaba completamente distraído.» Inmediatamente ha retrocedido con cautela hasta separarse de la mosca cinco centímetros. Ha transcurrido un instante de espera. Ron se contrae, se repliega como un felino. Luego, lentamente, con suavidad, avanza un centímetro; luego, más lentamente, otro centímetro; luego se para, aplanado, encogido. La mosca está inmóvil; Ron no se mueve tampoco. Transcurren treinta segundos, solemnes, angustiosos, trágicos. La mosca hace un ligero movimiento. Ron salta de pronto sobre ella y la coge por la cabeza. Esta pobre mosca se mueve violentamente, patalea estremecida de terror. No, no se marchará; Ron la tiene bien cogida. «Las moscas—debe de pensar él, que, como hombre de grueso abdomen, será conservador, y como conservador, creerá en las causas finales—; las moscas se han hecho para los saltadores; yo soy saltador, luego esta mosca ha nacido y se ha criado para que yo me la coma.»

Y se la come, en efecto; pero como es un saltador afectuoso, le da de cuando en cuando golpecitos con los palpos sobre la espalda, como queriendo convencerla de su teleología. Azorín no sabe si la mosca quedará convencida; ello es que sus patas han cesado de moverse y que Ron se la lleva a un ángulo, donde permanece quieto con ella un gran rato.

Después de comer, Ron se pasa los palpos por la cara, como limpiándosela, con el mismo gesto que los gatos; a veces se lleva también su segunda pata izquierda a la boca, como si se estuviese hurgando los dientes. Una mosca cogida por Ron tarda en morir poco más de un minuto. En la succión del tórax emplea Ron veintiocho, treinta, treinta y tres minutos; en la del abdomen, uno o dos. Cuando el hambre no aprieta, suele desdeñar el abdomen; esto es plausible.

Ron pasea por la caja, camina boca arriba por el cristal, se deja caer y cae de pie con suave movimiento elástico. De cuando en cuando se frota los ojos con los palpos, con gesto inteligentísimo. A las moscas las percibe a 12 centímetros de distancia. Entonces se yergue gallardo como un león; alza la cabeza; pone las dos patas delanteras en el aire; las observa atento; se vuelve rápido cuando ellas se vuelven... La Naturaleza es maravillosa; estos saltadores diriase que son felinos diminutos.

Ron es audaz y feroz. Azorín ha soltado en la caja un moscardón fuerte y voluminoso. Es grisáceo; tiene cerca de dos centímetros; salta e intenta volar, y cuando cae de espaldas hace sobre el cartón un ruido sonoro de tambor. Ron, al principio, se ha azorado un poco de este estrépito. Corría velozmente; no me atrevo a decir que huía. «Este bicho—pensaría él—es demasiado grande para mí.» Luego, cuando el moscardón se ha amansado, Ron, que estaba a su derecha, ha descrito un perfecto medio círculo y se ha colocado frente a frente de su adversario. Entonces el moscardón se ha movido, y Ron ha desandado el camino recorrido. Después ha tornado a describir el medio círculo, y como el moscardón se estuviese quedo, se ha lanzado contra él audazmente.

He dicho que Ron es feroz; añadiré que no tiene ni un átomo de piedad. Esto de la piedad es cosa para él totalmente desconocida. Azorín ha metido en la caja un saltador joven, casi un niño, a juzgar por su aspecto, puesto que caminaba lentamente y apenas sabía hacer nada. Pues bien; a la mañana siguiente, Azorín ha visto que los despojos de este saltador pendían de una de las paredes; lo cual indica que Ron lo había devorado durante la noche.

Ha soltado también Azorín en la caja una tejenaria, o sea una de esas arañas domésticas de largas patas. ¿Qué ha sucedido con esta tejenaria? Lo primero que ha hecho esta araña es fabricar una tela en medio de la caja, seguramente con la esperanza de que en ella caiga una mosca, cosa asaz absurda, porque las moscas son para Ron, según su filosofía teleológica. En su tela permanecía inmóvil la tejenaria; cuando se daba un golpecito sobre el cristal, se agitaba en un baile frenético. Así ha permanecido dos días, y al fin ha sucedido lo que había de suceder, es decir, que Ron ha devorado también a la tejenaria.

He de declarar que Ron tiene una cama. Esta cama es como una especie de hamaca, que él ha colgado en un rincón; en ella dormita algunos ratos después de haber comido.

Cuando se despierta vuelve a sus paseos. El suelo está sembrado de cadáveres. Al principio, Ron veía uno de estos cadáveres y los creía cuerpos vivos; esto era una desagradable sorpresa. Azorín ha observado que en una ocasión, para evitar decepciones, Ron se ha aproximado con discreción a un cadáver y ha alargado una pata y lo ha tocado ligeramente para averiguar si estaba muerto o vivo.

** *

King es más chico que Ron. Es delgado y negro; los palpos los tiene también negros y sin plumas, con una rayita blanca en la base. Vive en una casa más pequeña.

King ha probado a correr por el cristal y no podía. Luego se ha comido dos moscas y se deslizaba por él perfectamente. Sin duda, este saltador hacía tiempo que no encontraba moscas en su camino y estaba, por consiguiente, bastante débil.

King tarda en matar una mosca un minuto y cuarenta y cinco segundos. En sorber el tórax emplea treinta y un minutos; desdeña el abdomen. King, como todas las arañas, ama la noche. Aplacado su apetito, mira indiferente a las moscas que corren por la caja; pero a la mañana siguiente, todas, sean las que fueren, aparecerán muertas.

* * *

Pic es el más pequeño de todos y el que más ancha casa habita. Pic mide medio centímetro; tiene también negros los palpos, y el cuerpo es a rayas pardas y blancas, que le cogen de arriba abajo, como esos bellos trajes del Renacimiento italiano.

Es indudablemente Pic un niño de estirpe principesca. Es gallardo, vivo; se yergue hasta poner en el aire las cuatro patas anteriores; sube por las paredes, y corre, seguro, por el cristal; da, de cuando en cuando, rápidos saltitos; se deja caer del techo, y permanece un instante balanceándose cogido a un hilo tenue.

Cuatro moscas le han sido puestas en la caja; cuando se encuentra con alguna, huye azorado. «Decididamente—ha pensado Azorín—, es muy niño aún este saltador para atreverse con una mosca.» Toda la tarde ha estado Pic sin tocarlas; a la mañana siguiente, cuando Azorín ha ido a ver qué tal había pasado Pic la noche, ha encontrado las cuatro moscas difuntas.

Porque Pic será pequeño, pero tiene arrestos. Una mosca yace patas arriba en medio de la caja; Pic se acerca, creyéndola sin duda muerta; la mosca suelta una patada; Pic se queda atónito. Después se vuelve a acercar y la torna a tocar en el ala; la mosca rebulle y se pone de pie. He aquí un terrible compromiso; pero Pic no se arredra. Al contrario, salta sobre ella tratando de cogerla; la mosca, como es natural, es esquiva. Al fin, Pic la coge por la cabeza, y entonces, como Pic es pequeñito y la mosca tiene mucha fuerza, arrastra la mosca a Pic y lo lleva un momento revolando por el aire. Pero Pic no la suelta y logra afianzarla en un rincón, donde la mosca permanece cuatro minutos pataleando, y al cabo sucumbe.

Armando Macchia, microrrelato premiado: El francotirador

El francotirador, de Armando Macchia

Todos los días, mientras esperaba el ómnibus, un niño me apuntaba desde un balcón con el dedo, y gatillaba como un rito su arma imaginaria, gritándome “¡bang, bang!”. Un día, solo por seguirle el rutinario juego, también yo le apunté con mi dedo, gritándole “¡bang, bang!”. El niño cayó a la calle como fulminado. Salí corriendo hacia él, y vi que entreabría sus ojitos y me miraba aturdido. Desesperado le dije “pero yo solo repetí lo mismo que tú me hacías a mí”. Entonces me respondió compungido: “sí señor, pero yo no tiraba a matar”.

Benito Pérez Galdós, Cánovas, 1912

"Los políticos se constituirán en casta, dividiéndose hipócritas en dos bandos igualmente dinásticos e igualmente estériles, sin otro móvil que tejer y destejer la jerga de sus provechos particulares en el telar burocrático. No harán nada fecundo; no crearán una Nación [...] Alarmante es la palabra Revolución. Pero si no inventáis otra menos aterradora, no tendréis más remedio que usarla los que no queráis morir de la honda caquexia que invade el cansado cuerpo de tu Nación. Declaraos revolucionarios, díscolos si os parece mejor esta palabra, contumaces en la rebeldía. En la situación a que llegaréis andando los años, el ideal revolucionario, la actitud indómita si queréis, constituirán el único síntoma de vida. Siga el lenguaje de los bobos llamando paz a lo que en realidad es consunción y acabamiento [...] Los dos partidos que se han concordado para turnarse pacíficamente en el Poder son dos manadas de hombres que no aspiran más que a pastar en el presupuesto. Carecen de ideales, ningún fin elevado los mueve; no mejorarán en lo más mínimo las condiciones de vida de esta infeliz raza, paupérrima y analfabeta. Pasarán unos tras otros dejando todo como hoy se halla, y llevarán a España a un estado de consunción que, de fijo, ha de acabar en muerte. No acometerán ni el problema religioso, ni el económico, ni el educativo; no harán más que burocracia pura, caciquismo, estéril trabajo de recomendaciones, favores a los amigotes, legislar sin ninguna eficacia práctica, y adelante con los farolitos…"

Benito Perez Galdós, Cánovas, 1912.

Rafael López de Haro, Muera el señorito

¡Muera el señorito! de Rafael López de Haro

El libro primero de ¡Muera el señorito!, del manchego Rafael López de Haro, conquense de San Clemente, es el único que transcurre en El Pinoso, pueblo inexistente de Castilla la Nueva con el que López de Haro se figura uno manchego. Tras ser  nombrado secretario del alcalde, Eugenio se apiada de una mendiga deforme, la Chana, que con frecuencia es enviada al sotanillo del Ayuntamiento que con frecuencia hace de cárcel para borrachos y es donde se depositan todos los trastos del cementerio y demás. Le da una pequeña limosna. Esta muchacha

"Vivía en el arroyo de limosna y disputando a los perros, en los muladares, las piltrafas de carroña. Como era repugnante, insoportablemente repugnante, y como socorrerla era ocasionado a que volviese, la echaban a escobazos de las puertas y la apedreaban los chiquillos. Si alguien le daba una limosna, la perra chica o el mendrugo, se los arrojaban desde lejos. [...] Si conseguía alguna moneda, ella la empleaba en vino inmediatamente y el tabernero se lo echaba en un bote de lata de esos de las conservas que ella llevaba siempre..."

La agricultura no da a la mayoría sino para mantenerse:

"-El labraor -hablaba Evencio- es mísero desde que hace hasta que va a la tierra a mirar desde la tierra al cielo, que es lo propio que hizo en vida. La tierra es probe y no hace ricos. La labranza se mantiene a sí misma y de ahí no pasa. Si el año sale bien, has cogío pa mantenete, mantener el ganao y los gañanes y a malas penas pagar la contribución. Que venga un hielo o una nube o que le dé dolor a un arre que te costó cinco mil reales, pues ya estás atrampao [...] Si alguno se sostiene como nosotros es porque no tenemos un vicio, comemos menos que canarios y estamos día por día dende que sale el sol tras el jornalero. ¿Quién se levanta? ¿Quiénes son los ricos nuevos? El usurero, el tendero, el alambiquero, el contratista. ¿Labraores? Toos pa abajo." 

Su cuñado suele maltratar a su hermana, como le cuenta tía Justa, pero eso no debe trascender: que arda la casa y no salga el humo, como se suele decir. La falta de agua potable es tal que la gente apenas se lava, o cuanto más la ducha del polaco: cara, culo y sobaco. La poca que había era a treinta metros y era salobre. Se frega a los novios antes de casarse, solamente. Eugenio termina ecandalizado al enterarse por la mujer del jornalero despedido por el alcalde de que la mendiga deforme, la Chana, es en realidad medio hermana suya, hija de su padre y de una puta del lugar, que ha terminado trastornada tras seguir los pasos de su madre. Entre otros sucesos, contempla como el alcalde Ferreol logra apaciguar un motín popular por falta de pan y trabajo:

Eugenio miraba el campo desierto, la más leve señal de vida; campo espantablemente solo, raso, uniforme, mar muerto, de un color de sangre podrida; páramo soledoso de desesperante ilimitación. La mirada regresaba al espíritu como regresó el cuervo al arca de Noé. 

Decía el mayoral:

-Hogaño va a haber mucho de esto. El probe está sin albitrio. Naide manda hacer na. Hay mucha gente pará y hay mucha hambre. Antiguamente dice que había en toa esta redonda muchos pinares del rey y del común, y había ganaos de ovejas y la gente se remediaba mejor con el aquel de la leche y de la leña. Pero de pinos no ha quedao más que el nombre del pueblo. Too se ha arao pa sembral trigo, y el trigo no mantiene más que a unos pocos. Lo pior es que el trigo tampoco se va a dar, porque paice que el cielo se va agotando y cada año llueve menos y la seguía va a acabar con lo poco que quea.

Eugenio se fue a su obligación pensando que una raza así, que descuaja y desola su solar y que cada año padece las mismas viruelas, el mismo tifus, la misma sed y hambre y no cambia, es una triste raza. El derecho civil y el derecho político podían decir lo que quisieran. La verdad la dijo Aristóteles. Ver en cada figura humana un sujeto de derecho es una majadería. El sujeto de derecho no es cada hombre, es la Humanidad. [...]

Aquel día, bajo los soportales de la plaza, se habían congregado los sin trabajo. Eran muchos. Todos vestían, como uniformados, calzón, chaquetilla y chamarreta de colorines; todos se calzaban con el atadijo de las albarcas, especie de sandalias de suela, con cuyas correas sujetábanse pie y pierna envueltos en trapajos, trozos de arpillera o de manta vieja; llevaban casi todos monterillas de piel de cabrito o un pañuelo atado en forma especial, que les hacía como un pequeño turbante. y todos, sin excepción, traían sobre los hombros unas mantas de mulas, pardas, del mismo color de la tierra, que, al lado que caía a la derecha, estaban cosidas formando un fondo de saco, en donde llevarían oculta el hacha o tal vez el trabuco.

Venían al Ayuntamiento a pedir pan y trabajo. Eran una legión de hombres humildes, ignorantes y resignados, que llegaban a este extremo cuando llevaban dos o tres días sin comer. Sus rostros empalidecidos, sus ojos vidriados, aterraban. Esperándolos quedaban sus esposas descaecidas y sus pequeñuelos, llorando, clamando, exigiendo.

Don Ferreol resoplaba más que de costumbre. Don Ferreol se había comido toda la consignación del presupuesto para caminos vecinales, para policía urbana... Don Ferreol se había comido todo el presupuesto. ¿Qué iba a hacer ahora don Ferreol?

Subió al despacho de la Alcaldía una representación de los pedigüeños: la formaban los cuatro mas atrevidos y sueltos de lengua. Estos cuatro parlamentarios de la desesperación eran cuatro tipos sintéticos. El azadón los derrengó, les descuadernó los hombros y loes hundió el pecho; el cierzo les atezó la cara y el hambre les encendió los ojos y les afiló los dientes.

-¿Qué queréis, hijos míos?
-Pus ya lo sabe usté.
-¿Pan y trabajo? ¿Cuántos sois?
-Tuicos.
-Esto ya lo sabía yo; esto vuestro ya me lo tenía yo tragao. Hoy mismo escribo al Diputao y al Ministro pa que vengan recursos de arriba...
-De arriba, de arriba... -masculló uno de ellos-. Y en el entre tanto que contestan, la gente perece. Eso no pue ser, señor alcalde. Nusotros no golvemos a nuestras casas sin un piazo e pan pa los chicos. ¡No pue ser!
Los otros tres ratificaron:
-¡No pue ser!
Don Ferreol acudió al remedio de todos los años.
-Bueno, pues ir pasando por las boletas.

Los tagarotes de la secretaría, con la lista de contribuyentes, y pasando por alto, como es natural, a los parientes y amigos de don Ferreol, distribuyeron el ejército de famélicos. Cada propietario debía dar trabajo a los obreros que se le asignaban. Era un impuesto no votado en Cortes, pero que se pagaba sin protesta. Ante la fiera hambrienta, nadie osaba defenderse.

Poco a poco la turba miserable se iba disgregando. Con la papeleta de la Alcaldía en una mano y el hacha o el trabuco en la otra, bajo el cojín de la manta, iban llamando a las puertas.
-Este pueblo -pensaba Eugenio- o es de borregos o es de lobos. De hombres no es. (Muera el señorito, Barcelona: Ramón Sopena, 1917, p. 110-112)

Tía Justa se muere de uremia, enfermedad de la vejiga, pero en realidad de muere de vergüenza o pudor, ese pudor tan español que es superior al instinto de conservación y que le impedía ir al médico o dejarse visitar por él. Y aquí termina el libro primero, único que trata sobre el pueblo manchego., y se traslada de la intrahistoria a la metahistoria de Madrid. Allí estudia Derecho y hace algunos amigos como Torralva (sic), que le dice cosas como estas:

Trabajar siempre fue carga de los viles, de los esclavos. El que trabaja hace profesión servil. ¡Déjate de eso! ¿Conoces a alguien que haya hecho gran fortuna trabajando? Para dominar, para ser rico, es necesario tener talento, que no se obtiene trabajando, o suerte, que es holgazana. Un hombre trabajando puede, afanosamente, ahorrar en sesenta años una miseria. Un gran capital no se hace trabajando: se hace traficando, negociando, que no es lo mismo. El tenedor de libros de cualquier triunfador de esos que conquistan el trono de reyes del carbón o del sulfato de cobre ha trabajado más que su amo. Creo que me hago entender. Trabajar, en suma, no es un camino que lleve a parte alguna; es un camino de noria que no conduce a ninguna parte. ¡No trabajes, Eugenio! ¡Conquista!

Me parece que la política española está llena de conquistadores. Así nos va.

Antero de Quental, Soneto quijotesco

EL PALACIO DE LA VENTURA

Antero de Quental  (1843-1891)

Sueño que soy un caballero andante;
por desiertos cabalgo en noche oscura. 
del amor paladín, busco anhelante 
el Palacio feliz de la ventura.

Mas ya desmayo, exhausto y vacilante, 
rota la espada y rota la armadura... 
cuando de pronto veo, fulgurante, 
toda su altiva pompa y hermosura.

Con grandes golpes llamo, sin recelos: 
"Soy el desheredado, el vagabundo, 
¡Abrid la puerta de oro a mis anhelos!"

Se abre la puerta al fin lenta y pausada 
y al entrar caigo, de dolor profundo: 

frío y silencio y sombra y nada.

Fábula anónima Manera de ver las cosas

(Está inspirada en el segundo apólogo de esa obra maestra sobre la naturaleza humana que es El conde Lucanor, compuesta por el infante Juan Manuel, un auténtico Dostoievski del siglo XIV. Es de tradición esópica, pero la versificó un escritor anónimo que la publicó por vez primera en el Diario de Madrid más o menos hacia 1800. Allí es donde la descubrí. Investigando reparé en que esta adaptación apareció poco después en un libro decimonónico que recopilaba las mejores fábulas de autor desconocito. La he titulado "Maneras de ver las cosas" y es un ejemplo magnífico de perspectivismo o de cómo la gente no es buena ni mala, sino solo egoísta porque así lo piden los genes darwinianos):

El hombre, el chico, el asno y los que pasaban. 

  Encontró en un camino 
montados en un mísero pollino 
a un chico y a un anciano cierto arriero; 
y al punto dijo: ¡Oh chusco lastimero! 
¡Pobre animal! Con estas valentías 
no tenéis asno para cuatro días. 
tanto, por más que calla, le ha dolido 
la pulla al pobre viejo, que, corrido, 
se desmontó al instante: 
y al asno con el chico echó adelante. 
    Caminaban así, cuando de cara 
dan con otro hombre, el cual, como repara 
que el muchacho va holgado, 
y el viejo a pie detras estropeado, 
"¡Mal enseñáis -le dice-
a vuestro hijo o lo que es, infelice!
Mirad mejor por vos y a ese insolente  
hacedle pese a tal, que ande o reviente; 
que nuevo es su pellejo 
y al fin es un rapaz y vos sois viejo. 
    Esto que oyó el anciano, dijo: "Tate,
tiene razón: molerme es disparate.
Baja, montaré yo". Y así lo han hecho,
pero a muy corto trecho
un soldado bribón desde otra senda,
la voz alzó para que el viejo atienda:
"¡Qué caridad que tiene el tal abuelo!
Como él va a su placer, no le da duelo
despear al muchacho.
Apuesto que es judío o va borracho".
Sin desplegar la boca
contra quien con denuestos le provoca,
se apeó el triste anciano
y, tomando el chicuelo de la mano,
fueron en pos de su jumento un rato;
cuando a deshora un estudiante chato,
(para fisgón sobrole el ser manchego)
soltó la carcajada y dijo luego:
"¡Donoso desvarío!
¡Ellos a pie y el asno de vacío!
Ce, buena gente: pues así os apiada
la caridad con bestia tan honrada,
a cuestas la tomad y por los daños
ponedla luego de aguardiente paños".
    A tanta sinrazón, de enojo ciego,
prorumpió el viejo así:
"¡De mí reniego,
y reniego del bruto y del canalla
que a gusto de otro se acomoda y calla!
Ir en un asno me decís qne es mengua:
si nadie va, me mofa vuestra lengua,
mal si camino a pie, peor si monto;
¿Subo al chico? Soy tonto:
¿Le bajo? Es acción fea:
¿Cómo le he de entender? ¡Maldito sea
tanto hablador y consejero tanto,
y maldito sea yo, si más aguanto!
Ven, chico, ven: ya que el pollino es mío,
bien tengo poderío
para servirme de él a mi talante,
sin que de necios el decir me espante;
¡murmuren ellos y los dos montemos,
que así a lo menos con descanso iremos!

APLICACIÓN,

El que de todos quiere 
seguir los pareceres, poco a poco, 
por premio logrará volverse loco.