domingo, 19 de julio de 2015

Mario Benedetti, La soledad comunicante, 1987

Mario Benedetti, "La soledad comunicante", El País, 1-XI-1987:

Hace unos años, al responder a una encuesta que preguntaba: "¿Por qué escribe"? (Liberation, París, mayo 1985), Lawrence Durrell se limitó a burlarse: "A pregunta idiota, respuesta idiota: escribo para vigilarme". No sé si la pregunta era idiota o sagaz, pero lo cierto es que respondimos a ella 400 escritores de 80 países en 28 lenguas.La interrogante era también una doble tentación: desarrollar la respuesta en profundidad o responder con una frase ingeniosa o que pretendiera serlo. Por supuesto, hubo quienes se inclinaron por esta opción, por ejemplo, José Donoso ("escribo para saber por qué escribo"), Enrique Lihn ("escribo porque escribo"), Álvaro Mutis ("escribo por asco de mí mismo y del mundo"), García Márquez ("para que mis amigos me quieran más", que casi se repite en la respuesta de Bryce Echenique: "Escribo para que me quieran más"), Juan Goytisolo ("si lo supiera, no escribiría"), Philippe Soupault ("porque me divierte"), Leonardo Sciascia ("porque me gusta"), Françoise Sagan ("porque adoro eso").

Otros respondieron con más realismo y tal vez con lacónica sinceridad: Mary McCarthy ("porque sé cómo hacerlo"), Carlos Fuentes ("porque es una de las raras cosas que sé hacer"), Günter Grass ("porque no puedo hacer otra cosa"), Graham Greene y también Fred Uhlmann ("por necesidad"), Danilo Kis ("para sobrevivir"), Samuel Beckett ("porque sólo sirvo para eso").

Hay, por último, unos cuantos que, ya que son literatos, al responder hacen literatura. Algunos ejemplos: Rachid Boudjedra ("escribo para no tener frío"), Roberto Juarroz ("porque la poesía es la conjunción más profunda del azar y el destino"), Ricardo Piglia ("porque la poesía es la forma privada de la utopía"), Osvaldo Soriano ("para compartir la soledad"), García Hortelano ("porque no soporto el vacío que es un día sin escribir), Adonis ("para hacer eco a aquello que Dios ha dicho y no ha escrito"), Jan Erik Vold ("porque si no lo hiciera, faltaría una voz"), Roa Bastos (para evitar que "al miedo de la muerte se agregue el miedo de la vida"), Doris Lessing ("porque soy un animal escribiente").

Podría decirse que todas las contestaciones caben en un espacio limitado por dos respuestas (dos polos) muy anteriores a esa encuesta: Henri Michaux ("escribo para que lo real se vuelva inofensivo") y William Faulkner ("escribo para ganarme la vida"). Sin embargo, no hay ninguna de las 400 respuestas (salvo, quizá, la de Osvaldo Soriano) que ponga sobre el tapete tanta verdad como un artículo titulado precisamente ¿Por qué se escribe?, que en 1933 publicó María Zambrano en la Revista de Occidente y que luego incluyó en Hacia un saber del alma: "Escribir es defender la soledad en que se está, es una acción que sólo brota desde un aislamiento efectivo, pero desde un aislamiento comunicable, en que, precisamente por la lejanía de toda cosa concreta, se hace posible un descubrimiento de relaciones entre ellas". Aislamiento efectivo, pero comunicable. Ahora sí se entiende mejor la respuesta de Soriano: "Escribo para compartir la soledad".

Por la mente del escritor desfilan verdaderas series o escalas orales, tan informales como irresponsables, pero en el filtro riguroso de la soledad, y a fin de transformarse en palabra escrita, asumen su responsabilidad y también su forma particular, única. Escribir es una manera de organizar el habla, el caos del habla, y, en definitiva, es un intento, casi siempre vano, de organizar el mundo, así sea el reducido y propio. Más adelante agrega María Zambrano algo que conduce a otro nivel del acto de escribir: "El escritor sale de su soledad a comunicar el secreto". Ahora bien, ¿en qué consiste ese secreto? ¿Y por qué lo comunica en vez de guardarlo celosamente para sí? ¿No será que el secreto es nada menos que la originalidad? Un sustantivo que nunca había colindado con un adjetivo cualquiera; el hallazgo de una sola palabra que transforma un lugar común en un lugar extraordinario; la novedad de una sensación, o mejor aún, la manera nueva de decir una sensación trillada; un matiz inédito en el tembladeral de las relaciones humanas; la vislumbre desconocida de una pasión conocida; la mera invención de una palabra, etcétera, son franjas del azar, pero asimismo de la educación de ese azar. Es difícil que el azar comparezca cuando no se empieza por abrirle el camino. La inspiración cayó en desuso, pero el azar o el secreto de crear o la originalidad germinan mejor en tierras fértiles.

El impulso que lleva al escritor a revelar ese secreto forma parte de su oficio, que es comunicar. Es común que el artista, tras un descubrimiento que ha efectuado a solas, quiera de inmediato comunicarlo, así sea oralmente. No importa a cuántos. A alguien. En ese instante no piensa que pueden quitarle un tema, copiarle un desarrollo. El arte es generoso, pródigo, dador, y la verdad es que el secreto del escritor sólo adquiere un sentido cuando se hace público. Si Nietzsche decía (Zambrano lo menciona) que "las cosas son los límites del hombre", Rubén Darío, en cambio, en su Coloquio de los centauros hace que Quirós (varios décadas antes que el centauro Robbe-Grillet) sugiera: "Las cosas tienen un ser vital". Es claro que las cosas logran ese ser vital sólo cuando el poeta lo descubre en ellas. Sin la mirada del poeta las cosas son inertes o, si se mueven, como las máquinas, no son conscientes de su movilidad. O sea, que cuando las cosas, gracias al poeta, asumen su ser vital, abandonan su condición inerte y pasan a ser imágenes, metáforas, símbolos y, en consecuencia, dejan de ser límites para el hombre.

Semejante operación no justifica ninguna vanidad. El poeta lleva a cabo ese proceso a través de las palabras, pero otros miembros de la comunidad, digamos el agricultor, el constructor, el artesano, realizan faenas igualmente reveladoras con sus instrumentos y sus manos, a pesar de que no haya encuestas que pregunten: "¿Por qué abres un surco?, ¿porqué levantas paredes?, ¿por qué moldeas esa vasija?". El Homo faber y el Homo ludens no sólo se complementan, sino que se influyen recíprocamente. Uno de los escritores convocados por Liberation, el portugués Antonio Lobo Antunes, respondió: "Escribo porque no sé bailar como Fred Astaire", y esto, que parece (y quizá sea) una broma, un modo de eludir la indagación, también incluye su viruta de verdad. En la escritura cabe el mundo. "Escribo", respondió Onetti, "porque es un acto amoroso que me da placer". Comencé a escribir", responde, por su parte, un bienhumorado Vázquez Montalbán, "porque quería ser grande, rico y hermoso". Y esto, a pesar de su talante, tampoco es mera broma, porque en la escritura cabe, asimismo, el mito, no sólo el que apunta a la figura admirada, sino también al mito modesto, casi privado: la quimera propia, vocacional. Vázquez Montalbán la ribetea de humor, pero ¿quién no tiene una personal quimera? Aunque el tríptico de adjetivos no sea el mismo, claro.

Puedo entender a Severo Sarduy cuando confiesa, como razón de su escritura: "No soporto el vacío", y, en cambio, me cuesta creer a Milan Kundera cuando limita su escritura al "placer de contradecir", a "la felicidad de estar solo contra todos", y no lo creo, porque si bien ese placer de contradecir está presente en sus declaraciones políticas, disidentes, en su obra literaria, en cambio, tiene más importancia el placer de decir. Por otra parte, ese alarde casi romántico de "estar solo contra todos" se inscribe más bien en la tradición de Drieu la Rochelle, para quien la necesaria misión del intelectual era "estar donde no está la muchedumbre. Delante, detrás o al costado, poco importa, pero estar en otra parte". Curiosamente, esa obsesión lo metió de cabeza, primero en el fascismo, luego en el colaboracionismo con la ocupación alemana, y finalmente en el suicidio, que al fin fue su modo personal de "estar en otra parte". ¿Será que a veces el escritor cree haber sorprendido un secreto y, en cambio, sólo ha descubierto (y adoptado) un oprobio que flotaba en el aire? Y entonces, cuando decide: hacer público el presunto secreto, no cae en la cuenta de que está comunicando una ignominia. Después de todo, en el sutil entramado de los malentendidos culturales hay dos que aparecen y reaparecen sin que nadie los convoque. El primero es que el escritor está instalado en su sociedad, y en ella, rodeado y traspasado por ella, escribe; el segundo es que está instalado en su soledad, y en ella, sólo para ella y sin contagiarse del contorno, escribe. De ahí que me parezca tan penetrante y verdadero el hallazgo necesario de María Zambrano cuando dice: "Aislamiento comunicable", asombrosa contigüidad de aparentes contrarios que, a su vez, ella capta como secreto y no vacila en comunicar. (A los bienaventurados que nombra Serrat quizá podría agregarse esta variante: bien aventurados los poetas, porque dicen su secreto a voces".)

Por más que un escritor viva sumergido en lo emergente de su. medio social ("vivir en una sociedad y no depender de ella es imposible", decía, con perdón, Vladimir Ilich Ulianof, también llamado Lenin, allá por 1905), tras sus balsámicos o incitantes baños de mundo deberá instalarse en su parcela de soledad, poniendo sus palabras a buen recaudo; pero si verdaderamente quiere que esas palabras, como propone el portugués Vergilio Ferreira, "creen el espacio habitable de su necesidad", una vez que la soledad le ha ayudado a moldear su secreto, su don de sí mismo, su santiamén insólito, aquella misma necesidad ampliará ese espacio habitable para introducir en él al prójimo, al contorno, a la región, al mundo. Pura ósmosis. El mundo es materia prima de cada soledad; la suma de soledades es la savia del mundo.

"No sé escribir porque no sé ser", masita otro portugués, Fernando Pessoa, en una de las páginas más desoladas de su Livro de desassossego, y agrega: "No consigo reanudarme". Afortunadamente, el libro tiene 250 páginas más, y digo afortunadamente, porque pienso que, en ese contexto, reanudarse es seguir transmitiendo la soledad, pero es también merecer la soledad del prójimo. Y esto no significa, como proponía Walter Benjamin, que el intelectual no pueda ver el cambio social sino desde la perspectiva de su soledad. ¿Acaso la sociedad no es factor, médula y sustancia de la soledad'? ¿Qué es, después de todo, la soledad sino un homenaje al prójimo?

Vicente Aleixandre, Se querían

De La destrucción o El amor (1933)


SE QUERÍAN

Se querían.
Sufrían por la luz, labios azules en la madrugada,
labios saliendo de la noche dura,
labios partidos, sangre, ¿sangre dónde?
Se querían en un lecho navío, mitad noche, mitad luz.

Se querían como las flores a las espinas hondas,
a esa amorosa gema del amarillo nuevo,
cuando los rostros giran melancólicamente,
giralunas que brillan recibiendo aquel beso.

Se querían de noche, cuando los perros hondos
laten bajo la tierra y los valles se estiran
como lomos arcaicos que se sienten repasados:
caricia, seda, mano, luna que llega y toca.

Se querían de amor entre la madrugada,
entre las duras piedras cerradas de la noche,
duras como los cuerpos helados por las horas,
duras como los besos de diente a diente solo.

Se querían de día, playa que va creciendo,
ondas que por los pies acarician los muslos,
cuerpos que se levantan de la tierra y flotando...
Se querían de día, sobre el mar, bajo el cielo.

Mediodía perfecto, se querían tan íntimos,
mar altísimo y joven, intimidad extensa,
soledad de lo vivo, horizontes remotos
ligados como cuerpos en soledad cantando.

Amando. Se querían como la luna lúcida,
como ese mar redondo que se aplica a ese rostro,
dulce eclipse de agua, mejilla oscurecida,
donde los peces rojos van y vienen sin música.

Día, noche, ponientes, madrugadas, espacios,
ondas nuevas, antiguas, fugitivas, perpetuas,
mar o tierra, navío, lecho, pluma, cristal,
metal, música, labio, silencio, vegetal,
mundo, quietud, su forma. Se querían, sabedlo.

Ángel González, Poética a la que intento a veces aplicarme

   POÉTICA
  a la que intento a veces aplicarme.

Escribir un poema: marcar la piel del agua.
Suavemente, los signos
se deforman, se agrandan,
expresan lo que quieren
la brisa, el sol, las nubes,
se distienden, se tensan, hasta
que el hombre que los mira—
—adormecido el viento,
la luz alta—
o ve su propio rostro
o —transparencia pura, hondo
fracaso— no ve nada.

Ángel González, Deíxis en fantasma

 DEIXIS EN FANTASMA

Aquello.
                  No eso.
                                    Ni
—mucho menos— esto.

Aquello.

Lo que está en el umbral
de mi fortuna.
Nunca llamado, nunca
esperado siquiera;
sólo presencia que no ocupa espacio,
sombra o luz fiel al borde de mí mismo
que ni el viento arrebata, ni la lluvia disuelve,
ni el sol marchita, ni la noche apaga.

Tenue cabo de brisa
que me ataba a la vida dulcemente.
Aquello
que quizá hubiese sido
posible,
que sería posible todavía
hoy o mañana si no fuese
un sueño.

Ángel González, Contraorden

CONTRA-ORDEN. (POÉTICA
POR LA QUE ME PRONUNCIO CIERTOS DÍAS)

Esto es un poema.

Aquí está permitido
fijar carteles,
tirar escombros, hacer aguas
y escribir frases como:

Marica el que lo lea,
Amo a Irma,
Muera el…(silencio),
Arena gratis,
Asesinos,
etcétera.

Esto es un poema.
Mantén sucia la estrofa.
Escupe dentro.

Responsable la tarde que no acaba,
el tedio de este día,
la indeformable estolidez del tiempo.

Ángel González, A veces en octubre

    A veces, en octubre, es lo que pasa...
Cuando nada sucede,
y el verano se ha ido,
y las hojas comienzan a caer de los árboles,
y el frío oxida el borde de los ríos
y hace más lento el curso de las aguas;
cuando el cielo parece un mar violento,
y los pájaros cambian de paisaje,
y las palabras se oyen cada vez más lejanas,
como susurros que dispersa el viento;

entonces,
ya se sabe,
es lo que pasa:

esas hojas, los pájaros, las nubes,
las palabras dispersas y los ríos,
nos llenan de inquietud súbitamente
y de desesperanza.

No busquéis el motivo en vuestros corazones.
Tan sólo es lo que dije:
lo que pasa.

Ángel González, A un joven versificador

A UN JOVEN VERSIFICADOR

Nada te importa la verdad,
y eso no basta para ser poeta.

Para ganar las cimas del Olimpo
confías en tus amigos:
tantos y tan tontos
que acabaron metiéndote en sus antologías.

¿O lo hicieron adrede?
En cualquier caso,
merced a sus esfuerzos
tu estupidez —antes
celebrada tan sólo entre iniciados—
ya es pública y notoria.

Dales las gracias, pero desconfía

Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, Serranilla V

    SERRANILLA V

        [I]

Moça tan fermosa
non vi en la frontera,
como una vaquera
de la Finojosa.

        [II]

Faziendo la vía
del Calatraveño
a Santa María,
vençido del sueño,
por tierra fragosa
perdí la carrera,
do vi la vaquera
de la Finojosa.

        [III]

En un verde prado
de rosas e flores,
guardando ganado
con otros pastores,
la vi tan graciosa,
que apenas creyera
que fuese vaquera
de la Finojosa.

        [IV]

Non creo las rosas
de la primavera
sean tan fermosas
nin de tal manera,
fablando sin glosa,
si antes supiera
de aquella vaquera
de la Finojosa.

        [V]

Non tanto mirara
su mucha beldad,
porque me dexara
en mi libertad.
Mas dixe: "Donosa
(por saber quién era),
¿aquella vaquera
de la Finojosa?..."

        [VI]

Bien como riendo,
dixo: "Bien vengades,
que ya bien entiendo
lo que demandades:
non es desseosa
de amar, nin lo espera,
aquessa vaquera
de la Finojosa".

Marqués de Santillana

César Vallejo, Idilio muerto

IDILIO MUERTO
César Vallejo

Idilio muerto

Qué estará haciendo esta hora
mi andina y dulce Rita de junco y capulí;
ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita
la sangre, como flojo cognac, dentro de mí.

Dónde estarán sus manos que en actitud contrita
planchaban en las tardes blancuras por venir;
ahora, en esta lluvia que me quita
las ganas de vivir.

Qué será de su falda de franela; de sus
afanes; de su andar;
de su sabor a cañas de mayo del lugar.

Ha de estarse a la puerta mirando algún celaje,
y al fin dirá temblando: «Qué frío hay... Jesús!»
y llorará en las tejas un pájaro salvaje.

León Tolstoy, Ana Karenina

(Ana Karenina visita a su hermano y a su cuñada en Moscú, donde conoce casualmente al joven conde Vronsky, que será en el futuro su amante. Ella está casada y se mantiene fiel a su esposo; sin embargo, en su regreso en tren a San Petersburgo, no consigue dejar de pensar en el conde)

«¡Gracias a Dios, todo ha terminado!», fue lo primero que pensó Ana Arkadievna cuando se despidió por última vez de su hermano, el cual permaneció en el andén, impidiendo la entrada al vagón, hasta que sonó por tercera vez la campana. Ana se sentó en su asiento al lado de Anushka, examinando todo en torno suyo, a la media luz del coche cama. «¡Gracias a Dios, mañana veré a Seriota
y a Alexey Alexandrovich y reanudaré mi agradable vida habitual!»

[…] 

Al principio no pudo leer. Le molestaba el ajetreo y el ir y venir de la gente; cuando el tren se puso en marcha fue imposible no prestar atención a los ruidos; luego se distrajo con la nieve que caía, azotando la ventanilla izquierda, el revisor que pasaba, bien abrigado y cubierto de nieve, y los comentarios respecto de la borrasca que se desencadenaba. Más adelante seguía repitiéndose
lo mismo, el traqueteo, la nieve en la ventanilla, los bruscos cambios de temperatura, pasando del calor al frío, y viceversa; los mismos rostros en la penumbra y las mismas voces; pero Ana leía ya, enterándose del argumento.

[…] 

Ana se enteraba de lo que leía, pero aquella lectura le resultaba desagradable, es decir, le
molestaba el reflejo de la vida de otras personas. Tenía demasiados deseos de vivir ella misma. Si la protagonista de la novela cuidaba a un enfermo, sentía deseos de andar con pasos silenciosos en la habitación de aquel; si un miembro del Parlamento había pronunciado un discurso, deseaba pronunciarlo ella; si lady Mary cabalgaba tras de su jauría, exacerbando a su nuera y asombrando
a todos con su audacia, Ana sentía deseos de galopar.

Pero no había nada que hacer, y Ana daba vueltas a la plegadera (1) entre sus pequeñas manos, tratando de seguir leyendo.

El héroe de la novela estaba ya a punto de conseguir lo que constituye la felicidad inglesa: el título de barón y una finca, y Ana deseó ir allí con él, cuando de pronto creyó que aquel hombre debía de sentir vergüenza y ella la sintió también. Pero ¿por qué sentía vergüenza? «¿De qué me avergüenzo?», se preguntó, asombrada y resentida. Dejó el libro y se recostó en la butaca, apretando
la plegadera entre las manos. No había nada vergonzoso. Repasó todos sus recuerdos de Moscú. Todos eran buenos y agradables. Recordó el baile, a Vronsky, con su rostro sumiso de enamorado, y el trato que tuviera con él: no había nada para avergonzarse. Pero al mismo tiempo, precisamente en este punto de sus recuerdos, la sensación de vergüenza aumentó, como si una voz interior le dijera cuando pensaba en Vronsky: «Te ha sido muy agradable, te ha sido muy agradable».
«Bueno, ¿y qué? –se preguntó con decisión–. ¿Qué significa esto? ¿Acaso temía enfrentarme con una cosa así? ¿Es posible que entre ese oficial tan joven y yo existan o puedan existir otras relaciones que las que tengo con cualquier conocido?» Sonrió con desprecio, abriendo de nuevo el libro; pero ahora le era completamente imposible entender lo que leía. Pasó la plegadera por el cristal, después apoyó en su mejilla la superficie lisa y fría y poco le faltó para echarse a reír: tal fue la alegría que la
invadió de pronto. Notó que los nervios se le ponían cada vez más tensos, como cuerdas enrolladas en unas anillas. Y sintió que los ojos se le abrían cada vez más, los dedos de sus manos y de sus pies se movían inquietos, algo la ahogaba en su interior y todo lo que veía y oía en aquella penumbra la impresionaba extraordinariamente.

A cada momento la asaltaban las dudas: ¿avanzaba el tren, retrocedía o estaba parado? ¿Era a Anushka a quien tenía a su lado o a una persona extraña? «¿Qué hay en aquella percha? ¿Un gabán de pieles o un animal? ¿Soy yo o es otra persona?» Temía entregarse a aquel estado de inconsciencia. Pero algo la arrastraba a él, a pesar de que podía entregarse o no según su voluntad. Se levantó
para recobrarse, separó la manta y se quitó la capa.
Por un momento volvió en sí, comprendiendo que el hombre delgado del abrigo largo, al que le faltaba un botón, era el encargado de la calefacción y que había entrado para mirar el termómetro, que el viento y la nieve habían penetrado tras de él por la puerta; pero después, todo se confundió de nuevo…

1) plegadera: instrumento a manera de cuchillo con el que se pliega o corta papel.

Charles Baudelaire, Crespúsculo en la tarde.

De Las flores del mal, Charles Baudelaire

Crespúsculo en la tarde

He aquí la noche, amiga del criminal desvelo;
viene a paso de lobo como un cómplice; el cielo
se cierra lentamente, cual si una alcoba fuera,
y todo hombre impaciente se cambia un poco en fiera.
¡Oh noche!, amada noche, tranquila, deseada
por aquellos que pueden decir: «Hoy la jornada
ha sido de trabajo». La noche es quien serena
las almas devoradas por indecible pena,
al sabio que se obstina inclinando su pecho,
y al obrero cansado que va en busca del lecho.
Los demonios malsanos, a favor del ambiente,
como hombres de negocios, despiertan torpemente,
y aleros y ventanas golpean al volar.
A través de las luces, que el viento hace temblar,
se enciende la prostitución en las aceras;
en sucios callejones abre sus madrigueras;
para todos ofrece un oculto camino
–incluso para quien nos acecha ladino–,
y se agita en el lodo de la ciudad podrida
tal gusano que al hombre robara su comida.
Aquí y allá se oyen las cocinas silbar,
los teatros gañir, las orquestas roncar;
las verdes mesas donde el juego hace primores,
con corte de rameras, chulos y estafadores;
y pronto van también a empezar los ladrones
su trabajo que no conoce vacaciones,
forzando dulcemente las cajas escondidas
para vivir un tiempo y vestir sus queridas.
Recógete, alma mía, en tan grave momento
y cierra tus oídos a ese desbordamiento.
Es la hora en que todos los enfermos se agravan.
La noche les aprieta la garganta; así acaban
de una vez sus fatigas, y hacia el abismo van;
el hospital solloza… Ya nunca volverán
algunos a buscar la sopa perfumada
junto al fuego, de noche, cerca de un alma amada.
¡Aunque la mayor parte jamás han conocido
el calor de un hogar y jamás han vivido!

Gustave Flaubert, Madame Bovary

El aburrimiento de Emma

(Emma está casada con el médico Charles Bovary y es madre de una niña. Lleva una vida apacible en Yonville, una pequeña villa francesa, pero se siente infeliz y desdichada. Allí conoce al joven León, de quien se enamora).

Cuando León salía desesperado de casa de Emma, no sabía que esta se levantaba detrás de él para verle en la calle. Le seguía los pasos, trataba de leerle en la cara; inventó toda una historia con el fin de hallar un pretexto para ver su habitación. Consideraba que la mujer del boticario tenía una gran suerte por dormir bajo el mismo techo; y sus pensamientos se abatían continuamente sobre aquella casa, como las palomas del Lion d’or que iban a meter en los canalones sus patas rosadas y sus alas blancas. Pero cuanto más cuenta se daba de su amor, más lo reprimía, para que no se notara y para disminuirlo.

Habría querido que León lo percibiera; e imaginaba casualidades, catástrofes que lo facilitaran. Sin
duda, lo que la retenía era la pereza o el miedo, también el pudor. Pensaba que le había rechazado demasiado lejos, que ya no era tiempo, que todo estaba perdido.

Después el orgullo, la satisfacción de decirse: «Soy virtuosa», y de mirarse en el espejo adoptando unas posturas resignadas la consolaba un poco del sacrificio que acababa de hacer.

Entonces, los apetitos de la carne, las codicias de dinero y las melancolías de la pasión, todo se confundió en un mismo sufrimiento; y en vez de desviar su pensamiento, más se agarraba a él, excitándose en el dolor y buscando en todo las ocasiones de sufrirlo. Se irritaba por un plato mal servido o por una puerta mal cerrada, se lamentaba del terciopelo que no tenía, de la felicidad que le faltaba, de sus sueños demasiado elevados, de su casa demasiado estrecha.

Lo que la exasperaba era que Carlos no parecía ni sospechar su suplicio. La convicción que tenía el marido de hacerla feliz le parecía un insulto imbécil, y su seguridad de esto, ingratitud. ¿Por quién era ella honrada? ¿No era él el obstáculo a toda felicidad, la causa de toda miseria y como la puntiaguda hebilla de aquella compleja correa que la ataba por todas partes?

Y concentró en él solo el odio numeroso que resultaba de sus hastíos, y todo esfuerzo por amortiguarlo no hacía sino exacerbarlo; pues este empeño inútil se sumaba a otros motivos de desesperación y contribuía más aún al alejamiento. Hasta su dulzura misma le infundía rebeliones. La mediocridad doméstica la impulsaba a fantasías lujosas, el cariño matrimonial a deseos adúlteros.

Hubiera querido que Carlos le pegara, para poder odiarle con más justicia, vengarse de él. A veces se asombraba de las atroces conjeturas que le venían al pensamiento; ¿y había de seguir sonriendo, oír cómo le repetían que era feliz, hacer como que lo era, hacer creer que lo era?

Pero esta hipocresía le repugnaba a veces. Tentaciones le daban de fugarse con León, de irse con él a alguna parte, muy lejos, para intentar un destino nuevo; pero enseguida se abría en su alma un abismo vago, lleno de oscuridad. «Además –pensaba–, León ya no me ama; ¿qué va a ser de mí? ¿Qué ayuda esperar, qué consuelo, qué alivio?»

Y se quedaba destrozada, jadeante, inerte, sollozando sordamente y bañada en lágrimas.

–¿Por qué no se lo dice al señor? –le preguntaba la criada, cuando entraba durante estas crisis.

–Son nervios –contestaba Emma–; no le digas nada, le darías pena.

–¡Sí, sí! –insistía Felicidad–, usted es como la Guérina, la hija del tío Guérin, el pescador de Mollet, que la conocí en Dieppe antes de venir a esta casa. Estaba tan triste, tan triste, que al verla de pie en la puerta de su casa, parecía un paño de entierro tendido allí. Resulta que su mal era así como una niebla que tenía en la cabeza, y los médicos no podían hacer nada, ni el cura tampoco. Cuando le daba muy fuerte, se iba sola a la orilla del mar, y cuando el teniente de la aduana iba a hacer la ronda, a veces la encontraba acostada boca abajo y llorando sobre las piedras. Dicen que después de casarse se le pasó.

–Pero a mí –replicaba Emma– es después de casarme cuando me ha dado.

GUSTAVE FLAUBERT
Madame Bovary

Víctor Hugo, Los miserables, 1862.

Víctor Hugo, Los miserables, 1862

Jean Valjean era de una pobre familia de la Brie. No había aprendido a leer en su infancia; y cuando fue hombre, tomó el oficio de podador en Faverolles. Su madre se llamaba Jeanne Matieu y su padre Jean Valjean o Vlajean, mote y contracción probablemente de «ahí está Jean» (1).

Jean Valjean tenía el carácter pensativo, aunque no triste, propio de las almas afectuosas. Su naturaleza estaba algo adormecida, era algo indiferente, en apariencia a lo menos. Perdió de muy corta edad a su padre y a su madre. Esta murió de una fiebre láctea mal cuidada.

Su padre, podador como él, se había matado de una caída de un árbol. Jean Valjean se encontró sin más familia que una hermana de más edad que él, viuda y con siete hijos entre varones y hembras. Esta hermana había criado a Jean Valjean, y mientras vivió su marido tuvo en su casa a su hermano. El marido murió cuando el mayor de los siete hijos tenía ocho años y el menor uno. Jean Valjean acababa de cumplir veinticinco años. Reemplazó al padre, y mantuvo a su vez a su hermana que le había criado. Hizo esto sencillamente, como un deber, y aun con cierta rudeza.

Su juventud se gastaba, pues, en un trabajo duro y mal pagado. Nunca le habían conocido «novia» en el país. No había tenido tiempo para enamorarse.

Por la noche entraba cansado en su casa y comía su sopa sin decir una palabra. Mientras comía, su hermana, la tía Jeanne, tomaba con frecuencia de su escudilla lo mejor de la comida, el pedazo de carne, la lonja de tocino, el cogollo de la col, para dárselo a alguno de sus hijos. Él, sin dejar de comer, inclinado sobre la mesa, con la cabeza casi metida en la cena, con sus largos cabellos esparcidos alrededor de la escudilla, y ocultando sus ojos, parecía que nada observaba; y dejaba hacer. Había en Faverolles, no lejos de la choza de Valjean, al otro lado de la calle, una lechera llamada María Claudia; los hijos de Jeanne, casi siempre hambrientos, iban muchas veces a pedir prestada a María Claudia en nombre de su madre una pinta de leche, que bebían detrás de una enramada o en cualquier rincón de la calle, arrancándose unos a otros el vaso, y con tanta precipitación que las niñas pequeñas la derramaban en su delantal y en su cuello. Si la madre hubiera sabido este hurtillo, habría corregido severamente a los delincuentes. Pero Jean Valjean, brusco y gruñón, pagaba, sin que Juana lo supiera, la pinta de leche a María Claudia, y los niños evitaban así el castigo. Jean Valjean ganaba en la estación de la poda dieciocho sueldos diarios y después se empleaba como segador, como peón de albañil, como mozo de bueyes y como jornalero.

Hacía todo lo que podía. Su hermana también trabajaba por su parte. Pero ¿qué habían de hacer con siete niños? Aquella familia era un triste grupo rodeado y estrechado poco a poco por la miseria. Llegó un invierno cruel; Jean no tuvo trabajo. La familia no tuvo pan. ¡Ni un bocado de pan y siete niños! Un domingo por la noche Maubert Isabeau, panadero de la plaza de la Iglesia en Faverolles, se disponía a acostarse cuando oyó un golpe violento en la puerta y en la vidriera de su tienda. Acudió, y llegó a tiempo de ver pasar un brazo al través del agujero hecho en la vidriera por un puñetazo. El brazo cogió un pan y se retiró. Isabeau salió apresuradamente; el ladrón huyó a todo correr, pero Isabeau corrió también y le detuvo. El ladrón había tirado el pan, pero tenía aún el brazo ensangrentado. Era Jean Valjean.

Esto pasó en 1795. Jean Valjean fue acusado ante los tribunales de aquel tiempo como autor de un «robo con fractura, de noche y en casa habitada». Tenía en su casa un fusil del que se servía como el mejor tirador del mundo; era un poco aficionado a la caza furtiva y esto le perjudicó.

[…]

Jean Valjean fue declarado culpable. Las palabras del código eran terminantes. Hay en nuestra civilización momentos terribles, y son precisamente aquellos en que la ley penal pronuncia una condena. ¡Instante fúnebre aquel en que la sociedad se aleja y consuma el irreparable abandono de un ser pensador! Jean Valjean fue condenado a cinco años de presidio.

VICTOR HUGO

Los miserables (adaptación)

Fausto, de Goethe

Fausto, Johann Wolfgang von Goethe


PRELUDIO EN EL TEATRO

DIRECTOR

Vosotros dos, que tantas veces nos apoyasteis en la necedad y la aflicción, decidme qué acogida esperáis para nuestra empresa en estas tierras alemanas. Yo, sobre todo, querría agradar sobremanera al estado llano, porque vive y deja vivir. Ya están colocados los postes, ya se montó el tablado y todos se las prometen felices. Se han sentado allí confiados, con los ojos bien abiertos y deseando que asombren. Aunque sé cómo dar sosiego al espíritu del pueblo, nunca me he sentido tan desconcertado: no están acostumbrados a lo bueno, pero han leído mucho. ¿Cómo conseguiremos que, siendo todo fresco, nuevo y relevar resulte a la vez agradable? Y es que, la verdad, me gusta ver al pueblo llano acercarse en torrente a nuestra carpa y agolparse con insistente afán para pasar por la estrecha puerta de la Gracia, verlo a pleno sol, antes de las cuatro, llegar a empellones hasta la taquilla y casi romperse el cuello por su entrada, como se lo rompen por el pan en tiempos de escasez. Propiciar este milagro en gente tan diversa es algo que sólo logra el poeta, ¡consíguelo hoy, amigo! 

POETA

No me hables de esa abigarrada multitud cuyo aspecto panta al espíritu. Presérvame del ondulante flujo que, a nuestro pesar, nos empuja hacia el torbellino. No; llévame a ese sereno rincón del cielo donde sólo para el poeta flo rece la auténtica alegría, donde, con mano divina, el amor y la amistad procuran y dispensan bendiciones a nuestro corazón. Lo que de nuestro pecho brotó, lo que los labios empezaron a balbucir, malogrado o tal vez conseguido, queda envuelto por la salvaje violencia del instante. Lo que brilla nació para el instante; lo auténtico permanece imperecedero en la posteridad.

GRACIOSO

Cómo me gustaría dejar de oír hablar de posteridad. Si me pongo a hablar de ella, ¿quién hará reír a nuestra época? Esta quiere y debe disfrutar. Nunca es poco la presencia de un muchacho divertido; el que sabe expresarse con gra cia no amargará el humor del pueblo; deseará estar ante un público amplio para conmoverlo con más seguridad. Por eso, pórtate bien y sé ejemplar; haz oír a la fantasía con todos sus coros, a la razón, al entendimiento, a la sen sibilidad, a la pasión; pero, eso sí, cuídate de la locura.

DIRECTOR

Pero, sobre todo, ¡que haya acción! Se viene a ver; lo que gusta es mirar. Si ante los ojos ofreces una trama con mu chos sucesos, de manera que la gente se quede boquia bierta, te habrás ganado a la masa y serás un hombre bie namado. La masa sólo puede ser movida por la masa y así cada cual se procurará lo suyo. El que mucho reparte, da un poco a cada uno, y así todos salen contentos de la sala. Si les das una pieza, dásela en piezas, con ese ragú te sonreirá la fortuna: lo representado con sencillez es igual de fácil de imaginar. De nada sirve que lo ofrezcas todo entero, pues el público lo desmenuzará.

POETA

No comprendéis lo innoble que es ese oficio, lo poco se adecua al auténtico artista. Veo que las chapuza esos esmerados señores se han convertido en tu máxima.

DIRECTOR

Semejante reproche me deja indiferente. Aquel que qu obrar correctamente, debe servirse de la herramienta a piada. Piensa que has de partir madera blanda y mira a aquellos para quienes tienes que escribir. Uno viene aburrimiento; el otro llega ahíto de su mesa y, lo que es peor, algunos lo hacen después de haber leído el periódico. Acuden distraídos, como a un baile de máscaras; las damas, para lucirse, se esmeran en su arreglo y represe desinteresadamente su comedia. ¿Qué imaginabas desde tus alturas poéticas? ¿Qué hay de malo en una sala llena? Observa de cerca a esos mecenas: la mitad son frío; la otra, rudos. Uno, después de la función, espera jugar a las cartas; otro pasar una noche de amor al abrigo de los pechos de una fulana. ¿A qué viene, pobre loco, molestar a las amables musas para tal fin? Te lo digo: dales más y más, y mucho más, y así nunca te apartarás del objetivo. Intenta sólo embrollar a los hombres; satisfacerlos es muy difícil... ¿Qué prefieres, el entusiasmo o el dolor? 

POETA

Anda y búscate otro esclavo ¿Debe el poeta desaprovechar frívolamente el supremo derecho que la naturales dona? ¿Con qué conmueve él a todos los corazones? ¿Con qué logra vencer todo elemento? ¿No es acaso la armonía la que, saliendo del pecho, anuda el mundo al corazón? Cuando la naturaleza, tejiendo serena, somete en el huzo la longitud infinita del hilo; cuando, provocándonos fastidio, la inarmónica multitud de todos los seres, por entreverarse unos con otros, resuena desordenada, ¿quién, dole vida, divide en intervalos esa serie monótona para que tenga ritmo?, ¿quién atrae lo aislado hacia esa consagración universal en la que tañen magníficos acordes? ¿quién hace que se desencadenen con furor las tormentas y que brille con gravedad el crepúsculo?, ¿quién esparce todas las bellas flores de la primavera por la senda que pisa la amada?, ¿quién trenza insignificantes hojas dándoles la forma de una corona merecedora de todo mérito? La fuerza del hombre puesta de manifiesto en el poeta.

GRACIOSO

Pues usa, entonces, esas fuerzas formidables y emprende tu labor creadora como se emprende una aventura amo rosa: uno se aproxima por casualidad, siente y se queda. Poco a poco se ve atrapado y crece la dicha, pero pronto se pelea. Aunque se esté encantado, el dolor viene y, antes de que se repare, se ha acabado la novela ¡Ofrécenos una función de este tipo! Echa mano de la vida en su totali dad. Todos la viven, pero no muchos la conocen; cuando les asombre, les parecerá interesante. Poca claridad con mucho color, mucho yerro y una sombra de verdad, así fermenta la mejor bebida, que a todo el mundo refresca y reconstituye. Entonces se reunirá la flor de la juventud ante tu escena y escuchará atentamente tu mensaje, y toda alma sensible absorberá en tu obra el sustento de su me lancolía. Ora este, ora el otro se emociona; cada cual ve lo que lleva en el corazón. Ya están dispuestos tanto a reír como a llorar. Todavía alaban el ímpetu; disfrutan con la apariencia. No hay nada que conmueva al ya maduro, pero el que se está haciendo, siempre lo agradecerá.

POETA

Devuélveme entonces ese tiempo en el que yo estaba aún en formación, cuando nacía siempre un manantial de can tos que salían en tumulto; cuando la niebla me velaba el mundo y los brotes prometían milagros; cuando cortaba las mil flores que llenaban todos los valles de riqueza. No tenía nada y, sin embargo, nada me faltaba: el anhelo de verdad y el placer por la alucinación. Devuélveme el em puje desatado, la profunda y dolorosa alegría, la fuerza del odio y el poder del amor, ¡devuélveme mi juventud!

GRACIOSO

Amigo, sólo necesitarías la juventud si los enemigos te acosaran en los combates; si adorables muchachas se col garan con fuerza de tu cuello; si a la cabeza de una carrera de velocidad, te llamara a lo lejos la difícil meta; si, después del torbellino de la danza, pasaras la noche bebiendo. Pero hoy, viejo señor, sólo tienes que interpretar con ánimo y gracia el conocido tañido de la lira y, vacilando en dulce errar, avanzar hacia la meta que tú mismo te ha impuesto; pero no por eso te admiramos menos. No es que, como se dice, la vejez nos haga niños, sino que no alcanza siendo aún auténticos niños.

DIRECTOR

Ya habéis intercambiado suficientes palabras; hacedme ver también los hechos de una vez. Mientras os piropeáis se podría hacer algo de provecho. ¿Para qué hablar tanto de la inspiración? Esta no se le presenta nunca al que vacila. Puesto que te las das de poeta, ponte al mando de la poesía. Ya sabes lo que necesitamos: queremos bebidas fuertes, ponlas a fermentar inmediatamente. Lo que hoy no ocurra, no estará hecho mañana y no hay que dejar pasar ni un solo día. Cuando se toma la decisión de crear, tiene que hacerse valientemente y, en lo posible, de inmediato; si no se la deja escapar, esta seguirá haciendo efecto, porque así ha de ser.

Sabéis que en nuestros escenarios alemanes cada cual pone a prueba lo que desea. Por eso, en este día, no escatiméis en decorados ni artilugios. Usad las luces del cielo la grande y la pequeña; podéis derrochar las estrella; que no falte ni agua, ni fuego, ni paredes de roca, ni animales, ni plantas. Que entre en la estrechez del escenario todo el círculo de la Creación y vaya, con moderada rapidez, pasando por el mundo, del Cielo al Infierno.


PRÓLOGO EN EL CIELO

(EL SEÑOR. Las Huestes celestiales. Después MEFISTÓFELE: Se acercan los tres Arcángeles.)

RAFAEL

El Sol templa, a la antigua usanza, el duelo de canto de las esferas hermanadas y culmina con un rayo su prescrito viaje. Su luz da fuerza a los ángeles, aunque ninguno puede dar razón de él. Las nobles y sublimes obras está tan espléndidas como el primer día.

GABRIEL

Y, con una velocidad inconcebible, la hermosa Tierra gira rápida sobre su eje e intercambia el esplendor paradisíaco con la noche profunda y estremecedora. Grandes oleadas de mar rompen en espuma al estrellarse en la honda base de las rocas, y estas y el mar son arrastrados por el rápido y eterno curso de la esfera.

MIGUEL

Las tempestades rugen con el desafío del mar y la tierra, de la tierra y la mar, a su alrededor e, iracundas, van tres zando una cadena del más poderoso influjo. Allí, una desolación ardiente hace brillar la senda que precede trueno; pero tus mensajeros, Señor, admiran el apacible caminar de tu día.

LOS TRES A LA VEZ

Esta visión da fuerzas a los ángeles, porque nadie puede dar razón de Ti y todas tus nobles obras están espléndidas como el primer día.

MEFISTÓFELES

Señor, ya que te acercas otra vez a preguntar cómo nos va todo por aquí, y ya que te agradó mirarme en otros tiempos, estoy de nuevo entre tu servidumbre. Perdona que no pueda hablarte con palabras elevadas, aunque de mí se mofe toda esta reunión; mi patetismo te haría reír, si no te hubieras acostumbrado a dejar de hacerlo. No sé nada sobre el sol y los mundos, sólo veo cómo se atormenta el hombre. El pequeño dios del mundo sigue igual que siempre, tan extraño como el primer día. Viviría un poco mejor si no le hubieras dado el reflejo de la luz celestial, a la que él llama razón y que usa sólo para ser más brutal que todos los animales. Lo comparo, con licencia de Vuestra Gracia, con esas cigarras zancudas que vuelan continuamente, dando saltos, y, una vez que están sobre la hierba, cantan su vieja canción. ¡Si al menos permaneciera en la hierba!, pero no, tiene que meter las narices donde no le importa.

EL SEÑOR

¿No tienes nada más que decir?, ¿sólo vienes aquí a acusar? ¿Es que no hay sobre la tierra nada bueno?

MEFISTÓFELES

No, Señor; sinceramente me parece que allí todo va tan mal como siempre. Compadezco la vida de calamidades que llevan los hombres. Ni siquiera me apetece atormentar a esos desdichados.

EL SEÑOR

¿Conoces a Fausto?

MEFISTÓFELES 

¿El doctor? 

EL SEÑOR 

Mi servidor. 

MEFISTÓFELES 

Sí; y cierto es que os sirve de una manera muy peculiar. Ni la comida ni la bebida de ese insensato son terrenales. Su inquietud lo inclina hacia lo inalcanzable, pero percibe su locura sólo a medias. Le exige al Cielo las más hermosas estrellas y a la Tierra los goces más elevados y, sin embargo, nada cercano ni lejano sacia su pecho profundamente agitado.

EL SEÑOR

Aunque ahora me sirve en la confusión, pronto lo llevaré a la claridad. El jardinero sabe, cuando el arbolito echa renuevos, que le crecerán ramas y le saldrán frutas. 

MEFISTÓFELES

¿Qué apostáis? Todavía habéis de perder si me permitís llevarlo a mi terreno.

EL SEÑOR

Mientras él viva sobre la tierra, no te será prohibido intentarlo. Siempre que tenga deseos y aspiraciones, el hombre puede equivocarse.

MEFISTÓFELES

Te lo agradezco, pues con los muertos nunca me he entendido muy bien. Prefiero unas mejillas frescas y gordezuelas. Con un cadáver no me encuentro nunca a gusto: me pasa lo que al gato con el ratón.

EL SEÑOR

Bien, lo dejo a tu disposición. Aparta a esa alma de su fuente originaria y, si puedes aferrarla por tu camino, llévala abajo, junto a ti. Pero te avergonzará reconocer que un hombre bueno, incluso extraviado en la oscuridad, es consciente del buen camino.

MEFISTÓFELES

¡Muy bien!, no tardaremos mucho tiempo. No me da miedo la apuesta. Permíteme, si logro mi objetivo, sen tirme henchido por mi triunfo. Para mi regogijo, él tendrá que morder el polvo, como mi tía, la famosa serpiente.

EL SEÑOR

Podrás actuar con toda libertad. Nunca he odiado a tus semejantes. De todos los espíritus que niegan, el pícaro es el que menos me desagrada. El hombre es demasiado propenso a adormecerse; se entrega pronto a un descanso sin estorbos; por eso es bueno darle un compañero que lo estimule, lo active y desempeñe el papel de su demonio. Pero vosotros, auténticos hijos de Dios, disfrutad de la viviente y rica belleza. Que lo cambiante, lo que siempre actúa y está vivo, os encierre en los suaves confines del amor, y fijad en ideas eternas lo que flota en oscilantes apariencias.

(El Cielo se cierra y los Arcángeles se dis persan.)

MEFISTÓFELES

De vez en cuando me gusta ver al Viejo y me guardo de indisponerme y romper con Él. Es muy generoso que un señor tan grande tenga la bondad de hablar incluso con el diablo.

PRIMERA PARTE

DE NOCHE

(En una habitación gótica, estrecha y de altas bóvedas, FAUSTO está sentado en un sillón ante su pupitre.)

FAUSTO

Ay, he estudiado ya Filosofía, Jurisprudencia, Medicina y también, por desgracia, Teología, todo ello en profundidad extrema y con enconado esfuerzo. Y aquí me veo, pobre loco, sin saber más que al principio. Tengo los títulos de Licenciado y de Doctor y hará diez años que arrastro mis discípulos de arriba abajo, en dirección recta o curva, y veo que no sabemos nada. Esto consume mi corazón. Claro está que soy más sabio que todos esos necios doctores, licenciados, escribanos y frailes; no me atormentan ni los escrúpulos ni las dudas, ni temo al infierno ni al demonio. Pero me he visto privado de toda alegría; no creo saber nada con sentido ni me jacto de poder enseñar algo que mejore la vida de los hombres y cambie su rumbo. Tampoco tengo bienes ni dinero, ni honor, ni distinciones ante el mundo. Ni siquiera un perro querría seguir viviendo en estas circunstancias. Por eso me he entregado a la magia: para ver si por la fuerza y la palabra del espíritu me son revelados ciertos misterios; para no tener que decir con agrio sudor lo que no sé; para conseguir reconocerlo que el mundo contiene en su interior; para contemplar toda fuerza creativa y todo germen y no volver a crear confusión con las palabras.

Oh, reflejo de la luna llena, por la que tantas veces velé sentado ante este pupitre hasta que aparecías, melancólico amigo, sobre los libros y los papeles, si iluminaras por úl tima vez mi pena; ¡ay!, si pudiera andar por las cumbres de los montes bajo tu amada claridad; flotar en las grutas acompañado de espíritus; vagar en tu penumbra por los prados y, habiéndose disipado todas las brumas del saber, bañarme, robusto, en tu rocío. ¡Ah!, ¿pero seguiré preso en esta cárcel?, agujero maldito y húmedo, hecho en un muro a través del cual incluso la querida luz del cielo en tra turbia al pasar por las vidrieras. Encerrado detrás de un montón de libros roídos por los gusanos y cubiertos de polvo, que llegan hasta las altas bóvedas y están envuel tos en papel ahumado. Cercado por cofres y retortas, ahe rrojado por instrumentos y trastos de los antepasados. Este es tu mundo, ¡vaya un mundo!

¿Y aún te preguntas por qué tu corazón se para, teme roso, en el pecho? ¿Por qué un dolor inexplicable inhibe tus impulsos vitales? En lugar de la naturaleza viva, en medio de la que Dios puso al hombre, lo que te rodea son osamentas de animales y esqueletos humanos humeantes y mohosos.
¡Huye!, sal fuera, a la amplia llanura. ¿No te será sufi ciente compañía ese libro misterioso, autógrafo de Nos tradamus? Con su ayuda reconocerás el curso de las estrellas y, cuando la naturaleza te haya instruido, aumen tará en ti la fuerza del alma, como si un espíritu le hablara a otro. En vano tratarás de explicar los sagrados signos mediante la ayuda de la árida reflexión; ¡volad, oh espíri tus, junto a mí y decidme si me oís! (Abre el libro y serva el signo del Macrocosmosl.) ¡Ah!, qué deleite corre de súbito, al mirarlo, todos mis sentidos. Siento cómo la joven y santa felicidad vital me fluye por músculos y las venas con renovado ardor. ¿Fue acaso un Dios el que escribió estos signos que calman el furor de mi interior, llenan mi pobre corazón de gozo y, con un impulso secreto, me desvelan las fuerzas naturales? ¿Soy acaso, un dios? Todo se llena de claridad. En estos trazos puros se evidencia ante mi espíritu la activa naturaleza. Ahora sí que entiendo lo que dice el sabio: «No está cerrado el mundo espiritual; son tus sentidos los que están cerrados, es tu corazón el que está muerto; discípulo, levanta, y baña infatigablemente tu pecho terrenal en la aurora». (Observa el signo.)

¡Cómo se entreteje el conjunto de las cosas en el Todo y cómo lo uno repercute y vive en lo otro! ¡Cómo las fuerzas celestiales suben y bajan y se siguen los áureos cangilones! ¡Con un vaivén que huele a bendición, bajan desde el cielo a recorrer la tierra y hacen que resuene en armonía el universo!

¡Qué espectáculo!; pero, ay, ¡es sólo un espectáculo! ¿Dónde te comprenderé, naturaleza infinita? ¿Dónde estáis, pechos, fuentes de la vida de las que penden el cielo y la tierra y adonde el corazón marchito acude? Vosotros manáis en torrentes y alimentáis el mundo; ¿languidezco yo en vano? 

(Hojea el libro de mala gana y ve el signo del Espíritu de la Tierra.)

¡Qué diferente es el efecto de este signo sobre mí! Tú, Espíritu de la Tierra, me resultas más cercano. Siento que mis fuerzas aumentan, ardo como si hubiera bebido un vino nuevo; siento valor para aventurarme por el mundo, para afrontar el dolor y la fortuna que me reporte la tierra, para adentrarme en la tempestad y no temer el crujido de la nave al zozobrar. Las nubes se amontonan sobre mí, la luna oculta su luz, la lámpara se extingue, el ambiente está húmedo. Unos rayos rojos se concentran sobre mi cabeza, un estremecimiento va descendiendo desde la bóveda y se hace dueño de mí. Siento que flotas sobre mí, espíritu an helado, ¡revélate! Ah, ¡cómo se desgarra mi corazón! Mis sentidos se abren a nuevos sentimientos. Mi corazón está plenamente entregado a ti. ¡Revélate!, aunque me cueste la vida. (Toma el libro y pronuncia misteriosamente el signo del ESPÍRITU. Se enciende una llama rojiza y el ES PÍRITU aparece en la llama.)

ESPÍRITU

¿Quién me llama? 

II

          Mas ¡ay! pese a la mejor voluntad, no siento ya el contento brotar de mi pecho. Pero ¿por qué ha de agotarse tan presto el manantial dejándonos sedientos otra vez? ¡De ello tengo yo tanta experiencia…! Esta falta, empero, permite ser compensada, pues aprendemos a apreciar lo que está más alto que la tierra, suspiramos por una Revelación, que en ninguna parte brilla más augusta y bella que en el Nuevo Testamento. Siéntome impulsado a consultar el texto primitivo, a verter con fiel sentido el original sagrada a mi amada lengua alemana.

(Abre un libro y se dispone a trabajar.)

          Escrito está: «En el principio era la Palabra»… Aquí me detengo ya perplejo. ¿Quién me ayuda a proseguir? No puedo en manera alguna dar un valor tan elevado a la palabra; debo traducir esto de otro modo si estoy bien iluminado por el Espíritu. –Escrito está: «En el principio era el sentido»… Medita bien la primera línea; que tu pluma no se precipite. ¿Es el pensamiento el que todo lo obra y crea?... Debiera estar así: «En el principio era la Fuerza»… Pero también esta vez, en tanto que esto consigno por escrito, algo me advierte ya que no atenga a ello. El Espíritu acude en mi auxilio. De improviso veo la solución, y escribo confiado: «En el principio era la Acción».

II

Cuarto de estudio. 

FAUSTO y MEFISTÓFELES.

FAUSTO. ¡Están llamando! ¡Adelante! ¿Quién vendrá a molestarme de nuevo?

MEFISTÓFELES. Soy yo.

FAUSTO. ¡Adentro!

MEFISTÓFELES. Tienes que decirlo tres veces.

FAUSTO. ¡Adentro, pues!

MEFISTÓFELES. ¡Así me gusta! ¡Espero que haremos buenas migas! Pues para quitarte tus manías, me presento en facha de noble caballero, con traje rojo, guarnecido de oro el capotillo (1) de recia seda, mi pluma de gallo en el chambergo (2) y mi largo y buido (3) estoque al cinto, y te aconsejo, sin más ni más, que también tú te vistas así, para que, suelto y libre, aprendas a conocer la vida.

FAUSTO. En cualquier traje que me ponga habré de sentir igual el dolor de esta menguada vida terrenal. Harto viejo soy ya para retozar y harto joven para no tener deseos. ¿Qué es lo que puede ofrecerme a mí el mundo? ¡Privarte debes! ¡Privaciones debes imponerte! Esta es la eterna cantilena que suena en los oídos de todos, la que todo a lo largo de nuestra vida ha de vibrar para nosotros a todas las horas, y solo con empacho despierto yo por la mañana, y ganas me entran de llorar amargamente al ver el día que en su carrera no ha de satisfacerme ni un solo deseo, ni uno siquiera, y que hasta el barrunto de cada placer aminora con egoístas reconcomios y con miles de esperpentos de la vida cohíbe la creación de mi fogoso pecho. Yo también, cuando la noche cae, he de tenderme angustiado en el petate, y ni aun allí gozo descanso alguno, que bárbaras pesadillas vienen a llenarme de espanto. Puede el dios que en mi pecho anida excitar profundamente lo más íntimo de mi ser; pero el que sobre todas mis energías impera nada puede mover hacia el exterior, y así es para mí la existencia una carga, apetecible la muerte y odiosa la vida.

MEFISTÓFELES. Y, sin embargo, nunca es la muerte huésped del todo grato.

FAUSTO. ¡Oh, feliz aquel a quien en medio del esplendor de la victoria ciñe ella en torno a las sienes los laureles cruentos, aquel a quien va a encontrar, tras leve, rauda danza, en brazos de una moza! ¡Oh, si arrobado en deliquio (4) ante la fuerza del espíritu excelso hubiese caído yo exánime!

MEFISTÓFELES. Y, sin embargo, alguien ha habido que cierta noche se atrevió a apurar un mosto oscuro.

FAUSTO. Por lo visto, te complaces en el espionaje.

MEFISTÓFELES. No soy omnisciente, pero sí sé muchas cosas. […] Cesa, pues, de jugar con tu pena, que, al modo de un buitre, te recome la vida; la compañía peor te hace sentir que eres un hombre entre los hombres. Mas no creas, sin embargo, que pretendemos lanzarte en medio del barullo. No soy yo de los grandes; pero si, unido a mí, quieres abrirte paso en la vida, de muy buen grado me avendré a ser tuyo desde ahora. Tu compañero soy yo, y si te agrada, seré tu criado, tu escudero.

FAUSTO. ¿Y qué tendré yo que hacer en pago?

MEFISTÓFELES. Para eso tienes mucho tiempo por delante.

FAUSTO. ¡No! ¡No! Egoísta es el demonio, y nada hace por tu bella cara. Explica claro las condiciones, que un criado así resulta peligroso en una casa.

MEFISTÓFELES. Yo me comprometo aquí a servirte, a moverme sin tregua ni descanso a una seña tuya; si luego nos volvemos a encontrar allá arriba, tú me pagarás con la misma moneda.

FAUSTO. Sin cuidado me tiene el allá arriba. En reduciendo tú a escombros este mundo, que el otro surja luego en hora buena. De esta tierra es de donde manan mis goces, y este sol es el que mis dolores alumbra; luego que yo los deje a ambos, que pase lo que pasar quiera y pueda. De eso no quiero oír hablar más, ni tampoco de si allí también se odia y se ama, ni de si hay también allí arriba y abajo.

MEFISTÓFELES. Siendo así, puedes arriesgarte. Comprométete, pues; con júbilo verás en estos días mis artes; yo te daré lo que hombre alguno podría darte. […]

FAUSTO. ¡Venga esa mano! ¡Direle al momento: aguarda! ¡Eres tan bello! ¡Luego podrás cargarme de cadenas y yo me iré justo a pique! ¡Cuando doblen por mí las campanas, quedarás libre de tu servidumbre; cuando el reloj se pare y caiga el minutero, se habrá acabado el tiempo para mí!

JOHANN W. VON GOETHE
Fausto

1) capotillo: capa que llegaba hasta la cintura.
2) chambergo: sombrero de ala ancha levantada por un lado.
3) buido: afilado, aguzado.
4) deliquio: éxtasis.