jueves, 6 de agosto de 2015

Guillermo Carnero, Ostende

De Ensayo de una teoría de la visión (1979)


Ostende


Obediencia me lleva, y no osadía (Villamediana)                


Nuestros burgueses [...] sienten una grandísima fruición en seducirse unos a otros sus mujeres. (Manifiesto Comunista, 11)                


ArribaAbajoRecorrer los senderos alfombrados
de húmedas y esponjadas hojas muertas,
no por la arista gris de grava fría
como la hoja de un cuchillo.
Mueven
su ramaje los plátanos como sábanas lentas
empapadas de noche, de grávida humedad
y reluciente.
También en la espesura
late la oscuridad de las cavernas,
y el Sol sobre las hojas evapora
las gotas de rocío-
el aura de calor
que envuelve e ilumina los cuerpos agotados
cuando duermen: si acercas la mejilla
ves las formas bailar y retorcerse,
un espejismo fácil y sin riesgo:
dos bueyes que remontan la colina,
el mago que construye laberintos,
el calafate, el leproso, el halconero
parten seguros al amanecer,
no como yo, por los senderos
cubiertos de hojas muertas, esponjadas y húmedas.
A veces entre los árboles clarean
los lugares amenos que conozco:
el pintado vaporcillo con su blanca cabeza
de ganso, acribillada de remaches y cintas;
las olas estrellándose bajo el suelo de tablas
del gran salón de baile abandonado,
las lágrimas de hielo que lloran los tritones
emergiendo en la nieve de las fuentes heladas;
el cuartito en reposo con la cama deshecha
junto al enorme anuncio de neón
que lanza sobre el cuerpo reflejos verdes, rojos,
como en las pesadillas de los viejos opiómanos
del siglo diecinueve.
Un cervatillo salta
impasible: lo sigo.
En un claro del bosque
está sentada al borde de la fuente,
con blanquísima túnica que no ofrece materia
que desgarrar a la rama del espino.
Corro tras ella sin saber su rostro,
pero no escapa sino que conduce
hasta lo más espeso de la fronda,
donde juntos rodamos entre las hojas muertas.
Cuando la estrecho su rostro se ha borrado,
la carne hierve y se diluye; el hueso
se convierte en un reguero de ceniza,
y en medio de la forma que levemente humea
brilla nítida y pura una piedra preciosa.
La recojo y me arreglo la corbata;
de vuelta, silencioso en el vagón del tren,
temo que me delate su fulgor,
que resplandece y quema aún bajo el abrigo.
Tengo una colección considerable,
y en el silencio de mi biblioteca
las acaricio, las pulo, las ordeno
y a veces las imprimo.
En el dolor se engendra la conciencia.

Recorrer los senderos alfombrados
de húmedas y esponjadas hojas muertas,
inseguro paisaje poblado de demonios
que adoptan apariencia de formas deseables
para perder al viajero.
Mas no perecerá
quien sabe que no hay más que la palabra
al final del viaje.
Por ella los lugares,
las camas, los crepúsculos y los amaneceres
en cálidos hoteles sitiados
forman una perfecta arquitectura,
vacía y descarnada como duelas y ejes
de los modelos astronómicos.
Vacío perseguido cuya extensión no acaba,
como es inagotable la conciencia,
la anchura de su río
y su profundidad.
Desde el balcón
veo romper las olas una a una,
con mansedumbre, sin pavor.
Sin violencia ni gloria se acercan a morir
las líneas sucesivas que forman el poema.
Brillante arquitectura que es fácil levantar
igual que las volutas, los pináculos,
las columnatas y las logias
en las que se sepulta una clase acabada,
ostentando sus nobles materiales
tras un viaje en el vacío.
Producir un discurso
ya no es signo de vida, es la prueba mejor
de su terminación.
En el vacío
no se engendra discurso,
pero sí en la conciencia del vacío.

José Manuel Caballero Bonald, Antología poética

Antología poética
José Manuel Caballero Bonald


De Las adivinaciones:

 Versículo del Génesis

 Por las ventanas, por los ojos
de cerraduras y raíces,
por orificios y rendijas
y por debajo de las puertas,
entra la noche.

Entra la noche como un trueno
por las rompientes de la vida,
recorre salas de hospitales,
habitaciones de prostíbulos,
templos, alcobas, celdas, chozos,
y en los rincones de la boca
entra también la noche.

Entra la noche como un bulto
de mar vacío y de caverna,
se va esparciendo por los bordes
del alcohol y del insomnio,
lame las manos del enfermo
y el corazón de los cautivos,
y en la blancura de las páginas
entra también la noche.

Entra la noche como un vértigo
por la ciudad desprevenida,
rasga las sábanas más tristes,
repta detrás de los cobardes,
ciega la cal y los cuchillos
y en el fragor de las palabras
entra también la noche.

Entra la noche como un grito
entre el silencio de los muros,
propaga espantos y vigilias,
late en lo hondo de las piedras,
abre sus últimos boquetes
entre los cuerpos que se aman,
y en el papel emborronado
entra también la noche.



 Domingo

 La veis un día domingo.
Lleva un cuerpo cansado, lleva un traje cansado
(no lo podéis mirar),
un traje del que cuelgan trabajos, tristes hilos,
pespuntes de temor, esperanzas sobrantes
hechas verdad a fuerza de ir remendando sueños,
de ir gastando semanas, hambres de cada día,
en las estribaciones de un pan dominical.

La veis venir acaso de un afán desahuciado,
de una piedad con fábulas, la veis
venir y ya sabéis que está llamándose
lo mismo que la vida,
lo mismo que su traje hecho disfraz de olvido,
hecho molde de engaño comunal,
cortado a la medida de mensuales lágrimas,
de quebrantos tejidos con la última
hebra de la intemperie, con las trizas
de ese telar de amor donde entrevemos
la pobreza de todos que es un cuerpo sin nadie.

Sucede que es un día más bien canción que número,
más bien como una lluvia de inclementes pestañas,
de humilde mano abierta
que volverá a vestir de desnudez la vida.
Y entonces ya es mentira crecer sobre raíces,
ya es mentira ese sueño blandamente nocivo
que se nos va quedando arrendado en la piel,
que se consume hasta perderse
en un mísero rastro de caricia aterida,
hasta llegar a confundirse con un domingo anónimo,
con un tiempo de nadie hilvanado de lástima.

Y de pronto ese día, el domingo,
ella viene llegando, corre, se nos acerca
(todos la conocemos),
nos mira igual que un charco
de amor recién secado, nos contagia
de todo cuanto es crédulo en su espera siguiente,
porque está consolándose con un jornal vacío,
porque está desviviéndose
en una vana sucesión de acopios para huir,
de ir contando los años por tránsitos de trajes,
por memorias zurcidas, por sueños arrancados
del retal de un domingo cegador e ilusorio.



 Nombre entregado

 Tú te llamabas tercamente Carmen
y era hermoso decir una a una tus letras,
desnudarlas, mirarte en cada una
como si fuesen rastros iguales de alegría,
contiguos besos en mi boca reunidos.
Era hermoso saberte con un nombre
que ya me duele ahora entre los labios,
me sangra entre los labios como el moho de una fruta,
como algo que yo querría nombrar constantemente
y me estuviese amordazando con su olvido,
con su apremiante negación de ser,
porque es inútil repetir lo que termina en nada.

Es posible que ya no puedas tú tener un nombre,
encerrar en un nombre tu ternura,
tus verdes ojos dulces,
la dorada humedad de tu cabello,
que ya no puedas responderme si te llamo,
si te sigo llamando y nada me devuelve
la ilusoria constancia de que aún eres cierta.

Ahora es de noche y tú no tienes nombre,
a nadie pertenecen tu voz, tus adjetivos,
mientras cae la lluvia
mansamente y es más frágil la vida
cuando al llamarte sé que ya no tienes nombre.

¿Es verdad que te has ido para siempre,
que no podremos ya mirar los árboles mojados,
la lenta pesadumbre de las tardes calladas,
el nocturno temor que a nuestro amor se unía?
¿Es verdad que tu boca se irá deshabitando
sin responder a nadie ni siquiera en silencio,
que ya no cabré nunca en tu mirada,
en tus manos que guardan mi latido en su piel?

No puedo imaginar que alguien te llame
allí por ese reino donde ahora enmudeces
mordiéndote los labios como entonces
y tú vuelvas los ojos para ver si es posible
que tengas todavía un nombre en que esconderte,
un nombre que estacione la vida entre sus letras,
que sea vanamente igual que Carmen,
porque ahora es de noche y tú no tienes nombre.

Pero entonces he mirado la luz,
los péndulos furtivos del otoño,
los hombres que caminan y caminan,
las aves del regreso, torpes ya con el frío,
estos libros que ardieron con nuestros ojos juntos,
mis padres, mis hermanos, con sus sombras gemelas,
mi amigo Juan Valencia, que está mi lado y no
me habla, y sé que estoy viviendo,
he aprendido que son las cosas quietas
las que evidencian mi razón de cada día,
que eres tú quien te has ido a una gran soledad,
quien no puedes volver con aquel nombre tuyo,
con aquel cuerpo ajeno y transeúnte que tenías,
con algo que no sea caricia o beso o lágrima
y lo convoque todo en una historia única
donde decir tu nombre equivalga también a poseerte.

Porque es triste y es también preciso
comprender que eso es vivir: ir olvidando,
consistir en palabras que están llamando a nadie,
saber que es una grieta súbita
la que arrasa y corrompe la más cierta esperanza,
saber que es el desamor
quien detrás de lo más amado espera
para poder seguir viviendo
a pesar de la noche y tu nombre entregado.




 Memorias de poco tiempo



 Espera

ArribaAbajo Y tú me dices
que tienes los pechos rendidos de esperarme,
que te duelen los ojos de estar siempre vacíos de mi cuerpo,
que has perdido hasta el tacto de tus manos
de palpar esta ausencia por el aire,
que olvidas el tamaño caliente de mi boca.

Y tú me lo dices que sabes
que me hice sangre en las palabras de repetir tu nombre,
de lastimar mis labios con la sed de tenerte,
de darle a mi memoria, registrándola a ciegas,
una nueva manera de rescatarte en vano
desde la soledad en la que tú me gritas
que sigues esperándome.

Y tú me lo dices que estás tan hecha
a esta deshabitada cerrazón de la carne
que apenas si tu sombra se delata,
que apenas si eres cierta
en esta oscuridad que la distancia pone
entre tu cuerpo y el mío.


 Un cuerpo está esperando

 Detrás de la cortina un cuerpo espera.
Nada es verdad sino su encarnizada
inminencia, esa insaciable culpa
que a mí mismo me absuelvo
aborreciéndome. Nada es verdad:
un cuerpo está esperando
tras el sordo estertor de la cortina.

En la oquedad propicia del instante
que mientras más deseo más maldigo,
quiero amar ese cuerpo, que él perviva
hasta que su orfandad se haya cumplido.

Paredes jadeantes, sucio el suelo
de mercenaria obstinación, allí
nos conducimos mutuamente
al voraz simulacro de la vida.
(La amarra del amor nos hace libres.)
Sólo yo estoy suspenso del engaño:
reptante fiebre muda,
mi memoria confunde sus fronteras
entre las turbias órdenes del tiempo.
De todo cuanto amé, nada logró
sobrevivir al cuerpo en que persisto.
(La noche se agazapa entre las telas
que un falaz movimiento hace carnales.)

Una mentira solo está esperando
detrás de la cortina. Soy
otra vez mi cómplice: consisto en mi deseo,
toco a ciegas la luz, me reconozco
después de extraviarme, despedazo
ese fúnebre espejo al que el placer
se asoma, expío
con mi turno de amor mi propia vida.

De un vértigo ritual pendiente el cuerpo,
ya no es posible conjurar su lastre.


 Hijo de las tinieblas

 Ayer,
por la vertiente de las tierras fluviales,
ya en el último cerco nocturno de la bruma,
te vi cruzar entre el adobe de los muros caseros,
bordeando el declive suburbial del arroyo,
con tu gesto de héroe fugitivo y tu indolencia
de errante flor oscura, alegre al parecer,
hijo mío,
patriarca de telas destrozadas,
de luz a luz buscándote,
de tiniebla en tiniebla haciéndote más hombre,
defendiendo tu corazón contra las brozas
que roían la vida en torno tuyo.

Bernardo Ballester era tu nombre impetuoso
como un bastión de barro y de batallas,
y crecías cambiando tu condición de inválido
por una duda al menos en que poder creer,
por alguna ignorancia o extravío de náufrago
donde fundamentar tu pecho tan inerme.

Frente a ti yergo el filo sonoro
de mi palabra como un herido acero,
para que tú me oigas,
para que tú me vivas y me hermanes,
acaso para nada o tal vez para el sueño
que tienes enterrado debajo de ti mismo,
solitario arrecife
con oleajes de combativa herencia,
varón de pétalo y metal,
agua mansa y turbulento ácido
juntos entre el caudal de tu ceguera.

Hoy,
después de ti, después de haberte hablado,
me acuerdo de quién eres y qué quieres,
me acuerdo de tu vida,
hijo mío.
(Te llamo y me haces falta, hijo mío.)
Necesito mirar el desgarrón culpable
que abre tu historia entre las piedras de Castilla,
sentir cómo te hundes en tu propia esperanza,
oír el golpear de tus pinceles
contra el único amor, palpando al mismo tiempo
su entraña de diamante inflexible.

Entre los tuyos, entre el pan y el vino
de los tuyos, eras
lo mismo que una llama de paciente iracundia,
lo mismo que una herida aminorada
con el ungüento de su propia sangre,
toda tu casta junta en su nativo horror,
muralla de concordias arrasadas,
ilusoria materia de estrago irreparable.

Igual que una pregunta que resbala
por los tramos del odio y se pronuncia casi
con temor de morir y vuelve luego
a restaurar la nada de su crédulo origen,
así tu hombría intraducible,
tu encarnizada pugna contra nadie,
tu libre mano párvula
que ahonda en lo más frágil de cuanto fue creado,
tiembla sobre los fosos de la vida
y toca el mundo y lo delata
y en páginas en blanco lo convierte,
porque siempre estarás luchando solo,
porque jamás podrás ver claro,
hijo de las tinieblas,
hijo mío.


De Anteo:


 Hija serás de nadie


(La soleá)


ArribaAbajo Me fui acercando hasta la lúgubre
frontera de la llama, todavía
reciente el maleficio. Dioses
en vez de hombres arrancaban
a la terrestre boca sus rescoldos
de mísera epopeya. Ebria
mejor que loca era la sed,
mientras las jadeantes llaves
del amor, la roja flor del vino,
el nudoso gemir de la madera,
reducían la vida a un estéril
fragor de insurrección.
Nunca fue
la omnipotencia concebida
con más proscritos fueros
de humildad. Aquí moría el tiempo
retumbando entre las sometidas
deserciones, fugaz la orilla incrédula
del alma, inmortal su corriente.

Pero la mordedura de lo negro,
¿tú también?, repetía. Toca
mis azotados senos infecundos,
abre el furioso horno del relámpago,
hunde tus manos hasta el fondo
de la estación del hambre, en las sangrientas
volutas del recuerdo, por las roncas
angosturas de un grito. Allí verás
cómo se alza en errabunda cólera
tu propia sumisión. Bebe conmigo
el cuenco de la música, la líquida
maraña del lamento, fértil
amor tendido en la harapienta
majestad de la noche, menguando el clamoroso
martirio de la luz.
Pero la mordedura
de lo negro, ¿tú también?, repetía.
Hija serás de nadie, laberinto
de infamantes asedios, tributaria
consumación del llanto, hija
serás de nadie, soleá tan libérrima
que su arma es su yugo, alimentada
de tierra, engendrada en la tierra,
tanto más alta cuanto más
caída, ¿tú también?, como Anteo.




 Semana Santa


(La saeta)


  La cruenta memoria donde el sueño
busca su alivio en vano, el pedestal
sangriento de la noche, boca
de los dormidos, calla no más
al borde del sollozo, resonando
como el agua en el odre, ¿quién
despierta?, mientras va la anarquía
del corazón vertiendo su insaciable
razón mortificada.
Aquí se agrieta
el mundo, aquí la carne, aquí
el demonio. Lucha, alma mía,
cuerpo mío, demonio mío, lucha
conmigo tú, mi esclavizado
pueblo, reliquia funeral
del enemigo, tal la aciaga tormenta
en la noche beatífica,
cuando el relámpago profana
el cauteloso atrio de los templos.

Batallas son de fe mientras blasfeman
en la sombra, allí los santuarios
portátiles, los cirios, el capuz
insidioso, el rezo entre requiebros.
¿Cómo huir del ludibrio por las calles
nocturnas, a solas bajo el cerco
de las tulipas y los estandartes?
¿Cómo escapar de todos, regresar
a todos y gritar ante ellos
la proclama más crédula, su idioma
acongojado, dardo propiciatorio que degrada
el hueco en que se hunde?
En otro tiempo
viví yo mismo aquella idolatrada
trasmisión del prodigio, cuando
hasta la herencia de verdad de un hombre
era tomada como agravios y las hogueras
que regían la fe se propagaban
hasta la misma libertad del justo,
restaurando en sus hijos
el castigo que nunca merecieran.

Pero la dulce efigie, el cándido cordero
del holocausto, en mercenarias
andas de impiedad, fueron testigos
del incauto ofertorio de la noche.
Y el ebrio aroma céreo, la alquilada
carga del penitente, el metálico chorro
de las candelerías, los grumos
del incienso sordamente sahumado,
la tiniebla del coro, iban teniendo
la inercia de una patria migratoria,
mientras la terca púrpura intocable
aún vibraba a la luz de las alegorías
sobre el civilizado rostro de la historia.

Así la voz volvía a guarecerse
en la querella, única habitación
del oprimido labio alucinado,
y en tanto ya que las antorchas
envolvían el oro de crespones lívidos,
la palabra gemía enmascarándose
con el suplicio de lo oscuro, ¿quién
despierta?, haciendo más humana
su sagrada quejumbre, ya triunfante
del solemne ritual de las diademas.

Setenta veces siete, entre sedientos
vítores, inválidas culturas, fue la pompa
rindiendo pleitesía a la indigente
reconstrucción de un grito, divisoria
liturgia invulnerable, urna
de resignada tradición de hastío
desde donde la noche va gestando
su reconciliación con la mañana.




 Las horas muertas

 Anamorfosis

ArribaAbajo Este olor a achicoria y a orujo
y a crines de caballos y a verdín
con salitre y a yerba de mi infancia
frente a África, acaso
contribuya también a perpetuar
en no sé qué recodo del recuerdo
un equívoco lastre
de amor dilapidado y de injusticia
que en contra de mí mismo cometí,
y es como si de pronto
todo el furtivo flujo del pretérito
convirtiera en rutina
la memoria que tengo de mañana.




 Suplantaciones

 Unas palabras son inútiles y otras
acabarán por serlo mientras
elijo para amarte más metódicamente
aquellas zonas de tu cuerpo aisladas
por algún obstinado depósito
de abulia, los recodos
quizá donde mejor se encubre
ese rastro de hastío
que circula de pronto por tu vientre,

y allí pongo mi boca y hasta
la intempestiva cama acuden
las sombras venideras, se interponen
entre nosotros, dejan
un barrunto de fiebre y como un vaho
de exudación de sueños
y otras esponjas vespertinas,

y ya en lo ambiguo de la noche escucho
la predicción de la memoria: dentro
de ti me aferro igual
que recordándote, subsisto
como la espuma al borde de la espuma,
mientras se activa entre los cuerpos
la carcoma voraz de estar a solas.


 De Un libro, un vaso, nada

 Todas las noches dejo
mi soledad entre los libros, abro
la puerta a los oráculos,
quemo mi alma con el fuego
del salmista.
Qué contraria
voluntad de peligros me desvela,
quiebra la vigilante
sed de vivir de mi palabra.

Todas las noches junto inútilmente
los residuos del día, recupero
las horas muertas de la indefensión,
consisto en lo que he sido.

(Una mano olvidada entre las sábanas
rompe papeles, incinera
los escombros del sueño.)

Oh posesión sin nadie, ¿para qué
tantas páginas vanas, tantos
himnos vacíos? Mira
a tu alrededor, ¿qué queda?
Solos
estamos: toda la ausencia cabe
entre la realidad y el sueño. Aquí
mi obstinación es mi alegría:
un libro, un vaso, nada.



De Pliegos de cordel



  Supervivencia

 Musgo mefítico, adherencia
matinal de lo inerte, día
a día arrastrándome
hacia un fondo de esponjas
oxidadas, broncas burbujas
balbucientes, tentáculos
que en las marañas de la noche
acechan.
Toco a ciegas
la luz, las alas
de las horas, escucho
cómo restallan los cristales
de la mañana llameando
desde el centro
del sueño, desde el centro.
Lentas ondas me emplazan
en lo opaco del día, busco
la cajita de yerbas, el papel
ocasional de los recados.
Salto
por fin al borde de la vida.


 Otra vez en lo oscuro

 Abajo A veces, en la turbia
galería del sueño, encendía la luz
y me quedaba oyendo los ruidos
de la noche: el rumor
de la ronda, el gotear
del grifo, la doméstica
respiración y como un vago
acicate de vida
en la madera.
Trascendía
la casa a los durmientes
y todo era un recluso
depósito de miedo entre las sábanas.
Pedía de beber por no sentirme
solo, quizá por parecerme
al acecho de alguien,
porque el roce de un cuerpo
me desvelara de vivir.

Y otra vez en lo oscuro iba
rastreando los pasos
de la calle, respiraba
el agrio aroma a cuero
del calzado reciente,
la sinuosa urdimbre del almagre,
el impávido vaho del tragaluz.
Dormía
vigilando las sombras,
la sucesión de gérmenes del sueño,
entumeciéndome de fe, como esperando
desde el rincón de reo de mi infancia
que fuese libre para despertar.


 Hasta que el tiempo fue reconstruido

 Hasta que el tiempo fue reconstruido
bajo tu propia vigilancia, cuántas
residuales versiones de los hechos
fueron depositando su carroña
en papeles, en bocas, en conciencias.

Hombres e ideas tenebrosamente
instalados en la mitología, textos
que suplantaron con abyecta máscara
el rostro de la historia, allí
se conjuraban para hacerte cómplice
de la maquinación contra el fantasma
que recorrió tu juventud
hasta que el tiempo fue reconstruido.

¿Cómo escapar a ciegas, desandar
el camino? ¿Quién que no tú
lo haría, con qué trámites
de acotadas lecciones, testimonios
apócrifos, tenaces simulacros?

Arduo oficio fue el tuyo e inhumanas
las trampas de la vida. ¿Con qué suerte
de antídotos, argucias, imposturas
te preservaste del contagio, mientras
a solas compartías las ruinas
hasta que el tiempo fue reconstruido?

Elegir no pudiste una verdad
distinta de la única, algún medio
de subvertir el orden del pasado,
dirimir lo proscrito, rechazar
el asedio.
Pero tú mismo fuiste
tu testigo: primero un libro,
una mano después, más tarde
una palabra, luego un hombre
y luego otro y otro más, y un año
y otro año, una premonitoria
concurrencia de hombres y de años,
y media vida que concurriría
para que al fin y de tu propia mano
otros nombres pusieras a la historia
mientras que el tiempo fue reconstruido.


De Descrédito del héroe:



 Guárdate de Leteo

 Defenderé el recuerdo que me queda
de aquella calle inhóspita
detrás de la estación de Copenhague.
Defenderé contra mí mismo
ese recuerdo, cuando
gastado ya el valor de una experiencia
que la literatura prestigiara,
en frágiles nociones se estaciona
la prefiguración de un mundo torvo
que es del placer la copia menos nítida.

No volver ya sino reconstruir
de lejos, por inercia, el anhelante
derredor de la noche: los difusos
cuerpos estacionados
en la acera, la luz de las vitrinas
vibrando entre la bruma y el grasiento
vaho adherido a los zaguanes
donde la identidad del sexo se abolía.

Pero aquella emoción en parte desglosada
de una historia banal, actúa
como la remuneración de un vicio solitario
en la distancia: ese recuerdo que defenderé,
que me defenderá
contra la sordidez de la virtud.



Renuevo de un ciclo alejandrino

Por los feudos del río
Guadalete, ya en las cercas
de espinos del cañaveral
del Charco, aún subsisten
los ruinosos porches
de una casa de postas convertida
hoy en mesón, equívoco refugio
de yegüeros y gente
trashumante. Todos buscan allí
lo que no falta nunca:
el mal vino del pago de Aznalcóllar
y la inerte muchacha
que vende al transeúnte su miseria.

En el pino terrado alquilan
una sucias yacijas, separadas
por trémulos tabiques de latón
y arpillera. Y entre un denso
vaho de mazorcas y un hedor
inconsolable a cama, yace
la mercancía repartida
en dos bultos iguales de letargo
esperando que suba el comprador.

Desde el cubil se oyen
pasar a los que vuelven de la escarda
o van de anochecida a rebuscar
espárragos. Llegan las voces
de Joaquín, el del pies
ligeros, y de Onofre, hábil
en el manejo de la hoz, y de Ana,
la de ojos de novilla, y de Miguel,
domador de caballos. Todos
acuden al señuelo de los porches
antes de vadear las aguas
del Escamandro azul, del Guadalete
de envinados reflejos, fijos
los ojos en las cóncavas
manos, como abrumados todavía
por la insaciable cólera
del investido de poderes.

Y aquella última vez
hasta el sórdido cuarto descendió,
semejante a la noche, Constantino
Cavafis, el secreto hijo
de Calímaco, repitiendo
desde un lúbrico fondo de algodón
y sangre, estas aladas palabras:
en todo el universo destruiste
cuanto has destruido
en estas angosta esquina de la tierra.

Gestión de simulacros
es la verdad vivida: breve
como la fraudulenta desnudez
de la carne, centellea en lo oscuro
el tálamo de Ítaca, ya lejos
la taciturna orilla de Aznalcóllar.
Mas no por rehacer impunemente
la infracción de una historia, impuso
al maltratado cuerpo su sentencia
el implacable oráculo, sino
por rescatar el heroísmo
de una epopeya oculta en un tugurio,
pérfido rastro de sustituciones
que ahora acude
y permanece en el poema.




A batallas de amor campo de pluma

Ningún vestigio tan inconsolable
como el que deja un cuerpo
entre las sábanas
y más
cuando la lasitud de la memoria
ocupa un espacio mayor
del que razonablemente le corresponde.

Linda el amanecer con la almohada
y algo jadea cerca, acaso un último
estertor adherido
a la carne, la otra vez adversaria
emanación del tedio estacionándose
entre los utensilios volubles
de la noche.
Despierta, ya es de día,
mira los restos del naufragio
bruscamente esparcidos
en la vidriosa linde del insomnio.

Sólo es un pacto a veces, una tregua
ungida de sudor, la extenuante
reconstrucción del sitio
donde estuvo asediando el taciturno
material del deseo.
Rastros
hostiles reptan entre un cúmulo
de trofeos y escorias, amortiguan
la inerme acometida de los cuerpos.

A batallas de amor campo de pluma.


Laberinto de Fortuna

Super flumina Babylonis

Aquella impávida, bellísima harapienta que merodeaba por el mercado de Sanlúcar, tenía que ser sin duda la última portadora aborigen del talismán. Pues nunca podría ser aherrojada quien tan humildemente iba ofreciendo la incorregible magnificencia de su vida. Fermentaban despacio los zumos tórridos de las frutas y un dulce amago de miseria envolvía los ambulantes puestos de la plaza. Pero ella atravesaba incólume la densidad de los desperdicios: nada la hacía tan superviviente como el contacto con lo perecedero. Junto a la edénica antigüedad del gran río, era la más joven desterrada del mundo. Parecía escapar hacia ninguna parte, como buscando esa otra forma de extravío que la conduciría al punto de partida. También junto al gran río, lloraba la harapienta por un perdido reino.



La botella vacía se parece a mi alma

Solícito el silencio se desliza por la mesa nocturna, rebasa el irrisorio contenido del vaso. No beberé ya más hasta tan tarde: otra vez soy el tiempo que me queda. Detrás de la penumbra yace un cuerpo desnudo y hay un chorro de música hedionda dilatando las burbujas del vidrio. Tan distante como mi juventud, pernocta entre los muebles el amorfo, el tenaz y oxidado material del deseo. Qué aviso más penúltimo amagando en las puertas, los grifos, las cortinas. Qué terror de repente de los timbres. La botella vacía se parece a mi alma.


Anochecer en Lluch-Alcari

Esa fracción de vida que he perdido por ignorancia o negligencia, ¿podía haber supuesto la felicidad? Y ese libro en rigor nunca leído, ¿qué me ha negado? Derivan las sospechas hacia el turbio confín de la ensenada y busco el rumbo aquel tan libertario donde cada respuesta irradia un nuevo cerco de preguntas. Taciturna gestión de las balizas que me avisan ya tarde del peligro: sólo podrá escapar quien logre ir acogiéndose a una platónica ignorancia. Al borde de la cala, por la mar de Deyà, brota la flor versátil de la anfetamina. Qué palabra inhumana la palabra certeza: lo que aún desconozco constituye el único argumento de esta historia. Amaina la resaca igual que la demencia mientras inútilmente me rehúye el falso instigador de la sabiduría tratando de impedir que lo desenmascare. Mi oficio es esta forma de imponerle al recuerdo una distinta ambigüedad, este soberbio modo de hacer más seductora una experiencia que habrá quien considere deleznable: cuanto aquí dejo escrito legitima eso otro que nunca escribiré .



De Diario de Argónida:



Biblioteca particular

(Jack London, The Sea-Wolf)


ArribaAbajo Comparecen los libros en lugares
anómalos, se juntan
con indolente asimetría:
un tropel
de vestigios locuaces,
pendencieros, irresolutos, lerdos.

He pugnado con ellos
durante muchos años: los he visto nacer,
durar, languidecer. Han resistido
intemperies, saqueos, turbamultas.

Algunos llevan dentro
la ponderada prueba de mi envidia,
los más el distintivo
incorregible de la decepción.

Mi error fue abrir un día un libro.




Nocturno con barcos

Siento pasar los barcos por dentro
de la noche. Viene de un taciturno
distrito del invierno y van a otra interina
estación de argonautas,
esas rutas
quiméricas que rondan
los fascinantes puertos de la imaginación.

Invisibles a veces, surcan
las cóncavas comarcas de la niebla,
pertenecen a un mundo despoblado,
a alguna procelosa tradición
de vidrieras marchitas, se parecen
a la emoción que queda detrás de algunos sueños.

Llega hasta aquí el empuje
respiratorio de las máquinas, el empellón
del agua en las amuras,
y a veces
una sirena desenrosca
la disonante cinta de su melancolía
por los opacos círculos del aire.

La cifra de esos barcos es la mía.
Con ellos cada noche se va también mi alma.




Mestizaje

Reluce el mármol veteado
entre la pomarrosa y el laurel
y algo como una suave gasa malva
deja sobre los mates barnices de la tarde
un voluptuoso amago de siesta femenina.

Una mujer de grandes ojos dulces
destaca entre los tórridos difuminos del patio
con un lánguido gesto de intimidada
por la inminencia de la fotografía.

Erguido junto a ella hay un niño
en cuyos tenues brazos zozobra una fragata
y a su lado una negra de pechos presurosos
sostiene una cesta de frutas
que parece ofrecer a algún oculto rondador.

Es utensilio extraño la memoria.
Evoco ahora lo que no he vivido:
una estirpe de nombres lentamente criollos
resonando en las ramas prenatales.
Esa es la abuela Obdulia y ese es mi padre
y esa es la casa familiar de Camagüey,
adonde yo llegué una tarde crédula
en busca de un ramal de mi autobiografía
y sólo hallé la cerrazón, el vestigio remoto
de un apellido apenas registrado
en las municipales actas de la infidelidad.

También yo estoy allí, huelo a melaza
rancia y a sudor de machetes,
oigo las pulsaciones grasientas del trapiche,
los encrespados filos de la zafra,
siento la floración de un mestizaje
que a mí también me alía con mi propio deseo.

Cuánto pasado hay
en esa omnipresente estampa familiar.
Mientras más envejezco más me queda de vida.


De Manual de infractores:



Summa vitae

De todo lo que amé en días inconstantes
ya sólo van quedando
rastros,
marañas,
conjeturas,
pistas dudosas, vagas informaciones:
por ejemplo, la lluvia en la lucerna
de un cuarto triste de París,
la sombra rosa de los flamboyanes
engalanando a franjas la casa familiar de Camagüey,
aquellos taciturnos rastros de Babilonia
junto a los suntuosos barrizales del Éufrates,
un arcaico crepúsculo en las Islas Galápagos,
los prolijos fantasmas
de un memorable lupanar de Cádiz,
una mañana sin errores
ante la tumba de Ibn' Arabi en un suburbio de Damasco,
el cuerpo de Manuela tendido entre los juncos de Doñana,
aquel café de Bogotá
donde iba a menudo con amigos que han muerto,
la gimiente tirantez del velamen
en la bordada previa a aquel primer naufragio...

Cosas así de simples y soberbias.

Pero de todo eso
¿qué me importa
evocar, preservar después de tan volubles
comparecencias del olvido?

Nada sino una sombra
cruzándose en la noche con mi sombra.




Pasión de clandestino

De aquellas arduas clandestinidades
tenazmente debidas
a causas nobles y amorosos lances,
sólo te queda un sedimento
entre feliz y melancólico, la sensación
de haber perdido algo inencontrable,
un decoro, una fe y algún temor:
eso que fue sin duda
el rango más preciado de tu vida.

Vertiginosos días de lecciones
difíciles, de secretos quehaceres y nocturnidades,
de coartadas sensibles a la luz que te valieron
cárcel, exilio, represalias
y algo como un empecinado acopio de certezas
que afloró andando el tiempo en lastres varios.

De grado compartías encomiendas
que la pasión hacía más audaces,
aquella candorosa convicción
de estar fogosamente prestigiando
las noches, los sigilos, los empeños
heroicos, los prohibitivos usos del amor,
mientras la dignidad gestaba su literatura
y en dulces aficiones te acogías.

No has vivido emoción igual que aquella.
Nada ha sido lo mismo desde entonces
y aún eres el recuerdo de ese hermoso
oficio pasional de clandestino.

Nunca fue en vano tan magnánimo
aprendizaje de la vida.

La historia de después te importa menos.



Terror preventivo

Ventana borrascosa abierta al borde
de las ruinas,
ven y asómate, hermano,
¿no ves en esa trama
preconcebida de la iniquidad
como un tajo feroz mutilando el futuro?

Y allí mismo, detrás de la estrategia
irrevocable del terror, ¿no escuchas
el sanguinario paso de la secta,
la marca repulsiva
del investido de poderes,
sus rapiñas, sus mañas, sus patrañas?

Atroz historia venidera,
¿en qué manos estamos, cuántas trampas
tendrá que urdir la vida para seguir viviendo?