domingo, 16 de diciembre de 2007

Jaime Campmany, Tres sonetos de amor y de muerte

TRES SONETOS DE AMOR Y DE MUERTE

Era Madrid y otoño y amarillo
y lunes y violín y atardecía;
era tu mano que palidecía
al correr la clausura del visillo.
Era en tus ojos húmedos el brillo
de una primera llama que te ardía.
Era octubre y amor y melodía
y soledad y todo tan sencillo.
Era otoño y Madrid y me mirabas,
era tu breve pecho en oleaje
y tu boca desierta y entreabierta.
Era después el beso en que te dabas,
y fue que, de una rama de mi traje,
cayó mi corazón como hoja muerta.

Como si nada hubiese sucedido,
has abierto temprano la ventana
y has bañado en la luz de la mañana
la alcoba ruin y el lecho florecido.
Una triste canción de agua y olvido
ha sonado en la pobre palangana,
y el espejo ha devuelto con desgana
la sonrisa fugaz de tu descuido.
He mirado tu cuerpo, tu desnudo,
reto impecable al sol avergonzado,
desafío de mármol a la lumbre,
y estoy pensando ahora en cómo
pudo oprimir mi costado tu costado
como un suceso más de mi costumbre.

He de pasar. Más tarde o más temprano,
tendré que encaminarme a la salida.
La muerte siempre gana esta partida
que con la vida juega mano a mano.
Viví la primavera y el verano,
anda por el otoño ya mi vida
y el invierno me espera. Ya se cuida
de mullirme la tumba mi gusano.
¿Por qué morir, pasar como si nada,
dejar la luz, el mar, la sangre, el fuego,
y el amor a ceniza reducido?
Un hombre es soledad desenterrada
y un buen día te vas. Ese es el juego.
Uno se tiene que ir porque ha venido.