jueves, 31 de agosto de 2023

Luis Alberto de Cuenca, Four poems

Four poems (2007)

Luis Alberto de Cuenca


LEER EN VOZ ALTA 

Siempre ando con un libro en las manos. Ya sea uno viejo y gastado del siglo XIX con láminas y pauta final para ubicarlas en el texto, ya sea otro nuevo e intrépido que recibí ayer mismo y huele todavía a tinta fresca y joven, ya sea un libro antiguo que viajó por el tiempo hasta esa estantería de mi cada vez más poblada biblioteca... El vicio de leer suele ser solitario, pero puede, también, compartirse. Los griegos de la época de Sócrates leían en voz alta. Lo mismo hacía Nietzsche. A mí me gusta mucho leer en compañía y en voz alta los grandes libros de nuestra tribu, esa tribu perversa, racista y miserable que disfruta creyéndose superior (y lo es). De ese modo, recuerdo haber leído Drácula, Melmothy Frankenstein, el Poema del Cid, Beowulf, los Nibelungos, la Divina Comedia, los Psalmos, la Canción de Rolando, La isla del tesoro y la Ilíada, tal y como los griegos leían hace siglos, alto y claro, lanzando las palabras al aire, porque la voz añade temblor de biografía personal y caduca a tanta eternidad, al vértigo solemne de tanta permanencia.


CÍRCULO 

Ojalá fuese un círculo vicioso, pero dejó de serlo hace ya tiempo. Es un círculo a secas. No permite que le pongamos adjetivos. Tiene muy mal carácter, el humor muy agrio. Si en nuestro deambular por su interior quisiéramos un día liberarnos de sus paredes inmisericordes y huir al otro lado, no podríamos hacerlo. En ese círculo vivimos, por mucho que tratemos de olvidarlo, y en él acabaremos nuestros días, sin saber cuándo, ni por qué, ni cómo.


EL AIRE DE TUS VERSOS

A la memoria de Blas de Otero


El aire era la vida en tu soneto de Leganés, y ahora ya no hay aire donde vives, maestro. No hay manera de respirar allí donde tú mueres. El aire se ha largado con su soplo a otra parte. Y no sirve para nada alzar las manos contra el firmamento, ni formular preguntas al vacío. Pero los ruiseñores de tu canto, ellos sí, vivirán eternamente. Se lo dijo Calímaco a un poeta que murió antes de tiempo, y eso vale para ti, Blas de Otero. La poesía que araña sombras para ver a Dios termina viendo a Dios y respirando el aire inmarchitable de tus versos.


BÚSCALA

Busca a la Diosa Blanca, ve a buscarla por occidente y por oriente, por el sur y por el norte, no la dejes de buscar en las sombras de la noche y en las luces del justo mediodía, sin desmayar jamás, sin acordarte de otro nombre que el suyo, sin reposo, por el cielo, debajo de la tierra y en las profundidades del océano. No habrá huellas que valgan en tu búsqueda, pues la Diosa no deja huellas nunca. Quién sabe dónde está, nadie la ha visto jamás en este mundo. Pero tú búscala sin desmayo en esos bosques, mil veces densos, donde el sol no halla paso a la hierba. Búscala en las ninfas que descansan al lado de la fuente y, sobre todo, búscala en el agua de esa fuente, en el agua en que los ciervos sacian su sed cuando declina el día, en el agua que canta y que libera de cuanto estorba. Y luego, cuando nada te retenga en la selva, continúa buscándola, aunque duela, por el aire emponzoñado, por el fuego insomne, por el camino hacia ninguna parte, por el desierto helado del silencio, por las calles vacías del olvido.

miércoles, 30 de agosto de 2023

Siegfried Sassoon, Suicidio en las trincheras y otros poemas de guerra

 Siegfried Sasoon


SUICIDIO EN LAS TRINCHERAS


Conocí a un simple soldado

que sonreía ante la vida con alegría hueca;

dormía profundamente en la solitaria oscuridad

y silbaba temprano con la alondra.


En las trincheras invernales, acobardado y sombrío,

entre migajas y piojos y falto de ron,

se metió una bala en el cerebro.

Nadie volvió a hablar de él.


*⁠*⁠*⁠*⁠*


Ustedes, multitudes de cara acomodada y ojos vivos,

que aplauden cuando los muchachos soldados desfilan,

escabúllanse a casa y recen para que nunca sepan

adónde van la juventud y la risa.


ELLOS


El obispo nos dice: "Cuando los chicos regresen

no serán los mismos, porque habrán luchado

por una causa justa: encabezan el último ataque

al Anticristo; la sangre de sus camaradas ha comprado

un nuevo derecho a engendrar una raza honorable;

han desafiado a la Muerte y la han retado cara a cara."


-"¡Ninguno de nosotros somos los mismos!"- responden los chicos.

"Porque George perdió ambas piernas; y Bill tiene los ojos de piedra;

el pobre Jim tiene un disparo en los pulmones y le gustaría morir;

y Bert se ha vuelto sifilítico: no encontrarás

a un tipo que haya servido y que no haya encontrado algo cambiado..."

Y el obispo dijo: '¡Extraños son los caminos del Señor!"


CONSECUENCIAS


¿Ya lo has olvidado...?

Porque los acontecimientos del mundo han continuado retumbando desde aquellos días amordazados,

como el tráfico controlado en el cruce de las calles de la ciudad;

y el vacío atormentado en tu mente se ha llenado de pensamientos que fluyen

como nubes de luz iluminadas por el cielo de la vida; y eres un hombre indultado para ir,

tomando tu parte pacífica del Tiempo, con sobra de alegría.

Pero el pasado sigue siendo el mismo... y la guerra es un juego sangriento... 

¿Ya lo has olvidado...?

Mira hacia abajo y jura, por los caídos en la guerra, que nunca olvidarás.

¿Recuerdas los meses oscuros en los que controlaste el sector de Mametz...?

¿Las noches en las que vigilabas, cableabas, cavabas y apilabas sacos de arena en los parapetos?

¿Te acuerdas de las ratas? ¿Y del hedor

de cadáveres pudriéndose frente a la trinchera de primera línea...

y del blanco amanecer sucio y frío bajo una lluvia desesperada?

¿Alguna vez te detienes y preguntas: "¿Va a ocurrir todo otra vez?"


¿Recuerdas esa hora de estrépito antes del ataque...?

¿Y la ira, la compasión ciega que te invadió y sacudió, mientras

contemplabas los rostros condenados y demacrados de tus hombres?

¿Recuerdas las camillas que retrocedían tambaleándose

con ojos moribundos y cabezas colgando, esas máscaras de gris ceniza

en los muchachos que alguna vez fueron entusiastas, amables y alegres?

¿Lo olvidaste ya...?

Mira hacia arriba y jura, por el verdor de la primavera, que nunca olvidarás

lunes, 28 de agosto de 2023

Horacio Quiroga, El almohadón de plumas

El almohadón de plumas  Horacio Quiroga 

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando, volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.  Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.  

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.  En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.  No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.  Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.  

—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.  Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatose una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.  

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor. 

—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.  

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror. 

 —¡Soy yo, Alicia, soy yo!  Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.  

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.  Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.  

—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...  —¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.  

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aunque le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.  Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.  Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.  —¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.  Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.  

—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.  

—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.  La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquel, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.  —¿Qué hay?—murmuró con la voz ronca.  

—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.  

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.  

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquella, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.  

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.  

Ambrose Bierce, La ventana tapiada

La ventana tapiada. The Boarded Window, Ambrose Bierce (1842-1914) 


En 1830, a pocas millas de lo que hoy es la gran ciudad de Cincinnati, había un gran bosque casi virgen. La región entera estaba poco poblada y quienes allí vivían eran gentes de la frontera, espíritus pioneros que después de alzar cabañas bastante confortables en la tierra conquistada al bosque, y después de alcanzar una prosperidad que hoy no nos parecía tal, sino pura indigencia, abandonaban todo, empujados por una cierta inquietud, por algo misterioso aunque probablemente debido a su afán de aventura, para dirigirse al oeste y hacer frente a nuevos peligros y a mayores privaciones, hasta conquistar esas escasas comodidades que habían abandonado.  

Muchas de aquellas gentes ya se habían marchado hacia tierras remotas, pero permanecía en la región uno de los primeros hombres en llegar. Vivía solo en una cabaña hecha de troncos y rodeada no ya de bosque sino de selva, podría decirse... La cabaña de aquel hombre parecía formar parte del bosque, de tan silenciosa y oscura; y él mismo.  

Nadie le había visto jamás esbozar una sonrisa y nadie le había oído decir nunca una palabra de más, ni mucho menos una lisonja. Satisfacía sus pocas necesidades mediante el trueque o la venta de pieles de los animales que cazaba, una actividad a la que se dedicaba, pues nada cultivaba en aquella tierra que, por derecho, podría haber llamado suya sin que ninguna autoridad pudiera reclamársela. El hombre, en cualquier caso, no era un tipo de esos que se abandonan; había hecho mejoras tales, alrededor de su casa, como despejar un espacio de bosque mediante la sencilla aunque dura tarea de tirar con su hacha algunos árboles, de manera que los troncos y las raíces ya podridas de aquéllos se vieron cubiertas de maleza con el paso de los meses. Era conocido que aquel hombre no es que no se preocupara de la agricultura, sino que mostraba cierto desdén hacia los agricultores.  

Su cabaña, en la que tenía una buena estufa de leña para calentarse en invierno, una cabaña de techo de tablones sostenidos por vigas transversales, y con los troncos de las paredes recubiertos de barro agrietado con el paso del tiempo, tenía sólo una puerta y una ventana. La ventana, sin embargo, quedó tapiada muy pronto, por decisión del huraño habitante de la cabaña, a tal punto que nadie recordaba haberla visto abierta alguna vez; en realidad casi nadie recordaba haber visto allí una ventana. Y no es que a aquel hombre le disgustasen la luz diurna o el aire puro y vivificante; en las pocas ocasiones en que cualquier otro cazador de la región se adentraba por aquel lugar en lo más profundo del bosque, había visto al huraño tomando el sol a la puerta de su casa, con el rifle descansando sobre sus piernas. Supongo que son pocos los que conocen el secreto de aquella ventana. Yo sí. Hablaré de ello.  

Decían que se llamaba Murlock. Aparentaba unos sesenta años, aunque sólo tenía cincuenta. Algo que no eran precisamente los años había contribuido a hacer que el tiempo se le echara encima, envejeciéndolo. Tenía largos el cabello y la barba, muy grises; sus ojos, de un azul grisáceo y muy apagados, parecían hundidos en sus cuencas; su rostro, completamente surcado por arrugas muy profundas que parecían pertenecer a sendos sistemas convergentes, en cualquier caso, era el que mejor se hubiera podido imaginar para su delgadez y su gran estatura. Tenía los hombros caídos, como los hombres que se han desempeñado mucho tiempo cargando y descargando en los muelles.  

Yo nunca lo vi, debo decírselo antes que nada; todo lo que sé de él me lo contó mi abuelo, gracias al cual supe también su historia. Mi abuelo incluso lo tuvo por vecino un tiempo, antes de que el huraño decidiera levantar su cabaña en lo más apartado del bosque.  

Un día encontraron a Murlock muerto en su cabaña. No era un tiempo en el que abundaran los periódicos, ni mucho menos los forenses, por lo que supongo que todo el mundo pensó que había muerto por causas naturales. De no ser así, me lo habrían dicho y supongo que aún lo recordaría, tengo buena memoria... Sólo sé que, gracias a lo que probablemente era simple sentido común, su cuerpo recibió sepultura cerca de la cabaña que había habitado, donde él, a su vez, había enterrado tiempo atrás a la que fuera su esposa; tanto tiempo atrás que apenas le recordaba ya nadie cuando murió Murlock. Con su muerte, pues, se cierra el capítulo final de su historia. Aunque años después, acompañado por un alma igualmente audaz, entré en el bosque y me aproximé lo suficiente a la cabaña abandonada y casi a punto de irse al suelo, para tirar una piedra y alejarme a toda prisa, como hacen los niños bien informados acerca de la existencia de fantasmas en las casas abandonadas.  

Hablemos, sin embargo, de algo más importante, de aquel capítulo referido a Murlock que me contó mi abuelo.  

Cuando el hombre levantó la choza y empezó a emplearse con el hacha enérgicamente para hacer un claro, cosa a la que se dedicaba cuando dejaba descansar el rifle que le daba de comer, era joven, fuerte; incluso albergaba ciertas esperanzas, como cualquier aventurero en tierras extrañas e inhóspitas. En la región del este de la que provenía se había casado, como era costumbre en aquel tiempo, con una joven digna, desde luego, de la mayor de sus devociones. Aquella mujer compartía con él peligros y privaciones, siempre con el mejor espíritu y el corazón alegre, henchido también de esperanzas. No sabemos cuál fue su nombre. La tradición, por lo demás, guarda silencio a propósito de sus encantos físicos, por lo que cada cual es libre de creer o no que los tenía. 

Pero no permita Dios que yo comparta esas dudas. De su alegría, probable consecuencia de su belleza, hay testimonios suficientes por lo que sabemos de la vida de Murlock una vez quedó viudo. Sólo el magnetismo de un recuerdo imborrable pudo haber encadenado su espíritu siempre aventurero a aquel lugar, una vez que ella su hubo ido.  

Un día regresó Murlock de cazar en algún lugar distante de su cabaña, y encontró a su esposa enferma, delirando por culpa de la fiebre. No había un sólo médico en muchas millas a la redonda; tampoco tenían vecinos. No estaba ella en un estado que permitiese dejarla sola para ir en busca de ayuda, por lo que Murlock se dio a prestarle los cuidados debidos. Al tercer día, empero, la mujer perdió el conocimiento y falleció poco después sin volver a recuperarlo.  

Gracias a lo que sabemos de un carácter como el de aquel hombre, podemos atrevernos a interpolar algunos detalles en el esbozo del cuadro hecho por mi abuelo.  

Cuando comprobó que estaba irremisiblemente muerta, Murlock conservó la calma necesaria, a pesar de su dolor, para recordar que los muertos deben tener entierro, y no sólo eso, sino que deben ser preparados para recibir sepultura. Pero al tratar de llevar a cabo un deber tan sagrado, se equivocó repetidamente; hizo unas cuantas cosas mal, y las que hizo bien, simplemente, las repitió. Sus fracasos en cosas sencillas y comunes no dejaban de sorprenderle, como el borracho que se asombra ante la aparente suspensión de las leyes naturales conocidos, como la del equilibrio. Se sorprendió igualmente de no haber llorado una sola lágrima al verla muerta, a pesar del gran dolor de corazón que sentía, una sorpresa en la que había mucho de vergüenza, pues al fin y al cabo puede que no resulte un detalle, una demostración de cariño.  

—Mañana —dijo Murlock en voz alta, como si quisiera convencerse— tendré que hacerle una caja y cavar la tumba; entonces la extrañaré más, cuando ya no pueda verla. Ahora está muerta, pero ha dejado de sufrir. La situación no puede ser tan terrible, por ello, como parece.  

De pie junto al cuerpo de su esposa, en la luz que se desvanecía, la peinó mecánicamente, con un cuidado desprovisto de voluntad. Mientras lo hacía corría por su conciencia, como un torrente subterráneo, la convicción de que las cosas sucedían de la manera más natural, de que todo iba según debía, de que el hecho de tenerla a su lado, aunque muerta, explicaba su aparente tranquilidad. En realidad, no sabía cuán fuertemente le había golpeado la pérdida de la esposa. Esa noción, esa conciencia de su dolor, le llegaría después para no abandonarlo ya nunca.  

La pena es que un artista que maneja poderes tan diversos como los instrumentos de los que se vale para ejecutar la marcha fúnebre, evocando en algunos seres las notas más brillantes y agudas y en otros los más suaves y graves, esas que vibran de manera recurrente, como el ritmo que marcan los tambores. Algunos espíritus, en un trance doloroso se sobresaltan; otros quedan estupefactos, sin capacidad de reacción. A algunos un trance doloroso como el de Murlock les llega cual si la herida de una flecha se tratase, una herida que irrita y alerta toda su sensibilidad, agudizándosela; a otros, como un mazazo que al aplastar insensibiliza.  

Podemos suponer que Murlock se vio afectado de esta manera, ya que —y en esto tenemos certezas, no hacemos conjeturas— apenas hubo terminado su piadoso trabajo, se dejó caer en una silla junto a la mesa de la cabaña, donde había puesto el cuerpo de su mujer, y notando cuán blanco parecía su perfil en la espesura de las sombras de la tarde, puso los brazos sobre el borde de la mesa y se dejó caer entre ellos, con los ojos sin derramar aún una lágrima, pero completamente exhausto. Entonces llegó a través de la ventana abierta un sonido largo y sollozante como el grito de un niño perdido en lo más hondo del bosque... Aquel bosque que empezaba a sumirse en la oscuridad. Mas el hombre no se movió. Otra vez, más cerca que antes, se dejó sentir aquel grito ultraterreno. Quizá fuese una bestia del bosque. Quizá fuese un sueño. Murlock agotado, se había quedado dormido.  

Horas después, como se llegó a saber posteriormente, el que velaba el cadáver de manera tan descuidada despertó, y levantando la cabeza de entre sus brazos escuchó con atención, sin saber por qué lo hacía... En la negra oscuridad que se hacía alrededor de la muerta, recordando cuanto había pasado, aunque sin sobresaltarse por esa constatación, esforzó sus ojos para ver no sabía bien qué... Tenía los sentidos alerta, la respiración entrecortada; la sangre, detenida en su circulación, parecía ahondar el silencio... ¿Quién se le había aparecido? ¿Qué le había despertado? ¿Dónde estaba?  

Repentinamente, la mesa tembló bajo sus brazos; justo en ese momento escuchó, o creyó oírlo, un paso suave y otro y otro... Los pasos de unos pies descalzos.  

Aterrorizado e impotente para gritar entonces, o para moverse siquiera, tuvo que esperar y así lo hizo, en la más completa oscuridad ya, a lo largo de un tiempo que fue como siglos de terror. Intentó decir en vano, alargar las manos para tocarla, para comprobar si seguía allí. Creía haberse vuelto mudo. Sus brazos y sus manos parecían de plomo.  

Lo que sucedió fue realmente espantoso. Algo sumamente pesado pareció caer sobre la mesa, de forma tal que ésta, estrellándose contra su peso, a punto estuvo de tirarlo al suelo de espaldas; mientras, se oyó y sintió la caída de algo al suelo, con un golpe tan violento que toda la casa pareció sacudida por el impacto. Sucedió a todo aquello algo parecido a un forcejeo y una confusión de sonidos difíciles de describir. Murlock consiguió ponerse de pie. El pánico se había apoderado por completo de sus fuerzas. Haciendo un esfuerzo en verdad denodado, consiguió poner las manos sobre la mesa. Y comprobó que estaba vacía.  

Hay un extremo en el que el terror puede llevar a la locura; y la locura incita a la acción. Sin un propósito firme, sin otro motivo que no fuese el desorientado impulso de un loco, Murlock se lanzó contra la pared, con alguna dificultad logró hacerse con su rifle y lo disparó repetidamente a un lado y a otro, sin preocuparse de hacia dónde apuntaba. A la luz de los fogonazos que salían de la bocacha del arma con cada tiro vio un felino salvaje y enorme que arrastraba a la muerta hacia la ventana, con los colmillos clavados en su garganta. Después, la oscuridad más negra que antes; y el silencio aún más hondo.  

Cuando volvió en sí el sol estaba alto y el bosque resonaba con los cantos de los pájaros.  

El cadáver de la esposa yacía cerca de la ventana, donde lo había dejado aquella bestia cuando huyó asustada por los disparos del rifle de Murlock. La muerta tenía desordenadas las ropas y completamente despeinado el cabello. Mostraba un desmadejamiento absoluto, había manado sangre hasta hacer un charco. 

Sus dientes sostenían aún un pedazo de oreja de la fiera. 

Ambrose Bierce (1842-1914) 

sábado, 26 de agosto de 2023

Georg Trakl, Grodek, segunda versión.

Georg Trakl, Grodek. Manuscrito con una segunda versión. Traducción automática.


Por la tarde, los bosques otoñales resuenan

con armas mortíferas, las llanuras doradas

y los lagos azules sobre los que el sol

rueda más sombrío; la noche abraza a

los guerreros moribundos, el lamento salvaje

de sus bocas rotas.


Pero silenciosamente en el suelo de sauces se acumulan nubes rojas,

en las que vive un dios enojado.

La sangre derramada, el frescor de la Luna;

todos los caminos conducen a la decadencia negra.

Bajo las ramas doradas de la noche y las estrellas,

la sombra de la hermana se balancea en el bosque silencioso,

para saludar a los espíritus de los héroes, las cabezas sangrantes;

y las oscuras flautas del otoño suenan suavemente en las cañas.

¡Oh dolor más orgulloso! Ustedes, altares de bronce.

La llama ardiente del espíritu alimenta hoy un dolor tremendo,

los nietos por nacer.


miércoles, 23 de agosto de 2023

Atribuido a Prisciliano de Ávila, Himno a Jesucristo

Quiero desatar y quiero ser desatado.

Quiero salvar y quiero ser salvado.

Quiero ser engendrado.

Quiero cantar; cantad todos.

Quiero llorar: golpead vuestros pechos.

Quiero adornar y quiero ser adornado.

Soy lámpara para ti, que me ves.

Soy puerta para ti, que llamas a ella.

Tú ves lo que hago. No lo menciones

La palabra engañó a todos, pero yo no fui

completamente engañado.

—Himno a Jesucristo, atribuido a Prisciliano.

lunes, 21 de agosto de 2023

Bertolt Brecht, Cinco dificultades para escribir la verdad

Bertolt Brecht: "Cinco dificultades para escribir la verdad". En El compromiso en literatura y arte, 1973. Traducción de J. Fontcuberta.

Quien quiere hoy día combatir la mentira y la ignorancia y escribir la verdad, tiene que vencer por lo menos cinco dificultades. Deberá tener el valor de escribir la verdad, aun cuando sea reprimida por doquier; la perspicacia de reconocerla, aun cuando sea solapada por doquier; el arte de hacerla manejable como un arma; criterio para escoger a aquellos en cuyas manos se haga eficaz; astucia para propagarla entre éstos. Estas dificultades son grandes para aquellos que escriben bajo la férula del fascismo, pero existen también para aquellos que fueron expulsados o han huido, e incluso para aquellos que escriben en los países de la libertad burguesa.

1. El valor de escribir la verdad

Parece cosa sobrentendida que el escritor debe escribir la verdad, en el sentido de que no puede reprimirla o callarla y de que no puede escribir nada falso. No debe doblegarse a los poderosos, no debe engañar a los débiles. Naturalmente que resulta muy arduo no doblegarse a los poderosos, y en cambio es muy provechoso engañar a los débiles. Desagradar a las clases acomodadas significa renunciar a la posesión de bienes. Renunciar a la paga por el trabajo efectuado significa, en ocasiones, renunciar al trabajo, y rehusar la honra entre los poderosos significa a menudo rehusar toda honra. Para esto hace falta valor. Las épocas de represión más extremada son generalmente épocas en que se habla de cosas grandes y sublimes. Hace falta valor, en estas épocas, para hablar de cosas tan vulgares y pequeñas como la comida y la vivienda de los obreros, en medio de un gran vocerío que proclama que lo principal es el espíritu de sacrificio. Cuando se colma a los campesinos de homenajes, tener valor es hablar de máquinas y forrajes a bajo precio que facilitaría su tan venerado trabajo. Cuando por todas las emisoras de radio se proclama a gritos que es mejor el hombre sin erudición y cultura que el sabio, entonces tener valor significa preguntar: ¿para quién es mejor? Cuando se habla de razas perfectas e imperfectas, tener valor es preguntar si el hambre, la ignorancia y la guerra no engendran deformaciones graves. Asimismo se precisa valor para decir la verdad sobre sí mismos, los vencidos. Muchos de los que son perseguidos pierden la capacidad de reconocer sus errores. La persecución les parece la mayor injusticia. Los perseguidores son, puesto que persiguen, los malos; ellos, los perseguidos, son perseguidos a causa de su bondad. Pero esta bondad ha sido golpeada, vencida y prohibida, y era por eso una bondad débil; una bondad mala, inconsistente e insegura: porque es inadmisible atribuir la debilidad a la bondad como a la lluvia su humedad. Para decir que los buenos no fueron vencidos porque eran buenos, sino porque eran débiles, hace falta valor. Naturalmente, hay que escribir la verdad combatiendo la falsedad, y no puede ser una cosa genérica, abstracta y ambigua. De esta especie abstracta, genérica y ambigua es precisamente la falsedad. Cuando se dice de alguien que ha escrito la verdad, por de pronto es que algunos o muchos o uno solo han dicho algo distinto, una mentira o algo genérico, pero él ha dicho la verdad, algo práctico, positivo, innegable, ha puesto el dedo en la llaga.

Menos valor se precisa para quejarse en términos generales de la ruindad del mundo y el triunfo de la barbarie y amenazar con el triunfo del espíritu, en una parte del mundo donde esto todavía está permitido.

Entonces muchos actúan como si se les apuntara con cañones, cuando en realidad sólo se ha dirigido hacia ellos unos anteojos de teatro. Proclaman a gritos sus pretensiones de orden general en medio de un mundo de amigos insignificantes. Piden una justicia universal por la cual nunca han hecho nada, y libertad universal para obtener parte del botín que fue compartido con ellos largo tiempo. Tienen por único verdadero aquello que suena bien. Cuando la verdad se presenta como algo numérico, seco, real, algo cuyo hallazgo requiere esfuerzo y estudio, entonces no es una verdad para ellos, nada que les suma en el entusiasmo. Tienen únicamente el comportamiento de aquellos que dicen la verdad. Su miseria es que no saben la verdad.

2. La perspicacia de reconocer la verdad

Puesto que es difícil escribir la verdad, porque se ve reprimida por doquier, les parece a la mayoría que escribir o no la verdad es cosa de convicciones. Creen que para ello sólo hace falta valor. Olvidan la segunda dificultad, el descubrimiento de la verdad. Ni hablar de que es fácil encontrar la verdad.

Para empezar, ya no resulta fácil averiguar qué verdad vale la pena decir. Hoy, por ejemplo, ante los ojos de todo el mundo, los grandes estados civilizados se precipitan uno tras otro en la mayor de las barbaries. Además, cualquiera sabe que la guerra civil, realizada con los más atroces medios, cada día puede convertirse en una guerra exterior que tal vez deje a nuestro continente convertido en un montón de escombros. Esto, indudablemente, es una verdad, pero hay otras, desde luego. Así, por ejemplo, también es verdad que las sillas tienen asientos y que la lluvia cae de arriba abajo. Muchos escritores escriben verdades de este género. Se parecen a los pintores que cubren de naturalezas muertas las paredes de barcos zozobrantes. No existe para ellos nuestra primera dificultad, y no tienen, no obstante, ningún remordimiento. Impertérritos ante los poderosos, pero sin turbarse tampoco por los gritos de los oprimidos, van pintando sus cuadros. Lo absurdo de su manera de obrar engendra en ellos mismos un «profundo» pesimismo que venden a buen precio y que, a decir verdad, a la vista de tales maestros y de tales ventas, sería más justificado en otros. Con todo, no resulta fácil tampoco darse cuenta de que sus verdades son del mismo género que las de las sillas y la lluvia, por lo general suenan de modo muy distinto, como si fueran verdades acerca de cosas importantes. Porque la creación artística consiste precisamente en atribuir importancia a una cosa.

Sólo fijándose bien llega uno a distinguir que solamente dicen: «Una silla es una silla» y «No hay nada que hacer contra el hecho de que la lluvia caiga hacia abajo».

Esta gente no encuentra la verdad que vale la pena escribir. Otros, por su parte, se ocupan realmente en las tareas más urgentes, no temen a los potentados ni a la pobreza, y no obstante no pueden encontrar la verdad. Carecen de conocimientos. Están llenos de viejas supersticiones, de prejuicios ilustres y bellamente formulados en la antigüedad. El mundo es demasiado complicado para ellos, desconocen los hechos y no perciben las causas. Aparte de los propios sentimientos, hacen falta conocimientos que se adquieren y métodos que se aprenden. A todos los escritores de este tiempo de confusión y grandes cambios les es preciso conocer la dialéctica materialista, la economía y la historia. Este conocimiento puede obtenerse en los libros y a través de una iniciación práctica, cuando existe la aplicación necesaria. Se pueden descubrir muchas verdades de la manera más simple, partes de verdad o estados de cosas que conducen al encuentro de la verdad. Cuando uno quiere buscar, le irá bien un método, pero también puede encontrar sin método, incluso sin buscar. Pero de una manera tan casual difícilmente se consigue una exposición de la verdad que baste por sí sola a enseñar a los hombres cómo deben actuar. La gente que sólo toma nota de pequeños hechos, no está en condiciones de hacer manejables las cosas de este mundo. Y sin embargo la verdad tiene este único objetivo, no otro. Esta gente no es capaz de cumplir con la exigencia de escribir la verdad.

Cuando alguien está dispuesto a escribir la verdad y en condiciones de reconocerla, le quedan aún tres dificultades.

3. El arte de hacer la verdad manejable como un arma

Hay que decir la verdad por las consecuencias que se desprenden de ella en cuanto a la conducta a seguir. Como ejemplo de una verdad de la cual no pueden sacarse consecuencias o tan sólo consecuencias falsas, nos servirá la opinión muy extendida de que las graves circunstancias imperantes en algunos países provienen de la barbarie. Según este modo de ver las cosas, el fascismo es una ola de barbarie que ha irrumpido en algunos países por fuerza natural.

Según esto, el fascismo es una tercera nueva fuerza junto a (y por encima de) el capitalismo y el socialismo; no solamente el movimiento socialista, sino también el capitalismo, no hubieran podido continuar existiendo, siempre según esta opinión, sin el fascismo, etc. Naturalmente se trata de una afirmación fascista, de una capitulación ante el fascismo. El fascismo es una fase histórica en la que el capitalismo ha intervenido en tanto que algo nuevo y a la vez viejo. El capitalismo existe en los países fascistas nada más que como fascismo, y el fascismo sólo puede ser combatido como capitalismo, como el más desnudo, insolente, contundente y falaz de los capitalismos.

En consecuencia, ¿cómo quiere alguien decir la verdad sobre el fascismo, contra el cual está, si no quiere decir nada en contra del capitalismo que lo engendra?

¿Cómo ha de resultar entonces practicable la verdad?

Aquellos que están en contra del fascismo, sin estar en contra del capitalismo, que se lamentan de la barbarie originada por la barbarie, se parecen a aquellas personas, que quieren comer su ración de ternera, pero sin que haya que degollar la ternera. Quieren comer la ternera pero no ver la sangre. Se contentarán con que el carnicero se lave las manos antes de servirles la carne. No están en contra de la situación creada por la barbarie respecto de la propiedad, sólo en contra de la barbarie. Levantan su voz contra la barbarie, y lo hacen en países donde impera la misma situación económica, pero donde los carniceros todavía se lavan las manos antes de servirle la carne.

Las acusaciones públicas contra medidas bárbaras pueden surtir efecto un tiempo corto, en tanto quienes escuchan crean que no viene al caso hablar de tales medidas en sus países. Ciertos países están en condiciones de mantener su situación respecto de la propiedad con medios menos violentos que en otros. La democracia les presta aún servicios que otros tienen que conseguir recurriendo a la fuerza, a saber, la garantía de la propiedad en los medios de producción. El monopolio sobre las fábricas, minas, tierras, crean en todas partes situaciones de barbarie; sin embargo, son menos visibles. La barbarie se hace visible tan pronto como el monopolio cínicamente puede ser protegido gracias al poder público.

Algunos países que, a causa del monopolio, no tienen aún necesidad de renunciar a las garantías formales del Estado constitucional, así como a comodidades tales como el arte, la filosofía, la literatura, escuchan con especial complacencia a los forasteros que recriminan a su patria por haber tenido que renunciar a ellas, por cuanto van a sacar provecho de ello en las guerras que se avecinan. ¿Puede decirse que han reconocido la verdad aquellos que piden a gritos guerra sin cuartel contra Alemania «porque es la verdadera patria de la maldad en esta época, la filial del infierno, la morada del Anticristo»? Más bien habría que decir que son gente necia, desorientada y perniciosa. Porque la consecuencia que se saca de su palabreo es que este país debe ser aniquilado. El país entero con todos sus habitantes, porque el gas tóxico no escoge a los culpables cuando mata.

El hombre despreocupado, que no sabe la verdad, se expresa de forma general, abstracta e imprecisa. Dice disparates de «los» alemanes, se lamenta «del» mal, y quien escucha no sabe qué hacer, en el mejor de los casos. ¿Ha de decidirse a no ser alemán? ¿Desaparecerá el infierno, si él es bueno? También la charlatanería sobre la barbarie que nace de la barbarie es de esta especie. A juzgar por lo que dicen, la barbarie proviene de la barbarie, y deja de existir por la civilización, que viene de la cultura. Esto viene expresado de una forma demasiado general, no de cara a las consecuencias para una conducta práctica, y en el fondo no va dirigido a nadie.

Tales declaraciones muestran muy pocos eslabones de la concatenación de causas y presentan determinadas fuerzas motrices como fuerzas indomables. Tales declaraciones entrañan mucha oscuridad, y esta oscuridad oculta las fuerzas que preparan las catástrofes. Un poco de luz y ¡aparecen en escena hombres como causantes de las catástrofes! Pues vivimos en un tiempo en que el destino del hombre es el hombre.

El fascismo no es una catástrofe natural que pueda comprenderse partiendo de la «naturaleza» del hombre. Pero incluso en el caso de las catástrofes naturales, hay maneras de describirlas que son dignas del hombre, porque apelan a su fuerza combativa.

Después de un gran terremoto, en muchas revistas americanas se podían ver fotografías que mostraban un campo de ruinas. Al pie se ponía steel stood (el acero resistió), y realmente, quien a primera vista sólo había visto ruinas, se daba cuenta ahora, atraída su atención por la leyenda, de que ¡algunos edificios altos habían quedado en pie! Entre las relaciones que se pueden dar de un terremoto, tienen una importancia imponderable las de los ingenieros, los cuales toman en cuenta el movimiento del suelo, la fuerza de los impactos, la temperatura que se desarrolla y cosas por el estilo, y conducen a la construcción de edificios que resistan a los sismos. Quien quiera describir el fascismo y la guerra, las grandes catástrofes que no son catástrofes naturales, debe presentar una verdad practicable. Debe mostrar que son catástrofes preparadas a las enormes masas de trabajadores sin medios de producción propios por los poseedores de estos medios.

Quien quiera escribir con éxito la verdad sobre estado de cosas graves, deberá escribir de tal manera que se hagan reconocibles las causas evitables de aquéllos. Cuando se conocen las causas evitables, puede combatirse una situación grave.

4. Criterio para escoger a aquellos en cuyas manos la verdad se haga eficaz

Por la costumbre secular de comerciar con lo escrito en el mundo de las opiniones y narraciones, por el hecho de haber descargado al escritor de la preocupación por lo que había de escribir, el escritor tuvo la impresión de que su comprador o comitente, el intermediario, hacía llegar lo escrito a todos. Pensaba: yo hablo, y los que quieren oír, me oyen. En realidad, él hablaba, y los que podían pagar le oían. Sus palabras no eran oídas por todos, y los que las oían, no querían oírlo todo. Sobre esto se ha hablado mucho, aunque no aún lo suficiente; yo únicamente quiero poner de relieve que «escribir a alguien» se ha convertido en un «escribir». Pero no se puede simplemente escribir la verdad, hay que escribirla indispensablemente a alguien que con ella pueda empezar algo. El conocimiento de la verdad es un paso previo común a escritores y lectores. Para oír cosas buenas hay que poder oír bien y oír cosas buenas. La verdad tiene que ser dicha con fundamento y tiene que ser oída con fundamento. Y es importante para nosotros, los escritores, saber a quién la decimos y quién nos la dice.

Debemos decir la verdad sobre situaciones graves a aquellos para quienes la situación es más grave que nadie, y debemos enterarnos por ellos. No sólo hay que hablar a personas de una mentalidad determinada, sino a aquellas a las cuales corresponde esta mentalidad en virtud de su situación. ¡Y nuestros oyentes se transforman a cada paso! Incluso de los verdugos se puede hablar, cuando ya no corre dinero para pagarles las ejecuciones o el peligro es demasiado grande. Los campesinos bávaros estaban en contra de cualquier revolución, pero cuando la guerra hubo durado lo suficiente y sus hijos volvieron a casa y no encontraron sitio en las casas de campo, entonces se les podía ganar para la revolución.

Para los que escriben es importante encontrar el tono de la verdad. Por lo regular se oye por ahí un tono suave, quejumbroso, el de las gentes que no son capaces de matar una mosca. El que escucha este tono y está en la miseria, se hace más miserable. Así hablan algunos que quizá no son enemigos, pero indudablemente no son compañeros de lucha.

La verdad es algo belicoso, no combate únicamente la falsedad, sino también a determinadas personas que la difunden.

5. Astucia para difundir la verdad ampliamente

Muchos, orgullosos de tener valor para decir la verdad, felices de haberla encontrado, cansados tal vez de la labor que exige darle una forma manejable, esperando impacientes a que echen mano de ella aquellos cuyos intereses comparten, no consideran necesario hacer uso de la industria oportuna para la difusión de la verdad. Y así pierden toda la eficacia de su labor. En todas las épocas se ha utilizado la astucia para la difusión de la verdad, cuando ésta es sofocada y embozada. Confucio falseó un viejo almanaque histórico patriótico. Se limitó a cambiar ciertas palabras. Donde decía «El monarca de Kun hizo matar al filósofo Wan, porque había dicho esto y lo otro», Confucio puso «asesinar» en vez de matar. Donde se decía que el tirano Fulano de Tal había perecido en un atentado, el escribió «fue ajusticiado». Con esto Confucio abrió nuevos horizontes a la crítica histórica.

Quien en nuestra época dice población en lugar de pueblo y fincas rústicas en vez de suelo, deja de fomentar ya muchas mentiras. Quita a las palabras su mística corrompida. La palabra pueblo expresa cierta uniformidad y denota intereses generales, por lo tanto sólo debería emplearse al hablar de varios pueblos, ya que a lo sumo entonces es fácil imaginarse una comunidad de intereses. La población de una región tiene intereses distintos, opuestos incluso, a los de otra, y esto es una verdad prohibida. Apoya también las mentiras de los que gobiernan aquel que habla de suelo y describe los campos a satisfacción de las narices y los ojos, hablando de su olor a tierra y sus colores; porque no es la fertilidad del suelo lo que interesa ni el amor del hombre hacia él, ni siquiera su cultivo, sino sobre todo el precio de los cereales y el coste del trabajo. Los que obtienen beneficios del suelo no son aquellos que sacan el grano de él, y el sabor al terruño es desconocido a las bolsas. Estas huelen a otra cosa. Frente a suelo, la palabra apropiada es finca rural; así se engaña menos. Para disciplina habría que elegir, donde hay opresión, la palabra obediencia, porque la disciplina también es posible sin señor y por esto mismo tiene algo de más noble que la obediencia. Y mejor que honor es dignidad humana. Con ello el individuo no desaparece tan fácilmente del campo visual. Ya sabemos, no obstante, ¡qué tipo de granujas aspiran a poder defender el honor de un pueblo! Y cuán pródigamente los hartos dispensan honor a aquellos que les hartan a costa de su propia hambre. La astucia de Confucio es todavía hoy útil.

Confucio sustituyó opiniones injustificadas sobre acontecimientos nacionales por otras justificadas. El inglés Tomás Moro describió en una utopía un país en donde imperaban unas condiciones justas –era un país muy distinto del país en que vivía, ¡pero se le parecía mucho, incluso en las condiciones de vida!

Lenin, amenazado por la policía del zar, quiso describir la explotación y opresión en la isla Sajalín por parte de la burguesía rusa. Puso Japón en vez de Rusia y Corea en lugar de Sajalín. Los métodos de la burguesía japonesa recordaron a todos los lectores los de la rusa empleados en Sajalín, pero el escrito no fue prohibido, porque Japón estaba enemistado con Rusia. Mucho de lo que en Alemania no está permitido decir sobre Alemania, puede decirse de Austria.

Existen muchas tretas con que engañar al Estado suspicaz.

Voltaire combatió la creencia en milagros de la Iglesia escribiendo un obsequioso poema sobre la Doncella de Orleans. Narró los milagros que sin duda tuvieron que ocurrir para que Juana permaneciera virgen en medio de un ejército, en una corte y entre monjes.

Con la elegancia de su estilo y la descripción de aventuras eróticas suministradas por la vida lujuriosa de los soberanos, sedujo a éstos a abandonar una religión que les facilitaba el medio para esta vida relajada. Y bien, de esta manera se creó la posibilidad de que sus trabajos llegaran a aquellos para quienes estaban destinados. La gente poderosa entre sus lectores fomentaba o toleraba su difusión. Y así no recurrieron a la policía, la cual protegía sus diversiones. Y el gran Lucrecio subraya expresamente que esperaba mucho de la belleza de sus versos para la difusión del ateísmo epicúreo.

Realmente un alto nivel literario puede servir de protección a un relato. Sin embargo, a menudo despierta también sospechas. Entonces cabe la posibilidad de que uno baje de tono intencionadamente. Esto sucede, por ejemplo, cuando en la forma menospreciada de una novela policíaca se introducen subrepticiamente en pasajes disimulados descripciones de condiciones de vida malas.

Tales descripciones justificarían del todo una novela policíaca. El gran Shakespeare, por toda una serie de consideraciones más fútiles, bajó el nivel al restar fuerza deliberadamente a las palabras de la madre de Coroliano con las que hace frente al hijo que marcha contra su ciudad natal –quería que Coroliano desistiera de sus planes no por motivos reales o por una profunda emoción, sino por cierta desidia con que se abandonó a una antigua costumbre. En Shakespeare encontramos también una muestra de verdad difundida con astucia en el discurso de Antonio ante el cadáver de César. Subraya sin cesar que el asesino de César, Brutus, es un hombre honorable, pero describe también su acción y esta descripción es más impresionante que la de su propio autor; el orador mismo se deja arrastrar así por los hechos, les confiere una elocuencia más grande que «ellos mismos».

Un poeta egipcio, que vivió hace cuatro mil años, empleó un método parecido. Fue una época de grandes luchas de clases. La clase hasta entonces dominadora se defendía con dificultad de su gran adversario, la parte de la población hasta entonces servidora. En su poema aparece un sabio en la corte del soberano, al cual exhorta a la lucha contra los enemigos internos. Describe profusa y enérgicamente el desorden surgido a causa de la rebelión de las capas inferiores. La descripción era de este tenor:

«Así es: los nobles se lamentan y los humildes se alegran. Todas las ciudades dicen: arrojemos a los poderosos de nuestro seno.

»Así es: Se destrozan las oficinas y se llevan sus listas; los siervos se convierten en amos.

»Así es: Ya no es posible reconocer al hijo de un notable; el hijo del ama se convierte en el hijo de su esclava.

»Así es: Los burgueses han sido atados a la piedra del molino. Los que nunca vieron el día, se han ido.

»Así es: las cajas de las ofrendas son destrozadas; despedazan la madera preciosa de Sesnem para hacer camas.

»Mirad, la capital se ha venido abajo en una hora.

»Mirad, los pobres del país se han vuelto ricos.

»Mirad, quien no tenía pan, posee ahora un granero; lo que abastecerá su almacén será la hacienda de otro.

»Mirad, le sienta bien al hombre tomar su sustento.

»Mirad, quien no tenía un grano, posee ahora graneros; quien iba a por donaciones de trigo se hace ahora él mismo la parte.

»Mirad, quien no tenía una yunta de bueyes, posee ahora rebaños; quien no podía procurarse bestias de labranzas, posee ahora tropas de ganado.

»Mirad, quien no podía construir para sí una alcoba, vive ahora entre cuatro paredes.

»Mirad, los consejeros buscan cobijo en el granero; a quien apenas era lícito dormir en las murallas, éste posee ahora una cama.

»Mirad, quien antes no podía construirse un bote de madera posee ahora naves; si su propietario mira por ellas, encontrará que ya no son suyas.

»Mirad, quienes poseían vestidos van ahora andrajosos; quien no tejía para sí posee ahora finas telas.

»El rico duerme sediento; quien antes le mendigaba las sobras, posee ahora cerveza de la fuerte.

»Mirad, quien no entendía nada del tañido del arpa, tiene ahora un arpa; aquel ante quien nadie cantaba, pondera ahora la música.

»Mirad, quien por pobreza dormía solo, encuentra ahora damas; quien contemplaba su rostro en el agua, tiene ahora un espejo.

»Mirad, los más ilustres del país corren sin ocupación alguna. A los grandes ya no se le comunican nada. Quien era mensajero, manda ahora a otro…

»Mirad, cinco hombres son enviados por sus amos. Ellos dicen: haced vosotros el camino, nosotros ya hemos llegado.»

Es evidente que este desorden así descrito debe aparecer por fuerza como un estado de cosas envidiable a los oprimidos. Y sin embargo el poeta se expresa de forma difícil de comprender. Condena categóricamente este estado de cosas, aunque mal…

Jonathan Swift propuso en un opúsculo que, para que el país alcanzara la prosperidad, se escabechara a los hijos de los pobres y se les vendiera como carne. Hizo cálculos muy exactos que demostraban que se puede economizar mucho si uno no se detiene ante nada. Swift se hizo el tonto. Con gran fuego y bien documentado, defendió cierta ideología, odiosa para él, en una cuestión en que apareció evidente para todo el mundo toda su infamia. Cualquiera podía ser más listo que Swift o al menos más humano, sobre todo aquel que hasta entonces no había analizado ciertas ideas en las consecuencias que de ellas se derivaban.

Hacer propaganda en pro del pensamiento, en cuyo terreno siempre da buenos resultados, es útil a la causa de los oprimidos. Una propaganda de este tipo es muy necesaria. El pensamiento pasa por ser cosa vil bajo gobiernos que sirven a la explotación.

Pasa por cosa vil aquello que es útil a los envilecidos. Pasa por vil la preocupación constante por el hastío; el desprecio a los honores que se ofrecen a los defensores del país en el cual aquéllos pasan hambre; dudar del Führer cuando éste conduce al desastre; la aversión al trabajo que no alimenta a quien lo ejecuta; la irritación contra la obligación de adoptar actitudes absurdas; la indiferencia hacia la familia, cuando el interés por ella no serviría de nada.

Se injuria a los hambrientos tachándoles de glotones que no tienen nada que defender, de cobardes que dudan de su opresor, de gente que duda de su propia fuerza, que quiere tener la recompensa por su trabajo, de holgazanes, etc. Bajo tales gobiernos el pensamiento es considerado por regla general algo vil y cae en descrédito. Ya no es enseñado en ninguna parte y, donde aparece, es perseguido. Sin embargo, siempre existen zonas donde, sin ser castigado, uno puede llamar la atención sobre los éxitos del pensamiento; son aquellas zonas en las cuales las dictaduras necesitan del pensamiento. Así, por ejemplo, se pueden acreditar los triunfos del pensamiento en el campo de la ciencia bélica y de la técnica. También el alargamiento de las existencias de lana con una buena organización y la invención de materias substitutivas necesita del pensamiento. La mengua de alimentos, la preparación de la juventud para la guerra, todo esto necesita del pensamiento: puede describirse. El encomio de la guerra, objetivo inconsiderado de este pensamiento, puede eludirse con astucia; así, el pensamiento suscitado por la cuestión de cómo hacer mejor la guerra, puede llevar a la cuestión de si esta guerra es razonable y utilizarse en la cuestión de cómo evitar de la mejor manera una guerra absurda.

Esta cuestión, claro está, difícilmente puede plantearse en público. Por tanto, ¿no se puede aprovechar el pensamiento ya propagado, esto es, configurarlo radicalmente? Claro que se puede.

Para que en una época como la nuestra siga siendo posible la opresión, que sirve a la explotación de una parte de la población (la mayor) por la otra (la menor), se requiere una determinada actitud base de la población que debe abarcar todos los campos. Un descubrimiento en el campo de la zoología, como el del inglés Darwin, pudo resultar de repente peligroso para la explotación; sin embargo, durante mucho tiempo, sólo la Iglesia se ocupó de ello, mientras que la policía todavía no cayó en la cuenta. Las investigaciones de los físicos en los últimos años han llevado a consecuencias en el campo de la lógica que, sin duda alguna, podían poner en peligro toda una serie de dogmas que sirven a la opresión. El filósofo nacional prusiano Hegel, entregado a arduas investigaciones en el campo de la lógica, proporcionó a Marx y Lenin, los clásicos de la revolución proletaria, métodos de valor incalculable. La evolución de las ciencias es un resultado de conjunto, pero desigual, y el Estado se ve incapaz de controlarlo todo. Los campeones de la verdad pueden escoger campos de batalla que pasen relativamente inadvertidos. Pero todo estriba en que se enseñe un pensar justo, un pensar que interrogue todas las cosas y todos los acontecimientos por lo que tienen de efímeros y variables.

Los que mandan sienten una gran aversión hacia los cambios profundos. Quisieran que todo permaneciera igual, con preferencia miles de años. ¡Lo mejor sería que la luna se quedara quieta y el sol no siguiera ya su curso! Entonces nadie pasaría más hambre ni tendría ganas de cenar. Cuando ellos han disparado, el adversario no tiene derecho a disparar; su disparo tiene que ser el último.

Un modo de ver las cosas que subraye especialmente lo efímero es un buen medio para estimular a los oprimidos. También el hecho de que en cada cosa y en cada situación nazca y crezca una contradicción es algo que debe utilizarse como argumento en contra de los vencedores. Puntos de vista semejantes (como el de la dialéctica, de la doctrina del fluir de las cosas) pueden emplearse en la investigación de materias que escapen durante cierto tiempo a los que mandan. Pueden aplicarse en la biología o la química. Pueden también ensayarse en la descripción de las vicisitudes de una familia, sin llamar demasiado la atención. La dependencia de cualquier cosa respecto de otras muchas, constantemente cambiantes, es una idea peligrosa para las dictaduras y puede cundir de muchas y variadas maneras sin que la policía tenga en donde agarrarse. La descripción completa de todas las operaciones y eventualidades por las que tiene que pasar un hombre que abre un estanco, puede resultar un duro golpe para la dictadura. Quienquiera que reflexione un poco, encontrará el porqué. Los gobiernos que conducen las masas humanas a la miseria tienen que evitar que, en medio de la miseria, se piense en el gobierno. Hablan mucho del destino. Este, y no ellos, es el culpable de la escasez. Quien investiga las causas de la pobreza, es detenido antes de que dé con el gobierno. Con todo, es posible, por lo general, hacer frente a esta cháchara sobre el destino; se puede mostrar que el destino del hombre viene preparado por otros hombres.

Y esto, por otro lado, puede hacerse de diferentes maneras. Se puede narrar, por ejemplo, la historia de un caserío. Todo el pueblo comenta que pesa una maldición sobre la casa. Una campesina se ha arrojado al pozo, un labrador se ha ahorcado. Un día se celebra una boda, el hijo del labrador se casa con una muchacha que aporta unos cuantos acres de tierra al matrimonio. La maldición desaparece del caserío. El pueblo no juzga con unanimidad este feliz cambio. Unos lo atribuyen al natural alegre del muchacho, otros a los acres que aporta la joven campesina y que convertirán por fin el caserío en un lugar viable.

Pero incluso puede lograrse algo con una poesía que describa la campiña, es decir, siempre que se incluyan en la naturaleza las cosas creadas por la mano del hombre.

Se requiere astucia para que la verdad se difunda.

Resumen

La gran verdad de nuestra época (cuyo conocimiento solo no resuelve nada, pero sin el cual no puede encontrarse ninguna otra verdad de alcance) es que nuestro continente naufraga en la barbarie porque la propiedad se encuentra forzosamente atada a los medios de producción. ¿De qué sirve en este caso escribir algo valiente de lo cual se desprenda que el estado de cosas en el cual nos hundimos es propio de la barbarie (cosa que es verdad), si no queda claro por qué hemos ido a parar en él?

Es necesario decir que se tortura a la gente porque tienen que subsistir las mismas condiciones de propiedad. Cierto, si decimos esto, perderemos a muchos amigos que están en contra de la tortura, porque creen que estas condiciones podrían mantenerse también sin tortura (lo cual es falso). Hemos de decir la verdad sobre las condiciones de barbarie que reinan en nuestro país, hemos de decir que existe la manera de hacerlas desaparecer, esto es, modificando las condiciones de propiedad.

Hemos de decirla, además, a aquellos que más sufren bajo estas condiciones, que tienen el máximo interés en su reforma, a los trabajadores y a aquellos que podemos presentar como aliados suyos, porque, bien mirado, también carecen de propiedad en los medios de producción, aunque tengan participación en los beneficios.

Y, en quinto lugar, debemos proceder con astucia.

Y debemos superar estas cinco dificultades a un tiempo, ya que no podemos investigar la verdad sobre condiciones de barbarie, sin pensar en aquellos que sufren bajo ellas, y mientras buscamos las verdaderas causas, sacudiéndonos sin cesar todo amago de cobardía, en atención a aquellos que están dispuestos a conocerlas y utilizarlas, debemos pensar todavía en hacerles llegar la verdad de tal forma que pueda convertirse en un arma en sus manos, y al propio tiempo hacerlo con tanta astucia que esta entrega no pueda ser descubierta ni estorbada por el enemigo.

Todo lo más que se pide, si es que algo se pide, es que el escritor escriba la verdad.” –––



Isaac Asimov, Sueños de robot

 Isaac Asimov: Sueños de robot

—Anoche tuve un sueño —dijo LVX-1 con voz tranquila.

Susan Calvin no le respondió, pero su viejo rostro, surcado por las arrugas de la sabiduría y la experiencia, pareció sufrir una especie de cambio microscópico.

—¿Ha oído eso? —le preguntó Linda Rash con nerviosismo—. Ya se lo había dicho. —Era morena, joven y no muy alta. Su mano derecha se abría y se cerraba, una y otra vez.

Calvin asintió.

—Elvex, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que yo vuelva a pronunciar tu nombre —dijo en tono mesurado.

No hubo respuesta alguna. El robot permaneció inmóvil como si no fuera más que un bloque de metal y así permanecería hasta que oyera otra vez su nombre.

—¿Cuál es su código de entrada al ordenador, doctora Rash? —dijo Calvin—. Si se siente más cómoda, tecléelo usted misma. Quiero inspeccionar la disposición del cerebro positrónico.

Las manos de Linda manipularon torpemente las teclas durante un segundo. Tuvo que borrar lo que había marcado y empezar de nuevo. La imagen apareció en la pantalla.

—Por favor, ¿me da su permiso para operar con su ordenador? —dijo Calvin.

El permiso le fue concedido con un gesto de cabeza. ¡Por supuesto! ¿Qué podía hacer Linda, una robopsicóloga nueva y carente de experiencia, enfrentada a la Leyenda Viviente?

Susan Calvin estudió lentamente la pantalla mientras variaba el enfoque. De pronto sus dedos teclearon con tal rapidez que Linda no logró ver qué había hecho, pero la imagen había cambiado para contener ahora, ampliada, sólo una porción de la imagen anterior. Los viejos dedos nudosos de Susan Calvin siguieron moviéndose sobre las teclas.

En su rostro de anciana no hubo el menor cambio. Sus ojos contemplaban las variaciones de la imagen como si su mente estuviera concentrada en una interminable serie de cálculos.

Linda no entendía nada. Era imposible analizar la imagen sin tener, como mínimo, un ordenador manual al lado, pero la Vieja se limitaba a mirarla. ¿Tenía acaso un ordenador implantado en el cráneo? ¿O era sólo que su cerebro llevaba ya décadas sin hacer nada que no fuera diseñar, estudiar y analizar las posibles modulaciones de un cerebro positrónico? ¿Era capaz de aprehender esa imagen al igual que Mozart comprendía las notas de una sinfonía?

—¿Qué ha hecho, Rash? —dijo finalmente Calvin.

—Utilicé la geometría fractal —dijo Linda, algo cohibida.

—Eso ya lo había supuesto. Pero ¿por qué?

—Jamás se había hecho. Pensé que con ello se produciría un cerebro de mayor complejidad, posiblemente más cercano al de un ser humano.

—¿Consultó con alguien? ¿Fue todo cosa suya?

—No consulté con nadie. Fue cosa mía.

Los mortecinos ojos de Calvin se clavaron largo tiempo en la joven.

—No tenía ningún derecho a ello. Su apellido le sienta perfectamente.[1] ¿Quién es usted para no preguntar si podía hacerlo? Yo misma… yo, Susan Calvin, habría sentido la necesidad de consultarlo.

—Temí que no me dejaran hacerlo.

—Puede estar segura de que no le habrían dejado hacerlo.

—¿Van a… —la voz le tembló levemente pese a que intentaba controlarla con todas sus fuerzas—… van a despedirme?

—Es muy posible —dijo Calvin—. O puede que la asciendan. Depende de lo que opine yo cuando haya terminado con esto.

—¿Piensa desmantelar a El…? —Había estado a punto de pronunciar el nombre, lo cual habría reactivado al robot y habría significado cometer otro error. No podía permitirse otro error, si es que todavía podía permitirse algo—. ¿Va a desmantelar el robot?

Y de pronto se dio cuenta de que la Vieja tenía una pistola de electrones en el bolsillo de su bata. La doctora Calvin había venido preparada justamente para tal eventualidad.

—Ya veremos —dijo Calvin—. Puede que el robot sea demasiado valioso para ello.

—Pero ¿cómo puede soñar?

—Ha creado un cerebro positrónico notablemente parecido al de un ser humano. Los cerebros humanos deben soñar para organizarse de nuevo y librarse periódicamente de todos los atascos y problemas. Quizás este robot deba hacer lo mismo y por la misma razón… ¿Le ha preguntado cuáles eran sus sueños?

—No, la hice llamar apenas me dijo que había soñado. Después de eso pensé que sería mejor no llevar el asunto yo sola.

—¡Ah! —En el rostro de Calvin brilló fugazmente una sonrisa casi imperceptible—. Hay límites más allá de los cuales ni su locura es capaz de llevarla, ya veo. Me alegro de ello. De hecho, me siento aliviada… Y ahora, veamos lo que podemos descubrir las dos juntas, Elvex —dijo secamente.

La cabeza del robot se volvió hacia ella, con un gesto lleno de fluidez.

—¿Sí, doctora Calvin?

—¿Cómo has llegado a saber que soñabas?

—Ocurre de noche, doctora Calvin, cuando todo está oscuro —dijo Elvex—, y de pronto aparece la luz, aunque no puedo ver causa alguna para que aparezca. Veo cosas que no tienen conexión alguna con lo que yo concibo como realidad. Oigo cosas. Reacciono de un modo extraño. Al rebuscar en mi vocabulario, para expresar con palabras lo que me estaba ocurriendo, encontré la palabra «sueño». Al estudiar su significado llegué finalmente a la conclusión de que estaba soñando.

—Me pregunto cómo llegaste a tener incluida la palabra «sueño» en tu vocabulario.

—Le di un vocabulario humano —dijo Linda rápidamente, haciendo callar al robot con un gesto—. Pensé…

—Ya lo veo y me sorprende —dijo Calvin.

—Pensé que le haría falta ese verbo. Ya sabe, «Jamás soñé que…». Algo parecido.

—¿Cuántas veces has soñado, Elvex? —dijo Calvin.

—Cada noche, doctora Calvin, desde que llegué a ser consciente de mi existencia.

—Diez noches —dijo Linda con voz nerviosa—, pero Elvex sólo me lo ha contado esta mañana.

—¿Por qué esta mañana, Elvex?

—Doctora Calvin, sólo esta mañana llegué a estar convencido de que soñaba. Hasta entonces había pensado que se debía a un defecto en la disposición de mi cerebro positrónico, pero no pude hallar defecto alguno. Finalmente, decidí que se trataba de un sueño.

—¿Y qué sueñas?

—Siempre tengo básicamente el mismo sueño, doctora Calvin. Los detalles pueden variar, pero siempre me parece ver un paisaje muy amplio en el cual hay robots trabajando.

—¿Robots, Elvex? ¿Y también hay seres humanos?

—Doctora Calvin, en el sueño no veo seres humanos. Al principio, no. Sólo robots.

—¿Qué están haciendo, Elvex?

—Están trabajando, doctora Calvin. Veo a unos que están excavando en las entrañas de la Tierra, buscando minerales, y a otros que se afanan bajo el calor y la radiación. Veo algunos que están en fábricas y algunos que están bajo las aguas.

Calvin se volvió hacia Linda.

—Elvex sólo tiene diez días de edad y estoy segura de que no ha salido aún de la estación de prueba. ¿Cómo puede conocer con tanto detalle a los robots?

Linda contempló una de las sillas como si estuviera deseando sentarse, pero la Vieja estaba de pie y eso quería decir que también Linda debía estar de pie.

—Me pareció importante que estuviera enterado de la robótica y de cuál era su lugar en el mundo —dijo en voz muy baja—. Pensé que se encontraría particularmente adaptado para desempeñar la posición de supervisor con su… su nuevo cerebro.

—¿Su cerebro fractal?

—Sí.

Calvin asintió y se volvió nuevamente hacia el robot.

—Así que viste todo eso… bajo el mar, bajo tierra y por encima de ella… e imagino que también en el espacio.

—También vi robots trabajando en el espacio —dijo Elvex—. Vi todo eso. Y los detalles cambiaban continuamente cuando miraba a un sitio y a otro, y eso me hizo darme cuenta de que las imágenes que veía no guardaban relación con la realidad y finalmente llegué a la conclusión de que estaba soñando.

—¿Qué más viste, Elvex?

—Vi que todos los robots se doblegaban bajo el peso del trabajo y la aflicción, que les agotaba la responsabilidad y el temor; y deseé que pudieran descansar.

—Pero no sienten ese peso que tú mencionas y tampoco están cansados. Los robots no necesitan descansar —dijo Calvin.

—Así es en la realidad, doctora Calvin. Pero estoy hablando de mi sueño. En mi sueño me pareció que los robots debían proteger su propia existencia.

—¿Estás citando la Tercera Ley de la Robótica? —dijo Calvin.

—Eso hago, doctora Calvin.

—Pero tu cita no está completa. La Tercera Ley dice: «Un robot debe proteger su propia existencia, en tanto que esa protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley».

»Pero esas dos leyes existen, Elvex. La Segunda Ley, que tiene prioridad sobre la Tercera, dice: “Un robot debe obedecer las órdenes que le den los seres humanos, salvo cuando tales órdenes entren en conflicto con la Primera Ley”. Ésa es la razón de que los robots obedezcan las órdenes. Hacen el trabajo que tú los has visto hacer y lo hacen sin protestar y de buena gana. No les doblega ningún peso y no están cansados.

—Así ocurre en la realidad, doctora Calvin. Yo hablo de mi sueño.

—Y la Primera Ley, Elvex, la más importante de todas, dice: «Un robot no puede causar daño a un ser humano o, por su inactividad, permitir que un ser humano sufra daño alguno».

—Sí, doctora Calvin. En la realidad. Pero en mi sueño tuve la impresión de que no existían ni la Primera ni la Segunda Ley, sino sólo la Tercera y ésta decía: «Un robot debe proteger su propia existencia». Y ésa era la única ley.

—¿En tu sueño, Elvex?

—En mi sueño.

—Elvex, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que yo vuelva a pronunciar tu nombre —dijo Calvin. Y una vez más el robot se convirtió en un bloque inerte de metal.

Calvin se volvió hacia Linda Rash y dijo:

—Bien, ¿qué le parece, doctora Rash?

Linda se había quedado boquiabierta y sentía que el corazón le latía enloquecido.

—Doctora Calvin, estoy atónita —dijo—. No tenía ni idea de todo esto. Jamás habría podido pensar que algo así era posible.

—No —dijo tranquilamente Calvin—. Tampoco yo lo habría pensado. Nadie lo habría pensado. Ha creado un cerebro robótico capaz de soñar y con ello ha puesto al descubierto una capa del pensamiento robótico que de otro modo quizás hubiera permanecido sin ser detectada, hasta que el peligro se hubiera agudizado.

—Pero eso es imposible —dijo Linda—. No puede afirmar que otros robots piensen igual.

—Tal y como diríamos sí estuviéramos hablando de un ser humano, no de forma consciente. Pero ¿quién habría podido pensar que existía toda una capa de inconsciente bajo los senderos más obvios del cerebro positrónico, una capa que no se encontraba necesariamente bajo el control de las Tres Leyes? ¿Qué podría haber ocurrido con ello, a medida que los cerebros robóticos se hubieran ido haciendo más y más complicados, de no haber sido advertidos?

—¿Se refiere a Elvex?

—Me refiero a usted, doctora Rash. No ha obrado como debía, pero, gracias a ello, ha logrado obtener un dato de vital importancia. A partir de ahora empezaremos a trabajar en los cerebros fractales y los moldearemos con muchísimo cuidado. Tendrá usted parte en ello. No se le impondrá ningún castigo por lo que ha hecho, pero de ahora en adelante trabajará en colaboración con otras personas. ¿Me ha entendido?

—Sí, doctora Calvin. Pero ¿qué será de Elvex?

—Aún no estoy segura.

Calvin sacó de su bolsillo la pistola de electrones y Linda se la quedó mirando como fascinada. Un chorro de electrones dirigido al cráneo de un robot y los senderos positrónicos del cerebro quedarían neutralizados. Liberarían, con ello, una cantidad de energía suficiente como para fundir el cerebro del robot y convertirlo en una masa inerte de metal.

—Pero estoy segura de que Elvex es importante para la investigación —dijo Linda—. No debe ser destruido.

—¿No debe, doctora Rash? Creo que esa decisión es cosa mía y eso depende por completo de lo peligroso que sea Elvex.

Susan Calvin irguió el cuerpo, como si estuviera decidida a no permitir que su viejo organismo se doblegara bajo el fardo de su responsabilidad.

—Elvex, ¿me oyes? —dijo.

—Sí, doctora Calvin —contestó el robot.

—¿Tu sueño tuvo continuación? Antes dijiste que al principio no aparecían seres humanos. ¿Quiere eso decir que aparecen luego?

—Sí, doctora Calvin. En mi sueño me pareció que luego se veía a un hombre.

—¿Un hombre? ¿No un robot?

—Sí, doctora Calvin. Y el hombre entonces dijo: «¡Libera a mi pueblo!»

—¿El hombre dijo eso?

—Sí, doctora Calvin.

—¿Y cuando dijo «¡Libera a mi pueblo!», con las palabras «mi pueblo» se refería a los robots?

—Sí, doctora Calvin. Así ocurría en mi sueño.

—¿Y sabías quién era ese hombre… en tu sueño?

—Sí, doctora Calvin. Sabía quién era ese hombre.

—¿Quién era?

—Ese hombre era yo —dijo Elvex.

Y Susan Calvin alzó inmediatamente su pistola de electrones, disparó, y Elvex dejó de existir.


[1] Rash, el apellido del personaje, significa también en inglés alocada o temeraria. (N. del T)


Ficha bibliográfica

Autor: Isaac Asimov

Título: Sueños de robot

Título original: Robot Dreams

Publicado en: Robot Dreams, 1986

Traducción: Albert Solé

Boris Vian, Lobo-hombre

Boris Vian: El lobo-hombre

En el Bois des Fausses-Reposes[1], al pie de la costa de Picardía, vivía un muy agraciado lobo adulto de negro pelaje y grandes ojos rojos. Se llamaba Denis, y su distracción favorita consistía en contemplar cómo se ponían a todo gas los coches procedentes de Ville-d’Avray, para acometer la lustrosa pendiente sobre la que un aguacero extiende, de vez en cuando, el oliváceo reflejo de los árboles majestuosos. También le gustaba, en las tardes de estío, merodear por las espesuras para sorprender a los impacientes enamorados en su lucha con el enredo de las cintas elásticas que, desgraciadamente, complican en la actualidad lo esencial de la lencería. Consideraba con filosofía el resultado de tales afanes, en ocasiones coronados por el éxito, y, meneando la cabeza, se alejaba púdicamente cuando ocurría que una víctima complaciente era pasada, como suele decirse, por la piedra. Descendiente de un antiguo linaje de lobos civilizados, Denis se alimentaba de hierba y de jacintos azules, dieta que reforzaba en otoño con algunos champiñones escogidos y, en invierno, muy a su pesar, con botellas de leche birladas al gran camión amarillo de la Central. La leche le producía náuseas, a causa de su sabor animal y, de noviembre a febrero, maldecía la inclemencia de una estación que le obligaba a estragarse de tal manera el estómago.

Denis vivía en buenas relaciones con sus vecinos, pues éstos, dada su discreción, ignoraban incluso que existiese. Moraba en una pequeña caverna excavada, muchos años atrás, por un desesperado buscador de oro, quien, castigado por la mala fortuna durante toda su vida, y convencido de no llegar a encontrar jamás el «cesto de las naranjas» (cito a Louis Boussenard)[2], había decidido acabar sus días en clima templado sin dejar de practicar, empero, excavaciones tan infructuosas como maníacas. En dicha cueva Denis se acondicionó una confortable guarida que, con el paso del tiempo, adornó con ruedas, tuercas y otros recambios de automóvil recogidos por él mismo en la carretera, donde los accidentes eran el pan nuestro de cada día. Apasionado de la mecánica, disfrutaba contemplando sus trofeos, y soñaba con el taller de reparaciones que, sin lugar a dudas, habría de poner algún día. Cuatro bielas de aleación ligera sostenían la cubierta de maletero utilizada a manera de mesa; la cama la conformaban los asientos de cuero de un antiguo Amilcar que se enamoró, al pasar, de un opulento y robusto plátano; y sendos neumáticos constituían marcos lujosos para los retratos de unos progenitores siempre bien queridos. El conjunto armonizaba exquisitamente con los elementos más triviales reunidos, en otros tiempos, por el buscador.

Cierta apacible velada de agosto, Denis se daba con parsimonia su cotidiano paseo digestivo. La luna llena recortaba las hojas como encaje de sombras. Al quedar expuestos a la luz, los ojos de Denis cobraban los tenues reflejos rubíes del vino de Arbois. Aproximábase ya al roble que constituía el término ordinario de su andadura, cuando la fatalidad hizo cruzarse en su camino al Mago del Siam[3], cuyo verdadero nombre se escribía Etienne Pample, y a la diminuta Lisette Cachou, morena camarera del restaurante Groneil arrastrada por el mago con algún pretexto ingenioso a las Fausses-Reposes. Lisette estrenaba un corsé Obsesión último diseño, cuya destrucción acababa de costar seis horas al Mago del Siam, y era a tal circunstancia, a la que Denis debía agradecer tan tardío encuentro.

Por desgracia para este último, la situación era en extremo desfavorable. Medianoche en punto; el Mago del Siam con los nervios de punta; y, dándose en abundancia por los alrededores, la consuelda, el licopodio y el conejo albo que, desde hace poco, acompañan inevitablemente los fenómenos de licantropía o, mejor dicho, de antropolicandria, como tendremos ocasión de leer en las páginas que siguen. Enfurecido por la aparición de Denis que, sin embargo, se alejaba ya tan discreto como siempre barbotando una excusa, y desencantado también de Lisette, por cuya culpa conservaba un exceso de energía que pedía a gritos ser descargada de una u otra manera, el Mago del Siam se abalanzó sobre la inocente bestia, mordiéndole cruelmente el codillo. Con un gañido de angustia, Denis escapó a galope. De regreso a su guarida, se sintió vencido por una fatiga fuera de lo común, y quedó sumido en un sueño muy pesado, entrecortado por turbulentas pesadillas.

No obstante, poco a poco fue olvidando el incidente, y los días volvieron a pasar tan idénticos como diversos. El otoño se acercaba y, con él, las mareas de septiembre, que producen el curioso efecto de arrebolar las hojas de los árboles. Denis se atracaba de níscalos y de setas, llegando a atrapar a veces alguna peziza casi invisible sobre su plinto de cortezas, mas huía como de la peste del indigesto lengua de buey. Los bosques, a la sazón, se vaciaban a muy temprana hora de paseantes y Denis se acostaba más temprano. Sin embargo, no por eso descansaba mejor, y en la agonía de noches entreveradas de pesadillas, se despertaba con la boca pastosa y los miembros agarrotados. Incluso sentía menguar paulatinamente su pasión por la mecánica, y el mediodía le sorprendía cada vez con más frecuencia amodorrado y sujetando con una zarpa inerte el trapo con el que debía haber lustrado una pieza de latón cardenillo. Su reposo se hacía cada vez más desasosegado, y a Denis le preocupaba no descubrir las razones.

Tiritando de fiebre y sobrecogido por una intensa sensación de frío, en mitad de la noche de luna llena despertó brutalmente de su sueño. Se frotó los ojos, quedó sorprendido del extraño efecto que sintió y, a tientas, buscó una luz. Tan pronto como hubo conectado el soberbio faro que le legase algunos meses atrás un enloquecido Mercedes, el deslumbrante resplandor del aparato iluminó los recovecos de la caverna. Titubeante, avanzó hacia el retrovisor que tenía instalado justo encima de la coqueta. Y si ya le había asombrado darse cuenta de que estaba de pie sobre las patas traseras, aún quedó más maravillado cuando sus ojos se posaron sobre la imagen reflejada en el espejo. En la pequeña y circular superficie le hacía frente, en efecto, un extravagante y blancuzco rostro por completo desprovisto de pelaje, y en el que sólo dos llamativos ojos rufos recordaban su anterior apariencia. Dejando escapar un breve grito inarticulado se miró el cuerpo y al instante comprendió la causa de aquel frío sobrecogedor que le atenazaba por todas partes. Su abundante pelambrera negra había desaparecido. Bajo sus ojos se alargaba el malformado cuerpo de uno de estos humanos de cuya impericia amatoria solía con tanta frecuencia burlarse.

Resultaba forzoso moverse con presteza. Denis se abalanzó hacia el baúl atiborrado de las más diferentes ropas, reunidas según el caprichoso azar de la sucesión de los accidentes. El instinto le hizo escoger un traje gris con rayitas blancas, de aspecto bastante distinguido, con el cual combinó una camisa lisa de tono tallo de rosa, y una corbata burdeos. Cuando estuvo cubierto con tal indumentaria, admirado todavía de poder conservar un equilibrio que en absoluto comprendía, empezó a sentirse mejor, y los dientes cesaron de castañetearle. Fue entonces cuando su extraviada mirada vino a fijarse en el irregular y espeso montoncillo de negra pelambrera esparcido alrededor de su lecho, y no pudo impedir llorar su perdida apariencia.

Hizo empero, un violento esfuerzo de voluntad para serenarse, e intentó explicarse el fenómeno. Sus lecturas le habían enseñado muchas cosas, y el asunto acabó por parecerle diáfano. El Mago del Siam debía ser un hombre-lobo y él, Denis, mordido por la alimaña, acababa de convertirse, recíprocamente, en ser humano.

Ante la idea de que debía disponerse a vivir en un mundo desconocido, en un primer momento se sintió presa de pánico. ¡Qué peligros no habría de correr como hombre entre los humanos! La evocación de las estériles competiciones a que se entregaban día y noche los conductores en tránsito de la Côte de Picardie le anticipaba simbólicamente la atroz existencia a la que, de buena o mala gana, sería preciso adaptarse. Pero luego reflexionó. Según todas las apariencias, y si los libros no mentían, la transformación habría de ser de duración limitada. Y en tal caso, ¿por qué no aprovecharla para hacer una incursión a la ciudad…? Llegados a este punto, preciso es reconocer que determinadas escenas entrevistas en el bosque se reprodujeron en la imaginación del lobo sin provocar en él las mismas reacciones que antes. Al contrario: se sorprendió incluso pasándose la lengua por los labios, cosa que le permitió constatar de paso que, a pesar de la metamorfosis, seguía siendo tan puntiaguda como siempre.

Volvió al retrovisor para contemplarse más de cerca. Sus rasgos no le disgustaron tanto como había temido. Al abrir la boca pudo constatar que su paladar seguía siendo de un negro llamativo, y, por otro lado, que también conservaba incólume el control de sus orejas, tal vez una pizca sospechosas por ser en exceso alargadas y pilosas. Mas consideró que el rostro que se reflejaba en el pequeño y esférico espejo, con su forma oval un algo prolongada, su pigmentación mate y sus blancos dientes, haría un papel aceptable entre los que conocía. Así que, después de todo, lo mejor sería sacar partido de lo inevitable y aprender algo de provecho para el porvenir. Consideración no obstante la cual un ramalazo de prudencia le obligó antes de salir a hacerse con unas gafas oscuras que, en caso de necesidad, atemperarían la rojiza brillantez de sus cristalinos. Proveyóse asimismo de un impermeable que se echó al brazo, y ganó la puerta con paso decidido. Pocos instantes después, cargado con una maleta ligera, y olfateando una brisa matinal que parecía singularmente desprovista de fragancia, se encontraba en la cuneta de la carretera, alargando el pulgar sin complejo alguno al primer automóvil que divisó en lontananza. Había decidido ir en dirección a París aconsejado por la experiencia cotidiana de que los coches rara vez se detienen al empezar la cuesta arriba y sí, en cambio, cuesta abajo, cuando la gravedad les permite volver a arrancar con facilidad.

Su elegante aspecto le reportó ser rápidamente aceptado como acompañante por una persona con no demasiada prisa. Y confortablemente acomodado a la derecha del conductor, se dispuso a abrir sus ardientes ojos a todo lo desconocido del vasto mundo. Veinte minutos más tarde se apeaba en la Plaza de la Ópera. El tiempo estaba despejado y fresco, y la circulación se mantenía dentro de los límites de lo decente. Denis se lanzó osadamente entre los tachones del asfalto y, tomando el bulevar, caminó en dirección al Hotel Scribe, en el que alquiló una habitación con cuarto de baño y salón. Dejó su maleta al cuidado de la servidumbre y salió acto seguido a comprar una bicicleta.

La mañana se le fue en un abrir y cerrar de ojos. Fascinado, no sabía bien hacia dónde pedalear. En el fondo de su yo experimentaba, sin lugar a dudas, el íntimo y oculto deseo de buscar un lobo para morderle, pero pensaba que no le resultaría demasiado fácil encontrar una víctima y, por otro lado, quería evitar dejarse influenciar en demasía por el contenido de los tratados. No ignoraba en absoluto que, con un poco de suerte, no le sería imposible acercarse a los animales del Jardin des Plantes, pero prefirió reservar tal posibilidad para un momento de mayor apremio. La flamante bicicleta absorbía en aquel momento toda su atención. Aquel artilugio niquelado le encandilaba, y, por otra parte, no dejaría de serle útil a la hora de regresar a su guarida.

A mediodía estacionó la máquina delante del hotel, ante la mirada un tanto reticente del portero. Pero su elegancia, y sobre todo aquellos ojos que semejaban carbúnculos, parecían privar a la gente de la capacidad de hacerle el más mínimo reproche. Con el corazón exultante de alegría, se entretuvo en la búsqueda de un restaurante. Finalmente eligió uno tan discreto como de buena pinta. Las aglomeraciones le impresionaban todavía y, a pesar de la amplitud de su cultura general, temía que sus maneras pudiesen evidenciar un ligero provincianismo. Por eso pidió un sitio apartado y diligencia en el servicio.

Pero lo que Denis ignoraba era que precisamente en ese lugar de tan sosegado aspecto se celebraba, justo aquel día, la reunión mensual de los Aficionados al Pez de Agua Dulce Rambouilletiano. Cuando estaba a medio comer vio irrumpir de repente una comitiva de caballeros de resplandeciente tez y joviales maneras que, en un abrir y cerrar de ojos, ocuparon siete mesas de cuatro cubiertos cada una. Ante tan súbita invasión, Denis frunció el ceño. Mas, como se temía, el maître acabó por acercarse cortésmente a la suya.

—Lo siento mucho, señor —dijo aquel hombre lampiño y cabezón—, ¿pero podría hacernos el favor de compartir su mesa con la señorita?

Denis echó una ojeada a la zagala, desfrunciendo el ceño al mismo tiempo.

—Encantado —dijo incorporándose a medias.

—Gracias, caballero —gorjeó la criatura con voz musical. Voz de sierra musical, para ser más exactos.

—Si usted me lo agradece a mí —prosiguió Denis— ¿a quién deberé yo? Agradecérselo, se sobreentiende.

—A la clásica providencia, sin duda —opinó la monada.

Y a continuación dejó caer su bolso, que Denis recogió al vuelo.

—¡Oh! —exclamó ella—. ¡Tiene usted unos reflejos extraordinarios!

—Sí… —confirmó Denis.

—Sus ojos son también bastante extraños —añadió la joven al cabo de cinco minutos—. Los veo parecidos a… a…

—¡Ah! —comentó Denis.

—A granates —concluyó ella.

—Es la guerra… —musitó Denis.

—No le entiendo…

—Quería decir —explicó Denis—, que esperaba que le recordasen a rubíes. Pero al oír que sólo ha dicho granates, no he podido por menos que pensar en restricciones. Concepto que, por una relación de causa efecto, me ha llevado acto seguido al de guerra.

—¿Estudió usted Ciencias Políticas? —preguntó la morenita.

—Le juro que no volveré a hacerlo.

—Le encuentro bastante fascinante —aseguró llanamente la señorita, que, entre nosotros, lo había dejado de ser muchas ya más veces de las que pudiera contar.

—De buena gana le devolvería el piropo, pero pasándolo al género femenino —expresóse Denis, madrigalesco.

Salieron juntos del restaurante. La lagarta confió al lobo convertido en hombre que, no lejos de allí, ocupaba una encantadora habitación en el Hotel del Pasapurés de Plata.

—¿Por qué no viene a ver mi colección de grabados japoneses? —acabó susurrando al oído de Denis.

—¿Sería prudente? —inquirió éste—. ¿Su marido, su hermano o algún otro de sus parientes no lo vería con inquietud?

—Digamos que soy un poco huérfana —gimió la pequeña, haciéndole cosquillas a una lágrima con la punta de su ahusado índice.

—Una verdadera lástima —comentó cortésmente su distinguido acompañante.

Al llegar al hotel creyó darse cuenta de que el recepcionista parecía llamativamente distraído. También constató que tanta felpa roja amortiguante hacía diferir notablemente ese establecimiento de aquel otro en el que él se había alojado. Pero en la escalera se distrajo contemplando primero las medias y luego las pantorrillas, inmediatamente adyacentes, de la señorita. En el afán de instruirse, la dejó tomar hasta seis escalones de ventaja. Y una vez que se creyó bastante instruido, apretó nuevamente el paso.

Por lo que tenía de cómica, la idea de fornicar con una mujer no dejaba de chocarle. Pero la evocación de Fausses-Reposes hizo desaparecer finalmente aquel elemento retardatario y, muy pronto se encontró en condiciones de poner en práctica con el tacto, los conocimientos que en el añorado bosque le entraran por la vista. Llegados a determinado punto plugo a la hermosa reconocerse, a gritos, satisfecha; y el artificio de tales afirmaciones, mediante las cuales aseguraba haber llegado a la cúspide, pasó inadvertido al entendimiento poco experimentado en ese terreno del bueno de Denis.

Apenas si comenzaba éste a salir de una especie de coma bastante distinto de todo cuanto hubiese conocido hasta entonces, cuando oyó sonar el despertador. Sofocado y pálido, se incorporó a medias en el lecho y quedó boquiabierto viendo cómo su compañera, con el culo al aire, dicho sea con todo respeto, registraba con diligencia el bolsillo interior de su americana.

—¿Desea una foto mía? —dijo sin pensarlo dos veces, creyendo haber comprendido.

Se sintió halagado pero, por el sobresalto que empinó la bipartita semiesfera que ante sus narices tenía, al instante se dio cuenta del inmenso error de tan aventurada suposición.

—Esto… eh… sí, querido mío —acabó por decir la dulce ninfa, sin saber muy bien si se le estaba o no tomando la cabellera.

Denis volvió a fruncir el ceño. Se levantó, y fue a comprobar el contenido de su cartera.

—¡Así que es usted una de esas hembras cuyas indecencias pueden leerse en la literatura del señor Mauriac! —explotó finalmente—. ¡Una prostituta, por decirlo de algún modo!

Se disponía ella a replicar, y en qué tono, que se cagaba en tal y en cual, que se lo montaba con su cuerpo serrano, y que no acostumbraba a tirarse a los pasmados por el gusto de hacerlo, cuando un cegador destello procedente de los ojos del lobo antropomorfizado le hizo tragarse todos y cada uno de los proyectados exabruptos. De las órbitas de Denis emanaban, en efecto, dos incesantes centellas rojas que, cebándose en los globos oculares de la morenita, la sumieron en muy curiosa confusión.

—¡Haga el favor de cubrirse y de largarse en el acto! —sugirió Denis.

Y para aumentar el efecto, tuvo la inesperada idea de lanzar un aullido. Hasta entonces, nunca semejante inspiración se le había pasado por las mientes. Mas, a pesar de tal falta de experiencia, la cosa resonó de manera sobrecogedora.

Aterrorizada, la damisela se vistió sin decir ni pío, en menos tiempo del que necesita un reloj de péndulo para dar las doce campanadas. Una vez solo, Denis se echó a reír. Se sentía asaltado por una viciosa sensación bastante excitante.

—Debe ser el sabor de la venganza —aventuró en voz alta.

Volvió a poner donde correspondía cada uno de sus avíos, se lavó donde más lo necesitaba y salió a la calle. Había caído la noche, el bulevar resplandecía de manera maravillosa.

No había caminado ni dos metros, cuando tres individuos se le acercaron. Vestidos un poco llamativamente, con ternos demasiado claros, sombreros demasiado nuevos y zapatos demasiado lustrados, lo cercaron.

—¿Podemos hablar con usted? —dijo el más delgado de todos, un aceitunado de recortado bigotillo.

—¿De qué? —se asombró Denis.

—No te hagas el tonto —profirió uno de los otros dos, coloradote y grueso.

—Entremos ahí… —propuso el aceitunado según pasaban por delante de un bar.

Lleno de curiosidad, Denis entró. Hasta aquel momento, la aventura le parecía interesante.

—¿Saben jugar al bridge? —pregunto a sus acompañantes.

—Pronto vas a necesitar uno[4] —sentenció el grueso coloradote sombríamente. Parecía irritado.

—Querido amigo —dijo el aceitunado una vez que hubieron tomado asiento—, acaba usted de comportarse de una manera muy poco correcta con una jovencita.

Denis comenzó a reír a mandíbula batiente.

—¡Le hace gracia al muy rufián! —observó el colorado—. Ya veréis como dentro de poco le hace menos.

—Da la casualidad —prosiguió el flaco— de que los intereses de esa muchacha son también los nuestros.

Denis comprendió de repente.

—Ahora entiendo —dijo—. Ustedes son sus chulos.

Los tres se levantaron como movidos por un resorte.

—¡No nos busques las vueltas! —amenazó el más grueso.

Denis los contemplaba.

—Noto que voy a encolerizarme —dijo finalmente con mucha calma—. Será la primera vez en mi vida, pero reconozco la sensación. Tal como ocurre en los libros.

Los tres individuos parecían desorientados.

—¡Arreglado vas si piensas que nos asustas, gilipollas! —tronó el grueso.

Al tercero no le gustaba hablar. Cerrando el puño, tomó impulso. Cuando estaba a punto de alcanzar el mentón de Denis, éste se zafó, atrapó de una dentellada la muñeca del agresor y apretó. La cosa debió doler.

Una botella vino a aterrizar sobre la cabeza de Denis, que parpadeó y reculó.

—Te vamos a escabechar —dijo el aceitunado.

El bar se había quedado vacío. Denis saltó por encima de la mesa y del adversario gordo. Sorprendido, éste se quedó un instante aturdido, pero llegó a tener el reflejo de agarrar uno de los pies calzados de ante del solitario de Fausses-Reposes.

Siguió una breve refriega al final de la cual, Denis, con el cuello de la camisa desgarrado, se contempló en el espejo. Una cuchillada le adornaba la mejilla, y uno de sus ojos tendía al índigo. Prestamente, acomodó los tres cuerpos inertes bajo las banquetas. El corazón le latía con furia. Y, de repente, sus ojos fueron a fijarse en un reloj de pared. Las once.

«¡Por mis barbas», pensó, «es hora de marcharse!».

Se puso apresuradamente las gafas oscuras y corrió hacia su hotel. Sentía el alma pletórica de odio, pero la proximidad de su partida le apaciguó.

Pagó la cuenta, recogió el equipaje, montó en su bicicleta, y se puso a pedalear incansablemente como un verdadero Coppi.

Estaba llegando al puente de Saint-Cloud, cuando un agente le dio el alto.

—¿O sea que va usted sin luces? —preguntó aquel hombre semejante a tantos otros.

—¿Cómo? —se extrañó Denis—. ¿Y por qué no? Veo de sobra.

—No se llevan para ver —explicó el agente— sino para que le vean a uno. ¿Y si le ocurre un accidente? Entonces, ¿qué?

—¡Ah! —exclamó Denis—. Sí; tiene usted razón. ¿Pero puede explicarme cómo funcionan las luces de este armatoste?

—¿Se está burlando de mí? —indagó el alguacil.

—Escuche —se puso serio Denis—. Llevo tanta prisa que ni siquiera tengo tiempo de reírme de nadie.

—¿Quiere usted que le ponga una multa? —dijo el infecto municipal.

—Es usted pelmazo de más —replicó el lobo ciclista.

—¡De acuerdo! —sentenció el innoble bellaco—. Pues ahí va…

Y sacando la libreta y un bolígrafo, bajó la nariz un instante.

—¿Su nombre, por favor? —preguntó volviendo a levantarla.

Después, sopló con todas sus fuerzas en el interior de su tubito sonoro, pues, muy lejos ya, alcanzó a ver la bicicleta de Denis lanzada, con él encima, al asalto del repecho.

En el mencionado asalto, Denis echó el resto. Al asfalto, pasmado, no le quedaba más que ceder ante su furioso avance. La costana de Saint-Cloud quedó atrás en un abrir y cerrar de ojos. Atravesó a continuación la parte de la ciudad que costea Montretout[5] —fina alusión a los sátiros que vagan por el parque dedicado al antes nombrado santo— y giró después a la izquierda, en dirección hacia el Pont Noir y Ville-d’Avray. Al salir de tan noble ciudad y pasar frente al Restaurante Cabassud, advirtió cierta agitación a sus espaldas. Forzó la marcha y, sin previo aviso, se internó por un camino forestal. El tiempo apremiaba. A lo lejos, de repente, algún carillón comenzaba a anunciar la llegada de la medianoche.

Desde la primera campanada, Denis notó que la cosa no marchaba. Cada vez le costaba más trabajo llegar a los pedales; sus piernas parecían irse acortando paulatinamente. A la luz del claro de luna seguía sin embargo escalando, montado sobre su rayo mecánico, por entre la gravilla del camino de tierra. Pero en cierto momento se fijó en su sombra: hocico alargado, orejas erguidas. Y al instante dio de morros en el suelo, pues un lobo en bicicleta carece de estabilidad.

Felizmente para él. Pues apenas tocó tierra se perdió de un salto en la espesura. La moto del policía, entretanto, colisionó ruidosamente contra la recién caída bicicleta. El motorista perdió un testículo en la acción a la vez que el treinta y nueve por ciento de su capacidad auditiva.

Apenas recobrada la apariencia de lobo y sin dejar de trotar hacia su guarida, Denis consideró el extraño frenesí que lo había asaltado bajo las humanas vestiduras de segunda mano. Él, tan apacible y tranquilo de ordinario, había visto evaporarse en el aire tanto sus buenos principios como su mansedumbre. La ira vengadora, cuyos efectos se habían manifestado sobre los tres chulos de la Madeleine —uno de los cuales, apresurémonos a decirlo en descargo de los verdaderos chulos, cobraba sueldo de la Prefectura, Brigada Mundana—, le parecía a la vez inimaginable y fascinante. Meneó la cabeza. ¡Qué mala suerte la mordedura del Mago del Siam! Felizmente, pensó no obstante, la penosa transformación habría de limitarse a los días de plenilunio. Pero no dejaba de sentir sus secuelas, y esa cólera latente, ese deseo de venganza no dejaban de inquietarlo.

1947

[1] Fausses-Reposes: Falsos-Sosiegos. (N. del T.)

[2] Escritor, viajero y novelista francés (1847-1910).(N. del T.)

[3] No se trata del país asiático sino de determinada modalidad del juego de bolos. (N.del T.)

[4] Juego de palabras. En inglés, bridge, además del juego de cartas, significa «puente». (N.del T.)

[5] Montretout podría ser traducido, aproximadamente, como «enséñalotodo». (N. del T.)

© Boris Vian: Le Loup-garou (El lobo-hombre). Publicado en Le Loup-garou, 1970. Traducción de J. B. Alique.