jueves, 17 de septiembre de 2015
Góngora se defiende de los casticistas y conceptistas
I (atribuido)
¿Quién se podrá poner contigo en quintas,
después que de pintar, Quevedo, tratas?
Tú escribiendo ni atas ni desatas;
y así, haces lo mismo cuando pintas.
Poesía y pintura son distintas,
y ambas cosas en ti son poco gratas,
pidiendo tuertos ojos, cojas patas,
sátiras varias y diversas tintas.
Imita el mesmo Ovidio al mesmo Apeles;
tu pintura será cual tu poesía,
bajo los versos, tristes los colores.
Veremos en tus tablas y papeles
ser igual el poder y la osadía
de los malos poetas y pintores.
II
Anacreonte español, no hay quien os tope.
que no diga con mucha cortesía,
que ya que vuestros pies son de elegía,
que vuestras suavidades son de arrope
¿No imitaréis al terenciano Lope,
que al de Belerofonte cada día.
sobre zuecos de cómica poesía
se calza espuelas, y le da un galope?
Con cuidado especial vuestros antojos
dicen que quieren traducir al griego,
no habiéndolo mirado vuestros ojos.
Prestádselos un rato a mi ojo ciego,
porque a luz saque ciertos versos flojos,
y entenderéis cualquier gregüesco luego.
III
Cierto poeta, en forma peregrina
cuanto devota, se metió a romero,
con quien pudiera bien todo barbero
lavar la más llagada disciplina.
Era su benditísima esclavina,
en cuanto suya, de un hermoso cuero,
su báculo timón del más zorrero
bajel, que desde el Faro de Cecina
a Brindis, sin hacer agua, navega.
Este sin landre claudicante Roque,
de una venera justamente vano,
que en oro engasta, santa insignia, aloque,
a San Trago camina, donde llega:
que tanto anda el cojo como el sano.
Discursos de Castelar
I
Debate sobre la libertad religiosa contra el canónigo Manterola:
«Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede, el rayo le acompaña, la luz le envuelve, la tierra tiembla, los montes se desgajan; pero hay un Dios más grande, más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí sino el humilde Dios del Calvario, clavado en una cruz, herido, yerto, coronado de espinas, con la hiel en los labios y sin embargo diciendo : "¡Padre mío, perdónales, perdona a mis verdugos, perdona a mis perseguidores, porque no saben lo que hacen!". Grande es la religión del poder, pero es más grande la religión del amor; grande es la religión de la justicia implacable, pero es mas grande la religión del perdon misericordioso; y yo, en nombre de esta religión, yo en nombre del Evangelio, vengo aquí a pediros que escribáis al frente de vuestro código fundamental la libertad religiosa, es decir, libertad, fraternidad, igualdad para todos los hombres».
II
Resume 80 años de monarquía en España:
«Señores –dijo–, con Fernando VII murió la monarquía tradicional; con la fuga de Isabel II, la monarquía parlamentaria; con la renuncia de Amadeo de Saboya, la monarquía democrática. Nadie ha acabado con ella; ha muerto por sí misma. Nadie trae la República; la trae una conspiración de la sociedad, de la Naturaleza, de la Historia. Saludémosla como el sol que se levanta».
III
Primer discurso de Castelar en la reunión electoral del Partido Liberal, Teatro de Oriente
Emilio Castelar [1]
[22 de Septiembre de 1854]
Señores:
Voy a defender las ideas democráticas, si es que deseáis oírlas. Estas ideas no pertenecen ni a los partidos, ni a los hombres; pertenecen a la humanidad. Basadas en la razón, son, como la verdad, absolutas, y como las leyes de Dios, universales. Por eso la persecución no puede ahogarlas, ni la espada del tirano vencerlas; pues antes que el tiempo desplegara sus alas, fueron escritas en libros mas inmensos que el espacio, por la mano misma del Eterno. Así, los hombres que se pierden en el Océano de la vida, los poetas que adoran lo eternamente bello, los filósofos que leen la verdad absoluta en el puro cielo de la conciencia, no hacen más que arrojarlas en ondas de luz sobre la menta del pueblo.
Yo, señores, lleno de sentimientos, si desnudo de inteligencia, me propongo reseñar los dogmas del partido democrático, ya como principios eternos de su escuela, ya como principios de aplicación práctica en las actuales circunstancias. Convirtamos un instante nuestros ojos a lo pasado. ¡Qué espectáculo, señores, tan tremendo! ¡La imprenta, ese soldado de Dios que pelea como Ayax por la luz, encadenada al pié de los tiranos; la tribuna, providencia del pueblo, sujeta al carro del vencedor; las obras del ingenio humano proscritas porque dan generoso aliento al pecho de los oprimidos; la idea oculta en el fondo de la conciencia, estallando en el cerebro sin poder alzar su vuelo y perderse en lo infinito; la fe vendida por una cartera de ministro, y la razón y la libertad llorando en ignominioso calvario.
Todos hemos presenciado el martirio de la libertad. Bravo Murillo intentó matarla con el puñal del materialismo, sin parar mientes en que las ideas son invulnerables; Esteban Collantes la insultó con sus sarcasmos; Domenech fue su Judas, pues cuando la creyó vencida; no dudo un punto en venderla a los seides del absolutismo: Sartorius escribió su epitafio como antes Donoso había escrito el evangelio de la reacción, sosteniendo que la razón y el absurdo se aman con amor invencible, que fuera de las vías católicas nada hay tan despreciable como el hombre; que el Siglo XVI con su inquisición y sus frailes, es el ideal de la sociedad; que debíamos por nobleza amar la dictadura del sable: que la humanidad es la concentración de todos los deberes y la teocracia el mas perfecto de todos los gobiernos. ¡Insensatos! No sabían que negando la libertad negaban al hombre, cuya esencia no es sin la libertad; que negando la razón negaban a Dios, cuya existencia no se comprende sin la razón... Pero hacían bien. Negando al hombre, negaban: al eterno enemigo de sus conjuraciones; negando a: Dios, negaban al aterrador espectro de sus conciencias.
(Aquí el orador empezaba hablando de la libertad de cultos; pero nos hemos visto obligados a suprimir toda esta parte del discurso, por respeto a las leyes vigentes)
Enseñad a un hereje nuestras catedrales: mostradle sus arcos sosteniendo las bóvedas sembradas de lámparas como el cielo de estrellas; la cúpula que se lanza a lo infinito y se pierde en los arreboles del aire; el santuario irradiando divina luz; las vírgenes trazadas por el pincel de nuestros artistas, subiendo al empíreo en atas de los ángeles, cuyo pecho agita el soplo del amor divino; los doctores leyendo eternamente la verdad absoluta en sus libros de piedra; los héroes descansando en los sepulcros, sobre cuya losa se cierne la bienaventuranza: hacedle oír las notas del órgano que como rocío de vida anima estatuas y columnas; el cántico del sacerdote, que parece eco perdido de las armonías que forman las esferas: y bien pronto flaquearán sus rodillas, se estremecerá su conciencia, cayendo de hinojos ante la realidad de un Dios que se revela bajo los tres eternos atributos de la divinidad, que son la virtud, la ciencia y la hermosura. Condenarle a no ver tanta maravilla, es lo mismo que arrancar los ojos al ateo para que no mire al cielo.
Señores: Para hacer nuestra revolución verdaderamente popular, es necesario que consagremos de una manera absoluta los derechos del pueblo. Señores, no es mi propósito desencadenar las pasiones, ni mi objeto oponerme a la triunfal carrera del gobierno; pero si me lo permitís, hablaré con la prudencia que cumple a la libertad de mi sentir respecto a los gobiernos doctrinarios. Hace ya largos años que un hombre encerrado en el secreto santuario de su propia conciencia, se propuso regenerar el mundo científico, abriéndole horizontes infinitos. Este hombre se llamaba Descartes. El demostró que la humanidad era al mismo tiempo objeto y sujeto de la ciencia, y que debemos reconocer por único criterio científico la razón, cuyo destino es herir a la autoridad, como el rayo del cristianismo hirió los ídolos del Capitolio. Estas ideas descendieron bien pronto de la mente del filósofo a la conciencia del pueblo; porque la Providencia difunde con su divino soplo en los entendimientos los principios salvadores que han de regenerar a las naciones. Entonces, entre el principio basado en las leyes del tiempo y el principio basado en las leyes de la razón, se entabló una contienda que pone espanto en el ánimo; pero no olvidéis que se desencadenan en la historia tempestades necesarias, que agitan horriblemente la atmósfera, sin romper por eso la cadena que une a la tierra con los mundos. Entonces el pueblo pro¬nunció en su triunfo esta palabra, que no han podido borrar nunca los gobiernos: Per me Reges regnant. El antiguo principio de autoridad subió sin comprender su ruina del sólio del poder al sólio del cadalso; mas después, por razones que no es del momento referir, se firmó un pacto entre la autoridad vencida y el pueblo vencedor, pacto que ha sellado generosa y noble sangre. Pero este pacto ha sido mil veces rasgado, y no es parte a salvarlo la espada de la fuerza, pues lo aniquila hoy la espada de la justicia. Y si no, poned frente a frente dos principios antitéticos por naturaleza, y veréis como son contradictorios por consecuencia. El principio de autoridad solo luce el día de la reacción, como el principio de la libertad solo luce el día de las revoluciones. Cuando triunfa el primero, condena a su contrario al ostracismo, pone mordazas en sus labios, grillos en sus plantas, lo arrastra por el Iodo, fabrica para él sus cárceles y le asesina con la espada de la dictadura. Cuando triunfa el segundo, suele ser, como en la revolución de julio hemos visto, más generoso con su enemigo, porque es más fuerte. ¿Por qué, me diréis, el principio reaccionario es tan tenebroso, y el principio liberal tan sublime? Porque el primero es un principio muerto, que si respira, respira el mefítico aire de las tumbas: y el segundo es un principio lleno de vida, puesto en el trono de la humanidad por la inflexible lógica de Dios, que se manifiesta centellante en la historia.
Esto mismo explica cómo en algunas épocas instituciones sagradas, venerandas, caen en manos de ciertas personas que afrentan a los siglos y manchan a los pueblos. Los hombres no son mas que puras formas do las ideas. Cuando una idea generosa y levantada, como la idea liberal, agita la conciencia de la humanidad, y se presenta a recoger los trofeos de su victoria, tiene poder para sacar centellas de misteriosa luz de los abismos del tiempo y del seno de la conciencia, y Rousseau y Kant son sus profetas; Mirabeau, Verngiaud sus sacerdotes; Andrés Chernier y Byron sus cantores; madama de Stael y de Rollaud sus heroínas; y Hoche y Napoleón son sus soldados; pero cuando una idea condenada por Dios como la idea absolutista, se empeña en vivir entre los hombres, sus símbolos se llaman Carlos IV, Fernando VII, Fernando de Nápoles y Napoleón el chico.
Señores la revolución no puede ser popular si el sufragio no es amplio; mejor diré, si no es completo. Dicen que el pueblo no conoce sus derechos. ¡Ay! el jornalero que abandona su hogar, desoye el lloro de mujer y de sus hijos, únicos lazos que le atan a la tierra, se lanza a la calle ofreciendo desnudo pecho al plomo asolador del despotismo, lucha con denuedo y muere con gloria, el pueblo siempre esclavo, ¿se verá halagado el día tremendo de las contiendas sangrientas, y vilmente proscripto el día feliz de las contiendas legales?
¿Su voz no ha de resonar sino entre el estruendo de las fraticidas armas, y su majestuosa figura no ha de lucir sino al pálido resplandor de las hogueras? El pueblo da su vida por la libertad pero no puede dar por la libertad su voto; ¡qué sofisma!
Dicen que no es ilustrado; no lo creáis. Si no temiera cansaros, desenvolvería una teoría a mi entender lógica y razonable; pero renuncio a ello por el temor de seros inoportuno. El señor Castelar: No tengo derecho a distraer por tanto tiempo la atención del auditorio. Señores, la humanidad es como él hombre. Tres facultades intelectuales descubrimos en el hombre; la sensibilidad que le relaciona con el mundo exterior; la inteligencia, esfera donde se forman las nociones; y la razón, último extremo de nuestras facultades, hermoso templo de las ideas.
A estas tres facultades pertenecen tres periodos históricos. Cuando la sensibilidad predominó en los pueblos, el feudalismo los cautivó amedrentándolos con su tajante espada y deslumbrándolos con su colosal poder; pero cuando la inteligencia dominó a la sensibilidad, la tiranía perdió su fuerza, los magnates perdieron sus fueros, y el trono, institución veneranda, institución antiquísima, concentró en sí todos los derechos; hasta que la razón, soberana del mundo, levantó el pueblo al absoluto ejercicio de la soberanía que por derecho le corresponde. Señores: ¡el pueblo del siglo XIX no es ilustrado! Eso es mentira. Ese pueblo tiene por cetro el rayo, por mensajero el relámpago. Ese pueblo mandó un día en la Convención que la victoria le obedeciera, y le obedeció la victoria. Ese pueblo ha recibido la herencia de todos los siglos, y ha reconquistado con la fuerza de sus ideas la completa serie de todos sus derechos; ese pueblo, en fin, ha visto los fantasmas de lo pasado caer trémulos de espanto a sus pies pidiendo un ósculo de paz.
Necesita educación, ¡quién lo duda! He aquí, señores, el instante oportuno para hablar libremente de la libertad de enseñanza. Yo la admito como principio absoluto, yo la rechazo hoy como principio de aplicación. Señores, no dudareis que la Francia nos ha precedido en muchos periodos de civilización, aunque después haya abandonado vergonzosamente su gloriosa obra. ¿Sabéis, pues, quién defendía en Francia la libertad de enseñanza? La defendía Montalembert. ¿Sabéis quién atacaba en Francia la libertad de enseñanza? La atacaba Víctor Hugo. El mismo programa que estamos discutiendo ha comprendido esta verdad al pedir que la enseñanza sea gratuita, pues si es gratuita no puede ser libre, y si es libre no puede ser gratuita; porque ¿con qué derecho forzaríais al hombre que necesita del trabajo para vivir a que enseñase gratuitamente? Entonces el pobre pueblo, ese rey sin corona, caería en las tinieblas de la ignorancia, y de consiguiente en las cadenas de la esclavitud. Hoy las nuevas inteligencias que se despiertan a la triste lucha de la ida, deben ser educadas por el Estado y para el Estado. De otra suerte, la enseñanza vendría a parar a nuestros enemigos, y nuestros enemigos, de seguro, no le dirían al pueblo que son soldados de su inmortal cruzada el divino Homero, creador de los Dioses; Esquilo, que desafiaba a los tiranos en el campo y en la escena; Sófocles, que cantó las miserias de los reyes; el justo Sócrates; el angelical Platón; y el triste Lucrecio; no le recordarían, no, que la libertad cuenta entre sus cantores al Dante, entre sus apóstoles a Santo Tomás, y entre sus mártires a Dios.
Señores: Toda libertad no puede existir sin que tenga por límite otra libertad. Así es que la libertad de enseñanza podrá realizarse cuando la libertad de cultos sea completa, cuando la libertad de imprenta sea absoluta; y aquí, señores, llamo vuestra atención. La imprenta que, entre nosotros es una organización, un poder, debe perder esa forma, porque los poderes nos abruman. Sus ideas deben ser consideradas como ideas individuales; así, señores, la imprenta no tendrá fuerza para derribar a los gobiernos. Esto sucede en todos los pueblos libres. En Inglaterra la imprenta dice todo lo decible del gobierno sin que la sociedad se conmueva; en los Estados Unidos la imprenta sostiene todo lo sostenible contra el presidente, sin que el presidente caiga. Aquí, señores, mientras la imprenta tenga fuero propio, mientras preste un depósito, será, fuerza es decirlo, será una aristocracia; y tened entendido que siendo de esta forma, la aristocracia del capital representa por lo mismo a la mas temible y a la menos gloriosa de todas las aristocracias. Señores, yo, por ejemplo, puedo tener la cabeza llena de ideas levantadas, y el corazón rebosando en generosos sentimientos; pero como soy pobre, como no tengo dos mil duros para un depósito, me arrastraré en la impotencia y moriré en el olvido.
Señores: Solo el partido democrático puede llevar a su cima nuestra gloriosa revolución. Todos los principios que le han servido de bandera forman nuestros dogmas y nuestros principios. Yo le diría al partido progresista: ¿Qué quieres? ¿Soberanía del pueblo? Pues cédenos el puesto, porque nosotros queremos esa soberanía con todas sus lógicas consecuencias; porque nosotros damos al pueblo por corona el derecho, y por cetro la ley.
¿Economías'? Nadie sino el partido democrático puede salvaros de la bancarrota que os amenaza, porque el partido democrático, con su abnegación, realizará profundas economías sin lastimar, por eso el crédito del país, sin oponerse a todos los derechos, que son sagrados. ¿Libertad? Nosotros la alzaremos, en nuestros brazos, sin límites que la nieguen; sin barreras que la detengan, sin instituciones que la limiten. He aquí por qué la unión que proclamáis es viciosa: y esta es, la ocasión de hablar cuatro palabras sobre la encomiada unión liberal, que aquí se ha tratado de una manera lastimosa.
Las ideas no se unen, porque entre ideas opuestas no debe haber lógicamente armonía; los partidos no se unen, porque el partido que renuncia a sus ideas es apóstata. El antiguo partido liberal, por mas esfuerzos que haga, está ya muerto. Ha puesto en práctica toda la serie posible de sus ideas, y no ha podido después, señores, ni por breve espacio sostenerlas. Hoy dice que olvidemos el pasado. Un partido viejo, un partido decrépito, renuncia a la historia que debiera ser hoy su único título a la consideración de las gentes. Señores, tres Constituciones ha dado el partido liberal; la Constitución del 12, que enaltecía el principio de libertad; la Constitución del 45, que enaltecía el principio monárquico; y la Constitución del 37, término medio entre estos dos puntos extremos. Ahora bien: la Constitución del 12, que corrió azares de varia fortuna, fue rasgada por los hombres que la habían apoyado con sus ideas y defendido con su sangre: la Constitución del 37 ni fue respetada ni fue temida, y no la valió el instinto de prudencia que había presidido a su elaboración y nacimiento para libertarla, de los tremendos golpes, que ocasionaron su muerte; y la Constitución del 45, que la suprema inteligencia del partido moderado había compuesto, fue arrastrada sin piedad por sus prohombres, y conducida al abismo de su perdición por sus mismos autores. El partido liberal, está, pues, muerto; ya no hay ni puede haber en su corazón sentimientos; ya no hay ni puede haber en su cerebro nuevas ideas. Si avanza, es nuestro el triunfo; si retrocede, el triunfo es del absolutismo. ¡Qué elija! Señores: Todos dicen que nuestra patria camina a la retaguardia de la civilización. No lo creáis. España está destinada a ponerse a la cabeza del mundo. En su privilegiado suelo, bajo ese hermoso horizonte que sonríe como un ángel de paz, debe ensayar las grandes ideas que mas tarde han de realizarse en todos los pueblos de la tierra. ¿Quién puede poner en duda este privilegio, cuando Portugal nos tiende sus brazos, cuando estamos en el deber de realizar, no la unión de los partidos, sino la unión de los pueblos?
Hoy somos los soldados de la libertad, y, por consecuencia los soldados de Dios. Los individuos ensayan en sus conciencias ideas que aplican a los pueblos; los pueblos ensayan en su conciencia ideas que aplican a la humanidad. El sol, pues, el sol, sujeto en otro tiempo a iluminar eternamente nuestro suelo, bendice hoy con sus rayos de oro la bandera de nuestra victoriosa revolución, que hace estremecer de gozo a los oprimidos. Somos la nación salvadora. Si no, tended los ojos conmigo por Europa. Inglaterra ha comerciado con la libertad; Francia, levantando a los pueblos de su postración, los ha vendido en el amargo día que mas necesitaban de su espada; Alemania ¡parece imposible! Alemania, que ha pretendido la confederación universal de todos los pueblos; que ha elevado en alas de la libertad del pensamiento a todas las inteligencias a las últimas esferas de la filosofía; Alemania, patria de Schiller y de Hegel, es hoy esclava de Juliano el apóstata.
La democracia es antigua, muy antigua en nuestro suelo. Nuestros pueblos de la edad media entendían el derecho de petición mejor que lo entienden los liberales de nuestros días.
¿Sabéis donde está nuestro porvenir? Nuestro porvenir está en África. Allá deben ir nuestros ejércitos permanentes a ganar sus grados.
No olvidéis que fuimos un día pueblo civilizador. Nosotros llevamos la civilización a la América. Verdad es que América fue ingrata; pero los pueblos tienen que ser ingratos con los pueblos, para ser agradecidos con la humanidad. Un día recorrió España a la sombra del Trono, el espacio que separa Covadonga de Granada; se lanzó a lo infinito, y nuevos mundos le tributaron homenaje; pobló los mares con innumerables escuadras que merecieron tener por enemigo la cólera de Dios: que no otro pudiera vencer a la invencible. Levantó el Escorial, símbolo de nuestras instituciones, padrón de nuestras artes. ¿Pues por qué ahora con progresos mas grandes no hemos de alcanzar días mas felices?
Señores: voy a concluir, estoy muy fatigado y el auditorio lo estará también. Señores, algún día irán nuestros hijos a registrar en las páginas de la historia los colosales poderes que han vivido en apartados siglos, y les causará el espanto y la admiración que a nosotros nos causan las pirámides de Egipto; y en su espanto no sabrán que admirar mas, si la inmensa grandeza de esos poderes, o la afrentosa esclavitud de sus progenitores.
Señores: Pidamos que se realice la fraternidad entre todos los hombres, y la fraternidad entre todos los pueblos, porque todos nos encaminarnos a una patria que es el cielo. Pidamos que se realice en todas sus aplicaciones la verdad cristiana; que la Justicia sea el sol de nuestras esferas sociales; que las clases menesterosas reciban el pan de la inteligencia, no del Estado sino de la libertad de su trabajo. El trabajo, señores, que es a la propiedad lo que el cincel de Fidias es al mármol, debe recibir de la justicia la debida recompensa. En fin, señores, pidamos a Dios que Inglaterra sea verdaderamente aliada de la libertad; que Alemania, mente del mundo, nos revele nuevos misterios de la ciencia, nuevos secretos del arte; que Francia sacuda su letargo y vuelva a ser el tribuno de los pueblos; que Hungría y Polonia rasguen sus túnicas de esclavas, y que Italia, esa prodigiosa artista que regala con dulces armonías el sueño de sus señores, se levante herida de sus recuerdos y recoja del suelo la rota lanza de Bruto y Cincinnato; porque con ideas tan grandes, y con tan denodados guerreros, el triunfo de la libertad será, sí eterno.
He dicho.
EMILIO CASTELAR
1875.
[1] Nota de Castelar:
(He aquí mi primer discurso. En él se ve toda la inexperiencia de los veintiún años. Además, el día mismo que pronuncié este discurso llegué de un viaje. Un amigo me anunció la reunión del Teatro Real, que yo ignoraba. Encaminé allí mis pasos, y para hablar, solo pedí inspiración a mi amor por la libertad. Las primeras palabras fueron recibidas con un rumor sordo de desaprobación y de disgusto, pues el público estaba cansado, y era ya muy avanzada la hora. Mas a los pocos minutos comenzó ese entusiasmo que se desahogaba en aplausos, en aclamaciones, y que me interrumpía a cada instante, no dejándome con la conmoción profunda que llevaba a mi animo tan inesperada felicidad, ni tiempo siquiera para coordinar mis ideas, Solo así se explica que cometiera yo la inconsecuencia de atacar la libertad de enseñanza, que es parte integrante de la libertad, una en esencia. Ese error doctrinario prueba que yo solo escuchaba mi propio corazón, y de ninguna suerte había hecho el trabajo de sistematizar mis ideas. Hoy cuento entre las primeras libertades la libertad de enseñanza, y quiero él derecho íntegro y único, el derecho que es la encarnación de nuestra alma en la sociedad. Además, como yo no había pensado nada, no había reunido mis ideas; y saltaba de flor en flor, de pensamiento en pensamiento, arrebatado en alas de la tempestad de entusiasmo que me cercaba por todas partes. En muchas ocasiones iba a concluir, el público no lo consentía. Por consiguiente, este discurso se resiente de las circunstancias en que fue pronunciado y de la falta de unidad y de sistema en mi pensamiento.
Pero no puedo menos de recordar con gratitud lo que fue para mí aquel público, y lo que fue para mi toda la prensa. En un día me crearon un nombre que suele ser el resultado de muchos afanes, de muchos dolores, de larguísimos esfuerzos. Los innumerables periódicos que se publicaban en España a la sazón, reprodujeron mi discurso; llevaron mi palabra a las aldeas mas humildes, dijeron de mi mucho más de lo que merecía, y me crearon un nombre, empeñándome en trabajos superiores a mis fuerzas para corresponder a sus favores. La única manera con que podré expresar lo que pasaba mi alma, será reproduciendo integra la carta que dirigí a casi toda la prensa de Madrid en aquellas graves y solemnes circunstancias, carta que no desmentido ni en un tilde. Puedo asegurar hoy a mis compañeros de la prensa, que en las polémicas diarias, en el ardor de los combates, no he olvidado nunca las promesas de cariño, de amistad, guardadas en esta carta.
«Señores redactores de La Europa, El Miliciano, La Época, El Tribuno, El Esparterista, Las Cortes, La España, La Nación, El Voto Nacional, La Iberia, El Siglo XIX, La Unión Liberal, El Clamor, El Diario Español, Las Novedades, etc. etc.»
Muy señores míos: Las pruebas innumerables de aprecio que recibo de la prensa periódica, me fuerzan a mostrar mi gratitud, que no puedo de manera alguna encarecer. Llamar por un instante la atención de la prensa, es un premio que apenas acierto a creer; pero llamarla de manera para mí tan grata, es felicidad que jamás soñó en sus ilusiones mi deseo.
Yo espero que, desimpresionado el ánimo de los que me oyeron, ya por el tiempo, ya por la publicación de mi discurso, volveré a perderme en el olvido. De todos modos, estimo de mi deber manifestar, en pro de la santa causa de la libertad, que jamás se vio abnegación mas admirable, cuya grandeza sube de punto cuando se considera que recae en un joven oscuro y desvalido. Los hombres de altos merecimientos y las nuevas inteligencias, llenas de sublimes aspiraciones, que han servido a la revolución con sus ideas y con su sangre, no dudan un momento en ceder un puesto entre ellos al joven que no encuentra en su conciencia ni en su conducta mérito alguno que le haga acreedor a tan grandes distinciones. Señores redactores, yo creo que vuestros aplausos son un tributo de justicia pagado a la idea regeneradora que se adelanta majestuosamente a recoger los trofeos de la victoria. He consagrado a la libertad mi vida, y nunca retrocederé en este mi propósito. No serán bastante a hacerme ceder ni la envidia, porque me estimo en tan poco que nunca creo pueda yo inspirarla, ni la malicia que no entiendo, ni el odio, porque, cristiano de corazón y educado en la desgracia, he aprendido a amar a mis enemigos.
Creo que la juventud debe, para alentar a las naciones, traer en su razón una idea mas progresiva que las ideas adoradas por los hombres de la generación que al presente se agita, y que a su vez lucharon ardorosos con lo pasado; porque de otra suerte no puedo entender a que nos ha Dios despertado del sueño de la nada. Recibí de Dios, como todos, mi pobre inteligencia, y la recibí, aunque pobre, para la humanidad. Pienso conservarla sin mancha, para que no se aparte de su origen, y consagrarla a la democracia, para que no falle a su objeto. He ahí explicada con lealtad, con franqueza mi conducta. Señores redactores, conservaré siempre vuestros nombres en mi memoria. Debo agradecer vuestros elogios, por lo mismo que no creo merecerlos. A los periódicos de mis ideas les ofrezco mi inteligencia; a todos mi corazón. Es en verdad muy corto tal presente; pero es infinita mi voluntad e inmensa mi gratitud. Adiós, señores redactores; recibid el afecto de este vuestro S. S. Q. B. V. M.
E.C.)
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