miércoles, 25 de agosto de 2021

Estanco, de Fernando Pessoa

 Tabacaria / Estanco

Álvaro de Campos (Fernando Pessoa)

[Publicado en Presencia, 39, Coimbra, julio de 1933]

15-1-1928


No soy nada.

Nunca llegaré a ser nada.

No puedo querer ser nada.

Más allá de todo esto, albergo en mí todos los sueños del mundo.


Ventanas de mi cuarto,

del cuarto de uno de los millones del mundo que nadie sabe de quién es

(mas si supiesen de quién es, ¿qué es lo que sabrían?),

miráis hacia el misterio de una calle cruzada constantemente por gente,

hacia una calle inaccesible a cualquier pensamiento,

real, imposiblemente real, verdadera, desconocidamente verdadera,

con el misterio de las cosas que están bajo los seres y las piedras,

con la muerte poniendo humedad en las paredes y canas en los hombres,

con el Destino conduciendo la carreta del todo por el camino de la nada.


Hoy me encuentro vencido, como si supiese la verdad,

lúcido, como si me fuera a morir hoy mismo,

y no mantuviese otra hermandad con las cosas

que el despedirme de ellas, volviéndose esta casa y este lado de la calle

la hilera de vagones de un tren. Y una partida con silbato y todo

desde dentro de mi cabeza,

y una sacudida de mis nervios y un crujir de huesos al marchar.


Hoy estoy perplejo como quien ha encontrado, pensado y olvidado.

Hoy estoy dividido entre la lealtad que debo

al Estanco de enfrente de la calle, como algo real por fuera,

y la sensación de que todo es sueño, como algo real por dentro.


Fracasé en todo.

Como no me hice propósito alguno, tal vez todo haya sido nada.

De la instrucción que me dieron,

descendí por la ventana trasera de la casa.

Huí al campo con grandes objetivos,

pero allí sólo encontré yerbas y árboles

y tampoco allí la gente era distinta a las demás.

Me alejo de la ventana y me siento en una silla. ¿En qué he de pensar?


¿Qué sé yo lo que habré de ser, yo, que no sé lo que soy?

¿Ser lo que pienso? Es que pienso ser tantas cosas...

¡Hay tantos que piensan en ser lo mismo que no puede haber para todos!

¿Genio? Sólo en este momento

debe haber al menos cien mil cerebros que se creen en sueños tanto o más genios que yo,

pero la historia no señalará, quién sabe, a ninguno,

y sólo quedará el estiércol de tantos descubrimientos futuros.

No, no creo en mí.

¡todos los manicomios están llenos de dementes con certezas!

Yo, que no tengo ninguna certeza, ¿soy por ello más o menos auténtico?

No, no creo en mí.

¿En cuántos áticos y no-áticos del mundo

habrán ahora mismo auto-genios soñando?

¿Cuántas nobles, altas y lúcidas aspiraciones-

sí, verdaderamente nobles y altas y lúcidas-

y quién sabe si realizables,

verán la luz del sol real o lograrán el auditorio de la gente?

El mundo es de quien nace para conquistarlo

y no de quien sueña con conquistarlo, aunque tenga razón.

Yo he soñado más que el propio Napoleón,

he apretado contra mi pecho hipotético más hombres que Cristo,

he elaborado en secreto más filosofías de las que ningún Kant pudo escribir jamás.

Pero soy, y tal vez lo seré siempre, el del ático,

aunque ya no viva allí.

Siempre seré el que no ha nacido para esto.

Siempre seré sólo el que tenía cualidades.

Siempre seré aquél que esperó a que le abriesen la puerta al pie de una pared sin puertas

y cantó la canción del Infinito en un gallinero,

y oyó la voz de Dios en un pozo sellado.

¿Creer en mí? No, de ningún modo.

Derrame la Naturaleza sobre mi ardiente cabeza

su sol, su lluvia, el viento que me revuelve el cabello,

y lo demás que venga si viene o tiene que venir, o que no venga.

Esclavos cardiacos de las estrellas,

conquistamos el mundo entero antes de levantarnos de la cama;

pero al despertar, coño, es opaco,

nos levantamos y es ajeno,

salimos de la casa y es la tierra entera,

más el sistema solar y la Vía Láctea y lo Indefinido.


(¡Come chocolatinas, chiquilla,

come chocolatinas!,

que no hay otra metafísica en el mundo que comer chocolatinas,

que todas las religiones juntas no enseñan más que una confitería,

¡come chiquilla sucia, sigue comiendo!

¡Si yo pudiera comer chocolatinas con la misma verdad con que tú las comes!

Pero pienso, al quitar el papel de plata que es de láminas de estaño,

y lo tiro al suelo, como he tirado mi vida.)


Al menos me queda de la amargura de lo que nunca he de ser

la rápida caligrafía de estos versos,

puerta rota hacia lo Imposible,

pero al menos me consagro a mí mismo un desprecio sin lágrimas,

noble al menos en el ostensible gesto con que me deshago

de la ropa sucia que soy, sin papel, en el transcurso de las cosas

y me quedo en casa sin camisa.


(Tú, que consuelas, que no existes y es por eso que consuelas,

oh, Diosa Griega, concebida como estatua viva,

oh, patricia romana, imposiblemente noble y nefasta,

oh, princesa de los trovadores, gentilísima y florida,

oh, marquesa dieciochesca, escotada y distante,

oh, famosa cocotte de los tiempos de nuestros padres,

oh, no sé qué moderno -no acierto bien el qué-,

todo eso, fuere lo que fuere, sea lo que sea, ¡si puede inspirar que inspire!

Mi corazón es un barreño sin agua.

Como los invocadores de espíritus invocan espíritus, yo me invoco

a mí mismo y no encuentro nada.

Me acerco a la ventana y veo la calle con una absoluta nitidez.

Veo las tiendas, veo las aceras, veo los coches que pasan,

veo los seres vivos que se cruzan entre sí,

veo los perros que existen también,

y todo esto me pesa como una condena al destierro,

y todo esto me es ajeno como lo es todo.)


Viví, estudié, amé e incluso creí,

y hoy no hay mendigo a quien no envidie sólo por no ser yo.

Miro en cada uno los andrajos y las llagas y la mentira

y pienso: tal vez nunca hayas vivido, ni estudiado, ni amado ni creído

(porque es fácil hacer realidad todo eso sin haber hecho nada de eso),

tal vez hayas existido, como el lagarto a quien cortan la cola

y qué es la cola del lagarto después de sus espasmos.


Hice de mí lo que no sabía,

y lo que pude haber hecho de mí no lo hice.

El disfraz que me puse no fue el correcto.

Me conocieron más tarde por lo que no era y no lo desmentí y eso me perdió.

Cuando quise arrancarme la máscara

la tenía pegada a la cara.

Cuando me la arranqué y me miré al espejo,

había envejecido.

Estaba borracho, ya no sabía vestir el disfraz que no me había quitado.

Arrojé la máscara y me dormí en el vestidor

como el perro que la dirección tolera

porque es inofensivo

y escribiré esta historia para probar lo sublime que puedo llegar a ser.


Esencia musical de mis versos inútiles,

quién pudiera encontrarte como algo hecho por mí

en vez de hallarme siempre frente al Estanco de enfrente,

pisoteando la conciencia de estar existiendo,

como una alfombra en la que un borracho tropieza

o un felpudo que los gitanos robaron y no valía nada.


Pero el dueño del Estanco se asomó a la puerta y se ha quedado allí.

Lo miro con la incomodidad de torcer mal la cabeza

y con la incomodidad del Alma que no acaba de entender.

Él morirá igual que yo moriré.

Él dejará el letrero y yo dejaré versos.

En cierto momento también el letrero morirá igual que los versos.

Después de un cierto tiempo morirá la calle donde estuvo el letrero

y la lengua donde fueron escritos los versos.

Morirá más tarde este planeta rodante donde pasó todo esto.

Y en otros satélites de otros sistemas algo parecido a la gente

continuará haciendo cosas parecidas a versos y viviendo bajo cosas parecidas a letreros.

Siempre una cosa enfrente de otra,

siempre una cosa tan inútil como la otra,

siempre lo imposible tan inútil como lo real,

siempre el misterio de la hondura tan verdadero como el sueño del misterio en la superficie.

Siempre esto o siempre aquello o ni lo uno ni lo otro.


Pero un hombre ha entrado en el Estanco (¿a comprar tabaco?)

Y la realidad plausible cae de golpe sobre mí,

Me medio incorporo enérgico, convencido, humano.

y voy a tratar de escribir estos versos en que digo justo lo contrario.


Enciendo un cigarro pensando en escribirlos

y saboreo en el cigarro la liberación de todo pensamiento,

sigo al humo como a una rueda propia,

y disfruto, en un momento sensitivo y competente,

la liberación de todas las especulaciones

y la consciencia de que la Metafísica es consecuencia de andar uno indispuesto.


Después me dejo caer contra la silla

y continuo fumando.

Mientras el destino me lo consienta, seguiré fumando.


(Si me casase con la hija de mi lavandera

tal vez fuese feliz.)

Así las cosas, me levanto de la silla. Me acerco a la ventana.


El hombre salió ya del Estanco (metiéndose el cambio en el bolsillo del pantalón).

Pero, mira, lo conozco: es un Pérez sin metafísica.

(El dueño del Estanco se ha asomado a la puerta).

Como por instinto divino, el tal Pérez se ha vuelto y me ha visto.

Me ha hecho señas y yo le he gritado ¡Adiós Pérez! y el universo

se reconstruye sin ideal ni esperanza, y el Dueño del Estanco sonríe como si tal cosa.


Tiranía y democracia, de Fernando Pessoa

 FRANCISCO  —  La esencia de la tiranía es la fuerza que nos obliga, y la fuerza que nos obliga, o nos obliga absolutamente o relativamente  —  es decir, condicionadamente. Quiero decir, o nos obliga absolutamente a hacer o dejar de hacer algo, sin que podamos tomar otro partido, o nos obliga a hacer o dejar de hacer algo, castigándonos o sujetándonos a prejuicios y males varios en caso de tomar otro partido. El asesino, que, al dar conmigo, me pega un tiro en pleno corazón, me obliga a morir; el individuo que, al apuntarme con una pistola, me obligue a firmar un documento que no quisiera firmar, no es que me obligue a firmarlo de todas todas, pero me condiciona, pues lo natural es que yo prefiera firmarlo a recibir el “castigo” de la muerte. Está bien ver con claridad estos detalles simples e intuitivos: al verlos y hacérnoslos ver, no perderemos pie en el asunto. Ahora bien, tiranía absoluta sólo hay una: la de la Naturaleza. El individuo que me obliga a morir al pegarme un tiro en el corazón, no me obliga a morir por el hecho de darme un tiro, sino porque según la disposición de la Naturaleza, un tiro en el corazón es mortal. Si el tiro es en el corazón, no puedo escoger si morir o no: pero esta imposibilidad de elección no es responsabilidad del individuo, sino de la Naturaleza, que así dispone las cosas. En la tiranía humana, de quien difícilmente se podrá elegir más duro ejemplo, que el que ya he apuntado, siempre existe un elemento condicional. He de elegir entre firmar el documento o morir. Puedo elegir. Pero (y es aquí donde el elemento tiránico se revela), cualquiera de las cosas que escoja es mala para mí. En esa forzada elección entre un mal y otro consiste la tiranía. (La única tiranía absoluta es la del Destino. La Naturaleza, salvo para un pesimista, no es tiránica; y si lo es para el pesimista, la tiranía verdadera está en el Destino, que ha dado a ese hombre el temperamento de pesimista. La Naturaleza, repito, no es tiránica. Pongamos por ejemplo a un individuo con tendencias alcohólicas, que ama excesivamente el alcohol. Si cede al placer de beber, lo pagará con enfermedades y dolencias. Pero su mal viene precedido de un placer. De abstenerse, no sufrirá esas dolencias; de modo que, al sacrificar un placer, se ha hecho bien a sí mismo. No hay aquí tiranía, porque hay compensación. Sólo el Destino, al obligar absolutamente, podría ser tenido por tiránico; porque a ese individuo, que puse de ejemplo, o el Destino ya lo marcó para borracho o para no borracho, y sea cual sea el caso, lo que elija ya habrá sido elegido.) Si la esencia de la tiranía es la fuerza, la primera condición para ser un tirano es tener la fuerza. Ahora bien, sólo hay tres maneras de ejercer la fuerza: la fuerza física, el número y la astucia o la habilidad. En una pelea callejera, por ejemplo, donde se supone que los contendientes son de parecida valentía y afán, uno es vencido por ser más fuerte el otro, o por venir otros en la ayuda del otro, o por ser menos hábil o astuto en la forma de pelear. Pero hay algo evidente: ni la astucia ni la habilidad son la fuerza sino una forma de suplir la desventaja o aumentar la fuerza. Y es evidente también que, en el caso a tratar  — la tiranía social — , nada importa la fuerza física directa. Por eso queda como única fuerza capaz de tiranizar, la del número. Es decir la fuerza de una tiranía es el estar sustentada en una mayoría. En otras palabras, la tiranía es democrática. 

(de Diálogos de la tiranía)

La corista, Anton Chéjov.

 LA CORISTA


Anton Chejov


En cierta ocasión, cuando era más joven y hermosa y tenía mejor voz, se encontraba en la planta baja de su casa de campo con Nikolai Petróvich Kolpakov, su amante. Hacía un calor insufrible, no se podía respirar. Kolpakov acababa de comer, había tomado una botella de mal vino del Rin y se sentía de mal humor y destemplado. Estaban aburridos y esperaban que el calor cediese para ir a dar un paseo.


De pronto, inesperadamente, llamaron a la puerta. Kolpakov, que estaba sin levita y en zapatillas, se puso en pie y miró interrogativamente a Pasha.


-Será el cartero, o una amiga -dijo la cantante.


Kolpakov no sentía reparo alguno en que le viesen las amigas de Pasha o el cartero, pero, por si acaso, cogió su ropa y se retiró a la habitación vecina. Pasha fue a abrir. Con gran asombro suyo, no era el cartero ni una amiga, sino una mujer desconocida, joven, hermosa, bien vestida y que, a juzgar por las apariencias, pertenecía a la clase de las decentes.


La desconocida estaba pálida y respiraba fatigosamente, como si acabase de subir una alta escalera.


-¿Qué desea? -preguntó Pasha.


La señora no contestó. Dio un paso adelante, miró alrededor y se sentó como si se sintiera cansada o indispuesta. Luego movió un largo rato sus pálidos labios, tratando de decir algo.


-¿Está aquí mi marido? -preguntó por fin, levantando hacia Pasha sus grandes ojos, con los párpados enrojecidos por el llanto.


-¿Qué marido? -murmuró Pasha, sintiendo que del susto se le enfriaban los pies y las manos-. ¿Qué marido? - repitió, empezando a temblar.


-Mi marido... Nikolai Petróvich Kolpakov.


-No... no, señora... Yo... no sé de quién me habla.


Hubo unos instantes de silencio. La desconocida se pasó varías veces el pañuelo por los descoloridos labios y, para vencer el temor interno, contuvo la respiración. Pasha se encontraba ante ella inmóvil, como petrificada, y la miraba asustada y perpleja.


-¿Dice que no está aquí? -preguntó la señora, ya con voz firme y una extraña sonrisa.


-Yo... no sé por quién pregunta.


-Usted es una miserable, una infame... -balbuceó la desconocida, mirando a Pasha con odio y repugnancia-. Sí, sí... es una miserable. Celebro mucho, muchísimo, que por fin se lo haya podido decir.


Pasha comprendió que producía una impresión pésima en aquella dama vestida de negro, de ojos coléricos y dedos blancos y finos, y sintió vergüenza de sus mejillas regordetas y coloradas, de su nariz picada de viruelas y del flequillo siempre rebelde al peine. Se le figuró que si hubiera sido flaca, sin pintar y sin flequillo, habría podido ocultar que no era una mujer decente; entonces no le habría producido tanto miedo y vergüenza permanecer ante aquella señora desconocida y misteriosa.


-¿Dónde está mi marido? -prosiguió la señora-. Aunque es lo mismo que esté aquí o no. Por lo demás, debo decirle que se ha descubierto un desfalco y que están buscando a Nikolai Petróvich... Lo quieren detener. ¡Para que vea lo que usted ha hecho!


La señora, presa de gran agitación, dio unos pasos. Pasha la miraba perpleja: el miedo no la dejaba comprender.


-Hoy mismo lo encontrarán y lo llevarán a la cárcel -siguió la señora, que dejó escapar un sollozo en que se mezclaban el sentimiento ofendido y el despecho-. Sé quién le ha llevado hasta esta espantosa situación. ¡Miserable, infame; es usted una criatura repugnante que se vende al primero que llega! -Los labios de la señora se contrajeron en una mueca de desprecio, y arrugó la nariz con asco. -Me veo impotente... sépalo, miserable... Me veo impotente; usted es más fuerte que yo, pero Dios, que lo ve todo, saldrá en defensa mía y de mis hijos ¡Dios es justo! Le pedirá cuentas de cada lágrima mía, de todas las noches sin sueño. ¡Entonces se acordará de mí!


De nuevo se hizo el silencio. La señora iba y venía por la habitación y se retorcía las manos. Pasha seguía mirándola perpleja, sin comprender, y esperaba de ella algo espantoso.


-Yo, señora, no sé nada -articuló, y de pronto rompió a llorar.


-¡Miente! -gritó la señora, mirándola colérica-. Lo sé todo. Hace ya mucho que la conozco. Sé que este último mes ha venido a verla todos los días.


-Sí. ¿Y qué? ¿Qué tiene eso que ver? Son muchos los que vienen, pero yo no fuerzo a nadie. Cada uno puede obrar como le parece.


-¡Y yo le digo que se ha descubierto un desfalco! Se ha llevado dinero de la oficina. Ha cometido un delito por una mujer como usted. Escúcheme -añadió la señora con tono enérgico, deteniéndose ante Pasha-: usted no puede guiarse por principio alguno. Usted sólo vive para hacer mal, ése es el fin que se propone, pero no se puede pensar que haya caído tan bajo, que no le quede un resto de sentimientos humanos. Él tiene esposa, hijos... Si lo condenan y es desterrado, mis hijos y yo moriremos de hambre... Compréndalo. Hay, sin embargo, un medio para salvarnos, nosotros y él, de la miseria y la vergüenza. Si hoy entrego los novecientos rublos, lo dejarán tranquilo. ¡Sólo son novecientos rublos!


-¿A qué novecientos rublos se refiere? -preguntó Pasha en voz baja-. Yo... yo no sé nada... No los he visto siquiera...


-No le pido los novecientos rublos... Usted no tiene dinero y no quiero nada suyo. Lo que pido es otra cosa... Los hombres suelen regalar joyas a las mujeres como usted. ¡Devuélvame las que le regaló mi marido!


-Señora, él no me ha regalado nada -elevó la voz Pasha, que empezaba a comprender.


-¿Dónde está, pues, el dinero? Ha gastado lo suyo, lo mío y lo ajeno. ¿Dónde ha metido todo eso? Escúcheme, se lo suplico. Yo estaba irritada y le he dicho muchas inconveniencias, pero le pido que me perdone. Usted debe de odiarme, lo sé, pero si es capaz de sentir piedad, póngase en mi situación. Se lo suplico, devuélvame las joyas.


-Hum... -empezó Pasha, encogiéndose de hombros-. Se las daría con mucho gusto, pero, que Dios me castigue si miento, no me ha regalado nada, puede creerme. Aunque tiene razón -se turbó la cantante-: en cierta ocasión me trajo dos cosas. Si quiere, se las daré...


Pasha abrió un cajoncito del tocador y sacó de él una pulsera hueca de oro y un anillo de poco precio con un rubí.


-Aquí tiene -dijo, entregándoselos a la señora.


Ésta se puso roja y su rostro tembló; se sentía ofendida.


-¿Qué es lo que me da? -preguntó-. Yo no pido limosna, sino lo que no le pertenece... lo que usted, valiéndose de su situación, sacó a mi marido... a ese desgraciado sin voluntad. El jueves, cuando la vi con él en el muelle, llevaba usted unos broches y unas pulseras de gran valor. No finja, pues; no es un corderillo inocente. Es la última vez que se lo pido: ¿me da las joyas o no?


-Es usted muy extraña... -dijo Pasha, que empezaba a enfadarse-. Le aseguro que su Nikolai Petróvich no me ha dado más que esta pulsera y este anillo. Lo único que traía eran pasteles.


-Pasteles... -sonrió irónicamente la desconocida-. En casa los niños no tenían qué comer, y aquí traía pasteles. ¿Se niega decididamente a devolverme las joyas?


Al no recibir respuesta, la señora se sentó pensativa, con la mirada perdida en el espacio.


«¿Qué podría hacer ahora? -se dijo-. Si no consigo los novecientos rublos, él es hombre perdido y mis hijos y yo nos veremos en la miseria. ¿Qué hacer, matar a esta miserable o caer de rodillas ante ella?»


La señora se llevó el pañuelo al rostro y rompió en llanto. ç

-Se lo ruego -se oía a través de sus sollozos-: usted ha arruinado y perdido a mi marido, sálvelo... No se compadece de él, pero los niños... los niños... ¿Qué culpa tienen ellos?


Pasha se imaginó a unos niños pequeños en la calle, llorando de hambre. Ella misma rompió en sollozos.


-¿Qué puedo hacer, señora? -dijo-. Usted dice que soy una miserable y que he arruinado a Nikolai Petróvich. Ante Dios le aseguro que no he recibido nada de él... En nuestro coro, Motia es la única que tiene un amante rico; las demás salimos adelante como podemos. Nikolai Petróvich es un hombre culto y delicado, y yo lo recibía. Nosotras no podemos hacer otra cosa.


-¡Lo que yo le pido son las joyas! ¡Deme las joyas! Lloro... me humillo... ¡Si quiere, me pondré de rodillas!


Pasha, asustada, lanzó un grito y agitó las manos. Se daba cuenta de que aquella señora pálida y hermosa, que se expresaba con tan nobles frases, como en el teatro, en efecto, era capaz de ponerse de rodillas ante ella: y eso por orgullo, movida por sus nobles sentimientos, para elevarse a sí misma y humillar a la corista.


-Está bien, le daré las joyas -dijo Pasha, limpiándose los ojos-. Como quiera. Pero tenga en cuenta que no son de Nikolai Petróvich... me las regalaron otros señores. Pero si usted lo desea...


Abrió el cajón superior de la cómoda; sacó de allí un broche de diamantes, una sarta de corales, varios anillos y una pulsera, que entregó a la señora.


-Tome si lo desea, pero de su marido no he recibido nada. ¡Tome, hágase rica! -siguió Pasha, ofendida por la amenaza de que la señora se iba a poner de rodillas-. Y, si usted es una persona noble... su esposa legítima, haría mejor en tenerlo sujeto. Eso es lo que debía hacer. Yo no lo llamé, él mismo vino...


La señora, entre las lágrimas, miró las joyas que le entregaban y dijo:


-Esto no es todo... Esto no vale novecientos rublos.


Pasha sacó impulsivamente de la cómoda un reloj de oro, una pitillera y unos gemelos, y dijo, abriendo los brazos:


-Es todo lo que tengo... Registre, si quiere.


La señora suspiró, envolvió con manos temblorosas las joyas en un pañuelo, y sin decir una sola palabra, sin inclinar siquiera la cabeza, salió a la calle.


Abriose la puerta de la habitación vecina y entró Kolpakov. Estaba pálido y sacudía nerviosamente la cabeza, como si acabase de tomar algo muy agrio. En sus ojos brillaban unas lágrimas.


-¿Qué joyas me ha regalado usted? -se arrojó sobre él Pasha-. ¿Cuándo lo hizo, dígame?


-Joyas... ¡Qué importancia tienen las joyas! -replicó Kolpakov, sacudiendo la cabeza-. ¡Dios mío! Ha llorado ante ti, se ha humillado...


-¡Le pregunto cuándo me ha regalado alguna joya! -gritó Pasha.


-Dios mío, ella, tan honrada, tan orgullosa, tan pura... Hasta quería ponerse de rodillas ante... esta mujerzuela. ¡Y yo la he llevado hasta este extremo! ¡Lo he consentido!


Se llevó las manos a la cabeza y gimió:


-No, nunca me lo perdonaré. ¡Nunca! ¡Apártate de mí... canalla! -gritó con asco, haciéndose atrás y alejando de sí a Pasha con manos temblorosas-. Quería ponerse de rodillas... ¿ante quién? ¡Ante ti! ¡Oh, Dios mío!


Se vistió rápidamente y con un gesto de repugnancia, tratando de mantenerse alejado de Pasha, se dirigió a la puerta y desapareció.


Pasha se tumbó en la cama y rompió en sonoros sollozos. Sentía ya haberse desprendido de sus joyas, que había entregado en un arrebato, y se creía ofendida. Recordó que tres años antes un mercader la había golpeado sin razón alguna, y su llanto se hizo aún más desesperado.

Dos cuentos de Raymond Carver

VECINOS

Raymond Carver

Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero de vez en cuando se sentían que solamente ellos, en su círculo, habían sido pasados por alto, de alguna manera, dejando que Bill se ocupara de sus obligaciones de contador y Arlene ocupada con sus faenas de secretaria. Charlaban de eso a veces, principalmente en comparación con las vidas de sus vecinos Harriet y Jim Stone. Les parecía a los Miller que los Stone tenían una vida más completa y brillante. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando fiestas en su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el trabajo de Jim.

Los Stone vivían enfrente del vestíbulo de los Miller. Jim era vendedor de una compañía de recambios de maquinaria, y frecuentemente se las arreglaba para combinar sus negocios con viajes de placer, y en esta ocasión los Stone estarían de vacaciones diez días, primero en Cheyenne, y luego en Saint Louis para visitar a sus parientes. En su ausencia, los Millers cuidarían del apartamento de los Stone, darían de comer a Kitty, y regarían las plantas.

Bill y Jim se dieron la mano junto al coche. Harriet y Arlene se agarraron por los codos y se besaron ligeramente en los labios.

—¡Divertíos! — dijo Bill a Harriet.

—Desde luego — respondió Harriet — Divertíos también.

Arlene asintió con la cabeza.

Jim le guiñó un ojo.

—Adiós Arlene. ¡Cuida mucho a tu maridito!

—Así lo haré — respondió Arlene.

—¡Divertíos! dijo Bill.

—Por supuesto — dijo Jim sujetando ligeramente a Bill del brazo — Y gracias de nuevo.

Los Stone dijeron adiós con la mano al alejarse en su coche, y los Miller les dijeron adiós con la mano también.

—Bueno, me gustaría que fuéramos nosotros — dijo Bill.

—Bien sabe Dios lo que nos gustaría irnos de vacaciones — dijo Arlene. Le cogió del brazo y se lo puso alrededor de su cintura mientras subían las escaleras a su apartamento.

Después de cenar Arlene dijo:

—No te olvides. Hay que darle a Kitty sabor de hígado la primera noche — Estaba de pie en la entrada a la cocina doblando el mantel hecho a mano que Harriet le había comprado el año pasado en Santa Fe.

Bill respiró profundamente al entrar en el apartamento de los Stone. El aire ya estaba denso y era vagamente dulce. El reloj en forma de sol sobre la televisión indicaba las ocho y media. Recordó cuando Harriet había vuelto a casa con el reloj; cómo había venido a su casa para mostrárselo a Arlene meciendo la caja de latón en sus brazos y hablándole a través del papel del envoltorio como si se tratase de un bebé.

Kitty se restregó la cara con sus zapatillas y después rodó en su costado pero saltó rápidamente al moverse Bill a la cocina y seleccionar del reluciente escurridero una de las latas colocadas. Dejando a la gata que escogiera su comida, se dirigió al baño. Se miró en el espejo y a continuación cerró los ojos y volvió a mirarse. Abrió el armarito de las medicinas. Encontró un frasco con pastillas y leyó la etiqueta: Harriet Stone. Una al día según las instrucciones — y se la metió en el bolsillo. Regresó a la cocina, sacó una jarra de agua y volvió al salón. Terminó de regar, puso la jarra en la alfombra y abrió el aparador donde guardaban el licor. Del fondo sacó la botella de Chivas Regal. Bebió dos veces de la botella, se limpió los labios con la manga y volvió a ponerla en el aparador.

Kitty estaba en el sofá durmiendo. Apagó las luces, cerrando lentamente y asegurándose que la puerta estaba cerrada. Tenía la sensación que se había dejado algo.

—¿Qué te ha retenido? — dijo Arlene. Estaba sentada con las piernas cruzadas, mirando televisión.

—Nada. Jugando con Kitty — dijo él, y se acercó a donde estaba ella y le tocó los senos.

—Vámonos a la cama, cariño — dijo él.

Al día siguiente Bill se tomó solamente diez minutos de los veinte y cinco permitidos en su descanso de por la tarde y salió a las cinco menos cuarto. Estacionó el coche en el estacionamiento en el mismo momento que Arlene bajaba del autobús. Esperó hasta que ella entró en el edificio, entonces subió las escaleras para alcanzarla al descender del ascensor.

—¡Bill! Dios mío, me has asustado. Llegas temprano — dijo ella.

Se encogió de hombros. No había nada que hacer en el trabajo —dijo él. Le dejo que usará su llave para abrir la puerta. Miró a la puerta al otro lado del vestíbulo antes de seguirla dentro.

—Vámonos a la cama — dijo él.

—¿Ahora? — rió ella — ¿Qué te pasa?

—Nada. Quítate el vestido — La agarró toscamente, y ella le dijo:

—¡Dios mío! Bill

Él se quitó el cinturón. Más tarde pidieron comida china, y cuando llegó la comieron con apetito, sin hablarse, y escuchando discos.

—No nos olvidemos de dar de comer a Kitty — dijo ella.

—Estaba en este momento pensando en eso — dijo él — Iré ahora mismo.

Escogió una lata de sabor de pescado, después llenó la jarra y fue a regar. Cuando regresó a la cocina, la gata estaba arañando su caja. Le miró fijamente antes de volver a su caja—dormitorio. Abrió todos los gabinetes y examinó las comidas enlatadas, los cereales, las comidas empaquetadas, los vasos de vino y de cocktail, las tazas y los platos, las cacerolas y las sartenes. Abrió el refrigerador. Olió el apio, dio dos mordiscos al queso, y masticó una manzana mientras caminaba al dormitorio. La cama parecía enorme, con una colcha blanca de pelusa que cubría hasta el suelo. Abrió el cajón de una mesilla de noche, encontró un paquete medio vació de cigarrillos, y se los metió en el bolsillo. A continuación se acercó al armario y estaba abriéndolo cuando llamaron a la puerta. Se paró en el baño y tiró de la cadena al ir a abrir la puerta.

—¿Qué te ha retenido tanto? — dijo Arlene — Llevas más de una hora aquí.

—¿De verdad? — respondió él.

—Sí, de verdad — dijo ella.

—Tuve que ir al baño — dijo él.

—Tienes tu propio baño — dijo ella.

—No me pude aguantar — dijo él.

Aquella noche volvieron a hacer el amor.

Por la mañana hizo que Arlene llamara por él. Se dio una ducha, se vistió, y preparó un desayuno ligero. Trató de empezar a leer un libro. Salió a dar un paseo y se sintió mejor. Pero después de un rato, con las manos todavía en los bolsillos, regresó al apartamento. Se paró delante de la puerta de los Stone por si podía oír a la gata moviéndose. A continuación abrió su propia puerta y fue a la cocina a por la llave.

En su interior parecía más fresco que en su apartamento, y más oscuro también. Se preguntó si las plantas tenían algo que ver con la temperatura del aire. Miró por la ventana, y después se movió lentamente por cada una de las habitaciones considerando todo lo que se le venía a la vista, cuidadosamente, un objeto a la vez. Vio ceniceros, artículos de mobiliario, utensilios de cocina, el reloj. Vio todo. Finalmente entró en el dormitorio, y la gata apareció a sus pies. La acarició una vez, la llevó al baño, y cerró la puerta.

Se tumbó en la cama y miró al techo. Se quedó un rato con los ojos cerrados, y después movió la mano por debajo de su cinturón. Trató de acordarse qué día era. Trató de recordar cuando regresaban los Stone, y se preguntó si regresarían algún día. No podía acordarse de sus caras o la manera cómo hablaban y vestían. Suspiró y con esfuerzo se dio la vuelta en la cama para inclinarse sobre la cómoda y mirarse en el espejo.

Abrió el armario y escogió una camisa hawaiana. Miró hasta encontrar unos pantalones cortos, perfectamente planchados y colgados sobre un par de pantalones de tela marrón. Se mudó de ropa y se puso los pantalones cortos y la camisa. Se miró en el espejo de nuevo. Fue a la sala y se puso una bebida y comenzó a beberla de vuelta al dormitorio. Se puso una camisa azul, un traje oscuro, una corbata blanca y azul, zapatos negros de punta. El vaso estaba vacío y se fue para servirse otra bebida.

En el dormitorio de nuevo, se sentó en una silla, cruzó las piernas, y sonrió observándose a sí mismo en el espejo. El teléfono sonó dos veces y se volvió a quedar en silencio. Terminó la bebida y se quitó el traje. Rebuscó en el cajón superior hasta que encontró un par de medias y un sostén. Se puso las medias y se sujetó el sostén, después buscó por el armario para encontrar un vestido. Se puso una falda blanca y negra a cuadros e intentó subirse la cremallera. Se puso una blusa de color vino tinto que se abotonaba por delante. Consideró los zapatos de ella, pero comprendió que no le entrarían. Durante un buen rato miró por la ventana del salón detrás de la cortina. A continuación volvió al dormitorio y puso todo en su sitio.

No tenía hambre. Ella no comió mucho tampoco. Se miraron tímidamente y sonrieron. Ella se levantó de la mesa y comprobó que la llave estaba en la estantería y a continuación se llevó los platos rápidamente. Él se puso de pie en el pasillo de la cocina y fumó un cigarrillo y la miró recogiendo la llave.

—Ponte cómodo mientras voy a su casa — dijo ella — Lee el periódico o haz algo — Cerró los dedos sobre la llave. Parecía, dijo ella, algo cansado.

Trató de concentrarse en las noticias. Leyó el periódico y encendió la televisión. Finalmente, fue al otro lado del vestíbulo. La puerta estaba cerrada.

—Soy yo. ¿Estás todavía ahí, cariño? — llamó él.

Después de un rato la cerradura se abrió y Arlene salió y cerró la puerta.

—¿Estuve mucho tiempo aquí? — dijo ella.

—Bueno, sí estuviste — dijo él.

—¿De verdad? — dijo ella — Supongo que he debido estar jugando con Kitty.

La estudió, y ella desvió la mirada, su mano estaba apoyada en el pomo de la puerta.

—Es divertido — dijo ella — Sabes, ir a la casa de alguien más así. — Asintió con la cabeza, tomó su mano del pomo y la guió a su propia puerta. Abrió la puerta de su propio apartamento.

—Es divertido — dijo él.

Notó hilachas blancas pegadas a la espalda del suéter y el color subido de sus mejillas. Comenzó a besarla en el cuello y el cabello y ella se dio la vuelta y le besó también.

—¡Jolines! — dijo ella — Jooliines — cantó ella con voz de niña pequeña aplaudiendo con las manos — Me acabo de acordar que me olvidé real y verdaderamente de lo que había ido a hacer allí. No di de comer a Kitty ni regué las plantas. Le miró —¿No es eso tonto? — No lo creo — dijo él — Espera un momento. Recogeré mis cigarrillos e iré contigo.

Ella esperó hasta que él había cerrado con llave su puerta, y entonces se cogió de su brazo en su músculo y dijo:

—Me imagino que te lo debería decir. Encontré unas fotografías.

Él se paró en medio del vestíbulo.

—¿Qué clase de fotografías?

—Ya las verás tú mismo — dijo ella y le miró con atención.

—No estarás bromeando — sonrió él — ¿Dónde?

—En un cajón — dijo ella.

—No bromeas — dijo él.

Y entonces ella dijo:

—Tal vez no regresarán — e inmediatamente se sorprendió de sus palabras.

—Pudiera suceder — dijo él — Todo pudiera suceder.

—O tal vez regresarán y … — pero no terminó.

Se cogieron de la mano durante el corto camino por el vestíbulo, y cuando él habló casi no se podía oír su voz.

—La llave — dijo él — Dámela.

—¿Qué? — dijo ella — Miró fijamente a la puerta.

—La llave — dijo él — Tú tienes la llave.

—¡Dios mío! — dijo ella — Dejé la llave dentro.

—Él probó el pomo. Estaba cerrado con llave. A continuación intentó mover el pomo. No se movía. Sus labios estaban apartados, y su respiración era dificultosa. Él abrió sus brazos y ella se le echó en ellos.

—No te preocupes — le dijo al oído — Por Dios, no te preocupes.

Se quedaron allí. Se abrazaron. Se inclinaron sobre la puerta como si fuera contra el viento, y se prepararon.


*** 


PEQUEÑAS COSAS

Temprano aquel día el tiempo cambió y la nieve se deshizo en agua sucia. Venas de nieve derretida descendían desde la ventanita a la altura del hombro que miraba hacia el patio trasero. Los automóviles salpicaban nieve afuera, donde estaba oscureciendo. Pero adentro también estaba oscureciendo.

Él estaba en el dormitorio metiendo ropas en una maleta cuando ella apareció en la puerta.

— ¡Estoy feliz de que te vayas! ¡Estoy feliz de que te vayas! —dijo—. ¿Escuchas?

Él continuó metiendo sus cosas en la maleta.

¡Hijo de perra! ¡Estoy tan feliz de que te vayas! —empezó a llorar—. Ni siquiera puedes mirarme a la cara, ¿verdad?

Entonces notó la fotografía del bebé sobre la cama y la tomó.

Él la miró y ella enjugó sus ojos y lo miró fijamente antes de dar la vuelta y regresar al living.

— Devuélveme eso —dijo él.

— Sólo toma tus cosas y ándate —dijo ella.

Él no respondió. Cerró la maleta, se puso el abrigo, echó una mirada al dormitorio antes de apagar la luz. Luego salió al living.

Ella estaba de pie a la entrada de la pequeña cocina, con el bebé en brazos.

— Quiero al bebé —dijo él.

— ¿Estás loco?

— No, pero quiero al bebé. Mandaré a alguien a que venga por sus cosas.

— Tú no tocas este bebé —dijo ella.

El bebé había empezado a llorar y ella le quitó la manta alrededor de su cabeza.

— Oh, oh —dijo ella, mirando al niño.

Él dio un paso hacia ella.

— ¡Por el amor de Dios! —dijo ella. Retrocedió hacia el interior de la cocina.

— Quiero el bebé.

— ¡Sal de aquí!

Ella se volvió y trató de mantener al bebé en un rincón detrás de la cocina.

Pero él avanzó. Alcanzó el otro lado de la cocina y apretó sus manos al bebé.

— Suéltalo —dijo él.

— ¡Márchate, márchate! —gritó ella.

El bebé estaba enrojecido y gritando. En el forcejeo tiraron un florero que colgaba detrás de la cocina.

Entonces él la apretó contra la pared, tratando de quebrar su resistencia. Agarró al bebé y presionó con todo su peso.

— Suéltalo —dijo él.

— No —dijo ella—. Estás lastimando al bebé —dijo.

— No estoy lastimando al bebé —dijo él.

Por la ventana de la cocina no entraba luz. En la casi oscuridad, él se ocupó de los dedos apuñados de ella con una mano y con la otra tomó al bebé llorando por debajo de un brazo, cerca del hombro.

Ella sintió sus dedos siendo forzados a abrirse. Ella sintió al bebé alejándosele.

— ¡No! —gritó al mismo tiempo que sus manos cedían.

Ella tendría este bebé. Intentó agarrar al bebé del otro brazo. Lo tomó por la muñeca y se echó hacia atrás.

Pero él no lo soltaría. Sintió al bebé escapándosele de las manos y tiró muy fuerte.De esta manera, la cuestión quedó resuelta.

Dos cuentos de O'Henry

EL VALOR DE UN DÓLAR

O. Henry

Una mañana, al pasar revista a su correspondencia, el juez federal del distrito de Río Grande encontró la siguiente carta:

Juez:

Cuando me condenó usted a cuatro años, me endilgó un sermón. Entre otros epítetos, me dedicó el de serpiente de cascabel. Tal vez lo sea, y a eso se debe el que ahora me oiga tintinear. Un año después de que me pusieran a la sombra, murió mi hija, dicen que por culpa de la pobreza y la infelicidad. Usted, juez, también tiene una hija, y yo voy a hacer que sepa lo que se siente al perderla. También voy a picar a ese fiscal que habló en mi contra. Ahora estoy libre, y me toca volver a cascabelear El papel me sienta bien. No diré más. Este es mi sonido. Cuidado con la mordedura.

Respetuosamente suyo,

Serpiente de Cascabel


El juez Derwent dejó la carta de lado, sin preocuparse. Recibir esa clase de cartas, de proscritos que habían pasado por el tribunal, no era ninguna novedad. No se sintió alarmado. Más tarde le enseñó la carta a Littlefield, el joven fiscal del distrito que estaba incluido en la amenaza, pues el juez era muy puntilloso en todo lo concerniente a las relaciones profesionales.


Por lo que se refería a él, Littlefield dedicó al cascabeleo del remitente una sonrisa desdeñosa; pero ante la alusión a la hija del juez, frunció el ceño, ya que pensaba casarse con Nancy Derwent el otoño siguiente.


Littlefield fue a ver al secretario del juzgado y revisó con él los expedientes. Decidieron que la carta debía de provenir de México Sam, un mestizo forajido que vivía en la frontera y había sido encarcelado por asesinato cuatro años atrás. Al correr de los días, Littlefield fue absorbido por tareas oficiales, y el cascabeleo de la serpiente vengadora cayó en el olvido.


El tribunal llevaba a cabo sus sesiones en Brownsville. La mayoría de los procesos consistían en acusaciones de contrabando, falsificación, robo a oficinas de correo y violaciones de las leyes federales a lo largo de la frontera. Uno de los acusados era un joven mexicano, Rafael Ortiz, que había sido sorprendido por un muy listo ayudante de sheriff en el momento de pasar un dólar de plata falso. En más de una ocasión se había sospechado de su rectitud, pero era ésta la primera vez que se tenían pruebas en su contra. Mientras esperaba el juicio, Ortiz languidecía placenteramente en la cárcel fumando cigarrillos negros. Kilpatrick, el ayudante del sheriff, entregó el dólar falso al fiscal del distrito en el despacho que éste tenía en el juzgado. Tanto el ayudante como un farmacéutico de reputación intachable estaban dispuestos a jurar que Ortiz había pagado una medicina con ese dólar. La moneda era una imitación burda, mate, maleable, y hecha principalmente de plomo. Era la víspera de la sesión dedicada al caso de Ortiz y el fiscal del distrito se encontraba preparándose para el juicio.


-No nos hará falta gastar un dineral en expertos para demostrar que la moneda es falsa, ¿verdad, Kil? -sonrió Littlefield al arrojar el dólar sobre la mesa, donde cayó sin más tintineo que el de una bola de masilla.


-Supongo que el material es tan bueno como el que puede hallarse en el calabozo -dijo el ayudante del sheriff aflojándose el correaje-. Lo tiene usted atrapado. Si hubiese sido una sola vez, podría pensarse que es uno de esos mexicanos incapaces de diferenciar el dinero bueno del falso; pero ese bribón pertenece a una banda de estafadores, lo puedo asegurar. Y por fin se me ha presentado la oportunidad de descubrirlo con las manos en la masa. Tiene una chica en los jacales de la ribera. La vi un día que estaba vigilándolo a él. Es preciosa, como una vaquilla colorada entre las flores.


Littlefield se guardó el dólar falso en el bolsillo y metió en un sobre los informes sobre el caso. Justo en ese momento apareció en el marco de la puerta un rostro brillante, encantador, franco y alegre como el de un muchacho. Era Nancy Derwent.


-Oh, Bob, ¿es cierto que el tribunal ha aplazado hasta mañana la sesión de hoy a las doce?


-Así es -dijo el fiscal del distrito-, y me alegro. Tengo que revisar un montón de fallos y...


-Muy propio de ti. ¡Me sorprendería que tú y mi padre se pasaran un día sin mirar códigos y expedientes! Quiero que esta tarde me lleves a cazar chorlitos. En Long Prairie abundan. ¡Por favor, no te niegues! Me gustaría probar mi nueva escopeta de repetición. He ordenado en el establo que enganchen a Fly y a Bess al calesín: son los que mejor soportan los tiros. Estaba segura de que vendrías.


Tenían planeado casarse en otoño. El idilio estaba en su momento crucial. Aquel día -o, mejor, aquella tarde- los chorlitos ganaron la partida a los volúmenes encuadernados en becerro. Littlefield empezó a apartar sus papeles.


Llamaron a la puerta. Kilpatrick abrió. Una hermosa muchacha, de ojos oscuros y piel de tinte ligeramente alimonado, entró en el despacho. Un mantón oscuro le cubría la cabeza y le rodeaba el cuello.


Comenzó a hablar en español con la voluble música melancólica de un arroyo plañidero. Littlefield no entendía el idioma. El ayudante sí, de modo que tradujo parte por parte, alzando la mano de vez en cuando para detener a la muchacha y confirmar alguna palabra.


-Ha venido a verlo a usted, míster Littlefield. Se llama Joya Treviñas. Quiere hablarle de... Bueno, tiene algo que ver con Rafael Ortiz. Es..., es la chica de él. Dice que es inocente. Dice que fue ella la que fabricó el dinero y consiguió que él lo pasara. No le crea, míster Littlefield. Estas mexicanas son así: cuando les gusta un hombre, son capaces de mentir, robar y matar por él. ¡No confíe nunca en una mujer enamorada!


-¡Míster Kilpatrick!


La indignada exclamación de Nancy Derwent llevó al ayudante a deshacerse en excusas por haber expresado mal sus propias ideas, tras lo cual siguió traduciendo.


-Dice que no le importa ir a la cárcel si lo dejan a él en libertad. Dice que la había atacado una fiebre y el médico aseguró que moriría si no tomaba una medicina. Fue por eso que él pagó con el dólar falso en la farmacia. Dice que eso le salvó la vida. No me cabe duda de que se deshace por su Rafael; habla mucho de amor y otras cosas que a usted no le interesan.


Al fiscal del distrito la historia le sonaba conocida.


-Contéstele -dijo- que no puedo hacer nada. El caso será juzgado mañana, y la defensa deberán hacerla ante el tribunal.


Nancy Derwent no era tan inflexible. Había estado mirando alternativamente a Joya Treviñas y a Littlefield con benévolo interés. El ayudante repitió a la muchacha las palabras del fiscal. Ella pronunció un par de frases en voz baja, se ciñó el mantón en torno al rostro y se marchó.


-¿Qué dijo al final? -preguntó el fiscal.


-Nada fuera de lo corriente -respondió el ayudante-. A ver...: «Si alguna vez estuviera en peligro la muchacha que amas, acuérdate de Rafael Ortiz».


Kilpatrick se alejó por el pasillo rumbo al despacho de su superior.


-¿No puedes hacer nada por ellos, Bob? -preguntó Nancy-. ¡No es justo arruinar la felicidad de dos vidas por un mísero dólar! Él lo hizo para salvarla. ¿Acaso la ley no conoce la compasión?


-En la jurisprudencia no hay sitio para ella, Nan -dijo Littlefield-, y menos aún en la labor del fiscal, que se atiende a los hechos. Te prometo que el alegato no será furibundo. Pero ese hombre está condenado de antemano. Hay testigos dispuestos a jurar que ha pasado un dólar falso. Y yo tengo ese dólar en el bolsillo, con la etiqueta de «Prueba A». En el jurado no hay ningún mexicano, y declararán culpable a míster Truco sin pestañear siquiera.


* * *


La tarde se presentaba perfecta para cazar chorlitos y, con la excitación del deporte, fueron olvidados el caso de Rafael y el dolor de Joya Treviñas. El fiscal y Nancy Derwent dejaron atrás la ciudad y recorrieron cinco kilómetros por un camino de blanda hierba verde, para después atravesar el declive de un prado hacia una apretada hilera de árboles que bordeaban el arroyo de Piedra. Más allá se extendía Long Prairie, lugar ideal para cazar chorlitos. Al acercarse a la corriente, oyeron, a su derecha, el galope de un caballo y vieron a un jinete de pelo negro y piel atezada que cabalgaba hacia los árboles en una línea sesgada, como si hubiese estado siguiéndolos.


-He visto a ese hombre en algún sitio -dijo Littlefield, que era buen fisonomista-, pero no recuerdo exactamente dónde. Supongo que será algún ranchero que ha tomado un atajo.


Pasaron en Long Prairie una hora, disparando desde el calesín. Nancy Derwent, una activa muchacha del Oeste criada al aire libre, estaba encantada con su escopeta de doce cartuchos. Había cobrado el doble de piezas que su compañero.


Iniciaron el regreso con un trote tranquilo. A unos cien metros del arroyo de Piedra un hombre emergió entre los árboles en dirección a ellos.


-Parece el mismo que hemos visto antes -observó Nancy.


Al acortarse la distancia que los separaba, el fiscal del distrito, con los ojos fijos en el jinete, tiró bruscamente de las riendas. El sujeto había sacado un Winchester de la funda que llevaba en la silla y se lo acomodaba en el brazo.


-¡Ahora te reconozco, México Sam! -farfulló Littlefield-. Eras tú el que hacía sonar los cascabeles en aquella carta tan amable.


México Sam se ocupó de no dejar lugar a dudas. Era ducho en el manejo de armas de fuego, de modo que cuando se encontró a una distancia apropiada para un fusil, pero demasiado grande para una escopeta, apuntó con el Winchester y abrió fuego sobre los ocupantes del calesín.


La primera bala se incrustó en el respaldo del asiento, en el espacio de cinco centímetros que había entre los hombros de Littlefield y miss Derwent. La segunda pasó entre el tablero y el pantalón del fiscal.


El fiscal instó a Nancy a que se agachara. Ella estaba un poco pálida, pero no hizo preguntas. Poseía ese instinto de la gente de frontera, que acepta las situaciones de emergencia sin gastar palabras superfluas. Empuñaron las armas, y Littlefield tomó apresuradamente un puñado de los cartuchos que había en una caja y se lo metió en el bolsillo.


-Mantente detrás de los caballos, Nan -ordenó-. Ese tipo es un rufián que hace años mandé a prisión. Pretende vengarse. Sabe que a esta distancia no le podemos hacer daño.


-Muy bien, Bob -dijo Nancy con firmeza-. No tengo miedo. Pero cúbrete tú también. ¡So, Bess! ¡Quédate quieta!


Acarició la melena de Bess. Littlefield preparó su escopeta mientras rogaba que el forajido se aproximara.


Pero México Sam pensaba cumplir la venganza sin arriesgarse. No tenía nada de chorlito. Su ojo experto trazó una circunferencia imaginaria alrededor del área de alcance de una escopeta y se mantuvo dentro de esa línea. Movió su caballo a la derecha y, en el momento en que los acosados buscaban cambiar de posición detrás de los arreos de sus equinos, traspasó de un tiro el sombrero del fiscal. En una ocasión calculó mal y sobrepasó el margen. La escopeta de Littlefield relampagueó y México Sam agachó la cabeza ante el inofensivo rocío de los perdigones. Algunos de éstos alcanzaron al caballo, que enseguida retrocedió a la línea de seguridad.


El forajido volvió a hacer fuego. Nancy Derwent dejó escapar un grito apagado. Littlefield se volvió con los ojos encendidos y vio que la muchacha tenía un hilo de sangre en la mejilla.


-No estoy herida, Bob... Ha sido una astilla. Creo que ha dado a uno de los radios de la rueda.


-¡Dios! -rugió Littlefield-. Si por lo menos tuviera perdigones zorreros.


El rufián aquietó a su caballo y apuntó cuidadosamente. Fly lanzó un bufido y cayó con su arnés, herido en el cuello. Bess, convencida de que ya no se trataba de cazar chorlitos, logró desengancharse y se alejó a galope tendido. México Sam atravesó de un balazo el costado de la cazadora de Nancy.


-¡Échate! ¡Échate! -gritó Littlefield-. Más cerca del caballo... Cuerpo a tierra... Así -casi la aplastó contra la hierba detrás del cuerpo caído de Fly. Por más extraño que parezca en ese instante le volvieron a la mente las palabras de la joven mexicana: «Si alguna vez estuviera en peligro la muchacha que amas, acuérdate de Rafael Ortiz».


Littlefield soltó una exclamación.


-¡Asómate sobre el lomo del caballo y dispárale, Nan! ¡Dispara todo lo rápido que puedas! No conseguirás nada, pero mantenle ocupado un minuto mientras pongo en práctica una idea.


Nancy miró de reojo a Littlefield y le vio sacar el cortaplumas del bolsillo y abrirlo. Luego se dispuso a obedecer las órdenes y comenzó a disparar una y otra vez sobre el enemigo.


México Sam esperó pacientemente a que acabaran los inocuos fuegos de artificio. Tenía mucho tiempo y ninguna intención de recibir una perdigonada en el ojo mientras, con un poco de cautela, pudiese evitarlo. Se cubrió el rostro con el recio sombrero Stetson hasta que cesaron los tiros. Luego se acercó más y apuntó meticulosamente a lo que podía ver de sus víctimas detrás del caballo.


Ninguna de ellas se movía. Espoleó a su animal para que avanzara. Vio que el fiscal hincaba una rodilla en tierra y apuntaba cuidadosamente. Se bajó el sombrero y aguardó la leve andanada de bolitas.


El disparo tronó pesadamente. México Sam suspiró, se dobló en dos y cayó muy despacio de su caballo, como una serpiente de cascabel sin vida.


A las diez de la mañana siguiente se inició la sesión del tribunal y fue convocado el proceso de la Unión contra Rafael Ortiz. El fiscal del distrito, con un brazo en cabestrillo, se puso de pie y se dirigió al juez.


-Si su señoría lo permite -dijo-, desearía solicitar el sobreseimiento del caso que nos ocupa. Aun cuando el acusado pudiese ser culpable, el gobierno no tiene en sus manos pruebas suficientes para llevar adelante el proceso. La moneda falsa a causa de la cual éste fue iniciado ya no se encuentra disponible como evidencia. Por lo tanto solicito que la demanda sea anulada.


Durante el intervalo de mediodía Kilpatrick visitó la oficina del fiscal.


-Vengo de echarle una mirada al viejo México Sam -dijo el ayudante del sheriff-. Han traído el cadáver. La verdad es que el viejo México era un hueso duro. Los muchachos se preguntan con qué le disparó usted. Algunos dicen que han de haber sido clavos. Jamás tuve en mis manos una escopeta capaz de hacer los agujeros que hay en ese cuerpo.


-Le disparé -dijo el fiscal- con la «Prueba A» de su proceso por falsificación. Ha sido una suerte para mí, y para alguien más, que la moneda fuera tan burda. No me dio ningún trabajo despedazarla. Oiga, Kil, ¿no podría bajar a los jacales y averiguar dónde vive esa joven mexicana? Miss Derwent se lo agradecerá.





REGALO DE REYES





Degás. Mujer peinándose

Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.

Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.

Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.

Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de "Señor James Dillingham Young".

La palabra "Dillingham" había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de "Dillingham" se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde "D". Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían "Jim" y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.

Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad -algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.

Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.

La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.

Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.

Donde se detuvo se leía un cartel: "Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases". Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la "Sofronie" indicada en la puerta.

-¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia.

-Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.

La áurea cascada cayó libremente.

-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con manos expertas.

-Démelos inmediatamente -dijo Delia.

Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim.

Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto... tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.

Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.

A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.

"Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?."

A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.

Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: "Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita".

La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.

Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.

Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.

-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime "Feliz Navidad" y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!

-¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.

-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?

Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.

-¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.

-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.

Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.

Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.

-No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.

Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del departamento.

Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.

Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:

-¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!

Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:

-¡Oh, oh!

Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.

-¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.

En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.

-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.

Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios -maravillosamente sabios- y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un departamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos

Comienzo de La casa encendida, de Luis Rosales

LA CASA ENCENDIDA

Luis Rosales

I


Porque todo es igual y tú lo sabes,

has llegado a tu casa y has cerrado la puerta

con aquel mismo gesto con que se tira un día,

con que se quita la hoja atrasada al calendario

cuando todo es igual y tú lo sabes.

Has llegado a tu casa,

y, al entrar,

has sentido la extrañeza de tus pasos

que estaban ya sonando en el pasillo antes de que llegaras,

y encendiste la luz, para volver a comprobar

que todas las cosas están exactamente colocadas, como estarán dentro de un año,

y después,

te has bañado, respetuosa y tristemente, lo mismo que un suicida,

y has mirado tus libros como miran los árboles sus hojas,

y te has sentido solo,

humanamente solo,

definitivamente solo porque todo es igual y tú lo sabes.

Has llegado a tu casa,

y ahora querrías saber para qué sirve estar sentado,

para qué sirve estar sentado igual que un náufrago

entre tus pobres cosas cotidianas.

Sí, ahora quisiera yo saber

para qué sirven el gabinete nómada y el hogar que jamás se ha encendido,

y el Belén de Granda

– el Belén que fue niño cuando nosotros todavía nos dormíamos cantando –

y para qué puede servir esta palabra: ahora

esta palabra misma “ahora”,

cuando empieza la nieve,

cuando nace la nieve,

cuando crece la nieve en una vida que quizás está siendo la mía,

en una vida que no tiene memoria perdurable,

que no tiene mañana,

que no conoce apenas si era clavel, si era rosa,

si fue azucenamente hacia la tarde.

Sí, ahora

me gustaría saber para qué sirve este silencio que me rodea,

este silencio que es como un luto de hombres solos,

este silencio que yo tengo,

este silencio

que cuando Dios lo quiere se nos cansa en el cuerpo,

se nos lleva,

se nos duerme a morir,

porque todo es igual y tú lo sabes.

Oliverio Girondo, Espantapájaros.

Oliverio Girondo

ESPANTAPÁJAROS


No se me importa un pito que las mujeres

tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;

un cutis de durazno o de papel de lija.

Le doy una importancia igual a cero,

al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco

o con un aliento insecticida.

Soy perfectamente capaz de soportarles

una nariz que sacaría el primer premio

en una exposición de zanahorias;

¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible


- no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar.

Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!

Ésta fue -y no otra- la razón de que me enamorase,

tan locamente, de María Luisa.

¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos?


¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo

y sus miradas de pronóstico reservado?

¡María Luisa era una verdadera pluma!

Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina,

volaba del comedor a la despensa.

Volando me preparaba el baño, la camisa.

Volando realizaba sus compras, sus quehaceres...

¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando,

de algún paseo por los alrededores!

Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado.

"¡María Luisa! ¡María Luisa!"... y a los pocos segundos,

ya me abrazaba con sus piernas de pluma,

para llevarme, volando, a cualquier parte.

Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia

que nos aproximaba al paraíso;

durante horas enteras nos anidábamos en una nube,

como dos ángeles, y de repente,

en tirabuzón, en hoja muerta,

el aterrizaje forzoso de un espasmo.

¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera...,

aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas!

¡Que voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes...

la de pasarse las noches de un solo vuelo!

Después de conocer una mujer etérea,

¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre?


¿Verdad que no hay diferencia sustancial

entre vivir con una vaca o con una mujer

que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?

Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender

la seducción de una mujer pedestre,

y por más empeño que ponga en concebirlo,

no me es posible ni tan siquiera imaginar

que pueda hacerse el amor más que volando.