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domingo, 3 de noviembre de 2024

Canción de Black

Canción por Black (Colin Vearncombe):


 Aquí salgo al mar de nuevo.

El sol llena mi cabello

y los sueños cuelgan en el aire;

hay gaviotas en el cielo y en mis ojos azules.

Sabes que se siente injusto

que haya magia en todas partes


Mírame de pie

aquí solo otra vez

de pie, derecho bajo el sol.


No hay necesidad de correr y esconderse.

Es una vida maravillosa, maravillosa

No hay necesidad de reír y llorar.

Es una vida maravillosa, maravillosa.


Soles en tus ojos.

El calor está en tu cabello.

Parecen odiarte.

Porque estás ahí.

Y necesito una amiga,

oh, necesito una amiga

para hacerme feliz,

No quedarme aquí solo


Mírame de pie

Aquí solo otra vez

De pie, derecho bajo el sol


No hay necesidad de correr y esconderse

Es una vida maravillosa, maravillosa

No hay necesidad de reír y llorar

Es una vida maravillosa, maravillosa


Necesito una amiga

Oh, necesito una amiga

Para hacerme feliz

No tan solo

Mírame aquí

Aquí por mi cuenta otra vez

De pie bajo el sol


No hay necesidad de correr y esconderse

Es una vida maravillosa, maravillosa

No hay necesidad de reír y llorar

Es una vida maravillosa, maravillosa


No hay necesidad de correr y esconderse

Es una vida maravillosa, maravillosa

No hay necesidad de correr y esconderse

Es una vida maravillosa, maravillosa Vida

maravillosa, vida maravillosa


Here I go out to sea again

The sunshine fills my hair

And dreams hang in the air

Gulls in the sky and in my blue eyes

You know it feels unfair

There's magic everywhere


Look at me standing

Here on my own again

Up straight in the sunshine


No need to run and hide

It's a wonderful, wonderful life

No need to laugh and cry

It's a wonderful, wonderful life


Suns in your eyes

The heat is in your hair

They seem to hate you

Because you're there

And I need a friend

Oh, I need a friend

To make me happy

Not stand here on my own


Look at me standing

Here on my own again

Up straight in the sunshine


No need to run and hide

It's a wonderful, wonderful life

No need to laugh and cry

It's a wonderful, wonderful life


I need a friend

Oh, I need friend

To make me happy

Not so alone

Look at me here

Here on my own again

Up straight in the sunshine


No need to run and hide

It's a wonderful, wonderful life

No need to laugh and cry

It's a wonderful, wonderful life


No need to run and hide

It's a wonderful, wonderful life

No need to run and hide

It's a wonderful, wonderful life

Wonderful life, wonderful life

sábado, 2 de noviembre de 2024

Rudyard Kipling: La carga del hombre blanco, 1899

 Rudyard Kipling: La carga del hombre blanco, 1899

Este famoso poema, escrito por el poeta imperial británico, fue una respuesta a la toma de control de Filipinas por parte de Estados Unidos después de la Guerra Hispano-estadounidense.

Tomad la carga del Hombre Blanco--

Enviad a los mejores de vuestra raza-- Id

y atad a vuestros hijos al exilio

Para servir a las necesidades de vuestros cautivos;

Para esperar con pesados ​​arneses,

Sobre gente agitada y salvaje--

Vuestros pueblos recién capturados, hoscos,

Mitad diablo y mitad niño.


Tomad la carga del Hombre Blanco--

Con paciencia para aguantar,

Para velar la amenaza del terror

Y reprimir la exhibición de orgullo;

Con un discurso abierto y sencillo,

Cien veces dejado claro

Para buscar el beneficio de otro,

Y trabajar la ganancia de otro.


Tomad la carga del Hombre Blanco--

Las salvajes guerras de la paz--

Llenad la boca del Hambre

Y ordenad a la enfermedad que cese;

Y cuando vuestro objetivo esté más cerca

El fin buscado por otros,

Observad cómo la pereza y la locura pagana

Destruyen todas vuestras esperanzas.


Tomad la carga del Hombre Blanco--

No el gobierno sórdido de los reyes,

Sino el trabajo del siervo y el barrendero--

El cuento de las cosas comunes.

Los puertos a los que no entraréis,

los caminos que no pisaréis,

id, marcadlos con vuestros vivos,

y marcadlos con vuestros muertos.


Tomad la carga del Hombre Blanco--

Y cosechad su antigua recompensa:

La culpa de los que sois mejores,

El odio de los que guardáis--

El grito de las huestes que complacéis

(¡Ah, lentamente!) hacia la luz:--

"¿Por qué nos ha sacado de la esclavitud,

Nuestra amada noche egipcia?"


Tomad la carga del Hombre Blanco--

No os atreváis a rebajaros--

Ni a invocar demasiado fuerte la Libertad

Para disimular vuestro cansancio;

Por todo lo que lloréis o susurréis,

Por todo lo que dejéis o hagáis,

Los pueblos silenciosos y hoscos

Pesarán a vuestros dioses y a vosotros.


Tomad la carga del Hombre Blanco--

Acabad con los días infantiles--

El laurel ofrecido a la ligera,

La alabanza fácil, sin escrúpulos.

Viene ahora, para examinar vuestra hombría

A través de todos los años ingratos

Fríos, afilados por la sabiduría comprada a precio de oro, ¡

El juicio de vuestros pares!

domingo, 3 de marzo de 2024

El cementerio de la aldea, de Thomas Gray

 "El cementerio de la aldea"​ de Thomas Gray (1716-1771)

Traducción de Miguel Antonio Caro incluida en el libro Traducciones poéticas (1889).


Ya de la queda el toque reposado

Anuncia el fin del moribundo día,

Y por la loma el mugidor ganado

Camina lentamente á la alquería.


El cansado gañán por el sendero

Toma á su pobre choza con premura,


Y abandonando el universo entero

A mí lo deja y á la noche oscura.


Turbio, indistinto miro por doquiera

Borrarse ya el paisaje antes hermoso:

El viento duerme; en derredor impera

Quietud solemne, funeral reposo.


Y sólo se oye el vuelo y el zumbido

De la cigarra en los pelados cerros,

Y del rebaño en el lejano ejido

El soñoliento son de los cencerros;


O ya, de aquella torre que abrazada

La hiedra tiene con verdor lascivo,

Que alza á la luna blanca y argentada

Su amarga queja el buho pensativo,


Contra los que profanos y atrevidos

Quebrando con sus pasos el misterio

De estos bosques hojosos y escondidos,

Turban su antiguo y solitario imperio.


Bajo de aquellos álamos nudosos,

Del tejo melancólico á la sombra

Donde se alza en mogotes numerosos

El césped verde en desigual alfombra,


En su estrecha morada colocados

Bajo la humilde cruz que allí campea,

Descansan sin afanes ni cuidados,

Los rústicos abuelos de la aldea.


El leve soplo, el plácido gemido

Del viento en la aromática mañana;

La golondrina en el pajizo nido

Sus dulces trinos repitiendo ufana;


La aguda voz del gallo vigilante,

La ronca trompa y el clarín risueño,

No alcanzarán ya más un solo instante

A despertarlos de su eterno sueño.


No más para ellos el hogar sagrado

Dará su alegre fuego en el invierno,

Ni de la esposa el sin igual cuidado

Les mostrará su afán y afecto tierno;


Ni sus niños con pláticas sencillas

Esperarán con mágico embeleso,

Para trepar después á sus rodillas

Y disputar el envidiado beso.


¡Cuántas veces la espiga ya madura

Dobló á sus hoces la cerviz dorada!

¡Cuántas otras la gleba inerte y dura

Rompió su reja y quebrantó su azada!


¡Oh, cuál gozaban al lanzar con brío

En el abierto surco el rubio grano!

Y cómo resonaba el monte umbrío

Del hacha al golpe en su robusta mano!


No la ambición se mofe envanecida

Con insultante risa y gesto duro.


De los humildes goces de su vida,

Y destino pacífico y oscuro.


Ni escuche desdeñosa la grandeza,

A quien ciegos adoran los mortales,

Torciendo con desprecio la cabeza,

Del pobre los domésticos anales.


El fausto de alta alcurnia, el gran tesoro,

Y del poder la pompa soberana,

Y cuanto la hermosura y cuanto el oro

Dar han podido á la ambición humana,


Todo tiene la misma triste historia,

Todo en un mismo fin acaba y cesa,

Y la senda brillante de la gloria

Sólo conduce á la profunda huesa.


Ni los culpéis ¡oh vanos y orgullosos!

Si sus tumbas no adorna un monumento

Con trofeos lucidos y vistosos

Que á la voz de la fama den aliento.


En vasto templo, al esplendor radiante

De la luz que refleja en jaspe y oro,

Donde en la inmensa nave resonante

Se oye el clamor del órgano sonoro.


¿Pueden marmóreo busto, urna esculpida.

En donde el arte sus primores vierte,

Volver á dar respiración y vida

Al que duerme en el seno de la muerte


¿Pueden vagos y estériles honores

A esos huesos tornar su antiguo brío,

Y hacerse oír los ecos seductores

De la lisonja, en el sepulcro frío?


Talvez en ese sitio despreciado

Descansa un corazón noble y hermoso,

De sacro fuego celestial colmado,

Y lleno de entusiasmo generoso.


Talvez se pudren manos que pudieran

Regir el cetro augusto dignamente,

Que si las cuerdas de la lira hirieran,

Excitaran un éxtasis ferviente.


Pero á sus ojos el saber divino

Que guarda de los tiempos el tesoro,

Ni abrió su libro, ni mostró el camino

Que guía adonde crece el lauro de oro.


Su altiva inspiración con ceño adusto

Heló la triste y mísera pobreza,

Y la suerte secó con soplo injusto

El raudal que les dio naturaleza.


¡Cuánta perla gentil, rica y lozana.

De puro brillo y esplendor sereno,

Vedada siempre á la codicia humana

Guarda la mar en su profundo seno!


¡Ay, cuánta flor ostenta sus primores

En retirado valle sola y triste,


Y en medio de su aroma y sus colores

Nadie la mira y para nadie existe!


Aquí talvez un Hampden campesino

Yace, cuyo vigor y noble celo

Supieron contener en su camino

De la aldea al soberbio tiranuelo;


Algún oscuro Milton escondido

Cuya alma no inflamó fuego sagrado;

Un Cromwell para el mal desconocido,

Y de la sangre patria no manchado.


El aplauso arrancar con elocuencia

De un Senado suspenso á sus acentos,

Despreciar con heroica indiferencia

La flecha del dolor y los tormentos;


Sobre un país risueño y delicioso

Derramar la abundancia sin medida,

Leer su historia escrita en el gozoso

Rostro de una nación agradecida,


La suerte les vedó. Ceñidas fueron

Sus virtudes á límites estrechos,

Ni más allá sus faltas se extendieron

Del corto asilo de sus pobres techos.


Ni por sendas de víctimas cubiertas

Subieron á la cumbre soberana,

Ni de la tierna compasión las puertas

Cerraron nunca á la miseria humana.


Ni supieron ahogar con agonía

De la conciencia el grito penetrante,

Ni el incienso de dulce poesía

Rendir ante el altar del arrogante.


Lejos del mundo vil que despreciaron

Y de su hueco orgullo y desvarío,

Sus modestos deseos los salvaron

De locura, de error y de extravío.


Y por los valles frescos y frondosos

De la humana existencia, en el retiro,

Siguieron su camino silenciosos

Hasta exhalar el postrimer suspiro.


Mas para proteger de insulto impío

Estos huesos, aun miro levantadas

Pobres memorias que su polvo frío

Cubren con tosca gala ornamentadas.


Y contemplo en sus verdes sepulturas

Que cuidó amiga mano con esmero,

Rudos versos, informes esculturas

Que mueven á piedad al pasajero.


Una rústica Musa aquí ha grabado

Sus nombres y su edad, breve memoria

Que sustituye al canto levantado,

Y al rumor de la fama y de la gloria.


Y veo en otras piedras, entretanto

Que estas tristes reliquias examino,


Textos que nos ofrece el Libro Santo

Y enseñan á morir al campesino.


Porque ¿quién al mirarse condenado

A amarga soledad y eterno olvido,

Del todo y para siempre ha renunciado

A recordar las horas que ha vivido?


¿Quién, al perder el gozo y la alegría

Del claro sol y del brillante cielo,

No lanzó una mirada en su agonía

Y no tornó sus ojos hacia el suelo?


¡Ay! cuando el alma su morada deja,

Pide tierno cariño en su quebranto,

La turbia vista en lamentable queja

Demanda el dón de compasivo llanto.


Hasta en el fondo de la tumba helada

Su augusta voz levanta la Natura,

Y en las yertas cenizas abrigada

La llama está de amor y de lernura.


Tú, que haciendo memoria de los muertos

Sin honor á la tierra encomendados,

En estos versos, si sencillos, ciertos,

Sus vidas cuentas é inocentes hados;


Si un corazón simpático, embebido

Y á solas meditando aquí llegare,

Y por la suerte y fin que te ha cabido

Con cariñoso anhelo preguntare;


Talvez responda á su demanda pía

Un anciano pastor con triste acento:

"Aquí mil veces al rayar el día

Satisfecho le vimos y contento;


"Ya hollando con sus pasos presurosos

El rocío, á la brisa matutina,

Para gozar los rayos deliciosos

Del sol naciente en la gentil colina;


"O del flexible fresno al pie sentado,

Cuyas raíces viejas y torcidas

Se extienden caprichosas por el prado

En la grama vivaz entretejidas;


"De la mañana pura al fresco ambiente,

A la margen del plácido arroyuelo,

Contemplando el cristal de la corriente

Que retrata los árboles y el cielo.


"Ora en el bosque umbroso recostado

Con amargo desprecio sonreía,

Ora en sus pensamientos abismado

Los solitarios campos recorría;


"En ocasiones grave, en otras ledo.

Siempre en continua y desigual mudanza,

Ya inspirando piedad, ya horror y miedo,

Como herido de amor sin esperanza.


"Un día en la colina acostumbrada

Le perdimos de vista, y le buscámos,


Y la pradera verde y esmaltada

Y el árbol favorito visitamos.


"Y corrió un día más, y ni á la orilla

Del arroyo fugaz que frecuentaba,

Ni en el valle profundo que se humilla,

Ni en el alto collado se encontraba.


"Hasta que al otro, en procesión doliente

De la campana al son, con triste llanto,

Le vimos conducido lentamente

Por la senda que guía al campo santo.


"Acércate, y pues sabes, su destino

Leerás en la inscripción que ves escrita

En esa losa, bajo el viejo espino

Cuya desnuda copa el viento agita."


EPITAFIO


Aquí reposa, y la cansada frente

Reclina de la tierra sobre el seno,

Un mancebo ignorado de la gente,

A la Fortuna y á la Fama ajeno.


Su pobre cuna, y de su infancia el llanto

La ciencia no miró ceñuda y fría,

Y sobre él al nacer tendió su manto

La santa y celestial Melancolía.


Fué su alma noble y pura; fué sincero

Su corazón, y su piedad inmensa;


Y el cielo favorable y lisonjero,

Le concedió abundante recompensa.


De una sentida lágrima el consuelo—

Y era cuanto tenía— dio al mendigo;

Y mereció de la piedad del cielo—

Y era cuanto anhelaba— un buen amigo.


No su virtud y méritos explores

Escudriñando con afán curioso,

Ni pretendas sus frágiles errores

Sacar de este recinto pavoroso.


Los ha pesado en imparcial balanza

De la justicia el inflexible brazo,

Y reposan con trémula esperanza

De su padre y su Dios en el regazo.

miércoles, 30 de agosto de 2023

Siegfried Sassoon, Suicidio en las trincheras y otros poemas de guerra

 Siegfried Sasoon


SUICIDIO EN LAS TRINCHERAS


Conocí a un simple soldado

que sonreía ante la vida con alegría hueca;

dormía profundamente en la solitaria oscuridad

y silbaba temprano con la alondra.


En las trincheras invernales, acobardado y sombrío,

entre migajas y piojos y falto de ron,

se metió una bala en el cerebro.

Nadie volvió a hablar de él.


*⁠*⁠*⁠*⁠*


Ustedes, multitudes de cara acomodada y ojos vivos,

que aplauden cuando los muchachos soldados desfilan,

escabúllanse a casa y recen para que nunca sepan

adónde van la juventud y la risa.


ELLOS


El obispo nos dice: "Cuando los chicos regresen

no serán los mismos, porque habrán luchado

por una causa justa: encabezan el último ataque

al Anticristo; la sangre de sus camaradas ha comprado

un nuevo derecho a engendrar una raza honorable;

han desafiado a la Muerte y la han retado cara a cara."


-"¡Ninguno de nosotros somos los mismos!"- responden los chicos.

"Porque George perdió ambas piernas; y Bill tiene los ojos de piedra;

el pobre Jim tiene un disparo en los pulmones y le gustaría morir;

y Bert se ha vuelto sifilítico: no encontrarás

a un tipo que haya servido y que no haya encontrado algo cambiado..."

Y el obispo dijo: '¡Extraños son los caminos del Señor!"


CONSECUENCIAS


¿Ya lo has olvidado...?

Porque los acontecimientos del mundo han continuado retumbando desde aquellos días amordazados,

como el tráfico controlado en el cruce de las calles de la ciudad;

y el vacío atormentado en tu mente se ha llenado de pensamientos que fluyen

como nubes de luz iluminadas por el cielo de la vida; y eres un hombre indultado para ir,

tomando tu parte pacífica del Tiempo, con sobra de alegría.

Pero el pasado sigue siendo el mismo... y la guerra es un juego sangriento... 

¿Ya lo has olvidado...?

Mira hacia abajo y jura, por los caídos en la guerra, que nunca olvidarás.

¿Recuerdas los meses oscuros en los que controlaste el sector de Mametz...?

¿Las noches en las que vigilabas, cableabas, cavabas y apilabas sacos de arena en los parapetos?

¿Te acuerdas de las ratas? ¿Y del hedor

de cadáveres pudriéndose frente a la trinchera de primera línea...

y del blanco amanecer sucio y frío bajo una lluvia desesperada?

¿Alguna vez te detienes y preguntas: "¿Va a ocurrir todo otra vez?"


¿Recuerdas esa hora de estrépito antes del ataque...?

¿Y la ira, la compasión ciega que te invadió y sacudió, mientras

contemplabas los rostros condenados y demacrados de tus hombres?

¿Recuerdas las camillas que retrocedían tambaleándose

con ojos moribundos y cabezas colgando, esas máscaras de gris ceniza

en los muchachos que alguna vez fueron entusiastas, amables y alegres?

¿Lo olvidaste ya...?

Mira hacia arriba y jura, por el verdor de la primavera, que nunca olvidarás

domingo, 14 de mayo de 2023

Más poemas de Swinburne

Traducción de Armando Roa:


El Mar


Retornaré a ti, madre generosa y dulce,

amante de los hombres, escondida bajo las aguas del mar.

Hasta tus profundidades descenderé, lejos de los hombres,

pugnando por besarte y fundirme a ti,

por asirte en un feroz abrazo.

¡Oh madre hermosa y blanca, que en días pretéritos

naciste sin hermanos ni hermanas!

Haz que mi alma sea libre, como libre es la tuya.

¡Oh bella madre mía, ceñida por verdores,

bajo las aguas del mar, vestida por el sol y la lluvia,

tus besos dulces y resueltos son fuertes como el vino

y tu abrazo, como el dolor, es hondo y vasto!

Sálvame y ocúltame con todas tus olas,

encuentra una tumba para mí entre los miles de sepulcros

helados que albergas en tus profundidades

y que forjaste sin necesidad de los hombres para un mundo más puro.


Dormiré. surcaré tus agua junto a los barcos,

seguiré el curso de tus vientos y mareas,

mis labios harán un festín en la espuma de los tuyos;

contigo he de alzarme y hundirme.

Dormiré, sin preguntarme de dónde eres o adónde vas,

con mis ojos y mis cabellos plenos de vida,

como una rosa colmada hasta los bordes

de brillo, fragancia y orgullo.


Y si esta vestidura mortal, tejida por la noche y el día

alguna vez me fuese arrebatada,

desnudo y contento zarpará hacia tus confines,

lleno de vida, sensible a ti y a tus caminos,

libre del mundo, buscando refugio en tu hogar

engalanado de verdores y coronado por la espuma,

sintiendo el pulso de la vida en tus radas y bahías,

como una vena en el corazón de las corrientes marinas.


El Jardín de Proserpina


Aquí, donde el mundo se acalla;

aquí, donde todas las aflicciones

se agolpan como olas exhaustas,

o como un tumulto de muertas corrientes

en un dudoso sueño de sueños.

Veo crecer las verdes campiñas

entre sembradores y labradores,

en tiempos de cosecha y en tiempos de ciega;

un dormido mundo de arroyos.


Cansado estoy de la alegría y la tristeza,

de los hombres que ríen y lloran,

y del destino que aguarda a sus cosechas.

Los días y las horas me fastidian,

marchitos capullos de flores estériles,

y también los anhelos, poderes y deseos;

dormir, sólo quiero dormir.


Aquí la vida es vecina de la muerte;

lejos de la vista y del oído, en otras regiones,

resuena el sollozo de las olas y de los vientos

empujando al espíritu en frágiles embarcaciones.

A la deriva, sin rumbo fijo.

Mas aquí, del otro lado del mundo,

donde nada florece,

esos vientos no soplan.


Aquí no brotan hierbas ni malezas;

no hay brezos ni vid;

entre débiles juncos donde las hojas no crecen

sólo mustios capullos de amapola,

verdes racimos de Proserpina,

para que ella exprima su vino mortal

y lo entregue a los muertos.


Pálidos, innumerables, sin nombre,

inclinándose en sombríos campos de mieses

durante toda la noche,

esos muertos, como almas tardías,

no acunadas en cielo o infierno alguno,

abatidas por la neblina y las tinieblas,

buscan el brillo de una luz

que los aleje para siempre de las sombras.

Mas por fuerte que sea nuestra vida

también algún día habremos de morir.

Y no seremos ángeles, si ascendemos al cielo,

ni sufriremos dolores, si caemos al infierno.

Pero la belleza que hay en nosotros

habrá de nublarse hasta perecer

y nuestro amor, ya en reposo, tocará su fin.


Allí está ella, detrás de atrios y pórticos,

coronada de yermas hojas,

recogiendo toda cosa mortal

que llegue hasta sus frías e inmortales manos.

Allí está ella, temida por el amor

a quien supera en dulzura,

acercando sus labios

a tantos hombres de tierras y tiempos diversos.


A la espera de todos nosotros,

nacidos para morir,

ella nos hace olvidar esta tierra, nuestra madre,

y la vida de los frutos y las mieses.

La primavera, las semillas y las golondrinas

emprenden vuelo y la siguen,

allí donde el canto del verano se ahueca

y la vida se aleja.


Allá van los amores marchitos,

los viejos amores con sus alas cansadas,

y los años perdidos y las cosas deshechas.


Moribundos sueños de inhóspitos días,

ciegos capullos arrancados por la nieve,

hojas salvajes arrastradas por el viento,

sangrientos extravíos de arruinadas primaveras.


Ni las tristezas ni las alegrías son seguras;

el presente ha de morir en el mañana

y nada hay que pueda doblegar el señorío del tiempo.

El corazón, decaído y displicente, suspira acongojado;

sus ojos abatidos y olvidadizos

gimen la brevedad del amor.


Por grande que sea nuestro apego a la vida,

buscamos liberamos de esperanzas y temores;

por eso agradecemos a los dioses,

no importa quiénes sean,

que la vida no dure para siempre,

que nada perturbe el dormir de los muertos,

que hasta el río menos generoso

haya siempre de retornar al mar.

Porque entonces no habrá estrellas ni soles

ni cambios de luz que puedan despertarnos;

no habrá aguas que se agiten tumultuosamente

ni sonidos ni visiones;

tampoco habrá días, estaciones, o seres luminosos;

sólo un eterno sueño

en una eterna noche.


Ave Atque Vale: en Memoria de Charles Baudelaire


¿Debo derramar una rosa, un quejido o un laurel,

oh hermano mío, sobre éste que fue tu velo?

Quizá deseas una flor apacible modelada por el mar

o una filipéndula, germinando lentamente,

de aquellas que las Dríadas, dormidas en verano, solían tejer

antes de ser despertadas por la suave y repentina nieve de la víspera.


Tal vez tu destino sea otro: marchitarte en el baldío

regazo de la tierra, entre pálidos capullos, sacudido por

el eterno calor de amargos veranos, lejos de las dulces

espigas que bordean la costa de un pueblo sin nombre.


Orgulloso y sombrío

palpitabas en el abismo profundo del cielo;

tus oídos atentos estuvieron al lamento del vagabundo,

al sollozo del mar en agrestes promontorios,

al estéril beso de las olas,

al rumor incierto de la tumba de Leucadia,

con sus hondos cantos.

Ah, el beso yerto y salado del mar,

el triste clamor de los vientos oceánicos sacudiendo los golfos,

acosándonos y derribándonos,

como ciegos dioses que ignoran la misericordia.


Fuiste tú, hermano mío, con tus antiguas visiones,

quien adivinó secretos y dolores vedados al hombre,

amores salvajes, frutos prohibidos y venenosos,

desnudos ante tu ojo escrutador

que se abría en medio del aire viciado de la noche.

Toscas cosechas en tiempos de lascivia:

pecado sin forma, placer sin palabra.

Turbulentos presagios se agolpaban en tus sueños

y hacían cerrar los afligidos ojos de tu espíritu.

En cada rostro viste la sombra

de aquellos que sólo siembran y cosechan hombres.


Oh corazón insomne, Oh alma fatídica incapaz de conciliar el sueño;

el silencio es tu regocijo, indiferente ante el altar de la vida,

¡has dejado a un lado el amor, la serenidad, el espíritu de lucha!

Ahora los dioses, hambrientos de muerte,

alma y cuerpo nos arrebatan, la primavera, nuestras melodías.

El amor no puede equivocarse

entregándose a un placer sin aguijón, colmillo o espuma,

allí donde hay labios que nunca se abrirán.

El alma se escurre del cuerpo

y la carne se arranca de los huesos, sin congojas,

como el rocío cuando cae desde las campánulas.


Es suficiente: el principio y el fin

son para ti una y la misma cosa, para ti que estás más allá de cualquier límite.

Oh mano separada del amigo incondicional,

sin frutos que recoger o victorias por alcanzar.

Lejos del triunfo, de los diarios afanes y de las codicias

sólo hojas muertas y un poco de polvo.

Oh, quietos ojos cuya luz nada nos dice,

los días se acallan; no así el insondable abismo de tu noche,

cuando tu mirada se desliza entre lóbregos silencios.

Pensamientos y palabras se desmoronan de tu alma;

dormir, dormir para ver la luz.


Ahora todas las horas y amores extraños han terminado;

sólo sueños y deseos, canciones y placeres umbríos.

Quizá has encontrado tu lugar

entre las piernas de la mujer de un Titán, pálida amante,

reclamando de ti hondas visiones

bajo la sombra de su cabeza, de sus prodigiosos pechos,

de sus poderosos miembros que inclinados te adormecen,

con todo el peso de sus cabellos

cuyo aroma evoca el sabor y la sombra de antiguos bosques de pino

donde aún gime el viento tras haber sorteado húmedas colinas.


¿Has encontrado alguna similitud para tus visiones?

Oh jardinero de extrañas flores: ¿cuáles brotes, cuáles

capullos has encontrado sembrados en la penumbra?

¿Existen acaso desesperanzas y júbilos? ¿No es todo

una cruel humorada? ¿Qué clase de vida es ésta, con salud o enfermedad?

¿Son las frutas grises como el polvo o brillantes como la sangre?

¿Crece alguna semilla para nosotros en aquella landa sombría?

¿Hay raíces que germinen en sus débiles campiñas,

allí, en las tierras bajas donde el sol y la luna se enmudecen? ¿Hay flores o frutos?


Ah, mi volátil canción se desvanece

ante ti, el mayor de los poetas, esquivo y arcano,

tú, veloz como ninguno.

Presiento oscuras burlas en la risa misteriosa

de los guardianes de la muerte, ciegos y sin lengua,

cubriendo con un velo la cabeza de Proserpina.

Pasajera y débil es mi visión: vanas lágrimas

que caen desde ojos acongojados,

que resbalan por pálidas bocas llenas de estertores.

Son éstas las cosas que atribulaban tu espíritu cuando las veías emerger.


Demasiado lejos te encuentras ahora; ni siquiera el vuelo de las palabras puede alcanzarte;

lejos, muy lejos del pensamiento o de la oración.

¿Qué nos incomoda de ti, que sólo eres viento y aire?

¿Por qué despertamos al vacío desgarrados de temor?

Fantasías, deseos,

o sueños hambrientos de muerte, como ráfagas que propagan el fuego.

Nuestros sueños persiguen nuestra muerte y no la encuentran.

Aun así, por rápida que ésta sea, un tenue ardor se desvanece de nosotros,

mortecina luz que cae desde cielos remotos

cuando el oído está sordo

y la mirada se nubla.


Nunca más serás aquello que fuiste; ajeno al tiempo

te alejas; por eso ahora intento apresar tan sólo

un destello del triste sonido tu alma,

la sombra de tu espíritu fugaz, este pergamino cerrado

en el que pongo mi mano sin dejar que la muerte separe

mi espíritu de la comunión con tus versos.

Estos recuerdos y estas melodías

que abruman el fúnebre y oscuro umbral de las musas;

las saludo, las toco, las abrazo y me aferro,

con mis manos prestas a ceñir,

con mis oídos atentos al vago clamor

de aquellos que marchan por la vida vestidos de luto.


Yo soy uno de ellos, avanzando

ante hogueras que arden, apilada la tierra,

ofreciendo libaciones a la muerte y sus dioses,

haciéndoles una leve reverencia en medio de la fúnebre procesión de los hombres,

sin plegarias ni alabanzas,

brindando mis ofrendas a sus taciturnas majestades,

que de miel y esencias están sembradas mis tierras

mientras mis frutos se pudren en el gélido aire.

Como Orestes, deposité en tu sepulcro

un rizo de mi cabello desgreñado.


No hay manos capaces de traicionarte,

oh rey de cabeza encogida,

pues tu pálido resplandor basta para acabar con la misma Troya.

Engaños, mentiras: sobre este polvo tuyo ninguna lágrima habrá de brotar.

Nunca hubo llanto como el tuyo: que ahora los hombres

escuchen la dulce caída de tus lágrimas eternas

en las hojas abiertas de las páginas de los santos poetas.

Ni Orestes ni Electra se conduelen de tu suerte;

pero arrodillándose desde sus urnas inmemoriales,

las más altas musas de todos los tiempos

gimen por ti y hasta el mismo Dios en su corazón te añora.


Así, aun cuando aquí entre nosotros

Dios esconda su sagrada fuerza

y apague su luz

sin manifestar su música y su poder

con el suave ardor de canciones sonoras,

quiso sin embargo tocar tus labios con vino amargo

y nutrirlos con su agrio aliento.

Seguramente de sus manos el alimento de tu alma viene.

Las llamas que atemorizaron tu espíritu con su fulgor

al mismo tiempo lo iluminaron, alimentando tu corazón hambriento

así como al nuestro lo sacia con fama.


Y ahora, en el ocaso de tu alma,

el dios de todos los soles y canciones se inclina

para unir sus laureles con tu corona de cipreses.

Es Él quien guarda tu polvo de la culpa y del olvido.

Sabiendo todo lo que fuiste y eres,

compasivo, melancólico, sagrado en cada orilla del corazón,

lamenta tu muerte como la muerte de sus hijos

y santifica con extrañas lágrimas y ajenos suspiros

tu boca sin palabras, tus ojos enlutados,

y sobre tu yerta cabeza

deposita un último trazo de luz.


Desearía sollozar junto a ti en las orillas del Leteo,

abrazar con mis lágrimas su cambiante curso,

llegar hasta la escarpada colina donde Venus levanta su santuario,

la genuina Venus, no aquella que después fue cambiada

por Citerea y Ericina, perdiendo sus labios y su rostro

la divina risa de la antigua Grecia.


Un fantasma, un dios abyecto y lascivo:

tú también te postraste a su carne,

por ella entonaste plegarias

y te apartaste hacia una tierra desconocida

mientras ardían las sombras del Infierno.


Sé que ninguna corona brotará de estas flores;

que ningún saludo atraerá la luz.

Tan sólo un espíritu enfermo en medio de la noche dulce y olorosa,

los cansados ojos del amor con sus manos y su pecho estéril.

No hay remedio para estas cosas; ya no hay nada

por alcanzar o enmendar; ni siquiera nuestras canciones, querido amigo,

despejarán el misterio de la muerte asegurando la inmortalidad.

Mas no por ello dejaré de hacer música para ti

cubriendo tu polvo con rosas, hiedras o vides silvestres.

Así al menos depositaré un cetro

en el relicario donde moran tus sueños.


Descansa en paz. Si la vida fue injusta contigo, el destino te absolverá.

Si acaso fue dulce, debes agradecer y perdonar,

pues a no mucho más puede aspirar el hombre.

Aquel mortecino jardín donde día tras día tus manos entrelazaban estériles flores,

flores urdidas en el sigilo y la sombra;

en sus verdes capullos encontraste sufrimientos y abyecciones,

en sus grises vestigios el penetrante sabor del veneno.

Tú, con el corazón lleno de esperanza,

desataste pensamientos y pasiones desde lo más profundo de tus sueños;

pero ahora has partido, atravesado por la guadaña de la muerte

que a todos habrá de alcanzarnos

cuando nuestras vidas se agoten en la fúnebre corriente de los días.

Para ti, hermano mío,

alma sumergida en el silencio.


Recoge de mi mano esta guirnalda y despídete.

Delgadas son las hojas y baldíos los inviernos.

La tierra, nuestra madre fatal, se enfría a tu alrededor;

de sus entrañas brota la tristeza

y en medio de sus pechos asoma una tumba.

Mas, de cualquier modo, conténtate, porque tus días han acabado;

Ahora descansas en paz, sin turbulencias

ni visiones ni cantos que perturben tu espíritu.

Vaya este canto para ti, querido hermano,

sol inmóvil en donde todos los vientos se aquietan,

solitaria orilla en la que todas las aguas confluyen.


Antes del Ocaso


Antes que la noche se abrace a la tierra

la luz crepuscular del amor declina en el cielo.

Antes que al miedo le sea posible sentir temblores o escalofríos,

la luz crepuscular del amor declina en el cielo.


Cuando el insaciable corazón murmura entre lamentos

"o es demasiado o es poco",

y la boca sedienta tardíamente se abstiene.


Blandas, deslizándose por el cuello de cada amante,

las manos del amor sostienen secretamente la brida;

y mientras buscamos en él la señal esperada,

su luz crepuscular declina en el cielo.


Fragmentos de Atalanta en Calidon


Mirad a los dioses: no aman la justicia más que el destino;

lastiman la boca del noble y la boca del impío;

sangre corrupta dejan correr por las venas del hombre devoto;

mancillan el labio del santo y el labio del traidor.

Oh Dios, supremo mal,

todos estamos contra ti, contra ti, Oh Dios.

Con la espada y la vara nos recoges;

nos cubres de sombras apilando la hierba;

el destino debe cumplirse para oscurecer el rostro

del hombre ante ti, oh Dios


Fugaz y débil es el amor, ciego como una llama;

enmascarado por la risa, oculta lágrimas y deseos;

a su lado camina un hombre y una doncella.

Una doncella en cuyos ojos todo goce se apaga

cuando los capullos encienden su aliento nupcial.

A él lo bautizan bajo el nombre del Destino;

su amada no es otra que la muerte...


Oh madre soñadora,

¿podrás cubrirme

con todos tus anhelos, cálidos como el sol,

cuando yo me sumerja en lo oscuro, como una sombra entre las sombras

y solloce entre arroyos insalvables?

El triunfo del tiempo, de Swinburne

 Antes de que nuestras vidas se dividan para siempre,

Mientras el tiempo esté con nosotros y las manos estén libres,

(Tiempo, rápido para atar y rápido para cortar

Mano de mano, mientras estamos junto al mar)

No diré una palabra que un hombre pueda decir

Cuyo todo el amor de la vida se va en un día;

Porque esto nunca podría haber sido; y nunca,

aunque los dioses y los años se aplaquen, será.


¿Vale la pena una lágrima, vale la pena una hora,

para pensar en cosas que están muy desgastadas?

De cáscara infructuosa y flor fugitiva, ¿

El sueño perdido y la acción olvidada?

Aunque la alegría se acabe y el dolor sea vano,

el tiempo no nos dividirá por completo en dos;

La Tierra no se echa a perder por una sola ducha;

Pero la lluvia ha arruinado el maíz sin cultivar.


No volverá a crecer, este fruto de mi corazón,

Herido por los rayos del sol, arruinado por la lluvia.

Las estaciones del canto se dividen y parten,

el invierno y el verano parten en dos.

No volverá a crecer, está arruinada en la raíz,

la flor parecida a la sangre, la fruta roja opaca;

Aunque el corazón todavía se enferme, los labios todavía escozan,

con sabor hosco de dolor venenoso.


A ningún hombre le he dado de comer de mi fruto;

He pisado las uvas, he bebido el vino.

Si hubieras comido y bebido y lo hubieras encontrado dulce,

este nuevo crecimiento salvaje del maíz y la vid,

este vino y pan sin posos ni levadura,

habríamos crecido como dioses, como los dioses en el cielo,

almas bellas para mirar, agradables para saludar. ,

Un espíritu espléndido, tu alma y la mía.


En el cambio de los años, en el rollo de las cosas,

En el clamor y el rumor de la vida por ser,

Nosotros, bebiendo amor en los manantiales más lejanos,

Cubiertos de amor como un árbol que cubre,

Habíamos crecido como dioses, como los dioses de arriba,

Lleno desde el corazón hasta los labios con amor,

Retenido firmemente en sus manos, vestido cálido con sus alas, ¡

Oh amor, mi amor, si me hubieras amado!


Nos habíamos parado como se paran las estrellas seguras, y nos movíamos

como se mueve la luna, amando al mundo; y he visto

derrumbarse la pena como cosa refutada,

consumirse la muerte como cosa inmunda.

Dos mitades de un corazón perfecto, unidas

Alma a alma mientras los años transcurrían;

Si me hubieras amado una vez, como no me has amado;

Si la oportunidad hubiera estado con nosotros que no ha sido.


He puesto mis días y sueños fuera de mi mente,

Días que se acabaron, sueños que se cumplieron.

Aunque buscamos la vida a través, seguramente encontraremos

No hay ninguno de ellos claro para nosotros ahora, ni uno solo.

Pero claras son estas cosas; la hierba y la arena,

donde, seguras como alcanzan los ojos, siempre a la mano,

con los labios bien abiertos y el rostro quemado hasta quedar ciego,

las fuertes margaritas marinas se dan un festín con el sol.


Las bajas colinas se inclinan hacia el mar; la corriente,

una vena suelta, delgada, sin pulso, trémula,

rápida, vívida y muda como un sueño,

avanza hacia abajo, harta del sol y la lluvia;

Ningún viento es áspero con las raras flores rancias;

El mar dulce, madre de amores y horas,

Se estremece y brilla como fulguran los vientos grises,

Convirtiendo su sonrisa en un dolor fugitivo.


Madre de los amores que se desvanecen pronto,

Madre de los vientos y las horas mudables.

Una madre estéril, una madre-criada,

Fría y limpia como sus débiles flores de sal.

Quisiera que los dos fuéramos como ella,

Perdidos en la noche y la luz del mar,

Donde los débiles sonidos se tambalean y los pálidos rayos se agitan,

Se quiebran y se rompen, y se derraman en aguaceros.


Los amores y las horas de la vida de un hombre,

Son veloces y tristes, naciendo del mar.

Horas que se regocijan y lamentan por un lapso,

Nacidas con el aliento de un hombre, mortal como él;

Amores que se pierden antes de nacer,

Malas hierbas de la ola, sin fruto sobre la tierra.

Pierdo lo que anhelo, salvo lo que puedo, ¡

Mi amor, mi amor, y ningún amor por mí!


No es mucho lo que un hombre puede salvar

En las arenas de la vida, en los estrechos del tiempo,

Quien nada a la vista de la gran tercera ola

Que nunca un nadador cruzará o escalará.

algún niño varado con los vagabundos y los palos

que el reflujo muestra a la orilla y a las estrellas;

Hierba del agua, hierba de una tumba,

una flor rota, una rima arruinada.


Pienso que nadie hará por ti

lo que yo hubiera hecho por la menor palabra.

Yo había exprimido la vida para que tus labios la bebieran,

La partí para tu pan de cada día:

Cuerpo por cuerpo y sangre por sangre,

Como la corriente del mar lleno se eleva para inundar

Que anhela y tiembla antes de hundirse,

Yo había dado, y se acostó por ti, alegre y muerto.


Sí, la más alta esperanza y todo su fruto,

y el tiempo en plenitud y toda su dote,

ciertamente te había dado, y la vida para rematar,

si una vez fuéramos hechos uno por una sola hora.

Pero ahora sois dos, estáis separados,

Carne de su carne, pero corazón de mi corazón;

Y en lo profundo de uno está la raíz amarga,

Y dulce para uno es la flor de toda la vida.


Haber muerto si te hubiera importado. Moriría por ti, me aferraría

a mi vida si me lo ordenases, desempeñé mi papel

como te placía: estos fueron los pensamientos que picaron,

los sueños que golpearon con un dardo más agudo

que las flechas del amor o flechas de muerte;

Eran como el fuego, el polvo o el aliento,

o la espuma venenosa en la tierna lengua

de las culebras que devoran mi corazón.


Ojalá estuviéramos muertos juntos hoy,

Perdidos de vista, escondidos fuera de la vista,

Abrazados y vestidos en la arcilla hendida,

Fuera del camino del mundo, fuera de la luz,

Fuera de las edades del clima mundano,

Olvidados de todo todos los hombres,

como los primeros muertos del mundo, quitados por completo,

hechos uno con la muerte, llenos de la noche.


¡Cómo deberíamos dormir, cómo deberíamos dormir,

Lejos en la oscuridad con los sueños y los rocíos!

Y soñando, creciendo el uno al otro, y llorando,

Ríe bajo, vive suavemente, murmura y musa;

Sí, y puede ser, atravesado por el sueño,

Siente que el polvo se acelera y se estremece, y parece

Vivo como antaño a los labios, y salta de

Espíritu a espíritu como lo hacen los amantes.


Sueños enfermizos y tristes de un deleite sordo;

Porque ¿de qué aprovechará cuando los hombres están muertos

haber soñado, haber amado con todas las fuerzas del alma,

haber esperado el día cuando el día había huido?

Pase lo que pase, hay una cosa que vale la pena,

haber tenido un amor justo en la vida sobre la tierra:

haber mantenido el amor a salvo hasta que el día se hizo noche,

mientras los cielos tenían color y los labios eran rojos.


¿Te perdería ahora? ¿Te tomaría entonces,

si te perdiera ahora que mi corazón tiene necesidad?

Y pase lo que pase después de la muerte de los hombres, ¿

Qué cosa digna de esto engendrarán los años muertos?

Pierde la vida, pierde todo; pero al menos sé,

oh dulce amor de la vida, que habiéndote amado tanto,

si te hubiera alcanzado en la tierra, no perdería de nuevo, ni

en la muerte ni en la vida, ni en el sueño ni en la acción.


Sí, esto lo sé bien: si alguna vez sellaste la mía,

mía en el latido de la sangre, mía en el aliento,

mezclada en mí como la miel en el vino,

no el tiempo, que dice y contradice,

ni todas las cosas fuertes nos habían separado entonces;

Ni ira de dioses, ni sabiduría de hombres,

Ni todo lo terrenal, ni todo divino,

Ni alegría ni tristeza, ni vida ni muerte.


I had grown pure as the dawn and the dew,

You had grown strong as the sun or the sea.

But none shall triumph a whole life through:

For death is one, and the fates are three.

At the door of life, by the gate of breath,

There are worse things waiting for men than death;

Death could not sever my soul and you,

As these have severed your soul from me.


Has elegido y te has aferrado al azar que te enviaron,

Vida dulce como el perfume y pura como la oración.

Pero, ¿no se arrepentirá algún día en el cielo?

¿Te consolarán por completo los días que fueron?

¿Alzarás tus ojos entre la tristeza y la dicha,

al encuentro de los míos, y verás dónde está el gran amor,

y temblar y volverte y ser cambiado? contento usted;

La puerta es estrecha; no estaré allí.


Pero tú, si hubieras elegido, si hubieras extendido la mano,

si hubieras visto bien que se hiciera tal cosa,

yo también podría haber estado con las almas que están

a la vista del sol, vestidas con la luz del sol;

Pero, ¿quién ahora en la tierra necesita preocuparse por cómo vivo?

¿Tienen los altos dioses algo que dar,

Excepto polvo y laureles y oro y arena?

Qué regalos son buenos; pero no lo haré.


Oh todos los amantes hermosos del mundo,

No hay ninguno de ustedes, ninguno, que me consuele.

Mis pensamientos son como cosas muertas, naufragadas y dando

vueltas y vueltas en un golfo del mar;

Y aún, a través del sonido y la corriente tensa,

a través de la espiral y el roce, brillan en un sueño,

los labios finos y brillantes tan cruelmente curvados,

y los extraños ojos rápidos donde el alma se sienta libre.


Libre, sin piedad, privado del dolor,

Ignorante; justo como los ojos son justos.

¿Quiero que cambies ahora, que cambies de un golpe,

sobresaltado y golpeado, despierto y consciente?

Sí, si pudiera, ¿querría que vieras

Mi mismo amor por ti llenándome,

Y que conocieras mi alma a fondo, como yo conozco

La semejanza y el aspecto de tu garganta y tu cabello?


No te cambiaré. No, aunque pudiera,

¿cambiaría mi dulce amor con una palabra?

Preferiría que tu cabello cambiara en una noche,

Claro ahora como el penacho de un pájaro negro brillante;

Tu rostro falla de repente, cesa, encanece,

Muere como una hoja que muere en un día.

Guardaré mi alma en un lugar fuera de la vista,

Lejos, donde no se escuche su pulso.



A lo lejos camina, en un espacio desolado,

Lleno del sonido del dolor de los años.

He tejido un velo para el rostro que llora,

cuyos labios han bebido el vino de las lágrimas;

He encontrado un camino para los pies que fallan,

Un lugar para que el sueño y el dolor se encuentren;

No hay rumor sobre el lugar,

Ni luz, ni ninguno que vea ni oiga.


Escondí mi alma fuera de la vista, y dije

: "Que nadie se apiade de ti, nadie

consuele tu llanto: porque he aquí, estás muerto,

yace quieto ahora, a salvo de la vista del sol.

¿No te he construido una tumba? , y forjaste

tus vendas funerarias de penoso pensamiento,

con suaves versos y lágrimas sin derramar,

y dulces y ligeras visiones de cosas sin hacer?


"Te he dado vestiduras y bálsamo y mirra,

Y oro, y hermosos ajuares funerarios.

Pero tú, ahora en paz, no te alborotes. ¿

No es tu sepulcro como el de un rey real?

No te inquietes aunque el fin sea doloroso;

Duerme , sé paciente, no me molestes más.

Duerme, ¿qué tienes que ver con ella? ¿

Los ojos que lloran, con la boca que canta?


Donde las hojas rojas muertas de los años yacen podridas,

Los fríos viejos crímenes y los hechos arrojados por,

Los mal concebidos y los mal nacidos,

Encontraría un pecado que cometer antes de morir,

Seguro que me disolvería y destruiría por completo,

Eso establecería más alto en el cielo, servirte

y dejarte feliz, cuando limpio olvidado,

como un muerto fuera de mi mente, soy yo.


Tus manos ágiles me atraen, tu rostro me quema,

soy rápido para seguirte, deseoso de ver;

Pero el amor carece de fuerza para redimirme o deshacerme;

Como he sido, sé que seguramente seré;

"¿Qué deberían hacer tipos como yo?" No,

mi parte sería peor si eligiera jugar;

Pues lo peor es esto después de todo; si me conocieran,

ni un alma en la tierra se apiadaría de mí.


Y no juego por lástima de estos; pero tú,

si vieras con tu alma qué hombre soy,

me alabarías al menos porque mi alma toda

te ama, aborreciendo las vidas que mienten;

Las almas y los labios que se compran y se venden,

Las sonrisas de plata y los besos de oro,

Los amores del perrito faldero que gimen al masticar,

Los amantitos que maldicen y lloran.


Hay mujeres más bellas, según tengo entendido; podría ser;

Pero yo, que os amo y os encuentro hermosa,

que son más que hermosas a mis ojos si lo son, ¿

lo saben los altos dioses o les importan los grandes dioses?

Aunque las espadas en mi corazón para uno fueran siete,

¿Debería el hueco de hierro del cielo dudoso,

Que no sabe si es de día o de noche,

Reverberar palabras y una oración tonta?


Volveré a la gran madre dulce,

Madre y amante de los hombres, el mar.

Bajaré a ella, yo y nadie más,

Cerraré con ella, la besaré y la mezclaré conmigo;

Aférrate a ella, lucha con ella, abrázala fuerte:

oh hermosa madre blanca, en días lejanos

Nacido sin hermana, nacido sin hermano,

Libera mi alma como tu alma es libre.


Oh bella madre mía, de verde ceñido,

Mar, que estás vestida de sol y de lluvia,

Tus dulces y duros besos son fuertes como el vino,

Tus grandes abrazos son agudos como el dolor.

Sálvame y escóndeme con todas tus olas,

Encuéntrame una tumba de tus mil tumbas,

Esas puras frías y populosas tumbas tuyas

Forjadas sin mano en un mundo sin mancha.


Dormiré, y me moveré con los barcos en movimiento,

Cambiaré como cambian los vientos, viraré en la marea;

Mis labios se deleitarán con la espuma de tus labios,

me levantaré con tu levantamiento, contigo me hundiré;

Dormir, y no saber si ella estará, si estuvo,

Llena de vida para los ojos y el cabello,

Como una rosa se colma hasta las puntas de las hojas de rosa

Con espléndido verano y perfume y orgullo.


Esta vestidura tejida de noches y días,

si una vez fuera desechada y desenrollada de mí,

desnuda y feliz caminaría por tus caminos,

viva y consciente de tus caminos y de ti;

Limpia del mundo entero, escondida en casa,

Vestida de verde y coronada de espuma,

Un pulso de la vida de tus estrechos y bahías,

Una vena en el corazón de las corrientes del mar.


Bella madre, alimentada con la vida de los hombres,

Eres sutil y cruel de corazón, dicen los hombres.

Tomaste, y no volverás a dar;

Estás lleno de tus muertos, y frío como ellos.

Pero la muerte es lo peor que te puede pasar;

De nuestros muertos te alimentas, oh madre, oh mar,

pero ¿cuándo te has alimentado de nuestros corazones? ¿O cuándo,

habiéndonos dado amor, nos lo has quitado?


Oh tierno corazón, oh perfecto amante,

Tus labios son amargos, y dulce tu corazón.

Las esperanzas que duelen y los sueños que se ciernen, ¿

no se desvanecerán y se separarán?

Pero tú, estás seguro, eres más viejo que la tierra;

Eres fuerte para la muerte y fecundo para el nacimiento;

Tus profundidades ocultan y tus golfos descubren;

Desde el principio fuiste; al final eres tú.


Y el dolor no durará para siempre, lo sé.

Como cosas que no son, serán estas cosas;

Viviremos a través de las estaciones del sol y de la nieve,

y ninguno será tan doloroso para mí.

Oiremos, como quien oye en trance,

El sonido del tiempo, la rima de los años;

La esperanza naufragada y el dolor apasionado crecerán

como cosas tiernas de un mar de primavera.


Frutos marinos que se mecen en las olas que silban,

Oro ahogado y púrpura y anillos reales.

Y todo el tiempo pasado, ¿fue todo por esto?

¿Tiempos inolvidables y tesoros de cosas?

Rápidos años de simpatía y dulces y largas risas,

que no supieron bien de los años posteriores

hasta que el amor despertó, herido en el corazón por un beso,

con labios que temblaban y arrastrando alas.


En la Francia de antaño vivía un cantor

junto al doloroso mar del centro sin mareas.

En una tierra de arena y ruina y oro

Brillaba una mujer, y nadie más que ella.

Y viendo que la vida por causa de su amor fallaba,

estando deseoso de verla, ordenó zarpar,

tocó tierra, y la vio mientras la vida se enfriaba,

y alabó a Dios, viendo; y así murió él.


Murió, alabando a Dios por su don y gracia:

porque ella se inclinó ante él llorando, y dijo:

"Vive"; y sus lágrimas se derramaron sobre su rostro

o alguna vez se derramó la vida en su rostro.

Las agudas lágrimas cayeron a través de su cabello, y picaron

Una vez, y sus labios cerrados lo tocaron y se adhirieron

Una vez, y crecieron uno con los labios de él por un espacio;

Y así retrocedió, y el hombre estaba muerto.


Oh hermano, los dioses fueron buenos contigo.

Duerme y alégrate mientras el mundo perdure.

Estén bien contentos a medida que pasan los años;

Da gracias por la vida, y los amores y señuelos;

Da gracias por la vida, oh hermano, y por la muerte,

Por el dulce postrer sonido de sus pies, de su aliento,

Por los dones que te dio, gratos y pocos,

Lágrimas y besos, aquella señora tuya.


Descansa y alégrate de los dioses; pero yo, ¿

cómo los alabaré, o cómo descansaré?

No hay lugar bajo todo el cielo

Para mí que no sé de lo peor o lo mejor,

Sueño o deseo de los días anteriores,

Dulces o amarguras, nunca más.

El amor no vendrá a mí ahora aunque muera,

como el amor se acercó a ti, pecho con pecho.


Nunca volveré a ser amigo de las rosas;

Aborreceré las dulces melodías, donde una nota que se hace fuerte

cede y retrocede, sube y se cierra,

como una ola del mar que se vuelve atrás por la canción.

Hay sonidos donde el deleite del alma se enciende,

Frente a frente con su propio deseo;

Un deleite que se rebela, un deseo que reposa;

Odiaré la música dulce toda mi vida.


El pulso de la guerra y la pasión del asombro,

Los cielos que murmuran, los sonidos que brillan,

Las estrellas que cantan y los amores que truenan,

La música que arde en el corazón como el vino,

Un arcángel armado cuyas manos levantan

Todos los sentidos mezclados en la del espíritu copa

hasta que la carne y el espíritu se derritan en pedazos--

Estas cosas han terminado, y ya no son mías.


Estos eran parte del juego que escuché

Una vez, antes de que mi amor y mi corazón estuvieran en conflicto;

Amor que canta y tiene alas como un pájaro,

Bálsamo de la herida y peso del cuchillo.

Más hermoso que la tierra es el mar, y el sueño

Que la vigilancia de los ojos que lloran,

Ahora el tiempo ha acabado con su dulce palabra,

El vino y la levadura de la vida hermosa.


Iré por mis caminos, mediré mi medida,

Llenaré los días de mi aliento diario

Con cosas fugitivas que no es bueno atesorar,

Haz lo que hace el mundo, di lo que dice;

Pero si nos hubiésemos amado, oh dulce,

si hubieras sentido, yaciendo bajo las palmas de tus pies,

el corazón de mi corazón, latiendo más fuerte de placer

al sentirte pisarlo hasta el polvo y la muerte.


Ah, ¿no había tomado mi vida y dado

todo lo que la vida da y los años se van,

el vino y la miel, el bálsamo y la levadura,

los sueños elevados y las esperanzas abatidas?

Ven vida, ven muerte, no se diga una palabra;

¿Debería perderte vivo y afligirte muerto?

nunca te lo diré en la tierra; y en el cielo,

si clamo a vosotros entonces, ¿oiréis o sabréis?

Hertha, de Swinburne

 Hertha

POR ALGERNON CHARLES SWINBURNE

Soy lo que comenzó;

               Fuera de mí ruedan los años;

       De mí Dios y hombre;

               soy igual y completo;

Dios cambia, y el hombre, y la forma de ellos corporalmente; yo soy el alma


       Antes de que existiera la tierra,

               Antes que nunca el mar,

       O suave pelo de la hierba,

               O hermosas ramas del árbol,

O el fruto de color fresco de mis ramas, yo era, y tu alma estaba en mí.


       Primera vida en mis fuentes

               Primero derivó y nadó;

       Fuera de mí están las fuerzas

               Que guárdalo o maldita sea;

De mí hombre y mujer, y bestia salvaje y pájaro; antes de que Dios fuera, yo soy.


       A mi lado o encima de mi

               No hay nada para ir;

       Ámame o desámame,

               Desconocerme o saber,

soy lo que me desama y ama; Estoy herido y soy el golpe.


       Yo la marca que se pierde

               Y las flechas que fallan,

       yo la boca que se besa

               Y el aliento en el beso,

La búsqueda, y lo buscado, y el buscador, el alma y el cuerpo que es.


       Soy esa cosa que bendice

               Mi espíritu se regocija;

       la que acaricia

               Con manos descrear

Mis miembros no engendrados que miden la longitud de la medida del destino.


       Pero ¿qué haces ahora,

               Mirando hacia Dios, para llorar

       "Yo soy yo, tú eres tú,

               Yo soy bajo, tú eres alto"?

Yo soy tú, a quien buscas para encontrarlo; encuéntrate a ti mismo, tú eres yo.


       yo el grano y el surco,

               El terrón partido por el arado

       y la reja del arado bien estirada,

               El germen y el césped,

La obra y el hacedor, la semilla y el sembrador, el polvo que es Dios.


       ¿Has sabido cómo te he formado,

               Niño, bajo tierra?

       Fuego que te apasionó,

               Hierro que ató,

Tenues cambios de agua, ¿qué cosa de todas estas has conocido o hallado?


       ¿Puedes decir en tu corazón

               Has visto con tus ojos

       con que astucia del arte

               Fuiste forjado de qué manera,

¿Por qué fuerza de qué material fuiste formado, y mostrado en mi pecho a los cielos?


       ¿Quién te lo ha dado, quién te lo ha vendido?

               ¿Conocimiento de mí?

       ¿Te lo ha dicho el desierto?

               ¿Has aprendido del mar?

¿Has comulgado en espíritu con la noche? ¿Han consultado contigo los vientos?


       ¿He puesto tal estrella

               Para mostrar luz en tu frente

       Que viste de lejos

               ¿Qué te muestro ahora?

¿Habéis hablado juntos como hermanos, el sol y las montañas y tú?


       ¿Qué hay aquí, lo sabes?

               ¿Qué fue, has sabido?

       profeta ni poeta

               Ni trípode ni trono

Ni el espíritu ni la carne pueden responder, sino solo tu madre sola.


       Madre, no hacedora,

               Nacido, y no hecho;

       Aunque sus hijos la abandonen,

               Seducido o asustado,

Orando oraciones al Dios de su moda, ella no se mueve por todos los que han orado.


       Un credo es una vara,

               Y una corona es de noche;

       Pero esta cosa es Dios,

               ser hombre con tu poder,

Para crecer recto en la fuerza de tu espíritu, y vivir tu vida como la luz.


       Estoy en ti para salvarte,

               como dice mi alma en ti;

       dale como yo te di,

               tu vida, sangre y aliento,

Hojas verdes de tu trabajo, flores blancas de tu pensamiento y frutos rojos de tu muerte.


       Sean los caminos de tu entrega

               como los míos para ti;

       La vida libre de tu vivir,

               Sé el regalo gratis;

No como siervo a señor, ni como amo a esclavo, te darás a mí.


       Oh hijos del destierro,

               Almas nubladas,

       ¿Fueron las luces que ves que se desvanecen?

               Siempre para durar,

No conocerías el sol que brilla sobre las sombras y las estrellas que pasan.


       Yo que vi donde andabais

               Los oscuros caminos de la noche

       Establecer la sombra llamada Dios

               en tus cielos para dar luz;

Pero la mañana de la madurez se levanta, y el alma sin sombras está a la vista.


       El árbol de muchas raíces

               Que se hincha hasta el cielo

       con frondas de frutos rojos,

               El árbol de la vida soy yo;

En los brotes de vuestras vidas está la savia de mis hojas: viviréis y no moriréis.


       Pero los dioses de tu moda

               Que toman y que dan,

       En su piedad y pasión

               que azotar y perdonar,

Son gusanos que se crían en la corteza que se cae; morirán y no vivirán.


       Mi propia sangre es lo que estanca

               Las heridas en mi corteza;

       Estrellas atrapadas en mis ramas

               Haz día de la oscuridad,

Y son adorados como soles hasta que la salida del sol apague sus fuegos como una chispa.


       Donde las edades muertas se esconden debajo

               Las raíces vivas del árbol,

       En mi oscuridad el trueno

               habla de mí;

En el choque de mis ramas entre sí oís el sonido de las olas del mar.


       Ese ruido es del Tiempo,

               A medida que sus plumas se extienden

       Y sus pies dispuestos a subir

               A través de las ramas de arriba,

Y mi follaje resuena a su alrededor y susurra, y las ramas se doblan con su pisada.


       Los vientos tormentosos de las eras

               Sopla a través de mí y cesa,

       El viento de guerra que ruge,

               El viento primaveral de la paz,

Antes de que su aliento haga ásperas mis trenzas, antes de que crezca una de mis flores.


       Todos los sonidos de todos los cambios,

               Todas las sombras y luces

       En las cadenas montañosas del mundo

               y alturas desgarradas por arroyos,

Cuya lengua es la lengua del viento y el lenguaje de las nubes de tormenta en las noches que hacen temblar la tierra;


       Todas las formas de todos los rostros,

               Todas las obras de todas las manos

       En lugares inescrutables

               De tierras azotadas por el tiempo,

Toda muerte y toda vida, y todos los reinos y todas las ruinas, caen a través de mí como arena.


       Aunque dolorosa sea mi carga

               Y más de lo que sabes,

       Y mi crecimiento no tiene guerdon

               Pero solo para crecer,

Sin embargo, no dejo de crecer para relámpagos sobre mí o gusanos de muerte debajo.


       Estos también tienen su parte en mí,

               como yo también en estos;

       Tal fuego está en mi corazón,

               Tal savia es la de este árbol,

Que tiene en sí todos los sonidos y todos los secretos de tierras y mares infinitos.


       en las horas primaverales

               Cuando mi mente era como la de May,

       Allí brotan de mí flores

               Por siglos de días,

Fuertes capullos con perfume de virilidad brotaron de mi espíritu como rayos.


       Y el sonido de ellos saltando

               y el olor de sus brotes

       Eran como calidez y dulce canto

               y fuerza a mis raíces;

Y la vida de mis hijos perfeccionada con libertad de alma fueron mis frutos.


       Te pido que seas;

               No tengo necesidad de oración;

       te necesito gratis

               como vuestras bocas de mi aire;

Que mi corazón sea más grande dentro de mí, viendo los frutos de mí hermosos.


       Más bella que extraña es la fruta

               de las religiones que profesáis;

       En mi solo esta la raiz

               que florece en tus ramas;

He aquí ahora a vuestro Dios que os habéis hecho, para que lo apaciente con la fe de vuestros votos.


       En el oscurecimiento y blanqueamiento

               abismos adorados,

       Con la aurora y el relámpago

               Por lámpara y por espada,

Dios truena en el cielo, y sus ángeles están rojos con la ira del Señor.


       Oh hijos míos, oh demasiado obedientes

               Hacia dioses no de mí,

       ¿No fui bastante hermosa?

               ¿Fue difícil ser libre?

Porque he aquí, yo estoy contigo, estoy en ti y de ti; mira ahora y verás.


       He aquí, alado con las maravillas del mundo,

               Con milagros calzados,

       Con los fuegos de sus truenos

               por vestido y vara,

Dios tiembla en el cielo, y sus ángeles están blancos del terror de Dios.


       Porque su crepúsculo ha venido sobre él,

               Su angustia está aquí;

       Y sus espíritus lo miran mudos,

               Encanecido por su miedo;

Y su hora se apodera de él golpeado, el último de su año infinito.


       El pensamiento lo hizo y lo quebranta,

               La verdad mata y perdona;

       Pero a ti, como el tiempo lo lleva,

               Esta cosa nueva que da,

Incluso el amor, la amada República, que se alimenta de libertad y vive.


       Porque sólo la verdad es vivir,

               Sólo la verdad es completa,

       Y el amor de su entrega,

               estrella polar y polo del hombre;

Hombre, pulso de mi centro, fruto de mi cuerpo y semilla de mi alma.


       un nacimiento de mi seno;

               un rayo de mi ojo;

       Una flor superior

               que escala el cielo;

Hombre, igual y uno conmigo, hombre que está hecho de mí, hombre que soy yo.

viernes, 29 de julio de 2022

Cómo empezó a jugar el agua, de Ted Hughes

 Cómo empezó a jugar el agua, de Ted Hughes



Agua quería vivir


fue al sol y volvió llorando


Agua quería vivir


fue a los árboles la quemaron volvió llorando


La pudrieron volvió llorando


Agua quería vivir


fue a las flores la pisaron volvió llorando


Quería vivir


fue al vientre encontró sangre


volvió llorando


fue al vientre encontró cuchillo


volvió llorando


fue al vientre encontró gusano y podredumbre


volvió llorando quería morir




Fue al tiempo fue por la puerta de piedra


volvió llorando


fue por todo el espacio buscando nada


volvió llorando quería morir


Hasta que no le quedó lloro


Yacía en el fondo de todas las cosas


completamente    agotada     completamente    claro todo 




Traducción de Jesús Pardo.

jueves, 21 de abril de 2022

I Am a Poor Wayfaring Stranger, canción de la película 1917.

Traditional

I Am a Poor Wayfaring Stranger


Soy un pobre peregrino caminante

que viaja por un mundo de aflicción.

Pero no tengo enfermedad, afanes ni peligro

hacia la tierra brillante a la que voy...

Voy allí para ver a mi Padre

y ya no iré allí para vagabundear.

Solo cruzaré el Jordán; solo me iré a casa.

Sé que nubes oscuras se juntarán en mi redor.

Sé que mi camino es áspero y empinado...

Nunca dormiré... Voy a casa para ver a mi Madre

y a todos mis seres queridos que se han ido...

Voy a cruzar solo el Jordán

Voy a volver a mi hogar... 

Soy un pobre caminante extraño...

que está viajando por un mundo de aflicción.

Pero ya no hay dolencias, trabajo ni peligro

en la tierra luminosa a la que marcho...

Allí voy a ver a mi Padre

solo marcho a casa.

miércoles, 25 de agosto de 2021

Oda al viento del oeste, Percy Bysse Shelley

 P. B. Shelley

ODA AL VIENTO DEL OESTE

versión de Manuel Moya


I

Oh, salvaje Viento del Oeste, hálito del Otoño,

tú, de cuya invisible presencia se alejan

las hojas muertas, como espectros huideros de un mago,

en pútridas multitudes, gualdas, negras,

pálidas y de rojos desvaídos; oh, tú,

que a las aladas semillas empujas hacia su oscuro lecho invernal

donde frías y abatidas restarán,

como cadáveres en su tumba,

hasta que tu azul hermana, la Primavera,

haga soplar su clarín sobre la soñadora tierra y llene

(portando leves tallos cual rebaños que triscaran en el aire)

con vivos colores y fragancias el llano y la montaña;

oh indómito Espíritu, que por doquier te agitas,

si ahora destructor, protector más tarde,

¡escucha, oh, escucha!


II


Tú, por cuyo ímpetu sobre la alta vibración del cielo,

nubes solitarias cual marchitas hojas caen a tierra,

sacudidas por el espeso follaje del Cielo y del Mar,

heraldos de la lluvia y del relámpago; dispersas van

por el espacio azul de tu oleaje,

como alborotado y brillante cabello sobre la cabeza

de una ménade, desde el extremo púrpura

del horizonte hasta lo más alto del cielo,

como el pelo rizado de la tormenta que viene; tú, canto fúnebre

del año que agoniza, para quien esta noche que declina

vendrá a ser la cúpula del gran sepulcro,

cerrado bajo tu congregada fuerza de vapores,

de cuya densa atmósfera estallarán

denso aguaje, fuego y granizo, ¡escucha, escucha!


III


Tú, que has despertado de sueños estivales

al Mediterráneo añil, donde yacía,

mecido por el vaivén de sus limpias corrientes,

en una isla volcánica sobre la bahía de Baia,

y que en sueños has visto vetustos palacios y torres

temblorosas bajo la dura claridad del oleaje,

cubiertos de azulado musgo y de tan puras flores

que al describirlas hasta los sentidos parecen declinar;

tú, a cuyo paso los limpios poderes del Atlántico

se hunden en el abismo, mientras en el fondo marino,

las flores y las algas que hacen posible

los marchitos bosques del océano

reconocen tu voz y de golpe se alzan pavorosos

temblando y desnudándose, ¡escucha, escucha!


IV


Si fuera yo una hoja marchita que tú arrastraras,

si fuera agitada nube que a ti te arrastrara,

una ola que latiera bajo tu poder y contigo

compartiera tu fuerza, si bien con menos libertad

que tú, ¡oh, incontrolable!; o si al menos fuera yo

como fui en mi juventud y pudiese ser

compañero tuyo en tu deambular por los cielos,

como antaño, cuando dejar atrás tu rapidez

era sólo una ilusión, nunca te hubiera rezado

en mi dolorosa miseria.


¡Oh, álzame como si fuera ola, hoja o nube

hasta caer sobre las espinas de la vida! ¡Sangro!

Un pesado número de horas ha encadenado y arrodillado

a quien tanto se te parecía: veloz y orgulloso, indómito.


V


Hazme tu lira, como lo es aún el bosque:

¡mis hojas caen tan muertas como las suyas!

El clamor de tus potentes armonías tomará

de ambos un profundo tono otoñal,

melodioso pese a su tristeza. ¡Haz de ti, Espíritu Indómito,

mi propio espíritu! ¡Unámonos en la tempestad!

¡Esparce mis marchitos pensamientos por el universo

como si fueran hojas caídas para así dar paso a una vida nueva!

¡Y siembra por el espacio, desde el vértigo de estos versos,

cenizas y pavesas, como las de un fuego aún no apagado,

mi palabra para los pueblos y los hombres!

¡Sé, por mis labios, para la adormecida tierra,

la trompeta de una profecía! ¡Oh, Viento!,

si el Invierno ya está aquí, ¿es que puede demorarse ya la Primavera?

sábado, 30 de enero de 2021

Manfred, de lord Byron

Lord Byron, Manfred 

Acto I, escena primera

 (Manfredo está solo en la galería de un antiguo castillo. Es media noche.) 

MANFREDO. Mi lámpara va a apagarse; por más que quiera reanimar su luz moribunda; no podrá durar tanto tiempo como mi desvelo. Si parece que duermo, no es el sueño el que embarga mis sentidos y sí el descaecimiento que me causan una multitud de pensamientos que afligen mi alma y a los cuales no me es posible resistir. Mi corazón está siempre desvelado y mis ojos no se cierran sino para dirigir sus miradas dentro de mí mismo; sin embargo estoy vivo, y según mi forma y mi aspecto, me parezco a los otros hombres. ¡Ah, el dolor debería ser la escuela del sabio! Las penas son una ciencia, y los más sabios son los que más deben gemir sobre la fatal verdad. El árbol de la ciencia no es el árbol de la vida. Filosofía, conocimientos humanos, secretos maravillosos, sabiduría mundana, todo lo he ensayado y mi espíritu puede abrazarlo todo, todo puedo someterlo a mi genio: ¡inútiles estudios! He sido generoso y bienhechor, he encontrado la virtud aun entre los hombres... ¡Vana satisfacción! He tenido enemigos; ninguno ha podido dañarme y varios han caído delante de mí: ¡inútiles triunfos! El bien, el mal, la vida, el poder, las pasiones, todo lo que veo en los demás ha sido para mí como la lluvia sobre la árida arena. Después de aquella hora maldita... No conozco el terror, estoy condenado a no experimentar nunca el temor natural, ni los latidos de un corazón que hacen palpitar el deseo, la esperanza o el amor de alguna cosa terrestre... Pongamos en práctica mis operaciones mágicas. Seres misteriosos, espíritus del vasto universo, vosotros a quienes he buscado en las tinieblas y en las regiones de la luz; vosotros que voláis alrededor del globo y que habitáis en las esencias más sutiles; vosotros a quien las cimas inaccesibles de los montes, las profundidades de la tierra y del Océano sirven muchas veces de retiro... Yo os llamo en nombre del encanto que me da el derecho de mandaros; ¡despertaos y apareced!

(Un momento de silencio.) 

¡No vienen todavía! ¡Bien!, por la voz de aquel que es el primero entre vosotros; por la señal que os hace temblar a todos; en nombre de aquel que no muere nunca... Despertaos y apareced...

(Un momento de silencio.) 

Si es así... Espíritus de la tierra y del aire no eludiréis seguramente mis órdenes. Por medio de un poder superior a todos los que acabo de servirme, por un hechizo irresistible nacido en un astro maldito, resto ardiente de un mundo que ya no existe, infierno errante en medio del eterno espacio; por la terrible maldición que pesa sobre mi alma, por el pensamiento que tengo y que está a mi rededor, os requiero la obediencia: Apareced.

(Aparece una estrella en el fondo oscuro de la galería; es una estrella inmóvil, y una voz canta las palabras siguientes:) 

 PRIMER ESPÍRITU. Mortal, dócil a tus órdenes, vengo de mi palacio situado sobre las nubes, formado de los vapores del crepúsculo y que colorea de púrpura y de azul el disco del sol poniente. Aunque me esté privado el obedecerte, vuelo hacia ti sobre el rayo de una estrella; he oído tus conjuros. Mortal, ¡que tus deseos se cumplan! 

 LA VOZ DEL SEGUNDO ESPÍRITU. El Monte-Blanco es el monarca de las montañas; está coronado desde muchos siglos con una diadema de nieve sobre su trono de rocas. Está revestido con un manto de nubes: los bosques forman su ceñidor, tiene una avalancha en sus manos como un rayo amenazador; pero espera mis órdenes para dejarlo caer en el valle. La masa fría e inmóvil del hielo se va derritiendo todos los días, pero soy yo quien le dice que precipite su marcha o que detenga sus témpanos. Yo soy el espíritu de estas montañas, podría hacerlas estremecer hasta sus cimientos cavernosos… ¿Qué es lo que quieres? 

TERCER ESPÍRITU. En las profundidades azuladas de los mares, en donde no hay nada que agite las olas, en donde nunca ha soplado el viento, en los parajes que habita la serpiente marina, y en donde la sirena adorna con conchas su verde cabellera, la voz de tu invocación ha resonado como la tempestad sobre la superficie de las aguas, el eco la ha repetido en mi pacífico palacio de coral. Declara tus deseos al espíritu del Océano. 

 CUARTO ESPÍRITU. En los parajes en donde duerme el terremoto sobre una cama de fuego, en los parajes en donde hierven los lagos bituminosos, en las concavidades subterráneas que reciben las raíces de estas cordilleras cuyas cumbres ambiciosas se pierden en las nubes, he oído los acentos mágicos, y subyugado por su poder, he dejado los lugares en que he nacido para ponerme cerca de ti. Ordena, yo obedeceré. 

QUINTO ESPÍRITU. Yo soy quien vuela sobre el aquilón y el que prepara las tormentas. La tempestad que he dejado detrás de mí está todavía ardiendo con los fuegos de los truenos y de los relámpagos. Para llegar más pronto en donde tú te hallas he atravesado la tierra y los mares en un huracán. Un céfiro favorable hinchaba las velas de una flota que encontré, pero estará sepultada en las olas antes que aparezca la aurora. 

SEXTO ESPÍRITU. Mi morada es constantemente la oscuridad de la noche. ¿Por qué tus conjuros me fuerzan a ver la odiosa claridad? 

SÉPTIMO ESPÍRITU. El astro que preside a tu destino estaba dirigido por mí desde antes que la tierra fuese creada. Nunca había girado un planeta más hermoso alrededor del sol: su curso era libre y regular, ningún astro más benéfico existía en el espacio. La hora fatal llegó: este astro se convirtió en una masa de fuego, en un cometa vago que amenazó al universo girando siempre por su propia fuerza, sin esfera y sin curso; horror brillante de las regiones etéreas, monstruo disforme entre las constelaciones del cielo. En cuanto a ti, nacido bajo su influencia; tú, gusano a quien yo obedezco y que desprecio, cediendo a un poder que no te pertenece, y que no te ha sido prestado sino para someterte algún día al mío, vengo por un momento a reunirme a los espíritus débiles que doblan aquí su rodilla; vengo a hablar a un ser tal como tú. ¿Qué me quieres pues, criatura de barro? ¿Qué me quieres? 

LOS SIETE ESPÍRITUS. La tierra, el Océano, el aire, la noche, las montañas, los vientos y el astro de tu destino están a tus órdenes. Hombre mortal, sus espíritus esperan tus deseos. ¿Qué quieres de nosotros, hijo de los hombres? ¿Qué quieres? 

MANFREDO. El olvido. 

EL PRIMER ESPÍRITU. ¿El olvido de qué? 

MANFREDO. De lo que está dentro de mi corazón. Leedlo, vos lo sabéis bien y yo no puedo explicarlo. 

EL ESPÍRITU. Nosotros no podemos darte sino lo que poseemos. Pídenos vasallos, una corona, el trono del mundo o de uno de sus imperios; pídenos una señal con la cual gobernarás a los elementos que nos obedecen; habla, tú puedes obtenerlo todo. 

MANFREDO. El olvido; ¡el olvido de mí mismo! ¿No podréis encontrar lo que pido en las regiones secretas que me ofrecéis tan liberalmente? 

EL ESPÍRITU. Esto no existe en nuestra esencia, ni en nuestra sabiduría; pero... tú puedes morir. 

MANFREDO. ¿La muerte me lo concederá? 

EL ESPÍRITU. Nosotros somos inmortales, y no olvidamos nada, somos eternos, y para nosotros lo pasado y lo venidero son como lo presente: ved nuestra respuesta. 

MANFREDO. Esto es burlarse de mí; pero el poder que os ha conducido a mi presencia os ha puesto bajo mi disposición. Esclavos, no hay que hacer mofa de las voluntades de vuestro señor. El alma, el espíritu, la chispa celeste, la luz de mi ser, tiene la misma brillantez y la misma penetración que las vuestras, y no cederá jamás aunque se halle encerrada en una prisión de barro. Respondedme, o sino sabréis quien soy. 

EL ESPÍRITU. Nosotros repetiremos las mismas palabras; lo que acabas de decir puede ser también nuestra respuesta. 

MANFREDO. Explicaos. 

EL ESPÍRITU. Si como tú dices, tu esencia es semejante a la nuestra, te hemos respondido, diciendo que lo que los hombres llaman la muerte no tiene ningún poder sobre nosotros. 

MANFREDO. Será pues en vano que os haya invocado en vuestras moradas; vosotros no queréis o no podéis socorrerme. 

EL ESPÍRITU. Habla, te ofrecemos todo lo que poseemos: piensa bien en ello antes de despedirnos y pide. ¿Quieres un reino, el poder sobre los hombres, la fuerza, una larga serie de días? 

MANFREDO. ¡Malditos seáis! ¿Qué sacaré de una larga vida? La mía ya ha durado demasiado; desapareced. 

EL ESPÍRITU. Todavía un momento; mientras que estamos aquí quisiéramos serte útiles. Piensa bien en esto; ¿no hay algún otro don que pudiéramos hallar digno de serte ofrecido? 

MANFREDO. Ninguno: esperad sin embargo... Un momento antes de separarnos, quisiera veros cara a cara. Oigo vuestras voces, cuya dulzura melancólica se asemeja a las armonías melodiosas en medio de un lago cristalino; veo la inmóvil claridad de una grande estrella, pero nada más. Pareced a mi presencia tales como sois, uno después de otro o todos juntos, pero en vuestra forma acostumbrada. 

EL ESPÍRITU. Nosotros no tenemos otra forma que la de los elementos de los que somos el alma y el principio; pero desígnanos la forma que quieras, y será la que adoptaremos. 

MANFREDO. Poco importa la forma; no hay ninguna sobre la tierra que sea hermosa o hedionda para mí: que aquel que entre vosotros esté dotado de más poder, tome el aspecto que le convenga. Yo lo espero.

(El séptimo Espíritu aparece bajo la figura de una hermosa mujer.) 

EL SÉPTIMO ESPÍRITU. Miradme. 

MANFREDO. ¡Oh cielos! ¿Será esto una ilusión? Si tú no fueses un sueño o una imagen engañosa, ¡aun podría considerarme dichoso! Te estrecharía entre mis brazos y aun podríamos... 

(la mujer desaparece)

Mi corazón se halla destrozado.

(Manfredo cae desmayado...)

[...]

Segundo acto: Escena II

(El teatro representa un valle de los Alpes inmediato a una catarata.)

MANFREDO.

El sol no se halla a la mitad de su carrera, y el arcoíris que corona el torrente recibe de sus rayos sus hermosos colores. Las aguas extienden sobre el declivio de las rocas su manto de plata, y su espuma que se eleva como un surtidor, se parece a la cola del enorme y pálido caballo del Apocalipsis sobre el que vendrá la Muerte.

Mis ojos solamente gozan en el momento de este magnífico espectáculo, estoy solo en esta pacífica soledad, y quiero disfrutar del homenaje de la cascada con el genio de este lugar. Llamémosle.

(Manfredo toma algunas gotas de agua en el hueco de su mano y las arroja al aire pronunciando su conjuro mágico. Al cabo de un momento de silencio aparece la Encantadora de los Alpes bajo el arcoíris del torrente.)

¡Espíritu de una hechicera hermosura, que yo pueda admirar tu cabellera luminosa, los ojos resplandecientes y las formas divinas que reúnen todos los hechizos de las hijas de los hombres a una sustancia aérea y a la esencia de los más puros elementos! Los colores de tu tez celeste se parecen al bermellón que hermosea las mejillas de un niño dormido en el seno de su madre y mecido con los latidos de su corazón; se parecen al color de rosa que dejan caer los últimos rayos del día sobre la nieve de los ventisqueros, y que puede equivocarse con el púdico sonrosado de la tierra recibiendo las caricias del cielo. Tu aspecto suaviza el resplandor del arco brillante que te corona; yo leo sobre tu frente serena que refleja la calma de tu alma inmortal, leo que tú perdonarás a un hijo de la tierra, con quien se dignan comunicar algunas veces los espíritus de los elementos, el atreverse a hacer uso de los secretos mágicos para llamarte a su presencia y contemplarte un momento.

LA ENCANTADORA DE LOS ALPES.

Hijo de la tierra, yo te conozco; igualmente que los secretos a que debes tu poder, te conozco por un hombre de pensamientos profundos, extremoso en el mal y en el bien, fatal a los otros y a ti mismo; te esperaba; ¿qué quieres de mí?

MANFREDO.

Admirar tu hermosura, nada más. El aspecto de la tierra me sumerge en la desesperación; busco un refugio en sus misterios, huyo cerca de los espíritus que la gobiernan; pero ellos no pueden socorrerme; les he pedido lo que no pueden darme, no les pido nada más.

LA ENCANTADORA.

¿Qué es pues lo que pides, que no pueden concedértelo aquellos que lo pueden todo y que gobiernan los elementos invisibles?

MANFREDO.

¿Para qué repetiré la relación de mis dolores? Sería en vano.

LA ENCANTADORA.

Yo los ignoro, tened la bondad de referírmelos.

MANFREDO.

¡Bien! Por cruel que sea para mí esta confesión, hablará mi dolor.

Desde mi juventud, mi espíritu no estaba de acuerdo con las almas de los hombres, y no podía mirar la tierra con amor. La ambición que devoraba a los demás me era desconocida; su objeto no era el mío... mis placeres, mis penas, mis pasiones y mi carácter me hacían parecer un extraño en medio del mundo. Aunque revestido de la misma forma de carne que las criaturas que me rodean, no sentía ninguna simpatía por ellas... una sola... pero ya hablaré de ella luego.

Mis placeres eran el ir en medio de los desiertos a respirar el aire vivo de las montañas cubiertas de hielo, sobre cuya cumbre los pájaros no se hubieran atrevido a construir su nido, y en donde el granito desnudo de hierbas se ve desierto de los insectos alados. Gustaba de atravesar las aguas de los torrentes furiosos, o de volar sobre las olas del Océano iracundo; me encontraba ufano de ejercitar mi fuerza contra los corrientes rápidas; gustaba durante la noche de observar la marcha silenciosa de la luna y el curso brillante de las estrellas; miraba fijamente los relámpagos durante las tempestades hasta tanto que mis ojos quedasen deslumbrados, o bien escuchaba la caída de las hojas cuando los vientos del otoño venían a despojar los bosques. Tales eran mis placeres, y tal era mi amor por la soledad, que si los hombres, de quienes me afligía el ser hermano, se encontraban a mi paso, me sentía humillado y degradado, hasta no ser ya, como ellos, sino una criatura de barro.

En mis paseos delirantes descendía a la profundidad de las cavernas de la muerte para estudiar su causa en sus efectos, y desde los montones de huesos y del polvo de los sepulcros, me atrevía a sacar consecuencias criminales; consagré las noches en aprender las ciencias secretas olvidadas hace ya mucho tiempo. Gracias a mis trabajos y a mis desvelos, a las pruebas terribles y a las condiciones a que nos someten la tierra, los aires y los espíritus que despueblan el espacio y el infinito, familiaricé mis ojos con la eternidad, como habían hecho en otros tiempos los mágicos y el filósofo que invocó en su profundo retiro a Eros y a Anteros. Con mi ciencia creció mi ardiente deseo de aprender, mi poder y el enajenamiento de la brillante inteligencia que...

LA ENCANTADORA.

Acaba.

MANFREDO.

¡Ah!, me complacía en detenerme extensamente sobre estos vanos atributos, porque cuanto más me acerco del momento en que descubriré la llaga de mi corazón... pero quiero proseguir: aun no te he nombrado, ni padre, ni madre, ni querida, ni amigo, con quienes me hallase unido por nudos humanos: padre, madre, querida, amigo, estos títulos no eran nada para mí; pero había una mujer...

LA ENCANTADORA.

Atrévete a acusarte a ti mismo: prosigue.

MANFREDO.

Se me parecía en lo exterior, en los ojos, en la cabellera, en sus facciones y aun en su metal de voz; pero en ella todo estaba suavizado y hermoseado por sus atractivos. Lo mismo que yo, tenía un amor decidido por la soledad, el gusto por las ciencias secretas y un alma capaz de abrazar al universo; pero tenía además la compasión, el don de los agasajos y de las lágrimas, una ternura... que ella sola podía inspirarme, y una modestia que yo nunca he tenido. Sus faltas me pertenecen: sus virtudes eran todas suyas. Yo la amaba y le privé de la vida.

LA ENCANTADORA.

¿Con tus propias manos?

MANFREDO.

¡Con mis propias manos no!; fue mi corazón el que marchitó el suyo y le destrozó. He derramado su sangre, pero no ha sido la suya. Su sangre ha corrido sin embargo, he visto su pecho desgarrado y no he podido curar sus heridas.

LA ENCANTADORA.

¿Es esto todo lo que tienes que decir? Haciendo parte a pesar tuyo de una raza que tú desprecias, tú que quieres ennoblecerla elevándote hasta nosotros, ¡puedes olvidar los dones de nuestros conocimientos sublimes y caer en los bajos pensamientos de la muerte! No te reconozco.

MANFREDO.

¡Hija del aire!, te protesto que, después del día fatal... Pero la palabra es un vano soplo, ven a verme en mi sueño, o a las horas de mis desvelos, ven a sentarte a mi lado; he cesado de estar solo, mi soledad se halla turbada por las furias. En mi rabia rechino los dientes mientras que la noche extiende sus sombras sobre la tierra, y desde la aurora hasta ponerse el sol no ceso de maldecirme. He invocado la pérdida de mi razón como un beneficio, y no se me ha concedido: he arrostrado la muerte; pero en medio de la guerra de los elementos, los mares se han retirado a mi presencia. Los venenos han perdido toda su actividad; la mano helada de un demonio cruel me ha detenido en la orilla de los precipicios por solo uno de mis cabellos que no ha querido romperse. En vano mi imaginación fecunda ha creado abismos en los cuales ha querido arrojarse mi alma; he sido rechazado, como si fuese por una ola enemiga, en los abismos terribles de mis pensamientos. He buscado el olvido en medio del mundo, lo he buscado por todas partes y nunca le he hallado; mis secretos mágicos, mis largos estudios en un arte sobrenatural, todo ha cedido a mi desesperación. Vivo, y me amenaza una eternidad.

LA ENCANTADORA.

Quizás yo podré aliviar tus males.

MANFREDO.

Sería necesario llamar los muertos a la vida o hacerme bajar entre ellos a la sepultura. Ensaya el reanimar sus cenizas y hacerlos aparecer bajo una forma cualquiera y a cualquier hora que sea; corta el hilo de mis días, y sea cual fuere el dolor que acompañe mi agonía, no importa, a lo menos será el último.

LA ENCANTADORA.

Ni una cosa ni otra están en mi arbitrio, pero si tú quieres jurar una ciega obediencia a mis voluntades y someterte a mis órdenes, podré serte útil en el cumplimiento de tus deseos.

MANFREDO.

¡Yo jurar! ¡Yo obedecer! ¿Y a quién? A los espíritus que domino. ¡Yo venir a ser el esclavo de los que me reconocen por su señor...! ¡Jamás!

LA ENCANTADORA.

¿Es esta toda tu respuesta? ¿No tienes otra más dulce? ¡Piensa bien en ello antes de negarte a lo que te propongo!

MANFREDO.

He dicho no.

LA ENCANTADORA.

Puedo pues retirarme; habla.

MANFREDO.

Retírate.

(La Encantadora desaparece.)

MANFREDO solo.

Somos la víctima del tiempo y de nuestros terrores; cada día se nos presentan nuevas penas; vivimos sin embargo maldiciendo la vida y temiendo la muerte. Gimiendo bajo el yugo que nos oprime, y cargado con el peso de la vida, nuestro corazón no late sino en las ocasiones que experimentamos alguna contrariedad, o algún goce pérfido que finaliza por crueles angustias y por la extenuación y la debilidad. ¿En el número de nuestros días pasados y por venir (porque lo presente no existe en la vida) no hay algunos, no hay uno sólo en el que el alma no deje de desear la muerte, y no obstante de huirla, como un río helado por el invierno cuya fría impresión bastaría el arrostrarla un momento?

Mi ciencia me ofrece todavía algún recurso. Puedo invocar los muertos y preguntarles cual es el objeto de nuestros terrores. La nada de los sepulcros, quizás me responderán... ¿Y si no responden...? ¡El profeta sepultado respondió a la encantadora de Endor! Y el rey de Esparta supo su destino futuro por las sombras de la virgen de Bizancio. Había quitado la vida a la que amaba sin conocer que era su víctima, y murió sin obtener perdón. Fue en vano que invocase a Júpiter, y que por la voz de los mágicos de la Arcadia suplicase a la sombra irritada el ceder o a lo menos el fijar un termino a su venganza. Obtuvo una respuesta oscura, pero que fue demasiado cierta.

Si yo no hubiese vivido nunca, lo que amo viviría todavía; si no hubiera amado nunca, lo que amo aun conservaría la hermosura, la felicidad y el don de poder hacer dichosos. ¿Qué se ha hecho la víctima de mis maldades...? Un objeto en el cual no me atrevo a pensar... Nada quizás... De aquí a algunas horas habré salido de mis dudas... Sin embargo tiemblo al ver llegar el momento deseado... Hasta ahora jamás me ha hecho temblar el acercarse un espíritu bueno o uno malo... Me estremezco... Siento un peso de hielo sobre mi corazón. Pero puedo atreverme a lo que temo y desafiar los recelos de la materia. La noche llega...

Segundo acto: Escena III

(La cumbre del monte Jungfro.)

EL PRIMER DESTINO.

El disco plateado de la luna empieza a brillar en los cielos. Nunca el pie de un mortal vulgar ha manchado las nieves sobre las cuales andamos durante la noche sin dejar ninguna huella. Apenas rozamos ligeramente esta mar de escarchas que cubre las montañas con sus olas inmóviles, semejantes a la espuma de las aguas que el frío ha helado repentinamente después de una tempestad; imagen de un abismo reducido al silencio de la muerte. Esta cumbre fantástica, obra de algún terremoto, y sobre la cual descansan las nubes de sus viajes vagabundos, está consagrada a nuestros misterios y a nuestras vigilias: yo espero en ella a mis hermanos que deben venir conmigo al palacio de Arimán; esta noche se celebra nuestra grande fiesta... ¿Por qué tardan en venir?

(Una voz canta a lo lejos.)

El usurpador cautivo, precipitado del trono, sepultado en un infame reposo, estaba olvidado y solitario: yo he interrumpido su sueño, le he dado el socorro de una multitud de traidores; el tirano está todavía coronado. Pagará mis cuidados con la sangre de un millón de hombres, con la ruina de una nación, y yo le abandonaré de nuevo a la huida y a la desesperación.

(Una segunda voz.)

Un navío bogaba rápidamente sobre las aguas, impulsado por los vientos propicios: he rasgado todas sus velas y roto todos sus masteleros, no ha quedado ni una sola tabla de esta ciudad flotante; no ha sobrevivido un solo hombre para llorar su naufragio... Me engaño, hay uno que yo mismo he sostenido sobre las aguas por un mechón de sus cabellos... era un sujeto muy digno de mis cuidados, un traidor en la tierra y un pirata en el Océano. Sabrá reconocer mis bondades por medio de nuevos crímenes.

EL PRIMER DESTINO.

(Respondiendo a sus hermanos.)

Una ciudad floreciente está sumergida en el sueño, la aurora alumbrará su desolación: la horrible peste ha caído de repente sobre los habitantes durante su descanso. Perecerán a millares. Los vivos huirán de los moribundos que deberían consolar; pero nada podrá defenderlos de los tiros crueles de la muerte. El dolor y la desesperación, la enfermedad y el terror envuelven a toda una nación. ¡Dichosos los muertos de no ser testigos del espantoso espectáculo de tantos males! La ruina de todo un pueblo es para mí la obra de una noche; la he verificado en todos los siglos, y no será todavía la última vez.

(Llegan el segundo y el tercer Destino.)

LOS TRES DESTINOS JUNTOS.

Nuestras manos encierran los corazones de los hombres, sus sepulcros nos sirven de tarima. No damos la vida a nuestros esclavos sino para volvérsela a quitar.

EL PRIMER DESTINO.

Salud, hermanos míos. ¿En dónde está Némesis?

EL SEGUNDO DESTINO.

Prepara sin duda alguna gran obra, pero lo ignoro porque me encuentro demasiado ocupado.

EL TERCER DESTINO.

Vedle aquí.

EL PRIMER DESTINO.

¿De dónde vienes Némesis? Tú y mis hermanos habéis tardado mucho esta noche.

NÉMESIS.

Estaba ocupada en levantar los tronos abatidos, en componer himnos funestos, en volver la corona a los reyes desterrados, en vengar a los hombres de sus enemigos a fin de hacerlos arrepentir de sus venganzas. He castigado con la locura a los que estaban detenidos por sabios, los jefes inhábiles han sido proclamados por mí, dignos de gobernar el mundo... los mortales empezaban a disgustarse de los tiranos, se atrevían a pensar por sí mismos, a poner los reyes en equilibrio, y a hablar de la libertad, que para ellos es el fruto vedado... Pero esta tarde... montemos en nuestras nubes.

(Desaparecen.)

Segundo acto: Escena IV de Lord Byron

(El palacio de Arimán.—Arimán está sobre un globo de fuego que le sirve de trono, rodeado por los Espíritus.)

HIMNO DE LOS ESPÍRITUS.

¡Salud a nuestro monarca!, al príncipe de la tierra y de los aires, que vuela sobre las nubes y sobre las aguas. En su mano se halla el cetro de los elementos, quienes, a sus órdenes, se confunden como el tiempo del caos. Sopla, y una tempestad alborota los mares; habla, y las nubes le responden por la voz de los truenos; mira, y los rayos del día desaparecen, anda, los terremotos conmueven el mundo. Los volcanes se forman bajo sus pasos. Su sombra es la verdadera peste; los cometas le preceden en los ardientes senderos de los cielos, y se reducen a cenizas al menor de sus deseos. La guerra le ofrece sus sacrificios, la muerte le paga su tributo; la vida de los hombres y sus innumerables dolores le pertenecen: es el alma de todo lo que existe.

(Entrada de los Destinos y de Némesis.)

EL PRIMER DESTINO.

Gloria al grande Arimán. Su poder se extiende cada día más sobre la tierra: mis dos hermanos han ejecutado fielmente sus órdenes, y yo no he descuidado mi deber.

EL SEGUNDO DESTINO.

Gloria al grande Arimán, nosotros doblamos la rodilla a su presencia, nosotros, que pisamos las cabezas de los hombres.

EL TERCER DESTINO.

Gloria al grande Arimán; nosotros esperamos la señal de su voluntad.

NÉMESIS.

Rey de los reyes, nosotros somos tus vasallos, y todos los seres que tienen vida lo son nuestros. Aumentar nuestro poder sería aumentar el tuyo; no olvidamos nada para conseguirlo. Tus últimas órdenes quedan fielmente ejecutadas.

(Entra Manfredo.)

UN ESPÍRITU.

¿Quién es este audaz? ¡Un mortal! ¡Temeraria criatura, pon la rodilla en tierra y adora!

SEGUNDO ESPÍRITU.

Este hombre no me es desconocido, es un poderoso mágico cuya ciencia es temible.

TERCER ESPÍRITU.

Arrodíllate y adora a Arimán, vil esclavo, ¿no reconoces a nuestro señor y al tuyo? Tiembla y obedece.

TODOS LOS ESPÍRITUS.

Arrodíllate, hijo del polvo vil, y teme nuestra venganza.

MANFREDO.

Conozco vuestro poder, y sin embargo ya veis que no obedezco.

UN CUARTO ESPÍRITU.

Nosotros te enseñaremos a humillarte.

MANFREDO.

No tengo necesidad de aprenderlo. ¡Cuántas noches tendido sobre la árida arena y con la cabeza cubierta de ceniza, me he prosternado poniendo mi cara sobre la tierra! He caído en la última de las humillaciones; porque me he sometido a mi vana desesperación y a mi propia miseria.

QUINTO ESPÍRITU.

¿Te atreves a negar al grande Arimán hallándose sobre su trono, lo que le concede toda la tierra, sin haber visto el terror de su gran poder? Prostérnate te digo.

MANFREDO.

Que Arimán se prosterne delante del que es superior a él, delante del Eterno e Infinito, delante del soberano Creador, que no le ha destinado a que se le de adoración; que él se arrodille, y yo lo ejecutaré igualmente.

LOS ESPÍRITUS.

Confundamos a este gusanillo; aniquilémosle.

EL PRIMER DESTINO.

Retiraos; este hombre es mío. Príncipe de las divinidades invisibles, este hombre no es de una naturaleza común, como lo atestiguan su aspecto y el encontrarse en estos lugares. Sus sufrimientos han sido de una naturaleza inmortal como la nuestra. Su ciencia, su poder y su ambición, tanto como lo ha podido permitir su exterior grosero que encierra una esencia etérea, le han elevado sobre todas las criaturas formadas de un barro impuro. No ha aprendido en los secretos que ha querido penetrar sino lo que conocemos todos nosotros, esto es, que la ciencia no es una felicidad y que no conduce sino a otra especie de ignorancia. Pero no es esto todo... Las pasiones, atributos de la tierra y del cielo, y de las cuales ningún poder, ningún ser esta exento, desde el gusano hasta las sustancias celestes, las pasiones han devorado y han hecho de él un objeto tan miserable, que yo, que no puedo experimentar la piedad, perdono a los que la sienten en su favor. Este hombre es mío, y también puede ser tuyo todavía; pero en estas regiones ningún espíritu tiene un alma como la suya, y no puede tener el derecho de mandarle.

NÉMESIS.

¿Qué viene a buscar aquí?

EL PRIMER DESTINO.

Él es quien debe responder.

MANFREDO.

Vosotros sabéis hasta dónde llegan mis conocimientos mágicos, y sin un poder sobrenatural no hubiera podido hallarme aquí; pero aun hay poderes superiores, y vengo a preguntar sobre lo que busco.

NÉMESIS.

¿Qué pides?

MANFREDO.

Tú no puedes responderme: llama a los muertos; a ellos se dirigirán mis preguntas.

NÉMESIS.

Gran Arimán, ¿permites que se satisfagan los deseos de este mortal?

ARIMAN.

Sí.

NÉMESIS.

¿A quién quieres sacar del sepulcro?

MANFREDO.

A un muerto que estuvo privado de sepultura: llama a Astarté.

NÉMESIS.

Sombra o espíritu, sea lo que seas, que conservas todavía una parte de tu primera forma, o tu forma entera, sal de la tierra y vuelve a ver el día. Vuelve con las mismas facciones, el mismo aspecto y el mismo corazón, huye de los gusanos de la tumba y vuelve a aparecer en estos lugares: el que puso un término a tus días es quien te llama.

(La sombra de Astarté comparece en medio de los Espíritus.)

MANFREDO.

¿Es la muerte la que veo? Aún brillan los colores en sus mejillas; pero reconozco demasiado que no son colores vivientes. El encarnado no es natural, se parece al que produce el otoño sobre las hojas marchitas. Ella es ciertamente, ¡oh cielo! ¡Y tiemblo al mirarla, al mirar a Astarté! No, no puedo hablarle, pero quiero que ella hable, que me condene o me perdone.

NÉMESIS.

Por el poder que te ha hecho salir de la sepultura que te servía de prisión, habla al que acabas de oír, o a aquellos que te han invocado.

MANFREDO.

Guarda silencio; y para mí es una respuesta cruel.

NÉMESIS.

Mi poder no va más lejos. Príncipe del aire, tú sólo puedes ordenarle el hacer oír su voz.

ARIMAN.

Espíritu obedece a este espectro.

NÉMESIS.

¡Todavía calla! No está pues bajo nuestro imperio, pero pertenece a otros poderes. Mortal, tu pregunta es excusada, y nosotros estamos confusos igualmente que tú.

MANFREDO.

¡Escúchame! ¡Astarté, mi querida, óyeme y dígnate hablarme! He sufrido tanto, sufro todavía tan cruelmente. ¡Mírame! ¡La muerte no te ha cambiado tanto, como yo debo parecerlo a tu vista! Tú me amaste demasiado tiernamente y mi amor era digno del tuyo. No hemos nacido para atormentarnos uno y otro de este modo por culpable que haya sido nuestro amor. Dime que no me detestas, que solo yo sea castigado por los dos, que tú serás recibida en el número de los bienaventurados y que yo debo morir. Porque hasta ahora todo lo que hay de más odioso conspira a encadenarme con la existencia, a una existencia que me hace ver con terror la inmortalidad, y un porvenir semejante a lo pasado. No puedo encontrar ningún descanso. Ignoro yo mismo lo que deseo y lo que busco, y no siento sino lo que tú eres y lo que soy. Quisiera oír tu voz todavía una vez antes de morir, la voz que para mi oído era la más dulce melodía. Respóndeme, ¡oh querida mía! Te he llamado en las sombras de la noche; he asustado a los pájaros dormidos bajo las hojas silenciosas, he despertado al lobo en las montañas, y he hecho conocer tu nombre a los ecos de las cavernas mas sombrías. El eco me ha respondido, los espíritus y los hombres también me han respondido, tú sola has permanecido muda. He visto sucederse el giro de las estrellas en la bóveda celeste; he dirigido mi vista hacia ellas para ver si podía descubrirte; he recorrido la tierra para ver si encontraba alguna cosa que se te pareciese: dígnate de hablarme finalmente; mira a esos espíritus que nos rodean que se enternecen al oír mis quejas; yo los miro sin terror y sólo lo tengo por ti; dígnate de hablarme aunque no sea sino para manifestar tu enojo; dime a lo menos... Yo no sé lo que deseo; pero déjame todavía oír tu voz por la última vez.

LA SOMBRA DE ASTARTÉ.

¡Manfredo!

MANFREDO.

¡Ah! Prosigue por favor: esta voz me reanima; es la tuya seguramente.

LA SOMBRA.

¡Manfredo!, mañana se acabarán tus dolores terrestres. ¡Adiós!

MANFREDO.

Todavía una palabra, ¡una sola palabra! ¿Estoy perdonado?

LA SOMBRA.

¡Adiós!

MANFREDO.

¿No nos veremos más?

LA SOMBRA.

¡Adiós!

MANFREDO.

¡Ah, por compasión! Todavía una palabra; dime si me amas.

LA SOMBRA.

¡Manfredo!

(Desaparece.)

NÉMESIS.

Se ha ido y no volverá a aparecer: sus palabras se cumplirán; vuélvete a la tierra.

UN ESPÍRITU.

Se encuentra en las convulsiones de la desesperación; ved los mortales: quieren penetrar los secretos que son superiores a su naturaleza.

OTRO ESPÍRITU.

¡Pero ved cómo se domina a sí mismo, y cómo somete sus tormentos a su voluntad! Si hubiese sido un espíritu como nosotros hubiera sobrepujado a todas las otras inteligencias celestes.

NÉMESIS.

¿Tienes todavía que hacer alguna pregunta a nuestro augusto monarca o a sus vasallos?

MANFREDO.

Ninguna.

NÉMESIS.

Adiós, hasta la vista.

MANFREDO.

¿Nosotros volveremos pues a vernos?
¿Pero en dónde, sobre la tierra?
No importa; adonde tú quieras.
Adiós, te doy gracias por el
favor que acabas de concederme.

Tercer acto: Escena I

(Una habitación del castillo de Manfredo.)

MANFREDO Y HERMAN.

MANFREDO.

¿Se acabará bien pronto el día?

HERMAN.

Todavía falta una hora, y el sol va a ocultarse; todo nos anuncia una hermosa noche.

MANFREDO.

¿Lo has dispuesto todo en la torre, según lo he ordenado?

HERMAN.

Todo está pronto, señor, ved la llave y la arquilla.

MANFREDO.

Está bien, puedes retirarte.

(Herman se va.)

MANFREDO solo.

Experimento una calma y una tranquilidad que no había conocido en mi vida. Si yo no supiese que la filosofía es la más loca de nuestras vanidades, y la palabra más vacía de sentido entre todas las inventadas en la jerga de nuestras escuelas, creería que el secreto del oro, es decir la piedra filosofal tan buscada, se hallaba finalmente en mi alma. Este estado tan lisonjero no puede ser durable, pero ya es mucho el haberlo conocido aunque haya sido una sola vez. Ha enriquecido mis ideas con un nuevo sentido; y quiero escribir en mi libro de memoria que existe este sentimiento... ¿Quién está ahí?

(Herman vuelve a entrar.)

HERMAN.

Señor, el abad de San Mauricio pide permiso para hablaros.

(Entra el Abad.)

EL ABAD.

Que la paz sea con el conde Manfredo.

MANFREDO.

Mil gracias, padre mío: que seáis bienvenido en este castillo, vuestra presencia me honra y es una bendición para los que le habitan.

EL ABAD.

Lo deseo conde, pero quisiera hablaros sin testigos.

MANFREDO.

Herman, retírate. ¿Qué es lo que quiere mi respetable huésped?

EL ABAD.

Quiero hablar sin rodeos: mis canas y mi celo, mi ministerio y mis piadosas intenciones me servirán de disculpa: también invoco mi calidad de vecino, aunque nos visitemos muy rara vez.

Varias voces extrañas y escandalosas ultrajan vuestro nombre; un nombre ilustre hace muchos siglos. ¡Ah, ojalá que pueda transmitirse sin mancha a vuestros descendientes!

MANFREDO.

Proseguid, os escucho.

EL ABAD.

Se dice que estudiáis secretos que no están permitidos a la curiosidad del hombre, y que os habéis puesto en comunicación con los habitantes de las oscuras moradas, y con la multitud de espíritus malignos que se hallan errantes en el valle al que da sombra el árbol de la muerte. Sé que vivís muy retirado y que tratáis muy rara vez con los hombres vuestros semejantes; sé que vuestra soledad es tan severa como la de un prudente anacoreta; ¡y que no es tan santa!

MANFREDO.

¿Y quiénes son los que extienden estas voces?

EL ABAD.

Mis hermanos en Dios, los paisanos asustados, vuestros propios vasallos que observan vuestra inquietud. Vuestra vida corre el mayor peligro.

MANFREDO.

¿Mi vida? Yo os la abandono.

EL ABAD.

Yo he venido para procurar vuestra salvación y no vuestra perdida... No quisiera penetrar los secretos de vuestra alma; pero si lo que se dice es cierto, todavía es tiempo de hacer penitencia y de impetrar misericordia; reconciliaos con la verdadera iglesia, y esta os reconciliará con el cielo.

MANFREDO.

Os entiendo; ved mi respuesta. Lo que fui y lo que soy no lo conocen sino el cielo y yo. No escogeré un mortal por mediador. ¿He quebrantado algunas leyes? Que se pruebe y se me castigue.

EL ABAD.

Hijo mío, yo no he hablado de castigo y sí de perdón y de penitencia: vos sois quien debe escoger; nuestros dogmas y nuestra fe me han dado el poder de dirigir a los pecadores por la senda de la esperanza y de la virtud, y dejo al cielo el derecho de castigar: "La venganza pertenece a mí solo" ha dicho el Señor, y es con humildad como su siervo repite estas augustas palabras.

MANFREDO.

Anciano, ninguna cosa puede arrancar del corazón el vivo sentimiento de sus crímenes, de sus penas, y del castigo que se inflige a sí mismo: nada; ni la piedad de los ministros del cielo, ni las oraciones, ni la penitencia, ni un semblante contrito, ni el ayuno, ni las zozobras, ni los tormentos de aquella desesperación profunda que nos persigue por medio de los remordimientos sin amedrentarnos con el Infierno, pero que él sólo bastaría para hacer un Infierno del Cielo. No hay ningún tormento venidero que pueda ejercer semejante justicia sobre aquel que se condena y se castiga a sí mismo.

EL ABAD.

Estos sentimientos son laudables, porque algún día harán lugar a una esperanza más dulce. Vos os atreveréis a mirar con una tierna confianza la dichosa morada que está abierta a todos aquellos que la buscan, cualesquiera que hayan sido sus yerros sobre la tierra; pero para espiarlos es preciso empezar por conocer la necesidad de ejecutarlo. Proseguid conde Manfredo... todo lo que nuestra fe podrá saber se os enseñará y quedaréis lavado de todo lo que pudiésemos absolveros.

MANFREDO.

Cuando el sexto emperador de Roma vio llegar su última hora, víctima de una herida que se había hecho con su propia mano a fin de evitar la vergüenza del suplicio que le preparaba un senado que antes era su esclavo, un soldado conmovido en apariencia de una generosa piedad, quiso estancar con su vestido la sangre del emperador. El Romano expirando no lo permite y le dice con una mirada que manifestaba todavía su antiguo poder: ¡Es demasiado tarde ya! ¿Es esta tu fidelidad?

EL ABAD.

¿Qué queréis decir con esto?

MANFREDO.

Respondo como él, es demasiado tarde.

EL ABAD.

Jamás puede serlo para reconciliaros con vuestra alma, y para reconciliarla con Dios. ¿No tenéis ya esperanza? Estoy admirado: aquellos que desesperan del cielo se crean sobre la tierra algún fantasma que es para ellos como la débil rama a la que se agarra un desgraciado que se está ahogando.

MANFREDO.

¡Ah, padre mío!; ¡yo también en mi juventud he tenido ilusiones terrestres y nobles inspiraciones! Entonces hubiera querido conquistar los corazones de los hombres e instruir a todo un pueblo; hubiera querido elevarme, pero no sabía hasta que altura... quizás para volver a caer; pero para caer como la catarata de las montañas, que precipitada desde la cumbre orgullosa de las rocas, acumula una onda subterránea en las profundidades de un abismo; pero temible todavía, vuelve a subir sin cesar hasta los cielos en columnas de vapores que se transforman en nubes lluviosas. Este tiempo pasó; mis pensamientos se han engañado a sí mismos.

EL ABAD.

¿Y por qué?

MANFREDO.

No podía humillar mi orgullo, porque para poder mandar algun día, es necesario primero obedecer, lisonjear y pedir, espiar las ocasiones, multiplicarse a fin de encontrarse en todas partes, y hacerse una costumbre de ocultar la verdad; ved como se consigue el dominar los espíritus cobardes y bajos, y así son los de los hombres en general. Desprecié el hacer parte de una camada de lobos aunque hubiera sido para guiarlos. El león está solo en el bosque que habita; yo estoy solo como el león.

EL ABAD.

¿Y por qué no vivir y obrar como los demás hombres?

MANFREDO.

Sin haber nacido cruel, mi corazón no amaba las criaturas vivientes, hubiera querido encontrar una horrible soledad, pero no formármela yo mismo; quería ser como el salvaje Simún que sólo habita el desierto, y cuyo soplo devorador no trastorna sino una mar de áridas arenas en donde su furor no es funesto a ningún arbolillo: no busca la morada de los hombres, pero es muy terrible para los que vienen a arrostrarlo. Tal ha sido el curso de mi vida, y mientras he vivido he encontrado objetos que ya no existen.

EL ABAD.

Empiezo a temer que mi piedad y mi ministerio no pueden seros útiles. Tan joven todavía... me cuesta mucho él...

MANFREDO.

Miradme, hay algunos mortales en la tierra que se hacen viejos en su juventud y que mueren antes de haber llegado el verano de su vida, sin que hayan buscado la muerte en los combates. Unos son víctimas de los placeres, otros del estudio, estos a causa del trabajo y aquellos por el fastidio. Hay algunos que perecen de enfermedad, de demencia, o en fin de penas del corazón, y esta última enfermedad, ofreciéndose bajo todas las formas y bajo todos los nombres, hace más estragos que la guerra. Miradme; porque no hay ninguno de estos males que yo no haya sufrido, y uno solo basta para terminar la vida de un hombre. No os admiréis ya de lo que soy, pero si sorprendeos de que haya existido y de que este todavía sobre la tierra.

EL ABAD.

Dignaos sin embargo escucharme...

MANFREDO (con viveza.)

Anciano, respeto tu ministerio y reverencio tus canas; creo que tus intenciones son piadosas; pero es en vano. No me supongáis una fácil credulidad, y sólo por la consideración que os tengo, evito una conversación más larga. Adiós.

(Manfredo se va.)

EL ABAD.

Este hombre hubiera podido ser una criatura admirable; y tal como es, presenta un caos que sorprende. Una mezcla de luz y de tinieblas, de grandeza y de polvo, de pasiones y de pensamientos generosos, que en su confusión y en sus desórdenes, quedan en la inacción o amenazan el destruirlo todo. La energía de su corazón era digna de animar elementos mejor combinados: va a perecer y quisiera salvarle. Hagamos una segunda tentativa; un alma como la suya merece muy bien el ganarla para el cielo. Mi deber me ordena el atreverme a todo para conseguir el bien; lo seguiré, pero será con prudencia.

(El Abad se va.)

Tercer acto: Escena II

(Otra habitación.)

MANFREDO Y HERMAN.

HERMAN.

Señor, vos me habéis ordenado el venir a encontraros al ponerse el sol; vedle que va a eclipsarse detrás de la montaña.

MANFREDO.

¡Bien!, quiero contemplarle.

(Manfredo se adelanta hacia la ventana del cuarto.)

Astro glorioso, adorado en la infancia del mundo por la raza de hombres robustos, por los gigantes nacidos de los ángeles con un sexo que, más hermoso que ellos mismos, hizo caer en el pecado a los espíritus descarriados, desterrados del cielo para siempre; astro glorioso, tú fuiste adorado como el dios del mundo, antes que el misterio de la creación fuese revelado; obra maestra del Todopoderoso, tú fuiste el primero que regocijaste el corazón de los pastores caldeos sobre la cumbre de sus montañas, y el reconocimiento les inspiró bien pronto los homenajes que te dirigieron; divinidad material, tú eres la imagen del gran desconocido que te ha escogido para que seas su sombra; rey de los astros, y centro de mil constelaciones, a ti es a quien la tierra debe su conservación; padre de las estaciones, rey de los climas y de los hombres: las inspiraciones de nuestros corazones, y las facciones de nuestros rostros son la influencia de tus rayos. No hay ninguna cosa que iguale la pompa de tu salida, de tu curso y de tu puesta... Adiós, ya no te volveré a ver; mi primera mirada de amor y de admiración fue para ti; recibe también la última: nunca alumbrarás a un mortal, a quien el don de tu luz y tu calor suave hayan sido más fatales que a mí... Se ha ocultado... quiero seguirle.

(Manfredo se va.)

Tercer acto: Escena III

(Por una parte se ven las montañas y por la otra el castillo de Manfredo y una torre con una azotea. Empieza la noche.)

HERMAN, MANUEL y otros criados de Manfredo.

HERMAN.

Es bien extraño que después de muchos años, el conde Manfredo haya pasado todas las noches en velar sin testigos dentro de esta torre. Yo he entrado en ella, no conocemos todo el interior, pero ninguna cosa de las que encierra ha podido instruirnos de lo que hace nuestro amo. Es cierto que hay un cuarto en el que ninguno de nosotros ha entrado; yo daría todo lo que tengo para sorprenderle cuando se encuentra ocupado en sus misterios.

MANUEL.

Esto no podría ser sin peligro; conténtate con lo que sabes.

HERMAN.

¡Ah! Manuel, tú eres sabio y discreto como un viejo; pero tú podrías decirnos muchas cosas. ¿Cuánto tiempo hace que habitas este castillo?

MANUEL.

He visto nacer al conde Manfredo; entonces ya servía a su padre, al que se parece muy poco.

HERMAN.

Lo mismo puede decirse de muchos hijos; ¿pero en qué se diferenciaba del suyo el conde Segismundo?

MANUEL.

No hablo de las facciones, pero sí del corazón y del género de vida. El conde Segismundo era arrogante, pero alegre y franco: gustaba de la guerra y de la mesa, y era poco aficionado a los libros y a la soledad, no ocupaba las noches en sombríos desvelos; las suyas estaban consagradas a los festines y a las diversiones. No se le veía ir errante por las montañas o por los bosques, como un lobo silvestre, no huía de los hombres ni de sus placeres.

HERMAN.

¡Por vida mía, vivan estos tiempos dichosos! ¡Quisiera ver a la alegría que viniese a visitar de nuevo estas antiguas murallas! Parece que las ha olvidado del todo.

MANUEL.

Era necesario primeramente que el castillo cambiase de señor. ¡Oh, he visto aquí cosas tan extrañas, Herman!

HERMAN.

¡Y bien!, dígnate de hacer confianza de mí; cuéntame algunas cosas para pasar el rato: te he oído hablar vagamente sobre lo que sucedió en otros tiempos en esta misma torre.

MANUEL.

Me acuerdo que una tarde a la hora del crepúsculo, una tarde semejante a ésta, la nube rojiza que corona la cima del monte Eigher estaba en el mismo paraje, y quizás era la misma nube, el viento era flojo y tempestuoso, la luna empezaba a lucir sobre el manto de nieve que cubre las montañas; el conde Manfredo estaba como ahora en su torre: ¿qué hacía allí? Lo ignoramos; pero estaba con la sola compañera de sus paseos solitarios y de sus desvelos, el único ser viviente a quien manifestaba amar; los lazos de la sangre se lo ordenaban, es cierto; era su querida Astarté; era su... ¿Quién está, ahí?

(Entra el Abad de San Mauricio.)

EL ABAD.

¿En dónde está vuestro amo?

HERMAN.

Está en la torre.

EL ABAD.

Es preciso que yo le hable.

MANUEL.

Es imposible, está solo, y nos está prohibido el introducir a nadie.

EL ABAD.

Yo lo tomo sobre mí... es preciso que yo le vea.

HERMAN.

¿No le habéis ya visto esta tarde?

EL ABAD.

Herman, yo te lo ordeno, ves a llamar a la puerta y a prevenir al conde acerca de mi visita.

HERMAN.

Nosotros no nos atrevemos.

EL ABAD.

¡Pues bien!, yo mismo iré a anunciarme.

MANUEL.

Mi respetable padre, deteneos, os lo suplico.

EL ABAD.

¿Por qué?

MANUEL.

Esperad un momento, y yo me explicaré en otro paraje.

(Se van.)

Tercer acto: Escena IV

(El interior de la torre.)

MANFREDO solo.

Las estrellas se ponen en orden en el firmamento; la luna se manifiesta sobre la cumbre de las montañas coronadas de nieve: ¡admirable espectáculo! Reconozco que amo todavía a la naturaleza, porque el aspecto de la noche me es más familiar que el de los hombres, y es en sus tinieblas silenciosas y solitarias, bajo la bóveda estrellada de los cielos, en donde he aprendido el idioma de otro universo.

Me acuerdo que cuando viajaba en tiempo de mi juventud, me encontré en una noche semejante en el recinto del Coliseo en medio de todo lo que nos queda de más grande de la ciudad de Rómulo. Un viso sombrío oscurecía el ramaje de los árboles que crecen sobre los arcos arruinados, y las estrellas brillaban a través de las grietas que presentaban aquellas ruinas. A lo lejos los ladridos de los perros resonaban en la otra margen del Tíber; más cerca de mí, el grito lúgubre de los búhos salía del palacio de César, y el viento me traía los sonidos moribundos del canto nocturno de las centinelas. Por la parte de la brecha, que el tiempo ha abierto al circo, parecía que los cipreses adornaban el horizonte y sólo estaban a la distancia de un tiro; en estos mismos lugares, que fueron la morada de los Césares, y que en el día están habitados por los pájaros nocturnos que hacen oír sus cantos aciagos, se elevan sobre las murallas demolidas los árboles cuyas raíces se entrelazan bajo el domicilio imperial, y la hiedra rastrera se apodera del terreno destinado a criar el laurel; pero el circo sangriento de los gladiadores, ruina noble e imponente, está todavía de pie, mientras que los palacios de mármol de César y de Augusto no presentan sobre la tierra sino escombros ignorados. Tú alumbrabas con tus rayos a la antigua reina del mundo, astro pacífico de las noches, tú dejabas caer una luz pálida y melancólica que suavizaba el aspecto austero y doloroso de sus antiguos escombros, y llenaba en algún modo el vacío de los siglos. Todo lo que subsiste todavía de hermoso y de grande recibía de ti un nuevo esplendor, y lo que ya no existe parecía que había vuelto a tomar su antigua brillantez; en estos lugares todo inspiró mi entusiasmo, y mi corazón conmovido adoro silenciosamente a los grandes hombres de otros tiempos. Creí ver a todos los héroes que ya han pasado y a todos los soberanos coronados que todavía gobiernan nuestras almas desde el fondo de sus sepulcros...

Era una noche semejante a ésta. ¡Es una cosa particular que me la recuerde en este momento! Pero he experimentado muchas veces que nuestros pensamientos se nos escapan y se pierden lejos de nosotros, en el momento en que quisiéramos concentrarlos en una meditación solitaria.

(Entra el Abad de San Mauricio.)

EL ABAD.

Debo pediros perdón de esta segunda visita; pero dignaos no mirar como una ofensa la indiscreta importunidad de mi celo. ¡Recibo con gusto contra mí lo que tiene de culpable, y que lo que tenga de bueno pueda ilustrar vuestro espíritu! ¡Que no pueda yo decir vuestro corazón! Si consiguiese ablandarlo por medio de mis exhortaciones y de mis oraciones, pondría en el buen camino a un corazón noble que se encuentra descarriado, pero que todavía no está perdido.

MANFREDO.

Tú no me conoces. Mis días están ya contados, y mis acciones están escritas en el libro del cielo. Retírate, tu permanencia aquí te sería perjudicial; retírate.

EL ABAD.

¿Es una amenaza la que me anunciáis?

MANFREDO.

No, te advierto sencillamente que hay peligro para ti, y yo quisiera preservarte de él.

EL ABAD.

¿Qué queréis decir?

MANFREDO.

Mira, ¿no ves nada?

EL ABAD.

Nada.

MANFREDO.

Mira bien, te digo y sin temblar. ¿Qué ves ahora?

EL ABAD.

Veo lo que es muy capaz de hacerme temblar, pero no temo nada, veo un espectro sombrío y terrible que sale de la tierra como una divinidad infernal. Su frente está cubierta con un velo negro, y su cuerpo parece que se halla rodeado de nubes aciagas; pero yo no le temo.

MANFREDO.

Tú no tienes que temer, es cierto; pero su aspecto puede paralizar tus miembros cargados de años. Lo repito, retírate.

EL ABAD.

Y yo repito que no me retiraré sin que haya hecho desaparecer este espectro... ¿Qué hace aquí?

MANFREDO.

Lo ignoro: no le he llamado, él ha venido por su voluntad.

EL ABAD.

¡Ay, hombre perdido! ¿Qué tenéis que tratar con semejantes huéspedes? Tiemblo por vos, ¿por qué os mira fijamente y vos a él? ¡Ah!, vedle que descubre su rostro, las cicatrices del rayo vengador están grabadas sobre su frente, y en sus ojos brilla la inmortalidad del infierno. ¡Lejos de aquí...!

MANFREDO (al Espíritu).

¿Cuál es tu misión?

EL ESPÍRITU.

Ven.

EL ABAD.

¿Quién eres, espíritu desconocido? Habla, responde.

EL ESPÍRITU.

El genio de este hombre. (A Manfredo.) Ven, ya es tiempo.

MANFREDO.

Estoy pronto a todo, pero no reconozco el poder que me llama, ¿quién te envía aquí?

EL ESPÍRITU.

Tú lo sabrás después. ¡Ven!, ¡ven!

MANFREDO.

He mandado a seres de una esencia superior a la tuya, he resistido a sus superiores: aléjate de estos lugares.

EL ESPÍRITU.

¡Mortal!, tu hora ha llegado. Ven te digo.

MANFREDO.

Ya se que mi hora ha llegado, pero no será a un ser tal como tú a quien entregaré mi alma.

EL ESPÍRITU.

¿Llamaré pues a mis hermanos...? Apareced.

(Aparecen los otros Espíritus.)

EL ABAD.

Alejaos, espíritus malignos, huid os digo; vosotros no tenéis poder en los parajes en donde se encuentra la piedad. Huid, os lo ordeno en nombre de...

EL ESPÍRITU.

Anciano, nosotros conocemos nuestra misión y tu ministerio, no pierdas tus palabras sagradas; serían inútiles. Este hombre está condenado, y por la última vez le intimo que venga.

MANFREDO.

Yo os desafío a todos; aunque sienta que mi alma se me ausenta, os desafío a todos. No os seguiré mientras que me quede un soplo de vida para luchar aunque sea con los demonios: si queréis arrancarme de aquí no lo conseguiréis sino miembro por miembro.

EL ESPÍRITU.

¡Mortal rebelde! ¿Eres tú el mágico que se atrevió a arrojarse al mundo invisible y hacerte casi nuestro igual? ¿Eres tú el que quieres conservar una vida que te ha sido tan funesta?

MANFREDO.

Espíritu impostor, mientes; se que ha llegado la última hora de mi vida y no quisiera retardarla un momento. No lucho contra la muerte y sí contra ti y contra los ángeles de tu séquito. No fue por medio de un pacto contigo y con tus compañeros por lo que adquirí un poder sobrenatural; fue mi ciencia superior, mis privaciones, mi audacia, mis dilatados desvelos, mi fuerza de alma y mi habilidad en descubrir los secretos de los tiempos antiguos en los que se veía a los hombres y a los espíritus marchar juntamente e ignorar injustos privilegios. Me encuentro satisfecho de mis propias fuerzas, os desafío, y os desprecio.

EL ESPÍRITU.

Tus crímenes te han hecho...

MANFREDO.

¿Qué te importan mis crímenes? ¿Serán castigados por otros crímenes o por otros mayores criminales? Vuelve a sumergirte en el infierno, yo permanezco aquí; tú no tienes ningún poder sobre mí, y se que nunca me poseerás. Lo que he hecho, está ya hecho; llevo en mi pecho un tormento al cual no añadirá nada el que puedes causarme; un alma inmortal se recompensa o se castiga a sí misma; independiente de los lugares y de los tiempos, lleva consigo el origen y el término de sus males; una vez despojada de su cubierta mortal, su sentimiento interno no presta ningún color a los vagos objetos que la rodean, pero se encuentra absorbida en las penas o en la dicha que nacen del conocimiento de sus crímenes o de sus virtudes. Tú no has podido tentarme ni engañarme un momento: ¿por qué vienes a buscar una presa que jamás te pertenecerá? Me he perdido a mí mismo, y seré mi propio verdugo. (A todos.) Huid, demonios impotentes; la mano de la muerte está sobre mí, pero no la vuestra.

(Los demonios desaparecen.)

EL ABAD.

¡Ay!, vuestra frente se pone pálida, vuestros labios pierden el color, vuestro corazón está oprimido, y vuestros acentos salen con un sonido ronco de vuestro pecho palpitante. Dirigid vuestras oraciones al cielo, suplicad a lo menos con el pensamiento... pero no os entreguéis a la muerte de este modo.

MANFREDO.

Esto es hecho, mis ojos no pueden mirarte, todo se mueve a mi alrededor, y la tierra parece que se hunde bajo mis pasos. A Dios padre mío; dadme la mano.

EL ABAD.

Está fría... también lo está su corazón. Una sola súplica... ¡Ay! ¿Qué es lo que va a sucederle?

MANFREDO.

Anciano, el morir no es difícil.

(Expira.)

EL ABAD.

Ya no existe; su alma ha tomado vuelo: ¿a dónde irá...? Temo el pensarlo... murió...

[FIN]