Teresa de Cepeda y Ahumada (Santa Teresa de Jesús)
Ya toda me entregué y di
y de tal suerte he trocado,
que es mi amado para mí,
y yo soy para mi amado.
Cuando el dulce cazador
me tiró y dejó rendida,
en los brazos del amor
mi alma quedó caída.
Y cobrando nueva vida
de tal manera he trocado
que es mi amado para mí,
y yo soy para mi amado.
Hiriome con una flecha
enherbolada de amor,
y mi alma quedo hecha
una con su Criador,
ya no quiero otro amor
pues a mi Dios me he entregado,
y mi amado es para mi,
y yo soy para mi amado.
martes, 28 de julio de 2015
Pedro Salinas, ¿Serás, amor...
Pedro Salinas
Serás, amor...
¿Serás, amor
un largo adiós que no se acaba?
Vivir, desde el principio, es separarse.
En el mismo encuentro
con la luz, con los labios,
el corazón percibe la congoja
de tener que estar ciego y sólo un día.
Amor es el retraso milagroso
de su término mismo:
es prolongar el hecho mágico
de que uno y uno sean dos, en contra
de la primer condena de la vida.
Con los besos,
con la pena y el pecho se conquistan,
en afanosas lides, entre gozos
parecidos a juegos,
días, tierras, espacios fabulosos,
a la gran disyunción que está esperando,
hermana de la muerte o muerte misma.
Cada beso perfecto aparta el tiempo,
le echa hacia atrás, ensancha el mundo breve
donde puede besarse todavía.
Ni en el lugar, ni en el hallazgo
tiene el amor su cima:
es en la resistencia a separarse
en donde se le siente,
desnudo altísimo, temblando.
Y la separación no es el momento
cuando brazos, o voces,
se despiden con señas materiales.
Es de antes, de después.
Si se estrechan las manos, si se abraza,
nunca es para apartarse,
es porque el alma ciegamente siente
que la forma posible de estar juntos
es una despedida larga, clara
y que lo más seguro es el adiós.
Serás, amor...
¿Serás, amor
un largo adiós que no se acaba?
Vivir, desde el principio, es separarse.
En el mismo encuentro
con la luz, con los labios,
el corazón percibe la congoja
de tener que estar ciego y sólo un día.
Amor es el retraso milagroso
de su término mismo:
es prolongar el hecho mágico
de que uno y uno sean dos, en contra
de la primer condena de la vida.
Con los besos,
con la pena y el pecho se conquistan,
en afanosas lides, entre gozos
parecidos a juegos,
días, tierras, espacios fabulosos,
a la gran disyunción que está esperando,
hermana de la muerte o muerte misma.
Cada beso perfecto aparta el tiempo,
le echa hacia atrás, ensancha el mundo breve
donde puede besarse todavía.
Ni en el lugar, ni en el hallazgo
tiene el amor su cima:
es en la resistencia a separarse
en donde se le siente,
desnudo altísimo, temblando.
Y la separación no es el momento
cuando brazos, o voces,
se despiden con señas materiales.
Es de antes, de después.
Si se estrechan las manos, si se abraza,
nunca es para apartarse,
es porque el alma ciegamente siente
que la forma posible de estar juntos
es una despedida larga, clara
y que lo más seguro es el adiós.
Miguel Hernández, Canción del esposo soldado
Miguel Hernández
Canción del esposo soldado
He poblado tu vientre de amor y sementera,
he prolongado el eco de sangre a que respondo
y espero sobre el surco como el arado espera:
he llegado hasta el fondo.
Morena de altas torres, alta luz y ojos altos,
esposa de mi piel, gran trago de mi vida,
tus pechos locos crecen hasta mí dando saltos
de cierva concebida.
Ya me parece que eres un cristal delicado,
temo que te me rompas al más leve tropiezo,
y a reforzar tus venas con mi piel de soldado
fuera como el cerezo.
Espejo de mi carne, sustento de mis alas,
te doy vida en la muerte que me dan y no tomo.
Mujer, mujer, te quiero cercado por las balas,
ansiado por el plomo.
Sobre los ataúdes feroces en acecho,
sobre los mismos muertos sin remedio y sin fosa
te quiero, y te quisiera besar con todo el pecho
hasta en el polvo, esposa.
Cuando junto a los campos de combate te piensa
mi frente que no enfría ni aplaca tu figura,
te acercas hacia mí como una boca inmensa
de hambrienta dentadura.
Escríbeme a la lucha, siénteme en la trinchera:
aquí con el fusil tu nombre evoco y fijo,
y defiendo tu vientre de pobre que me espera,
y defiendo tu hijo.
Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado,
envuelto en un clamor de victoria y guitarras,
y dejaré a tu puerta mi vida de soldado
sin colmillos ni garras.
Es preciso matar para seguir viviendo.
Un día iré a la sombra de tu pelo lejano.
Y dormiré en la sábana de almidón y de estruendo
cosida por tu mano.
Tus piernas implacables al parto van derechas,
y tu implacable boca de labios indomables,
y ante mi soledad de explosiones y brechas
recorres un camino de besos implacables.
Para el hijo será la paz que estoy forjando.
Y al fin en un océano de irremediables huesos,
tu corazón y el mío naufragarán, quedando
una mujer y un hombre gastados por los besos.
He poblado tu vientre de amor y sementera,
he prolongado el eco de sangre a que respondo
y espero sobre el surco como el arado espera:
he llegado hasta el fondo.
Morena de altas torres, alta luz y ojos altos,
esposa de mi piel, gran trago de mi vida,
tus pechos locos crecen hasta mí dando saltos
de cierva concebida.
Ya me parece que eres un cristal delicado,
temo que te me rompas al más leve tropiezo,
y a reforzar tus venas con mi piel de soldado
fuera como el cerezo.
Espejo de mi carne, sustento de mis alas,
te doy vida en la muerte que me dan y no tomo.
Mujer, mujer, te quiero cercado por las balas,
ansiado por el plomo.
Sobre los ataúdes feroces en acecho,
sobre los mismos muertos sin remedio y sin fosa
te quiero, y te quisiera besar con todo el pecho
hasta en el polvo, esposa.
Cuando junto a los campos de combate te piensa
mi frente que no enfría ni aplaca tu figura,
te acercas hacia mí como una boca inmensa
de hambrienta dentadura.
Escríbeme a la lucha, siénteme en la trinchera:
aquí con el fusil tu nombre evoco y fijo,
y defiendo tu vientre de pobre que me espera,
y defiendo tu hijo.
Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado,
envuelto en un clamor de victoria y guitarras,
y dejaré a tu puerta mi vida de soldado
sin colmillos ni garras.
Es preciso matar para seguir viviendo.
Un día iré a la sombra de tu pelo lejano.
Y dormiré en la sábana de almidón y de estruendo
cosida por tu mano.
Tus piernas implacables al parto van derechas,
y tu implacable boca de labios indomables,
y ante mi soledad de explosiones y brechas
recorres un camino de besos implacables.
Para el hijo será la paz que estoy forjando.
Y al fin en un océano de irremediables huesos,
tu corazón y el mío naufragarán, quedando
una mujer y un hombre gastados por los besos.
Tirso de Molina, Ideas sobre el teatro
¿Qué fiesta o juego se halla
que no le ofrezcan los versos?
En la comedia, los ojos
¿no se deleitan y ven
mil cosas que hacen que estén
olvidados sus enojos?
La música ¿no recrea
el oído, y el discreto
no gusta allí del conceto
y la traza que desea?
Para el alegre, ¿no hay risa?
Para el triste, ¿no hay tristeza?
Para el agudo, ¿agudeza?
el necio, ¿no se avisa?
El ignorante, ¿no sabe?
¿No hay guerra para el valiente,
consejos para el prudente,
y autoridad para el grave?
Moros hay si quieres moros;
si apetecen tus deseos
torneos, te hacen torneos;
si toros, correrán toros.
¿Quieres ver los epitetos
que de la comedia he hallado?
De la vida es un traslado,
sustento de los discretos,
dama del entendimiento,
de los sentidos banquete,
de los gustos ramillete,
esfera del pensamiento,
olvido de los agravios,
manjar de diversos precios,
que mata de hambre a los necios
y satisface a los sabios. (El vergonzoso en palacio, II, 14)
Esta concepción del teatro es, pues, muy lúdica y artificiosa; para Tirso de Molina el artificio es esencial en la pieza artística, y la variedad es su sustancia misma:
Esta diferencia hay de la naturaleza al arte: que lo que aquélla desde su creación constituyó, no se puede variar, y así siempre el peral producirá peras y las encinas su grosero fruto [el arte sí admite variación, y por tanto] ¿Qué mucho que la comedia […] varíe las leyes de sus antepasados, e injiera industriosamente lo trágico con lo cómico, sacando una mezcla apacible destos dos encontrados poemas, y que, participando de entrambos, introduzca ya personas graves como la una, y ya jocosas ridículas, como la otra? (Tirso de Molina, Los cigarrales de Toledo).
que no le ofrezcan los versos?
En la comedia, los ojos
¿no se deleitan y ven
mil cosas que hacen que estén
olvidados sus enojos?
La música ¿no recrea
el oído, y el discreto
no gusta allí del conceto
y la traza que desea?
Para el alegre, ¿no hay risa?
Para el triste, ¿no hay tristeza?
Para el agudo, ¿agudeza?
el necio, ¿no se avisa?
El ignorante, ¿no sabe?
¿No hay guerra para el valiente,
consejos para el prudente,
y autoridad para el grave?
Moros hay si quieres moros;
si apetecen tus deseos
torneos, te hacen torneos;
si toros, correrán toros.
¿Quieres ver los epitetos
que de la comedia he hallado?
De la vida es un traslado,
sustento de los discretos,
dama del entendimiento,
de los sentidos banquete,
de los gustos ramillete,
esfera del pensamiento,
olvido de los agravios,
manjar de diversos precios,
que mata de hambre a los necios
y satisface a los sabios. (El vergonzoso en palacio, II, 14)
Esta concepción del teatro es, pues, muy lúdica y artificiosa; para Tirso de Molina el artificio es esencial en la pieza artística, y la variedad es su sustancia misma:
Esta diferencia hay de la naturaleza al arte: que lo que aquélla desde su creación constituyó, no se puede variar, y así siempre el peral producirá peras y las encinas su grosero fruto [el arte sí admite variación, y por tanto] ¿Qué mucho que la comedia […] varíe las leyes de sus antepasados, e injiera industriosamente lo trágico con lo cómico, sacando una mezcla apacible destos dos encontrados poemas, y que, participando de entrambos, introduzca ya personas graves como la una, y ya jocosas ridículas, como la otra? (Tirso de Molina, Los cigarrales de Toledo).
Ángel de Saavedra (duque de Rivas), Un castellano leal
Un castellano leal
Duque de Rivas Ángel de Saavedra (1791–1865)
Romance I
"Hola, hidalgos y escuderos
de mi alcurnia y mi blasón,
mirad, como bien nacidos,
de mi sangre y casa en pro;
"esas puertas se defiendan
que no ha de entrar, ¡vive Dios!,
por ellas, quien no estuviere
más limpio que lo está el sol.
"No profane mi palacio
un fementido traidor
que contra su rey combate
y que a su patria vendió.
"Pues, si él es de reyes primo,
primo de reyes soy yo;
y conde de Benavente
si él es duque de Borbón.
"Llevándole de ventaja
que nunca jamás manchó
la traición mi noble sangre,
y haber nacido español."
Así atronaba la calle
una ya cascada voz,
que de un palacio salía
cuya puerta se cerró;
y a la que estaba a caballo
sobre un negro pisador,
siendo en su escudo las lises
más bien que timbre, baldón;
y de pajes y escuderos
llevando un tropel en pos,
cubiertos de ricas galas,
el gran duque de Borbón.
El que lidiando en Pavía,
más que valiente, feroz,
gozose en ver prisionero
a su natural señor;
y que a Toledo ha venido,
ufano de su traición,
para recibir mercedes
y ver al Emperador.
Romance II
En una anchurosa cuadra
del alcázar de Toledo,
cuyas paredes adornan
ricos tapices flamencos,
al lado de una gran mesa
que cubre de terciopelo
napolitano tapete
con borlones de oro y flecos;
ante un sillón de respaldo,
que entre bordado arabesco
los timbres de España ostenta
y el águila del Imperio,
de pie estaba Carlos quinto,
que en España era primero,
con gallardo y noble talle,
con noble y tranquilo aspecto.
De brocado de oro y blanco
viste tabardo tudesco,
de rubias martas orlado,
y desabrochado y suelto,
dejando ver un justillo
de raso jalde, cubierto
con primorosos bordados
y costosos sobrepuestos;
y la excelsa y noble insignia
del Toisón de Oro, pendiendo
de una preciosa cadena
en la mitad de su pecho.
Un birrete de velludo
con un blanco airón, sujeto
por un joyel de diamantes
y un antiguo camafeo,
descubre por ambos lados,
tanta majestad cubriendo,
rubio, cual barba y bigote,
bien atusado el cabello.
Apoyada en la cadera
la potente diestra ha puesto,
que aprieta dos guantes de ámbar
y un primoroso mosquero.
Y con la siniestra halaga,
de un mastín muy corpulento,
blanco, y las orejas rubias,
el ancho y carnoso cuello.
Con el Condestable insigne,
apaciguador del reino,
de los pasados disturbios
acaso está discurriendo;
o del trato que dispone
con el rey de Francia, preso,
o de asuntos de Alemania,
agitada por Lutero,
Cuando un tropel de caballos
oye venir, a lo lejos,
y ante el alcázar pararse,
quedando todo en silencio.
En la antecámara suena
rumor impensado luego;
ábrese al fin la mampara
y entra el de Borbón soberbio.
Con el semblante de azufre,
y con los ojos de fuego,
bramando de ira y de rabia
que enfrena mal el respeto;
y con balbuciente lengua
y con mal borrado ceño,
acusa al de Benavente,
un desagravio pidiendo.
Del español Condestable
latió con orgullo el pecho,
ufano de la entereza
de su esclarecido deudo.
Y aunque advertido procura
disimular cual discreto,
a su noble rostro asoman
la aprobación y el contento.
El Emperador un punto
quedó indeciso y suspenso,
sin saber qué responderle
al francés, de enojo ciego.
Y aunque en su interior se goza
con el proceder violento
del conde de Benavente,
de altas esperanzas lleno
por tener tales vasallos,
de noble lealtad modelos,
y con los que el ancho mundo
será a sus glorias estrecho;
mucho al de Borbón le debe
y es fuerza satisfacerlo;
le ofrece para calmarlo
un desagravio completo.
Y llamando a un gentilhombre,
con el semblante severo
manda que el de Benavente
venga a su presencia presto.
Romance III
Sostenido por sus pajes,
desciende de su litera
el conde de Benavente
del alcázar a la puerta.
Era un viejo respetable,
cuerpo enjuto, cara seca,
con dos ojos como chispas,
cargados de largas cejas;
y con semblante muy noble,
mas de gravedad tan seria,
que veneración de lejos
y miedo causa de cerca.
Eran su traje unas calzas
de púrpura de Valencia,
y de recamado ante
un coleto a la leonesa.
De fino lienzo gallego
los puños y la gorguera,
unos y otra guarnecidos
con randas barcelonesas.
Un birretón de velludo
con su cintillo de perlas,
y el gabán de paño verde
con alamares de seda.
Tan solo de Calatrava
la insignia española lleva,
que el Toisón ha despreciado
por ser orden extranjera.
Con paso tardo, aunque firme,
sube por las escaleras,
y al verle, las alabardas
un golpe dan en la tierra.
Golpe de honor y de aviso
de que en el alcázar entra
un grande, a quien se le debe
todo honor y reverencia.
Al llegar a la antesala,
los pajes que están en ella
con respeto le saludan
abriendo las anchas puertas.
Con grave paso entra el conde,
sin que otro aviso preceda,
salones atravesando
hasta la cámara regia.
Pensativo está el monarca,
discurriendo cómo pueda
componer aquel disturbio
sin hacer a nadie ofensa.
Mucho al de Borbón le debe,
aún mucho más de él espera,
y al de Benavente mucho
considerar le interesa.
Dilación no admite el caso,
no hay quien dar consejo pueda,
y Villalar y Pavía
a un tiempo se le recuerdan.
En el sillón asentado,
y el codo sobre la mesa,
al personaje recibe
que comedido se acerca.
Grave el Conde le saluda
con una rodilla en tierra,
mas como Grande del reino
sin descubrir la cabeza.
El Emperador, benigno,
que alce del suelo le ordena,
y la plática difícil
con sagacidad empieza.
Y entre severo y afable,
al cabo le manifiesta
que es el que a Borbón aloje
voluntad suya resuelta.
Con respeto muy profundo,
pero con la voz entera,
respóndele Benavente
destocando la cabeza:
"Soy, señor, vuestro vasallo,
vos sois mi rey en la tierra,
a vos ordenar os cumple
de mi vida y de mi hacienda.
"Vuestro soy, vuestra mi casa,
de mí disponed y de ella,
pero no toquéis mi honra
y respetad mi conciencia.
"Mi casa Borbón ocupe
puesto que es voluntad vuestra,
contamine sus paredes,
sus blasones envilezca,
"que a mí me sobra en Toledo
donde vivir, sin que tenga
que rozarme con traidores
cuyo solo aliento infesta,
"y en cuanto él deje mi casa,
antes de tornar yo a ella,
purificaré con fuego
sus paredes y sus puertas."
Dijo el Conde, la real mano
besó, cubrió su cabeza,
y retirose bajando
a do estaba su litera.
Y a casa de un su pariente
mandó que le condujeran,
abandonando la suya
con cuanto dentro se encierra.
Quedó absorto Carlos Quinto
de ver tan noble firmeza,
estimando la de España
más que la imperial diadema.
Romance IV
Muy pocos días el Duque
hizo mansión en Toledo,
del noble Conde ocupando
los honrados aposentos.
Y la noche en que el palacio
dejó vacío, partiendo
con su séquito y sus pajes
orgulloso y satisfecho,
turbó la apacible luna
un vapor blanco y espeso,
que de las altas techumbres
se iba elevando y creciendo:
A poco rato tornose
en humo confuso y denso,
que en nubarrones oscuros
ofuscaba el claro cielo;
después en ardientes chispas,
y en un resplandor horrendo
que iluminaba los valles,
dando en el Tajo reflejos;
y al fin su furor mostrando
en embravecido incendio,
que devoraba altas torres
y derrumbaba altos techos.
Resonaron las campanas,
conmoviose todo el pueblo,
de Benavente el palacio
presa de las llamas viendo.
El Emperador confuso,
corre a procurar remedio,
en atajar tanto daño
mostrando tenaz empeño.
En vano todo; tragose
tantas riquezas el fuego,
a la lealtad castellana
levantando un monumento.
Aun hoy unos viejos muros
del humo y las llamas negros,
recuerdan acción tan grande
en la famosa Toledo.
Duque de Rivas Ángel de Saavedra (1791–1865)
Romance I
"Hola, hidalgos y escuderos
de mi alcurnia y mi blasón,
mirad, como bien nacidos,
de mi sangre y casa en pro;
"esas puertas se defiendan
que no ha de entrar, ¡vive Dios!,
por ellas, quien no estuviere
más limpio que lo está el sol.
"No profane mi palacio
un fementido traidor
que contra su rey combate
y que a su patria vendió.
"Pues, si él es de reyes primo,
primo de reyes soy yo;
y conde de Benavente
si él es duque de Borbón.
"Llevándole de ventaja
que nunca jamás manchó
la traición mi noble sangre,
y haber nacido español."
Así atronaba la calle
una ya cascada voz,
que de un palacio salía
cuya puerta se cerró;
y a la que estaba a caballo
sobre un negro pisador,
siendo en su escudo las lises
más bien que timbre, baldón;
y de pajes y escuderos
llevando un tropel en pos,
cubiertos de ricas galas,
el gran duque de Borbón.
El que lidiando en Pavía,
más que valiente, feroz,
gozose en ver prisionero
a su natural señor;
y que a Toledo ha venido,
ufano de su traición,
para recibir mercedes
y ver al Emperador.
Romance II
En una anchurosa cuadra
del alcázar de Toledo,
cuyas paredes adornan
ricos tapices flamencos,
al lado de una gran mesa
que cubre de terciopelo
napolitano tapete
con borlones de oro y flecos;
ante un sillón de respaldo,
que entre bordado arabesco
los timbres de España ostenta
y el águila del Imperio,
de pie estaba Carlos quinto,
que en España era primero,
con gallardo y noble talle,
con noble y tranquilo aspecto.
De brocado de oro y blanco
viste tabardo tudesco,
de rubias martas orlado,
y desabrochado y suelto,
dejando ver un justillo
de raso jalde, cubierto
con primorosos bordados
y costosos sobrepuestos;
y la excelsa y noble insignia
del Toisón de Oro, pendiendo
de una preciosa cadena
en la mitad de su pecho.
Un birrete de velludo
con un blanco airón, sujeto
por un joyel de diamantes
y un antiguo camafeo,
descubre por ambos lados,
tanta majestad cubriendo,
rubio, cual barba y bigote,
bien atusado el cabello.
Apoyada en la cadera
la potente diestra ha puesto,
que aprieta dos guantes de ámbar
y un primoroso mosquero.
Y con la siniestra halaga,
de un mastín muy corpulento,
blanco, y las orejas rubias,
el ancho y carnoso cuello.
Con el Condestable insigne,
apaciguador del reino,
de los pasados disturbios
acaso está discurriendo;
o del trato que dispone
con el rey de Francia, preso,
o de asuntos de Alemania,
agitada por Lutero,
Cuando un tropel de caballos
oye venir, a lo lejos,
y ante el alcázar pararse,
quedando todo en silencio.
En la antecámara suena
rumor impensado luego;
ábrese al fin la mampara
y entra el de Borbón soberbio.
Con el semblante de azufre,
y con los ojos de fuego,
bramando de ira y de rabia
que enfrena mal el respeto;
y con balbuciente lengua
y con mal borrado ceño,
acusa al de Benavente,
un desagravio pidiendo.
Del español Condestable
latió con orgullo el pecho,
ufano de la entereza
de su esclarecido deudo.
Y aunque advertido procura
disimular cual discreto,
a su noble rostro asoman
la aprobación y el contento.
El Emperador un punto
quedó indeciso y suspenso,
sin saber qué responderle
al francés, de enojo ciego.
Y aunque en su interior se goza
con el proceder violento
del conde de Benavente,
de altas esperanzas lleno
por tener tales vasallos,
de noble lealtad modelos,
y con los que el ancho mundo
será a sus glorias estrecho;
mucho al de Borbón le debe
y es fuerza satisfacerlo;
le ofrece para calmarlo
un desagravio completo.
Y llamando a un gentilhombre,
con el semblante severo
manda que el de Benavente
venga a su presencia presto.
Romance III
Sostenido por sus pajes,
desciende de su litera
el conde de Benavente
del alcázar a la puerta.
Era un viejo respetable,
cuerpo enjuto, cara seca,
con dos ojos como chispas,
cargados de largas cejas;
y con semblante muy noble,
mas de gravedad tan seria,
que veneración de lejos
y miedo causa de cerca.
Eran su traje unas calzas
de púrpura de Valencia,
y de recamado ante
un coleto a la leonesa.
De fino lienzo gallego
los puños y la gorguera,
unos y otra guarnecidos
con randas barcelonesas.
Un birretón de velludo
con su cintillo de perlas,
y el gabán de paño verde
con alamares de seda.
Tan solo de Calatrava
la insignia española lleva,
que el Toisón ha despreciado
por ser orden extranjera.
Con paso tardo, aunque firme,
sube por las escaleras,
y al verle, las alabardas
un golpe dan en la tierra.
Golpe de honor y de aviso
de que en el alcázar entra
un grande, a quien se le debe
todo honor y reverencia.
Al llegar a la antesala,
los pajes que están en ella
con respeto le saludan
abriendo las anchas puertas.
Con grave paso entra el conde,
sin que otro aviso preceda,
salones atravesando
hasta la cámara regia.
Pensativo está el monarca,
discurriendo cómo pueda
componer aquel disturbio
sin hacer a nadie ofensa.
Mucho al de Borbón le debe,
aún mucho más de él espera,
y al de Benavente mucho
considerar le interesa.
Dilación no admite el caso,
no hay quien dar consejo pueda,
y Villalar y Pavía
a un tiempo se le recuerdan.
En el sillón asentado,
y el codo sobre la mesa,
al personaje recibe
que comedido se acerca.
Grave el Conde le saluda
con una rodilla en tierra,
mas como Grande del reino
sin descubrir la cabeza.
El Emperador, benigno,
que alce del suelo le ordena,
y la plática difícil
con sagacidad empieza.
Y entre severo y afable,
al cabo le manifiesta
que es el que a Borbón aloje
voluntad suya resuelta.
Con respeto muy profundo,
pero con la voz entera,
respóndele Benavente
destocando la cabeza:
"Soy, señor, vuestro vasallo,
vos sois mi rey en la tierra,
a vos ordenar os cumple
de mi vida y de mi hacienda.
"Vuestro soy, vuestra mi casa,
de mí disponed y de ella,
pero no toquéis mi honra
y respetad mi conciencia.
"Mi casa Borbón ocupe
puesto que es voluntad vuestra,
contamine sus paredes,
sus blasones envilezca,
"que a mí me sobra en Toledo
donde vivir, sin que tenga
que rozarme con traidores
cuyo solo aliento infesta,
"y en cuanto él deje mi casa,
antes de tornar yo a ella,
purificaré con fuego
sus paredes y sus puertas."
Dijo el Conde, la real mano
besó, cubrió su cabeza,
y retirose bajando
a do estaba su litera.
Y a casa de un su pariente
mandó que le condujeran,
abandonando la suya
con cuanto dentro se encierra.
Quedó absorto Carlos Quinto
de ver tan noble firmeza,
estimando la de España
más que la imperial diadema.
Romance IV
Muy pocos días el Duque
hizo mansión en Toledo,
del noble Conde ocupando
los honrados aposentos.
Y la noche en que el palacio
dejó vacío, partiendo
con su séquito y sus pajes
orgulloso y satisfecho,
turbó la apacible luna
un vapor blanco y espeso,
que de las altas techumbres
se iba elevando y creciendo:
A poco rato tornose
en humo confuso y denso,
que en nubarrones oscuros
ofuscaba el claro cielo;
después en ardientes chispas,
y en un resplandor horrendo
que iluminaba los valles,
dando en el Tajo reflejos;
y al fin su furor mostrando
en embravecido incendio,
que devoraba altas torres
y derrumbaba altos techos.
Resonaron las campanas,
conmoviose todo el pueblo,
de Benavente el palacio
presa de las llamas viendo.
El Emperador confuso,
corre a procurar remedio,
en atajar tanto daño
mostrando tenaz empeño.
En vano todo; tragose
tantas riquezas el fuego,
a la lealtad castellana
levantando un monumento.
Aun hoy unos viejos muros
del humo y las llamas negros,
recuerdan acción tan grande
en la famosa Toledo.
Antonio Mira de Amescua, Canción real a una mudanza
Canción Real a una Mudanza
Antonio Mira de Amescua
(1574?–1644)
Ufano, alegre, altivo, enamorado,
rompiendo el aire el pardo jilguerillo,
se sentó en los pimpollos de una haya,
y con su pico de marfil nevado
de su pechuelo blanco y amarillo
la pluma concertó pajiza y baya;
y celoso se ensaya
a discantar en alto contrapunto
sus celos y amor junto,
y al ramillo, y al prado y a las flores
libre y ufano cuenta sus amores.
Mas ¡ay! que en este estado
el cazador cruel, de astucia armado,
escondido le acecha,
y al tierno corazón aguda flecha
tira con mano esquiva
y envuelto en sangre en tierra lo derriba.
¡Ay, vida mal lograda,
retrato de mi suerte desdichada!
De la custodia del amor materno
el corderillo juguetón se aleja,
enamorado de la yerba y flores,
y por la libertad del pasto tierno
el cándido licor olvida y deja
por quien hizo a su madre mil amores:
sin conocer temores,
de la florida primavera bella
el vario manto huella
con retozos y brincos licenciosos,
y pace tallos tiernos y sabrosos.
Mas ¡ay! Que en un otero
dio en la boca de un lobo carnicero,
que en partes diferentes
lo dividió con sus voraces dientes,
y a convertirse vino
en purpúreo el dorado vellocino.
¡Oh inocencia ofendida,
breve bien, caro pasto, corta vida!
Rica con sus penachos y copetes,
ufana y loca, con ligero vuelo
se remonta la garza a las estrellas,
y, puliendo sus negros martinetes,
procura ser allá cerca del cielo
la reina sola de las aves bellas:
y por ser ella de ellas
la que más altanera se remonta,
ya se encubre y trasmonta
a los ojos del lince más atentos
y se contempla reina de los vientos.
Mas ¡ay! que en la alta nube
el águila la vio y al cielo sube,
donde con pico y garra
el pecho candidísimo desgarra
del bello airón que quiso
volar tan alto con tan corto aviso.
¡Ay, pájaro altanero,
retrato de mi suerte verdadero!
Al son de las belísonas trompetas
y al retumbar del sonroso parche,
formó escuadrón el capitán gallardo;
con relinchos, bufidos y corvetas
pidió el caballo que la gente marche
trocando en paso presuroso el tardo:
sonó el clarín bastardo
la esperada señal de arremetida,
y en batalla rompida,
teniendo cierta de vencer la gloria,
oyó a su gente que cantó victoria.
Mas ¡ay! que el desconcierto
del capitán bisoño y poco experto,
por no observar el orden
causó en su gente general desorden,
y, la ocasión perdida,
el vencedor perdió victoria y vida.
¡Ay, fortuna voltaria,
en mis prósperos fines siempre varia!
Al cristalino y mudo lisonjero
la bella dama en su beldad se goza,
contemplándose Venus en la tierra,
y al más rebelde corazón de acero
con su vista enternece y alboroza,
y es de las libertades dulce guerra:
el desamor destierra
de donde pone sus divinos ojos,
y de ellos son despojos
los purísimos castos de Dïana,
y en su belleza se contempla ufana.
Mas ¡ay! que un accidente,
apenas puso el pulso intercadente,
cuando cubrió de manchas,
cárdenas ronchas y viruelas anchas
el bello rostro hermoso
y lo trocó en horrible y asqueroso.
¡Ay, beldad malograda,
muerta luz, turbio sol y flor pisada!
Sobre frágiles leños, que con alas
de lienzo débil de la mar son carros,
el mercader surcó sus claras olas:
llegó a la India, y, rico de bengalas,
perlas, aromas, nácares bizarros,
volvió a ver las riberas españolas.
tremoló banderolas,
flámulas, estandartes, gallardetes:
dio premio a los grumetes
por haber descubierto
de la querida patria el dulce puerto.
Mas ¡ay! que estaba ignoto
a la experiencia y ciencia del piloto
en la barra un peñasco,
donde, tocando de la nave el casco,
dio a fondo, hechos mil piezas,
mercader, esperanzas y riquezas.
¡Pobre bajel, figura
del que anegó mi próspera ventura!
Mi pensamiento con ligero vuelo
ufano, alegre, altivo, enamorado,
sin conocer temores la memoria,
se remontó, señora, hasta tu cielo,
y contrastando tu desdén airado,
triunfó mi amor, cantó mi fe victoria;
y en la sublime gloria
de esa beldad se contempló mi alma,
y el mar de amor sin calma
mi navecilla con su viento en popa
llevaba navegando a toda ropa.
Mas ¡ay! que mi contento
fue el pajarillo y el corderillo exento,
fue la garza altanera,
fue el capitán que la victoria espera,
fue la Venus del mundo,
fue la nave del piélago profundo;
pues, por diversos modos,
todos los males padecí de todos.
Canción, ve a la coluna
que sustentó mi próspera fortuna,
y verás que, si entonces
te pareció de mármoles y bronces,
hoy es mujer y, en suma,
breve bien, fácil viento, leve espuma.
Antonio Mira de Amescua
(1574?–1644)
Ufano, alegre, altivo, enamorado,
rompiendo el aire el pardo jilguerillo,
se sentó en los pimpollos de una haya,
y con su pico de marfil nevado
de su pechuelo blanco y amarillo
la pluma concertó pajiza y baya;
y celoso se ensaya
a discantar en alto contrapunto
sus celos y amor junto,
y al ramillo, y al prado y a las flores
libre y ufano cuenta sus amores.
Mas ¡ay! que en este estado
el cazador cruel, de astucia armado,
escondido le acecha,
y al tierno corazón aguda flecha
tira con mano esquiva
y envuelto en sangre en tierra lo derriba.
¡Ay, vida mal lograda,
retrato de mi suerte desdichada!
De la custodia del amor materno
el corderillo juguetón se aleja,
enamorado de la yerba y flores,
y por la libertad del pasto tierno
el cándido licor olvida y deja
por quien hizo a su madre mil amores:
sin conocer temores,
de la florida primavera bella
el vario manto huella
con retozos y brincos licenciosos,
y pace tallos tiernos y sabrosos.
Mas ¡ay! Que en un otero
dio en la boca de un lobo carnicero,
que en partes diferentes
lo dividió con sus voraces dientes,
y a convertirse vino
en purpúreo el dorado vellocino.
¡Oh inocencia ofendida,
breve bien, caro pasto, corta vida!
Rica con sus penachos y copetes,
ufana y loca, con ligero vuelo
se remonta la garza a las estrellas,
y, puliendo sus negros martinetes,
procura ser allá cerca del cielo
la reina sola de las aves bellas:
y por ser ella de ellas
la que más altanera se remonta,
ya se encubre y trasmonta
a los ojos del lince más atentos
y se contempla reina de los vientos.
Mas ¡ay! que en la alta nube
el águila la vio y al cielo sube,
donde con pico y garra
el pecho candidísimo desgarra
del bello airón que quiso
volar tan alto con tan corto aviso.
¡Ay, pájaro altanero,
retrato de mi suerte verdadero!
Al son de las belísonas trompetas
y al retumbar del sonroso parche,
formó escuadrón el capitán gallardo;
con relinchos, bufidos y corvetas
pidió el caballo que la gente marche
trocando en paso presuroso el tardo:
sonó el clarín bastardo
la esperada señal de arremetida,
y en batalla rompida,
teniendo cierta de vencer la gloria,
oyó a su gente que cantó victoria.
Mas ¡ay! que el desconcierto
del capitán bisoño y poco experto,
por no observar el orden
causó en su gente general desorden,
y, la ocasión perdida,
el vencedor perdió victoria y vida.
¡Ay, fortuna voltaria,
en mis prósperos fines siempre varia!
Al cristalino y mudo lisonjero
la bella dama en su beldad se goza,
contemplándose Venus en la tierra,
y al más rebelde corazón de acero
con su vista enternece y alboroza,
y es de las libertades dulce guerra:
el desamor destierra
de donde pone sus divinos ojos,
y de ellos son despojos
los purísimos castos de Dïana,
y en su belleza se contempla ufana.
Mas ¡ay! que un accidente,
apenas puso el pulso intercadente,
cuando cubrió de manchas,
cárdenas ronchas y viruelas anchas
el bello rostro hermoso
y lo trocó en horrible y asqueroso.
¡Ay, beldad malograda,
muerta luz, turbio sol y flor pisada!
Sobre frágiles leños, que con alas
de lienzo débil de la mar son carros,
el mercader surcó sus claras olas:
llegó a la India, y, rico de bengalas,
perlas, aromas, nácares bizarros,
volvió a ver las riberas españolas.
tremoló banderolas,
flámulas, estandartes, gallardetes:
dio premio a los grumetes
por haber descubierto
de la querida patria el dulce puerto.
Mas ¡ay! que estaba ignoto
a la experiencia y ciencia del piloto
en la barra un peñasco,
donde, tocando de la nave el casco,
dio a fondo, hechos mil piezas,
mercader, esperanzas y riquezas.
¡Pobre bajel, figura
del que anegó mi próspera ventura!
Mi pensamiento con ligero vuelo
ufano, alegre, altivo, enamorado,
sin conocer temores la memoria,
se remontó, señora, hasta tu cielo,
y contrastando tu desdén airado,
triunfó mi amor, cantó mi fe victoria;
y en la sublime gloria
de esa beldad se contempló mi alma,
y el mar de amor sin calma
mi navecilla con su viento en popa
llevaba navegando a toda ropa.
Mas ¡ay! que mi contento
fue el pajarillo y el corderillo exento,
fue la garza altanera,
fue el capitán que la victoria espera,
fue la Venus del mundo,
fue la nave del piélago profundo;
pues, por diversos modos,
todos los males padecí de todos.
Canción, ve a la coluna
que sustentó mi próspera fortuna,
y verás que, si entonces
te pareció de mármoles y bronces,
hoy es mujer y, en suma,
breve bien, fácil viento, leve espuma.
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