domingo, 8 de abril de 2007

Estragos de la guerra, en El siglo de las luces, de Alejo Carpentier

Chrétien y Víctor Hugues salieron en una de las primeras barcas —acaso por demostrar al ejército que, en hora de acción, eran tan arrojados como los militares. Cuando las tropas estuvieron en tierra, se oyeron algunos disparos, seguidos de un corto intercambio de descargas, que se fueron diluyendo en la distancia. Cayó la noche y el silencio se hizo en las naves, donde quedaban tropas de la marina con dos compañías de Cazadores de los Pirineos, dejadas al mando del capitán De Leyssegues. Y transcurrieron tres días durante los cuales nada ocurrió, nada se oyó, nada se supo. Para burlar su angustia. Esteban se entretenía en pescar, en compañía de los tipógrafos, forzosamente inactivos en tales momentos. Tanto espacio libre había ahora a bordo de los barcos, con la partida del grueso del ejército, que las cubiertas hacían pensar en el escenario de un teatro, luego de que ha terminado una función de gran espectáculo. Ahí colgaban cabos sueltos, yacían fardos abandonados, quedaban cajas vacías. Se podía transitar a gusto, dormitar a la sombra de las lonas, llevar la escudilla de sopa a donde mejor se quisiera, espulgarse al aire libre —jugar a las cartas con la mirada siempre llevada al horizonte, entre dos envites, en previsión de que a lo lejos se dibujara el velamen de un bastimento enemigo. Aquello hubiera tenido un aspecto de felices vacaciones en islas de Barlovento, si la ausencia de noticias no desazonara a tantos ánimos. Inútil era interrogar el paisaje de la costa. Allí no pasaba nada. Sacaba un niño almejas de la arena; retozaban algunos perros con el agua por las tetas; pasaba una familia de negros, como en mudanza perpetua, cargando con enormes bultos en las cabezas... Empezaban algunos a suponer lo peor cuando, en la madrugada del cuarto día, una estafeta abordó a la Thétis, trayendo orden de llevar la flota a Pointe-à-Pitre. El Ejército de la República era victorioso. Después de una escaramuza, tenida a poco de desembarcar, los franceses habían avanzado cautelosamente, sin hallar la resistencia esperada. Víctor Hugues atribuía el repliegue constante de las tropas inglesas al terror de los colonos monárquicos ante quienes embestían sus inmundas banderas blancas con las banderas republicanas. Más animosos, los tripulantes de los buques mercantes, sorprendidos en el puerto, habían organizado la resistencia en el fuerte Fleur d’Epée, tras de dieciséis piezas de artillería. La noche anterior, Cartier y Rouger habían subido al asalto de ese reducto defendido por novecientos hombres, tomándolo por sorpresa, al arma blanca. Chrétien, por dar el ejemplo con harta bizarría, había caído de cara al enemigo. Los ingleses, desmoralizados por esa victoria, estaban atrincherados ahora en la Basse-Terre, tras de la Rivière Salée —minúsculo paso de agua, invadido por los mangles, que, pese a su delgadez, dividía la Guadalupe en dos comarcas distintas. Víctor Hugues se hallaba en la Pointe-à-Pitre desde medianoche, instalando su gobierno. Ochenta y siete barcos mercantes abandonados en el puerto habían pasado a poder de los franceses. Los almacenes estaban repletos de mercancías. La escuadra era esperada allá con urgencia... Comenzaron las maniobras, mientras las chalupas de transporte regresaban a sus naves. Una enorme alegría, alegría de fondo, casi visceral, movía a los hombres de las cofas a las bodegas, trepando, corriendo, empujando el espeque, izando, desenrollando, enrollando, arrumbando. La victoria era buena. Pero, además, esta noche habría vinos y perniles frescos, hincados con dientes de ajo, mucho vino, y buey con zanahorias nuevas; habría muchísimo vino y ron del mejor, café del que mancha la taza, y acaso mujeres, de las rojizas, de las cobrizas, de las pálidas, de las oscuras —de las que llevan calzado de tacón alto bajo el encaje de las enaguas; de las que huelen a frangipana, agua de azahar, vetiver, y, más que nada, a hembra. Y con cantos y gritos, vítores a la República, levantados en los muelles y coreados en las naves, entró la escuadra en el puerto de la ciudad, aquel día de Pradial del Año II, llevando la guillotina, erguida en la proa de la Pique, bien bruñida como objeto nuevo —bien desenfundada para que la vieran bien y la conocieran todos. Víctor y De Leyssegues se abrazaron. Y juntos fueron al antiguo edificio del Senescalado —donde el Comisario procedía a la instalación de sus despachos y oficinas— para inclinarse ante el cuerpo de Chrétien, tendido con banda y escarapela, sobre un túmulo negro florecido de claveles rojos, nardos blancos y embelesos azules. Esteban fue despachado a la Albóndiga del Comercio Extranjero. Hoy empezaría a desempeñar su cabal empleo, abriendo un Registro de Presas, a la vista de los buques dejados por el enemigo. En todas partes se ostentaban los carteles donde se proclamaba la abolición de la esclavitud. Los patriotas encarcelados por los «Grandes Blancos» eran puestos en libertad. Una multitud abigarrada y jubilosa vagaba por las calles, aclamando a los recién llegados. Para mayor regocijo se supo que el General Dundas, gobernador británico en la Guadalupe, había muerto en Basse-Terre, la víspera del desembarco francés. La suerte era propicia al ejército de la República. Mas, la bambochada marinera que todos se prometían para aquella tarde quedó en apetencia: el Capitán De Leyssegues dio comienzo, poco después del mediodía, a las obras de fortificación y defensa del puerto, hundiendo varias naves viejas en la barra, para vedar su entrada, y colocando cañones en los muelles, con las bocas apuntadas hacia el mar... Pero, cuatro días después, la suerte se volteó repentinamente. Una batería emplazada en el Morne Saint-Jean, más allá de la Rivière Salée, inició el bombardeo sistemático de la Pointe-à-Pitre. El Almirante Jarvis, luego de haber desembarcado sus tropas en el Gozier, ponía asedio a la ciudad... El terror se apoderó de la población, bajo los proyectiles caídos del cielo que a todas horas martilleaban al azar, hundiendo techos, atravesando pisos, haciendo volar los tejados en aludes de barro rojo, rebotando en la mampostería, el pavimento de las calles, los cipos esquineros, antes de rodar con fragores de trueno hacia algo derribable —una columna, una baranda, un hombre atontado por la velocidad de lo que se le venía encima. Un olor de cal vieja, reseca, cineraria, envolvía la ciudad en una atmósfera de demolición, secando las gargantas, encendiendo los ojos. Una bala, topando con una muralla de cantería, saltaba a las casas de madera, se arrojaba escaleras abajo, yendo a dar a un aparador lleno de botellas, a los escaparates de una locería, a una bodega donde su trayectoria terminaba en un revuelo de duelas rotas, sobre el cuerpo destrozado de una parturienta. Despedida por un impacto, una campana había caído con tan tremendo alarido del bronce, que hasta los cañoneros enemigos se enteraron del caso. Mal resguardo contra el hierro era el de ese reino de persianas, mamparas, balcones ligeros, romanillas, barrotes de madera, emparrados y listones, donde todo estaba hecho para aprovechar el menor aliento de la brisa. Cada disparo resultaba un mazazo en jaula de mimbre, dejando cadáveres debajo de la mesa de nogal donde una familia hubiera buscado algún amparo. Pronto se conoció otra espantosa novedad: una batería con hornos, instalada en el Morne Savon, bombardeaba la población con balas calentadas al rojo vivo. Lo que quedaba en pie empezó a arder. A la cal sucedió el fuego. No acababa de dominarse un incendio cuando otro se prendía, más allá, en la tienda de paños, en el aserradero, en el depósito del ron que, prendido a su vez, arrojaba a las calles un lento derrame de llamas azules que las aceras llevaban hacia cualquier pendiente próxima. Como muchas casas pobres tenían techos de hojas y fibras trenzadas, un solo proyectil al rojo bastaba para acabar con una manzana entera. Para colmo, la falta de agua obligaba a combatir los incendios con el hacha, la sierra y el machete. A la destrucción caída del cielo, se añadía la consciente destrucción llevada por niños, mujeres y ancianos. Un humo negro, denso, sacado de abajo, de donde arden muchas cosas viejas y sucias, ponía penumbras repentinas, en pleno mediodía, sobre la ciudad supliciada. Y aquello, que era intolerable, imposible de soportar durante una hora, se prolongaba día y noche, en un estruendo perpetuo, donde el derrumbe se confundía con el grito, el crepitar de las fogaradas con el trueno a ras del suelo de lo que rodaba, topaba, rebotaba, pegando como ariete. Se vivía en el desastre y aunque su paroxismo pareciera alcanzado, el desastre se agrandaba de noticia en noticia. Tres intentos de acallar las mortíferas baterías habían fracasado. El General Cartier, extenuado por el insomnio, la fatiga y la poca costumbre del clima, acababa de morir. El General Rouger, alcanzado por un proyectil, agonizaba, en una sala del edificio transformado en hospital militar. Habían reaparecido unos Frailes Dominicos misteriosos, soterrados, salidos de sus escondites, que, de pronto, se erguían en las cabeceras de los enfermos con una pócima o una tisana en la mano. En tales momentos nadie reparaba en sus hábitos, aceptándose el cuidado y el alivio inmediato, pronto seguidos de una reaparición de Crucifijos y Santos Óleos. Ese contrabando de la fe se insinuaba donde más gangrenas y heridas hubiera, no faltando quien reclamara los sacramentos, arrojando la escarapela, al sentir la proximidad de la muerte... A los innumerables tormentos se añadía ahora el de la sed. Como algunos cadáveres habían caído en los algibes, era imposible beber aquella agua envenenada. Los soldados hacían hervir el agua de mar preparando un café salobre que luego endulzaban con enormes cantidades de azúcar, añadiéndole algún alcohol. Los aguadores, que siempre habían abastecido la población con sus barricas llevadas en botes y en carros, no podían alcanzar los riachuelos cercanos a causa del tiro enemigo. Las ratas pululaban en las calles, corriendo en medio de los escombros, invadiéndolo todo, y como si esa plaga fuese poco, unos alacranes grises surgían de las maderas viejas, hincando el dardo donde mejor pudiese hincar. Varios barcos, en el puerto, estaban reducidos a errantes montones de tablas calcinadas. La Thétis, acaso herida de muerte, se escoraba en un panorama de mástiles rotos, de cuadernas dejadas en el hueso. Al vigésimo día del asedio apareció el Cólico Miserere. Las gentes se vaciaban en horas, largando la vida por los intestinos. En la imposibilidad de darles un cristiano sepelio, se enterraban los cuerpos donde fuera posible, al pie de un árbol, en un agujero cualquiera, al lado de las letrinas. Cayendo sobre el Cementerio Viejo, las balas habían sacado huesos a la luz, dispersándolos entre lápidas hundidas y cruces arrancadas. Víctor Hugues, seguido de los últimos jefes militares que le quedaban y de sus mejores tropas, se había atrincherado en el Morne du Gouvernement, eminencia que dominaba la ciudad y, enclavada en su perímetro, ofrecía el resguardo de una iglesia de cantería... Esteban, anonadado, estupefacto, incapaz de pensar en nada en medio del cataclismo que duraba desde hacía casi cuatro semanas, pasaba el tiempo acostado dentro de una suerte de guarida, de fosa horizontal, que se había cavado entre los sacos de azúcar que llenaban el almacén portuario donde, estando en labor de inventario, lo había sorprendido el bombardeo. Frente a él, siguiendo su ejemplo, los Loeuillet, padre e hijo, se resguardaban en una caverna entre sacos, más ancha, donde habían metido una parte del material de su imprenta —las cajas de tipos, sobre todo, que eran lo más irremplazable en esta tierra. No padecían de sed, ya que varios toneles de vino estaban guardados en aquel lugar, y, unas veces por refrescarse, otras por miedo, otras por beber, vaciaban jarros de aquel líquido tibio, que se iba agriando cada vez más, poniendo costras moradas en sus labios. Loeuillet, el viejo, hijo de camisardo, no se había ocultado, en tales momentos de miseria, de sacar la Biblia familiar, que traía escondida en una caja de papel. Cuando las balas pegaban cerca, envalentonado por lo mucho bebido, clamaba, desde las honduras de su antro, algún versículo del Apocalipsis. Y nada se concertaba mejor con la realidad que aquellas frases sacadas del delirio profetice por la mano de Juan el Teólogo: «Y el primer Ángel tomó la trompeta, y fue hecho granizo y fuego, mezclado con sangre, y fueron arrojados a la tierra, y la tercera parte de los árboles fue quemada y quemóse toda la yerba verde.» «Tanta impiedad —gimoteaba el tipógrafo— nos ha llevado al Fin de los Tiempos.» Las baterías de Jarvis se le identificaban, en aquellos momentos con las iras ejemplares de los Viejos Grandes Dioses.

Una mañana callaron las baterías. Los hombres se descrisparon; las bestias pusieron las orejas en descanso; lo yacente, lo inerte, se hicieron yacente e inerte sin más sobresaltos. Oyóse el chapaleo de las olas en el puerto, y una última cristalería, rota por la pedrada de un niño, asustó a las gentes por la desacostumbrada nimiedad del ruido. Los supervivientes salieron de sus hoyos, de sus cuevas, de sus zahúrdas, cubiertos de hollín, de mugre, de excrementos, con vendajes colgantes, inmundos, que se les mecían a un palmo de las llagas.

Alejo Carpentier, El Siglo de las Luces

VÍCTOR HUGUES SORPRENDE A SOFÍA Y ESTEBAN, Alejo Carpentier

Las Antillas constituían un archipiélago maravilloso, donde se encontraban las cosas más raras: áncoras enormes abandonadas en playas solitarias; casas atadas a la roca por cadenas de hierro, para que los ciclones no las arrastraran hasta el mar; un vasto cementerio sefardita en Curazao; islas habitadas por mujeres que permanecían solas durante meses y años, mientras los hombres trabajaban en el Continente; galeones hundidos, árboles petrificados, peces inimaginables; y, en la Barbados, la sepultura de un nieto de Constantino XI, último emperador de Bizancio, cuyo fantasma se aparecía, en las noches ventosas, a los caminantes solitarios... De pronto Sofía preguntó al, visitante, con gran seriedad, si había visto sirenas en los mares tropicales. Y, antes de que el forastero contestara, la joven le mostró una página de Las delicias de Holanda, viejísimo libro donde se contaba que alguna vez después de una tormenta que había roto los diques de West-Frise, apareció una mujer, marina, medio enterrada en el lodo. Llevada a Harlem, la vistieron y la enseñaron a hilar. Pero vivió durante varios años sin aprender el idioma, conservando siempre un instinto que la llevaba hacia el agua. Su llanto era como la queja de una persona moribunda... Nada desconcertado por la noticia, el visitante habló de una sirena hallada, años antes, en el Maroní. La había descrito un Mayor Archicombie, militar muy estimado, en un informe elevado a la Academia de Ciencias de París: «Un mayor inglés no puede equivocarse», añadió, con casi engorrosa seriedad. Carlos, advirtiendo que el visitante acababa de ganar algunos puntos en la estimación de Sofía, hizo regresar la conversación al tema de los viajes. Pero sólo faltaba hablar de Basse-Terre, en la Guadalupe, con sus fuentes de aguas vivas y sus casas que evocaban las de Rochefort y La Rochela —¿no conocían los jóvenes Rochefort ni La Rochela?—. «Eso debe ser un horror —dijo Sofía—: Por fuerza nos detendremos unas horas en tales sitios cuando vayamos a París. Mejor háblenos de París, que usted, sin duda, conoce palmo a palmo.» El forastero la miró de reojo y, sin responder, narró cómo había ido de la Pointe-à-Pitre a Santo Domingo con el objeto de abrir un comercio, estableciéndose finalmente en Port-au-Prince, donde tenía un próspero almacén: un almacén con muchas mercancías, pieles, salazones («¡Qué espanto!», exclamó Sofía), barricas, especias —«más o menos comme le vótre», subrayó el francés arrojándose el pulgar por sobre el hombro, hacia la pared medianera, con gesto que la joven consideró como el colmo de la insolencia: «Este no lo atendemos nosotros», observó. «No sería trabajo fácil ni descansado», replicó el otro, pasando en seguida a contar que venía de Boston, centro de grandes negocios, magnífico para conseguir harina de trigo a mejor precio que el de Europa. Esperaba ahora un gran cargamento, del que vendería una parte en la plaza, mandando el resto a Port-au-Prince. Carlos estaba por despedir cortésmente a aquel intruso que, después del interesante introito autobiográfico, derivaba hacia el odiado tema de las compra-ventas, cuando el otro, levantándose de la butaca como si en casa propia estuviera, fue hacia los libros amontonados en un rincón. Sacaba un tomo, manifestando enfáticamente su contento cuando el nombre de su autor podía relacionarse con alguna teoría avanzada en materia de política o religión: «Veo que están ustedes muy au courant», decía ablandando la resistencia de los demás. Pronto le mostraron las ediciones de sus autores predilectos, a las que palpaba el forastero con deferencia, oliendo el grano del papel y el becerro de las encuadernaciones. Luego se acercó a los trastos del Gabinete de Física, procediendo a armar un aparato cuyas piezas yacían, esparcidas, sobre varios muebles: «Esto también sirve para la navegación», dijo. Y como mucho era el calor, pidió permiso para ponerse en mangas de camisa, ante el asombro de los demás, desconcertados por verlo penetrar con tal familiaridad en un mundo que, esta noche, les parecía tremendamente insólito al erguirse, junto al «Paso de los Druidas» o «La Torre Inclinada», una presencia extraña. Sofía estaba por invitarlo a comer, pero la avergonzaba revelarle que en la casa se almorzaba a medianoche con manjares propios del mediodía, cuando el forastero, ajustando un cuadrante cuyo uso había sido un misterio hasta entonces, hizo un guiño hacia el comedor, donde la mesa estaba servida desde antes de su llegada. «Traigo mis vinos», dijo. Y buscando las botellas que al entrar había dejado en un banco del patio, las colocó aparatosamente sobre el mantel invitando a los demás a tomar asiento. Sofía estaba nuevamente escandalizada ante el desparpajo de aquel intruso que se otorgaba, en la casa, atribuciones de pater familias. Pero ya los varones probaban un mosto alsaciano con tales muestras de agrado que, pensando en el pobre Esteban —había estado muy enfermo últimamente y mucho parecía divertirse con el visitante—, adoptó una actitud de señora estirada y cortés, pasando las bandejas a quien llamaba «Monsieur Jiug» con silbado acento, «Huuuuug» enderezaba el otro, poniendo un circunflejo verbal en cada «u» para cortar bruscamente en la «g», sin que Sofía enmendara la pronunciación.
De Alejo Carpentier, El siglo de las luces