domingo, 4 de septiembre de 2011

Tengo un tigre en casa


Tigre automático 

(1964)

Kit Reed

Traducción de J. Costa-Segur Giralt en Ciencia Ficción Selección-11, Libro Amigo 274, Editorial Bruguera S.A., primera edición en Junio de 1974.


Compró el juguete para su primo segundo Randolph, un muchacho de huesudas rodillas, tan rico que, a sus trece años, todavía vestía pantalón corto. Nacido pobre, Benedict no tenía esperanza alguna de heredar el dinero de su tío James. En cualquier caso, gastó demasiado en el juguete.

Siempre se sintió sobrecogido por la transparente y dura mirada de su tío, en anteriores visitas de fin de semana; empequeñecía en aquellos lóbregos salones de paredes recubiertas de obscura madera. Esta vez no iría a Syosset desarmado. El caro regalo que llevaba para Randolph, nieto del anciano, debiera asegurarle, en cierta medida al menos, el respeto de su tío James. Pero había algo más en todo aquello. Era una extraña sensación que le invadió en el mismo momento en que vio la caja, solitaria y orgullosa, en el oscuro escaparate de la juguetería cercana al río.

Era una caja de mediano tamaño, de color naranja y negro, con las palabras «Tigre real de Bengala» en su. parte superior. Según la descripción impresa en la caja, el tigre respondía a las ordenes dadas a través de un pequeño micrófono.

Benedict había visto robots y monstruos parecidos al tigre en los anuncios de televisión durante todo el año. «Poséalo con orgullo», rezaba un letrero. Edward Benedict, apartado de los juguetes más por razones de tipo económico que por inclinación, no tenía ni idea de que aquel tigre costaba diez veces más que cualquier otro de características similares, aunque, de haberlo sabido, probablemente no habría influido en su decisión. Impresionaría al muchacho. 

Además, el aspecto fiero de los ojos de la ilustración le atrajo como un imán. Le costó el salario de un mes de trabajo y aún le pareció barato. Después de todo, se decía a sí mismo, la piel era legítima.
Nada deseaba tanto como abrir la caja y acariciar la piel. pero el dependiente le observaba fríamente y abandonó la idea, dejando que lo envolviera y lo atara con un cordel. Luego. le colocó la caja en los brazos, sin darle tiempo de pedir que se la mandaran a casa. La cogió sin chistar ( odiaba las escenas). Estuvo pensando en el tigre durante todo el camino de vuelta a casa, en el autobús. Como todo hombre con un juguete, sabía que no resistiría la tentación de abrir el paquete y probarlo.

Sus manos temblaban al dejar el paquete en un rincón de la sala.
-Sólo para ver si anda -musitó-; luego lo envolveré otra vez para Randolph.

Desenvolvió la caja y le dio la vuelta de manera que pudiera ver la ilustración.

No quería precipitarse. Preparó la cena y se puso a comer con la caja frente a él. Después de quitar la mesa se sentó a cierta distancia de ella, estudiando al tigre. A medida que las sombras se adueñaban de la habitación. algo, en el dibujo de la caja, parecía obligarle, conducirle al borde de algo importante, manteniéndole en suspenso. No podía librarse de esta sensación ni siquiera al pensar que aquel tigre y él no eran más que juguete y hombre, regalo y ofrendador. El tigre del dibujo parecía mirarle con tanta intensidad que, al fin se puso en. pie, se dirigió a la caja y cortó el cordel.
Al caer los lados de la caja introdujo las manos en ella. Su primera impresión fue de desencanto; aquello parecía un montón de piel vacía. Era áspera y, por un momento, pensó si los empaquetadores de la fábrica no habrían cometido un error; luego, al tantear con sus dedos, oyó un chasquido y la estructura de acero que la piel cubría se desplegó, haciéndole caer de espaldas. sin respiración, viendo cómo la criatura tomaba forma.

Era un tigre de tamaño natural, hecho con piel auténtica, cuidadosamente adaptada a una estructura de acero tan bien confeccionada que la bestia tenía un aspecto tan real como las que Benedict había visto en el zoológico de la ciudad. Los ojos eran de ámbar, iluminados por detrás por medio de pequeñas bombillas. Rayando en la histeria, Benedict notó que los bigotes estaban hechos de rígido filamento de nailon.

Allí estaba, inmóvil, rodeado de una misteriosa aura de poder, esperando a que él hallara el micrófono y diera la primera orden. En su interior, un mecanismo independiente hacía mover su larga cola, que daba trallazos en el piso.

Atemorizado, Benedict retrocedió hacia el sofá, se sentó y se quedó mirando al tigre. La obscuridad era casi completa en la habitación y, pronto, la única luz fue la emitida, por los ambarinos y fieros ojos del animal. Permanecía en una esquina del cuarto, golpeando el piso con la cola, y contemplándole con amarillenta mirada.

 Benedict abría y cerraba nerviosamente las manos sobre el sofá; pensaba en sí mismo, allí sentado; en el micrófono que transmitiría sus órdenes, en el tigre, esperando en su rincón y en los trallazos de la cola que inundaban la habitación. Se movió un poco y, al hacerlo, sus pies chocaron con algo. Lo recogió examinándolo. Era el micrófono. Todavía sentado, contemplaba al espléndido animal a la tenue luz emitida por sus ojos. Al fin, en la densa quietud de la noche, casi las primeras horas de la madrugada, sintiéndose extrañamente feliz, llevó el micrófono a sus labios y respiró trémulamente.

El tigre se estremeció.

Edward Benedict se levantó con cuidado. Luego, haciendo acopio de valor, consiguió que su garganta emitiera una orden:

-Camina.

Majestuosamente, el tigre obedeció.

-Siéntate -ordenó; apoyándose, trémulo, contra la puerta, sin creer aún lo que veía.

El tigre se sentó. Incluso en esta posición era tan alto como él. Aun estando en reposo, la satinada piel asentada con suavidad y ligereza sobre el cuerpo denunciaba la existencia de piezas de acero ensambladas en él interior.

Respiró otra vez junto al micrófono, maravillándose al ver que el tigre alzaba una pata y la mantenía, inmóvil, a la altura del pecho, mientras le contemplaba. Era tan real, tan emocionante, que Benedict, exultante, dijo «vamos a dar un paseo», y abrió la puerta. No usó el ascensor, sino que salió por la puerta que daba a la escalera de incendios, situada al fondo del corredor. Empezaron a bajar por ella, excitado al ver que el tigre le seguía en silencio, deslizándose, como agua, sobre los ennegrecidos peldaños.

¡Silencio ahora! -Benedict se detuvo tras la puerta que daba a la calle.

El tigre se paró tras él. Salió a la noche; la calle estaba tan solitaria, parecía tan irreal, que supuso serían las tres o las cuatro de la madrugada.

-Sígueme -susurró al tigre, internándose en la obscuridad.

Caminaron por las desiertas calles; el animal iba detrás de Benedict, confundiéndose en las sombras cuando parecía que un coche iba a pasar demasiado cerca. Finalmente, llegaron al parque y, después de haber dejado atrás algunas docenas de metros de sendero asfaltado, el tigre comenzó a distender sus patas como un caballo en marcha lenta, incansable, junto a las piernas de Benedict. Este le miró y, con un ramalazo de pena comprendió que una parte de él pertenecía aún a la jungla, que había permanecido demasiado tiempo en la caja y ahora quería correr.

-Vamos, ¡corre! -dijo, compadeciéndose, medio convencido de que no volvería a verlo más.

El felino marchó dando un salto; iba tan veloz que, sin darse cuenta, se vio por encima del pequeño lago artificial del parque. Cruzó por el aire de un tremendo salto y desapareció entre los arbustos de la otra orilla.

Solitario, Benedict se dejó caer sobre un banco. jugueteando con el micrófono. Ya no le serviría para nada, estaba seguro. Pensó en el próximo fin de semana, en el que tendría que presentarse en casa de su tío con las manos vacías. «Tenía un Juguete para Randolph, tío James, pero desapareció...» Pensó en el dinero que había gastado... Luego, reflexionando. pensó en los momentos que habían pasado juntos en el apartamento, la vida que había cobrado la habitación con su presencia, una vida que nunca tuvo antes... En definitiva, llegó al convencimiento de que no había gastado aquel dinero en vano.

El tigre... Ardía de impaciencia por volver a verlo. Tomó el micrófono. Pero, ¿por qué habría de volver siendo como era ahora libre? ¿Por qué, disponiendo de todo el parque, del mundo entero, para correr? Incluso con esta seguridad, no pudo evitar susurrar la orden:

-Vuelve -pidió fervientemente. Y luego-: Por favor.

Por algunos segundos, nada sucedió. Benedict escudriñó las tinieblas en un intento de ver algún movimiento; escuchó esperando oír siquiera un rumor, pero no ocurrió nada, hasta que la gran sombra cayó casi sobre él, saltando por encima del banco. Aterrizó, enorme y silencioso, junto a sus pies.

La voz de Benedict se quebró.

-¡Has vuelto! -exclamó emocionado.

Y, el tigre real de Bengala, emitiendo destellos de ámbar por los ojos, con sus blancos bigotes brillantes en la pálida luz, puso una pata sobre sus rodillas.

-Has vuelto -repitió Benedict y, tras una larga pausa, apoyó una indecisa mano sobre la cabeza del animal-. Creo que será mejor volver a. casa -susurró, al darse cuenta de que estaba amaneciendo.

¡Vamos! -le dio un vuelco el corazón al darse cuenta de su familiaridad-, ¡«Ben»!

Y emprendió el regreso al hogar, casi corriendo, gozoso de ver al tigre correr tras él con largos y silenciosos saltos.

-Debemos dormir ahora -dijo al tigre cuando llegaron al apartamento. Luego, cuando tuvo a «Ben» instalado, enroscado, con el hocico junto a la cola, en un rincón, telefoneó a la oficina, fingiendo estar enfermo. Alborozado, exhausto, se dejó caer en el sofá, olvidando, por primera vez, que sus zapatos descansaban sobre el mueble. Se durmió en seguida.

Cuando despertó era ya casi la hora de partir hacia Syosset. En el rincón, el tigre estaba tal y como lo dejara, inerte ahora, pero aún misteriosamente vivo, con los ojos resplandecientes y la cola golpeando el suelo de vez en cuando.

-Hola -dijo Benedict con voz queda-. Hola, «Ben» -sonrió cuando el tigre alzó la cabeza, mirándole. Había estado pensando en el modo de doblar al tigre y meterlo en la caja, pero, mientras el animal levantaba la cabeza, con los ojos relucientes, Benedict supo que tendría que llevarle otra cosa a Randolph. Aquél era su tigre. Moviéndose orgulloso bajo la ambarina luz, comenzó a preparar su marcha, guardando camisetas y calzoncillos en la maleta, envolviendo su cepillo de dientes y la rasuradora en papel higiénico, metiéndolo luego en uno de los departamentos destinados a los zapatos.

Debo irme, «Ben» -dijo cuando estuvo listo-. Aguárdame. Estaré de vuelta el domingo por la noche.

El tigre pareció mirarle atentamente, con los blancos bigotes brillando intensamente. Benedict imaginó haber herido los sentimientos de «Ben».

-Te diré lo que haremos, «Ben» -le consoló-. Me llevaré el micrófono, y si te necesito te llamaré. Te diré lo que debes hacer: primero vas a Manhattan y cruzas por Triboro Bridge...

Guardó el micrófono junto al pecho, en el bolsillo de la camisa. Por razones difíciles de comprender, aquel pequeño objeto cambiaba enteramente su aspecto.

-¿Para qué quiero un juguete para Randolph? -estaba ensayando algunos valientes discursos que dirigiría a tío James-. Tengo un tigre en casa.

En el tren empujó a varias personas, con tal de poder ocupar un asiento junto a la ventanilla. Más tarde, en lugar de tomar un autobús o un taxi que le llevara a casa de su tío, se encontró telefoneando para que mandaran a alguien con el coche a recogerlo a la estación.

Ya en el oscuro estudio de paredes revestidas de madera, estrechó la mano de su tío con tanta energía que alarmó al anciano. Randolph, con las rodillas ásperas y enrojecidas, se apoyó, beligerante, sobre un codo.

-Supongo que no me has traído nada -dijo, adelantando la barbilla con desafío.

Por una milésima de segundo Benedict se sintió desmayar. Luego, el contacto del micrófono junto al pecho, hizo que se acordara.

-Tengo un tigre en casa -murmuró.

-¿Eh? ¿Qué? -Randolph le empujó, hundiéndole los dedos en las costillas-. Anda, vamos a traerlo.

Con un sordo rugido, Benedict propinó un sopapo en la oreja de Randolph.

Desde aquel momento, Randolph fue un ejemplo de respetuosidad. Resultó muy sencillo en verdad. Benedict jamás lo hubiera imaginado.

Poco antes de partir, aquel domingo por la noche, su tío James colocó en sus manos un fajo de acciones.

-Eres un joven inteligente, Edward -dijo el anciano moviendo la cabeza, como si le costara creerlo-. Un joven inteligente.

Benedict sonrió de oreja a oreja.

-Hasta la vista, tío James. Tengo un tigre en casa.

Casi antes de que la puerta del apartamento se cerrara tras él, tenía ya el micrófono en la mano. Llamó al tigre y éste se echó a. sus pies. Benedict se abrazó a su gran cabeza. Luego se levantó y retrocedió unos pasos. El animal parecía mayor, más lustroso y cada uno de sus pelos vibraba con vida propia. Los bigotes de «Ben» parecían de nieve. Benedict también se sentía transformado. Pasó un largo rato frente al espejo, viendo unos cabellos que crepitaban llenos de vida: unas mandíbulas antes pesadas y prominentes y ahora tan ligeras.

Más tarde, caída ya la noche, salieron hacia el parque. Benedict se sentó en un banco para contemplar las evoluciones de su tigre, deleitándole la extraordinaria gracia de sus movimientos. Las correrías de «Ben» no duraron tanto en esta ocasión. No hacía más que volver al banco y apoyar la cabeza en las rodillas de Benedict.
Al despuntar el alba, «Ben» comenzó a correr de nuevo, describiendo amplios saltos a ras de suelo. Giró, de súbito, y marchó hacia el lago, con plena seguridad de saber adónde iba. Lo cruzó con tan limpio y formidable salto que hizo poner en pie a Benedict, gritando de contento.

-¡«Ben»!

El tigre pegó un segundo salto, tan espléndido como el anterior, y regresó junto a él. Cuando «Ben» tocó las rodillas de su amo, esta vez Benedict lanzó su chaqueta por el aire, gritando, y emprendió una loca carrera con el tigre. Fue casi una competición, con Benedict al lado de «Ben». Estaban a punto de cruzar el puente cuando una grácil figura femenina apareció, de pronto, ante ellos, con las manos extendidas ante sí, con visibles muestras de espanto y, a medida que ellos reducían su marcha, echó a correr lanzándoles algo, a la vez que abría la boca para proferir un grito que no llegó a encontrar voz. Algo blando le dio a «Ben» en el hocico; éste agitó la cabeza y retrocedió. Benedict se inclinó para recogerlo del suelo. Era un portamonedas.

-¡Eh, olvidó usted su...! -exclamó empezando a correr tras ella. 

Recordó de pronto que debería dar explicaciones por la presencia del tigre. Su voz se apagó y se detuvo, con un encogimiento de hombros, viéndose impotente, hasta que «Ben» le empujó.

-¡Eh, «Ben»...! -exclamó incrédulo-. La hemos asustado.

Se irguió contento y sonriente. «Vamos a ver esto» se dijo. Luego, en lo que pareció un nuevo alarde, abrió el bolso y halló algunos billetes. «Haremos que parezca un robo. Ningún policía creerá su historia del tigre» pensó. Después dejó el bolso abierto en el suelo, donde ella pudiera verlo y, abstraído, se guardó el dinero en el bolsillo, prometiéndose, in mente, devolverlo a la mujer algún día.
-Anda, «Ben» -dijo suavemente-. Vamos a casa.

Cansado, Benedict durmió toda la mañana con la cabeza apoyada en el suave lomo del tigre. «Ben» permaneció alerta, con el ámbar de sus ojos siempre brillante; los movimientos de su cola eran el único signo de vida en la habitación.

Despertó pasado el mediodía, alarmado al ver que llegaría con cuatro horas de retraso a la oficina. Sus ojos se cruzaron con los del tigre y rió. «Tengo un tigre.» Se desperezó largamente, bostezando. Tomó con calma el desayuno; luego, tranquilo, se vistió. Al hacerlo encontró las acciones que le entregara su tío el día anterior; las examinó y cayó en la cuenta de que representaban una respetable suma de dinero.

Por algunos días se sintió feliz sin hacer nada, pasando las tardes en el cine y las noches en restaurantes y bares; incluso, en dos ocasiones, fue a las carreras. El resto del tiempo lo pasaba en casa, sentado, contemplando al tigre. Cada día frecuentaba restaurantes de mayor categoría, sorprendido de que los jefes de comedor se inclinaran ante él con deferencia, y de que elegantes mujeres le miraran con interés (todo ello, estaba seguro, por el simple hecho de tener un tigre en casa).

Llegó un día en que se cansó de escoger la comida él solo. 

Incómodo en su nueva situación, se sentía impulsado a comprobar cuán lejos podía llegar. Había gastado hasta el último céntimo de los beneficios obtenidos con las acciones de su tío James, y (con cierta sensación de culpabilidad), el dinero tomado del bolso de aquella mujer, en el parque. Empezó a leer la sección de anuncios de The Times y, un día, copió una dirección y descolgó el teléfono.
-Deséame suerte, «Ben» -susurró al marchar.

Estuvo de vuelta una hora más tarde, moviendo la cabeza, aún atónito.

-Debiste verme, «Ben». En su vida habían oído hablar de mí y, sin embargo, me pidieron que aceptase el empleo. Los tenía acorralados. Yo era un tigre -se sonrojó con modestia.
Los ojos del tigre parpadearon y se tornaron más brillantes.
.Aquel viernes, Benedict trajo a casa el cheque de su primera paga y, por la noche, fue él quien abrió la marcha hacia el parque. Corría hasta que sus ojos se anegaban en lágrimas por efecto del frío viento; corrió con el tigre a su lado la madrugada próxima y todas las que siguieron a aquélla y, cada día, se sentía más seguro de sí mismo. «Tengo un tigre en casa», se decía en los momentos difíciles. y ésta sería la clave que le ayudaría a salir airoso de las dificultades. Llevaba siempre el micrófono consigo, como si se tratara de un talismán, seguro como estaba de poder hacer uso de él en todo momento, atrayendo al tigre junto a él. Fue nombrado primer vicepresidente a los pocos días.

Fue progresando en su carrera; se convirtió en un hombre atareado y solvente, pero esto no le hizo olvidar nunca el paseo nocturno con su tigre. Había ocasiones en que, en plena velada, rodeado de gente importante, en cualquier atestado club nocturno, se excusaba para poder llevar el tigre al parque y correr a su lado vistiendo aún el smoking y la impecable camisa blanca, resplandeciente en la noche. Se tornó engreído, poderoso, pero permaneció fiel.

Hasta el día en que llevó a cabo su mayor negocio. Su superior le envió a comer con Quincy , el más importante cliente de la compañía, con instrucciones bien definidas: venderle dieciséis gruesas.

-Quincy -dijo Benedict-, usted necesita veinte gruesas.

Estaban sentados en un sofá cuyo tapizado imitaba la piel de tigre, en un restaurante de los caros. Quincy, un colérico hombretón, le habría aterrorizado un mes antes.

-¡Está usted muy seguro! -bufó Quincy-. ¿Qué demonios .le hace pensar que quiero veinte gruesas?

Por un segundo, Benedict sintió que le abandonaba el aplomo. Luego, aquella tapicería atigrada hizo sonar en él la cuerda de la inspiración y se lanzó.

--Desde luego, usted no quiere veinte gruesas -gruñó- : las necesita.
Quincy compró treinta gruesas. Benedict fue ascendido a director general.

Un nuevo título que no pesaba mucho sobre sus hombros. Se concedió el resto de la tarde. Se dirigía a la puerta, silencioso como un gato, cuando le detuvo un rumor inesperado, un roce de seda.

-¿Madeline? -exclamó interrogante.

Vistiendo un sedoso y oscuro vestido, la secretaria, inaccesible hasta aquel día, estaba ahora a su lado. Intentaba decirle algo, insinuante.

Benedict se dejó llevar por el impulso.

-Vendrás a cenar conmigo esta noche, Madeline.

Su voz era acariciante.

-Tengo una cita, Eddy. Mi rico tío de Cambridge está en la ciudad.
Benedict gruñó:

-¿El... ah... tío que te regaló esa piel de visón? Ya le he visto. Es demasiado gordo -dijo, y añadió con un gruñido que anuló la resistencia de Madeline: vendré por ti a las ocho.

-Pero, Eddy..., está bien -le miró a través de unas espesas pestañas-, pero debo advertirte que no soy una chica fácil de contentar.

-Harás la cena, claro, y luego daremos una vuelta por la ciudad -diose unas palmaditas en el bolsillo que contenía la billetera, dando luego un suave pellizco a su oreja.

Aquella noche, mientras revolvía en el cajón de los calcetines, su mano tropezó con algo duro. Era el micrófono. Por una u otra razón, había olvidado cogerlo aquella mañana. Debió de caerle entre los calcetines al vestirse y había ido sin él todo el día. Lo cogió con alivio y se dispuso a deslizarlo en el bolsillo del smoking. Pero no llegó a hacerlo. Cuidadosamente, lo dejó en el cajón, cerrándolo. Ya no lo necesitaba. El era el tigre ahora.

Aquella noche, todavía alegre, bajo el efecto de la bebida, del cálido son de la música y del acompasado respirar de Madeline junto a su oído, se acostó sin desnudarse y no despertó hasta clarear la mañana. Cuando empezó a andar por el cuarto, descalzo, vio a «Ben» en el rincón, con la mirada triste. Olvidó llevarle al parque.

-Lo siento, viejo amigo -se excusó al marchar a la oficina, dándole unas palmaditas.

Y al día siguiente, «estoy muy ocupado», una rápida caricia y «voy a llevar a Madeline de compras».

A medida que los días pasaban y Benedict veía más a la joven, olvidó darle a «Ben» satisfacciones por sus descuidos. El tigre quedó allí, en su rincón, sin vida, viéndole ir y venir, con la mirada cargada de reproches.

Benedict le compró a Madeline un «Oleg Cassini».

En el rincón de la sala de estar, una fina capa de polvo empezaba a cubrir la piel de «Ben».

Benedict compró a Madeline un brazalete de diamantes.

En el rincón, una colonia de polillas se estableció en la piel de «Ben».

Benedict y Madeline pasaron una semana en Nassau. De regreso, cruzaron ante el establecimiento de un vendedor de coches y Benedict compró un «Jaguar» a Madeline.

El sistema de fijación de los enhiestos y brillantes bigotes de «Ben», comenzó a ceder. Ahora estaban fláccidos, y algunos pelos habían caído ya.

En el taxi que le traía a casa desde el apartamento de Madeline, Benedict examinó su talonario de cheques por primera vez en muchos días. El viaje y el primer pago del coche habían reducido casi a cero su cuenta corriente. Y al día siguiente vencía uno de los pagos de la pulsera. Pero ¿qué importaba? Se encogió de hombros. Era un hombre importante.

Ya en la puerta de su domicilio, extendió un cheque al taxista por el importe de la carrera, añadiendo cinco dólares como propina. Luego subió a su apartamento deteniéndose un momento ante el espejo para admirar su bronceado semblante. Después, se acostó.
Despertó a las tres en punto de la madrugada. Se sentía oprimido por las sombras, intranquilo, por primera vez. A la fría luz de la lámpara de la mesita de noche, revisó su cuenta corriente otra vez. Le quedaba mucho menos dinero del que pensaba. Tendría que ir al Banco, hacer un depósito con el que cubrir el cheque que le diera al taxista, o el que extendiera por el primer pago del «Jaguar» no podría hacerse efectivo. Pero, no. Había entregado un cheque por el último plazo del brazalete, y ya debían de haberlo cobrado. Estaba sin fondos...

Tenía que conseguir dinero. Sentado en la cama, meditaba. Recordaba a la mujer que habían asustado en el parque, él y «Ben., el primer día, y el dinero que encontró en el bolso. Se le ocurrió que podía conseguir el dinero que necesitaba en el parque. Recordó el pánico de la mujer, su huida. En su mente, aquello tomaba la forma de un arriesgado robo. ¿No había, acaso, gastado el dinero? Cuanto más pensaba en ello, más decidido estaba a intentarlo de nuevo, olvidando que en aquella ocasión le había acompañado el tigre, y, también, mientras se ponía un jersey a rayas y anudaba un pañuelo a su garganta, que él no era el tigre. Salió sin ver siquiera a «Ben» en su rincón. Corrió al parque, decidido.

Reinaba aún la oscuridad; caminaba ligero, silenciosamente, por los senderos, sintiendo crecer sus fuerzas a medida que avanzaba. Una vaga figura apareció, caminando hacia él (su presa), y gruñó un poco, pero rompió a reír, quedamente, al reconocer a la mujer -la misma pobre mujer asustada por un tigre-; gruñó de nuevo, corriendo hacia ella. «La asustaré otra vez», pensó.

-¡Eh! -gritó la mujer al abalanzarse Benedict sobre ella. Se detuvo en seco, casi perdiendo el equilibrio al ver que no retrocedía asustada; permaneció quieta, con los pies algo separados, balanceando el bolso.

Al verlo, la rodeó e intentó abalanzarse de nuevo.

-¡Démelo! -ordenó.

-¿Perdón? -repuso ella fríamente, sorprendida al intentar Benedict, gruñendo, una nueva acometida-. ¿Qué es lo que le pasa?

-El bolso -dijo amenazador, con el cabello erizado.

-Oh, el bolso -alzó el bolso y lo dejó caer con violencia sobre su cabeza.

Retrocedió, sobresaltado, y antes de que pudiera rehacerse, la mujer se dirigió hacia la salida del parque, riendo despreciativamente.

Había ya demasiada luz para buscar otra víctima. Se quitó el jersey y salió del parque en mangas de camisa, caminando lentamente, dándole vueltas en su mente a su fallido intento de robo. Meditando aún, entró en un café para desayunar. Preocupado, lo hizo sin darse ni cuenta. La cosa no había funcionado bien, decidió al fin, arreglándose el nudo de fa corbata. Aquella mañana fue a la oficina demasiado pronto.

-Me han llamado desde el establecimiento donde compraste el «Jaguar» -declaró Madeline al llegar, una hora más tarde-. No han podido cobrar el cheque que les diste.

-¿No? -algo en sus ojos le hizo desistir de hacer algún comentario-. ¡Oh! -dijo con suavidad-, ya me ocuparé de ello.

-Será mejor que lo hagas -contestó ella. Sus ojos eran fríos.

En condiciones normales, habría aprovechado la circunstancia de encontrarse solo con ella para darle un pequeño mordisco en el cuello, pero aquella mañana parecía tan distante... Pensó que la razón estaría en no haberse afeitado. Volvió, pues, a su despacho, donde revisó, cejijunto, varias columnas de cifras en su agenda.

-Esto no. marcha -murmuró-. Necesito un aumento.

El nombre del director era John Gilfoyle (mister Gilfoyle o señor, para la mayoría de empleados); Benedict pronto aprendió que el uso de iniciales le confundía, y empleaba este conocimiento en su provecho.

Quizá se había levantado con el pie izquierdo aquel día, o puede que fuera el ir sin chaqueta. Estaba desorientado. El caso es que Gilfoyle ni siquiera parpadeó.

-Hoy no tengo tiempo para eso -casi ladró.

-No parece comprenderlo -Benedict hinchó el pecho y caminó por la alfombra hacia el escritorio, con suavidad, notando, al hacerlo, con gran disgusto, que sus zapatos estaban enlodados de resultas de sus correrías por el parque. Pero era aún el tigre-. Quiero más dinero.

-Hoy no, Benedict.

-Podría conseguir el doble en cualquier otra parte -alardeó Benedict, displicente como siempre; pero, en aquella ocasión, parecía existir algún error en su actitud. Quizá estaba un poco ronco de caminar bajo el húmedo y frío aire de la noche.

El caso es que Gilfoyle, en lugar de acceder a su petición como siempre hacía, dijo:

-No parece muy hábil esta mañana, Benedict. No como debe serlo un hombre de la Compañía.

-En Welchel Works me ofrecieron... -estaba diciendo en aquellos momentos.

-¿Por qué no se larga entonces con los de la Welchel Works? -gritó Gilfoyle, dando un puñetazo sobre .la mesa.

-Me necesita -contestó Benedict. Su expresión era decidida, como siempre; pero su fracaso en el parque le había afectado más de lo que suponía. Debía de estar haciéndolo todo al revés.

-No le necesito -ladró Gilfoyle-, y salga de aquí antes de que decida que ni siquiera deseo que siga aquí.

-Usted... ,-empezó Benedict.

-¡Fuera!

-Sí, señor. -Completamente abatido, salió del despacho.

En et pasillo tropezó con Madeline.

-¿Qué hay del pago? -empezó ella.

-Me ocuparé de ello. Si pudiéramos vernos...

-Esta noche, no -parecía notar un cambio en él-. Estaré ocupada.
Benedict estaba demasiado aturdido para protestar.

De nuevo en su despacho, repasó una y otra vez las cifras de su agenda. Era la hora de comer y seguía en su silla, ausente, acariciando el pisapapeles (una esfera de cristal, a rayas atigradas, comprado en tiempos mejores). Al tenerlo en sus manos pensó en «Ben». Por primera vez en varias semanas pensó en el tigre, inesperadamente, abrumado por la añoranza. Permaneció allí sentado el resto de la tarde, abatido, con demasiada poca confianza en sí mismo como para atreverse a salir antes de que el reloj diera la hora. Tan pronto como pudo, abandonó el despacho y tomó un taxi con unas pocas monedas que encontrara en uno de los cajones de su mesa. Pensaba que al menos el tigre no le abandonaría, que sería bueno llevarle a pasear otra vez, encontrando consuelo al correr juntos, su viejo amigo y él, por los senderos del parque.

Prescindiendo del ascensor, echó a correr escaleras arriba, deteniéndose solo para encender una lamparita junto a la puerta de la sala de estar.

-¡«Ben»! -exclamó, abrazándose al cuello del tigre. Fue al dormitorio en busca del micrófono. Lo encontró en el lavabo, bajo un montón de calcetines sucios-. «Ben» -llamó con suavidad por el micrófono.

Le llevó mucho tiempo al tigre poder levantarse. Su ojo derecho había perdido gran parte de su resplandor, de tal modo que apenas pudo verle. La luz tras el ojo izquierdo se había extinguido. Cuando su amo le llamó desde la puerta, se movió despacio, y, al aproximarse a la luz de la lámpara, Benedict comprendió por qué.
La cola de «Ben» se movía ahora lentamente, sin fuerza, y sus ojos aparecían cubiertos de polvo. Había perdido el brillo, y el mecanismo que convirtiera en movimiento las órdenes de Benedict estaba agarrotado por falta de uso. Los soberbios bigotes plateados eran ahora amarillentos, y estaban manchados aquí y allá donde las polillas habían roído; Con pesados movimientos, «Ben» apretó su cabeza contra Benedict.

-Hola, compañero. -dijo éste con un nudo en la garganta-. ¿Qué tal? Te diré lo que haremos -exclamó acariciando la estropeada piel-. Tan pronto oscurezca saldremos para el parque, a respirar un poco de aire fresco -prometió con voz rota-. El aire fresco te devolverá las. fuerzas. ¡Ya verás!

Con una sensación de vacío que trataba de encubrir con sus palabras esperanzadas, se sentó en el sofá y esperó. Cuando el tigre llegó a su lado, cogió uno de sus cepillos con mango de plata y empezó a cepillar la piel sin vida de «Ben». Saltaba a pedazos, pegándose a las cerdas. La tristeza de Benedict iba en aumento. 

Dejó el cepillo.

-Todo irá bien, compañero -dijo acariciando su cabeza, como para tranquilizarse a sí mismo. Por un momento los ojos de «Ben» reflejaron la luz de la lámpara de la habitación y Benedict quiso creer que empezaban a cobrar nueva vida-. Ya es hora -dijo Benedict-. Anda, vamos -empezó a caminar, despacio. El tigre le siguió rechinando y, juntos, emprendieron el penoso camino hacia el parque.

Algunos minutos más tarde llegaron ante las puertas. Benedict pensaba, no sabía por qué, que una vez allí, en plena naturaleza, el tigre recobraría las fuerzas. Así parecía en realidad, al principio. La oscuridad disfrazaba la miseria de «Ben» y, además, empezó a moverse con cierta rapidez cuando Benedict se volvió y dijo:

-¡Adelante!

Benedict echó a correr a grandes, locas zancadas, por un corto trecho, asegurándose de que el tigre corría tras él; luego, acomodó su velocidad a la de «Ben». Pensó, con razón, que si iba muy aprisa, el tigre no sería capaz de seguirle. Continuó al mismo ritmo por algún tiempo y el tigre se las compuso para seguir a su lado. Después, de un modo imperceptible, decreció su velocidad, yendo más y más despacio, siguiendo los movimientos de «Ben» que, valientemente, movía sus silenciosas patas en un simulacro de marcha.

Al fin, Benedict se dirigió a un banco y le llamó a su lado, con la cabeza gacha, de modo que el tigre no pudiera ver que estaba a punto de llorar.

-«Ben» -dijo-, perdóname.

La gran cabeza le propinó un cariñoso golpe y, al levantar la cara, la débil luz del único ojo útil la iluminó. «Ben» pareció comprender su expresión, porque tocó las rodillas de Benedict con una pata, mirándole con sentimiento con su desafiante ojo ciego. Luego, encogió su cuerpo para distenderlo después, haciendo recordar el poder y ]a gracia que tuviera antaño. Se puso a correr hacia el lago artificial. Miró atrás en una ocasión, describiendo un pequeño salto extra, como para asegurar a Benedict que volvía a ser el mismo de antes, que no había nada que perdonar. Tomó impulso para saltar de nuevo y cruzar el lago. E] comienzo fue espléndido, pero inútil. El mecanismo había estado demasiado tiempo en desuso y, justo cuando estaba en el aire, falló, agarrotándose el grácil cuerpo, cayendo, rígido, dentro del lago.

Cuando pudo ver con suficiente claridad, Benedict se dirigió a la orilla del agua con los ojos anegados en lágrimas. Polvo y algunos pelos flotaban sobre el agua, pero eso era todo. «Ben» había desaparecido. Con cuidado, Benedict extrajo el micrófono de su bolsillo y lo arrojó a] agua. Permaneció allí, de pie, mirando el lago, hasta que las primeras luces de la mañana se abrieron paso a través de las ramas de los árboles, luchando por alcanzar el agua.

No se apresuró. Sabía, sin necesidad de que se lo dijeran, que estaba sin trabajo. Tendría que vender sus nuevas ropas y los cepillos de plata para poder afrontar, en parte, las deudas. Pero no importaba ya. Parecía lo más apropiado, ahora que ya no tenía nada.

Elegías de Duino, Rainer María Rilke


Rainer María Rilke
(Praga, 1875 - Suiza, 1926)

LAS ELEGIAS DE DUINO (1922)
Versión y notas de José Joaquín Blanco
Publicado en La iguana del ojete (Invierno, 1993)


(Propiedad de la princesa Marie von
Thurn und Taxis-Hohenlohe)
 [1]


La primera elegía

¿Quién, si yo gritara, me escucharía entre las órdenes
angélicas? Y aun si de repente algún ángel [2]
me apretara contra su corazón, me suprimiría
su existencia más fuerte. Pues la belleza no es nada
sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces
de soportar, lo que sólo admiramos porque serenamente
desdeña destrozarnos. Todo ángel es terrible.
Así que me contengo, y me ahogo el clamor de la garganta
tenebrosa. Ay, ¿quién de veras podría ayudarnos? No
los ángeles, no los hombres, y ya saben los astutos
animales que no nos sentimos muy seguros en casa,
dentro del mundo interpretado. Nos queda quizás
algún árbol en la loma, al cual mirar todos los días;
nos queda la calle de ayer y la demorada lealtad
de una costumbre, a la que le gustamos, y permaneció,
y no se fue. Oh, y la noche, y la noche, cuando el viento
lleno de espacio cósmico nos roe la cara:
¿Para quién no permanecería aquélla, la anhelada,
la tierna desengañadora, ahí, dolorosamente próxima
al corazón solitario? ¿Es más suave con los amantes?
Ay, ellos sólo se ocultan uno a otro su suerte.
¿Todavía no lo sabes? Arroja el espacio que abarquen
tus brazos hacia los espacios que respiramos; quizá
los pájaros sientan el aire ensanchado con un vuelo
más íntimo.

Sí, las primaveras de veras te necesitaban. Varias
estrellas te pedían que las rastrearas. Se alzaba
en el pasado una ola hacia ti, o cuando pasabas
por una ventana abierta, se te entregaba un violín.
Todo esto era una misión, ¿pero fuiste capaz de cumplirla?
¿No estabas siempre distraído por la esperanza, como
si todo ello te anunciara a una amada? (¿Dónde intentas
alojarla, si en ti los grandes pensamientos extraños
entran y salen, y con frecuencia se quedan durante la noche?).
Pero si sientes anhelos, canta pues a las amantes; no es,
en absoluto, suficientemente inmortal su famoso
sentimiento. Aquéllas que casi envidias, las abandonadas,
las encuentras mucho más amantes que las saciadas.
Empieza siempre de nuevo la alabanza siempre inalcanzable.
Piensa: el héroe sigue en pie, aun el ocaso fue para él
sólo un pretexto para ser: su último nacimiento.
Pero a las amantes la exhausta naturaleza las recoge
en su seno, como si no hubiera fuerzas para lograr esto
dos veces. ¿Has pensado lo suficiente en Gaspara Stampa, [3]
y lo que puede sentir cualquier chica a quien el amado
abandonó, frente a tan elevado ejemplo de mujer amante:
¿Llegaré a ser como ella? ¿Estos, los más antiguos
dolores, no deberán, por fin, darnos fruto? ¿No es
tiempo ya de que, al amar, nos liberemos del amado y,
temblorosos, resistamos, como la flecha resiste al arco,
para ser, unidos en el salto, algo más que la sola
flecha? Porque el permanecer está en ninguna parte.

Voces, voces. Corazón mío, escucha, como sólo los santos
escuchaban; la enorme llamada los alzaba del suelo;
pero ellos seguían de rodillas, de modo imposible,
sin darse cuenta: de tal manera escuchaban. No
que pudieras soportar la voz de Dios, lejos de eso, pero
escucha el soplo, las noticia incesante que se forma
del silencio. Murmura hasta ti desde aquellos que han
muerto jóvenes. ¿Acaso su destino no se dirigió siempre
tranquilamente a ti, en Roma y Nápoles, cuando entrabas
en alguna iglesia? O una inscripción sublime se grababa
para ti, como hace poco la lápida de Santa María Formosa? [4]
¿Qué quieren de mí? Debo apartar en silencio
la apariencia de injusticia que a veces estorba un poco
el puro movimiento de sus espíritus.

Realmente es extraño ya no habitar la tierra,
ya no ejercitar las costumbres apenas aprendidas;
a las rosas, y a otras cosas particularmente promisorias,
ya no darles el significado del futuro humano; ya no ser
aquél que uno fue en interminables manos angustiadas
y hasta hacer a un lado el propio nombre, como un juguete
roto. Extraño, ya no seguir deseando los deseos. Extraño,
ver todo lo que tenía sus propias relaciones, aletear
tan suelto en el espacio. Y estar muerto es doloroso,
y lleno de recuperación, de modo que uno rastree
lentamente un poco de eternidad. Pero todos los vivos
cometen el mismo error de diferenciar demasiado
tajantemente. Los ángeles (se dice) con frecuencia no
sabrían si andan entre los vivos o entre los muertos.
La corriente eterna arrastra siempre consigo todas
las edades a través de las dos zonas y atruena sobre ambas.

Finalmente ya no nos necesitan, los que partieron
temprano, uno se desteta dulcemente de lo terrestre, como
uno se emancipa con ternura de los senos de la madre.
Pero nosotros, que necesitamos tan grandes secretos,
nosotros que tan frecuentemente obtenemos del duelo
progresos dichosos, ¿podríamos existir sin ellos?
¿Es inútil el mito de que, en la antigüedad, durante
las lamentaciones fúnebres por Linos, [5]
una atrevida música primitiva se abrió paso en la árida materia
inerte; y entonces, por primera vez, en el espacio
sobresaltado, en el que un muchacho casi divino de pronto
se perdió para siempre, el vacío produjo esa vibración
que ahora nos entusiasma y nos consuela y ayuda?
La segunda elegía
Todo ángel es terrible. Y sin embargo, ay, los invoco
a ustedes, casi mortíferos pájaros del alma, sé quiénes
son ustedes. Los días de Tobías, ¿dónde quedaron?,
cuando uno de los más radiantes apareció en el umbral
sencillo de la casa un poco disfrazado para el viaje,
ya no tremendo (muchacho para el muchacho,
que se asomó, curioso). Si ahora avanzara el arcángel,
el peligroso, desde atrás de las estrellas, un solo paso,
que bajara y se acercara: el propio corazón, batiendo
alto, nos mataría. ¿Quién es usted?
Tempranos afortunados, ustedes, los mimados
de la creación, cadena de cumbres, cordillera roja
del amanecer de todo lo creado -polen de la divinidad
floreciente, coyunturas de la luz, corredores,
escalones, tronos, espacios del ser, escudos
deliciosos, tumultos del sentimiento tormentosamente
arrebatado, y de pronto, individualizados, espejos,
ustedes, los que recogen nuevamente en sus propios
rostros, la propia belleza que han irradiado.

Porque nosotros, siempre que sentimos, nos evaporamos;
ay, nosotros nos exhalamos a nosotros mismos,
nos disipamos; de ascua en ascua soltamos un olor cada
vez más débil. Probablemente alguien nos diga: Sí,
entras en mi sangre; este cuarto, la primavera se llena
de ti..., ¿de qué sirve? Él no puede retenernos,
nos desvanecemos en él y en torno suyo.
Y aquellos que son hermosos, oh, ¿quién los retiene?
Incesantemente la apariencia llega y se va de sus
rostros. Como rocío de la hierba matinal se esfuma
de nosotros lo que es nuestro, como el calor
de un plato caliente. Oh, sonrisa ¿a dónde? Oh,
mirada a lo alto: nueva, cálida, fugitiva
ola del corazón; sin embargo, ay, somos eso. ¿Entonces
el firmamento, en el que nos disolvemos, sabe
a nosotros? ¿De veras los ángeles recapturan solamente
lo suyo, lo que han irradiado, o a veces, como
por descuido, hay algo nuestro en todo ello? ¿Estamos
tan entremezclados en sus facciones, como la vaga
expresión en los rostros de las mujeres preñadas?
Ellos no lo advierten en el torbellino de su regreso
a sí mismos. (¿Cómo habrían de advertirlo?).

Los amantes podrían, si lo comprendieran,
hablar extrañamente en el aire nocturno. Pues parece
que todo nos oculta. Mira, los árboles son; las casas
que habitamos permanecen todavía. Sólo nosotros pasamos
de largo sobre todas las cosas como un cambio
de vientos. Y todo se une para acallarnos, mitad
por vergüenza quizás, y mitad por esperanza indecible.

Amantes, a ustedes, satisfechos el uno en el otro,
les pregunto por nosotros. Ustedes, los que se aferran
a sí mismos. ¿Tienen pruebas? Miren, me ha ocurrido que
mis manos se reconozcan entre sí, o que mi rostro ajado
se refugie en ellas. Eso me da cierta sensación. ¿Pero
quién, sólo por eso, se atrevió a creer que de veras
es? Sin embargo ustedes, los que crecen el uno
en el arrobo del otro, hasta que él suplica, abrumado:
“Basta”; ustedes, los que crecen, bajo sus recíprocas
manos, más exuberantes, como años de grandes uvas;
los que mueren a veces, sólo porque el otro se ha
expandido demasiado; a ustedes les pregunto por nosotros.
Sé que se tocan tan dichosamente porque la caricia
retiene, porque no desaparece el sitio que ustedes,
los tiernos, ocupan; porque, debajo de todo ello, ustedes
sienten la duración pura. Ustedes, de sus abrazos,
por ello, casi se prometen eternidad. Sin embargo, cuando
ya se han sostenido el sobresalto de la primera mirada,
y ya ocurrieron las ansias junto a la ventana
y del primer paseo juntos, una vez, por el jardín:
Ustedes, amantes, ¿siguen todavía entonces siendo
los mismos? Cuando el uno alza al otro hasta su boca
y se unen —bebida con bebida—: ¡oh, de qué manera
tan extraña el bebedor entonces se escapa de su función!

¿No se asombraron ustedes, en las estelas áticas, [6]
de la prudencia de los gestos humanos? El amor
y la despedida, ¿no fueron puestos demasiado
ligeramente sobre los hombros, como si se tratara
de seres hechos de otra materia que nosotros?
Recuerden las manos, cómo se posan sin presión, aunque
hay vigor en los torsos. Estos dueños de sí mismos
lo sabían: Hasta aquí, nosotros; esto es lo nuestro,
tocarnos así; que los dioses nos aprieten
con mayor fuerza. Pero eso es cosa de los dioses.
Si nosotros encontráramos también una pura, contenida,
estrecha, humana franja de huerto, nuestra, entre
río y roca. Pues nuestro propio corazón nos excede
tanto como a aquéllos. Y ya no podemos mirarlo
a través de imágenes que lo sosieguen, ni a través
de cuerpos divinos, en los que se contenga más.
La tercera elegía
Una cosa es cantar a la amada. Otra, ay, ese oculto,
culpable, río dios de la sangre. Aquél a quien ella
lejanamente conoce, su muchacho, ¿qué sabe él,
realmente, del señor del placer, quien con frecuencia,
desde su soledad, antes de que la muchacha lo sosegara,
incluso como si ella no existiera, oh, chorreando
de qué incognoscible, levantaba su cabeza de dios,
convocando a la noche a la revuelta interminable?
Oh, Neptuno de la sangre; oh, su terrible tridente.
Oh, el oscuro viento de su pecho desde la retorcida
caracola. Escucha cómo la noche se ahonda y ahueca.
Ustedes, estrellas, ¿acaso no viene de ustedes, el placer
del amante en el rostro de su amada? ¿No recibió
el amante su íntima visión del puro rostro de la amada,
del astro puro?

NI tú, ay, ni su madre, al muchacho,
le tendieron tan expectante arco de las cejas.
No fue junto ti, muchacha que sientes al muchacho, no
fue junto ti, que sus labios se curvaron
en la expresión más fértil. ¿De veras crees que tu leve
aparición lo sacudió, tú, la que camina como brisa
matinal? Le aterraste el corazón, sí, pero terrores
más antiguos se arrojaron sobre él durante el choque
en que ustedes se unieron. Llámalo... tu llamado
no lo separará del todo del compañero oscuro. Cierto,
él quiere, se escapa; aliviado, se acostumbra
a tu corazón secreto, se toma a sí mismo y empieza.
¿Pero empezó él alguna vez? Madre, tú lo hiciste
pequeño, tu fuiste quien lo empezó; para ti fue nuevo,
tú doblaste sobre los ojos nuevos el mundo amistoso
y rechazaste el extraño. ¿Dónde, ay, quedaron los años
cuando tú apartabas de él, con sólo tu delgada figura,
al bullente caos? Así le escondiste muchas cosas;
el cuarto, sospechoso en las noches, se lo hiciste
inofensivo; con tu corazón lleno de refugio mezclaste
a su espacio nocturno un espacio más humano.
No en la oscuridad, no, sino dentro de tu ser
más cercano, pusiste la lámpara, que brillaba
como surgida de la amistad. En ningún lugar
ni un crujido que no explicaras sonriendo,
como si desde mucho tiempo atrás supieras, cuándo
las duelas se comportan así...Y él te escuchó
y se sosegó. De tanto era capaz, tiernamente,
cuando se alzaba, tu presencia; detrás del armario
se levantó, en abrigo, su destino, y su intranquilo
futuro fue semejante a los pliegues de la cortina,
que se remueven con facilidad.

Y El, el que ha recibido alivio, acostado, bajo
párpados adormecidos disolviendo tu ligera dulce
figura, mientras saborea su antesueño, parecía
protegido... Pero, dentro: ¿quién defendía,
quién dentro de él impedía las altas mareas del origen?
Ay, ninguna medida de precaución había ahí,
en el durmiente; durmiendo, pero soñando, pero
enfebrecido: ¡cómo se aventuraba! El, el nuevo,
el medroso, cómo se atascó entre las proliferantes
lianas del acontecimiento interior, enmarañado hasta
ser algo exótico, una maleza estrangulante, bestiales
formas que se daban caza. Cómo se entregaba. Amaba.
Amaba su interior, su selva interna, este bosque
originario en él, sobre cuyo mudo ser de derrumbes, [7]
de un verde luminoso, su corazón se levantaba. Amaba.
Lo abandonó, siguió adelante por las propias raíces
hacia el poderoso origen, donde su pequeño nacimiento
ya había sobrevivido. Amando, descendió a la sangre
más vieja, a los barrancos donde yace lo terrible,
todavía ahíto de los padres. Y todos los terrores
lo conocieron, le guiñaron, como si estuvieran
de acuerdo. Sí, lo horrible sonrió... Rara vez
has sonreído con tal ternura, madre. Cómo él no iba
a amar lo que le sonreía. Antes que a ti lo amó a él,
pues cuando lo concebías, ya estaba disuelto en el agua,
que aligera el germen.

Mira, nosotros no amamos, como las flores, gestados
durante un solo año; nos sube, cuando amamos,
por los brazos, una savia inmemorial. Oh, muchacha,
esto: que nosotros no amamos dentro en nuestro adentro,
lo único, ni lo venidero, sino a la fermentación
innumerable; no al niño individual, sino a los padres,
que como los escombros de la montaña fundamentan
nuestro suelo; sino como el seco lecho del río
de madres antiguas; sino todo el paisaje silencioso
bajo el destino nublado o claro: esto llegó antes
que tú, muchacha. Y tú misma, ¿qué sabes?; tú
conjuraste lo primigenio en el amante. Qué sentimientos
bulleron, emergiendo de los seres desaparecidos.
Cuántas mujeres te odiaron en él. ¿Qué hombres
tenebrosos excitaste en las venas del muchacho?
Niños muertos trataron de ir hacia ti... Oh, suave,
suavemente, muéstrale una jornada diaria, amorosa
y segura; llévalo al jardín, dale el contrapeso
de las noches,
conténlo...
La cuarta elegía
Oh árboles de vida, ¿cuándo el invierno?
Nosotros no vamos al unísono. No somos sensatos
como las aves migratorias. Retrasados y tardíos,
nos imponemos repentina, forzadamente a los vientos,
y nos derrumbamos sobre un estanque indiferente.
Sabemos al mismo tiempo florecer y marchitarnos.
Y por algún lado andan todavía los leones y no saben,
mientras siguen siendo majestuosos, de impotencia alguna.
Pero nosotros, cuando queremos una cosa, siempre,
ya estamos acariciando la otra. La hostilidad
es en nosotros lo primero. ¿Acaso los amantes
no están siempre poniéndose límites, uno a el otro,
ellos, que se prometían espacios, presa, hogar?
Ahí, para un dibujo instantáneo, se elabora
penosamente un fondo de contradicciones, de modo
que lo veamos; pues somos demasiado claros,
no conocemos por dentro el contorno del sentimiento, sino
solamente lo que se forma por fuera. ¿Quién no se sentó
inquieto frente al telón de su corazón? El telón
se levantó: el escenario era de despedida. Fácil
de entender. El jardín conocido, y oscilaba un poco:
entonces apareció primero el bailarín. No éste. Basta.
Y aunque sea ligero al actuar, está disfrazado
y se convierte en un burgués, que cruza por su cocina,
entra a casa. No quiero estas máscaras a medio llenar,
prefiero la marioneta. Está llena. Quiero soportar
sobre mí su cáscara, el alambre, su rostro meramente
exterior. Aquí. Ya estoy adelante. Incluso si apagan
las luces, si me dicen: "Ya se acabó"; incluso si
del escenario llega el vacío con la gris ráfaga de aire;
incluso si ninguno de mis silenciosos ancestros continúa
sentado junto a mí, ninguna mujer, ni siquiera
el muchacho de los ojos bizcos, cafés8: me quedo,
a pesar de todo. Siempre hay algo qué ver.

¿No tengo razón? Tú, a quien en mí la vida
supo tan amarga, cuando probaste la mía, padre,
la primera infusión turbia de mi deber;
conforme yo crecí seguiste probándola, y todavía
ocupado en el regusto de un futuro tan extraño,
examinabas mi mirada empañada; tú, padre mío, desde
que estás muerto, dentro de mí, en mi esperanza,
con frecuencia tienes miedo, y me envías serenidad,
como la tienen los muertos, reinos de serenidad,
para mi pizca de destino, ¿no tengo razón? Y ustedes,
¿no tengo razón?, ustedes, las que me amaron
por el pequeño comienzo de amor hacia ustedes,
del que siempre me aparté, porque, para mí, el espacio
dentro de vuestros rostros, aunque lo amara,
se transformaba en un espacio cósmico
donde ustedes ya no estaban... ¿No tengo razón
en esperar, cuando me siento con ganas de esperar,
frente al teatro de títeres? ¿No la tengo, en mirarlo
tan intensamente, de modo que, para contrapesar
mi espectáculo, finalmente haya de venir un ángel,
a manera de actor, que ponga en pie los muñecos?
Angel y marioneta: por fin hay espectáculo. Entonces
se une lo que nosotros siempre desgarramos con solo
estar aquí. Sólo entonces surge de nuestros propios
cambios de estación el círculo de todo el cambio.
Encima de nosotros y más allá entonces actúa el ángel.
Mira, los moribundos, ¿no han de sospechar acaso cómo
todo lo que aquí realizamos es, completamente,
un pretexto? Ninguna cosa es ella misma. Ah, horas
de infancia, cuando detrás de las figuras había algo más
que el mero pasado, y delante de nosotros, ningún futuro.
Cierto, crecíamos, y a veces nos empeñábamos en hacernos
mayores demasiado rápido, en parte por amor a aquéllos,
que ya no tenían otra cosa que el ser mayores.
Y sin embargo, cuando estábamos en nuestra soledad
nos divertíamos con la permanencia y perdurábamos ahí,
en la brecha entre el mundo y el juguete, en un lugar
que desde el principio se había establecido para
un acontecimiento puro.

¿Quién mostrará un niño, tal como existe? ¿Quién
lo colocará en la constelación y le dará en la mano
la medida de la distancia? ¿Quién hará la muerte niña
con pan gris, que se endurece? ¿O se la dejará ahí,
en la boca redonda, como en el corazón de una hermosa
manzana?... Los asesinos son fáciles de entender. Pero
esto: la muerte, la muerte total, aun antes de contener
la vida tan dulcemente, y no ser malo, es
indescriptible.
La quinta elegía
Dedicada a Frau Hertha Koening [9]
¿Pero quiénes son ellos, dime, los ambulantes, los que
son un poco más fugaces aún que nosotros mismos,
los urgentemente retorcidos, desde pequeños, por qué
—¿por amor de quién?— voluntad nunca satisfecha?
Pero ella los retuerce, los dobla, los entrelaza, los
hace girar, los arroja y los vuelve a atrapar;
como provenientes de un aire aceitado y más terso,
bajan a la alfombra desgastada, luida por su salto
perpetuo, a esta alfombra perdida en el universo.
Colocada como un parche, como si ahí el cielo
de los suburbios hubiese herido la tierra.
Y apenas ahí,
derecha, presente y revelada: la gran inicial
del Estar-Ahí [10]..., pues incluso a los hombres
más fuertes los aplasta nuevamente, por broma, la mano
crispada siempre próxima, como a un plato de estaño
Augusto el Fuerte en la mesa. [11]
Ay, y alrededor de este
centro, la rosa del espectáculo: [12]
florece y se deshoja. Alrededor de este pisón,
este pistilo, reencontrado por su propio polvo florido,
para volver a fecundar el fruto aparente del tedio,
su tedio nunca consciente —reluciendo con la más
delgada superficie de ligera, aparente sonrisa.

Ahí, el marchito, arrugado levantador de pesos, [13]
el viejo, el que ya nada más toca el tambor,
contraído dentro de su piel poderosa, como si antes
hubiera contenido dos hombres, y ya uno
yaciera ahora en el panteón, y él sobreviviera al otro,
sordo y a veces un poco
confundido en la piel viuda.

Pero el joven, el hombre, como si fuera el hijo
de un pescuezo y de una monja: tirante, relleno, tenso
de músculos y de simpleza.

Oh, ustedes,
a los que en otro tiempo, una pena, que era pequeña
todavía, los recibió, como juguete, en una
de sus largas convalecencias...

Tú, que caes con el golpe
que sólo las frutas conocen, verde todavía,
diariamente cientos de veces del árbol del movimiento
construido en común [14] que, más rápido que el agua,
en escasos minutos tiene primavera, verano y otoño),
cae y golpea sobre la tumba;
algunas veces, a media pausa, quiere asomar en ti
un amable rostro para tu madre, rara vez tierna,
pero se pierde sobre tu cuerpo, que lo consume
en su superficie, el tímido gesto apenas intentado...
Y nuevamente el hombre da una palmada anunciando
el salto a tierra, y antes de que, en las cercanías
del corazón siempre encarrerado, se distinga en ti
claramente un dolor, le llega el ardor
de las plantas de los pies a él, su salto originario:
primero en ti, en los ojos, con un par de lágrimas
fugitivas, físicas. Y sin embargo, a ciegas,
la sonrisa...

¡Angel! Oh, tómala, arráncala, la hierba curativa,
florida y pequeña. Haz una vasija, ¡guárdala! Colócala
entre esos goces que todavía no están abiertos
para nosotros; en una urna hermosa alábala
con una inscripción elocuente y florida:
“Subrisio Saltat” [15]
Entonces tú, preciosa,
tú, de los goces más excitantes
muda omisión. Quizás son
tus rizos dichosos para ti;
o sobre los jóvenes
pechos tensos, la seda verde, metálica,
se sienta interminablemente mimada y no le falta nada.
Tú,
colocada una y otra vez de modo diferente, sobre
todos los oscilantes platillos de la balanza,
fruta de la serenidad, llevada al mercado,
públicamente, entre los hombros.

¿Dónde, oh dónde está el lugar —lo llevo
en el corazón— donde ellos, ni de lejos, podían
desprenderse unos de otros, como encabalgándose,
no exactamente como animales apareados; donde los pesos
de la balanza todavía tienen gravidez, donde todavía,
de sus varas inútilmente oscilantes, los platillos
se tambalean...

Y de pronto, en este penoso ningún lado, de pronto,
el inefable sitio donde el puro demasiado-poco
incomprensiblemente se transforma, trocándose
en ese vacío demasiado-mucho.
Donde la cifra de muchos números
se queda sin ninguno.

Plazas, oh plaza en París, teatro interminable,
donde la modista, Madame Lamort,
enlaza, teje los incansables caminos del mundo, cintas
infinitas, y encuentra nuevas formas de enlazarlas:
volantes, flores, escarapelas, frutas artificiales,
todas falsamente coloreadas, para los baratos
sombreros de invierno del destino.

* * * *

Angel: si hubiera una plaza que no conociéramos, y ahí,
sobre una alfombra inefable, los amantes mostraran
aquéllas, las que aquí nunca lograron hacer posibles:
las audaces, altas figuras de los impulsos del corazón:
sus torres de placer, levantadas desde hace mucho,
donde nunca hubo suelo, solamente escalones
que se apoyan uno en otro, temblorosos —si pudieran
hacerlo, ante los espectadores en corro, entonces,
¿los innumerables muertos silenciosos, arrojarían
sus últimas, siempre ahorradas, siempre secretas,
desconocidas para nosotros, eternas monedas vigentes
de la felicidad, ante la pareja, por fin verdaderamente
sonriente, sobre la apaciguada
alfombra?
La sexta elegía
Higuera: desde hace cuánto tiene sentido para mí
cómo omites las flores casi por completo,
y dentro del fruto tempranamente resuelto,
sin pompa alguna, encajas tu secreto puro.
Como el tubo de la fuente, tu curva rama impulsa
la savia hacia arriba y hacia abajo: y brota del sueño,
casi sin despertarse, a la dicha de su más dulce
resultado. Mira: como el dios en el cisne.
... Pero nosotros nos demoramos
ay, celebrándonos en el florecer, y ya delatados,
entramos en el meollo retrasado de nuestro fruto
perecedero. En algunos el impulso de la acción afluye
con tal fuerza, que ya se aprestan y arden
en la abundancia del corazón, cuando la seducción
de florecer, como suave viento nocturno, les roza
la juventud de la boca, los párpados:
son quizás los héroes y los destinados pronto para
el otro lado, aquéllos a quienes la muerte jardinera
les tuerce las venas de manera diferente.
Estos se arrojan hacia adelante: a su propia sonrisa
preceden, como el grupo de caballos en la imagen
suavemente moldeada en Karnak del rey victorioso.

Pues extrañamente cercano es el héroe a los jóvenes
muertos. La duración no lo estrecha. Su camino
ascendente es la existencia. Continuamente se remonta
y entra en la cambiada constelación de su constante
peligro. Ahí lo encontrarían unos cuantos. Pero
el destino, que nos oculta tenebrosamente, súbitamente
exaltado, lo canta, introduciéndolo en la tormenta
de su mundo rugiente. A nadie escucho como a él.
De un golpe me traspasa, con el aire en ráfagas, su tonada sombría.

Entonces, con qué gusto me escondería de la nostalgia:
Oh, si yo fuera, si fuera un muchacho, y pudiera
todavía llegar a serlo, y sentarme, apoyado
en brazos futuros, leyendo sobre Sansón,
cómo su madre parió primero nada, y luego todo.

¿No era ya héroe en ti, oh madre, no empezó
ya ahí, en ti, su elección soberana?
Miles fermentaban en el vientre y querían ser él,
pero mira: él cogió y escogió, eligió y pudo.
Y si derribó las columnas, ello ocurrió cuando irrumpió
fuera del mundo de tu cuerpo, en el mundo más estrecho,
donde siguió eligiendo y pudiendo. ¡Oh madres
de héroes! ¡Oh veneros de torrentes impetuosos!
Vuestros barrancos, en los que, desde lo alto del borde
del corazón, lamentándose, ya las muchachas
precipitadas, víctimas futuras para el hijo.
Pues cuando el héroe llegó atronando, a través
de las estaciones del amor, todo corazón que por él
latía lo alzó y lo alejó más de sí: ya apartado,
él permanecía de pie al final de las sonrisas, vuelto
otro.
La séptima elegía
Ya no cortejar, no hacer la corte; voz emancipada
sea la naturaleza de tu grito; aunque gritaste
con la pureza del ave, cuando la nueva estación lo alza,
casi olvidando que es un inquieto animal y no solamente
un corazón único lo que ella lanza a las alturas,
a los cielos íntimos. Como él, así, nada menos,
seguramente también cortejarías una amiga,
todavía invisible, la silenciosa, que supiera de ti;
en la que lentamente una respuesta despierta,
se calienta al ser escuchada: para tu osado
sentimiento, la que siente, encendida.
Oh y la primavera comprendería, no hay lugar donde
no se oyera la tonada de la anunciación. Primero
esa pequeña algarabía interrogativa,
a la que con creciente calma rodea, desde la lejanía,
con su silencio, un día afirmativo, puro.
Luego los escalones ascendentes, escalones sonoros,
hacia el soñado templo del futuro; luego el gorjeo,
el surtidor, que en su chorro impetuoso ya anticipa
la caída en juego promisorio... Y delante, el verano.
No solamente todas las mañanas del verano, no solamente
cómo ellas se transforman en día e irradian
comienzo. No solamente los días que son suaves, alrededor
de flores, y arriba, de árboles bien conformados,
fuertes y poderosos. No sólo el fervor de estas fuerzas
desplegadas, no sólo los caminos, no sólo los prados
en la tarde, no sólo, después de la tormenta tardía,
la claridad respirada. No sólo el sueño próximo y un
presentimiento, al atardecer... ¡Sino las noches!,
sino las noches altas, las noches de verano.
Sino las estrellas, las estrellas de la tierra.
¡Oh, ya estar muerto, y conocerlas interminablemente,
todas las estrellas: pues cómo, cómo, cómo olvidarlas!

Mira, he llamado a la amante. Pero no vendría sólo
ella... De tumbas endebles saldrían muchachas
y estarían aquí... ¿Pues cómo restringiría,
cómo, la llamada de mi llamado? Los hundidos siempre
buscan aún la tierra. Ustedes, niños: una cosa
aquí aprendida de una buena vez valdría por muchas.
No crean ustedes que el destino es más de lo que cupo
en la infancia; con qué frecuencia ustedes rebasarían
al amado, jadeando, jadeando por la carrera bendita,
en pos de nada, en campo abierto. Estar aquí
es magnífico. Ustedes lo sabían, chicas, también
ustedes, las al parecer incapaces de hundirse, ustedes,
en las callejuelas más odiosas de las ciudades,
supurantes, o abiertas a la inmundicia. Pues para cada
una de ustedes hubo una hora, quizás ni una hora
completa, apenas medible en medidas de tiempo, entre
dos momentos, donde tuvieran realmente existencia.
Toda. Las venas llenas de existencia.
Sólo que olvidamos tan fácilmente lo que el vecino,
riendo, ni nos confirma ni nos envidia. Visiblemente
queremos alzarlo, mientras que la dicha más visible,
en realidad, sólo se nos da a conocer cuando
la transformamos interiormente.

En ningún lugar, amada, existirá el mundo sino adentro.
Nuestra vida avanza transformando. Y decrece cada vez
más lo de afuera, hasta la insignificancia. Donde hubo
una casa permanente, se nos propone ahora, de través,
una figura mental, completamente perteneciente
a la imaginación, como si estuviera del todo aún
en el cerebro. Amplios graneros de fuerza se crea
el espíritu del tiempo, amorfos como el tenso impulso
que obtiene de todo. Ya no conoce templos. Este derroche
del corazón lo ahorramos en secreto. Sí, donde sobrevive
todavía una cosa, una sola cosa a la que en otro tiempo
se rezaba, se veneraba, o frente a la cual arrodillarse,
ya se remonta, tal como es, a lo invisible. Muchos
ya no la advierten; carecen de la ventaja de construirla
ahora, internamente, con columnas y estatuas,
¡más grande!

Cada sorda vuelta del mundo tiene tales desheredados,
a quienes no pertenece ni lo anterior ni, todavía,
lo venidero. Pues aun lo venidero más cercano está lejos
de los hombres. Y esto no debe desconcertarnos, sino
fortalecernos en la conservación de la forma aun
reconocida. Esto estuvo en pie alguna vez entre
los hombres, estuvo en mitad del destino; estuvo
en el aniquilador desconocido, en mitad del hacia dónde,
como si existiera; y dobló hacia sí las estrellas
de los cielos garantizados. Angel, a ti también
te lo muestro, ¡ahí! Que en tu mirada se ponga en pie,
finalmente salvado, ahora finalmente erguido. Columnas,
pilonos, [16] la esfinge, la ambiciosa resistencia gris,
en la ciudad que se desvanece, o en la extranjera, de la catedral.

¿No fue esto un milagro? ¡Maravíllate, oh Angel, pues eso
somos nosotros, nosotros! ¡Oh tú, el grande, cuéntalo!:
que nosotros fuimos capaces de algo así, mi aliento
no alcanza para celebrarlo. De modo que, a pesar de todo,
no hemos desperdiciado los espacios, estos generosos
espacios nuestros. (Qué terriblemente grandes deben ser,
para que en milenios nuestro sentimiento no los colmara.)
Pero una torre fue grande, ¿no es cierto? Oh ángel,
lo fue. ¿Fue grande, aun junto a ti? Chartres fue
grande, y la música llegó más lejos aun y nos sobrepasó.
Sin embargo, incluso solamente una amante, oh, sola
en la ventana nocturna... ¿te llegaba siquiera
a la rodilla? No creas que estoy cortejando, ángel,
¡y aun si te cortejara! No vienes. De modo que mi
llamada es siempre totalmente de ida; contra corriente
tan vigorosa no puedes andar. Como un brazo extendido
es mi llamada. Y su mano, abierta hacia arriba
para alcanzar, permanece ante ti, abierta,
como defensa y como advertencia,
inasible, lejos allá arriba.
La octava elegía
Dedicada a Rudolf Kassner
Con todos los ojos ve la criatura
lo abierto. Pero nuestros ojos están
como al revés, y completamente en torno suyo,
la cercan como trampas, alrededor de su libre salida.
Sólo sabemos lo que hay afuera por la cara del animal,
pues ya desde el principio volteamos al niño
y lo forzamos a que vea de espaldas la creación,
no lo abierto, que en la mirada animal es tan profundo.
Libre de la muerte. Sólo nosotros la vemos;
el libre animal tiene su final siempre detrás
y delante de sí a Dios, y cuando anda, anda
en la eternidad, como andan las fuentes.
Nunca tenemos, ni siquiera un solo día, el espacio puro
delante de nosotros, donde las flores se abren
interminablemente. Siempre está el mundo,
y nunca ninguna parte sin no: la pura, la no vigilada,
la que uno respira e interminablemente conoce y no
anhela. De niño se pierde uno tranquilamente en ella
y nos despiertan a sacudidas. O alguien muere y ya.
Porque cerca de la muerte uno ya no ve a la muerte,
y mira fijamente hacia afuera, quizás con gran mirada
animal. Los amantes —si no estuviera el otro,
que obstruye la vista— se acercan y se asombran...
Como por equivocación, está abierto para ellos detrás
del otro... Pero ninguno avanza y el mundo se queda
de nuevo para él. Siempre vueltos hacia la creación,
vemos solamente sobre ella el reflejo de lo libre,
oscurecido por nosotros. O que un animal, mudo, alza
los ojos tranquilamente y ve a través y a través de nosotros.
Esto se llama destino. Estar en frente y nada más que eso,
y siempre en frente.
Si existiera una conciencia como la nuestra en el seguro
animal que viene hacia nosotros en otra dirección,
nos volcaría con su paso. Pero su ser es para él
infinito, inasible, no tiene vista hacia su condición; es
puro, tal como su mirada abierta hacia delante. Y donde
nosotros vemos el futuro, ahí él ve el todo, y a sí mismo
en el todo, y salvado para siempre.

Y sin embargo hay en el vigilante, cálido animal
el peso y la inquietud de una gran melancolía.
Pues él también siempre lleva consigo lo que a nosotros
con frecuencia nos abruma, el recuerdo,
como si el sitio hacia donde corremos como impelidos,
alguna vez hubiera estado más cerca, hubiese sido más
leal, su contacto infinitamente tierno. Aquí todo
es distancia, allá todo era aliento. Después
de su primer hogar el segundo es para él híbrido
y mudable. Oh, santidad de la criatura pequeña,
que permanece siempre en el vientre que la parió.
Oh, suerte del mosquito, que aun adentro retoza,
incluso en sus bodas: pues el vientre es todo.
Y mira, la media seguridad del pájaro que, desde
su origen, casi conoce ambas cosas, como si fuera un alma
de los etruscos, [17] salida de un muerto, a quien
un espacio acogió, pero con la figura yacente como tapa.
Y qué perplejo está quien debe volar, y proviene
de un vientre. Como espantado de sí mismo, zigzaguea
en el aire, como cuando una grieta se abre en una taza.
Así cruza el rastro del murciélago la porcelana del anochecer.

Y nosotros: siempre espectadores, en todas partes,
¡vueltos hacia el todo, nunca hacia afuera! El todo
nos colma. Lo ordenamos. Se desintegra. Lo volvemos
a ordenar y nos desintegramos nosotros mismos.

¿Quién nos ha volteado así, que hagamos lo que hagamos,
mantenemos la actitud de alguien que se va? Como quien,
desde la última colina, que le muestra una vez más todo
su valle, voltea, se detiene, permanece un momento,
así vivimos nosotros, y siempre nos estamos despidiendo.
La novena elegía
¿Por qué, si es posible llevar el plazo de la existencia
como un laurel, [18] un poco más verde que todo
lo otro verde, con pequeñas ondulaciones en la orilla
de cada hoja (como una sonrisa del viento): por qué,
entonces, tener que ser humanos -y, evitando el
destino, anhelar destino?...
Oh, no porque haya felicidad,
esa prematura ganancia de una pérdida cercana...
No por curiosidad, ni como ejercicio del corazón,
que también pudiera estar en el laurel...
Sino porque es mucho estar aquí, y porque al parecer nos
necesita todo lo de aquí, lo fugaz, de manera extraña
nos concierne. A nosotros, los más fugaces. Todo una
vez, sólo unaUna vez y nada más. Y nosotros también
una vez. Nunca otra. Pero este
haber sido una vez, aunque sea una sola:
haber sido terrenal, no parece revocable.

Y así nos urgimos y queremos llevarlo a cabo,
queremos contenerlo en nuestras simples manos,
en nuestra mirada cada vez más colmada y en el corazón
atónito. Queremos llegar a serlo. ¿Dárselo a quién? Mejor
consérvalo todo para siempre... Ah, por el otro lado,
ay, ¿qué se lleva uno más allá? No la mirada, la aquí
lentamente aprendida, ni nada de lo que ocurrió aquí.
Ninguna cosa. Entonces, los dolores. Entonces sobre todo
la pesadumbre, entonces la larga experiencia del amor;
entonces lo puramente indecible. Pero luego, bajo
las estrellas, ¿qué ha de ser de eso? Ellas son mejores
inefables. Pues bajando por la falda de la montaña,
el caminante tampoco trae al valle un puñado de tierra,
la inefable para todos, sino una palabra ganada, pura,
la genciana [19] amarilla y azul. ¿Acaso estamos aquí
para decir: casa, puente, fuente, puerta, jarra, árbol
frutal, ventana; a lo más: columna, torre?... Sino
para decir, compréndelo, oh para decirlo así, como
íntimamente las cosas mismas nunca creyeron serlo. ¿No es
la secreta astucia de esta callada tierra, cuando
impulsa a los amantes, que en su sentimiento, todas
y cada una de las cosas se arroben?
Umbral: ¿qué es para dos
amantes, gastar su propio, viejo umbral de la puerta
un poco, también ellos, después de los muchos
que los precedieron y antes de los venideros...? Poca cosa.

Aquí está el tiempo de lo decibleaquí su patria.
Habla y confiesa. Más que nunca
van cayéndose las cosas, las que podemos vivir, pues
lo que las sustituye, desplazándolas, es un hacer sin imagen.
Actuar bajo costras, que por sí mismas revientan,
tan pronto por dentro la actividad las rebasa y se limita
de otra manera. Entre los martillos persiste
nuestro corazón, como entre los dientes
la lengua, que sin embargo
continúa alabando.

Alabe el mundo al ángel. No el mundo inefable. Ante
el ángel no puedes jactarte de tu sentir esplendoroso;
en el universo, donde él, más sensible, siente, eres
un novato. Por esto, muéstrale lo sencillo,
lo configurado de generación en generación, lo que
como cosa nuestra vive junto a la mano y en la mirada.
Dile las cosas. Se quedará más asombrado, como
lo estuviste tú junto al cordelero en Roma o al alfarero
en el Nilo. Muéstrale qué feliz puede ser una cosa, qué
libre de culpa y qué nuestra; cómo el propio dolor
que se queja se encamina, puro, hacia la forma, sirve
como una cosa, o muere en una cosa —y felizmente escapa
del violín, rumbo al otro lado. Y estas cosas, que viven
en el camino de salida, entienden que las alabas;
pasajeras, nos creen algo que salva, a nosotros, los más
pasajeros. Quieren que las transformemos por completo,
dentro del corazón invisible, ¡en —oh, infinitamente—
nosotros!, quienesquiera que finalmente seamos.

Tierra, ¿no es esto lo que quieres: invisible
resurgir en nosotros? ¿No es tu sueño
ser alguna vez invisible? ¡Tierra! ¡Invisible!
¿Cuál, si no la transformación, es tu misión urgente?
Tierra, tú, amada, yo quiero. Oh, créeme: no necesitas
más de tus primaveras para ganarme para ti, una,
ay, una sola es ya demasiado para la sangre.
Sin palabras estoy por ti decidido, desde hace mucho.
Siempre tuviste razón, y tu idea santa
es la muerte íntima.
Mira, yo vivo. ¿De dónde? Ni la infancia ni el futuro
son menos... Existencia de sobra
me mana en el corazón.
La décima elegía
Que un día, a la salida de esta visión feroz, eleve yo
mi canto de júbilo y gloria hasta los ángeles, que asentirán.
Que de los claros martillazos [20] del corazón, ninguno
golpee mal en cuerdas flojas, dudosas o que se rompan.
Que mi rostro fluido me haga más resplandeciente:
que el llanto imperceptible florezca. Oh, entonces, cómo
me serán queridas ustedes, noches de aflicción.
Cómo no me arrodillé más ante ustedes, hermanas
inconsolables, para recibirlas; cómo no me abandoné
a mí mismo, más suelto todavía, en su suelto cabello.
Nosotros, derrochadores de dolores. Cómo por anticipado
los divisamos en la triste duración: por si tal vez
tienen final. Pero ellos son, desde luego, nuestro
follaje de invierno, nuestro oscuro verde perenne,
uno de los tiempos del año secreto, no sólo tiempo—;
son lugar, asentamiento, lecho, suelo, domicilio.

Por cierto, ay, qué extrañas son las callejuelas
de la Ciudad del Dolor, donde en el falso silencio,
fuerte, hecho de gritería, lo que ha sido vertido
del molde del vacío alardea: el dorado estrépito,
el monumento estallante. Oh, cómo un ángel
les aniquilaría, sin dejar rastro, el mercado
de consuelos, al que la iglesia rodea, la que compraron
prefabricada: limpia, cerrada y desengañada como
una oficina de correos en domingo. Fuera, en cambio, cómo
se encrespan las orillas de la feria. ¡Columpios
de la libertad! ¡Buzos y malabaristas del afán!
Y el tiro al blanco de la felicidad acicalada,
con figuritas, donde los blancos se tambalean
como de hojalata cuando son alcanzados por un tirador
más atinado. Del aplauso hacia el azar, sigue él,
a traspiés; pues se anuncian puestos de todo tipo
de curiosidades, tocan al tambor y chillan. Pero hay
para los adultos algo más especial que ver: cómo
se multiplica el dinero, anatómicamente, no sólo
por diversión: el órgano genital del dinero, todo,
el conjunto, el procedimiento, esto instruye y hace
fértil...
...Oh, pero ahí junto, afuera, detrás de
las últimas palizadas, tapizadas de anuncios
de "Sin Muerte", de esa amarga cerveza, que parece dulce
a sus bebedores, siempre y cuando mastiquen con ella
diversiones frescas..., exactamente a espaldas
de las palizadas, exactamente detrás, está lo real.
Los niños juegan, los amantes se toman uno al otro,
apartados, con seriedad, en la pobre hierba, y los perros
tienen la naturaleza. El muchacho es atraído más allá;
quizás ama a una joven Lamentación... Tras ella va
por praderas. Ella dice: —Lejos. Vivimos allá afuera.
—¿Dónde? Y el muchacho sigue. Ella lo conmueve con su
actitud. El hombro, el cuello... quizás ella es de noble
origen. Pero la deja, se da la vuelta, mira en torno,
hace una seña... ¿Qué se ha de hacer? Ella es una
Lamentación.

Sólo los muertos jóvenes, en la primera condición
de serenidad atemporal, la deshabituación, la siguen
con amor. Ella aguarda a las chicas y se hace amiga
de ellas. Silenciosamente les muestra lo que lleva
consigo. Perlas de dolor y los finos velos
de la tolerancia. Con los muchachos camina
en silencio.

Pero ahí, donde viven, en el valle, una Lamentación,
una de las más ancianas, se encarga del muchacho, cuando
él pregunta: —Nosotras éramos, dice ella, una
gran familia, nosotras, las lamentaciones. Los padres
trabajaban en la minería, ahí en la gran montaña:
entre los hombres, a veces encuentras un pedazo
de dolor original, pulimentado, o lascas de ira
petrificada del viejo volcán. Sí, esto venía de ahí.
Alguna vez fuimos ricas.

Y ella lo conduce ligeramente a través del amplio paisaje
de las lamentaciones, le muestra las columnas
de los templos y las ruinas de los castillos, desde donde
antiguamente, los príncipes de las lamentaciones
con sabiduría gobernaban el país. Le muestra los altos
árboles de las lágrimas y los campos de la florida
melancolía. (Los vivos sólo la conocen como follaje
tierno.) Le muestra los animales del duelo, paciendo,
y a veces, un pájaro se espanta, y traza en el espacio,
volando bajo, frente a ellos, de través, al ras
de su mirada, la imagen escrita de su grito solitario.
Al atardecer lo lleva a las tumbas de los ancianos
de la familia de las lamentaciones, las sibilas
y los señores del consejo. Pero se acerca la noche,
así que caminan más quedo, y pronto se levanta, lleno
de luna, el monumento funerario, que vela sobre todas
las cosas. Es hermano de aquélla del Nilo, la sublime
esfinge: rostro de la cámara callada. Y se asombran ante
la cabeza coronada, que para siempre, silenciosamente,
ha puesto el rostro de los hombres sobre la balanza de las estrellas.

Los ojos del muchacho no la aprehenden, todavía
en el vértigo de la muerte temprana. Pero la mirada
de la esfinge, desde detrás del borde del pschent, [21]
espanta al búho. [22] Y rozándola en lento frotamiento
a lo largo de la mejilla, la de redondez más madura,
el búho dibuja suavemente en su nuevo oído de muerto,
sobre una hoja doble, abierta, el contorno
indescriptible.

Y más arriba, las estrellas. Nuevas. Las estrellas
del país del dolor. Lentamente las nombra la Lamentación:
"Mira, aquí: el Jinete, el Bastón, y a la constelación
más llena la llaman: Corona de Frutos. Luego, más allá,
hacia el polo: Cuna, Camino, el Libro Ardiente, Títere,
Ventana
. Pero en el cielo del sur, pura como en la palma
de una mano bendita, la clara M resplandeciente,
que significa las Madres...

Pero el muerto debe avanzar, y en silencio la anciana
Lamentación lo lleva hasta el barranco
donde resplandece la luna:
la Fuente de la Alegría. Con veneración
ella la nombra, dice: "Entre los hombres
es una corriente que arrastra".

Están al pie de la montaña
y ahí ella lo abraza, llorando.

Sube él, solitario, hacia los montes del dolor original.
Y ni siquiera una vez su paso resuena desde el destino mudo.

Pero si despertaran en nosotros un símbolo, ellos,
los interminablemente muertos, mira, señalarían quizás
los amentos [23] de los avellanos vacíos, colgantes,
o pensarían en la lluvia, que cae sobre el suelo oscuro en primavera.

Y nosotros, que pensamos en la dicha creciente,
sentiríamos la emoción
que casi nos consterna
cuando algo dichoso cae.
Notas
      [1] Propietaria del castillo de Duino, sobre un acantilado del mar Adriático, cercano a Trieste (en esa época, parte del imperio austriaco), donde el poeta austriaco Rainer María Rilke (n. Praga, 1875, y m. Valmont, Suiza, 1926) empezó sus elegías en 1912.
      Las elegías de Duino tardaron diez años en escribirse, en diversos sitios, y se publicaron en 1923. El castillo de Duino fue destruido en la primera guerra mundial. Cf. Hans Egon Holthusen, Rainer María Rilke, Madrid, Alianza Editorial, 1968.
      Aunque difíciles de conseguir en el mercado, hay varias traducciones castellanas de la poesía de Rilke; entre otras, las de Gerardo Diego, Gabriel Celaya, Carlos Barral, José María Valverde, Luis Felipe Vivanco y Gonzalo Torrente Ballester; aparecieron en México las de Eduardo García Máynez, Juan José Domenchina, Horacio Quiñones y Juan Carvajal. La más asequible, la de Eustaquio Barjau (Madrid, Cátedra, 1990).
      Entre los estudiosos de Rilke en lengua española, están Luis Cernuda, José Bergamín, Antonio Marichalar, Guillermo de Torre y Jaime Ferreiro Alemparte.
      Aprovecho la traducción, la introducción y los comentarios de J. B. Leishmann a la versión inglesa que hizo conjuntamente con Stephen Spender: The Duino Elegies, Londres, The Hogarth Press, 1939 y 1948, y las notas y comentarios de Barjau a su versión castellana (1993).

      [2] “El ‘ángel’ de las Elegías, escribió el propio Rilke en carta a Witold Hulewicz en 1925, no tiene nada que ver con el ángel del cielo cristiano (antes más bien con las representaciones angélicas del Islam)”.
      Tampoco es una figura meramente estética o erótica, a la manera de muchos motivos angélicos-efébicos del arte moderno, como los de Cocteau. Rilke se imagina ángeles viriles y con barba, no púberes ni andróginos; dice en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge: “Si es cierto que los ángeles son machos, se puede decir que tenía un acento macho en la voz: una virilidad resplandeciente”.

      [3] Amante veneciana del Renacimiento, poetisa del amor trágico (1523-1554); una de esas "amantes inauditas", como la Monja Portuguesa, que "crecían y se elevaban en su amor... hasta que su tortura se había cambiado en un esplendor amargo, helado, que ya nadie podía detener", de las que se habla detenidamente en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge.

      [4] En 1911 Rilke vio en esa iglesia de Venecia un altivo epitafio desengañado de un tal Hermann Wilhelm o Hermanus Gulielmus, de 1593: entre otras cosas dice: “En vida viví para los demás; ahora, después de la muerte, no he perecido, sino que vivo en mármol frío para mí mismo”.

      [5] Mito griego semejante en unos aspectos al de Adonis, y en otros al de Orfeo, pero relativo a la música fúnebre. Linos es el semidiós de la lamentación, la música y la elegía fúnebres. Murió de muerte terrible —asesinado por Apolo o por Hércules, o destrozado por perros, según varias leyendas—; al morir, su terrible lamentación dio nacimiento a la música; o bien, la naturaleza entera, al llorar su muerte, creó la música (Iliada, XVIII, 570).

      [6] Una estela funeraria en la que Eurídice se despide de Orfeo: ella apenas le roza el hombro, él apenas le toca la mano con la punta de los dedos; las expresiones de ambos, a pesar de la tragedia, son contenidas y serenas. Rilke la vio en Nápoles.

      [7] Las innumerables capas de árboles caídos y desintegrados que cubren el suelo originario de la selva primitiva.

      [8] Este chico tiene algún sentido autobiográfico, pero sobre todo refiere al personaje Erik Brahe, de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge.

      [9] Propietaria (en 1915) del cuadro de Picasso Les Saltinbanques(pintado en 1905) al que Rilke alude varias veces en esta elegía. Ver notas 10, 12, 13 y 14.

      [10] La gran inicial es la letra D de “Dastehen” y de “Dasein”, existir (muchas metáforas e ideas poéticas de Rilke fueron retomadas por la filosofía de Heidegger); según Eudo C. Mason, las figuras de los saltimbanquis en el cuadro de Picasso conforman una especie de letra D, de la que el arlequín constituiría la línea vertical y el niño más chico el final de la curva. (La mujer del extremo está fuera del grupo de los saltimbanquis, y más bien representa al espectador).

      [11] Príncipe elector de Sajonia, se divertía deformando platos de estaño con la mano (Barjau).

      [12] Glosa de toda la estrofa —resumida del comentario de Leishmann: los saltimbanquis configuran la flor del espectáculo, su centro, su pistilo; con sus saltos sobre la tierra, como manos de mortero o triturador, o pisones (“Stampfer”), levantan polvo florido, que a manera de polen los refertiliza. Así surge la rosa del espectáculo, aparente o falsa flor del tedio, que provoca la sonrisa igualmente superficial, ligera y luminosa, del tedio de los propios saltimbanquis.

      [13] En el cuadro de Picasso, el ex-hombre fuerte, el saltimbanqui gordo, con gorro. Se describen luego otras figuras: el "Hijo de un pescuezo y de una monja" es el arlequín; quien cae "con el golpe que sólo las frutas conocen", el niño más pequeño; la mujer del extremo es acaso su madre "rara vez tierna"; del adolescente del tambor no se hace mayor mención; la muchacha es la “fruta de la serenidad, llevada al mercado”.

      [14] El árbol humano —en gimnasia, pirámide— que construyen, montados unos sobre otros, los saltimbanquis.

      [15] Abreviación de una frase latina: “Subrisio Saltatoris”, la sonrisa de los saltimbanquis. Inscripción a manera de los membretes de los herbolarios y las farmacopeas medievales para las sustancias curativas y mágicas.

      [16] Las fachadas de los templos egipcios.

      [17] El etrusco muerto tiene doble morada: el cadáver dentro, y su representación gráfica sobre la tapa del sarcófago (Leishmann).

      [18] El castillo de Duino tenía laureles. Dafne se convirtió en laurel para escapar de Apolo: símbolo de la fuga del destino humano, rumbo a la serenidad vegetal.

      [19] En algunas regiones de Europa se atribuye propiedades mágicas, contra la muerte, a la genciana, que tiene variedades azules y amarillas (Barjau).

      [20] En el piano, el sonido se produce por mazos que golpean en cuerdas.

      [21] La doble corona de los faraones, que representaba la unión del sur y del norte, del alto y del bajo Egipto; la llevó también la esfinge de Gizeh (actualmente, sólo conserva un fragmento).

      [22] Anécdota autobiográfica, recogida en una carta a Magda Hattinberg (1 de febrero de 1914), sobre el viaje de Rilke a Egipto a finales de 1910, en el cual creyó escuchar cómo un búho, con el sonido de su vuelo, dibujaba la mejilla de la esfinge:
      “Detrás del saliente del gorro real que lleva la esfinge en la cabeza, salió volando un búho, y lentamente, con un sonido que se oía de modo indescriptible en la limpia profundidad de la noche, con su suave vuelo fue rozando su rostro: y en aquel momento, en mi oído, que por el hecho de haber estado horas y horas en el silencio de la noche había adquirido una agudeza muy especial, surgió el dibujo del perfil de aquella mejilla, como por un milagro.”
      Sin embargo, Rilke escribió a Muzot sobre la imaginería egipcia de esta elegía, que “el país de las lamentaciones, por el que la anciana Lamentación guía al joven muerto, no debe identificarse con Egipto, sino verse como sólo una especie de reflejo del país del Nilo en la claridad de desierto de la conciencia del muerto.”