[Algunos articuentos de José Millás]
Dios
En el campo suceden muchas cosas. Ahora mismo se ha detenido sobre el teclado del ordenador un saltamontes que mira con un ojo lo que escribo y con el otro me contempla a mí. Es evidente que no sabe lo que ve, pero no importa porque no mira para él, sino para alguien lejano: para Dios. Dios está ciego, de otro modo no se entiende que haya creado tantos ojos, y tan diferentes, para controlar el universo. La suma de la mirada del saltamontes y la mía arroja un resultado de superficies horadadas y cuerpos cavernosos por cuyos túneles se arrastra Dios intentando entender su creación.Le grito al saltamontes que se aparte, pero no me oye. Quizá sea capaz de percibir el roce de una babosa sobre la hierba, pero no le llega mi voz, como a mí no me llega el ruido de su mandíbula al masticar. Los dos oímos para otro: para Dios, sin duda, que está sordo. Por eso ha llenado el mundo de los insectos, mamíferos, aves y reptiles que graban toda clase de sonidos y conversaciones para él. La suma de lo que recogen mis oídos y los del saltamontes es la sinfonía con la que se desayuna Dios, mientras huele la mañana con nuestro olfato.
El saltamontes ha recogido un resto orgánico del teclado del ordenador —quizá una escama microscópica de la yema de mis dedos— y lo mastica al tiempo que yo trago saliva. ¿Comeremos también para Dios?, me pregunto. Dios no soporta no tener estómago, por eso ha llenado el universo de abdómenes especializados en digerir para él. Dios carece de vista, tacto, oído, olfato, gusto. Quizá no existe, así que para tapar esa carencia atroz ha llenado el universo de anélidos, lamelibranquios, vertebrados, acéfalos, reptiles... Todo te parece poco si no existes, y demasiado si un día, al asomarte a los ojos de un insecto, comprendes que aunque es él el que te mira, es otro el que te ve.
Gripe
La gripe viene de Asia; los fantasmas, del armario; el terror, de las sombras. La gripe es un proceso. Un día, después de comer, empiezas a mirar las cosas con cierta extrañeza. Te parece que tus compañeros de trabajo se mueven a una velocidad excesiva; además, no tienen frío, mientras que tú, desde hace dos o tres horas, sientes en la espalda —tan deshabitada habitualmente— un movimiento especial, como si alguien hubiera abierto una ventana a la altura de los riñones. Los muebles del despacho son opacos; no comunican nada, excepto esta voluntad intransitiva. En la calle, los coches y la gente arrastran una pesadez mortal. Parecen manejados a distancia por un mecánico poco hábil. A lo mejor no te has dado cuenta todavía de que tienes fiebre, pero lo cierto es que las articulaciones de tu cuerpo han empezado a enviar leves mensajes de aflicción que se traducen en un estado de ánimo que tiende a la indiferencia. Al acostarte, te has encogido con placer y tu mujer te ha dicho que estás ardiendo. Estás ardiendo. Mañana tenías un compromiso importante y te hace gracia pensar que el compromiso no te importa nada, como el resto de la realidad.
Los huesos todavía no te duelen demasiado, de manera que fantaseas con que vas a poder leer. Tres días de cama, dos novelas. No acabas de coger el sueño, ahora estás algo excitado. Haces un repaso de la semana y te sorprendes de la pasión que has puesto en placeres absurdos, perecederos. Te duermes y sueñas los pasos de tu madre en el pasillo. Eres un niño y el mundo no depende de ti. Puedes ser irresponsable y eso te proporciona un latigazo de felicidad. Te encoges un poco más y notas los dedos de tu madre en la frente.
Algo así no puede venir de Asia, tiene que proceder de lo más hondo de uno mismo, como los fantasmas que parecen salir del armario, como el terror que emerge de las sombras.
Tus eosinófilos
A esta hora de la mañana te toca análisis de sangre. Ahí estarás, pues, ofreciendo la cara interna de tu brazo a alguien que lo estrangulará con una goma a la altura del bíceps para que se manifieste la vena, la vena tuya, que aparece enseguida como un clítoris asustado en la zona más frágil de esa articulación. Ahí está la aguja rompiendo la barrera de la piel, penetrando con violencia calculada en el vaso, del que extraerá unos centímetros de plasma lleno de leucocitos, linfocitos, monocitos, neutrófilos, eosinófilos... Todo lo que te pertenece suena a música, también tus hematocritos y tu hemoglobina y tus hematíes. Ahí está ya tu sangre roja cruzando la ciudad en un tubo de ensayo mientras tú sacas el coche del parking y pones una canción de Antonio Vega que cantarás entre semáforo y semáforo. Tu sangre por un lado, tu cuerpo por otro y yo por otro.
Ahora imagino que soy el técnico de laboratorio al que le llega la muestra que acaban de robarte y que en vez de analizarla me la bebo. Me bebo todas las muestras que llevan tu nombre como me comería todas tus biopsias, corazón. Y daría cuenta también a ojos cerrados de tu fósforo, de tu creatinina, de tu calcio total y de tu albúmina, aunque para ello tuviera que beberme la muestra de orina que tan delicadamente, tras bajarte las braguitas de espuma, has depositado sobre el frasco estéril de plástico. Tú atravesando la ciudad en una dirección, tu orina en otra y yo mismo en otra, cada uno víctima de un metabolismo, de una transaminasa, de una fosfatasa alcalina, de un tiempo de sedimentación, de unos iones, de una desintegración lipídica, de unos marcadores tumorales. Pienso a estas horas de la mañana en tu glucosa basal y me excito como un adolescente. Cuántas palabras inauditas componen tu cuerpo, amor. Y todas llueven en este instante sobre la ciudad.
Limpiadoras.
En un acto académico celebrado en la Universidad de Nueva York, al que fuimos invitados no hace mucho un grupo de escritores de distintas nacionalidades, aunque todos de habla española, intervino de repente una mujer que se encontraba entre el público. Primero nos felicitó por todo lo que hasta entonces habíamos dicho, y a continuación nos explicó que ella era portorriqueña y que se ganaba la vida en aquella ciudad limpiando oficinas por las noches.
Yo ya conocía a estas mujeres que entraban en los grandes edificios de la burocracia neoyorquina cuando la mayoría de la población se metía en la cama, y que se pasaban la noche deambulando por aquellos espacios vacíos arrastrando una aspiradora o blandiendo una gamuza para el polvo: mi hotel se encontraba frente a uno de estos edificios y, como solía llegar tarde e insomne a la habitación, intentaba atraer el sueño bebiendo el último vaso de agua, mientras contemplaba la fantasmal actividad que se desarrollaba a esas horas en el edificio de enfrente.
La mujer describió con enorme habilidad el sentimiento de indefensión y soledad que provocaba a tales horas entrar en un ascensor o bajar por unas escaleras fantasmales.
Todos estábamos fascinados por su relato, pero también un poco incómodos, porque no sabíamos hacia dónde se dirigía. Finalmente, denunció que la mayoría de aquellas mujeres que limpiaban oficinas en turno de noche padecían una situación permanente de acoso sexual por parte de sus jefes, que por lo general eran blancos y norteamericanos.
Este final fue saludado por un largo e inquietante silencio que el moderador rompió al fin, señalando educadamente que aquello, aun siendo terrible, no tenía nada que ver con aquel acto académico. ¿Realmente no tenía nada que ver?, me pregunté esa noche frente al edificio de oficinas que había frente a mi hotel. Quizá no, pero es lo único que mi memoria ha logrado salvar de ese viaje.
Fuera de mí.
Estoy lejos de casa por razones de trabajo. Gracias a un programa informático y a las cámaras que he dispuesto en las habitaciones, puedo entrar en ella desde mi portátil. Visitar de este modo clandestino mi propio salón es como penetrar dentro de mi cráneo a espaldas de mí mismo. Mis ideas o mis obsesiones (no es fácil distinguir las unas de las otras) son mis muebles, mis libros, mi chimenea y los objetos repartidos por aquí o por allá. Quiere decirse que mis ideas no son mías, puesto que toda la vivienda está equipada con muebles de Ikea. Nunca había visto con tanta claridad que, más que pensar, soy pensado, y por un empresario sueco para más extrañeza, pues jamás he visitado aquel país. ¡De qué sitios tan raros nos vienen las ideas que tomamos por nuestras! En esto, aparece una sombra y, enseguida, el cuerpo que la proyecta. Se trata de una amiga a la que he pedido que vaya de vez en cuando a echar un vistazo y a regar las plantas. Ella no sabe que me conecto desde la habitación de un hotel, no sabe que la observo. Por alguna razón incomprensible, tras quedarse en bragas y sujetador, recorre el salón manoseando mis libros, mis objetos, mis muebles, mis ideas en fin. Pero también ella, pienso, es una idea mía (quizá una obsesión), yo mismo le facilité las llaves del piso. Sabía que las mujeres se paseaban desnudas por el interior de mi cráneo, pero no de mi piso. Compruebo con perplejidad que tengo pocas ideas, y todas de una pobreza extrema. Mi amiga no es sueca, es extremeña, pero encaja bien con los muebles de Ikea. Ahora se ha sentado en el sofá que yo mismo armé con la paciencia del que arma un sistema filosófico y ha encendido mi televisión holandesa (una Philips). Empieza a masturbarse, de modo que salgo a cien por hora de mi propio cráneo (¿o era mi piso?) y me quedo en suspenso, como fuera de mí.
Enhebrar la aguja
Una tía mía, cuando algo le resultaba muy complicado, decía que era más difícil que «enhebrar una aguja en un pajar». Yo nunca había visto un pajar, pero le enhebraba todas las agujas a mi madre, ya fuera en el cuarto de estar o en el salón, por lo que no entendía el problema de hacerlo en un pajar.
—¿Cómo son los pajares, mamá?
—De madera, imagino, con los techos muy altos. Sólo los he visto en las películas. Qué preguntas haces.
—¿Y por qué resulta tan difícil enhebrar una aguja en un pajar?
—¿Quién dice que es difícil?
—La tía Asunción.
—Lo que la tía querrá decir es que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el cielo.
A veces es mejor no preguntar porque las cosas se van complicando de forma progresiva. ¿Qué tenían que ver los ricos y los camellos en aquella historia? La infancia está llena de imágenes incomprensibles, de asociaciones disparatadas. A partir de aquel día siempre que le enhebraba una aguja a mi madre pensaba en los ricos y en los camellos. Muchas noches soñé con un millonario que intentaba pasar por el ojo de una aguja, mientras un camello llamaba a las puertas del cielo, o viceversa. En aquella época estaba francamente preocupado por el más allá, y no sabía si mi habilidad enhebradora sería un salvoconducto o una dificultad para entrar en la gloria. Una cosa estaba clara: que no era rico ni camello. Lo primero me daba igual. Lo segundo me dolía.
En esas estábamos cuando un día, en el recreo del colegio, se le perdió a alguien una peseta y se puso a llorar. El profesor de física salió a ver qué pasaba y aseguró que dar con aquella peseta iba a ser más difícil que encontrar una aguja en un pajar. Me quedé espantado, porque se trataba de una nueva versión de las agujas y de los pajares. Cuando llegué a casa, interrogué a mi madre:
—¿Es más fácil encontrar una aguja en un pajar o que un rico entre en el cielo?
—No sé, hijo, qué cosas se te ocurren. Me parece que lo difícil era lo del camello, pero tampoco estoy segura.
Entre tanto, por si no hubiera bastantes agujas en nuestra vida, de vez en cuando llegaba el practicante y te ponía una inyección.
—¿Qué haría usted si se le perdiera la aguja en un pajar? —preguntaba yo al practicante.
—Anda, anda, no digas tonterías y bájate los pantalones.
No conseguí salir de dudas, pues. Y ahora hago como que sí, pero en el fondo todo me sigue pareciendo incomprensible. La vida es difícil, más que enhebrar una aguja en el cielo, o que meter a un camello en un pajar. La vida es dura, sí, sobre todo si uno ha decidido no bajarse los pantalones ni siquiera frente al practicante.
Escribir
13.15. Todos los tripulantes de los compartimientos sexto, séptimo y octavo pasaron al noveno. Hay 23 personas aquí. Tomamos esta decisión como consecuencia del accidente. Ninguno de nosotros puede subir a la superficie. Escribo a ciegas.» Estas palabras, escritas por un oficial del Kursk en un pedazo de papel, tienen la turbadora exactitud que pedimos a un texto literario. El autor está rodeado de bocas que exhalan un pánico que ni siquiera nombra. Él mismo debe de encontrarse al borde de la desesperación, pero no tiene tiempo ni papel para recrearse en la suerte. Ha de hacer, pues, una selección rigurosa de los materiales narrativos, y el resultado es esa obra maestra en la que, sin embargo, sólo cuenta aquello a lo que se puede asignar un número: la hora y la cantidad de hombres. En situaciones extremas, la literatura sale a presión, como por la grieta de una tubería reventada. El documento del oficial del Kursk es bueno porque es necesario. [Se refiere a la tragedia ocurrida en agosto del año 2000, en la que falleció toda la tripulación del submarino nuclear de la Armada de Rusia, K141 Kursk.] Mientras la muerte trepaba por sus piernas, ese hombre se entregó con fría vehemencia a la literatura. Y de qué modo.
Naturalmente, lo que no dice ocupa más de lo que dice, pero lo ausente ha de aportarlo el lector, que es tan responsable de lo que lee como el escritor de lo que escribe. Sería absurdo comenzar una novela afirmando de un frutero que es bípedo. El lector tiene la obligación de saber que los fruteros son bípedos y que están dotados de cuatro extremidades con cinco dedos en cada una de ellas. Sin estos sobreentendidos primordiales, la escritura resultaría imposible.
Lo curioso es que un billete con cuatro líneas aparecido en el bolsillo de un cadáver responda de súbito a la vieja pregunta de para qué sirve la literatura. Sirve para contarlo. Todos aquellos que aspiran a escribir deberían recitar el texto del Kursk como una oración. Ser escritor, al menos cierto tipo de escritor, significa vivir rodeado de pánico percibiendo a tu alrededor bultos que pasan de un compartimiento a otro con los calcetines mojados. Y tú eres uno de esos bultos: aquel que, por encima o por debajo del miedo, está poseído por la necesidad de contarlo, aunque las posibilidades de que alguien lo lea sean muy escasas. Escribo a ciegas.
El libro
El libro se parece a un agujero negro cuya atracción es tal que absorbe y distorsiona todo lo que sucede cerca de él, incluidos el tiempo y el espacio. De manera que a lo mejor son las ocho de la mañana y tú vas en el autobús a la oficina, pero de súbito eres arrebatado por esa masa gravitatoria llamada libro, que llevabas en la mano o en el bolso, y apareces en un escenario diferente, identificado, por ejemplo, con un individuo que se lava las manos llenas de sangre en la pila de una cocina francesa, mientras en el dormitorio de esa misma casa ha empezado a enfriarse un cadáver. Y no son las ocho de la mañana, sino las diez de la noche. Y no es primavera, sino invierno. Y tú no eres ese sujeto sin pasado que ahora se baja del autobús, sino este otro que, después de borrar las huellas dactilares de las copas de coñac, se pone un abrigo oscuro y huye escaleras abajo.
Al cerrar la novela cesa la atracción, y es, una vez más, la hora de fichar, así que fichas y entras en la oficina, donde mueves los papeles de un lado a otro o atiendes el teléfono con la eficacia o la pereza de siempre. Has vuelto a tu dimensión, en fin, sin que nadie se diera cuenta de que te habías ido. Si tus compañeros supieran que en lugar de venir de casa, como procede, vienes de una cocina francesa en cuya pila te has lavado las manos llenas de sangre, se quedarían espantados. De hecho, quizá no seas el mismo ahora que antes de haber leído el libro. Por tu sangre discurre el argumento desdichado o feliz que estaba en la novela, del mismo modo que los exploradores vuelven con malarias de África o de Molokai con lepra.
Hay más libros que playas, y en ellos está contenida la materia oscura que los físicos buscan en las estrellas. Si has leído la novela del individuo que se quita la sangre de las manos, ya siempre serás ese individuo, siempre, sin dejar de ser tú y, lo que es más sorprendente todavía, sin dejar de ser al mismo tiempo el cadáver que comenzaba a enfriarse cuando descendiste del autobús. Pura materia oscura, pues, invisible, como la conciencia, pero real como tu jefe.
Las moscas
Estos primeros días de septiembre, en el campo, son duros para los insectos: entran las moscas por la ventana, atolondradas, en busca de un poco de calor, y te das cuenta de que ya están tocadas por la muerte. Una de ellas se coloca sobre la pantalla del ordenador, fascinada por sus reflejos verdosos, y sigue dócilmente la trayectoria del cursor. Las letras van apareciendo a medida que recorre la pantalla, como si fueran producciones de su abdomen. Me hago, pues, la ilusión de que el texto es de ella; quizá sabe que tiene que morir con el frío de una de estas madrugadas de septiembre y quiere contar al universo cómo se soporta una existencia de mierda que por fortuna sólo dura un verano.
Mala época esta para los insectos: ahora entra por la ventana de mi cuarto una avispa con el abdomen desgarrado por su propio aguijón; seguramente lo ha metido donde no debía. El aguijón de las avispas está preparado para atacar a animales de cuerpo quebradizo, de donde entra y sale con facilidad, pero si pican a un mamífero el arpón queda atrapado entre sus carnes y al intentar sacarlo se abren a sí mismas en canal. Tiene los segundos contados esta avispa que vuela atropelladamente antes de caer, arrugada, sobre los periódicos del día.
También ahora, los zánganos de las abejas son expulsados a empujones de la colmena. Quizá recuerden, mientras la intemperie los mata, los mediodías dorados por el sol en que fueron el juguete sexual de una reina. Septiembre, a menos que seas una reina altiva o una obrera sumisa, te va a poner un nudo en la garganta, ya verás. La mosca responsable de esta columna lo sabía bien: acaba de morir sobre una tecla, de manera que cierro sobre ella, respetuosamente, la tapa de mi ordenador, como si fuera el ataúd que la naturaleza no me da. Buenos días, tristeza.
Números
El Pin del móvil y el Puk del módem, la contraseña de iTunes, el teléfono fijo de mamá, el prefijo de Asturias, la clave de acceso al cajero automático, la matrícula del coche, el número del DNI, la inflación interanual, el producto interior bruto, el diferencial de la deuda, la talla de los pantalones y la ropa interior, las dimensiones de la pena, los 31 días de enero y los 28 de febrero, tu cumpleaños, nuestro aniversario y el del fallecimiento de papá, el tiempo de cocción del huevo duro y la caducidad del yogur, las cucharadas diarias de jarabe, la cantidad de sal, el valor de referencia de la urea, las pulsaciones por minuto, la temperatura del microondas, las horas de insomnio, la línea 5 del metro y el vía crucis de las 12 estaciones, los dígitos de la hipoteca, el IVA, el IRPF, el euríbor, el tanto por ciento de descuento, los puntos de la tarjeta de Iberia, la hora de entrada, la numerología china, los honorarios del dentista, los dedos de la mano, los pelos de la cabeza (pocos), los pares de calcetines, la cuenta del supermercado, el cuentakilómetros, el cuenta revoluciones, el contador del gas, de la luz, las páginas de Anna Karenina, los volúmenes de la enciclopedia Espasa, el limitador de velocidad, los metros cuadrados construidos y los hábiles, los cuartos de baño, los puntos de luz, el salario bruto y el líquido, los años de cotización, el tiempo de carencia, la tercera temporada de Mad Men, la cuarta de El ala Oeste de la Casa Blanca, la quinta de Los Soprano, el control del peso, el podómetro, el metrónomo, los litros de agua consumidos, los goles del domingo, el porcentaje de seguimiento de la huelga según los sindicatos, según la policía, según el Gobierno, la patronal o Dios, el décimo de Navidad (que acabe en 7), la indemnización por año trabajado. Y la sala 10 del tanatorio, por ejemplo.
Maniobra
Cuando mis padres decidieron separarse, me preguntaron con quién quería irme a vivir, pero yo había cumplido treinta años y me pareció que podía ser el momento de independizarme. Además, no quería hacer daño al no elegido. Así que cada uno se fue por su lado en un curioso estallido familiar que no había estado en los cálculos de ninguno. Yo cogí un apartamento con mucho sol y una gran terraza para llevarme las macetas de mamá, que dijo que no quería volver a verlas. Las regaba con el cuidado que le había visto poner a ella, hablándoles a las hojas, y por las noches recorría el piso revisando la llave del gas y los interruptores de la luz con la expresión concentrada de mi padre antes de que nos fuéramos a dormir. Todo iba bien hasta que a los pocos meses se presentó papá en casa y tras muchos rodeos me confesó que volvía con mamá. Por lo visto desde la semana siguiente a la separación no habían dejado de verse ni de comer juntos en restaurantes caros a los que no se les había ocurrido llevarme nunca. También iban al cine con frecuencia, y al teatro, y más de un fin de semana se habían escapado a París como dos jóvenes alocados, viviendo un romance improcedente a todas luces. Total, que mientras yo regaba las plantas de ella y cultivaba las manías de él, siempre obsesionado con que a la azalea no le faltaran sus minerales, ni la luz del recibidor se quedara encendida al irme a la cama, ellos llevaban la vida que me correspondía a mí. El mundo al revés.
Me dio vergüenza decir que yo también quería irme a vivir con ellos y me he quedado más solo que la una. Lo peor es que no puedo dejar de pensar que todo ha sido una maniobra para echarme de casa. Por mi gusto, me casaría, pero no sé cómo se hace. Los geranios están bastante bien, pero la cisterna del retrete pierde agua.
Cuento de Navidad
Un día, por estas fechas, llegó a casa de algún modo inexplicable un jamón. Su presencia produjo en la familia un choque emocional indescriptible. Parecía una pata incorrupta más que un fiambre. Lo colgamos del techo de la despensa y cada poco íbamos a adorarlo en su soledad aromática. Mi madre nos explicaba cómo debía partirse y de qué grosor debían ser las lonchas, asegurando que en las profundidades de aquella carne oscura permanecía enterrado un hueso que serviría para hacer caldo. Pero si le preguntábamos cuándo comenzaríamos a comérnoslo, ella decía indefectiblemente:
—Cuando tengamos un cuchillo de cortar jamón.
No creáis que sirve cualquiera. Habíamos aceptado que aquel cuchillo específico debería aparecer de un modo extraordinario o sobrenatural en nuestras vidas y esperábamos su advenimiento con ansiedad religiosa. Entre tanto, por mi casa pasaban cada tarde amigos del colegio que venían a ver el jamón. Los recuerdo entrando en la vivienda sobrecogidos ya por lo que les habíamos contado, pero cuando abríamos la despensa y aparecía colgado del techo aquel resto porcino cubierto de grasa dorada y melancólica, la gente no llegaba a caer de rodillas, pero casi.
Y cuando mis padres tenían visita, después de haberles dado de merendar un café con galletas revenidas, mi madre se disculpaba por no haberles ofrecido un poco de jamón.
—Es que no tenemos cuchillo —añadía a modo de disculpa.
Como quiera que las visitas pusieran un gesto de escepticismo, ella iba a la despensa y volvía con el fiambre en brazos, mostrándolo con el mismo orgullo que si se tratara de un hijo que hubiera terminado empresariales.
A los pocos meses, comenzaron a salirle gusanos de lo más hondo, pues quizá estaba mal curado, y no tuvimos la oportunidad de contemplar el milagro del hueso. En lugar de tirarlo a la basura, lo enterramos en el patio de atrás, como si hubiera fallecido, y hasta hace muy poco, siempre que pasábamos por delante de su tumba, derramábamos unas lágrimas. Felices Pascuas