sábado, 25 de octubre de 2008

No se culpe a nadie de Julio Cortázar

NO SE CULPE A NADIE

Incluido en Final del Juego (1956)

El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguir hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas. por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estar impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire fr¡o de la habitación es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahi arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izquierda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, aunque su mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fria, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.

Julio Cortázar

El Pozo, de Luis Mateo Díez

Luis Mateo Díez

El pozo

Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años.
Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa.
Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse.
En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en el interior.
"Este es un mundo como otro cualquiera", decía el mensaje.

Abadía de Thelema, François Rabelais

Cómo Gargantúa hizo preparar para el monje la Abadía de Thelema

Faltaba sólo que recompensar al monje, y Gargantúa quiso hacerlo abad de Sevillé; pero él se rehusó. Quiso luego darle la abadía de Bourgueil o la de Saint-Florent, la que más le agradase de las dos; pero enseguida contestó que no quería carga ni gobierno de monjes; porque, como él decía: ¿Podría yo gobernar a otro cuando yo mismo no sabría gobernarme? Si os parece que os he hecho algún servicio y que en adelante podré hacéroslo, autorizad me para fundar una abadía a mi gusto. La iniciativa fue del agrado de Gargantúa y le ofreció todo su país de Thelema, junto a la ribera del Loire, a dos leguas del gran bosque de Port Huault; además le requirió que instituyese su religión al contrario de todas las demás. --Primeramente -decía Gargantúa-, no hará falta edificar la abadía ni circundarla de murallas como están las otras. -Verdaderamente -replicó el monje--, y donde hay muros hay murallas, envidia y conspiración mutua. Se dispuso que así como en ciertos conventos es costumbre cuando entra alguna mujer, es decir, las honestas y púdicas, limpiar los sitios por donde aquéllas hubieran pasado, si religioso o religiosa entraran por caso fortuito, se limpiarán religiosamente todos los lugares que hubieran atravesado. Puesto que en todas las religiones del mundo está todo acompasado, limitado y regulado por horas, se decretó que allí no habría relojes ni cuadrantes de ninguna clase, sino que las labores serían distribuidas según las oportunidades y ocasiones, porque, como decía Gargantúa, la mayor pérdida de tiempo está en contar las horas, pues de ello no viene ningún bien, y la mayor desazón del mundo está en gobernarse al son de una campana y no por los dictados del entendimiento y del buen sentido. Item: Puesto que en aquel tiempo no entraban en religión más mujeres que aquellas que se encontraban tuertas, borrachas, gibosas, feas, contrahechas, locas, insensatas, tocadas de maleficios y enviciadas, ni más hombres que los asmáticos, mal nacidos, inútiles y vagabundos, se dispuso que allí no se recibiría sino a las hermosas, bien nacidas y bien formadas y a los hermosos, bien nacidos y bien formados. -A propósito -dijo el monje-. Una mujer que no es buena ni bella, ¿para qué vale? -Para monja -repuso Gargantúa. -Y para hacer camisas. Item: Como en los conventos de mujeres no entran hombres sino engañosa y clandestinamente, se decretó que allí no habría mujeres en el caso que no hubiera hombres, ni hombres si no había mujeres. Item: Puesto que tanto unas como otros, una vez profesos después del año de noviciado, estaban forzados y compelidos a permanecer allí toda su vida, se dispuso que entraran y salieran libremente cuando les pareciese oportuno. Item: Como ordinariamente hacen tres votos, de obediencia, pobreza y castidad, se acordó que allí pudieran casarse honorablemente, que todos y cada uno pudieran ser ricos y viviesen en completa libertad. En cuanto a la edad de ingreso para las hembras, había de ser de diez a quince años, y para los varones, de doce a dieciocho. Cómo tenían regulada su vida los thelemitas Tenían empleada su vida, no según leyes, estatutos ni reglas, sino según su franco arbitrio. Se levantaban de la cama cuando buenamente les parecía, bebían, comían, trabajaban, dormían cuando les venía en gana; nada les desvelaba y nadie les obligaba a comer, beber ni hacer cosa alguna; de esta manera lo había dispuesto Gargantúa. En su regla no había más que esta cláusula:

HAZ LO QUE QUIERAS

Porque las gentes bien nacidas, libres, instruidas y rodeadas de buenas compañías, tienen siempre un aguijón que les impulsa a seguir la virtud y apartarse del vicio; a este acicate le llaman honor. Cuando por vil sujeción y clausura se ven constreñidos y obligados, pierden la noble afección que francamente los inducía a la virtud y dirigen todos sus esfuerzos a infringir y quebrantar esta necia servidumbre, porque todos los días nos encaminamos hacia lo prohibido y ambicionamos lo que le nos niega. Por efecto de esta libertad, llegaron a la plausible emulación de hacer todos lo que a uno le fuera grato: si alguno o alguna decía bebamos, todos bebían; si decían juguemos, todos jugaban; si decían vamos a pasear por el campo, todos paseaban. Si decían vamos a cazar, las damas, montadas en sus bellas hacaneas, con su palafrén y su guía, llevaban cada una en su mano enguantada delicadamente, un esmerillón o alcotancillo; los demás pájaros los llevaban los hombres. Tan noblemente estaban educados, que entre ellos no había uno solo que no supiera leer, escribir, cantar, tocar instrumentos de música, hablar cinco o seis idiomas y componer prosa o verso. Jamás se han visto caballeros tan discretos, tan galantes, tan ágiles a pie y a caballo, tan fuertes para remar y para manejar todas las armas, como los que allí había. Cuando para alguno, por llamamiento de sus deudos o cualquiera otra causa, llegaba la hora de salir, llevaba consigo a una de las damas que de antemano le había escogido por suyo, y por consecuencia estaban ya juntos y casados; si en Thelema habían vivido en inclinación y amistad mutuas, las continuaban con aumento en el matrimonio, tanto que llegaban hasta el fin de sus vidas habiéndola pasado toda como el primer día de novios.

Textos en castellano utilizados para la transcripción de este capítulo: François Rabelais: La Abadía de Thelema (Gargantúa y Pantagruel, Libro I). Ed. M. Aguilar, Madrid, 1923. Trad. de E. Barriobero y Herrán.

La mariposa negra de Nicomedes Pastor Díaz

Nicomedes Pastor Díaz (Vivero, 1811 – Madrid, 1863)

La mariposa negra (1834)


Borraba ya del pensamiento mío
de la tristeza el importuno ceño:
dulce era mi vivir, dulce mi sueño,
          dulce mi despertar.
Ya en mi pecho era lóbrego vacío
el que un tiempo rugió volcán ardiente;
ya no pasaban negras por mi frente
          nubes que hacen llorar.

Era una noche azul, serena, clara,
que, embebecido en plácido desvelo,
alcé los ojos en tributo al cielo
          de tierna gratitud.
Mas ¡ay! que, apenas lánguido se alzara
este mirar de eterna desventura,
turbarse vi la lívida blancura
          de la nocturna luz.

Incierta sombra que mi sien circunda
cruzar siento, en zumbido revolante,
y con nubloso vértigo incesante
          a mi vista girar;

cubrió la luz incierta moribunda
con alas de vapor informe objeto;
cubrió mi corazón terror secreto
          que no puedo calmar.

No como un tiempo colosal quimera
mi atónita atención amedrentaba:
mis oídos profundo no aterraba
          acento de pavor;
que fue la aparición vaga y ligera,
leve la sombra aérea y nebulosa,
que fue sólo una negra mariposa,
          volando en derredor.

No cual suele fijó su giro errante
la antorcha que alumbraba mi desvelo:
de su siniestro misterioso vuelo
          la luz no era el imán.
¡Ay! que sólo el fulgor agonizante
en mis lánguidos ojos abatidos
ser creí, de sus giros repetidos,
         secreto talismán.

Lo creo, sí... que a mi agitada suerte
su extraña aparición no será en vano;
desde la noche de ese infausto arcano
         ¡ay Dios!... aún no dormí.
¿Anunciarame próxima la muerte,
o es más negro su vuelo repentino...?
¿Ella trae un mensaje del destino...?
          Yo... no le comprendí.

Ya no aparece sólo entre las sombras;
do quier me envuelve su funesto giro:
a cada instante sobre mí la miro
          mil círculos trazar:
del campo entre las plácidas alfombras,
del bosque entre el ramaje la contemplo,
y hasta bajo las bóvedas del templo
          y ante el sagrado altar.

"¡Para adormir mi frenesí secreto
cesa un instante, negra mariposa!
¡Tus leves alas en mi frente posa:
          tal vez me aquietarás...!"
Mas, redoblando su girar inquieto,
huye y parece que a mi voz se aleja
y revuelve y me sigue y no me deja
          ni se para jamás.

A veces creo que un sepulcro amado
lanzó, bajo esta larva aterradora,
el espíritu errante que aún adora
          mi yerto corazón.
Y una vez ¡ay! estático y helado
la vi, la vi, creciendo de repente,
mágica desplegar sobre mi frente
          nueva transformación.

Vi tenderse sus alas como un velo
sobre un cuerpo fantástico colgadas,
en rozagante túnica trocadas
          so un manto funeral.
Y el lúgubre zumbido de su vuelo
trocose en voz profunda melodiosa,
y trocose la negra mariposa
          en genio celestial.

Cual sobre estatua de ébano luciente
un rostro se alza en ademán sublime,
do en pálido marfil su sello imprime
          sobrehumano dolor,
y de sus ojos el brillar ardiente,
fósforo de visión, fuego del cielo,
hiere en el alma, como hiere el vuelo
          del rayo vengador.

Un momento ¡gran Dios! mis brazos yertos
desesperado la tendí gritando.
-¡Ven de una vez!- la dije sollozando,
          ¡ven y me matarás!
Mas ¡ay! que cual las sombras de los muertos
sus formas vanas a mi voz retira
y de nuevo circula y zumba y gira
          y no para jamás...

¿Qué potencia infernal mi mente altera?
¿De dónde viene esta visión pasmosa?
Ese genio... esa negra mariposa
          ¿qué es...? ¿Qué quiere de mí...?
En vano llamo a mi ilusión quimera;
no hay más verdad que la ilusión del alma:
verdad fue mi quietud, mi paz, mi calma;
          verdad que la perdí.

Por ocultos resortes agitado
vuelvo al llanto otra vez hondo y doliente,
y mi canto otra vez vuela y mi mente
          a esa extraña región
do sobre el cráter de un abismo helado
las nieves del volcán se derritieron
al fuego que ligeras encendieron
          dos alas de crespón.

Pasaje de Felipe Sassone

De La rueda de mi fortuna. Memorias, de Felipe Sassone, Madrid, Aguilar, 1955, p. 39-41:

Aquel año de 1896, duodécimo de mi edad, cuando publiqué mi primera cosa en un periódico, me interesé también por las matemáticas. Me disgustaban profundamente; pero un día, el profesor de álgebra del colegio empezó así su lección:

-Un gavilán pasó volando por delante de un palomar, y saludó: "adiós, mis señoras cien palomas". Y una de ellas le respondió: "No somos ciento; pero nosotras, más nosotras, más la cuarta parte de nosotras, más usted, señor gavilán, sí somos ciento." ¿Cuántas eran las palomas? ¿alguno de ustedes sabe decírmelo?

Un muchacho que estaba a mi lado se puso en pie, como impelido por un resorte.

-Yo sabré.

-¿Sabrá usted? -preguntó el profesor.

-En cuanto resuelva la ecuación - contestó con desparpajo el alumno-. Porque se trata de una ecuación de primer grado con una incógnita.

-Salga usted a la pizarra.

-Pedro Antonio Heredia -así se llamaba el alumno, se llama aún- esgrimió la tiza y dijo:

-El número de palomas es lo que queremos saber, y es por ahora la incógnita.

Y escribió:

X+X+X/2+X/4+1=100

Quitó el uno de la proposición; redujo la igualdad a 99 y comenzó las operaciones. El primer término se iba reduciendo; la incógnita se iba separando de los números; la fórmula era cada vez más pequeña, y al fin la X se quedó sola, a la izquierda, y a la derecha, después del signo = apareció el número 36.

-Son las palomas-afirmó Heredia-, y saludó al profesor con una pirueta de acróbata de circo.

Toda la clase aplaudió.

Aquello había sido buscar lo desconocido, descubrirlo poquito a poco, encontrarlo después de haberlo perseguido como una ilusión y a mí me pareció un encanto.

-Oye, Perico Antuco- le dije en el recreo a mi amigo-. ¿Quieres venir a casa a darme paso de matemáticas?

-¿Me lo darás a mí de literatura?

Aquella noche vino Pedro a mi casa de la calle de la Minería, y vino muchas noches más, y pasábamos dos horas de provechosa y alegre intimidad. Él me decía en la ocasión propicia:

-No te olvides, Felipito. En todo triángulo a mayor lado se opone mayor ángulo, y los tras ángulos de un triángulo, aun los equiláteros, suman siempre dos rectos.

Y yo a él:

-Te presente, Perico, que cuando el verbo ser es copulativo, concierta con el predicado nominal y no con el sujeto. En El Quijote encontrarás ejemplos de esta concordancia: "Todos los encamisados era gente medrosa." Era y no eran, fíjate bien. "La demás chusma del bergantín son moros y turcos." Repara en esto: son y no es.

Un criado negro nos traía chocolate o refrescos, según la estación. Bebíamos repitiendo entre sorbo y sorbo. Él:

-Pleonasmo, hipérbaton, metonimia, epanadiplosis...

Y yo:

-Isósceles, escaleno, hipotenusa, paralaje...

-¡Mira qué epanadiplosis!-¡Mira que paralaje!

Nos reíamos a carcajadas. Al filo de las doce se despedía...