sábado, 16 de febrero de 2013

Ovidio, Tristes


Ovidio, Tristia, IV, 1:



Si en mis libros, lector, se notan defectos de cuantía, como sin duda se notarán, sírvanles de excusa las circunstancias en que se escribieron. Estaba desterrado, y no apetecía la fama, sino el descanso y la distracción, que me impidiesen pensar continuamente en los rigores que me oprimen. Esto mismo incita al siervo que cava la tierra con los grillos en los pies, y, aligera el penoso trabajo con sus toscas canciones; por esto canta el barquero que encorva su fatigado cuerpo sobre la arena fangosa, al arrastrar la tardía barca contra la corriente del río, o cuando mueve a la vez los remos hacia el pecho y hiende con los brazos las aguas a compás. El pastor, fatigado, se apoya en su báculo o se sienta en la peña, y deleita a sus ovejas con la flauta de caña. Canta, y a la vez gira el huso la sirvienta, para engañar las horas transcurridas en su labor.  Dícese que Aquiles, lleno de pesadumbre por el rapto de Briseida, disipó su tristeza con los acordes de la lira Hemonia, y Orfeo arrastraba las selvas y las rocas insensibles para consolarse de la doble pérdida de su esposa. La Musa es mi bálsamo de consuelo en la comarca del Ponto, adonde fui relegado, y la única fiel compañera de mi destierro, la única que no teme las emboscadas de los hombres, la espada del guerrero, el mar, los vientos y la barbarie. Conoce bien el error que cometí, causante de mi perdición, y sabe que en mi conducta hubo una falta y no un crimen. Sin duda ahora me lisonjea, por lo mismo que me perjudicó cuando fue declarada cómplice de mi delito. En verdad, no quisiera poner las manos en los misterios de las Musas, por lo dañosas que me han sido; pero, ¿qué he de hacer ahora? Vivo dominado por su influjo, y en mi delirio amo los cantos que me ocasionaron el desastre. Así el fruto desconocido del  loto que gustaron los marinos de Duliquio, aunque dañoso, les fue grato al paladar.



Siente por lo común el amante su martirio, y permanece aferrado a su amor y adora al ídolo que sin descanso le martiriza; y así me deleita la poesía, que tanto me ha perjudicado, y amo el dardo que me produjo tan cruel herida. Tal vez mi pasión se gradúe de locura; mas esta locura me reporta no escasa utilidad; impide al pensamiento fijarse de continuo en la tragedia del dolor y le hace olvidarse de los tedios actuales. Como la Bacante en delirio no se da cuenta de su herida al lanzar gritos en las cimas del Edón, así cuando el verde tirso agita mi inflamada fantasía, el entusiasmo se sobrepone a las miserias humanas, y entonces ni siento el destierro, ni las playas del  Ponto de  Escitia, ni luchar contra el enojo de los dioses, y como si bebiese las ondas soporíferas del Leteo, se embota en mí el sentimiento de la adversidad de los tiempos. Con razón venero a las diosas consoladoras de mis penas, que desde el Helicón me acompañaron al destierro; y ya por el piélago, ya por tierra, se embarcaron conmigo y siguieron a pie mis huellas: que al menos me sean propicias, pues la turba restante de los dioses se declaró por César, y me abruman tantas adversidades como arenas hay en la playa, peces en las olas y huevos en el seno de los peces. Antes contarás las flores de primavera, las espigas del estío, los frutos de otoño y los copos de nieve en invierno, que los sufrimientos que en todas partes me maltrataron, hasta que arribó mi infortunio al siniestro litoral del Euxino. Sin embargo, desde que llegué, en nada la fortuna aligeró mis angustias; el adverso destino me ha seguido hasta el fin de la peregrinación. Aquí hube de reconocer que la trama del estambre de mis días se urdió con negros vellones. Sin hablar de las asechanzas y los peligros que se cernieron sobre mi cabeza, harto ciertos, y que acaso parezcan increíbles, ¿cabe mayor infelicidad para un romano, cuyo nombre repetía el pueblo a todas horas, que vivir entre los Besos y los Getas; mayor angustia que las puertas y murallas defiendan su vida, apenas asegurada con las fortificaciones de la ciudad?


Siempre huí de joven las ásperas contiendas bélicas, y nunca manejé las armas sino por juego; y ahora de viejo tengo que ceñir la espada,  embrazar el escudo y cubrir con el yelmo mis canos cabellos; pues así que el centinela desde su puesto da la señal de alarma, enseguida mi trémula mano tiene que empuñar el acero. El enemigo feroz, provisto de sus arcos y flechas envenenadas, recorre las murallas con sus jadeantes corceles. Como el lobo rapaz sorprende y arrastra a través de campos y selvas la oveja que no se encerró a tiempo en el redil, así el bárbaro enemigo, si encuentra en el campo alguno que no se retiró tras de las puertas, le echa mano y lo declara cautivo, poniéndole la cadena al cuello, o le derriba, muerto con sus dardos emponzoñados.


Aquí resido, nuevo colono de lugares tan peligrosos, donde, ¡ay!, arrastro una existencia demasiado larga, y a pesar de todo, entre tantas congojas, mi Musa extranjera se vuelve a los cantos y al antiguo culto; pero ni hallo nadie a quien recitar mis versos, ni nadie cuyos oídos puedan comprender las expresiones latinas. Yo, ¿en qué había de entretenerme? Escribo y leo para mí mismo, y mis obras viven seguras de la benevolencia de su juez. Muchas veces me digo: ¿Cuál es el objeto de tus afanes? ¿Por ventura han de leer tus libros los Sármatas y los Getas? Muchas veces también, al escribir, me saltan las lágrimas, y las letras quedan empapadas con mi llanto. Mi corazón siente las antiguas heridas como si fuesen de ayer, y el triste humor de los ojos resbala y cae en mi seno. Cuando recuerdo en mis vicisitudes lo que soy y lo que era, y pienso en el lugar que me deparó la suerte, y aquel de donde me arrojaron, cien veces arrebatado por la demencia, y enconado contra mis estudios malignos, arrojo los versos, condenándolos al fuego. Puesto que quedan pocos de una gran multitud, seas quien seas, dígnate leerlos con indulgencia. Tú, ¡oh Roma, cuyo, acceso se me prohibe!, acoge benigna mis poesías, que no valen más que mi fortuna.