jueves, 27 de septiembre de 2007

Abencerrajes

Yo salí al mundo del vientre de mi madre y, por cumplir mi padre el mandamiento del Rey, enviome a Cartama al Alcaide que en ella estaba, con quien tenía estrecha amistad. Este tenía una hija, casi de mi edad, a quien amaba más que a sí, porque, allende de ser sola y hermosísima, le costó la mujer, que murió de su parto. Esta y yo, en nuestra niñez, siempre nos tuvimos por hermanos (porque así nos oíamos llamar). Nunca me acuerdo haber pasado hora que no estuviésemos juntos. Juntos nos criaron, juntos andábamos, juntos comíamos y bebíamos. Nascionos desta conformidad un natural amor, que fue siempre creciendo con nuestras edades.

Acuérdome que, entrando una siesta en la huerta que dicen de los jazmines, la hallé sentada junto a la fuente componiendo su hermosa cabeza. Mirela, vencido de su hermosura, y paresciome a Salmacis: y dije entre mí:

-¡Oh, quién fuera Trocho para parescer ante esta hermosa diosa!

No sé cómo me pesó de que fuese mi hermana, y, no aguardando más, fuime a ella y, cuando me vio, con los brazos abiertos me salió a rescebir y, sentándome junto a sí, me dijo:

-Hermano, ¿cómo me dejastes tanto tiempo sola?

Yo la respondí:

-Señora mía: porque ha gran rato que os busco, y nunca hallé quien me dijese do estábades, hasta que mi corazón me lo dijo. Mas, decidme ahora, ¿qué certinidad tenéis vos de que seamos hermanos?

-Yo -dijo ella- no otra más del grande amor que te tengo, y ver que todos nos llaman hermanos.

-Y, si no lo fuéramos -dije yo- ¿quisiérasme tanto?

-¿No ves -dijo ella- que, a no serlo, no nos dejara mi padre andar siempre juntos y solos?

-Pues si ese bien me habían de quitar -dije yo-, más quiero el mal que tengo.

Entonces ella, encendiendo su hermoso rostro en color, me dijo:

-¿Y qué pierdes tu en que seamos hermanos?

-Pierdo a mí y a vos -dije yo.

-Yo no te entiendo -dijo ella-, mas a mí me paresce que, solo serlo, nos obliga a amarnos naturalmente.

-A mí, sola vuestra hermosura me obliga, que antes esa hermandad paresce que me resfría algunas veces.

Y, con esto bajando mis ojos, de empacho de lo que le dije, vila en las aguas de la fuente al proprio como ella era: de suerte que donde quiera que volvía la cabeza hallaba su imagen, y en mis entrañas la más verdadera. Y decíame yo a mí mismo (y pesárame que alguno me lo oyera)

-Si yo me anegase ahora en esta fuente, donde veo a mi señora, ¡cuánto más desculpado moriría yo que Narciso! Y, si ella me amase como yo la amo, ¡qué dichoso sería yo! Y, si la Fortuna nos permitiese vivir siempre juntos, ¡qué sabrosa vida sería la mía!

Diciendo esto levanteme, y volviendo las manos a unos jazmines de que la fuente estaba rodeada, mezclándolos con arrayán, hice una hermosa guirnalda, y poniéndola sobre mi cabeza me volví a ella coronado y vencido. Ella puso los ojos en mí (a mi parescer) más dulcemente que solía, y quitándomela, la puso sobre su cabeza. Paresciome en aquel punto más hermosa que Venus cuando salió al juicio de la manzana, y volviendo el rostro a mí, me dijo:

-¿Qué te paresce ahora de mí, Abindarráez?

Yo la dije:

-Paresceme que acabáis de vencer el mundo, y que os coronan por reina y señora de él.

Levantándose, me tomó por la mano, y me dijo:

-Si eso fuera, hermano, no perdiérades vos nada.

Yo sin la responder la seguí hasta que salimos de la huerta.

Esta engañosa vida trajimos mucho tiempo, hasta que ya el amor, por vengarse de nosotros, nos descubrió la cautela, que, como fuimos creciendo en edad, ambos acabamos de entender que no éramos hermanos. Ella no sé lo que sintió al principio de saberlo: mas yo nunca mayor contentamiento recebí, aunque después acá lo he pagado bien. En el mismo punto que fuimos certificados desto, aquel amor limpio y sano que nos teníamos se comenzó a dañar y se convertió en una rabiosa enfermedad, que nos durara hasta la muerte. Aquí no hubo primeros movimientos que excusar, porque el principio destos amores fue un gusto y deleite fundado sobre bien; mas después no vino el mal por principios, sino de golpe y todo junto: ya yo tenía mi contentamiento puesto en ella, y mi alma hecha a medida de la suya. Todo lo que no vía en ella me parecía feo, excusado y sin provecho en el mundo. Todo mi pensamiento era en ella. Ya en este tiempo nuestros pasatiempos eran diferentes; ya yo la miraba con recelo de ser sentido, ya tenía invidia del sol que la tocaba. Su presencia me lastimaba la vida, y su ausencia me enflaquescía el corazón. Y de todo esto creo que no me debía nada, porque me pagaba en la misma moneda.