martes, 20 de febrero de 2007

Cántico espiritual, San Juan de la Cruz

Canciones entre el alma y el esposo

Esposa:

¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti, clamando, y eras ido.

Pastores, los que fuerdes
allá, por las majadas, al otero,
si por ventura vierdes
aquél que yo más quiero,
decidle que adolezco, peno y muero.

Buscando mis amores,
iré por esos montes y riberas;
ni cogeré las flores,
ni temeré las fieras,
y pasaré los fuertes y fronteras.

(Pregunta a las Criaturas)

¡Oh bosques y espesuras,
plantadas por la mano del amado!
¡Oh prado de verduras,
de flores esmaltado,
decid si por vosotros ha pasado!

(Respuesta de las Criaturas)

Mil gracias derramando,
pasó por estos sotos con presura,
y yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de hermosura.

Esposa:

¡Ay, quién podrá sanarme!
Acaba de entregarte ya de vero;
no quieras enviarme
de hoy más ya mensajero,
que no saben decirme lo que quiero.

Y todos cantos vagan,
de ti me van mil gracias refiriendo.
Y todos más me llagan,
y déjame muriendo
un no sé qué que quedan balbuciendo.

Mas ¿cómo perseveras,
oh vida, no viviendo donde vives,
y haciendo, porque mueras,
las flechas que recibes,
de lo que del amado en ti concibes?

¿Por qué, pues has llagado
aqueste corazón, no le sanaste?
Y pues me le has robado,
¿por qué así le dejaste,
y no tomas el robo que robaste?

Apaga mis enojos,
pues que ninguno basta a deshacellos,
y véante mis ojos,
pues eres lumbre dellos,
y sólo para ti quiero tenellos.

¡Oh cristalina fuente,
si en esos tus semblantes plateados,
formases de repente
los ojos deseados,
que tengo en mis entrañas dibujados!

¡Apártalos, Amado,
que voy de vuelo!

Esposo:

Vuélvete, paloma,
que el ciervo vulnerado
por el otero asoma,
al aire de tu vuelo, y fresco toma.

Esposa:

¡Mi amado, las montañas,
los valles solitarios nemorosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amorosos;

la noche sosegada,
en par de los levantes de la aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora;

nuestro lecho florido,
de cuevas de leones enlazado,
en púrpura tendido,
de paz edificado,
de mil escudos de oro coronado!

A zaga de tu huella,
las jóvenes discurran al camino;
al toque de centella,
al adobado vino,
emisiones de bálsamo divino.

En la interior bodega
de mi amado bebí, y cuando salía,
por toda aquesta vega,
ya cosa no sabía
y el ganado perdí que antes seguía.

Allí me dio su pecho,
allí me enseñó ciencia muy sabrosa,
y yo le di de hecho
a mí, sin dejar cosa;
allí le prometí de ser su esposa.

Mi alma se ha empleado,
y todo mi caudal, en su servicio;
ya no guardo ganado,
ni ya tengo otro oficio,
que ya sólo en amar es mi ejercicio.

Pues ya si en el ejido
de hoy más no fuere vista ni hallada,
diréis que me he perdido;
que andando enamorada,
me hice perdidiza, y fui ganada.

De flores y esmeraldas,
en las frescas mañanas escogidas,
haremos las guirnaldas
en tu amor florecidas,
y en un cabello mío entretejidas:

en sólo aquel cabello
que en mi cuello volar consideraste;
mirástele en mi cuello,
y en él preso quedaste,
y en uno de mis ojos te llagaste.

Cuando tú me mirabas,
tu gracia en mí tus ojos imprimían;
por eso me adamabas,
y en eso merecían
los míos adorar lo que en ti vían.

No quieras despreciarme,
que si color moreno en mí hallaste,
ya bien puedes mirarme,
después que me miraste,
que gracia y hermosura en mí dejaste.

Cogednos las raposas,
que está ya florecida nuestra viña,
en tanto que de rosas
hacemos una piña,
y no parezca nadie en la montiña.

Deténte, cierzo muerto;
ven, austro, que recuerdas los amores,
aspira por mi huerto,
y corran sus olores,
y pacerá el amado entre las flores.

Esposo:

Entrado se ha la esposa
en el ameno huerto deseado,
y a su sabor reposa,
el cuello reclinado
sobres los dulces brazos del amado.

Debajo del manzano,
allí conmigo fuiste desposada,
allí te di al mano,
y fuiste reparada
donde tu madre fuera vïolada.

O vos, aves ligeras,
leones, ciervos, gamos saltadores,
montes, valles, riberas,
aguas, aires, ardores
y miedos de las noches veladores,

por las amenas liras
y canto de serenas os conjuro
que cesen vuestras iras
y no toquéis al muro,
porque la esposa duerma más seguro.

Esposa:

Oh ninfas de Judea,
en tanto que en las flores y rosales
el ámbar perfumea,
morá en los arrabales,
y no queráis tocar nuestros umbrales.

Escóndete, carillo,
y mira con tu haz a las montañas,
y no quieras decillo;
mas mira las compañas
de la que va por ínsulas extrañas.

Esposo:

La blanca palomica
al arca con el ramo se ha tornado,
y ya la tortolica
al socio deseado
en las riberas verdes ha hallado.

En soledad vivía,
y en soledad he puesto ya su nido,
y en soledad la guía
a solas su querido,
también en soledad de amor herido.

Esposa:

Gocémonos, Amado,
y vámonos a ver en tu hermosura
al monte o al collado
do mana el agua pura;
entremos más adentro en la espesura.

Y luego a las subidas
cavernas de la piedra nos iremos,
que están bien escondidas,
y allí nos entraremos,
y el mosto de granadas gustaremos.

Allí me mostrarías
aquello que mi alma pretendía,
y luego me darías
allí tú, vida mía,
aquello que me diste el otro día:

el aspirar del aire,
el canto de la dulce filomena,
el soto y su donaire,
en la noche serena
con llama que consume y no da pena;

que nadie lo miraba,
Aminadab tampoco parecía,
y el cerco sosegaba,
y la caballería
a vista de las aguas descendía.

Valores castellanos, Francisco de Quevedo

Yace aquella virtud desaliñada,
que fue, si rica menos, más temida,
en vanidad y en sueño sepultada.

Joya fue la virtud pura y ardiente;
gala el merecimiento y alabanza;
sólo se cudiciaba lo decente.

Carnero y vaca fue el principio y cabo,
y con rojos pimientos, y ajos duros,
tan bien como el señor, comió el esclavo.

El rostro macilento, el cuerpo flaco
eran recuerdo del trabajo honroso,
y honra y provecho andaban en un saco

Profecía de Pero Grullo

Esta es una profecía, de Evangelista, en que cuenta las cosas que han de venir.

Yendo en romería á Calatrava la Vieja, salió á mí un gallo en figura de ermitaño, su escapulario puesto, que si no fuera por el pico, no le conociera. Su hábito pardo, calabaza ceñida, un cayado en la mano, en la otra una sarta de buñuelos, rezando el Verbum caro. Saludóme; pregúntele quién era; respondióme: "Á mí me llaman Pero Grillo, siervo de Sant Hilario, el cual me aparesció esta noche á medio dia con una grande luminaria de linternas sin candelas en derredor ceñidas. Díjome: Despierta, Pero Grillo, siervo mío, y oirás la gran maravilla de una sentencia dada en el cielo de un gran juicio y persecucion que ha de ser en las gentes de todo el universo. "Y porque no se me olvidase, me lo escribió en los cascos de mi cabeza hasta no dejarme gota; y díjome: "Por aquí pasará un desvariado, (que, según las señas, vos habeis de ser); dadle el traslado, y ponga pies en camino, y notifíquelo, porque las gentes estén apercibidas." Y acabado de trasladar, Pero Grillo oyó cantar unas ranas, é izó la pluma y desapareció.

El tenor de dicho traslado es este que se sigue.

Comienza la profecia

El primero día de enero que vendrá será primero día del año, que todo el mundo no lo estorbará, si con tiempo no se remedia. Este día amanecerá al alba.
Y tañerse han todas las campanas del mundo en tirándolas de las sogas, y harán tan grande estruendo, que no habrá cabeza de hombre sin su colodrillo.
Vendrá una niebla tan grande y tan oscura que cubrirá el cielo, y no habrá hombre, por ciego que sea, que vea las estrellas á medio dia.

Levantarse ha un torbellino tan grande que levantará las pajas del suelo: las gentes se meterán en sus casas, por no estar en la calle: esa noche dormirán todos los ojos cerrados, por miedo del polvo. Lloverá tanta de agua, que mojará el suelo y matará el polvo sin confision.
Cantarán los gallos á oscuras de noche que no se vean unos á otros. Y otro día madrugarán las gallinas, rabiando de hambre, á escarbar en los muladares ajenos.

Luego harán relámpagos y truenos, que no habrá hombre nacido que quede por nacer. Luego hará un terremoto tan espantable, que los muertos no osarán resucitar de miedo; los corazones estarán todos en los cuerpos, que no osarán asomar; los puerros y los ajos meterán las cabezas so tierra, y no osarán salir hasta que salgan canos; el azafrán y zanahorias y membrillos se tornarán amarillos de miedo. Las mujeres serán todas hembras; los mudos se mirarán unos á otros callando, que no habrá sordo que los oiga. El fuego se tornará caliente, que llegando las estopas, se encenderán; la tierra se calentará tanto del gran sol, que los ahorcados no osarán llegar los pies al suelo.

Las piedras se tornarán todas duras como cantos; los caminos estarán tendidos por el suelo; los rios correrán hácia ayuso; la mar se tornará toda agua, de manera que echando en ella una piedra y aun dos, no pararán hasta el suelo. Las montañas serán más altas que los llanos, de guisa que más se cansarán cien hombres por una montaña arriba, que no uno cabalgando por el llano. Todas las alimañas no tendrán más sentido que bestias, todas llenas de pelos; las aves llenas de plumas; las golondrinas todas de una color, que no se conocerán la una á la otra; á los mochuelos se les tornarán las cabezas de hechura de cebollas, con dos cuentas de ámbar en la cara.

Las tinajas estarán todas á las puertas bostezando siempre. El sol estará en el cielo; saldrán las gentes á verlo al campo, cada oficio con su entremés. El primero saldrá el pendón de los sastres, que será acabado, con sus retazos so el sobaco; pero antes que se haga, será una mortandad que no habrá hombre que de ello muera que escape. Será tan espantable, que los que están en el Infierno querrian estar en el Paraiso, y no les valdrá. Y salido el pendon de los sastres con sus agujas y dedales, saldrán los zapateros con sus echabarriles y hormas y uñas crecidas, estirando las suelas con los dientes, y harán de una dos: los traperos vareando las pulgadas de canto: los carniceros pensando cuernos: los tejedores añudando hilos: cambiadores cercenando reales: caldereros batiendo el cobre: albarderos atestando paja. Vereis tanto del escudero pelado, las manos en el costado, blasonando de los linajes, cantando la perineta, votando á Dios. Y muchos de ellos mucho emplumados de tanta lacería, que bien podrian volar altanería; de dos en dos, preguntando unos á otros qué moneda corre; anda que de esperanza me mantengo; otros preguntando por el hospital, que no los acogen en Paraiso y deséchanlos del Infierno.
Tras esto, tanto caballero y tanto señorío, reverencias y pompas, con tanto ministril sacando arañas, haciendo grandes gargarismos en los gargueros, trompetas con sus bezos de albardas; los ojos sacados del casco, los carrillos hinchados haciendo la prueba del atriarca. Tras éstos la morisma, con tantos zaragüelles, camisas labradas, añafiles, atabales; tanta leche y miel, pasa, higo: todos se asentarán en cuclillas. Á la postre verás tanto de confeso que cubrirá el suelo como langosta; tanto de garbanzo, culantro, berenjena, vestidos, de rapiña, con tanta de ufana, que no hallarás entre ellos socorro de una hebra de tocino, aunque os vean perecer de hambre, estar asentado al sol; pero éstos traerán tanta multitud de narices de diversas maneras, como vajilla de tabernas, que todo el mundo estará á la sombra de ellas. Ahí estarán disputando las tres leyes, con grandes debates y diferencias; gran multitud de escribanos falsos, dando testimonio de lo que pasa, con sus péndolas en las orejas, renunciando la ley de duobus, anexidades y conexidades. Y en este instante vendrá un terremoto y soltarse ha el ganado. La ley de Moisen se subirá á lo alto, y los Inquisidores á los alcázares, para no los perder de vista. La ley de Mahomad asentará sus reales entre sus acequias. La ley de Jesucristo estará queda, firme, mas que super hanc petram; arremeterá al ganado y romperá las acequias: todo lo talará, que no quedará roso ni velloso.

Saltará una centella de la tienda de los Inquisidores, encenderá el real de Moisen, quemará la mitad de la gente. Y como sean esforzados, no escarmentarán; tornarán á jurar por el siglo de su padre que así no pasó, mintiendo, trabucando, haciendo del cielo cebolla. Vendrán los labradores con sus collares colorados; y como la cebolla sea de su ralea, desque la vean tan grande como el cielo, asirle han de las porretas, y darán con el cielo en el suelo, y tomarnos ha debajo, y no dejará cosa viva.

Y en esto yo desperté, y hálleme sin blanca ni cornado.

El gusano conquistador, Edgar Allan Poe

¡Mirad! ¡Es noche de fiesta
dentro de estos últimos años desolados!
Una muchedumbre de ángeles alados, ataviados
con velos, y anegados en lágrimas,
está sentada en un teatro, para ver
una comedia de esperanzas y temores,
mientras la orquesta a intervalos suspira
la música de las esferas.

Los mimos, hechos a imagen del dios de las alturas,
musitan y rezongan por lo bajo,
y corren de acá para allá –
Puros muñecos que van y vienen
al mando de vastos, informes seres
que cambian las decoraciones de un lado a otro
sacudiendo de sus alas de cóndor
el invisible infortunio.

¡Oh, que abigarrado drama! - ¡Ah, estad ciertos
de que no será olvidado!
Con su fantasma perseguido, sin cesar, cada vez más,
por una muchedumbre que no puede pillarlo,
cruzando un círculo que gira siempre
en un mismo sitio.
Y mucho de locura y más de pecado
y horror son alma del argumento.

Pero mirad: entre la música barahúnda
una forma reptante se introduce,
un ser rojo de sangre que viene retorciéndose
de la soledad escénica.
¡Se retuerce! - ¡Se retuerce! – con mortales angustias,
los mimos se toman su pasto,
y los serafines sollozan ante los colmillos de aquella sabandija
empapados en sangraza humana.

¡Desaparecen – desaparecen las luces – desaparecen todas!
Y sobre todas aquellas formas tremulantes
el telón, paño mortuorio,
baja con el ímpetu de una tempestad.
Y los ángeles, todos pálidos, macilentos,
se levantan, se quitan los velos, y afirman
que aquella obra es la tragedia del hombre
y su protagonista el Gusano conquistador
.

Plegaria, de Carlos Drummond de Andrade

De la lectura sintagmática,
De la lectura paradigmática del enunciado,
De la lengua fáctica,
De la factividad y de la no factividad en la oración principal,
Libera nos, Domine.

De la organización categorial de la lengua,
De la principalidad de la lengua en el conjunto de los sistemas semiológicos,
De la concretez de las unidades en el estatuto que dialectiza la lengua,
Del ortolenguaje,
Libera nos, Domine.

Del programa epistemológico de la obra,
Del corte epistemológico y del corte dialógico,
Del sustrato acústico del culminado,
De los sistemas genitivamente afines,
Libera nos, Domine.

De la semia,
Del sema, del semema, del semantema,
Del lexema,
Del clasema, del mema, del sentema,
Libera nos, Domine.

De la estructuración semémica,
Del ideolecto y de la pancromía científica,
De la reliabilidad de test psicolingüísticos,
Del análisis computacional de la estructuración silábica de las fablas regionales,
Libera nos, Domine.

Del vocoide,
Del vocoide nasal puro y sin clausura consonantal,
Del vocoide bajo y del semivocoide homorgámico,
Del glide vocálico,
Libera nos, Domine.

De la lingüística frástica y transfrástica,
Del signo sinésico, del signo icónico y del signo gestual,
De la clitización pronominal obligatoria,
De la glosemática,
Libera nos, Domine.

De la estructura exo-semántica del lenguaje musical,
De la totalidad sincrética del emisor,
De la lingüística generativo/transformacional,
Del movimiento transformacionalista,
Libera nos, Domine.

De las apariciones de Chomsky,
De Mehler, de Perchonock,
De Saussure, de Cassirer, Troubetzkoy, Althusser,
De Zolkiewsky, Jacobson, Barthes, Derrida, Todorov,
De Greimas, Fodor, Chao, Lacan et caterva,
Libera nos, Domine.

La mariposa negra, Nicomedes Pastor Díaz



Borraba ya del pensamiento mío
de la tristeza el importuno ceño:
dulce era mi vivir, dulce mi sueño,
dulce mi despertar.
Ya en mi pecho era lóbrego vacío
el que un tiempo rugió volcán ardiente;
ya no pasaban negras por mi frente
nubes que hacen llorar.

Era una noche azul, serena, clara,
Que, embebecido en plácido desvelo,
alcé los ojos en tributo al cielo
de tierna gratitud.
Mas ¡ay! que apenas lánguido se alzara
este mirar de eterna desventura,
turbarse vi la lívida blancura
de la nocturna luz.

Incierta sombra que mi sien circunda
cruzar siento en zumbido revolante,
y con nubloso vértigo incesante
a mi vista girar.
Cubrió la luz incierta, moribunda,
con alas de vapor informe objeto;
cubrió mi corazón terror secreto
que no puedo calmar.

No como un tiempo colosal quimera
mi atónita atención amedrentaba,
mis oídos profundo no aterraba
acento de pavor;
que fue la aparición vaga y ligera,
leve la sombra aérea y nebulosa,
que fue sólo una negra mariposa
volando en derredor.

No cual suele fijó su giro errante
la antorcha que alumbraba mi desvelo;
de su siniestro misterioso vuelo
la luz no era el imán.
¡Ay! que sólo el fulgor agonizante
en mis lánguidos ojos abatidos
ser creí de sus giros repetidos
secreto talismán.

Lo creo, sí... que a mi agitada suerte
su extraña aparición no será en vano.
Desde la noche de ese infausto arcano
¡ay Dios!... aún no dormí.
¿Anunciarame próxima la muerte,
o es más negro su vuelo repentino?...
ella trae un mensaje del destino...
Yo... no le comprendí.

Ya no aparece solo entre las sombras;
do quier me envuelve su funesto giro;
a cada instante sobre mí la miro
mil círculos trazar.
Del campo entre las plácidas alfombras,
del bosque entre el ramaje la contemplo,
y hasta bajo las bóvedas del templo
y ante el sagrado altar.

Para adormir mi frenesí secreto
cesa un instante, negra mariposa:
tus leves alas en mi frente posa:
tal vez me aquietarás...
Mas redoblando su girar inquieto,
huye, y parece que a mi voz se aleja,
y revuelve, y me sigue, y no me deja,
ni se para jamás.

A veces creo que un sepulcro amado
lanzó bajo esta larva aterradora
el espíritu errante que aún adora
mi yerto corazón.
Y una vez ¡ay! estático y helado
la vi, la vi, creciendo de repente,
mágica desplegar sobre mi frente
nueva transformación.

Vi tenderse sus alas como un velo
sobre un cuerpo fantástico colgadas
en rozagante túnica trocadas,
so un manto funeral.
Y el lúgubre zumbido de su vuelo
trocose en voz profunda melodiosa,
y trocose la negra mariposa
en genio celestial.

Cual sobre estatua de ébano luciente
un rostro se alza en ademán sublime,
do en pálido marfil su sello imprime
sobrehumano dolor,
y de sus ojos el brillar ardiente,
fósforo de visión, fuego del cielo,
hiere en el alma como hiere el vuelo
del rayo vengador.

Un momento ¡gran Dios! mis brazos yertos
desesperado la tendí gritando.
Ven de una vez, la dije sollozando,
ven y me matarás.
Mas ¡ay! que cual las sombras de los muertos
sus formas vanas a mi voz retira,
y de nuevo circula y zumba y gira,
y no para jamás...

¿Qué potencia infernal mi mente altera?
¿De dónde viene esta visión pasmosa?
Ese genio... esa negra mariposa,
¿Qué es?... ¿Qué quiere de mí?...
En vano llamo a mi ilusión quimera;
no hay más verdad que la ilusión del alma:
verdad fue mi quietud, mi paz, mi calma;
verdad que la perdí.

Por ocultos resortes agitado
vuelvo al llanto otra vez hondo y doliente,
y mi canto otra vez vuela y mi mente
a esa extraña región,
do sobre el cráter de un abismo helado
las nieves del volcán se derritieron
al fuego que ligeras encendieron
dos alas de crespón.


Nicomedes Pastor Díaz, La mariposa negra, (1834)

La muerte no es el final, de Cesáreo Gabaraín


Cuando la pena nos alcanza,
por un hermano perdido,
cuando el adiós dolorido,
busca en la fe su esperanza,
en tu palabra confiamos
con la certeza que Tú:
ya le has devuelto a la vida,
ya le has llevado a la luz. (bis)

No volveré a ser joven, Jaime Gil de Biedma

Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.

Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, era tan sólo
las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.

Tierra de nadie, de Eloy Sánchez Rosillo



Llega un momento, un día, en que nos encontramos
en mitad de la vida sin mañana ni ayer.
No somos los que fuimos y no damos el paso
hacia los que seremos y no queremos ser.

¿Qué ha sido de los sueños que soñé, que soñaba
cuando era yo un muchacho y era todo verdad?
No sé lo que ha pasado ni sé por qué se apagan
los antiguos afanes. No hay sueños que soñar.

El presente es apenas este cuarto en que escribo,
esta casa sin nadie, este silencio y
estas horas monótonas, esta nada, este frío,
esta tarde de invierno y ese cielo tan gris.

Queda el recuerdo –es cierto– de los años aquellos
en que tuve ilusiones y tuve juventud.
Pero valen bien poco a veces los recuerdos.
Atardece deprisa. Ya declina la luz.

Espacio, de Juan Ramón Jiménez

ESPACIO
(A GERARDO DIEGO, que fue justo al situar, como crítico, el «Fragmento primero» de este «Espacio» cuando se publicó, hace años, en Méjico. Con agradecimiento lírico por la constante honradez de sus reacciones.)


I


FRAGMENTO PRIMERO


«Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo.» Yo tengo, como ellos, la sustancia de todo lo vivido y de todo lo porvivir. No soy presente sólo, sino fuga raudal de cabo a fin. Y lo que veo, a un lado y otro, en esta fuga (rosas, restos de alas, sombra y luz) es sólo mío, recuerdo y ansia míos, presentimiento, olvido. ¿Quién sabe más que yo, quién, qué hombre o qué dios puede, ha podido, podrá decirme a mí qué es mi vida y mi muerte, qué no es? Si hay quien lo sabe, yo lo sé más que ése, y si quien lo ignora, más que ése lo ignoro. Lucha entre este ignorar y este saber es mi vida, su vida, y es la vida. Pasan vientos como pájaros, pájaros igual que flores, flores soles y lunas, lunas soles como yo, como almas, como cuerpos, cuerpos como la muerte y la resurrección; como dioses. Y soy un dios sin espada, sin nada de lo que hacen los hombres con su ciencia; sólo con lo que es producto de lo vivo, lo que se cambia todo; sí, de fuego o de luz, luz. ¿Por qué comemos y bebemos otra cosa que luz o fuego? Como yo he nacido en el sol, y del sol he venido aquí a la sombra, ¿soy de sol, como el sol alumbro?, y mi nostaljia, como la de la luna, es haber sido sol de un sol un día y reflejarlo sólo ahora. Pasa el iris cantando como canto yo. Adiós iris, iris, volveremos a vernos, que el amor es uno y solo y vuelve cada día. ¿Qué es este amor de todo, cómo se me ha hecho en el sol, con el sol, en mí conmigo? Estaba el mar tranquilo, en paz el cielo, luz divina y terrena los fundía en clara plata, oro inmensidad, en doble y sola realidad; una isla flotaba entre los dos, en los dos y en ninguno, y una gota de alto iris perla gris temblaba en ella. Allí estará temblándome el envío de lo que no me llega nunca de otra parte. A esa isla, ese iris, ese canto yo iré, esperanza májica, esta noche. ¡Qué inquietud en las plantas al sol puro, mientras, de vuelta a mí, sonrío volviendo ya al jardín abandonado! ¿Esperan más que verdear, que florear y que frutar; esperan, como un yo, lo que me espera; más que ocupar el sitio que ahora ocupan en la luz, más que vivir como ya viven, como vivimos; más que quedarse sin luz, más que dormirse y despertar? Enmedio hay, tiene que haber un punto, una salida; el sitio del seguir más verdadero, con nombre no inventado, diferente de eso que es diferente e inventado que llamamos, en nuestro desconsuelo, Edén, Oasis, Paraíso, Cielo, pero que no lo es, y que sabemos que no lo es, como los niños saben que no es lo que no es que anda con ellos. Contar; cantar, llorar, vivir acaso; «Elojio de las lágrimas», que tienen (Schubert, perdido entre criados por un dueño) en su iris roto lo que no tenemos, lo que tenemos roto, desunido. Las flores nos rodean de voluptuosidad, olor, color y forma sensual; nos rodeamos de ellas, que son sexos de colores, de formas, de olores diferentes; enviamos un sexo en una flor, dedicado presente de oro de ideal, a un amor virjen, a un amor probado; sexo rojo a un glorioso; sexos blancos a una novicia; sexos violetas a la yacente. Y el idioma, ¡qué confusión!, qué cosas nos decimos sin saber lo que nos decimos. Amor, amor, amor, (lo cantó Yeats), «amor es el lugar del escremento». ¿Asco de nuestro ser, nuestro principio y nuestro fin; asco de aquello que más nos vive y más nos muere? ¿Qué es, entonces, la suma que nos resta; dónde está, matemático celeste, la suma que es el todo y que no acaba? Hermoso es no tener lo que se tiene, nada de lo que es fin para nosotros, es fin, pues que se vuelve contra nosotros, y el verdadero fin nunca se nos vuelve. Aquel chopo de luz me lo decía, en Madrid, contra el aire turquesa de otoño: «Termínate en ti mismo como yo». Todo lo que volaba alrededor, ¡qué raudo era!, y él qué insigne con lo suyo, verde y oro, sin mejor en el oro que en lo verde. Alas, cantos, luz, palmas, olas, frutas me rodean, me envuelven en su ritmo, en su gracia, en su fuerza delicada; y yo me olvido de mí entre ello, y bailo y canto, río y lloro por los otros, embriagado. ¿Esto es vivir? ¿Hay otra cosa más que este vivir de cambio y gloria? Yo oigo siempre esa música que suena en el fondo de todo, m allá; ella es la que me llama desde el mar, por la calle, en el sueño. A su aguda y serena desnudez, siempre estraña y sencilla, el ruiseñor es sólo un calumniado prólogo. ¡Qué letra, universal, luego, la suya! El músico mayor la ahuyenta. ¡Pobre del hombre si la mujer oliera, supiera siempre a rosa! ¡Qué dulce la mujer normal, qué tierna, qué suave (Villon), qué forma de las formas, qué esencia, qué sustancia de las sustancias, las esencias; qué lumbre de las lumbres; la mujer, madre, hermana, amante! Luego, de pronto, esta dureza de ir más allá de la mujer, de la mujer que es nuestro todo, donde debiera terminar nuestro horizonte. Las copas de veneno, ¡qué tentadoras son!, y son de flores, yerbas y hojas. Estamos rodeados de veneno que nos arrulla como el viento, arpas de luna y sol en ramas tiernas, colgaduras ondeantes, venenosas, y pájaros en ellas, como estrellas de cuchillo; veneno todo, y el veneno nos deja a veces no matar. Eso es dulzura, dejación de un mandato, y eso es causa y escape. Entramos por los robles melenudos; rumoreaban su vejez cascada, oscuros, rotos, huecos, monstruosos, con colgados de telarañas fúnebres; el viento les mecía las melenas, en medrosos, estraños ondeajes, y entre ellos, por la sombra baja, honda, venía el rico olor del azahar de las tierras naranjas, grito ardiente con gritillos blancos de muchachas y niños. ¡Un árbol paternal, de vez en cuando, junto a una casa, sola en un desierto (seco y lleno de cuervos; aquel tronco huero, gris, lacio, a la salida del verdor profuso, con aquel cuervo muerto, suspendido por una pluma de una astilla, y los cuervos aún vivos posados ante él, sin atreverse a picotearlo, serios)! Y un árbol sobre un río. ¡Qué honda vida la de estos árboles; qué personalidad, qué inmanencia, qué calma, qué llenura de corazón total queriendo darse (aquel camino que partía en dos aquel pinar que se anhelaba)! Y por la noche, ¡qué rumor de primavera interna en sueño negro! ¡Qué amigo un árbol, aquel pino, verde, grande, pino redondo, verde, junto a la casa de mi Fuente- piña! Pino de la corona, ¿dónde estás?, ¿estás más lejos que si yo estuviera lejos? ¡Y qué canto me arrulla tu copa milenaria, que cobijaba pueblos y alumbraba de su forma rotunda y vijilante el marinero! La música mejor es la que suena y calla, que aparece y desaparece, la que concuerda, en un «de pronto», con nuestro oír más distraído. Lo que fue esta mañana ya no es, ni ha sido más que en mí; gloria suprema, escena fiel, que yo, que la creaba, creía de otros más que de mí mismo. Los otros no lo vieron; mi nostaljia, que era de estar con ellos, era de estar conmigo, en quien estaba. La gloria es como es, nadie la mueva, no hay nada que quitar ni que poner, y el dios actual está muy lejos, distraído también con tanta menudencia grande que le piden. Si acaso, en sus momentos de jardín, cuando acoje al niño libre, lo único grande que ha creado, se encuentra pleno en un sí pleno. Qué bellas estas flores secas sobre la yerba fría del jardín que ahora es nuestro. ¿Un libro, libro? Bueno es dejar un libro grande a medio leer, sobre algún banco, lo grande que termina; y hay que darle una lección al que lo quiere terminar, al que pretende que lo terminemos. Grande es lo breve, y si queremos ser y parecer más grande, unamos sólo con amor, no cantidad. El mar no es más que gotas unidas, ni el amor que murmullos unidos, ni tú, cosmos, que cosmillos unidos. Lo más bello es el átomo último, el solo indivisible, y que por serlo no es ya más pequeño. Unidad de unidades es lo uno; ¡y qué viento más plácido levantan esas nubes menudas al cenit; qué dulce luz es esa suma roja única! Suma es la vida suma, y dulce. Dulce como esta luz era el amor; ¡qué plácido este amor también! Sueño, ¿he dormido? Hora celeste y verde toda; y solos. Hora en que las paredes y las puertas se desvanecen como agua, aire, y el alma sale y entra en todo, de y por todo, con una comunicación de luz y sombra. Todo se ve a la luz de dentro, todo es dentro, y las estrellas no son más que chispas de nosotros, que nos amamos, perlas bellas de nuestro roce fácil y tranquilo. ¡Qué luz tan buena para nuestra vida y para nuestra eternidad! El riachuelo iba hablando bajo por aquel barranco, entre las tumbas, casas de las laderas verdes; valle dormido, valle adormilado. Todo estaba en su verde, en su flor; los mismos muertos en verde y flor de muerte; la piedra misma estaba en verde y flor de piedra. Allí se entraba y se salía como en el lento anochecer, del lento amanecer. Todo lo rodeaban piedra, cielo, río; y cerca el mar, más muerte que la tierra, el mar lleno de muertos de la tierra, sin casa, separados, engullidos por una variada dispersión. Para acordarme de por qué he nacido, vuelvo a ti, mar. «El mar que fue mi cuna, mi gloria y mi sustento; el mar eterno y solo que me llevó al amor»; y del amor es este mar que ahora viene a mis manos, ya más duras, como un cordero blanco a beber la dulzura del amor. Amor el de Eloísa; ¡qué ternura, qué sencillez, qué realidad perfecta! Todo claro y nombrado con su nombre en llena castidad. Y ella, en medio de todo, intacta de lo bajo entre lo pleno. Si tu mujer, Pedro Abelardo, pudo ser así, el ideal existe, no hay que falsearlo. Tu ideal existió; ¿por qué lo falseaste, necio Pedro Abelardo? Hombres, mujeres, hombres, hay que encontrar el ideal que existe. Eloísa, Eloísa, ¿en qué termina el ideal?, y di, ¿qué eres tú ahora y dónde estás? ¿Por qué, Pedro Abelardo vano, la mandaste al convento y tú te fuiste con los monjes plebeyos, si ella era el centro de tu vida, su vida, de la vida, y hubiera sido igual contigo ya capado que antes, si era el ideal? No lo supiste, yo soy quien lo vio, desobediencia de la dulce obediente, plena gracia. Amante, madre, hermana, niña tú, Eloísa; qué bien te conocías y te hablabas, qué tiernamente te nombrabas a él; ¡y qué azucena verdadera fuiste! Otro hubiera podido oler la flor de la verdad fatal que te dio tu tierra. No estaba seco el árbol del invierno, como se dice, y yo creí en mi juventud; como yo, tiene el verde, el oro, el grana en la raíz y dentro, muy adentro, tanto que llena de color doble infinito. Tronco de invierno soy, que en la muerte va a dar de sí la copa doble llena que ven sólo como es los deseados. Vi un tocón, a la orilla del mar neutro; arrancado del suelo, era como un muerto animal; la muerte daba a su quietud seguridad de haber estado vivo; sus arterias cortadas con el hacha, echaban sangre todavía. Una miseria, un rencor de haber sido arrancado de la tierra, salía de su entraña endurecida y se espandía con el agua y por la arena, hasta el cielo in finito, azul. La muerte, y sobre todo, el crimen, da igualdad a lo vivo, lo más y menos vivo, y lo menos parece siempre, con la muerte, más. No, no era todo menos, como dije un día, «todo es menos»; todo era más, y por haberlo sido, es más morir para ser más del todo más. ¿Qué ley de vida juzga con su farsa a la muerte sin ley y la aprisiona en la impotencia? ¡Sí, todo, todo ha sido más y todo será más! No es el presente sino un punto de apoyo o de comparación, más breve cada vez; y lo que deja y lo que coje, más, más grande. No, ese perro que ladra al sol caído no ladra en el Monturrio de Moguer, ni cerca de Carmona de Sevilla, ni en la calle Torrijos de Madrid; ladra en Miami, Coral Gables, La Florida, y yo lo estoy oyendo allí, allí, no aquí, no aquí, allí, allí. ¡Qué vivo ladra siempre el perro al sol que huye! Y la sombra que viene llena el punto redondo que ahora pone el so! sobre la tierra, como un agua su fuente, el contorno en penumbra alrededor; después, todos los círculos que llegan hasta el límite redondo de la esfera del mundo, y siguen, siguen. Yo te oí, perro, siempre, desde mi infancia, igual que ahora; tú no cambias en ningún sitio, eres igual a ti mismo, como yo. No che igual, todo sería igual silo quisiéramos, si serlo lo dejáramos. Y si dormimos, ¡qué abandonada queda la otra realidad! Nosotros les comunicamos a las cosas nuestra inquietud de día, de noche nuestra paz. ¿Cuándo, cómo duermen los árboles? «Cuando los deja el viento dormir», dijo la brisa. Y cómo nos precede, brisa quieta y gris, el perro fiel cuando vamos a ir de madrugada adonde sea, alegres o pesados; él lo hace todo, triste o contento, antes que nosotros. Yo puedo acariciar como yo quiera a un perro, un animal cualquiera, y nadie dice nada; pero a mis semejantes no; no está bien visto hacer lo que se quiera con ellos, silo quieren como un perro. Vida animal, ¿hermosa vida? ¡Las marismas llenas de bellos seres libres, que me esperan en un árbol, un agua o una nube, con su color, su forma, su canción, su jesto, su ojo, su comprensión hermosa, dispuestos para mí que los entiendo! El niño todavía me comprende, la mujer me quisiera comprender, el hombre.., no, no quiero nada con el hombre, es estúpido, infiel, desconfiado; y cuando más adulador, científico. Cómo se burla la naturaleza del hombre, de quien no la comprende como es. Y todo deber ser o es echarse a dios y olvidarse de todo lo creado por dios, por sí, por lo que sea. «Lo que sea», es decir, la verdad única, yo te miro como me miro a mí y me acostumbro a toda tu verdad como a la mía. Con tigo, «lo que sea», soy yo mismo, y tú, tú mismo, misma, «lo que seas». ¿El canto? ¡El canto, el pájaro otra vez! ¡Ya estás aquí, ya has vuelto, hermosa, hermoso, con otro nombre, con tu pecho azul gris cargado de diamante! ¿De dónde llegas tú, tú en esta tarde gris con brisa cálida? ¿Qué dirección de luz y amor sigues entre las nubes de oro cárdeno? Ya has vuelto a tu rincón verde, sombrío. ¿Cómo tú, tan pequeño, di, lo llenas todo y sales por el más? Sí, sí, una nota de una caña, de un pájaro, de un niño, de un poeta, lo llena todo y más que el trueno. El estrépito encoje, el canto agranda. Tú y yo, pájaro, somos uno; cántame, canta tú, que yo te oigo, que mi oído es tan justo por tu canto. Ajústame tu canto más a este oído mío que espera que lo llenes de armonía. ¡Vas a cantar! Toda otra primavera, vas a cantar. ¡Otra vez tú, otra vez la primavera! ¡Si supieras lo que eres para mí! ¿Cómo podría yo decirte lo que eres, lo que eres tú, lo que soy yo, lo que eres para mí? ¡Cómo te llamo, cómo te escucho, cómo te adoro, hermano eterno, pájaro de la gracia y de la gloria, humilde, delicado, ajeno; ánjel del aire nuestro, derramador de música completa! Pájaro, yo te amo como a la mujer, a la mujer, tu hermana más que yo. Sí, bebe ahora el agua de mi fuente, pica la rama, salta lo verde, entra, sal, rejistra toda tu mansión de ayer; ¡mírame bien a mí, pájaro mío, consuelo universal de mujer y hombre! Vendrá la noche inmensa, abierta toda, en que me cantarás del paraíso, en que me harás el paraíso, aquí, yo, tú, aquí, ante el echado insomnio de mi ser. Pájaro, amor, luz, esperanza; nunca te he comprendido como ahora; nunca he visto tu dios como hoy lo veo, el dios que acaso fuiste tú y que me comprende. «Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tienes tú» ¡Qué hermosa primavera nos aguarda en el amor, fuera del odio! ¡Ya soy feliz! ¡El canto, tú y tu canto! El canto... Yo vi jugando al pájaro y la ardilla, al gato y la gallina, al elefante y al oso, al hombre con el hombre. Yo vi jugando al hombre con el hombre, cuando el hombre cantaba. No, este perro no levanta los pájaros, los mira, los comprende, los oye, se echa al suelo, y calla y sueña ante ellos. ¡Qué grande el mundo en paz, qué azul tan bueno para el que puede no gritar, puede cantar; cant3r y comprender y amar! ¡Inmensidad, en ti y ahora vivo; ni montañas, ni casi piedra, ni agua, ni cielo casi; inmensidad, y todo y sólo inmensidad; esto que abre y que separa el mar del cielo, el cielo de la tierra, y, abriéndolos y separándolos, los deja más unidos y cercanos, llenando con lo lleno lejano la totalidad! ¡Espacio y tiempo y luz en todo yo, en todos y yo y todos! ¡Yo con la inmensidad! Esto es distinto; nunca lo sospeché y ahora lo tengo. Los caminos son sólo entradas o salidas de luz, de sombra, sombra y luz; y todo vive en ellos para que sea más inmenso yo, y tú seas. ¡Qué regalo de mundo, qué universo májico, y todo para todos, para mí, yo! ¡Yo, universo inmenso, dentro, fuera de ti, segura inmensidad! Imájenes de amor en la presencia concreta; suma gracia y gloria de la imajen, ¿vamos a hacer eternidad, vamos a hacer la eternidad, vamos a ser eternidad, vamos a ser la eternidad? ¡Vosotras, yo, podemos crear la eternidad una y mil veces, cuando queramos! ¡Todo es nuestro y no se nos acaba nunca! ¡Amor, contigo y con la luz todo se hace, y lo que haces, amor, no acaba nunca! (SUCESIÓN: I)


FRAGMENTO SEGUNDO


«Y para recordar porqué he vivido», vengo a ti, río Hudson de mi mar. «Dulce como esta luz era el amor...» «Y por debajo de Washington Bridge (el puente más con más de esta New York) pasa el campo amarillo de mi infancia.» Infancia, niño vuelvo a ser y soy, perdido, tan mayor, en lo más grande. Leyenda inesperada: «dulce como la luz es el amor», y esta New York es igual que Moguer, es igual que Sevilla y que Madrid. Puede el viento, en la esquina de Broadway, como en la es quina de las Pulmonías de mi calle Rascón, conmigo; y tengo abierta la puerta donde vivo, con sol dentro. «Dulce como este sol era el amor.» Me encontré al instalado, le reí, y me subí al rincón provisional otra vez, de mi soledad y mi silencio, tan igual en el piso 9 y sol, al cuarto bajo de mi calle y cielo. «Dulce como este sol es el amor.» Me miraron ventanas conocidas con cuadros de Murillo. En el alambre de lo azul, el gorrión universal cantaba, el gorrión y yo cantábamos, hablábamos; y lo oía la voz de la mujer en el viento del mundo. ¡Qué rincón ya para suceder mi fantasía! El sol quemaba el sur del rincón mío, y en el lugar menguante de la estera, crecía dulcemente mi ilusión, queriendo huir de la dorada mengua. «Y por debajo de Washington Bridge, el puente más amigo de New York, corre el campo dorado de mi infancia...» Bajé lleno a la calle, me abrió el viento la ropa, el corazón; vi caras buenas. En el jardín de St. John the Divine, los chopos verdes eran de Madrid; hablé con un perro y un gato en español; y los niños del coro, lengua eterna, igual del paraíso y de la luna, cantaban, con campanas de San Juan, en el rayo de sol derecho, vivo, donde el cielo flotaba hecho armonía violeta y oro; iris ideal que bajaba y subía, que bajaba... “Dulce como este sol era el amor.” Salí por Amsterdam, estaba allí la luna (Morningside); el aire ¡era tan puro! frío no, fresco, fresco; en él venía vida de primavera nocturna, y el sol estaba dentro de la luna y de mi cuerpo, el sol presente, el sol que nunca más me dejaría los huesos solos, sol en sangre y él. Y entré cantando ausente en la arboleda de la noche, y el río que se iba bajo Washington Bridge, con sol aún, hacia mi España por mi oriente, a mi oriente de mayo de Madrid; un sol ya muerto, pero vivo; un sol presente, pero ausente; un sol rescoldo de vital carmín; un sol carmín vital en el verdor; un sol vital en el verdor ya negro; un sol en el negror ya luna; un sol en la gran luna de carmín; un sol de gloria nueva, nueva en otro este; un sol de amor y de trabajo hermoso; un sol como el amor... «Dulce como este sol era el amor.»


(CANTADA)


y 3

FRAGMENTO TERCERO

«Y para recordar porqué he venido», estoy diciendo yo. «Y para recordar porqué he nacido», conté yo un poco antes, ya por La Florida. «Y para recordar porqué he vivido», vuelvo a ti, mar, pensé yo en Sitjes, antes de una guerra, en España, del mundo. ¡Mi presentimiento! Y entonces, marenmedio, mar, más mar, eterno mar, con su luna y su sol eternos por desnudos, como yo, por desnudo, eterno; el mar que me fue siempre vida nueva, paraíso primero, primer mar. El mar, el sol, la luna, y ella y yo, Eva y Adán, al fin y ya otra vez sin ropa, y la obra desnuda y la muerte desnuda, que tanto me atrajeron. Desnudez es la vida y desnudez la sola eternidad... Y, sin embargo, están, están, están, están llamándonos a comer, gong, gong, gong, en este barco de este mar, y hay que vestirse en este mar, en esta eternidad de Adán y Eva, Adán de smoking, Eva... Eva se desnuda para comer como para bañarse; es la mujer y la obra y la muerte, es la mujer desnuda, eterna metamorfosis. ¡Qué estraño es todo esto, mar, Miami! No, no fue allí en Sitjes, Catalonia, Spain, en donde se me apareció mi mar tercero, fue aquí ya; era este mar, este mar mismo, mismo y verde, verdemismo; no fue el Mediterráneo azulazulazul, fue el verde, el gris, el negro Atlántico de aquella Atlántida. Sitjes fue, donde vivo ahora, Marice!, esta casa de Deering, española, de Miami, esta Villa Vizcaya aquí de Deering, española aquí en Miami, aquí de aquella Barcelona. Mar, y ¡qué estraño es todo esto! No era España, era La Florida de España, Coral Gables, donde está la España esta abandonada por los hijos de Deering (testamentaría inaceptable) y acep tada por mí; esta España (Catalonia, Spain) guirnaldas de morada bugainvilia por las rejas. Deering, vivo destino. Ya está Deering muerto y trasmutado. Deering Destino Deering, fuiste clarividencia mía de ti mismo, tú (y quién habría de pensarlo cuando yo, con Miguel Utrillo y Santiago Rusiñol, gozábamos las blancas salas soleadas, al lado de la iglesia, en aquel cabo donde quedó tan pobre el «Cau Ferrat» del Ruiseñor bohemio de albas barbas no lavadas.) Deering, sólo el Destino es inmortal, y por eso te hago a ti inmortal, por mi Destino. Sí, mi Destino es inmortal y yo, que aquí lo escribo, seré inmortal igual que mi destino, Deering. Mi destino soy yo y nada y nadie más que yo; por eso creo en El y no me opongo a nada suyo, a nada mío, que El es más que los dioses de siempre, el dios otro, rejidos, como yo por el Destino, repartidor de la sustancia con la esencia. En el principio fue el Destino, padre de la Acción y abuelo o bisabuelo o algo más allá, del Verbo. Levo mi anda, por tanto, izo mi vela para que sople El más fácil con su viento por los mares serenos o terribles, atlánticos, mediterráneos, pacíficos o los que sean, verdes, blancos, azules, morados, amarillos, de un color o de todos los colores. Así lo hizo, aquel enero, Shelley, y no fue el oro, el opio, el vino, la ola brava, el nombre de la niña lo que se lo llevó por el trasmundo del trasmar; Arroz de Buda; Barrabás de Cristo; Yegua de San Pablo; Longino de Zenobia de Palmyra; Carlyle de Keats; Uva de Anacreonte; George Sand de Efebos; Goethe de Schiller (según dice el libro de la mujer suiza); Omnibus de Curie; Charles Monee de Gauguin... Cualquier forma es la forma que el Destino, forma de muerte o vida, forma de toma y deja, deja, toma; y es inútil huirla ni buscarla. No era aquel auto disparado que rozó mi sien en el camino de Miami, pórtico herreriano de baratura horrible, igual que un sólido huracán; ni aquella hélice de avión que sorbió mi ser completo y me dejó ciego, sordo, mudo en Barajas, Madrid, aquella madrugada sin Paquita Pechare; ni el doctor Amory con su inyección en Coral Gables, Alhambra Circle, y luego con colapso al hospital; ni el papelito sucio, cuadradillo añil, de la denuncia a lápiz contra mí, Madrid en guerra, el buzón de aquel blancote de anarquista, que me quiso juzgar, con crucifijo y todo, ante la mesa de la bi blioteca que fue un día de Nocedal (don Cándido); y que murió la tarde aquella con la bala que era para él (no para mí), y la pobre mujer que se cayó con él, más blanca que mis dientes que me salvaron por blancos; más que él, más limpia, el sucio panadero, en la acera de la calle de Lista, esquina a la de Velázquez. No, no era, no era, no era aquel Destino mi Destino de muerte todavía. Pero, de pronto, ¿qué inminencia alegre, mala, indiferente, absurda? Ya pasó lo anterior y ya está, en este aquí, este esto, aquí está esto, y ya, y ya estamos nosotros igual que una pesadilla náufraga o un sueño dulce, claro, embriagador, con ello. La ánjela de la guarda nada puede contra la vijilancia exacta, contra el exacto dictar y decidir, contra el exacto obrar de mi Destino. Porque el Destino es natural, y artificial el ánjel, la ánjela. Esta inquietud tan fiel que reina en mí, que no es del corazón, ni del pulmón, ¿de dónde es? Ritmo vejetativo es (lo dijo Achúcarro primero y luego Marañón) mi tercer ritmo, más cercano, Goethe, Claudel, al de la poesía, que los vuestros. Los versos largos, vuestros, cortos, vuestros, con el pulso de otra o con el pulmón propio. ¡Cómo pasa este ritmo, este ritmo, río mío, fuga de faisán de sangre ardiendo por mis ojos, naranjas voladoras de dos pechos en uno, y qué azules, qué verdes y qué oros diluidos en rojo, a qué compases infinitos! Deja este ritmo timbres de aires y de espumas en los oídos, y sabores de ala y de nube en el quemante paladar, y olores a piedra con rocío, y tocar cuerdas de olas. Dentro de mí hay uno que está hablando, hablando, hablando ahora. No lo puedo callar, no se puede callar. Yo quiero estar tranquilo con la tarde, esta tarde de loca creación (no se deja callar, no lo dejo callar). Quiero el silencio en mi silencio, y no lo sé callar a éste, ni se sabe callar. ¡Calla, segundo yo, que hablas como yo y que no hablas como yo; calla, maldito! Es como el viento ese con la ola; el viento que se hunde con la ola inmensa; ola que sube inmensa con el viento; ¡y qué dolor de olor y de sonido, qué dolor de color, y qué dolor de toque, de sabor de ámbito de abismo! ¡De ámbito de abismo! Espumas vuelan, choque de ola y viento, en mil primaverales verdes blancos; que son festones de mi propio ámbito interior. Vuelan las olas y los vientos pasan, y los colores de ola y viento juntos cantan, y los olores fuljen reunidos, y los sonidos todos son fusión, fusión y fundición de gloria vista en el juego del viento con la mar. Y ¿se era el que hablaba, qué mareo, ése era el que hablaba, y era el perro que la draba en Moguer, en la primera estrofa. Como en sueños, yo soñaba una cosa que era otra. Pero si yo no estoy aquí con mis cinco sentidos, ni el mar ni el viento son viento ni mar; no están gozando viento y mar si no los veo, si no los digo y lo escribo que lo están. Nada es la realidad sin el Destino de una conciencia que realiza. Memoria son los sueños, pero no voluntad ni intelijencia. ¿No es verdad, ciudad grande de este mundo? ¿No es verdad, di ciudad de la unidad posible, donde vivo? ¿No es verdad la posible unidad, aunque no gusten los desunidos por Color o por Destino, por Color que es Destino? Sí, en la ciudad del sur ya, persisten estos claros de campo rojiseco, igual que en mí persisten, hombre pleno, las trazas del salvaje en cara y mano y en vestido; y el salvaje de la ciudad dormita en ellos su civilización olvidada, olvidan do las reglas, las prohibiciones y las leyes. Allí el papel tirado, inútil crítica, cuento estéril, absurda poesía; allí el vientre movido al lado de la flor, y si la soledad es hora sola, el pleno ayuntamiento de la carne con la carne, en la acera, en el jardín lleno de otros. El negro lo prefiere así también, y allí se iguala al blanco con el sol en su negrura él, y el blanco negro con el sol en su blancura, resplandor que conviene más, como aureola, al alma que es un oro en yeta como mina. Allí los naturales tesoros valen más, el agua tanto como el alma; el pulso tanto como el pájaro, como el canto del pájaro: la hoja tanto como la lengua. Y el hablar es lo mismo que el rumor de los árboles, que es conversación perfectamente comprensible para el blanco y el negro. Allí el goce y el deleite, y la risa, y la sonrisa, y el llanto y el sonlloro son iguales por fuera que por dentro; y, la negra más joven, esta Ofelia que, como la violeta silvestre oscura, es delicada en sí sin el colejio ni el concierto, sin el museo ni la iglesia, se iguala con el rayo de luz que el sol echa en su cama, y le hace iris la sonrisa que en vuelve un corazón de igual color por dentro que el negro pecho satinado, corazón que es el suyo, aunque el blanco no lo crea. Allí la vida está más cerca de la muerte, la vida que es la muerte en movimiento, porque es la eternidad de lo creado, el nada más, el todo, el nada más y el todo confundidos; el todo por la escala del amor en los ojos hermosos que se anegan en sus aguas mismas, unos en otros, grises o negros como los colores del nardo y de la rosa; allí el canto del mirlo libre y la canaria presa, los colores de la lluvia en el sol, que corona la tarde, sol lloviendo. Y los más desgraciados, los más tristes vienen a consolarse de los fáciles, buscando los restos de su casa de dios entre lo verde abierto, ruina que persiste entre la piedra prohibitoria más que la piedra misma; y en la congregación del tiempo en el espacio, se reforma una unidad mayor que la de los fronteros escojidos. Allí se escoje bien entre lo mismo, ¿mismo? La mueblería estraña, sillón alto redicho, contornado, presidente incómodo; la alfombra con el polvo pelucoso de los siglos; la estantería de cuarenta pisos columnados, con los libros en orden de disminución, pintados o cortados a máquina, con el olor a gato; y las lámparas secas con camellos o timones; los huevos por perillas en las puertas; los espejos opacos inclinados en marco cuádruple, pegajoso barniz, hierro mohoso; los cajones manchados de jarabe (Baudelaire, hermosa taciturna, Poe). Todos somos actores aquí, y sólo actores, y el teatro es la ciudad, y el campo y el horizonte, ¡el mundo! Y Otelo con Desdémona será lo eterno. Esto es el hoy todavía, y es el mañana aún, pasar de casa en casa del teatro de los siglos, a lo largo de la humanidad toda. Pero tú en medio, tú, mujer de hoy, negra o blanca, americana, asiática, europea, africana, oceánica; demócrata, republicana, comunista, socialista, monárquica; judía; rubia, morena; inocente o sofistica; buena o mala, perdida indiferente; lenta o rápida; brutal o soñadora; civilizada, civilizada toda llena de manos, caras campos naturales, muestras de un natural único y libre, unificador de aire, de agua, de árbol, y ofreciéndote al mismo dios de sol y luna únicos; mujer, la nueva siempre para el amor igual, la sola poesía. Todos hemos estado reunidos en la casa agradable blanca y vieja; y ahora todos (y tú, mujer sola de todos) estamos separados. Nuestras casas saben bien lo que somos; nuestros cuerpos, ojos, manos, cinturas, cabezas en su sitio; nuestros trajes en su sitio, en un sitio que hemos arreglado de antemano para que nos espere siempre igual. La vida de este unirse y separarse, rápidos, de ojos, manos, bocas, brazos, piernas, cada uno en la busca de aquello que lo atrae o lo repele. Si todos nos uniéramos en todo (y en color, tan lijera superficie) estos claros del campo nuestro, nuestro cuerpo, estas caras y estas manos, el mundo un día nos sería hermoso a todos, una gran palma sólo, una gran frente sólo, todo unido y apretado en un abrazo como el tiempo y el espacio, un astro humano, el astro del abrazo por órbita de paz y de armonía... Bueno, sí, dice el otro, como si fuera a mí, al salir del museo después de haber tocado el segundo David de Miguel Ángel. Ya el otoño. ¡Saliendo! ¡Qué hermosura de realidad! ¡La vida, al salir de un museo!... No luce oro la hoja seca, canta oro, y canta rojo y cobre y amarillo; una cantada aguda y sorda, aguda con arre bato de mejor sensualidad. ¡Mujer de otoño; árbol, hombre! ¡cómo clamáis el gozo de vivir, al azul que se alza con el primer frío! Quieren alzarse más, hasta lo último de ese azul que es más limpio, de incomparable desnudez azul. Desnudez plena y honda del otoño, en la que el alma y carne se ve mejor que no son más que una. La primavera cubre el idear, el invierno deshace el poseer, el verano amontona el descansar; otoño, tú, el alerta, nos levantas descansado, rehecho, descubierto, al grito de tus cimas de invasora evasión. ¡Al sur, al sur! Todos deprisa. La mudanza y después la vuelta; aquel huir, aquel llegar en los tres días que nunca olvidaré, que no me olvidarán. El sur, el sur, aquellas noches, aquellas nubes de aquellas noches de conjunción cercana de planetas; que ir llegando tan hermoso a nuestra casa blanca de Alhambra Circle en Coral Gables, Miami, La Florida! Las garzas blancas habladoras en noches de escursiones altas. En noches de escursiones altas he oído por aquí hablar a las estrellas, en sus congregaciones palpitantes de las marismas de lo inmenso azul, como a las garzas blancas de Moguer, en sus congregaciones palpitantes por las marismas de lo verde inmenso. ¿No eran espejos que guardaban vivos, para mi paso por debajo de ellas, blancos espejos de alas blancas, los ecos de las garzas de Moguer? Hablaban, yo lo oí, como nosotros. Esto era en las marismas de La Florida llana, la tierra del espacio con la hora del tiempo ¡Qué soledad, ahora, a este sol de mediodía! Un zorro muerto por un coche; una tortuga atravesando lenta el arenal; una serpiente resbalando undosa de marisma a marisma. Apenas jente; sólo aquellos indios en su cerca de broma, tan pintaditos para los turistas. ¡Y las calladas, las tapadas, las peinadas, las mujeres en aquellos corrales de las hondas marismas! Siento sueño; no, ¿no fue un sueño de los indios que huyeron de la caza cruel de los tramperos? Era demasiado para un sueño, y no quisiera yo soñarlo nunca... Plegadas alas en alerta unido de un ejército cárdeno y cascáreo, a un lado y otro del camino llano que daba sus pardores al fiel mar, los cánceres osaban craqueando erguidos (como en un agrio rezo de eslabones) al sol de la radiante soledad de un dios ausente. Llegando yo, las ruidosas alas se abrieron erijidas, mil seres ¿pequeños? ladeándose en sus ancas agudas. Y, silencio; un fin, silencio. Un fin, un dios que se acercaba. Un cáncer, ya un cangrejo y solo, quedó en el centro gris del arenal, más erguido que todos, más abierta la tenaza sérrea de la mayor boca de su armario; los ojos periscopios tiesos, clavando su vibrante ene mistad en mí. Bajé lento hasta él, y con el lápiz de mi poesía y de mi crítica, sacado del bolsillo, le incité a que luchara. No se iba el david, no se iba el david del literato filisteo. Abocó el lápiz amarillo con su tenaza, y yo lo levanté con él cojido y lo jiré a los horizontes con impulso mayor, mayor, mayor, una órbita mayor, y él aguantaba. Su fuerza era tan poca para mi más tan poco ¡pobre héroe! ¿Fui malo? Lo aplasté con el in justo pie calzado, sólo por ver qué era. Era cáscara yana, un nombre nada más, cangrejo; y ni un adarme, ni un adarme de entraña; un hueco igual que cualquier hueco; un hueco en otro hueco. Un hueco era ci héroe sobre el suelo y bajo el cielo; un hueco, un hueco aplastado por mí, que el aire no llenaba, por mí, por mí; sólo un hueco, un vacío, un heroico secreto de un frío cáncer hueco, un cangrejo hueco, un pobre david hueco. Y un silencio mayor que aquel silencio llenó el mundo de pronto de veneno, un veneno de hueco; un principio, no un fin. Parecía que el hueco revelado por mí y puesto en evidencia para todos, se hubiera hecho silencio, o el silencio, hueco; que se hubiera poblado aquel silencio numerable de innúmero silencio hueco. Yo sufría que el cáncer era yo, y yo un jigante que no era sólo yo y que me había a mí pisado y aplastado. ¡Qué inmensamente hueco me sentía, qué monstruoso de oquedad erguida, en aquel solear empederniente del mediodía de las playas desertadas! ¿Desertadas? Alguien mayor que yo y el nuevo yo venía, y yo llegaba al sol con mi oquedad inmensa, al mismo tiempo; y el sol me derretía lo hueco, y mi infinita sombra me entraba en el mar y en él me naufragaba en una lucha inmensa, porque el mar tenía que llenar todo mi hueco. Revolución de un todo, un in finito, un caos instantáneo de carne y cáscaras, de arena y nube y ola y frío y sol, todo hecho total y único, todo abel y caín, david y goliat, cáncer y yo, todo cangrejo y yo. Y en el espacio de aquel hueco inmenso y mudo, dios y yo éramos dos. Conciencia... Conciencia, yo, el tercero, el caído, te digo a ti (¿me oyes, conciencia?): Cuando tú quedes libre de este cuerpo, cuando te esparzas en lo otro (¿qué es lo otro?) ¿te acordarás de mí con amor hondo; ese amor hondo que yo creo que tú, mi tú y mi cuerpo se han tenido tan llenamente, con un convencimiento doble que nos hizo vivir un convivir tan fiel como el de un doble astro cuando nace de dos para ser uno? ¿y no podremos ser por siempre lo que es un astro hecho de dos? No olvides que, por encima de lo otro y de los otros, hemos cumplido como buenos nuestro mutuo amor. Difícilmente un cuerpo habría amado así a su alma, como mi cuerpo a ti, conciencia de mi alma; porque tú fuiste para él suma ideal y él se hizo por ti, contigo, lo que es. ¿Tendré que preguntarte lo que fue? Esto lo sé yo bien, que estaba en todo. Bueno, si tú te vas, dímelo antes claramente y no te evadas mientras mi cuerpo esté dormido; dormido suponiendo que estás con él. El quisiera besarte con un beso que fuera todo él, quisiera deshacer su fuerza en este beso, para que el beso quedara para siempre como algo, como un abrazo, por ejemplo, de un cuerpo y su conciencia en el hondón más hondo de lo hondo eterno. Mi cuerpo no se encela de ti, conciencia; mas quisiera que al irte fueras todo él, y que dieras a él, al darte tú a quien sea, lo suyo todo, este amar que te ha dado tan único, tan solo, tan grande como lo único y lo solo. Dime tú todavía: ¿No te apena dejarme? ¿Y por qué te has de ir de mí, conciencia? ¿No te gustó mi vida? Yo te busqué tu esencia. ¿Qué sustancia le pueden dar los dioses a tu esencia, que no pudiera darte yo? Ya te lo dije al comenzar: «Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo.» ¿Y te has de ir de mí tú, tú a integrarte en un dios, en otro dios que este que somos mientras tú estás en mí, como de dios?

(SUCESIÓN: y 2)

(Por La Florida, 1941-1942-1954.)

Sobre el lenguaje, Manuel González Prada

Hay vicios literarios que sirven de síntomas patológicos: por el lenguaje se diagnostica la lesión cerebral. En algunos casos se observa el pródromo de la enfermedad, desde su incubación hasta el período agudo: al principio, los juegos de palabras, los retruécanos y las ecolatrías asoman de vez en cuando, como un espontáneo adorno; en seguida, ocurren con tanta frecuencia que denuncian el deliberado propósito de usarlas; y, por último, concluyen por invadirlo todo y aparecer como el único fin del escritor al mover la pluma.

Y de la escritura, el vicio cunde a la conversación, de modo que no se habla sin un calembour, imitando al clown que no da un paso sin una mueca, una contorsión o un salto mortal. En Francia, donde la lengua se presta maravillosamente al sentido ambiguo y a las sutilezas, suele verse a muchos hombres que despiertos dicen agudezas, dormidos sueñan con decirlas. Así, un Aurélien Scholl consumió medio siglo y sigue consumiendo el resto de sus días en malograr un gran talento para probar que tiene mucho ingenio.

Las armonías imitativas, las onomatopeyas que tanto deleitan a los decidores de vaciedades y rimadores de versos huecos hacen retrogradar el idioma a su forma primitiva. Las lenguas de los salvajes son onomatopéyicas, un compósito de sonidos y articulaciones donde se patentiza la evolución lenta del ruido a la palabra. Por exacta que nos parezca la armonía imitativa de una frase, el sonido de las palabras difiere tanto del ruido representado que se necesita insinuarlo para encontrar la relación. La mayor parte de las onomatopeyas son juegos pueriles de los escritores o curiosidades preconizadas por los gramáticos. Por rimbombante que sea un verso que imite el estampido del trueno, sólo el que entiende la lengua del poeta logra coger la armonía imitativa. ¿Quién que no sepa latín descubrirá en el famoso exámetro de Virgilio. . .

* * *

Cierto, hay interjecciones iguales o muy parecidas en lenguas diversas; pero entre el (alalau! del indio peruano y el alalá del parisiense hay algo más que armonías imitativas, hay la expresión de dos sensaciones reflejas. Si toda impresión causa una sensación, tiende a exteriorizarse por tina reacción total del organismo, la misma impresión debe manifestarse en todos los hombres con reacciones semejantes. Por eso, hay siempre una remota similitud en las interjecciones de todas las lenguas: el dolor que hace decir ayayay al indio de la puna, hace también decir aïeaïeaïe al francés del bulevar.

Como en un escrito lo esencial es el sentido, es decir, la idea, al hacer de la palabra un mero instrumento de armonía se la convierte en un remedo estéril de la música. Cuando Lenau pensaba escribir...

La palabra no es imagen exacta de la cosa o del pensamiento sino el signo convencional para representarla, y nadie dirá que el vocablo monte sea como la fotografía de un monte ni que la voz dolor sea una figuración del dolor. Mientras pintura y escultura son imágenes de una idea que concebimos o de una cosa que vemos, la palabra es sólo una representación arbitraria, un símbolo convencional: fuera de la interjección (más grito que articulación) la frase no tiene vínculo estrecho con el pensamiento. . .

Los nadies, de Eduardo Galeano

Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba. Los nadies: los hijos de los nadies, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos: Que no son, aunque sean. Que no hablan idiomas, sino dialectos. Que no profesan religiones, sino supersticiones. Que no hacen arte, sino artesanía. Que no practican cultura, sino folklore. Que no son seres humanos, sino recursos humanos. Que no tienen cara, sino brazos. Que no tienen nombre, sino número. Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local. Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.

Extracto de Desobediencia civil, de Henry David Thoreau

Cuando la sociedad y las leyes son injustas, el lugar de un hombre justo es la cárcel. Asumo el lema "el mejor gobierno es el que menos gobierna" y deseo verlo en acción. Viene a ser lo mismo que "el mejor Estado sería aquel donde no se gobierna en absoluto, y, cuando los hombres estén preparados, ése será el Estado que tendrán." Debemos ser primero hombres y después súbditos. Las masas sirven al Estado como máquinas, con sus cuerpos. En eso consisten el ejército, los funcionarios, los ayudantes del sheriff, etc. No tienen libre ejercicio del juicio ni del sentido común, sino que actúan como la madera, la tierra, las piedras, y quizá fabriquemos algún día hombres de madera que sirvan igual ese propósito. Tales hombres no merecen más respeto que un montón de estiércol, pero generalmente son considerados buenos ciudadanos. Los héroes, los patriotas y los reformadores actúan con su conciencia, por lo que se suelen oponer al Estado y éste les trata como enemigos.

¿Cómo debemos comportarnos con este Estado estadounidense de hoy? No podemos asociarnos con él sin deshonra. No puedo reconocer como mi Estado a esa organización que permite la esclavitud. Cuando la sexta parte de la nación son esclavos, y el ejército invade y conquista injustamente todo un país (México) sometiéndolo a la ley marcial, no es demasiado pronto para que los hombres honestos se rebelen y subleven. Que el país invadido no sea el nuestro, sino que nuestro sea el ejército invasor, hace más urgente este deber.

Existen leyes injustas. ¿Nos contentaremos con obedecerlas? ¿Nos esforzaremos en enmendarlas, obedeciéndolas mientras tanto? ¿O las transgredimos de una vez? Si la injusticia requiere de tu colaboración, rompe la ley. Sé una contrafricción para detener la máquina. Bajo un Estado que encarcela injustamente, el lugar del hombre justo es también la cárcel. Hoy el único lugar que el gobierno ha provisto para sus espíritus más libres está en sus prisiones, para encerrarlos y separarlos del Estado, tal y como ellos mismos ya se han separado de él por principios. Allí se encontrarán el esclavo fugitivo, el prisionero mexicano y el indio. Es la única casa en la que se puede permanecer con honor.

No pagar impuestos sería menos sangriento que pagarlos, capacitando al Estado para derramar sangre inocente. Si niego la autoridad al Estado cuando me exige sus impuestos, tomará y arrasará mi propiedad, y nos acosará sin tregua a mí y a mis hijos. Es duro, pero me cuesta menos el castigo que llegar a obedecer. Me sentiría de mucho menos valor. El Estado no tiene mayor honestidad o juicio, sino fuerza bruta. Y yo no nací para ser forzado. Respiraré a mi manera. Veamos quién es más fuerte. Cuando el Estado me dice "la bolsa o la vida", ¿por qué debo apresurarme a pagar? Deseo simplemente negarle mi lealtad y vivir lejos de él. De hecho, le declaro tranquilamente la guerra al Estado, a mi manera, que no es la suya.

Ensayo sobre la desobediencia civil, Henry David Thoreau.

Canción del pirata, de José de Espronceda

Con diez cañones por banda,
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar sino vuela
un velero bergantín:
bajel pirata que llaman
por su bravura el Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín.

La luna en el mar rïela,
en la lona gime el viento,
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul;
y ve el capitán pirata,
cantando alegre en la popa,
Asia a un lado, al otro Europa,
y allá a su frente Stambul.

«Navega, velero mío,
sin temor,
que ni enemigo navío,
ni tormenta, ni bonanza
tu rumbo a torcer alcanza,
ni a sujetar tu valor.
«Veinte presas
hemos hecho
a despecho
del Inglés,

y han rendido
sus pendones
cien naciones
a mis pies.

«Que es mi barco mi tesoro,
que es mi Dios la libertad,
mi ley la fuerza y el viento,
mi única patria la mar.

«Allá muevan feroz guerra
ciegos reyes
por un palmo más de tierra;
que yo tengo aquí por mío
cuanto abarca el mar bravío,
a quien nadie impuso leyes.

«Y no hay playa,
sea cualquiera,
ni bandera
de esplendor,
que no sienta
mi derecho
y dé pecho
a mi valor.
«Que es mi barco mi tesoro....

«A la voz de '¡barco viene!'
es de ver
cómo vira y se previene
a todo trapo a escapar;
que yo soy el rey del mar,
y mi furia es de temer.

«En las presas
yo divido
lo cogido
por igual:
sólo quiero
por riqueza
la belleza
sin rival.

«Que es mi barco mi tesoro....
«¡Sentenciado estoy a muerte!
Yo me río.
No me abandone la suerte,
y al mismo que me condena
colgaré de alguna entena,
quizá en su propio navío.

«Y si caigo, ¿Qué es la vida?
por perdida
ya la di,
cuando el yugo
del esclavo,
como un bravo,
sacudí.
«Que es mi barco mi tesoro....
«Son mi música mejor
aquilones;
el estrépito y temblor
de los cables sacudidos;
del negro mar los bramidos
y el rugir de mis cañones.

«Y del trueno
al son violento,
y del viento
al rebramar,
Yo me duermo
sosegado,
arrullado
por el mar.

«Que es mi barco mi tesoro,
que es mi Dios la libertad,
mi ley la fuerza y el viento,
mi única patria la mar.»

A un orador contrahecho, zazoso y satírico, fray Diego González

Botijo con bonete clerical,
que viertes la doctrina a borbollón,
falto de voz, de efectos, de emoción,
lleno de furia, ardor y odio fatal;

la cólera y despique por igual
dividen en dos partes tu sermón,
que, por tosco, punzante y sin razón,
debieras predicárselo a un zarzal.

¿Qué prendas de orador en ti se ven?
Zazoso acento, gesto pastoril,
el metal de la voz cual de sartén,

tono uniforme cual de tamboril.
Para orador te faltan más de cien;
para arador te sobran más de mil.

Oración en las grandes vacilaciones, de Eugenio d'Ors

No me ilumina nada,
no veo nada,
no siento nada,
no adivino nada,
sino lo que sientes tú.

No decido nada,
no juzgo nada,
no examino nada,
no sé nada,
sino lo que sabes tú.

No pido nada,
no quiero nada,
no deseo nada,
sino lo que anhelas tú.
No temo a nadie,
no sirvo a nadie,
no sigo a nadie,
no descanso en nadie,
sino en ti.

Mis caminos convergentes, de Ángel Crespo

Pocas cosas habrá tan difíciles, cuando menos para mí, como escribir acerca de la propia formación intelectual, pues estoy convencido de que nunca se la puede dar por consumada y de que influyen en ella, de manera muchas veces decisiva, factores y circunstancias que escapan a la percepción y, en consecuencia, a la memoria. Empezaré, no obstante, por recordar que mis orígenes culturales son los de un autodidacta. No pretendo, al dar cuenta de algo que creo muy común entre los poetas, declarar que sea yo el único artífice de mi forma mentis ni el seleccionador exclusivo de las materias —poéticas o de cualquier otra naturaleza— con que suelo enfrentarme voluntaria o indeliberadamente, ya para inducir a mi pensamiento y a mi sentimiento, ya para tratar de abrirme camino hacia la integración en una realidad que siempre he intuido, no como ajena a las apariencias, sino como más profunda y reveladora que ellas. Lo que quiero decir es que nunca conté con un maestro que me ayudase, querida y aceptadamente tanto por su parte como por la mía, a hallar lo que necesitaba para encontrarme. Es cierto que a veces he hablado, aunque con reservas mentales, de mis pretendidos, o más bien deseados, maestros, y que he brindado sus nombres a la lícita curiosidad ajena, pero lo he hecho porque no me había planteado de manera radical la diferencia existente entre ejemplaridad y magisterio. Maestros, no los he tenido; hombres ejemplares por su vida, por su obra, o por ambas, he admirado y amado a más de uno, y ellos han sido y continúan siendo quienes me han estimulado, tal vez sin saberlo, a informar y tratar de imprimir coherencia a mi aventura vital y espiritual. A algunos de ellos los he conocido y tratado, a otros no he querido tratarlos ni conocerlos, con los más no he podido observar una ni otra de estas actitudes porque pertenecen al pasado.

Admito, pues, que en esta cuestión de mi ascendencia cultural y espiritual tal vez haya podido, en ocasiones, engañarme con palabras pero sin renunciar nunca a la actitud de independencia propia de quien no tiene demasiadas deudas didácticas que reconocer. Esto último es algo por lo que he debido abonar un alto, y muchas veces penoso, precio que no ha sido bastante a curarme de una innata prodigalidad en el pago de mi independencia de criterios y actitudes. Y me parece que el haber saldado esta cuenta sin protestar, y sobre todo sin sublevarme en mi interior, ha podido hacer que se me haya considerado —según quien juzgase— como un caso aconsejable o vitando, pero nunca como un peligro a tener en cuenta por los más acomodaticios que yo.
Según como se mire, fue para mí una buena o una mala suerte nacer en el seno de una familia que carecía casi en absoluto de tradición intelectual. Una buena suerte porque, en mi educación y disciplina mentales, no me vi obligado por ejemplos cercanos que pudiesen desviarme del camino hacia el que tendía mi naturaleza íntima; una mala suerte porque no recibí de mi medio familiar ayuda alguna para recorrerlo, antes bien, desde que el impulso impreso a mi vida por la vocación poética empezó a convertirme en escritor, tropecé con muchos y muy serios obstáculos de orden, por fortuna, principalmente material.

Mi padre comenzó y terminó su carrera administrativa como oficial de telégrafos. Era un hombre bueno —y simpático hasta la ingenuidad fuera de casa, aunque en ella se mostrase casi siempre algo severo y distante— cuyas ideas políticas eran las de un monárquico con servador. No le atraía la lectura y juzgaba a la poesía como un vistoso pero superfluo don, por lo que me reprochó más de una vez que perdiese en su estudio y en su escritura un tiempo que consideraba precioso para mi porvenir, pues no quería que yo pasase nunca los apuros económicos que fueron una constante de su vida privada y social. A mi madre sí le gustaban los libros, sobre todo las novelas y las obras dramáticas, y, como salía poco de casa y tenía mucho tiempo para leer, llegó a formarse una mediana biblioteca que terminó por compartir conmigo.
No creo oportuno ocuparme extensamente de mis padres en estas páginas, ni tampoco hablar más de lo imprescindible del resto de mi familia. Sí diré que, en la paterna, sólo mostraban algún interés por la poesía mi abuelo Ángel, que murió cuando yo tenía seis o siete años, y un tío lejano, llamado Pascual Crespo, que era además cuñado de mi padre. Mi tío Pascual, que se había hecho médico en Madrid, había leído en su juventud a los poetas del 27 y admiraba mucho al Alberti de Marinero en tierra y La amante, pero el paso del tiempo y el olvido hicieron que terminara por llamarle Alberdi. Yo tengo que agradecerle que me regalase la célebre antología de Gerardo Diego, que ya era una rareza bibliográfica.

La cultura estaba bastante más difundida en la familia de mi madre. Su hermano Gerardo y su tío José Céspedes eran buenos, aunque perezosos, lectores y el primero de ellos estuvo suscrito a la Revista de Occidente hasta que es talló la guerra civil. Era licenciado en Filosofía y Letras y leía el latín y el griego, aunque me temo que terminase por olvidar ambas lenguas. La especialidad de mi tío Pepe Céspedes, que no ejerció nunca su carrera de Derecho porque su soltería le permitía vivir muy holgadamente de sus tierras de labor, eran las novelas de Felipe Trigo, Pedro Mata, Álvaro Retana, Hoyos y Vinent y El Caballero Audaz, así como el teatro de Jacinto Benavente, al que decía conocer, pero también releía a Cervantes, a Pérez Galdós, a Palacio Valdés y a Pereda y sentía cierta predilección por El escándalo y El Clavo de Pedro Antonio de Alarcón, por La Regenta y por la poesía de Gabriel y Galán. En un baúl de su casa, encontré un ejemplar del Persiles y Sigismunda, encuadernado en cuero, que no tuvo inconveniente en regalarme a pesar de que se trataba de una edición del siglo XVIII. Yo leía a todos estos y a otros autores, incluidos los colaboradores de la revista de Ortega, en el caserón en que vivían mi tío Gerardo y mi tío Pepe. El primero solía regalarme libros infantiles, y el segundo me compraba muchos de los que me apetecían cuando ya era un muchacho dominado por una pasión literaria que él alentaba sin necesidad de que tuviésemos demasiadas conversaciones acerca de ella, pero sí defendiéndome y justificándome ante mi padre, que res petaba su cultura aunque no estuviese de acuerdo con su manera de administrarse ni con las largas temporadas que solía pasar en Madrid, donde Dios sabe lo que hacía, solo y sin obligaciones fa miliares ni trato conocido con mujeres.

La familia de mi madre era de Alcolea de Calatrava y la de mi padre de Fernán Caballero, dos pueblos pequeños situados en las cercanías de Ciudad Real. Tanto los Crespo como los Pérez de Madrid eran agricultores pasablemente acomodados y más o menos empavorecidos por el espectro de la sequía y el peso de las hipotecas. Mi vida familiar tenía dos centros, Ciudad Real, don de hice mis primeros estudios, y Alcolea, donde mi padre administraba las fincas y el ganado de mi madre. Pasábamos largas temporadas en un quinto llamado la Cuesta del Jaral, situado en parte en el término de Alcolea y, en otra menor, en el de Piedrabuena. Des de aquella finca se iba, dando un largo paseo por sendas de tartanas y trochas de cabras, a otra, llamada Bullaque, a la que atravesaba un arroyo de poco caudal y en la que pastaban las vacas y las mulas de la casa. Aquel pueblo y aquellas dos fincas, en la primera de las cuales había una modesta casa y un in verosímil corralón en cuesta, son mi paraíso perdido. Me crié allí entre jaras, retamas, chaparros, aulagas, coscojas, romero, encinares, arzollos y campos de tomillo y espliego sin otra intimidad que la que establecí con los animales domésticos y con los silvestres. Me perdía, o más bien me aislaba, entre los matorrales espesos y los sembrados de cereales, a veces con un libro en la mano, para tratar de hacer mías las experiencias entomológicas narradas por J. H. Fabre, cuyas obras leía y amaba desde los seis o siete años, o para imaginar las aventuras contadas por Julio Verne, por Emilio Salgan y por Edgar Rice Burroughs, que fueron mis primeros novelistas. Fabre me familiarizó con los escarabajos, las mantis, los alacranes, los erizos, los murciélagos y los pájaros; Verne y los otros dos, con un mundo imaginario a cuyos felinos y tímidas y veloces víctimas no tardé en atribuir una naturaleza semejante a la de los númenes. Son, en realidad, los animales mágicos de mis primeros libros, humaniza dos y divinizados con la colaboración de mis lecturas adolescentes de los clásicos latinos.

Igualmente decisivo para mí fue el trato que mantuve en aquellos campos con el misterioso mundo vegetal. Primero fue una percepción envolvente de la belleza multiforme de hierbas, yuyos, matas, árboles y arbustos; luego, vinieron mis fantasías infantiles, cuando, tumbado bocabajo y con la mirada a ras de suelo, imaginaba a las hierbas —una vez admitida sin esfuerzo alguno la relatividad de su tamaño— como espesuras de selvas vírgenes y atribuía a los escarabajos el cuerpo de los grandes paquidermos; a los saltamontes, los de los antílopes y a las orugas el de las serpientes. Más tarde, sentí algo que todavía me atrae tanto como me inquieta, la llamada de los árboles, sobre todo la de los árboles de las lindes y los claros del bosque, y también la de los aislados en medio de los campos de labor, esos solitarios que, ya me pasee a pie o a caballo, ya los vea desde un tren o un automóvil —e incluso cuando toma tierra el avión en que viajo—, siento cómo me llaman, me invitan a pararme a su lado como si quisieran tenerme cerca para poder iniciarme a un secreto que, si bien callan todavía, yo intuyo que no lo guardan celosamente sino por que tropiezan con mi incapacidad de comprensión. Por lo pronto, he aprendido hace mucho tiempo a admirar el enigma de la permanencia de los árboles, siempre expuestos a los cambios de humor de los elementos, impasibles a las agresiones de hombres y bestias, firmes en un lugar no elegido por ellos y del que no podrían huir aunque lo deseasen. ¿Qué tiene de extraño que los antiguos maestros espirituales los supusiesen —y supiesen— habitados por dioses y por ninfas? No estoy fantaseando, sino tratando de explicar lo que entiendo por Árbol de la Vida y no sé si, al mismo tiempo, del Bien y del Mal, pero, en cualquier caso, pido perdón.

La guerra civil me arrancó bruscamente del mundo rural de mi infancia. Cumplí los diez años el día en que comenzó y, como las fincas de mi familia fueron expropiadas por la Filial de la Tierra, me vi reducido a pasar en Ciudad Real los casi tres años que había de durar. A la edad que yo tenía entonces no se está capacitado para sentir nostalgia porque lo inmediato se impone, casi con exclusividad, al recuerdo de un pasado tan cercano que casi es presente. Tampoco se ha adquirido a esa edad una experiencia del tiempo y del espacio suficiente para sentir que lo ya vivido es irrepetible, ni para considerar a aquello de que hemos sido privados como difícilmente recuperable. Leí entonces cuanto quise, pues como mis padres no me matricularon en el Instituto, aunque había aprobado el examen de ingreso en mayo del 36, no carecía del tiempo necesario para hacerlo. Y me distraje tanto que apenas si me acordaba de la Cuesta del Jaral.
A poco de haber empezado la guerra, se fue a vivir con nosotros un médico de Almagro, llamado don Jesús, al que perseguían por su catolicismo militante. Como don Jesús se aburría mucho por que no podía salir a la calle ni asomarse al balcón, se empeñó en enseñarme francés. Me lo enseñó bien porque lo hablaba claramente y tenía mucha paciencia y, cuando se fue de casa, le sustituyó un refugiado extremeño de apellido Somoza. Era un sesentón alto, de noble bigote blanco, vestido siempre de oscuro y tocado con un enorme sombrero negro. Este don Eugenio no vivía en mi casa pero iba a buscarme casi todas las tardes para que diésemos un paseo en el transcurso del cual me contaba en francés su vida de ocioso terrateniente e inventor de impracticables máquinas de recolectar aceituna cuyos planos se había llevado a Ciudad Real cuando le obligaron a abandonar su pueblo. Gracias a estos dos profesores aficionados y nada amantes de la literatura, me encontré muy pronto con una, la francesa, que ha sido, o así lo creo, la más decisiva en mi primera formación intelectual.

Ciudad Real era, cuando empecé a estudiar el bachillerato, un pueblo grande, destartalado de por sí y empobrecido por la guerra, la mitad de cuyos habitantes se dedicaba a perseguir a la otra mitad. Una violencia en parte pública y en parte secreta tenía a la gente enajenada por el terror y los deseos de venganza. Yo tenía trece años y fui sometido, como todos mis compañeros de estudios, a una educación política y religiosa que era fiel trasunto del fanatismo de los vencedores. Llegaron a hacernos creer que, a pesar de las desalentadoras apariencias, estábamos viviendo una época heroica que era el alba de un nuevo Renacimiento. Se nos obligaba a rezar el rosario todos los días, se comprobaba con una cartilla nuestra asistencia a misa y, de vez en cuando, teníamos que asistir a los ejercicios espirituales de los padres de la Compañía de Jesús, cuyo plato fuerte era la descripción de las penas del Infierno, consecuencia, más que de cualesquiera otros pecados, de la lujuria y de las ideas políticas contrarias al régimen.

Como fui uno de los estudiantes que hicieron cursos intensivos para recuperar los perdidos durante la guerra, terminé el bachillerato, que duraba entonces siete años, en poco más de tres y medio. Estudié muy seriamente, estimulado por la esperanza de hacer en Madrid la carrera de Filosofía y Letras y, tanto en Ciudad Real como en Alcolea, donde empecé de nuevo a pasar largas temporadas, hice muchas lecturas literarias, pues comprendí, cuando apenas tenía catorce años, que mi verdadera vocación era la poesía. De entre los libros que leí entonces, uno de los que más me impresionaron fue una Historia del Emperador Carlomagno que me regaló mi madre y que fue el originador de mi afición a la poesía heroica y creo que el responsable de mi traducción de la Chanson de Roland. De los que saqué de la Biblioteca Provincial, recuerdo sobre todos los demás El moro expósito del Duque de Rivas, cuya primera edición crítica había de hacer más de treinta años después, y la Mitología griega y romana (creo que éste era su título) de Gerbrhardt. La lectura de los gruesos volúmenes de esta obra espléndidamente ilustrada fue fundamental para iluminar las que hice de los clásicos y para ayudarme a entender la experiencia que había ido adquiriendo de los hombres y de la naturaleza. Me hizo ver la realidad a la luz de los mitos. Y recuerdo, porque nunca he tenido ocasión de olvidarlo, que el dios que más me impresionó e inquietó fue Hermes, al que he sentido desde entonces gravitar en mi existencia, personalizado en esa luz del crepúsculo que he tratado de captar en algunos de mis últimos poemas.

En aquellos tiempos de mi iniciación a la escritura poética pasé por una larga fase en la que simultaneaba mis inevitables imitaciones de los poetas que más leía o que más me habían impresionado con la composición de poesías que, prescindiendo —o eso creía yo— de toda temática, se reducían a una forma en la que predominaba la musicalidad de las estrofas renacentistas. No las conservaba porque juzgaba que el placer que sentía al reunir palabras, muchas veces no escogidas por mí, sino aportadas a los versos por vía espontánea de aliteración o cacofonía, era un placer puramente lúdico, aunque bien puede ser que yo estuviese equivocado al creer que sólo había ornamentación donde quizás hubiese algo de magia.
Poco después de haber cumplido los diecisiete años, empecé a estudiar en Madrid la carrera de Derecho, pues mi padre, que quería que me hiciese ingeniero, decidió que, si me empeñaba en hacer la carrera de Filosofía y Letras, ten dría que estudiarla en casa y no iría a la Universidad más que para examinarme. Debido a su espíritu ahorrativo, fui un estudiante pobre, y ello me empujó a vivir en un mundo propio y a encerrarme cada vez más en él.

Durante una de las vacaciones pasadas en mi tierra, conocí al poeta Juan Alcaide, que vivía en Valdepeñas, donde era maestro de escuela. Admirador ferviente de Antonio Machado, que había aplaudido epistolarmente sus primeros libros de versos, La Mancha era el tema constante y casi único de su poesía. Creí entonces, y he seguido creyéndolo siempre, que Alcaide era un gran poeta en potencia que se había conformado con ser, sin apenas pretenderlo, poco más que una gloria local. En la Mancha de aquellos años tristes, Alcaide era una figura solitaria y un tanto incomprendida y, para mí, un ejemplo a admirar y no seguir, pues no me sentía tan atado como él a una región entendida desde el punto de vista de un realismo áspero parecido por coincidencia, pero no por influencia, al de Miguel Hernández, del que el valdepeñense no tenía nada que envidiar. Casi al mismo tiempo que a Alcaide, descubrí a la poesía modernista. El fondo esotérico de buena parte de la obra de Amado Nervo me atraía con fuerza porque había empezado a iniciarse en mí una evolución espiritual tan lenta como decisiva, pero, por encima de este poeta, Rubén Darío me despertó una admiración que ha ido aumentando con el paso del tiempo. No tardaría en conocer y admirar las obras de Vicente Huidobro, Pablo Neruda y César Vallejo, tan americanos y tan afectos a sus raíces europeas como Darío y Nervo. De entre nuestros clásicos, solía frecuentar a San Juan de la Cruz, a Fray Luis de León y a Quevedo, del que admiraba sobre todo el vértigo conceptual de sus sonetos amatorios. De los contemporáneos, los que más me atraían eran Juan Ramón Jiménez, al que con tanto amor estudiaría y editaría después, Gerardo Diego, cuya poesía creacionista se me impuso como una revelación, y Juan Larrea, al que no puedo decir que comprendiese entonces aunque sus poemas me produjesen un deslumbramiento que iba más allá de lo conceptual. Años después sabría porqué.

A principios de 1945, Alcaide me envió a Madrid una carta de presentación a Carlos Edmundo de Ory, quien no tardó en ponerme en contacto con Eduardo Chicharro y Silvano Sernesi, que eran los otros dos fundadores del movimiento postista. Acababa de salir el número único de la revista Postismo y no tardaría en aparecer el también único de La cerbatana. Yo estudiaba entonces segundo de Derecho y no había dado ni un paso por incorporarme a la vida literaria madrileña, no por timidez, sino porque no me atraía la estética de la Juventud Creadora ni la patrocinada por la revista Espadaña que, aun que se hacía en León, tenía un grupo de lectores y seguidores en Madrid. Ni la imposible vuelta al Siglo de Oro ni la no confesada continuación del 98 tenían mucho que ver con mis preocupaciones y mis aspiraciones de aquellos años. Aunque, políticamente, estuviese de parte de los poetas de Espadaña, intuía ya lo que la experiencia postista notar daría en empezar a enseñarme: que no se puede combatir con eficacia a los de tentadores de una cultura reaccionaria valiéndose de su mismo lenguaje, es decir, aceptando su juego. Había que empezar uno nuevo, y esa fue la posibilidad que no tardé en descubrir en el postismo, gracias sobre todo a mis conversaciones con Eduardo Chicharro. Y era preciso comportarse, no como miembros de una organización parapolítica, sino con la independentista de quien se sitúa, con el propósito de superarlo, por cima de lo puramente coyuntural.
El postismo exaltaba sobre todo a la imaginación —no a la fantasía gratuita—, al juego estético y a la alegría de la creación poética. Heredero de los ismos, y en especial de la estética surrealista, proponía la adaptación del automatismo psíquico puro a las formas tradicionales de la poesía castellana, y muy particularmente a la abierta del romance y a la cerrada del soneto, lo que suponía una vigilante selección de los materiales poéticos alumbrados espontáneamente por el subconsciente. Era una renovación necesaria, más que una ruptura, cuyo alcance no podíamos medir entonces porque aún no había la cantidad de poesía postista necesaria para ensayar un balance medianamente esclarecedor, pero no nos faltaba imaginación ni alegría operativa. El postismo era, pues, un intento de superar al ambiente creado por las dos corrientes poéticas a que me he referido más arriba, un borrón y cuenta nueva, pero no una huida de la realidad, puesto que el lema postista de «matar prejuicios» morales y literarios y, aunque no se pudiese declarar entonces, también políticos y religiosos, era suficientemente expresivo de un rechazo del ambiente social en cuyo seno fue lanzado aquel movimiento. El postismo era, además, la primera apertura a las corrientes internacionales que se producía en nuestra posguerra y, en buena medida, una anticipación de la actitud neodadaísta consecuencia de la Guerra Mundial, incluidos el happening y la revisión de las vanguardias históricas.

Pero el postismo había llegado demasiado pronto. Al principio, las publicaciones literarias oficiales trataron de capitalizarlo brindándole sus páginas a Chicharro y a Ory, pero pronto se prohibió la revista Postismo y cuando, meses después, apareció La cerbatana, las consignas de prensa lograron que se le hiciese el vacío. Los escritores en activo no reaccionaron, en general, a favor del postismo, unos porque lo rechazaban o no lo comprendían, otros porque temían ser ridiculizados si se ponían de nuestra parte, algunos, en fin, por miedo a unas no improbables represalias.

Se empezaba a echar entonces los cimientos de la poesía social, y los adversarios del régimen creyeron erróneamente que un realismo de raíces burguesas y, en consecuencia, afines a la ideología oficial iba a ser el instrumento literario más apto para combatirla. Por otra parte, los poetas jóvenes sufrían la penuria de información creada por la censura y por las dificultades de comunicación con el exterior, consecuencia de lo cual fue que varios de ellos empezasen a formar grupos de presión en torno a maestros a los que consideraban sus oráculos y los futuros patrocinado res de sus carreras literarias. Faltaban, además, algunos años para que se produjese la eclosión nacional de revistas de poesía cuyos efectos en la comunicación y en la información estéticas serían irreversibles a partir de los 50.

El postismo, lejos de ceder, se convirtió en una corriente subterránea. Sus adeptos nos marginamos voluntariamente de los grupos literarios afectos al régimen y de los inspirados por una oposición semiclandestina de la que, en otros terrenos, éramos parte activa. Nos reuníamos con frecuencia en nuestras casas y en algún que otro café y, de vez en cuando, organizábamos en el estudio del pintor de Chicharro actos en los que se leía poemas y se discutía, a veces apasionadamente. Los jóvenes poetas que tenían prisa de hacer carrera se guardaban mucho de confraternizar con nosotros, no obstante lo cual nunca nos sentimos solos gracias, de una parte, a la incorporación a nuestro grupo de escritores y artistas como Gabino-Alejandro Carriedo y Francisco Nieva y, de otra, al intercambio de ideas con otros que, como Miguel Labordeta y Juan Eduardo Cirlot, actuaban también al margen de los caciquismos del régimen y de la oposición. Dispuestos a mantenerla y no enmendarla, Ory y yo organizamos, en 1948 y en la sala de arte de la librería Buchholz, que era la más vanguardista de Madrid, una exposición, titulada 16 Artistas de Hoy. Figuraron en ella obras de Vázquez Díaz, Nanda Papiri, Francisco San José, Rodríguez Luna, Lassa Mafei, Agustín Redondela, Gregorio del Olmo, Luis Planes, Antonio Guijarro, Vázquez Aggerholm, Molina Sánchez, Juan Castelló, Hernández Carpe, Camilo José Cela, Carlos Edmundo de Ory y Enrique Núñez-Castelo, los tres últimos a título de poetas. «Hay en esta exposición —escribí en el catálogo— obras de consagrados. Ellos presiden y dan atmósfera. También hemos buceado en el fenómeno postista. Queremos darle cauce, dejarle verse fuera de sus estudios.» Para nuestra sor presa, la crítica se mostró tolerante, cuando no elogiosa, y ello nos hizo concebir unas mal fundadas esperanzas. Es que no podíamos prever entonces que, mientras las artes plásticas iban a poner se pronto a la altura de las más avanza das corrientes internacionales, la poesía no iba a empezar a renovarse hasta bastante tiempo después.

El año 1948 terminé la carrera y, a principios del siguiente, me trasladé a Marruecos para cumplir los seis últimos meses de mi servicio militar universitario. Por primera vez en varios años, gocé de la tranquilidad y la distancia necesarias para hacer una revisión, global y pormenorizada a un tiempo, de mis experiencias literarias. El encontrar me en un mundo tan diferente del que me era habitual me ayudaba a comprender la relatividad de las ideas y las instituciones sociales y, en consecuencia, la inevitable esterilidad de todos los dogmatismos. Empecé, asimismo, a comprender que cuanto había escrito hasta entonces no pasaba de ser un ejercicio necesario, una base de partida y no de llegada, y que la reciente aventura postista había estimulado y reforzado mi innata independencia intelectual.

Pocas semanas después de mi vuelta de Africa, es decir, en septiembre de 1949, Carlos Edmundo y yo proyectamos un relanzamiento del postismo des de provincias, empezando por la de Ciudad Real, cercana a Madrid, en la que creíamos contar con el apoyo de Alcaide y de unos cuantos escritores jóvenes. Nos fuimos, pues, a mi pueblo y empezamos la campaña en el suplemento de arte y literatura del diario Lanza. Alcaide no reaccionó y aquellos jóvenes, que lo único que pretendían era servirse de la letra impresa para adquirir respetabilidad social, dejaron bien claro, en sus artículos de los suplementos siguientes al que publicó los nuestros, que eran gentes de orden y no deseaban ser tachados de audaces y extravagantes. Así les ha ido. Yo me fui a Alcolea y, cuan do regresé a Ciudad Real, llevaba conmigo los primeros poemas de Una lengua emerge.

No recuerdo si fue en el otoño de aquel mismo año o a principios del siguiente cuando volví a Madrid con el pretexto de preparar unas oposiciones a notarías que no estaba dispuesto a hacer. Empezó entonces la época más difícil de mi vida. Me alojaba en pensiones baratas y, cuando se agotaba mi resistencia, me refugiaba en Alcolea, donde fingía estudiar materias jurídicas pero continuaba dedicándome a leer y escribir. La poesía francesa, de Baudelaire en adelante, era una de mis más frecuentes lecturas pero también leía textos lingüísticos, filológicos y de crítica literaria. Fue por entonces cuando encontré en Madrid varios de los diálogos atribuidos a Hermes Trismegisto y las Eneadas de Plotino. Aquellas obras, y las que su lectura me estimuló a conocer, habían de influir decisivamente, a lo largo de un proceso lento y no libre de contradicciones, en mi visión de la realidad y, naturalmente, en mi escritura. Por entonces, mis vínculos familiares empezaron a relajarse y a desanudarse de manera casi irreparable.
En 1953, la necesidad de resolver, aunque fuese de manera provisional, mis problemas económicos, fue el motivo de que abriese en Madrid un bufete de abogado cuya más favorable consecuencia fue que, un año después, empezase a prestar mis servicios, como empleado de plantilla, a una compañía de seguros. Pero volvamos a la poesía y al año 50, en el que publiqué el mencionado libro Una lengua emerge, que si bien no era ni pretendía ser postista, mostraba rasgos estilísticos procedentes del postismo. Es el primer documento de la etapa de mi poesía a la que la crítica viene calificando insistentemente de realismo mágico. A últimos de aquel mismo año, Federico Muelas, Carriedo y yo publicamos el primer número de El Pájaro de Paja, una revista en cuyas diez primeras salidas —hubo un extemporáneo número 11 con el que nada tuve que ver— tratamos de reunir, procediesen de donde procediesen, una larga serie de poemas que rompieran de alguna de las muchas maneras posibles con la poesía que, por así decirlo, se llevaba en aquellos años de aislamiento cultural y político. La imaginación, el humor más o menos cáustico, el vanguardismo de ascendencia surrealista, el simbolismo y el realismo mágico protagonizaron aquella aventura gracias a la cual varios de los que tomamos parte en ella —y simultáneamente en la paralela de Deucalión— empezamos a hacernos conocer y respetar en los círculos literarios.

En marzo del año siguiente apareció el primer número de Deucalión, revista subvencionada por la Diputación Provincial de Ciudad Real, de la que era presidente mi amigo Evaristo Martín Freire, farmacéutico como Muelas. Yo la había proyectado al mismo tiempo que El Pájaro de Paja pero, como había de ser más voluminosa que ésta y, aun que hecha en Madrid, se imprimía en mi pueblo, su primera aparición se retrasó unos meses. En aquel primer número aparecieron inéditos de García Lorca, Alberti, Gerardo Diego y Vicente Aleixandre. La promoción del 36 es tuvo representada por Alcaide, Muelas y Luis Felipe Vivanco. No es caso de contar ahora la historia de Deucalión pero no creo que ello me excuse de destacar las colaboraciones en sus páginas de varios escritores que no tardarían en contarse entre los más destacados del periodo de posguerra. El más conocido era Camilo José Cela, que ya había participado, como se recordará, en la exposición de la Sala Buchholz. Dieron también originales suyos a esta revista Gabriel Celaya, que todavía no había adoptado las actitudes radicales e intransigentes de su realismo social, Juan Eduardo Cirlot, Miguel Labordeta, Francisco Nieva, Antonio Fernández Molina, Eduardo Chicharro, Leopoldo de Luis, Caballero Bonald, Manuel Alvarez Ortega, Manuel Arce, José Albi —mi primer antólogo y director de Verbo, una de las revistas más serias y documentadas de aquellos años— y otros poetas de las más diferentes tendencias. Deucalión dio un lugar destacado en sus páginas a las ilustraciones, sobre todo a las que eran testimonio de las vanguardias históricas o, cuando menos, de las corrientes plásticas no académicas. De ahí que publicase inéditos de Darío Regoyos, Angel Ferrant, Benjamín Palencia, Climent, Gregorio Prieto, Mathias Goentz, Agustín Redondela, Martínez Novillo, Antonio Saura —que iniciaba entonces su evolución del surrealismo al expresionismo—, Santiago Lagunas, Núñez-Castelo y Agustín Ubeda. Durante mis tiempos de estudiante había empezado a interesarme por el arte tanto como por la literatura, y hasta había publicado notas criticas en la prensa universitaria. Faltaban todavía algunos años para que me convirtiese en critico de arte profesional, y algunos más para que me decidiese a abandonar esta profesión.

Los años 50 fueron, a pesar de que tropecé durante ellos con dificultades de varios géneros, muy importantes para mí porque, como se está viendo, son los de mi incorporación a la vida literaria española. Durante aquel decenio, empecé a publicar poesía de manera regular, tanto en libro —gracias sobre todo a la incondicional disponibilidad para editarme de Rafael Millán y José Luis Cano— como en las revistas que se hacían en Madrid y en provincias y que rebasaron e inutilizaron todo intento de dirigismo estatal, pues estas publicaciones eran, en realidad, la única prensa casi libre que había entonces en España. En 1959 inicié una colaboración editorial que nunca ha cesado por completo con el poeta Carlos de la Rica y, habiéndome encargado de la dirección de la sala de arte de la Librería Abril, me fui introduciendo poco a poco en el mundo artístico de Madrid, que, como ya he dicho, estaba mucho más al corriente de la cultura contemporánea que los cada vez más cerrados círculos literarios.

Mi poesía de entonces, sometida a solicitaciones aparentemente contradictorias, pero en realidad convergentes, trató de sintetizarlas mediante una entrega al misterio que sentía latir en lo cotidiano. Pero en el período comprendido entre los años 1959 y 1965 se pro dujo en ella una crisis que estuvo al borde de orientar a toda mi escritura en un sentido muy diferente del que seguiría después de haber superado aquel trance. En el 59, publiqué tres breves libros titulados Junio feliz, Oda a Nanda Papiri y Júpiter. El primero de ellos, algunos de cuyos poemas fueron escritos en la Cuesta del Jaral, es, en gran medida, la culminación y el resumen de mi realismo mágico inspirado en el mundo campesino del que procedo. En cambio, la Oda a Nanda Papiri es un comentario lírico de los dibujos naïfs de la mujer de Eduardo Chicharro. Aunque la crítica haya elogiado repetidamente a este poema, nunca ha observado que es un poema postista. Júpiter es una composición de carácter hermético destina da a formar parte de un libro titulado Los planetas cuya redacción interrumpí cuando me di cuenta de que aún no me hallaba maduro para terminarlo.

El hecho de encontrarme en aquel cruce de tres caminos no me inquietaba demasiado porque me parecía que los elementos que eran comunes a aquellos libros podían propiciar una síntesis del resto de sus materiales poéticos, dando así lugar a una etapa más madura de mi poesía. Lo que me impidió entonces trabajar en este sentido fue la influencia que, debido a mis convicciones políticas, ejerció en mi ánimo la fuerte corriente de poesía social que se impuso durante aquellos años en el panorama literario. Moralmente, me sentía solidario de quienes la escribían, pero tenía mucho que oponerles desde el punto de vista estético. Deseaba, sí, tomar parte —y partido- en aquella protesta contra las circunstancias políticas y sociales pero me inquietaba el confusionismo que se estaba creando al dar por excelentes a poemas que estaban lejos de serlo, y más aún el que sus autores hubiesen empezado a ejercer una influencia magistral en las últimas promociones poéticas. Dentro de lo que cabía a mis limitadas posibilidades individuales —pues no contaba con otras— pero esperanza do en la solidaridad de quienes tuviesen preocupaciones semejantes a las mías, me propuse actuar en un doble sentido, tratando de escribir unos poemas cuya materia social —de carácter realista y coyuntural por naturaleza— fuese trata da con la mayor altura estética posible, y publicando una revista de poesía que, además de a los poetas que escribiesen dominados por un propósito auténticamente artístico, publicase a aquellos otros que, aun no siendo verdaderamente ejemplares, no cayesen al menos en excesos objetivamente condenables.

Esta revista, que debía haberse llamado Frente de Poesía, título prohibido airadamente por la censura, terminó por llamarse Poesía de España. La fundamos en 1960 Carriedo y yo, y publicó su noveno y último número el año 63. Aparecieron en sus páginas poemas inéditos de Rafael Alberti, Emilio Prados, Jorge Guillén, Vicente Aleixandre y Dámaso Alonso. Al elenco, mucho más nutrido, de poetas de la posguerra se fueron incorporando Muelas, Celaya, Leopoldo de Luis, Ramón de Garciasol, Angela Figuera, Manuel Pinillos, Ruiz Peña, José Hierro, Crémer, Bousoño, Blas de Otero, Enrique Badosa, Chicharro, Ory, José Agustín Goytisolo, Gil de Biedma, Carlos de la Rica, Soto Vergés, Gloria Fuertes, Carlos Barral, Caballero Bonald, Alfonso Costafreda, Valente, Ángel González y algunos más. Pero no nos limitamos a publicar poemas en castellano, pues además de los gallegos de Celso Emilio Ferreiro, aparecieron en las páginas de Poesía de España poemas en catalán de Salvador Espriu, Francesc Vallverdú, Josep Maria Andreu, Joaquim Horta y Miquel Bauçá.

A partir del número 3, publicamos un suplemento titulado «Poesía del Mundo» cuyo propósito era ofrecer ejemplos paralelos de poetas del exterior. Dimos traducciones, todas ellas inéditas, de Bertolt Brecht, de los franceses Paul Eluard, al que dedicamos un suplemento, André Frénaud, Guillevic, Pierre Seghers y Hubert Juin; de los italianos Salvatore Quasimodo, Cesare Pavese y Pier Paolo Pasolini; de los poetas de lengua inglesa Kenneth Patchen, Lonis McNeice y Stephen Spender; de los portugueses Mário Dionjsio, Egito Gonçalves, Alexandre O’Neill, António Ramos Rosa, Jorge de Sena, José Gomes Ferreira y Agostinho Neto, y de los brasileños Mauro Mota y Joáo Cabral de Melo.

Las viñetas fueron hechas expresamente para Poesía de España por Zarco, Nanda Papiri, Palacios Tardez, Francisco Alvarez, Villaescusa, Ricardo Zamorano, Angel Ferrant, Valdivieso, el portugués Júlio Resende, Francisco Mateos, Carlos, Antonio Saura, la norteamericana Martha A. Zelt, Ribera Berenguer y el argentino Rómulo Macció.

El mismo año en que aparecieron los primeros números de Poesía de España, José María Castellet publicó su conocida antología Veinte años de poesía española, 1939-1959, en cuyo prólogo se hizo eco de los ataques de Antonio Machado a Stéphane Maliarmé y propuso el magisterio casi exclusivo del poeta sevillano al escribir que «con la revalorización del contenido y del lenguaje coloquial, abre Machado las puertas de la futura poesía española». Castellet incluyó poemas míos en todas las ediciones de este libro, yo creo que porque consideraba que mi realismo mágico era, después de todo, realismo y porque tenía un criterio más amplio que el que pare ce desprenderse de aquella teorización prologal, posteriormente abandonada por él mismo. Cinco años más tarde, en 1965, Leopoldo de Luis publicó la antología titulada Poesía social, en la que figurábamos veintisiete autores, quince de los cuales habíamos colaborado en Poesía de España. En la «poética» que se publicó al frente de mis versos hice una crítica, bastante dura desde el punto de vista estético, de la poesía social, y algo semejante hizo Carriedo. Ambos sabíamos que no era aquélla la mejor manera de obtener lucro de nuestros trabajos literarios.
Cuando Joâo Cabral de Melo Neto, que era secretario de la Embajada del Brasil en Madrid, me ofreció la dirección de una revista dedicada a la cultura de su país, la idea de fundar una publicación como aquella me pareció muy oportuna por varias razones. En primer lugar, porque la literatura brasileña, que es una de las más importantes de América, era entonces casi enteramente desconocida en España; en segundo lugar, porque creía muy conveniente que los lectores españoles tuviesen la posibilidad de compararla con la de los otros países sudamericanos, objeto entonces de un alza comercial sin precedentes desde los tiempos del modernismo; en tercer lugar, porque aceptar aquella propuesta supondría para mí contar con grandes facilidades para complementar, con el estudio de la brasileña, mis trabajos sobre poesía portuguesa. Consecuencia de mi aceptación fue que dirigiese, con absoluta independencia de criterios, desde el año 1962, en que apareció su primer número, hasta el 1970, la Revista de Cultura Brasileña. Sin olvidar la historia ni los principales aspectos de la rica y contradictoria actualidad literaria del Brasil, di un lugar destacado en las páginas de aquella publicación a las corrientes de carácter experimental porque pensaba que, siendo como eran internacionales, es decir, muy relacionadas con las de otros países, merecía la pena informar sobre ellas a los lectores españoles. Es ‘ continuábamos teniendo un arte de guardia y, paradójicamente, una literatura bastante conservadora. Así, en colaboración con Pilar Gómez Bedate, secretaria de redacción de la revista, publiqués varios ensayos largos, y lo más documentados que nos fue posible, acerca de la poesía concreta, la poesía praxis y la del grupo de la revista Tendencia, además de otros en los que estudiábamos a los predecesores de aquellos movimientos de vanguardia.

En 1963, pasé unos meses en Italia. Estuve en Génova, Milán, Bolonia, Ferrara, Florencia, Siena, Roma, Nápoles, Salerno, Amalfi..., y, durante un par de semanas, en Capri. Italia supuso para mí algo más profundo que un simple deslumbramiento. A medida que iba respirando su aire, viviendo su arte y soltándome en el uso de su lengua, sentía que una luz nueva hecha, por así decirlo, a la medida de mis ojos, iba iluminando mi pasado y mi presente, no para que yo los repudiase o aceptase, sino para que tratara de interpretarlos. Tomé entonces una decisión de que nunca me arrepentiré, entregarme por completo a mi vocación de escritor. Estaba disfrutando una licencia de mi trabajo y decidí no reincorporarme a él y darme de baja como abogado en ejercicio. Apenas resuelto mi problema económico, tendría que renunciar a mi relativo desahogo y limitarme a vivir de la escasa remuneración que recibía de la Embajada del Brasil por dirigir la Revista de Cultura Brasileña y de los ingresos que pudiera procurarme como crítico de arte. Creo que, de haberme encontrado en España, me habría resultado muy difícil tomar aquella decisión.

Ya había vivido en Marruecos y viajado por Francia, Bélgica, Italia y Portugal cuando visité el Brasil en 1965. No me imaginaba entonces que había de volver a América dos años después para ser profesor, durante veintiuno, de una de sus universidades, ni que, con motivo de mis vacaciones, mis viajes de estudio, mis licencias sabáticas y los cursos que enseñé como profesor visitante en otras universidades, iba a conocer buena parte de Europa, de los Estados Unidos y del archipiélago caribeño. Mi situación económica había sufrido, a mediados del 67, un brusco e inesperado revés, del que no merece la pena hablar aquí, cuando Pilar y yo fuimos invitados a enseñar en la Universidad de Puerto Rico, ella literatura comparada, y yo arte. Sabíamos muy poco de aquella isla, y mucho menos de su Universidad, pero recordábamos que habían enseñado en ella Juan Ramón Jiménez, Federico de Onís, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Tierno Galván, Gaya Nuño, Faustino Cordón, Rodríguez Bachiller, Navarro Tomás, Rivas Cherif y otros intelectuales españoles. Una vez allí, pronto me di cuenta de que mi experiencia cultural era apropiada para la enseñanza en aquel medio social pero no para navegar en las aguas del arte y la literatura portorriqueños, y de que, en consecuencia, sería inoportuno todo esfuerzo por remar contra corriente. Pero Mayagüez —pues Puerto Rico fue para mí aquella ciudad pueblerina y su hermosa naturaleza subtropical— suponía la disponibilidad de tiempo que necesitaba para dedicarme con intensidad, y de manera casi exclusiva, a mis tareas literarias. Cuando, en 1973, me doctoré en Filosofía, cumpliendo así una vieja aspiración, dediqué todo mi esfuerzo académico a la literatura comparada.

Mis primeros trabajos del Recinto Universitario de Mayagüez estuvieron dedicados al arte. Di clases de arte con temporáneo, reorganicé la sala de exposiciones y fundé y dirigí la Revista de ArtelThe Art Review. Valiéndome de las amistades y conocimientos que había hecho como crítico de arte, organicé varias exposiciones colectivas internacionales y buen número de individuales. La verdad es que las únicas obras que despertaron un relativo interés —a pesar de que entre los expositores figurasen Picasso, Corneille, Canogar, Cuixart, Augusto Puig, Guinovart, Iglesias, Pablo Palazuelo, Joan Ponç, Saura, Sempere, Tápies, Tharrats, Jasper Johns, Frank Stella, Roy Lichtenstein, Rauschenberg, Hartung, Fautrier, Kare! Appel, Lucebert, Capogrossi, Lucio Fontana, Novelli y Joan Miró— las únicas obras que despertaron un relativo interés, decía, fueron las de los artistas portorriqueños. Tomé buena nota de ello. La Revista de Arte dejó de publicarse desde el momento en que renuncié a seguir dirigiéndola y la sala de exposiciones, de cuya gestión también me desentendí, pasó a ser insular, de internacional que había sido. Dejé, sin nostalgia, aunque mis intereses no hubieran cambiado, de ocuparme activamente del arte y me dediqué con todas mis energías a la literatura, es decir, a la poesía.
Desde que llegué a aquella isla hasta que, en 1970 y encontrándome en Suecia, donde preparaba mi doctorado, recibí sendas cartas de Joan Ferrater y Pere Gimferrer, en las que me invitaban a publicar varios libros en la editorial Seix Barral, estuve enteramente incomunicado con el mundo literario español. Habían leído en la Revista de Letras, fundada y dirigida por Pilar, mi traducción de seis cantos de la Comedia de Dante y algunas de mis últimas poesías y me proponían editar en tres tomos la totalidad del poema sacro. Poco después, me enviaron con los tres oportunos contratos, los correspondientes a una recopilación de toda mi poesía y a una antología de la brasileña. A partir de entonces, mi dedicación a las letras, y muy particularmente a la poesía, fue fatal e ininterrumpida. Además de en las románicas, trabajé con entusiasmo en la inglesa y las orientales, cuyas puertas me abrió la riquísima bibliografía editada en francés y en inglés, pero los autores sobre los que más publicaría fueron Juan Ramón Jiménez y Fernando Pessoa.

Por supuesto, mi propia poesía fue la estimuladora y, en cierta manera, la iluminadora del resto de mi escritura. He dicho en otra ocasión que «la poesía, si fue decisiva para mí durante los años españoles, se ha convertido después de ellos en objeto casi exclusivo de mis in quietudes intelectuales, tal vez por haber sido, tanto en las circunstancias propicias como en las adversas, mi más decisiva señal de identidad y, desde luego, la celadora constante de mi libertad».
Adquirí conciencia, durante mis largas temporadas de lectura, aislamiento y meditación, de que, por cima de la tradición formal transmitida por nuestra cultura, hay una antiquísima tradición conceptual que no es únicamente cristiana, sino también pagana, y que se refiere, como término ideal y real al mismo tiempo, más que a un Más Allá situado en el Empíreo, a una realidad otra que se halla en lo cotidiano, en nuestro mundo, y que sólo la poesía puede iluminar mediante una síntesis de lo racional y lo intuitivo. A partir de Donde no corre el aire, me propuse re flexionar sobre mi poesía para tratar de ver hasta qué punto la escrita hasta entonces por mí podía servirme de apoyo en la aventura del conocimiento que me disponía a emprender. Creo que en este libro hay tres posiciones fundamentales: una de duda, que se manifiesta en «El pedregal» (el miedo de examinar esa obra y no encontrar más que materia muerta, puro monumento); otra de miedo, de temor, en «Tema de Orfeo» («Siento temor / de releer lo que ya he escrito», digo en este poema) y, finalmente, otra de pesimismo esperanzado, es decir, de pesimismo provocado por mi no absoluta identificación previa con la mencionada tradición, y de esperanza en una futura identificación.

En toda búsqueda, uno termina por volverse hacia lo trascendente en petición de auxilio. En El aire es de los dioses, dirijo la mirada hacia esos númenes que son las potencias inteligentes, pero no omniscientes, de la naturaleza, pero, sobre todo, del conocimiento. La reflexión de Donde no corre el aire la continúo en los dos libros de odas, escritos entre 1977 y 1984, y en el tercero, aún en curso de composición. Me doy cuenta de que en estos poemas tiendo en ocasiones a lo aforístico al tratar de prestar solidez y nitidez a una experiencia de más de dos lustros, pero también de que no dejo de lado a una ambigüedad necesaria para no privarlos de calidad dialéctica. He escrito estas odas a sabiendas de que no se pueden hacer hoy odas como las latinas, no obstante lo cual he procurado que se relacionen de algún modo con las de Horacio. Es claro que no se trata de la imitación de la oda horaciana que pretendieron hacer los renacentistas, sino de una acomodación a la actual circunstancia histórica, en la que nuestras ideas y nuestras creencias son diferentes de las antiguas y conducen, inevitablemente, a otros resultados formales, porque la forma se crea desde dentro.

Y, ya que hablo del Renacimiento, creo necesario decir algo acerca de mi concepto de aquella época que, desde mi primer viaje a Italia, tanto ha influido en mi escritura. Aparte de la actualización de una larga serie de conceptos que la cultura oficial suele brindarnos como los únicos verdaderamente renacentistas, el Renacimiento revivió y vivificó a una importante corriente espiritual de carácter esotérico en obras tan fundamentales como las de Marsilio Ficirio, Pico della Mirandola, Giordano Bruno y tantos otros. Esto supuso la frecuentación de los presocráticos, de muchos de los cuales es herencia y compendio Platón, y de la tradición filosófica y teológica hermética que —cuestiones de nombres aparte— acompaña al platonismo y lo continúa y es la que explica la verdadera tradición espiritual —y, por supuesto, poética— del Occidente, ya desde una óptica religiosa (pero nunca eclesiástica), ya desde un punto de vista profano (pero nunca político).

Durante los dos últimos decenios, he tratado de profundizar en una serie de respetabilísimos conocimientos que explican al hombre fundándose en esa tradición, teniendo muy en cuenta, por mi parte, que los renacentistas manifestaron un gran entusiasmo por el hombre, pero no por el hombre en acto —como se nos quiere hacer creer—, sino por el hombre en potencia. Creían haber descubierto la manera de restituir a la humanidad un cúmulo de conocimientos que le permitirían armonizarse, por así decirlo, con un universo al que el ascetismo medieval había despreciado (pero no, ni mucho menos, toda la cultura de la Edad Media) y que la devolvería a su verdadero puesto en el cosmos. Hay, en resumen, dos Renacimientos, el Renacimiento de los eruditos que no creen en la magia y el Renacimiento de los eruditos que se creen magos. Ficino piensa, en su Theologia Platonica, que platonismo y cristianismo son perfectamente compatibles de la misma manera que él es sacerdote cristiano y mago.
Para mí, el Renacimiento no está representado por las formas estáticas, sino por el dinamismo de un fuego espiritualmente controlado que, lejos de destruir las formas, las templa como las buenas aguas al acero. Si en mi poesía procuro siempre el ritmo —y no necesariamente el de las formas codificadas— es porque creo que la naturaleza, en su nivel más profundo y creador, es ritmo, una serie de ritmos acordados, y por eso debe tener cada poema un ritmo que no sólo trate de acordarse exteriormente con la materia poética —cosa que sabían muy bien, al disponer los pies de sus versos, los poetas griegos y latinos—, sino que también ayude a penetrar más profundamente en ella.

Lo que estoy diciendo tiene mucho que ver con mi trabajo de traductor de poesía, al que me referiré en particular más adelante, pues para todo poeta verdadero, como creo que son cuantos traduzco, la forma tiene —y no por razones puramente «formales»— una importancia decisiva. Si trato siempre de conservar la forma de la obra traducida, tanto por esta razón general como por las particulares que afectan a cada poeta, es porque el ritmo, el cómputo silábico, la caída de los acentos, la aliteración, la rima, las paranomasias, son vehículo —vehículos- de una magia que no es otra cosa que el propósito de que nuestro ritmo personal, nuestro ritmo vital, espiritual, de pensamiento, se contagie del de esa realidad trascendente que está dentro, y no fuera, del mundo. Un espectador entrenado en la observación atenta y sostenida advierte que todo es ritmo, todo son analogías, todo es, además, dialéctica. Y esto último es, a mi juicio, muy importante porque el lenguaje del poeta tiende a ser libre para poder avanzar y profundizar, y la dialéctica nace del freno que le pone el ritmo para que no avance ni profundice desordenadamente.

Y no me olvido de los símbolos, en los que, cuando son tales y no meros signos, hay siempre un aspecto comprensible y Otro inexplicable, lo que da lugar a que todo verdadero símbolo sea la síntesis, sólo enteramente asumible por la poesía, de esta dualidad. Me refiero a los símbolos naturales, y no a los literarios fabricados para crear la ilusión de que los símbolos son enteramente interpretables. Es algo parecido a lo que sucede con los experimentos científicos de laboratorio, cuyas condiciones y aspectos no son, porque es imposible que lo sean, todos los que se encuentran en una realidad imposible de encerrar en tubos de ensayo, cámaras o túneles y, por supuesto, de poder ser enteramente interpretada.

El que haya terminado por confiarme a lo enigmático al escribir poesía, se debe a que ya me había confiado antes a lo subconsciente, cuando me sentí atraído con fuerza —a la que opuse la resistencia de las formas intuidas por mí— por la poética del surrealismo. He procurado, pues, pasar de lo intuitivo (o, si se quiere, no racional, pero tampoco irracional) de la conciencia colectiva a lo enigmático de la conciencia superior.

Durante los últimos veinte años, he traducido, y sigo traduciendo ahora, muchas obras poéticas. Creo que la mejor lectura que se puede hacer de uno de estos textos es traducirlo. Debidamente matizada, la frase de George Steiner según la cual «entender es traducir» tiene mucho de verdadera. El traductor se obliga, en efecto, y en cada caso, a aumentar su instrumental, sus recursos. Un poeta puede, por ejemplo, no haber explorado nunca, o haberlos explorado. sólo superficialmente, determinados campos semánticos importantes en la obra que se dispone a traducir. En semejante caso, al iniciar o aumentar las conexiones de un campo semántico nuevo para él, obtiene un nuevo instrumento de escritura, no sólo en el aspecto operativo, sino también debido al pro bable descubrimiento de temas nuevos que están relacionados con ese campo y que si no son por ventura complementarios de los de su propia poesía, pueden sin embargo sugerirle nuevos caminos. El traductor reconstruye tras haberla desmontado —permítaseme este símil— la obra original en dos direcciones: en su parte externa o formal y en su parte semántica, portadora de un significado complementario del que soporta la otra parte. Ambas direcciones son, al final, necesariamente convergentes. El traductor, al recrear en su lengua los aspectos formales, semánticos y filológicos de la obra traducida, está haciendo, en realidad, una obra personal y, en consecuencia, original.

Siempre he mantenido que la traducción es un género literario independiente del de la obra traducida y que con la misma razón que se dice de un poeta que escribe, por ejemplo, dramas que éstos son originales, también se debe decir de un poeta que traduce que hace obras originales, propias. Por eso hay buenas y malas traducciones, de la misma manera que hay buenas y malas odas. En realidad, si se logra dar a una traducción una forma viva, productiva, fecunda, estaremos ante un caso muy semejante al de un original, al de su .original. No ignoro, por supuesto, que la preocupación principal ha de ser la de la forma en toda su complejidad, pues la materia le viene dada al traductor, pero de una manera que está, por necesidad, tan íntimamente relacionada con la forma que se hace casi imposible distinguir a una de otra.
Si se toma la traducción en un sentido serio, filológico, de creación de una realidad literaria paralela a la obra que se traduce, el resultado óptimo será la incorporación de esa obra a la literatura de la lengua del traductor. Sé bien que en toda traducción hay algo, casi un misterio, que no se puede explicar —si es que puede explicarse de alguna manera— con las pocas palabras que me permiten estas anotaciones. Me refiero al hecho de que si un poeta incorpora al español, por ejemplo, el Beowulf y lo hace con una fuerza poética paralela y semejante a la que tiene el original, habrá que considerar que ha creado —aun que su mérito se considere menor que el del desconocido autor del poema original— una obra nueva basada en el Beowulf porque, a la inversa, el Beowulf no será nunca exactamente esa obra. Yo mismo he comprobado cómo la lectura del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz en otras lenguas ha enriquecido mi visión de este poema, lo que quiere decir que en esas traducciones hay algo de original pero que —y este es el misterio— eso que es original no deja de ser, sin embargo, el Cántico espiritual.
Creo que cuanto estoy tratando de decir se puede entender, y admitir, mejor mediante la aclaración de un problema de terminología. Yo he distinguido siempre entre interpretación y traducción (y de ahí mis reservas ante la mencionada frase de Steiner), teniendo en cuenta que, para traducir, es preciso haber interpretado. Interpretar sin más es, por ejemplo, trasvasar a otro idioma un código de circulación, en el que todo es denotación y, en consecuencia, en el que, si está bien escrito, todo tiene un sentido preciso y único. Es un texto denotativo. Ahora bien, cuando lo que se trasvasa a otro idioma es un texto literario, en el que la connotación juega un papel de primer orden, las cosas cambian y la operación lingüística llevada a cabo es muy diferente, y mucho más compleja, que la propia de la interpretación. Es a lo que llamo —para entendemos y entenderme a mí mismo— traducción propiamente dicha, la cual ha de tener en cuenta, no sólo las connotaciones de carácter lógico y discursivo del texto, sino también las propias de los ritmos, de las rimas, de los símbolos y de todos y cada uno de los elementos y caracteres de la obra trasvasada. Claro está que, a veces, lo que se llama traducción, y se imprime en la página opuesta a la del original, es una interpretación —pues no hay en ella connotaciones paralelas a las del original que hayan sido buscadas por el autor de la versión— que sólo pretende ser un auxiliar de la lectura del original. Pero si la versión es una traducción, su confrontación, en un mismo volumen, con el original puede ser interpretada, en el mejor de los casos, como una curiosidad o una invitación a la doble lectura y, en el peor de ellos, como una desconfianza hacia la labor del traductor al que, de ser así, se le confundiría con el intérprete de una obra connotativa.

No sólo la traducción, sino también el resto de mis intereses culturales, han tendido espontáneamente, sobre todo a partir del principio de mí periodo americano, a agruparse en torno a la poesía. Para tratar de profundizar, aunque sólo sea un poco, en el fenómeno poético, se precisa algo que no depende de uno, intuición y sentido artístico, pero también algo que sí se nos puede exigir, estudio y reflexión. Siempre he procurado reflexionar sobre la poesía y me he creído en el deber de poner los resultados de mis reflexiones a disposición de los demás para que los acepten o los rechacen, pues en ambos casos —y fue se justo o no lo uno y lo otro— me enriquecerían sus reacciones. Esos resultados se encuentran, no sólo en mis trabajos críticos —de los que no voy a ocuparme ahora—, sino también, creo, en mi poesía.

Si he leído y sigo leyendo textos filosóficos, es porque la filosofía tiene, como es bien sabido, mucho que ver con la poesía, sobre todo en los aspectos metafísicos y gnoseológicos, más que en el lógico y en el ético. Por otro lado, las filosofías no occidentales han despertado en mí, especialmente durante los dos o tres últimos lustros, un gran interés en la poesía oriental, y a través de ellas en las religiones, y vuelta a la metafísica y a la poesía. De manera que, aunque puedan parecer muy distintos, se trata de varios caminos que convergen en un centro, que es el fenómeno poético como medio de conocimiento, no lógico ni erudito —y sin excluir a ninguno de ambos—, sino de conocimiento desde la asimilación de la realidad para consustanciarse con ella
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