viernes, 29 de julio de 2022

Cómo empezó a jugar el agua, de Ted Hughes

 Cómo empezó a jugar el agua, de Ted Hughes



Agua quería vivir


fue al sol y volvió llorando


Agua quería vivir


fue a los árboles la quemaron volvió llorando


La pudrieron volvió llorando


Agua quería vivir


fue a las flores la pisaron volvió llorando


Quería vivir


fue al vientre encontró sangre


volvió llorando


fue al vientre encontró cuchillo


volvió llorando


fue al vientre encontró gusano y podredumbre


volvió llorando quería morir




Fue al tiempo fue por la puerta de piedra


volvió llorando


fue por todo el espacio buscando nada


volvió llorando quería morir


Hasta que no le quedó lloro


Yacía en el fondo de todas las cosas


completamente    agotada     completamente    claro todo 




Traducción de Jesús Pardo.

Maitines de Louise GLück

Maitines, de Louise Glück


Perdóname si digo que te amo: a los poderosos

se les engaña siempre, los débiles

son siempre manejados por el miedo. No puedo amar

lo que no puedo concebir, y tú no revelas

virtualmente nada: ¿acaso te asemejas al espino,

siempre la misma cosa en el mismo lugar,

o a la dedalera inconsistente, que brota primero

como espiga rosada en la ladera, junto a las margaritas,

y al año siguiente es púrpura en el rosedal? Ya ves

lo inútil que es este silencio que promueve en nosotros la creencia

en que tú puedes ser todas las cosas, la dedalera y el espino, la vulnerable

rosa, la terca margarita; nada nos queda sino pensar

que no podrías existir. ¿Es eso lo que quieres

que pensemos?, ¿lo que explica el silencio esta mañana,

los grillos cuyas alas no se frotan, los gatos

que en el patio no pelean?


Traducción de Eduardo Chirinos.

Treinta aerolitos de Carlos Edmundo de Ory

 Todo es una gota de fuego: el cuerpo, la salud, el sueño.


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Hay silencio. Hay silencio. Como en mi infancia.


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Los camiones en la noche llenos de personalidad.


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Sueño palabra que sueña.


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–¿Qué miras?


–El polvo de la vida.


–También Lavoisier lo miraba. Eres un sabio.


–Nada de sabio. Yo miro. No analizo.


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Hay que saber Beckett, no leerlo.


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Cuento escrito en un huevo.


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No seas esclavo del lenguaje, ni de los dioses, ni de los hombres.


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Carne fraternal amiga.


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Epitafio para mi tumba: aquí yace nadie.


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El ocio es vital. El silencio es acto. Recomiendo ocio y silencio.


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¡La humildad! ¡Qué inmensa cosa! Ahí. Ni pesimismo ni cólera.


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Historia de la Filosofía: Marco Aurelio.


Historia a secas: Marco Aurelio también.


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Me gusta más la verdad que un huevo frito.


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La única solución potable: tirarse al agua.


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Estoy alegre. ¿A quién lo debo? A la existencia de la alegría.


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Caen las hojas del color amarillo.


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En el terreno resbaladizo de los días, me incorporo como puedo y avanzo hacia lo desconocido.


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Para mí, todo es paisaje y nostalgia de paisaje.


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El tren: berbiquí del espacio u oruga maquinal.


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Yo soy siempre mío, y lo pago caro.


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Soy el poeta de la media luna.


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Una mano de bofetadas a quien da consejos que nadie le ha pedido.


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He sido sorprendido en pleno zapateado. Estaba danzándome.


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Lujo fúnebre: una tumba al sol.


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¿Quién inventó el agua caliente?


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Ser libre como el ciprés, independiente como el pino.


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Soy el maestro del abismo absoluto.


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En el silencio de mi bibliocama.


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Almohada: alma del hada.


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Visito al viento en traje de etiqueta.


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Quien es perfecto caga lágrimas.


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Las palabras marchan hacia el silencio.

Castilla, de Manuel Machado

Castilla, de Manuel Machado


El ciego sol se estrella

en las duras aristas de las armas,

llaga de luz los petos y espaldares

y flamea en las puntas de las lanzas.

El ciego sol, la sed y la fatiga

Por la terrible estepa castellana,

al destierro, con doce de los suyos

-polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga.

Cerrado está el mesón a piedra y lodo.


Nadie responde… Al pomo de la espada

y al cuento de las picas el postigo

va a ceder ¡Quema el sol, el aire abrasa!

A los terribles golpes

de eco ronco, una voz pura, de plata

y de cristal, responde… Hay una niña

muy débil y muy blanca

en el umbral. Es toda

ojos azules, y en los ojos. lágrimas.

Oro pálido nimba

su carita curiosa y asustada.


Buen Cid, pasad. El rey nos dará muerte,

arruinará la casa

y sembrará de sal el pobre campo

que mi padre trabaja…

Idos. El cielo os colme de venturas…

¡En nuestro mal, oh Cid, no ganáis nada!


Calla la niña y llora sin gemido…

Un sollozo infantil cruza la escuadra

de feroces guerreros,

y una voz inflexible grita: ¡En marcha!

El ciego sol, la sed y la fatiga…

Por la terrible estepa castellana,

al destierro, con doce de los suyos

-polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga.

Poemas de Guillermo Carnero

 Paestum


Los dioses nos observan desde la geometría

que es su imagen.

Sus templos no temen a la luz

sino que en ella erigen el fulgor

de su blancura: columnatas

patentes contra el cielo y su resplandor límpido.

Existen en la luz.

Así sus pueblos bárbaros

intuyen el tumulto de sus dioses grotescos,

que son ecos formados en una sima oscura:

un chocar de guijarros en un túnel vacío.


Aquí los dioses son

como la concepción de estas columnas,

un único placer: la inteligencia,

con su progenied de fantasmas lúcidos.


Disolución del sueño


Nadie puede instalarse

en los sueños de otro: están fundados

en la incredulidad, la decepción y el miedo,

y su inquietud no admite compañía.

Juguetes rotos de una niñez tapiada

que no quiere arriesgar el privilegio

de mecerse en la paz de no haber sido;

un andrajo sin nombre

vacante en el umbral del paraíso

al no tener un cuerpo que lo vista.

El que contempla el Sol no ve su fuego,

cifrado en cenital circunferencia;

baja la vista, y teme. Lo confunde la luz;

sólo puede mirarla si se mezcla

a los colores turbios de las cosas.

Tampoco se permite

afrontar la arrogancia de sus sueños.

Finge que no lamenta su vacío

pues no los tiene ni jamás los tuvo,

o los destierra al sótano más hondo

sin calor ni alimento, hasta que mueren

y vagan insepultos y lo acosan

al apagar la luz en un cuarto de hotel;

y por fin engalana su cadáver,

lo corona de mirto y lo pasea

para ofrecerlo a quien lo pisotee,

y lo destierra al fin a la página escrita

para eludir su insulto de blancura,

salpicando de tinta su amenaza de espejo,

su insoslayable potestad de lirio.

Sueño: región más alta,

sonora en geometría cuyo color se vuelve

imán de la certeza del exilio.

La voz es una brisa que nos trae

los primeros jirones

de los aromas del jardín del sueño.

Ha de reburujarse como seda

o desplegarse cálida y redonda,

henchida al ascender en su ternura,

y volar sobre cumbres y estuarios.

Así tu voz, umbral de tantos mundos,

sabía concederlos resumidos

en la proximidad del horizonte

de la luz de la llama de una vela;

pero hoy vendría a mí tenue y descalza,

sobre la duda de cristales rotos

que esparciste en la estela de tu nombre.

Si rompieras a hablar, tu voz tendría

una pátina oscura de parajes

donde se pudre la lección del tiempo.

Ya no podré entenderte si me hablas:

sólo olvidando el lastre de las cosas

y las aristas negras de los nombres

tiene tu voz la pulcritud del sueño:

música en el estuche de su brillo.

En los sueños, los ojos son azules:

si son de otro color, no estás soñando.

El azul es un reino de dulzura.

Dulzura no es palabra suficiente

en lo espiritual y trascendido;

es la de los torrentes cuando llegan

a presentar en el Abril del valle

la rendición templada de su hielo,

conservando en color de las alturas

la transfiguración del aire límpido;

la del rumor de guijas y de conchas

que resuena en las playas por la noche,

llenando de sí misma

la conciencia de estar oculto y solo.

Cuando abrías los ojos levantabas

una cúpula azul sobre la tierra,

coronada de flámulas ardientes;

un recinto tan alto

y en su ofrenda de luz tan silencioso

que toda voluntad se deslizaba

por la pendiente del desasimiento.

Así unos ojos pueden encender

la latitud inaugural del mundo

diáfana y trasparente sin frontera,

y entrecerrar su propio laberinto

de heces y esquirlas de rumor taimado.

No quiero su amenaza

en la consternación del aire turbio:

sólo el azul extático y redondo.

La curvatura es vocación del río

con inflexiones lentas de meandro

en el arroyo que desciende al valle,

es consuelo en el círculo del Sol

cuando tiñe de rojo la parábola

en que la luz dibuja el horizonte,

espiral aguzada

en el brillo del brote de la hoja,

convexidad en la tensión del fruto,

densidad y turgencia

en todo lo colmado y lo creciente.

La redondez es signo de la carne

de mujer, salvación,

oasis de volumen

en la angustia del plano y de la recta;

pero ha de ser jardín al que no lleve

la ausencia de un camino no trazado.

Esa es la norma capital del sueño,

lo que confiere elevación de nube

y resplandor solar de paraíso

a la entereza de un jardín redondo

retirado al secreto

de su concavidad, sin que el dardo del tiempo

-serpiente rectilínea que hiere con la ciencia

del veneno sin paz de la memoria-

tenga puerta cerrada en que clavarse.

Pero tú oscureciste el horizonte

donde pudo brillar el más diáfano

silencio precursor de voz primera,

y trajiste al preludio

de su estación redonda la maldición del tiempo:

un largo corredor de palabras caídas

pudriéndose en la sombra de su otoño.

Así llegué al umbral del paraíso

como Moisés en su último viaje;

y en la desolación de la memoria

y la miseria del entendimiento

se desvanecen un jirón azul,

geometría sin voz, música abstracta.


De la inutilidad de los cristales ópticos


Si las imágenes se apiñan en un recinto oscuro

nada en ellas hay de movimiento (menos aún hábito de

movimiento);

sí en cambio los ojos de cristal que el taxidermista tan bien

conoce,

con su excesiva holgura en la órbita seca;

un día han de invadir a medianoche

los bulevares de la ciudad desierta,

aterrando con su agilidad a los animales pacíficos,

en una conjunción única que consagre el azar.


El azar, anigquilando en su represalia de hondero

el estupor del que alinea y su conciso cristal.


Museo de Historia Natural


Encerrados en un espacio distante

perfeccionan allí la estabilidad de no ser

más que inmovilidad de animales simbólicos

la escorzada pantera, el mono encadenado

y la fidelidad que representa el perro

echado ante los pies de la estatua yacente;

adquieren aridez en la luz incisiva

bajo las losas de cristal del domo,

traslúcido animal que no perece.

La boa suspendida

por cuatro alambres tensos sobre cartón pintado

no es más que el concepto de boa.

Agavillados

bajo un domo distante, la memoria

les redondea el gesto, los induce

a la circunferencia imaginaria

en la que inscriben dentro de su urna

la suspensión del gesto, salto rígido

igual que las mandíbulas abiertas

gritan terror de estopa, agonía en cartón, violencia plana.

Agazapados tras una puerta distante,

cuando la empuja el simulacro vuelve

a componer su coreografía;

y un día han de invadir los bulevares

de la ciudad desierta, amenazando

la arquitectura fácil del triunfo

y el gesto de la mano que acaricia

la mansedumbre impávida de animales pacíficos.


Palabras de Tersites


Esa carcasa ocre es Helena, la gracia de la nuca

aureolada de cabellos lúcidos.

Los que la amaron son inmortales ahí, en la tierra inverniza,

o bien envejecieron con una pierna rota

dislocada para mendigar unos vasos de vino-

y yo, el giboso, el patizambo, me acuerdo algunas veces

de la altivez biliosa de los jefes aqueos

considerando la pertinencia del combate,

inspiración segura de algún poema heroico

cantor de esta campaña y su cuerpo de diosa:

polvo para quien no la amó, sus versos humo.


Es la decrepitud lo que enciende esta guerra.