“A la muerte de Juan de Padilla”, El Zurriago núm. triple 67-68 y 69, [octubre] 1822, pp. 7-10.
A LA MUERTE DE JUAN DE PADILLA.
Victrix causa diis placuit, sed victa Catoni, Lucano, Farsalia.
“La causa de los vencedores plugo a los dioses, pero la de los vencidos plugo a Catón”.
Cúbrese el cielo y rompe horrisonante
el rayo su prisión; el ronco trueno
en los cóncavos montes se repite
con tremendo zumbar, áspero silbo
lanza el ábrego airado
y se estremece el orbe consternado.
Ruge el abismo y de su seno arroja
la desgracia y la muerte, y no a su aspecto
hace temblar al justo, que, inmutable,
sigue de la virtud que venerara
el sagrado sendero:
más fuerte el justo es que el orbe entero.
Ciñera España con la regia insignia
de un extranjero la ambiciosa frente,
y él, cual maligna sierpe que devora
al mismo incauto do encontrara abrigo,
ingrato maltratara
la nación que hasta el solio le elevara.
El capricho fue ley; a sus mandatos
tembló la humanidad. De oro sediento
la Iberia saqueó que so la grave
mole del duro trono estremecida,
opresa, quebrantada,
maldijo tarde su elección errada.
Y calló envilecida y ni un suspiro
osó exhalar. ¿Qué fuera de su esfuerzo,
de su antiguo valor? ¿Del gran Pelayo
los belicosos hijos sus cervices
así inclinan al yugo
que imponerles a un déspota le plugo?
Uno sólo se alzó. Sólo Padilla
de libertad el grito penetrante
osara al aire dar. Lo oyó el tirano
y en su solio tembló. Pálido tinte
vierte el miedo en su frente
y mil espectros en su opaca mente.
Empero, luego los rabiosos ojos
gira en torno de sí y a sus legiones
llama a lid fratricida. ¡Y hay soldados
que sostienen al monstruo que, insolente,
hace una befa impía
de un pueblo sin el cual nada sería!
Le obedecen y marchan. Truena el bronce
mil muertes arrojando y, al impulso
del acero español, sangre española
los campos enrojece y… ¡Oh destino!
¡Oh, patria desgraciada,
en Villalar por fin encadenada!
Atroz sonrisa al contemplar su triunfo
baña la faz del déspota ominoso.
Arde ya en sed de sangre. “Muera” –dice–
“el que rebelde a mi mandar se opuso,
y España en su exterminio
a respetar aprenda mi dominio”.
Dice y, bajas las cejas y reunidas,
sus pupilas ocultan. Blanca espuma
vierten los negros labios, humo arroja
por la abierta nariz, convulso tiembla,
le sofoca la ira:
sólo venganza el corazón respira.
Parte el héroe al suplicio. Débil lloro
lanzan los viles que lidiar no osaron.
Los venales traidores que vendieran
a su patria infeliz el pecho sienten
de horrenda angustia lleno,
y él, que marcha a morir, marcha sereno.
“¿Y qué yo he de temblar? ¿Será la muerte
la que pueda espantarme e impetrando
un indigno perdón ante las plantas
de mi opresor caeré? ¿Y él sonrïendo
mirará su victoria,
y mi flaqueza realzará su gloria?
¡Ah! No, nunca será. Tiembla el malvado,
pero no el inocente. Sea Padilla
fuerte en morir cual en lidiar lo fuera,
no se diga temió. Y más no admire
el orbe confundido
a Carlos vencedor que a mí vencido.
¿Será que pueda un bárbaro decreto
cubrir de infamia la virtud honrosa?
Me apellidan traidor, mas dondequiera
que exista un solo pecho de la patria
en amor inflamado,
será mi nombre sin cesar loado.”
Con tan dulce esperanza envanecido
a la muerte camina. Su cabeza
con majestad se alza, y en sus ojos
brilla un fuego de gloria. Firme el paso,
la presencia imponente,
virtud y honor respira solamente.
Parece que va al triunfo. El aparato
ve de su muerte sin temor. Tan sólo
con una tierna lágrima un suspiro
lanzara por su esposa; luego, ufano,
“Adiós” –dice– “Castilla”,
y ofrece el cuello a la feroz cuchilla.