sábado, 12 de septiembre de 2015

Pedro Muñoz Seca, La muerte de Rafael "el Gallo"

¡Talavera, Talavera, 
qué triste suerte su suerte!
En tu plaza bullanguera,
de una cornada certera
halló Gallito la muerte.

¡Gallito!... ¡El mejor torero!
¡El más artista! ¡El primero!
¡El que aquel día nefando
llegó a la plaza cantando
las coplas del Espartero!

Gerardo Diego, Oda a Belmonte, 1941

ODA A BELMONTE
GERARDO DIEGO

¿Qué dice, o cuenta o canta
al relance solenne de la noche
el ancho río en cláusulas de espumas?
¿Qué nuevos peces mágicos levanta,
voltea, tuerce al sesgo
en diagonal regata y desvarío?
La luna, el campo, el río.
¿Voces? Silencio. El aire en los juncares.
No es riada. Nadie. ¿Bultos? Algo brilla
por la crujiente orilla,
pisa, tantea. Luces de alamares
 -plata fluvial- escurren
los resbalados peces en cuadrilla,
mitologías, cielos de arrabales.
Constelados, desnudos,
se filtran, pierden entre los jarales.
Relumbra el río ya lisos escudos
y la Luna mirándose se peina
en larga, larga pausa, perezosa
con su mano estrellada de virreina.

Mas, ¿quién de nuevo tañe
el trémulo secreto
de tu guitarra, oh Betis, bien templada?
La rítmica de un polo
se apaga y surte, fresca ya y precisa,
y, -delfín o prodigio- el agua irisa
a alterno brazo un bulto escaso y solo.
Ya retumbra y resuena
la hueca palma y el vivaz jaleo
cuando de pronto surge el centelleo
de un dios chaval pisando en la arena.

Solo el ojo augural de la lechuza
pudo copiar en su redondo azogue
del ulises adánico que cruza
la furtiva evasión entre las cañas
sin que nadie, ni el viento, la interrogue.
Alla va el robinsón de las Españas,
raptor de ninfas, vengador de Europas,
sin más armas ni ropa
que un leve hatillo, incólume del río.
Allá va solo. Tarde lleguó adrede
a la cita del barrio y la cuadrilla.
Sentirse solo en el herbal bravío
de la marisma, leguas de Sevilla,
qué negra suerte, ay, Espartero mío.

Lejos, cerca, reposan
al selenio fulgor bien modeladas
las moles prietas, grávidas, lustradas
que continencia y que vigor rebosan.
Son los toros tremendos,
negros de pena, cárdenos, berrendos.
Y asaltando la cerca
al más cierto, concreto y dibujado,
tremolando un jirón ensangrentado,
el mozuelo se acerca.
Despierta, escucha, mira, se incorpora,
crece el toro solemne
y alarga la testuz aterradora
coronada e indemne.
Enfrente el diosecillo
desnudo, inerme, solo: un torerillo.
Y la fiera se extiende y se agiganta,
y de fe ciego, la quijada hundida,
y con inmóvil planta
-qué ritmo de liturgia no aprendida-
el doncel le adelanta
el brazo, y le bendice la salida.

La arrebolada en sus rubores luna
se asoma, presidenta, a su baranda.
Un toro y Juan Belmonte.
Y otro testigo, acaso y de fortuna,
porque a gozar la pugna heroica y terca
el bético horizonte
sus barreras acerca.

Pasa el toro en tropel y terremoto
y la vida se centra
en cada lance y ahíncase y se adentra
y silba el aire desgarrado y roto
y olvida el tiempo su onda cosmogónica
y se cuaja y se embota espeso, ciego
en cada ensimismada honda verónica.
Escultor de sí mismo, el tiempo pudo
alzarse, bloque, y suspenderse, nudo.

La faena concluye
y el agua otra vez fluye
y el horizonte, lánguido, se aleja
y se aduerme la luna, suspirando,
tras de bien clausurar cancela y reja.
(Triana, sin saber por qué, llorando.)
Y el nuevo endimión sueña
y su sueño sin tacha es profecía.
No ya la luna, el sol rige y porfía
-en el mástil ondea, alta, la enseña-
partiendo en dos la bien colmada plaza.
La muchedumbre apiña su amenaza.
Un toro campa en la mitad del ruedo
y con claro denuedo
pisa un héroe seguro,
héroe, sí, sin heráldica y sin saña,
héroe nuevo de España,
limpio el relieve de su gesto puro.
En la diestra, la espada;
la bandera en la zurda desplegada.
El emplazado bruto pasa y pasa.
Ancho, largo, profundo,
el héroe se acompasa
y se jalea, y en su orgullo preso,
cruel como un dios, disuelve, borra del mundo.
No, no existe ya eso.
Ni la redonda plaza,
ni la gloria que cálida le abraza
desde el tendido, ni la luz sonora
ni el rumbo ni la hora.
No existen más que un toro y un torero,
estimulando en planetaria masa
la lenta rotación de la faena.
Y el toro pasa y vuelve y no rebasa
la linde que le aprieta y le encadena.
Esa redonda conjunción que acaso
no repita ya el cosmos, tiene nombre:
el pase natural en cielo raso.
Y ese trágico, estrecho
eclipse, pase de pecho,
y ese corvo cometa, molinete,
y ese rayo, estocada.
Tinta la mano en sangre. Y de la nada 
por volver a su ser cada ser puja.
Colérica la plaza se dibuja
y millares de palmas baten palmas
y las gargantas crecen
y se hinchan y enfierecen
las sílabas del nombre de Belmonte.
Sueño, sí, fue del mozo
y ahora de nuevo nos parece sueño.
Pero ente un sueño y otro fue alborozo
mil veces y evidencia
de nuestra fe rayana en la demencia.
Venid acá, oh incrédulos,
vedle cómo se afianza
sobreel talón izquierdo bien posado;
la acordada muñeca templa y tañe
a la lira que avanza
y humilla y tuerce y se comprime.
Mientras la mano diestra la esperanza
del claro acero esgrime.
Así nos le recorta y fija esquivo
-trampa viva de luz- el objetivo.
Y aún mejor nos lo enrrolla la madeja
de celuloide, el pacto del Diablo
que le soborna a Cronos su pelleja.

Mas no penséis la estampa en vuestra mano
o la pantalla enfrente, luminosa,
tardíos jueces de la noble lidia,
que esa actitud viril alzara en vano
su altivo pedestal sobre la envidia.
Arduo es ser gran torero.
Pero vencer la enorme pesadumbre,
tarde tras tarde, de la gloria cara,
solo le es dado al hombre verdadero,
la hombre más que héroe, a la más rara
fatalidad de cumbre.

Súbita nube cierne
su sórdido rencor sobre el hastío
del violento gentío
eléctrico y compacto.
El bochorno se espesa y hace tacto
y su horrenda membrana
estremece a su impúdico contacto
las diez mil frentes de la bestia humana.
Negro se torna todo ya y siniestro,
negras las almas y hasta el cielo opaco
se hurta con cobardía de cabestro
a coronar la plaza. Abajo, el diestro
se encadena a la roca de un morlaco
-soledad de titán-. Qué rompeolas
de espumas verdes, de amarillas furias.
Cómo le azotan bífidas injurias
de rojas fauces y erizadas golas.
Y en un instante elástico y heroico
rompe sus eslabones de ludibrio,
y en un pasmo de arrojo y de equilibrio
coagula, amansa, calma al paranoico,
jugándoselo todo, al todo o nada,
en el sublime albur de la estocada.

Rasgó el pitón la esquiva chaquetilla
y -pendular trofeo- un cairel de oro, hilo de seda, brilla.
Mas la espada cavó su sepultura
deslizándose fúlgida hasta el pomo
y un mar de sangre surte y empurpura
la abovedada redondez del domo.
Ya las columnas su estupor pasean,
ceden, se bambolean,
"dejadle" grita el gesto de la mano
bermeja, alzada en mudo señorío,
"dejadle" el vientre ufano
combado en desafío.
Dejadle desplomarse. Que sucumba
solo, como un coloso.
Y el soberbio, en su foso,
a su propia grandeza se derrumba.
Al serenado cielo
remonta cegadora polvareda,
nubes, nubes de escombros.
Es la ovación, el triunfo, la humareda.
La turbia plebe se despeña y rueda
y mece al domador sobre sus hombros.

    Yo canto al varón pleno,
al triunfador del mundo y de sí mismo
que al borde -un día y otro- del abismo
supo asomarse impávido y sereno.
    Canto sus cicatrices
y el rubricar del caracol centauro
humillando a rejones las cervices
de la hidra de Tauro.
    Canto la madurez acrisolada
del fundador del hierro y del cortijo.
Canto un nombre, una gloria y una espada
y la heredad de un hijo.
    Yo canto a Juan Belmonte y sus corceles
galopando con toros andaluces
hacia los olivares quietos, fieles,
y –plata de las tardes de laureles−

canto un traje -bucólico- de luces.

Rafael Morales, de Poemas del toro (1943)

Es la noble cabeza negra pena
que en dos furias se encuentra rematada,
donde suena un rumor de sangre airada
y hay un oscuro llanto que no suena.

En su piel poderosa se serena
su tormentosa fuerza enamorada
que en los amantes huesos va encerrada
para tronar volando por la arena.

Encerrada en la sorda calavera,
la tempestad se agita enfebrecida
hecha pasión que al músculo no altera:

es un ala tenaz y enardecida,
es un ansia cercada, prisionera,
por las astas buscando la salida.

                                                     Rafael Morales, Poemas del toro (1943)