miércoles, 26 de septiembre de 2007

Edgar Alan Poe, Conversación entre Eiros y Charmion


Te traeré el fuego.

(EURÍPIDES, Andrómaca)

Eiros.- ¿Por qué me llamas Eiros?

Charmion.- Así te llamarás desde ahora y para siempre. A tu vez, debes olvidar
mi nombre terreno y llamarme Charmion.

Eiros.- ¡Esto no es un sueño!

Charmion.- Ya no hay sueños entre nosotros; pero dejemos para después estos
misterios. Me alegro de verte dueño de tu razón, y tal como si estuvieras vivo. El velo
de la sombra se ha apartado ya de tus ojos. Ten ánimo y nada temas. Los días de
sopor que te estaban asignados se han cumplido, y mañana te introduciré ya mismo
en las alegrías y las maravillas de tu nueva existencia.

Eiros.- Es verdad, el sopor ha pasado. El extraño vértigo y la terrible oscuridad me han abandonado, y ya no oigo ese sonido enloquecedor, turbulento, horrible, semejante a «la voz de muchas aguas». Y sin embargo, Charmion, mis sentidos están
perturbados por esta penetrante percepción de lo nuevo.

Charmion.- Eso cesará en pocos días, pero comprendo muy bien lo que sientes. Hace ya diez años terrestres que pasé por lo que pasas tú y, sin embargo, su recuerdo no me abandona. Empero ya has sufrido todo el dolor que sufrirás en Aidenn.

Eiros.- ¿En Aidenn?

Charmion.- En Aidenn.

Eiros.-¡Oh, Dios! ¡Charmion, apiádate de mí! Me siento agobiado por la majestad de todas las cosas... de lo desconocido de pronto revelado... del Futuro, una conjetura fundida en el augusto y cierto Presente.

Charmion.- No te empeñes por ahora en pensar de esa manera. Mañana hablaremos de ello. Tu mente vacila, y encontrará alivio a su agitación en el ejercicio de los simples recuerdos. No mires alrededor, ni hacia adelante; mira hacia atrás. Ardo de ansiedad por conocer los detalles del prodigioso acontecer que te ha traído entre nosotros. Cuéntame. Hablemos de cosas familiares, en el viejo lenguaje familiar del mundo que tan espantosamente ha perecido.

Eiros.- ¡Oh,- sí, espantosamente! ¡Esto no es un sueño!

Charmion.- No hay más sueños. Eiros mío, ¿fui muy llorada?

Eiros.- ¿Llorada, Charmion? ¡Oh, cuán llorada! Hasta aquella última hora cernióse sobre tu casa una nube de profunda pena y devota tristeza.

Charmion.- Y esa última hora... -háblame de ella. Recuerda que, fuera del hecho en sí de la catástrofe, nada sé. Cuando abandoné la humanidad, entrando en la Noche a través de la Tumba, en ese período, si recuerdo bien, la calamidad que os abrumó era por completo insospechada. Cierto es que poco conocía yo la filosofía especulativa de entonces.

Eiros.- Como has dicho, aquella calamidad era enteramente insospechada, pero desgracias análogas habían dado a los astrónomos motivo de discusión. Apenas necesito decirte, amiga mía, que ya cuando nos dejaste los hombres coincidían en interpretar los pasajes de las muy santas escrituras que hablan de la destrucción final de todas las cosas por el fuego, como referidos solamente al globo terráqueo. Las especulaciones, empero, sobre la causa inmediata del fin, no llegaban a ninguna conclusión desde la época en que la ciencia astronómica había despojado a los cometas del terrible carácter incendiario que antes se les atribuía. Bien establecida se hallaba la escasa densidad de aquellos cuerpos celestes. Se los había observado pasar entre los satélites de Júpiter, sin que produjeran ninguna alteración sensible en las masas o las órbitas de aquellos planetas secundarios. Hacía mucho que considerábamos a esos errabundos como creaciones vaporosas de inconcebible tenuidad, incapaces de dañar nuestro macizo globo aun en el caso de un choque directo. No sentíamos temor alguno de un contacto, pues los elementos de todos los cometas eran perfectamente conocidos. Hacía muchos años que se consideraba inadmisible buscar entre ellos al agente de la destrucción por el fuego. Pero en aquellos días finales las conjeturas y las extravagantes fantasías abundaban ,singularmente entre los hombres, y aunque el temor sólo asaltaba a unos pocos ignorantes, el anuncio de un nuevo cometa formulado por los astrónomos fue recibido con no sé qué agitación y desconfianza generales.


Los elementos del extraño astro fueron inmediatamente calculados, y todos los observadores coincidieron en que su paso, en el perihelio, lo aproximaría mucho a la tierra. Dos o tres astrónomos de renombre secundario sostuvieron resueltamente que el choque era inevitable. Imposible expresar el efecto de esta noticia en las gentes. Durante unos pocos días no quisieron creer en una afirmación que su inteligencia, tanto tiempo aplicada a consideraciones mundanas, no podía aprehender de ninguna manera. Pero la verdad de un hecho de importancia vital se abre paso en el entendimiento del más estólido.

Los hombres comprendieron finalmente que los astrónomos no mentían, y esperaron el cometa. Al principio su acercamiento no parecía muy rápido, y nada de insólito había en su aspecto. Era de un rojo oscuro, con una cola apenas perceptible. Durante siete u ocho días no advertimos ningún aumento en su diámetro aparente, y su color cambió muy poco. Entretanto los negocios ordinarios de la humanidad habían sido suspendidos y todos lo, intereses se concentraban en las discusiones científicas referentes a la naturaleza del cometa. Aun los más ignorantes forzaban sus indolentes inteligencias para entenderlas. Y los sabios consagraron entonces su intelecto, su alma, o ya a aliviar los temores o a sostener sus amadas teorías, sino a buscar la verdad, a buscarla desesperadamente. Gemían en procura del conocimiento perfecto. La verdad se alzó en toda la pureza de su fuerza y de su excelsa majestad, y los sensatos se inclinaron y adoraron.

La opinión según la cual nuestro globo o sus habitantes sufrirían daños materiales de resultas del temible contacto, perdía diariamente fuerza entre los sabios, y a éstos les era dado ahora gobernar la razón y la fantasía de la multitud. Se demostró que la densidad del núcleo del cometa era mucho menor que la de nuestro gas más raro; el inofensivo pasaje de un visitante similar entre los satélites de Júpiter era argüido como un ejemplo convincente, capaz de calmar los temores. Los teólogos, con un celo inflamado por el miedo, insistían en la profecía bíblica, explicándola al pueblo con una precisión y una simplicidad que jamás se había visto antes. La destrucción final de la tierra se operaría por intervención del fuego; así lo enseñaban con un brío que imponía convicción por doquier; y el que los cometas no fueran de naturaleza ígnea (como todos sabían ahora) constituía una verdad que liberaba en gran medida de las aprensiones sobre la gran calamidad predicha. Es de hacer notar que los prejuicios populares y los errores del vulgo concernientes a las pestes y a las guerras -rrores que antes prevalecían a cada aparición de un cometa- eran ahora completamente desconocidos. Como naciendo de un súbito movimiento convulsivo, la razón había destronado de golpe a la superstición. La más débil de las inteligencias extraía vigor del exceso de interés.

Los daños menores que pudieran resultar del contacto con el cometa eran tema de minuciosas discusiones. Los entendidos hablaban de ligeras perturbaciones geológicas, de probables alteraciones del clima y, por consiguiente, de la vegetación, aludiendo también a posibles influencias magnéticas y eléctricas. Muchos sostenían que los efectos no serían visibles ni apreciables. Y mientras las discusiones proseguían, su objeto se aproximaba gradualmente, aumentaba su diámetro y más brillante se volvía su color. La humanidad palidecía al verlo acercarse. Todas las actividades humanas estaban suspendidas.

La evolución de los sentimientos generales llegó a su culminación cuando el cometa hubo alcanzado por fin un tamaño que sobrepasaba toda aparición anterior. Desechando las últimas esperanzas de que los astrónomos se hubieran equivocado, los hombres sintieron la certidumbre del mal. Todo lo quimérico de sus terrores había desaparecido. El corazón de los más valientes de nuestra raza latía precipitadamente en su pecho. Y sin embargo bastaron pocos días para que aun esos sentimientos se fundieran en otros todavía más insoportables. Ya no podíamos aplicar a aquel extraño astro ninguna idea ordinaria. Sus atributos históricos habían desaparecido. Nos oprimía con una emoción espantosamente nueva. No lo veíamos como un fenómeno astronómico de los cielos, sino como un íncubo sobre nuestros corazones y una sombra sobre nuestros cerebros. Con inconcebible rapidez había tomado la apariencia de un gigantesco manto de llamas muy tenues extendido de un horizonte al otro.

Pasó otro día, y los hombres respiraron con mayor libertad. No cabía duda de que nos hallábamos bajo la influencia del cometa, y sin embargo vivíamos. Hasta sentimos una insólita agilidad corporal y mental. La extraordinaria tenuidad del objeto de nuestro terror era ya aparente, pues todos los cuerpos celestes se percibían a través de él. Entretanto nuestra vegetación se había alterado sensiblemente y, como ello nos había sido pronosticado, cobramos aún más fe en la previsión de los sabios. Un follaje lujurioso, completamente desconocido hasta entonces, se desató en todos los vegetales. Pasó otro día más... y la calamidad no nos había dominado todavía. Era evidente que el núcleo del cometa chocaría con la tierra. Un espantoso cambio se había operado en los hombres, y la primera sensación de dolor fue la terrible señal para las lamentaciones y el espanto. Aquella primera sensación de dolor consistía en una rigurosa constricción del pecho y los pulmones, y una insoportable sequedad de la piel. Imposible negar que nuestra atmósfera estaba radicalmente afectada; su composición y las posibles modificaciones a que podía verse sujeta constituían ahora el tema de discusión.

El resultado del examen produjo un estremecimiento eléctrico de terror en el corazón
universal del hombre.

Se sabía desde hacía mucho que el aire que nos circundaba era un compuesto de oxígeno v nitrógeno, en proporción respectiva de veintiuno y setenta y nueve por ciento. El oxígeno, principio de la combustión y vehículo del calor, era absolutamente necesario para la vida animal, y constituía el agente más poderoso y enérgico en la naturaleza. El nitrógeno, por el contrario, era incapaz de mantener la vida animal y la combustión. Un exceso anómalo de oxígeno produciría, según estaba probado, una exaltación de los espíritus animales, tal como la habíamos, sentido en esos días. Lo que provocaba el espanto era la extensión de esta idea hasta su límite. ¿Cuál sería el resultado de una extracción total del nitrógeno? Una combustión irresistible, devoradora, todopoderosa, inmediata: el cumplimiento total, en sus minuciosos y terribles detalles, de las llameantes y aterradoras anunciaciones de las profecías del Santo Libro.

¿Necesito pintarte, Charmion, el desencadenado frenesí de la humanidad? Aquella tenuidad del cometa que nos había inspirado previamente una esperanza era ahora la fuente de la más amarga desesperación. En su impalpable, gaseosa naturaleza percibíamos claramente la consumación del Destino. Y entretanto pasó otro día, llevándose con él la última sombra de la Esperanza. Jadeábamos en aquel aire rápidamente modificado. La sangre arterial batía tumultuosamente en sus estrechos canales.

Un delirio furioso se había posesionado de todos los hombres y, con los brazos rígidamente tendidos hacia los cielos amenazantes, temblaban y clamaban. Pero el núcleo del destructor llegaba ya a nosotros; aun aquí, en el Aidenn, me estremezco al hablar.

Déjame ser breve... breve como la destrucción que nos asoló. Durante un momento vimos una terrible, cárdena luz que penetraba en todas las cosas. Entonces... ¡inclinémonos, Charmion, ante la sublime majestad de Dios el grande!, entonces se alzó un clamoroso y penetrante sonido, tal como si brotara de Su boca, y toda la masa de éter, dentro de la cual existíamos, reventó instantáneamente en algo como una intensa llama roja, cuya insuperable brillantez y abrasante calor no tienen nombre, ni siquiera entre los ángeles del alto cielo del conocimiento puro. Así acabó todo.

Caballeros de la Orden de la Banda, fray Antonio de Guevara

Muy illustre señor y mayor Conde de España:

Muy grata fué a mi coraçón la carta que me escribió con el comendador Aguilera, porque no había en estos reynos señor ni perlado que no me hubiese escrito, y a quien yo no hubiese rescripto, si no era Vuestra Señoría y el señor conde de Cabra. Pues ya se pasa el puerto, se marea el golfo, se roçó el camino y venimos en conoscimiento; conosciendo yo la limpieza de vuestra sangre, la generosidad de vuestra persona, la autoridad de vuestra casa y la fama de vuestra fama, no os dexaré ya de requerir, tú me dexaré de os escribir. Con algunos señores tengo conoscimiento, con otros deudo, con otros amistad, con otros conversación y aun de otros aparto la comunicación y huyo la condición, porque en el ingenio son botos y en la comunicación muy pesados. Más trabajo es sufrir a un señor pesado que a un labrador nescio, porque el caballero hace os rabiar, y el bobo labrador provoca os a reír, y más y allende de esto al uno podéisle mandar que no hable, y al otro habéisle de esperar a que acabe. Pues Vuestra Señoría es tan buena estofa y salió de tan buena turquesa, no habrá lugar en él mi sacudimiento, pues es de tan delicado juicio, sino que de aquí adelante me presciaré de su conversación y me loaré de su condición.

Mandáisme, señor, que os escriba si he leído en alguna escriptura antigua quiénes fueron en España los caballeros de la Vanda, y también queréis saber en tiempo de qué príncipe esta Orden se levantó, y quién fué el que la inventó, y porqué la inventó, y qué regla de vivir les dió, y qué tanto duró, y porqué se perdió. Aunque yo fuera algún testigo sospechoso, y Vuestra Señoría fuera el alcalde Ronquillo, no me tomara el dicho por interrogatorio más delicado; que, a ley de bueno le juro, que, si es tan cumplida mi respuesta como lo fué su pregunta, él quede bien satisfecho y yo no quede poco cansado. Después que vi las casas superbas que hecistes en Valladolid, más os alababa de buen edificador que no de curioso lector, y por eso huelgo mucho de lo que pide y me escribe, porque al buen caballero también le parece tener un libro so la almohada como la espada a la cabecera. El gran Julio César, en mitad de sus reales tenía los Comentarios en el seno, la lança en la mano izquierda y la pluma en la derecha, por manera que todo el tiempo que ahorraba de pelear, le expendía en leer y escrebir. El Magno Alexandro, que con sólo el temor sojuzgó a Poniente, y con las armas al Oriente, la espada de Achiles trahía siempre ceñida y con la Illiada de Homero se dormía en la cama. No quiero tan poco, señor Conde, que el leer y escrebir toméis por principal oficio como yo que soy letrado, sino que el diezmo de las horas que gastáis en parlar y perdéis en jugar, lo empleéis y gastéis en leer.

Viniendo, pues, al propósito, es de saber que en la era de mil y trezientos y sesenta y ocho, estando en la ciudad de Burgos el rey don Alonso, hijo que fué del rey don Hernando y de la reyna doña Costanza, hiço este buen rey una nueva Orden de caballería, a la cual llamó la Orden de la Vanda, en la cual entró el mesmo rey, y sus hijos y hermanos, y los hijos de los ricos hombres y caballeros. Desde a cuatro años que ordenó esta Orden de la Vanda, estando el rey don Alonso en Palencia, tornó a reformar la regla que había hecho, y a poner penas a los transgresores della, de manera que conforme a la regla postrera, que fué la mejor y más caballerosa, os escribiré, señor, esta carta.

Llámanse caballeros de la Vanda, porque traían sobre sí una correa colorada, ancha de tres dedos, la cual a manera de estola la echaban sobre el hombro izquierdo, y la annudaban sobre el braço derecho. No podía dar la vanda sino sólo el rey, ni podía ninguno rescebirla si no fuese hijo de algún caballero, o hijo de algún notable hidalgo, y que por lo menos hubiese en la Corte diez años residido, o al rey en las guerras de moros servido. En esta Orden de la Vanda no podían entrar los primogénitos de caballeros que tenían mayorazgos, sino los que eran hijos segundos o terceros y que no tenían patrimonios, porque la intención del buen rey don Alonso fué de honrrar a los hijosdalgo de su Corte que poco podían y poco tenían. El día que rescebían la vanda hacían en manos del rey pleito homenage de guardar la regla, y digo que no hacían algún voto estrecho o algún juramento riguroso, porque si después alguno quebrantase algo de la regla estubiese subjeto al castigo, mas no obligado al pecado.

Mandaba su regla que el caballero de la Vanda fuese obligado de hablar al rey, siendo requerido en pro de los naturales de su tieraa y por el defendimiento de la república, sopena que, siendo de esto notado, fuese del patrimonio privado, y de la tierra desterrado.

Mandaba su regla que el caballero de la Vanda fuese y, sobre todas cosas, dixese al rey siempre verdad y a su corona y persona guardase fidelidad, y que si en su presencia alguno del rey murmurase, y él lo disimulase y aprobase, le echasen de la Corte con infamia y le privasen para siempre de la vanda.

Mandaba su regla que todos los de aquella Orden hablasen poco y lo que hablasen fuese muy verdadero, y que si por caso algún caballero de la Vanda dijese alguna notable mentira, anduviese un mes sin espada.

Mandaba su regla que se acompañasen con hombres sabios de quienes aprendiesen a bien vivir, y con hombres de guerra que los enseñasen a pelear, sopena que el caballero de la Vanda que le dexare acompañar, o le viere pasear con algún merchante, o oficial, o plebeyo, o rústico, sea del maestro gravemente reprehendido y un mes entero en su posada encarcelado.

Mandaba su regla que todos los caballeros de, esta Orden mantuviesen sus palabras y guardasen fidelidad a sus amigos, y en caso que se probase contra algún caballero de la Vanda que no había cumplido su palabra, aunque fuese dada a persona baxa, y sobre cosa muy pequeña, que el tal se anduviese por la Corte solo y desacompañado, sin osar a nadie hablar ni a ningún caballero se allegar.

Mandaba su regla que fuese obligado el caballero de la Vanda a tener buenas armas en su cámara, buenos caballos en su caballeriza, buena lanza en su puerta y buena espada en su cinta, sopena que si en algo de esto fuere defectuoso, le llamen en la Corte, por espacio de un mes, escudero, y pierda el nombre de caballero.

Mandaba su regla que ningún caballero de la Vanda fuese osado de andar en la Corte a mula, sino a caballo, ni fuese osado de andar sin la vanda en lo público, ni se atreviese, sin llevar espada, entrar en Palacio, ni aun osase en su posada comer solo, sopena que para hacer la tela de la justa pagase un marco de plata.

Mandaba su regla que ningún caballero de la Vanda sirviese de lisonjero ni se presciase de chocarrero, sopena que si alguno dellos se pusiese en Palacio a contar donayres, o a decir al rey algunas lisonjas, anduviese por la Corte un mes a pie y estuviese restado en su posada otro.

Mandaba su regla que ningún caballero de la Vanda se quexase de alguna herida que tuviese, ni se alabase de alguna hazaña que hiziese, que el que dixese ¡ay! al tiempo de la cura y el que relatase muchas veces su proeza, fuese del maestre gravemente reprehendido y de los otros caballeros de la Vanda no visitado.

Mandaba su regla que ningún caballero de la Vanda fuese osado de jugar ningún juego, en especial juego de dados secos, sopena que, si alguno los jugase, o en su posada los consintiese jugar, le quitasen el sueldo de un mes y no entrase en Palacio mes y medio.

Mandaba su regla que ningún caballero de la Vanda fuese osado de empeñar sus armas ni jugar las ropas de su persona, y esto a ningún juego que fuese, sopena que el que las jugase y aun sobre ellas apostase, anduviese dos meses sin vanda y estuviese otro mes preso en su posada.

Mandaba su regla que el caballero de la Vanda entre ni semana se vistiese de paño fino y las fiestas sacase sobre sí alguna seda, y las pascuas algún poco de oro, y e medias calças y truxese botas, fuese obligado el maestre de se las tomar, y a los pobres dellas limosna hacer.

Mandaba su regla que si el caballero de la Vanda quisiese en palacio, o por la Corte, pasearse a pie, que no anduviese muy a prisa ni hablase a grandes voces, sino que hablase baxo, y se pasease despacio, sopena que de los otros fuese reprehendido y del maestre castigado.

Mandaba su regla que ningún caballero de la Vanda fuese osado, ora en burlas, ora de veras, decir a otro caballero alguna palabra maliciosa ni sospechosa de que el otro caballero quedase afrentado o lastimado, sopena que después pidiese perdón al injuriado y le diesen de la Corte tres meses de destierro.

Mandaba su regla que ningún caballero de la Vanda tomase contienda con ninguna doncella en cabello, ni levantase pleito a muger hijadalgo, sopena que el tal caballero no pudiese acompañar a ninguna señora por el pueblo, ni osar servir alguna dama en Palacio.

Mandaba su regla que si algún caballero de la Vanda topase en la calle con alguna señora que fuese generosa y valerosa, fuese obligado de se apear, y de la ir acompañar, sopena que perdiese un mes de sueldo y fuese de las damas desamado.

Mandaba su regla que sí alguna muger noble o doncella en cabello rogase que hiciese alguna cosa por ella a algún caballero de la Vanda, y pudiendo la hacer no la hiciese, que al tal le llamasen en Palacio las damas «el caballero mal mandado y no bien comedido».

Mandaba su regla que ningún caballero de la Vanda fuese osado de comer cosas torpes y sucias, es a saber: puerros, ajos, cebollas, ni otras semejantes vascosidades, sopena que el tal no entrase aquella semana en Palacio ni se asentase a mesa de caballero.

Mandaba su regla que ningún caballero de la Vanda fuese osado de comer estando en pie, ni comer solo, ni de comer sin manteles, sino que comiesen asentados y acompañados y los manteles tendidos, sopena que el caballero que así no lo hiciere comiese un mes sin espada y pagase un marco de plata para la tela.

Mandaba su regla que ningún caballero de la Vanda bebiese vino en vasija de barro ni bebiese agua en cántaro, y que al tiempo del beber se santiguase con la mano y no con el vaso, sopena que el caballero que hiciese lo contrario desto fuese un mes desterrado del Palacio y otro mes que no bebiese vino.

Mandaba su regla que si dos caballeros de la Vanda riñesen y se desafiasen, los otros caballeros trabaxasen de los poner en paz, y si no quisiesen ser amigos, que de nadie fuesen ayudados, sopena que si alguno los vandeare, ande un mes sin vanda y pague un marco de plata para la justa.

Mandaba su regla que si alguno truxese vanda sin habérsela dado el rey, le desafiasen dos caballeros de la Vanda, y si ellos le venciesen a él, que no pudiese traer vanda, y si él venciese a ellos, pudiese dende adelante la vanda traer y caballero de la Vanda se llamar.

Mandaba su regla que cuando en la Corte se hiciesen justas y torneos, el caballero que ganase la joya de la justa, y la presea del torneo, ganase también la vanda, aunque no fuese caballero de la Vanda, la cual el rey allí luego le había de dar, y todos los caballeros en la Orden y compañía suya rescebir.

Mandaba su regla que si algún caballero de la Vanda echase mano a su espada para otro caballero compañero suyo, que en tal caso no paresciese delante el rey dos meses, y que no truxese más de media vanda otros dos.

Mandaba su regla que si algún caballero de la Vanda hiriese a otro caballero de la Vanda sobre enojo y rencilla, que no entrase en Palacio en un año y estuviese preso el medio de aquel tiempo.

Mandaba su regla que si algún caballero de la Vanda fuese justicia por el rey, ora en la Corte, ora fuera della, que no pudiese justiciar a ningún caballero de la Vanda, sino que en tomándole en cosa no bien hecha, solamente le pueda prender y después al rey remitir.

Mandaba su regla que yendo el rey a la guerra, fuesen con él todos los caballeros de la Vanda, y que puestos en el campo se juntasen todos so una vandera, y estuviesen y peleasen a una, sopena que el caballero que en la guerra fuera de su vandera pelease, y a otro caballero estraño se allegase, perdiese un año de sueldo y anduviese con media vanda otro año.

Mandaba su regla que ningún caballero de la Vanda fuese osado de ir a guerra si no fuese de moros, y que si en alguna otra guerra se hallase con el rey, que se quitase por entonces la vanda, y que sí pelease en favor de otro que el rey, perdiese la vanda.

Mandaba su regla que todos los caballeros de la Vanda se juntasen tres veces en el año, do el rey mandase, y que estas juntas fuesen para que hiciesen alarde de sus armas y caballos y para platicar en cosas de su Orden, y éstas fuesen por abril, y setiembre, y navidad.

Mandaba la regla que todos los caballeros de la Vanda por lo menos torneasen dos veces en el año y justasen otras cuatro, y jugasen cañas seis, y fuesen a la carrera cada semana, sopena que el caballero que a estos exercicios militares fuese negligente en venir y fuese mal enseñado en los exercitar, anduviese un mes sin vanda y otro mes sin espada.

Mandaba su regla que todos los caballeros de la Vanda fuesen obligados dentro de ocho días que llegase el rey a algún lugar de poner tela para justar y carteles para tornear, y más allende de esto, tuviesen maestro y escuela a do fuesen a esgremir y a jugar de puñal y espada, sopena que el negligente en esto le restasen en su posada y le quitasen media vanda.

Mandaba la regla que ningún caballero de la Vanda estuviese en Corte sin servir alguna dama, no para la deshonrrar, sino para la festejar, o con ella se casar, y cuando ella saliese fuera la acompañase, como ella quisiese, a pie o a caballo, llevando quitada la caperuza y faciendo su mesura con la rodilla.

Mandaba su regla que si algún caballero de la Vanda supiese que en torno de diez leguas de la Corte se hacían justas o torneos, fuese obligado de ir allá a justar y a tornear, sopena de andar un mes sin espada y otro tanto sin vanda.

Mandaba su regla que si algún caballero de la Vanda se casase veinte leguas en torno de la Corte, todos los otros caballeros fuesen con él al rey a pedirle para él alguna merced, y que después le acompañasen todos hasta do se había de casar, para que allí hiciesen algún honrroso exercicio de caballería y para que ofresciesen alguna presea a su esposa.

Mandaba su regla que todos los primeros domingos de cada mes fuesen los caballeros de la Vanda a Palacio juntos, y muy bien ataviados y armados, y que allí, en el patio, en la sala real, delante el rey y toda su Corte, jugasen de todas armas, dos a dos, de manera que no se lisiasen, pues el fin de hacer esta Orden fué para que se presciasen de los hechos más que de los nombres de caballeros, en que por esto fuesen del rey muy honrrados.

Mandaba su regla que no torneasen más de treinta con treinta, y esto con espadas romas y sin filos, y que tocando las trompetas arremetiesen juntos, y en sonando el añafil, se retirasen todos, sopena de no entrar más en torneo y de no ir un mes a Palacio.

Mandaba su regla que en la justa no corriesen más de cada cuatro carreras y tuviesen por jueces cuatro caballeros, y el que en cuatro carreras no quebrantase la lança, pagase todo lo que costó la tela.

Mandaba su regla que al tiempo que falleciese algún caballero de la Vanda, le fuesen todos a ayudar a bien morir, y después le fuesen a enterrar, y que por haber sido hermano y compañero de la Vanda, se vistiesen todos de negro un mes, y no justasen dende a otros tres.

Mandaba su regla que dos días después de enterrado el caballero de la Vanda se juntasen todos los otros caballeros de la Orden y fuesen al rey; lo uno, a le dar la vanda que dejó el muerto, y lo otro, para le suplicar tenga memoria rescebir en su lugar algún hijo grande, si dexó, y haga alguna merced a la muger que tenía, para se sustentar y sus hijas casar.

He aquí, señor, la regla y orden de los caballeros de la Vanda, que hizo el buen rey don Hernando, junto de la cual os quiero poner a todos los caballeros que primero en esta Orden entraron, el título de los quales dice así:

estos son los muy corteses, y muy preciados, y muy nombrados, y muy escogidos caballeros y infançones de la fidalga orden de la vanda, que mandó facer nuestro señor el rey don Alfonso, que dios mantenga.

El Rey don Alfonso, que hizo la Orden.
El Infante don Pedro.
Don Enrique.
Don Fernando.
Don Tello.
Don Juan el Bueno.
Don Juan Núñez.
Enrrique Enrríquez.
Alfonso Fernández Coronel.
Lope Díaz de Almaçán.
Fernán Pérez Puerto Carrero.
Fernán Pérez Ponce.
Carlos de Guevara.
Fernán Enrríquez.
Alvar García de Albornoz.
Pero Fernández.
Garci Jofre Tenorio.
Juan Estévanez.
Diego García de Toledo.
Martín Alfonso de Córdoba.
Gonçalo Ruiz de la Vega.
Juan Alfonso de Benavides.
Garcilaso de la Vega.
Fernán García Duque.
Garci Fernández Tello.
Pero Gonçález de Agüero.
Juan Alfonso Carriello.
Íñigo López de Orozco.
Garci Gutiérrez de Grajalba.
Gutierre Fernández de Toledo.
Diego Fernández Castriello.
Pero Ruiz de Villegas.
Alfonso Fernández Alcayde.
Ruy González de Castañeda.
Ruy Ramírez de Guzmán.
Sancho Martínez de Leiva.
Juan González de Bazán.
Pero Trillo.
Suero Pérez de Quiñones.
Gonzalo Mexía.
Fernán Carriello.
Juan de Rojas.
Perálbarez Osorio.
Pero Pérez de Padilla.
Don Gil de Quintana.
Juan Rodríguez de Villegas.
Diego Pérez Sarmiento.
Mendo Rodríguez de Viezma.
Juan Fernández Coronel.
Juan de Cerejuela.
Juan Rodríguez de Cisneros.
Orejón de Liébana.
Juan Fernández Delgadillo.
Gómez Capiello.
Beltrán de Guevara, único.
Juan Tenorio.
Umbrete de Torrellas.
Juan Fernández de Bahamón.
Alfonso Tenorio.

En toda esta letra lo que se ha de notar es cuán en orden andaban los caballeros en aquel tiempo y cómo se exercitaban en las armas y se preciaban de hacer proezas y que los hijos de los buenos eran en la casa del rey muy bien criados y que no los dexaban ser viciosos, ni andar perdidos. Es también de notar en esta letra en cuán poco tiempo hace tantas mudanzas el mundo, es a saber: deshaciendo a unos, y levantando del polvo a otros, porque la fortuna nunca descarga sus tiros sino contra los que están muy adelante puestos. Digo esto, señor Conde, porque hallará aquí en esta Orden de la Vanda algunos antiguos linages que en aquel tiempo eran bien generosos y afamados, los cuales todos, no sólo son ya acabados, mas un del todo olvidados. ¿Qué casas ni mayorazgos hay hoy en España de los Albornoces, de los Tenorios, de los Villegas, de los Trillos, de los Quintanas, de los Biezmas, de los Cerejuelas, de los Bahamondes, de los Coroneles, de los Cisneros, de los Grajalbas y de los Orozcos? De todos estos linages había caballeros muy honrados en aquellos tiempos, como parece en la lista de los que entraron primero en la Orden de la Vanda, de los cuales todos agora, no sólo se hallan generosos mayorazgos, mas aun los solares proprios. Hay agora en España otros linajes, que son: Velascos, Manrriques, Enrríquez, Pimenteles, Mendozas, Córdovas, Pachecos, Zúñigas, Faxardos, Aguilares, Manueles, Arellanos, Tendillas, Cuevas, Andrades, Fonsecas, Lunas, Villandrandos, Carvajales, Soto Mayores y Benavides.

Cosa por cierto es de notar, y no menos de espantar, que ningún linaje de todos estos sobredichos están entre los caballeros de la Vanda nombrados; los cuales todos son agora en estos nuestros tiempos ilustres, generosos, ricos y muy nombrados. Bien es de creer que algunos de estos ilustres linajes eran ya levantados en aquellos tiempos, y si no los pusieron entre los caballeros de la Vanda fué, no porque les faltaba gravedad, sino por no tener entonces tanta autoridad, y aun porque si les sobraba la nobleza, les faltaba la riqueza. También es de creer que de aquellos linajes antiguos y olvidados hay agora hartos descendientes que son nobles y virtuosos, a los cuales, como les vemos tener poco y poder poco, tenemos por mejor callarlos que nombrarlos.

Los hijosdalgo, y caballeros, por más de ilustre sangre que sean, si tienen poco y pueden poco, ténganse por dicho que los han de tener en poco, y por eso les sería muy saludable consejo que antes se quedasen en sus tierras a ser escuderos ricos, que no venir a las cortes de los reyes a ser caballeros pobres, porque de esta manera serían en sus tierras honrrados, y así andan por las cortes corridos. Al propósito de esto, acontesció en Roma que como Cicerón fuese tan valeroso en su persona, y tuviese tanto mando en la república, teníanle todos tanta envidia y mirábanle con muy sobrada malicia, y por esto le dijo un patricio romano, como si dixésemos un hidalgo español: «Dime, Cicerón, ¿por qué te quieres tú igualar comigo en el Senado, pues sabes tú, y lo saben todos, en cómo desciendo yo de romanos ilustres y tú de rústicos labradores?» A esto le respondió Cicerón con muy buena gracia: «Yo te quiero confesar que tú desciendes de romanos patricios, y yo procedo de labradores pobres; mas junto con esto, no me puedes tú negar que todo tu linaje se acaba en ti, y todo el mío comienza en mí». De este exemplo podéis, señor Conde, colligir cuánto va de un tiempo a otro, de un lugar a otro y aun de una persona a otra, pues sabemos que en Gayo començaron los Augustos y en Nero se acabaron los Césares. Quiero, por todo lo dicho, decir que la poquedad de muchos dió fin a muchos linajes de los caballeros de la Vanda, y la valerosidad de otros dió principio a otros ilustres linajes que hoy hay en España, porque las casas de los grandes señores nunca se pierden por mengua de riqueza, sino por falta de personas.

Yo me he alargado en esta letra mucho más de lo que había prometido, y aún en mi presupuesto; mas todo lo doy por bien empleado, pues soy cierto que si yo quedo cansado de la escrebir, Vuestra Señoría no tomará fastidio en la leer, porque van en ella tantas y tan buenas cosas que para caballeros viejos son dignas de saber y para caballeros mozos necesarias de imitar.

De Toledo, a XII de deziembre de MDXXVI.

Tres historias de enamorados, fray Antonio de Guevara

Muy magnífico y engañado señor:

A la hora en que quise responder a vuestra carta tuve en la mano suspensa la pluma más de media hora, debatiendo con mi gravedad y vuestra amistad si os respondería, o disimularía, porque el amor que os tengo convidábame a que lo hiciese, y vuestro descomedimiento constreñíame a que os lo negase. Yo, Señor, leí vuestra carta y vi las tres imágenes que me enviastes con ella, y fué tanto el enojo que rescebí, y la afrenta que sentí, que, si como sois grande amigo mío, fuérades mi muy propincuo deudo, el deudo os negara, y jamás letra os escriviera. En los rostros vergonzosos y en los corazones generosos sin comparación vale más una onza de amistad que una arroba de consanguinidad; lo cual paresce claro en que la enemistad que nasce entre parientes dura mucho, mas la que se levanta entre los verdaderos amigos acábase luego. Pisistrato, rey y tirano que fué de los athenienses, como un sobrino suyo que había nombre Trasilo fuese en cierta conjuración contra el tío, escribióle una carta en que decía estas palabras: «Acordarte debrías, sobrino mío Trasilo, no que te crié en mi casa, no que eres mi sangre, no que te admití a mi conversación, no que te fié mis secretos, no que te casé con mi hija, no que te di la mitad de mi hacienda, sino que te amé como amigo y te traté como a hijo. Hasme salido aleve, y hasme hecho traición, sin yo de ti tal pensar, ni menos te lo merescer, a cuya causa quisiera poder acabar conmigo que, como te niego el deudo, te pudiera negar la amistad; mas no lo puedo hacer, ni con mi fidelidad acabar, porque la sangre que contigo tengo puedo la sacar, pues está en las venas, mas no el amor con que te amo, porque está en el corazón». He querido traheros este exemplo a la memoria para que, pues vos, señor, habéis sido Trasilo en me enojar, seré yo Pisistrato en os perdonar, haciendo, como hago, muy gran caudal, no tanto del deudo que me tenéis, como de la amistad que os tengo.

Viniendo, pues, al propósito, y contando cómo acontesció el caso, digo que yo, señor, rescebí una letra vuestra aquí, en Granada, habrá diez y ocho días, y con ella rescebí unas muy ricas tablas, en las cuales estaban unas imágines, assaz bien pintadas, y no menos bien tratadas. Querríades agora vos saber de mí qué es lo que me paresce de la pintura, y qué misterios tiene su historia, jurando y perjurando que os costaron mucho y las tenéis en mucho. A esto, señor, os respondo y digo que, si vos tenéis aquellas imágines en mucho, yo señor, las tengo en muy poco, y más y allende desto digo que si comprastes lo que no sabíades, os acuso por no cuerdo, y si supistes lo que comprastes, os condeno por mundano. Dixe que os condenaba por mundano, y no por liviano, no porque no lo merescía vuestra culpa, sino porque no cabía en mi crianza. La poca edad, la poca sciencia y la poca experiencia que tenéis del mundo os excusa del yerro que habéis hecho y del descomedimiento que comigo habéis tenido; que, hablando la verdad, yo estoy corrido, y aun afrontado, que tales imágines me enviásedes, y sobre tales liviandades me consultásedes. En mi hábito, por ser de religioso; en mi sangre, por ser de caballero; en mi profesión, por ser de theólogo; en mi oficio, por ser predicador, ni en mi dignidad, por ser de obispo, no se sufre semejantes vanidades preguntar, ni menos platicar, porque el hombre de bien, no sólo ha de mostrar su gravedad en las obras que hace, mas aun en las palabras que dice y en las pláticas que oye. El buen philósopho Diógenes vió en la plaza hablar muy despacio a un discípulo suyo, con un mancebo que era tenido por liviano, y aun por travieso, el cual, como le preguntase en qué hablaban, qué concertaban, respondió él: «Decíame que esta noche pasada había hecho una muy gran travesura, y que había muy gran miedo no fuese descubierta. Oído todo esto, Diógenes mandó llamar al otro mancebo y dixo a ambos a dos: «Yo mando que en el amphiteatro del foro, que igualmente os den a cada uno cuarenta azotes: a él, por lo que hizo, y a ti, por lo que le escuchaste; porque tanto merece el philósopho por no tener atapadas las orejas, como el secular en no tener las manos quedas.»

Yo, señor don Enrrique, ni sé qué me haga, ni sé con quién me cumpla; que por una parte querría hacer lo que me rogáis, pues sois mi amigo, y por otra parte estoy temeroso de Diógenes el philósopho, porque si él sabe lo que vos me consultáis, y atina a lo que yo os respondo, no es menos sino que desta hecha vos o yo quedamos desterrados, y no menos azotados. Aunque sea en detrimento de mi gravedad, y en ofensa de mi honestidad, determínome de responder a vuestra carta, y declararos el misterio de vuestra dubda, con que prometo y protesto que no lo hago por serviros, sino para confundiros, porque veáis y conozcáis que esa vuestra tabla de imágines no es para poner en los altares de los sanctos, sino en las cámaras de los locos.

Es, pues, el caso que en las tres tablas que me enviastes estaban tres imágines de tres mugeres a maravilla hermosas, y por extremo muy bien pintadas, los rétulos de las cuales decían así: «Sancta Lamia», «Sancta Flora» y «Sancta Layda». Queríades agora vos, señor don Enrrique, saber de mí quiénes fueron estas tres mugeres, de dónde fueron, en qué tiempo fueron, a do murieron y qué martirio pasaron; porque, según me escribís, las tenéis en vuestro oratorio colgadas y les rezáis cada día ciertas avemarías. Yo, señor, lo quiero hacer, y a vuestro ruego condescender, aunque no sin mucha pena y gran vergüenza, no de vos, que lo habéis de leer, sino de aquellos a quien lo habéis de mostrar, porque todos dirán, y no sé si con razón, que vos, señor, sois agora vano, y que en algún tiempo yo fuí mundano.

Esta Lamia, esta Flora, esta Layda, que vos, señor, tenéis por sanctas, fueron las tres más hermosas y más famosas rameras que nascieron en Asia, se criaron en Europa, y aun de quienes más cosas los escriptores escribieron, y por quienes más príncipes se perdieron. Destas tres se dice y escribe que fueron dotadas de todas gracias: es a saber, hermosas de rostros, altas de cuerpos, anchas de frentes, gruesas de pechos, cortas de cinturas, largas de manos, diestras en el tañer, suaves en el cantar, polidas en el vestir, amorosas en el mirar, disimuladas en el amar y muy cautas en el pedir. Destas tres se dice y escribe por excelencia que nunca a príncipe amaron que las dexase, ni jamás cosa pidieron que se la negase. Destas tres se dice y escribe que nunca a hombre hicieron burla, ni jamás de hombre rescibieron afrenta. Destas tres se dice y escribe que la Lamia enamoraba con el mirar; la Flora, con el hablar; la Layda, con el cantar; y los que una vez de sus amores se prendían, tarde o nunca se libraban. Destas tres se dice y escribe que fueron las enamoradas más ricas del mundo mientras vivieron, y que dexaron de sí mayores memorias cuando murieron, porque en los pueblos les pusieron estatuas, y los escritores escribieron dellas grandes cosas. Y porque no parezca que hablamos de gracia, contaremos aquí destas tres enamoradas la historia, protestando primero que no diremos más de cada una de sola una palabra, porque para deciros, señor, verdad, no es esta historia tan honesta y limpia para que ose emplear en ella mucho tiempo mi pluma.

La más antigua destas tres enamoradas fué la que llamaron Lamia, la cual fué en el tiempo del rey Antígono, criado de Alexandro el Magno, del cual Antígono escriben los que dél escribieron que fué príncipe muy belicoso, y poco venturoso. Este rey Antígono dexó un hijo heredero, el cual se llamó Demetrio, el cual fué menos belicoso, aunque más fortunado que no su padre, y fuera él muy esclarecido príncipe, si en su mocedad supiera cobrar amigos, y en la vejez no se diera tanto a los vicios. Este rey Demetrio tuvo por amiga a esta enamorada Lamia, a la cual únicamente amé, y largamente dió. Fué el rey Demetrio, en amar a su Lamia, más loco que enamorado, porque olvidaba su gravedad y autoridad, no sólo le daba cuanto ella quería de su hacienda, mas aun no hacía vida con su muger Euxonia. A esta Lamia preguntó una vez el rey Demetrio que cuál era la cosa con que más se convencían las mugeres, a lo cual ella le respondió: «No hay cosa que más ayna haga a una muger caer que ver a un hombre de corazón por ella penar, porque de querer amar los hombres de burla vienen después a quedarse burlados». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, qué es la cosa por que más aborrecéis las mugeres a los hombres?» A esto le respondió Lamia: «La cosa por que una muger aborresce a un hombre es cuando se alaba de lo que no hace y no cumple lo que promete». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, ¿qué es la cosa de que más os contentáis del hombre?» A esto le respondió Lamia: «La causa por que una muger más ama a un hombre es cuando le vee que es discreto en lo que dice, y secreto en lo que hace». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, ¿por qué son los hombres mal casados?» A esto le respondió Lamia: «Es imposible que sean bien casados cuando en la muger hay necesidad, y en el marido necedad». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, ¿cuál es la causa por que más aýna se deshace el amor de entre dos enamorados?» A esto le respondió Lamia: «No hay cosa por que más aýna se desamen los que se aman que por ser el enamorado derramado en el amar y la enamorada muy importuna en el pedir». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, ¿cuál es la cosa con que más penan los hombres enamorados?» A esto le respondió Lamia: «La cosa que más atormenta al corazón del hombre enamorado es el no poder alcanzar lo que desea, y pensar que ha de perder lo que goza». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, ¿cuál es la cosa que más al corazón de una muger lastima?» A esto le respondió Lamia: «No hay cosa con que más una muger se sienta y se entristezca que con llamarla fea y desgraciada, y saber que la tienen por mala».

Era esta muger Lamia de muy delicado juicio, aunque en ella estuvo mal empleado, y así es que a todos atraya con la lengua, y enamoraba con la persona. Antes que ella viniese a poder, o por mejor decir, a perder al rey Demetrio, anduvo mucho tiempo por las achademias de Athenas, a do ganó muchos dineros, y aun echó a perder muchos mancebos. Plutarco cuenta, en la vida de Demetrio, que como los athenienses le presentasen doscientos talentos de plata para ayuda a pagar su gente de guerra, todos se los dió a su amiga Lamia, sin que entrase ninguno en su casa, de lo cual quedaron los athenienses, no sólo enojados, mas aun afrontados, no tanto por habérselos dado, cuanto por haberlos él tan mal empleado. Cuando el rey Demetrio quería alguna cosa encarescer, o algún negocio arduo con juramento afirmar, nunca juraba por sus dioses, ni juraba por sus antepasados, ni aun por la vida, ni salud de sus hijos, sino que siempre juraba en esta manera: «Ansí yo permanezca en la gracia de mi Lamia, y así ella y yo acabemos juntos la vida, como pasa esto y esto».

Un año y dos meses antes que muriese el rey Demetrio, murió su enamorada Lamia, y sintió el enamorado rey tanto su muerte, que disputaban y aun dudaban los philósophos en Athenas cuál de dos cosas fuese mayor: es a saber, las lágrimas que por ella lloró, o las riquezas que en sus obsequias gastó. Fué esta enamorada natural de Argos, nascida de bajos padres, y anduvo mucho tiempo por Asia la mayor, assaz absoluta y disoluta, y al fin, como muriese en Fenicia, y la mandase enterrar el rey Demetrio junto a su casa, debaxo de una ventana de su cámara, y le preguntase un privado suyo que por qué lo había hecho, le respondió: «Amóme tanto, y quísela tanto, que no sé con qué le pagar lo mucho que me quería, y lo mucho que le debía, si no es con depositarla en tal lugar, a do tengan mis ojos cada día que llorar y cada hora mi corazón que penar».

La segunda enamorada de las tres que arriba contamos se llama Layda, y fué su naturaleza de la isla Bithrita, que es en los confines de Grecia, y, según della escriben sus chronistas, fué hija de un sumo sacerdote del templo de Apolo, que citaba en Delphos, varón muy docto en el arte mágica, mediante la cual alcanzó la perdición de su hija. Esta enamorada Layda nasció y floresció en tiempos del muy nombrado rey Pirro, príncipe y señor que fué muy deseoso de alcanzar honrra, y no muy dichoso en saber conservarla. Siendo el rey Pirro mancebo de dieciséis años, vino en Italia por hacer guerra a los romanos, y déste dicen y cuentan los escriptores de su tiempo que fué el primero príncipe, que dió orden en ordenar los campos, repartir las batallas y hacer escuadrones; porque todos los de antes dél, al tiempo de dar una batalla, juntamente arremetían y confusamente peleaban.

Esta enamorada Layda anduvo mucho tiempo en el campo del rey Pirro, y con él vino a Italia, y con él tornó a Grecia, y désta se dice y escribe que a todos los que podía hacía placer, mas que con un solo hombre se quiso amigar. Fué esta enamorada Layda tan amorosa en la conversación, y tan hermosa en la disposición, que si quisiera ella sus amores recoger, y a un solo señor se allegar, no hubiera príncipe en el mundo que por ella no se perdiera y cuanto quisiera no le diera.
Después que Layda volvió de las guerras de Italia a Grecia, retráxose a vivir en la ciudad de Corintho, y fué allí tan servida y requestada, que no hubo hombre rico en Asia que a sus puertas no llamase, ni quedó rey ni príncipe que allá no entrase. Aulo Gelio dice que el buen philósopho Demóstenes fué una vez disfrazado desde Grecia a Corintho por la ver, y aun con ella se revolver; y como ella, antes que le abriese la puerta, le enviase a pedir docientos sestercios de plata, respondió Demóstenes: «No quieran los dioses que yo gaste mi hacienda, ni aventure mi persona, en cosa que apenas la habré hecho, cuando della esté arrepentido». Esto pienso que dixo Demóstenes, por lo que dice el Philósopho, es a saber: «Quod omne animal post coitum tristatur»

Desta enamorada Layda se dice lo que nunca de muger leí, ni aun en muger tampoco vi, es a saber, que nunca mostró amor a hombre que la sirviese, ni nunca fué aborrescida de hombre que la conosciese. Puédese desto colligir cuán bien fortunada fué esta enamorada Layda, pues nadie la aborrescía, y cuán mal acondicionada era, pues a nadie ella amaba. Si la enamorada Lamia fué sabia, no fué, por cierto, Layda necia, y si fué aquélla aguda, ésta fué reaguda, porque en el arte de amores excedió a todas las mugeres de su oficio, en saber amar y en saberse de los amores aprovechar. Como un mancebo corintho preguntase a Layda qué haría y qué diría a una muger, por la cual él andaba muy penado, y aun cuasi desesperado, respondióle ella: «Dile a esa muger que amas, que pues no te quiere remediar, que te dé licencia para por ella penar, y si diere la tal licencia, ten esperanza que alcanzarás su persona, porque somos de tal condición las mugeres, que cuando con el enamorado soltamos alguna palabra dulce, ya le hemos dado primero el corazón».

Como un día en su casa hablasen, y en su presencia alabasen a los philósophos de Athenas de muy sabios y muy honestos, dixo Layda: «Ni sé qué saben, ni sé qué entienden, ni sé qué aprenden, ni aun sé qué leen estos vuestro philósophos, pues yo, con ser mujer y sin haver estado en Athenas, los veo venir aquí, y de philósophos los torno mis enamorados, y ellos a ningunos de mis enamorados veo que tornan philósophos». Preguntó un caballero thebano a Layda que qué haría un hombre para alcanzar una muger que mucho quisiese, y bien le paresciese, al cual respondió ella: «El hombre que quiere alcanzar una muger, debe seguirla, servirla y sufrirla, y algún tiempo olvidarla» porque una muger de bien, después que le han levantado el corazón, más siente los descuidos que con ella usan que agradesce los servicios que le hacen». Preguntada por uno de Achaya que qué haría con una muger de la cual tenía sospecha, respondióle Layda: «Dale a entender que es buena y quítale las ocasiones con que puede ser mala, porque si sabe que lo sabes y disimulas, primero la verás muerta que no emendada». Otro mancebo de Palestina le preguntó otra vez que qué haría con una muger que servía, la cual ni le agradescía el amor que le tenía, ni le daba gracias por los servicios que le hacía. Responde Layda: «Si la dexases de servir, no sienta de ti que cesas de la amar, porque naturalmente las mugeres somos tiernas en el amar, muy duras en el aborrescer». Preguntada por otra vecina suya que qué enseñaría a una hija suya para que fuese buena, respondióle Layda: «El que quisiere que su hija sea buena, enséñela desde niña a que tenga temor de salir y vergüenza de hablar». Preguntada por una muger que también era su vecina y amiga que qué haría a una hija suya que tenía, la cual se le encomenzaba a levantar y a enamorar, respondióle Layda: «El remedio para la moza alterada y liviana es no la dexar estar ociosa ni le consentir que ande bien vestida».

Murió esta enamorada Layda en la ciudad de Corintho, en edad de sesenta y dos años, cuya muerte fué de muchas matronas deseada y de muchos enamorados llorada.
La tercera muger enamorada fué una que se llamó Flora, la cual no fué tan antigua como lo fueron Lamia y Layda, ni aun fueron de una nación y patria, porque ella fué de Italia, y las otras de Grecia; lo que Lamia y Layda excedieron a Flora en antigüedad, les excedió ella a ellas en sangre y generosidad, porque fué de sangre muy limpia, aunque no de vida muy casta. La naturaleza desta enamorada Flora fué de Nola, de Campania, y descendía de linaje de unos romanos llamados Fabios Metelos, que fueron de los primeros cónsules romanos, varones que fueron en el Imperio romano assaz esclarecidos en la guerra y muy señalados en la república. Cuando los padres de esta Flora murieron, quedó ella en edad de quince años, cargada de mucha riqueza y dotada de gran hermosura, y muy sola de parentela, porque ni le quedó hermano que la recogiese, ni aun tío que la riñese.

Fué, pues, el caso de la triste moza de Flora que, como la mocedad, libertad, riqueza y hermosura sean grandes alcahuetes para una muger se descuidar, y aun resbalar y caherse, fué a la guerra de África, a do puso en almoneda su persona. Floresció esta Flora en los tiempos del primero Bello Púnico, es a saber, cuando el cónsul Mamillo fué enviado contra Carthago, el cual gastó más dineros en los amores que tuvo con Flora, que no con los enemigos de África. Esta enamorada Flora tenía escripto en su puerta: «Rey, príncipe, dictador, cónsul, censor, pontífice y questor, pueden llamar y entrar. En el calendario de sus enamorados no puso Flora a emperadores, ni césares, porque estos dos tan ilustres nombres muchos tiempos después fueron por los romanos criados. Esta enamorada jamás consintió gozar, ni aun llegar a su persona, sino a hombre de sangre esclarecida, o que en dignidad fuese muy honrrado, o de riquezas muy dotado, porque, según decía ella, la muger hermosa en tanto será servida en cuanto se tuviere ella.

Layda y Flora fueron en las condiciones muy contrarias, porque Layda primero se hacía pagar que se dexase gozar, y la Flora, sin hacer mención de la paga, se dexaba tratar la persona, y como en este caso fuese preguntada, respondió: «Por eso me allego a varones ilustres, porque lo hagan ilustremente comigo, que por la diosa Venus vos juro que jamás hombre me dió tan poco que no me diese más de lo que yo pensaba, y aun el doble de lo que yo le pidiera». Dicen que decía esta enamorada Flora: «La muger que es cuerda y sagaz, no ha de pedir al que bien quiere precio por el placer que le hace, sino por el amor que le tiene, porque todas las cosas del mundo tienen precio, si no es el amor, el cual no se paga sino con otro amor».

Todos los embaxadores del mundo que venían a Italia, tanto llevaban que contar de la hermosura y generosidad de Flora como de toda la república romana; que en la verdad era cosa monstruosa ver la riqueza de su casa, el acompañamiento de su persona, la hermosura de su cara, los príncipes que la seguían y los dones que le daban. Esta enamorada Flora siempre tuvo respeto a la buena sangre que heredó, y a la nobleza en que se crió, porque, si vivía como enamorada, siempre se trataba como señora. El día que ella cabalgaba por Roma, dexaba qué decir un mes en toda ella; es a saber, contando unos a otros los señores que la seguían, los criados que la acompañaban, las damas que la miraban, los vestidos que traía, la hermosura que llevaba, los estrangeros que la seguían y los galanes que la hablaban.

Como esta Flora fuese ya vieja y se quisiese casar con ella un mancebo de Corintho, hermoso y generoso, díxo1e ella: «No quieres tú casar con sesenta años que ha Flora, sino con docientos mil sestercios que tiene ella en su casa. Huelga, pues, amigo, y ha placer, que a las de tal edad como la mía más las honrran por ser ricas que no por verlas casadas». Jamás hubo en el Imperio romano ninguna muger enamorada en quien concurriesen tantas gracias como concurrieron en Flora, porque fué generosa en sangre, hermosa en rostro, elegante en el cuerpo, discreta en lo que le cumplía y no pródiga en lo que tenía. Expendió esta Flora lo más de su mocedad en África, en Germania y en la Gallia trasalpina, y como no se dexaba servir sino de personas ricas, ni se dexaba tratar sino de personas generosas, dábase muy buena mafia en disfrutar a los que estaban en paz, y aun en pelar a los que andaban en guerra.

Murió esta enamorada Flora en edad de setenta y cinco años, y dexó por su único heredero de todas sus joyas y riquezas al pueblo romano, y fué tanto el dinero que hallaron y las joyas que vendieron, que abastaron para edificar los muros de Roma, y aun para desempeñar a la república. Por haber sido esta Flora romana, y por haber dexado sus riquezas a la república, hiciéronle en Roma los romanos un solemnísimo templo, al cual, en memoria de Flora, llamaron Floriano, en el cual cada año celebraban la fiesta de la enamorada Flora, el mismo día que había muerto ella.

Suetonio Tranquilo dice que la primera fiesta que celebró el emperador Galba en Roma fué la fiesta de la enamorada Flora, en la cual fiesta podían hacer todos los romanos y romanas tales y tan feas cosas, que tenían entonces por más sancta a la que aquel día era más deshonesta. Como aquel templo Floriano estaba dedicado a la enamorada o ramera que fué Flora, teníanse por dicho las damas romanas que todas las que iban allí aquel día en hábito de romeras, se habían de volver rameras.

Son autores de todo lo sobredicho Pissanio, el griego, y Mamilo, el latino, en los libros que escribieron de las ilustres mugeres y famosas enamoradas.

He aquí, pues, señor don Enrrique, declarada vuestra tabla y cumplido vuestro deseo; mas porque conozco vuestra condición, que es de mozo, y aun vuestra inclinación, que es de hombre travieso, osaré deciros y escrebiros que si fueran aquellas tres enamoradas en vuestro tiempo, o vos fuérades en el suyo, holgárades antes de verlas vivas, que no agora tenerlas pintadas. Días ha que yo sé en cómo soléis ir a jubileo de las christianas y aun tener novenas con las moriscas, porque desde muy niño os avezastes a beber de todas aguas, y aun otras veces a escoger como en peras. Yo confieso que fuera a mí más honesto, y aun más honrroso, escrebir las vidas de tres sanctas que no las historias de tres rameras; mas quiéroos, señor don Enrrique, tanto y déboos tanto, que, por condescender a vuestra condición, niego a mi profesión. Allá os torno a enviar las tablas de estas tres enamoradas, las cuales pienso que, si hasta aquí teníades en mucho, las tendréis de aquí adelante en mucho más, porque todos los que entraren en esta vuestra recámara tendrán que mirar en la pintura, y vos, señor, que les contar en la historia.

En merced de la señora doña Francisca me encomiendo, y a los señores, sus hijos y mis sobrinos, me manden recomendar, pues en sangre les soy deudo y en amor amigo.

No más, sino que Nuestro Señor sea en su guarda, y a mí dé gracia que le sirva.

De Granada, a XVI de mayo de MDXXII.

Carta de Alonso Ramplón, Francisco de Quevedo

En este tiempo vino a don Diego una carta de su padre, en cuyo pliego venía otra de un tío mío llamado Alonso Ramplón, hombre allegado a toda virtud y muy conocido en Segovia por lo que era allegado a la justicia, pues cuantas allí se habían hecho de cuarenta años a esta parte, han pasado por sus manos. Verdugo era, si va a decir la verdad, pero una águila en el oficio; vérsele hacer daba gana a uno de dejarse ahorcar. Este, pues, me escribió una carta a Alcalá, desde Segovia, en esta forma:

«Hijo Pablos (que por el mucho amor que me tenía me llamaba así), las ocupaciones grandes de esta plaza en que me tiene ocupado Su Majestad no me han dado lugar a hacer esto, que si algo tiene malo el servir al Rey es el trabajo, aunque se desquita con esta negra honrilla de ser sus criados.

Pésame de daros nuevas de poco gusto. Vuestro padre murió ocho días ha con el mayor valor que ha muerto hombre en el mundo; dígolo como quien lo guindó. Subió en el asno sin poner pie en el estribo; veníale el sayo vaquero que parecía haberse hecho para él, y como tenía aquella presencia, nadie le veía con los Cristos delante que no le juzgase por ahorcado. Iba con gran desenfado mirando a las ventanas y haciendo cortesías a los que dejaban sus oficios por mirarle; hízose dos veces los bigotes; mandaba descansar a los confesores y íbales alabando lo que decían bueno.

Llegó a la N de palo, puso el un pie en la escalera, no subió a gatas ni despacio y viendo un escalón hendido, volvióse a la justicia y dijo que mandase aderezar aquel para otro, que no todos tenían su hígado. No os sabré encarecer cuán bien pareció a todos.

Sentóse arriba, tiró las arrugas de la ropa atrás, tomó la soga y púsola en la nuez. Y viendo que el teatino le quería predicar, vuelto a él, le dijo: -«Padre, yo lo doy por predicado; vaya un poco de Credo, y acabemos presto, que no querría parecer prolijo». Hízose así; encomendóme que le pusiese la caperuza de lado y que le limpiase las barbas. Yo lo hice así. Cayó sin encoger las piernas ni hacer gesto; quedó con una gravedad que no había más que pedir. Hícele cuartos y dile por sepultura los caminos. Dios sabe lo que a mí me pesa de verle en ellos haciendo mesa franca a los grajos, pero yo entiendo que los pasteleros de esta tierra nos consolarán, acomodándole en los de a cuatro.

De vuestra madre, aunque está viva agora, casi os puedo decir lo mismo, porque está presa en la Inquisición de Toledo, porque desenterraba los muertos sin ser murmuradora. Halláronla en su casa más piernas, brazos y cabezas que en una capilla de milagros. Y lo menos que hacía era sobrevirgos y contrahacer doncellas. Dicen que representará en un auto el día de la Trinidad, con cuatrocientos de muerte. Pésame que nos deshonra a todos, y a mí principalmente, que al fin soy ministro del Rey y me están mal estos parentescos.

Hijo, aquí ha quedado no sé qué hacienda escondida de vuestros padres; será en todo hasta cuatrocientos ducados. Vuestro tío soy, y lo que tengo ha de ser para vos. Vista ésta, os podéis venir aquí, que con lo que vos sabéis de latín y retórica, seréis singular en el arte de verdugo. Respondedme luego, y entre tanto, Dios os guarde».

No puedo negar que sentí mucho la nueva afrenta, pero holguéme en parte (tanto pueden los vicios en los padres, que consuela de sus desgracias, por grandes que sean, a los hijos). Fuime corriendo a don Diego, que estaba leyendo la carta de su padre, en que le mandaba que se fuese y que no me llevase en su compañía, movido de las travesuras mías que había oído decir. Díjome que se determinaba ir y todo lo que le mandaba su padre, que a él le pesaba de dejarme y a mí más; díjome que me acomodaría con otro caballero amigo suyo para que le sirviese. Yo, en esto, riéndome, le dije:

-Señor, ya soy otro, y otros mis pensamientos; más alto pico y más autoridad me importa tener. Porque si hasta agora tenía como cada cual mi piedra en el rollo, agora tengo mi padre.

Declaréle cómo había muerto tan honradamente como el más estirado, cómo le trincharon y le hicieron moneda, cómo me había escrito mi señor tío, el verdugo, de esto y de la prisioncilla de mama, que a él, como a quien sabía quién yo soy, me pude descubrir sin vergüenza. Lastimóse mucho y preguntóme que qué pensaba hacer. Dile cuenta de mis determinaciones; y con tanto, al otro día, él se fue a Segovia harto triste, y yo me quedé en la casa disimulando mi desventura.

Quemé la carta porque, perdiéndoseme acaso, no la leyese alguien, y comencé a disponer mi partida para Segovia, con fin de cobrar mi hacienda y conocer mis parientes para huir de ellos.

Emily, en David Copperfield, de Charles Dickens

El sitio era, o por lo menos debía serlo, tan encantador como en aquella época; sin embargo, no me impresionó tanto y casi estaba desilusionado. Quizá fuera porque no estaba en casa la pequeña Emily; como me habían enseñado el camino por donde volvería, eché a andar para salir a su encuentro.

Pronto vi aparecer a distancia una figurita y al momento reconocí en ella a Emily. Había crecido; pero era todavía muy pequeña. Cuando estuve cerca y vi sus ojos azules me lo parecieron más que nunca y su rostro más resplandeciente y toda su persona más bonita y atractiva y, no sé por qué, un sentimiento indefinible me obligó a hacer como que no la conocía y a pasar a su lado como si fuera mirando a lo lejos sin verla; esto me ha sucedido luego más de una vez en la vida, si no me equivoco.

Emily no se preocupó; me había visto muy bien, pero en lugar de volverse y llamarme echó a correr riendo; yo tuve que correr tras ella, pero corría tanto que fue ya cerca de la casa donde la alcancé.

-¡Ah! ¿Eres tú? -dijo.

-¡Ya sabías que era yo, Emily!

-¿Y tú acaso no sabías que era yo?

Fui a besarla; pero ella se cubrió sus labios de cereza con las manos y dijo que ya no era una niña y entró corriendo en la casa, riéndose más fuerte que nunca. Parecía divertirse haciéndome rabiar, y este cambio me extrañaba mucho en ella. La mesa estaba puesta, y nuestro antiguo cajón continuaba en su sitio; pero ella, en lugar de venir a sentarse a mi lado, se colocó junto a la gruñona mistress Gudmige y cuando míster Peggotty le preguntó el porqué, sacudió sus cabellos y solo contestó riendo.

-"Es una gatita" dijo míster Peggotty acariciándola con su manaza.

-Eso es, eso es -exclamó Ham-. Sí, señorito Davy.

Y se sentó mirándola y riéndose con una especie de admiración y deleite que le hacía ponerse colorado.

A Emily la miraban todos, y míster Peggotty más que ninguno. De él hacía la niña lo que quería solamente con acercar su carita a las fuertes patillas de su tío; al menos esta era mi opinión cuando la veía hacerlo, y me parecía que hacía muy bien míster Peggotty en ello: era tan afectuosa y tan dulce, y tenía una manera de ser, a la vez tímida y atrevida, que me cautivó más que nunca.

Además era muy compasiva, pues cuando estando sentados tras el té míster Peggotty fumaba su pipa, aludió a la pérdida que yo había sufrido, asomaron lágrimas a sus ojos y me miró con tanto cariño que se lo agradecí con toda el alma.

Las aventuras de Tom Sawyer, Mark Twain


Llegó la mañana del sábado y el mundo estival apareció luminoso y fresco y rebosante de vida. En cada corazón re sonaba un canto; y si el corazón era joven, la música subía hasta los labios. Todas las caras parecían alegres, y los cuerpos, anhelosos de movimiento. Las acacias estaban en flor y su fragancia saturaba el aire.

El monte de Cardiff, al otro lado del pueblo, y alzándose por encima de él, estaba todo cubierto de verde vegetación y lo bastante alejado para parecer una deliciosa tierra prome tida que invitaba al reposo y al ensueño.

Tom apareció en la calle con un cubo de lechada y una brocha atada en la punta de una pértiga. Echó una mirada a la cerca, y la Naturaleza perdió toda alegría y una aplanadora tristeza descendió sobre su espíritu.

¡Treinta varas de valla de nueve pies de altura! Le pareció que la vida era vana y sin objeto y la existencia una pesadumbre. Lanzando un suspiro, mojó la brocha y la pasó a lo largo del tablón más alto; repitió la operación; la volvió a repetir, comparó la insignificante franja enjalbegada con el vasto continente de cerca sin encalar, y se sentó sobre el boj, descorazonado Jim, salió a la puerta haciendo cabriolas, con un balde de cinc y cantando Las muchachas de Búffalo. Acarrear agua desde la fuente del pueblo había sido siempre a los ojos de Tom una cosa aborrecible; pero entonces no le pareció así. Se acordó de que no faltaba allí compañía. Allí había siempre muchachos de ambos sexos, blancos, mulatos y negros, esperando vez; y entretanto, holgazaneaban, hacían cambios, reñían, se pegaban y bromeaban. Y se acordó de que, aunque la fuente sólo distaba ciento cincuenta varas, Jim jamás estaba de vuelta con un balde de agua en menos deuna hora; y aun entonces era porque alguno había tenido que ir en su busca. Tom le dijo:

-Oye, Jim: yo iré a traer el agua si tú encalas un pedazo.

Jim sacudió la cabeza y contestó:

-No puedo, amo Tom. El ama vieja me ha dicho que tengo que traer el agua y no entretenerme con nadie. Ha dicho que se figuraba que el amo Tom me pediría que encalase, y que lo que tenía que hacer yo era andar listo y no ocuparme más que de lo mío... que ella se ocuparía del encalado.

-No te importe lo que haya dicho, Jim. Siempre dice lo mismo. Déjame el balde, y no tardo ni un minuto. Ya verás cómo no se entera.

-No me atrevo, amo Tom... El ama me va a cortar el pescuezo. ¡De veras que sí!

-¿Ella?... Nunca pega a nadie. Da capirotazos con el dedal, y eso ¿a quién le importa? Amenaza mucho, pero aunque hable no hace daño, a menos que se ponga a llorar. Jim, te daré una canica. Te daré una de las blancas.

Jim empezó a vacilar.

-Una blanca, Jim; y es de primera.

-¡Anda! ¡De ésas se ven pocas! Pero tengo un miedo muy grande del ama vieja.

Pero Jim era de débil carne mortal. La tentación era demasiado fuerte. Puso el cubo en el suelo y cogió la canica. Un instante después iba volando calle abajo con el cubo en la mano y un gran escozor en las posaderas. Tom enjalbegaba con furia, y la tía Polly se retiraba del campo de batalla con una zapatilla en la mano y el brillo de la victoria en los ojos.

Pero la energía de Tom duró poco. Empezó a pensar en todas las diversiones que había planeado para aquel día, y sus penas se exacerbaron. Muy pronto los chicos que tenían asueto pasarían retozando, camino de tentadoras excursiones, y se reirían de él porque tenía que trabajar... ; y esta idea le encendía la sangre como un fuego. Sacó todas sus mundanales riquezas y les pasó revista: pedazos de juguetes, tabas y desperdicios heterogéneos; lo bastante quizá para lograr un cambio de tareas, pero no lo suficiente para poderlo trocar por media hora de libertad completa. Se volvió, pues, a guardar en el bolsillo sus escasos recursos, y abandonó la idea de intentar el soborno de los muchachos. En aquel tenebroso y desesperado momento, sintió una inspiración. Nada menos que una soberbia, magnífica inspiración. Cogió la brocha y se puso tranquilamente a trabajar. Ben Rogers apareció a la vista en aquel instante: de entre todos los chicos, era de aquél precisamente de quien más había temido las burlas. Ben venía dando saltos y cabriolas, señal evidente de que tenía el corazón libre de pesadumbres y grandes esperanzas de divertirse. Estaba comiéndose una manzana, y de cuando en cuando lanzaba un prolongado y melodioso alarido, seguido de un bronco y profundo «tilín, tilín, tilón; tilín, tilón», porque, venía imitando a un vapor del Misisipí. Al acercarse acortó la marcha, enfiló hacia el medio de la calle, se inclinó hacia estribor y tomó la vuelta de la esquina pesadamente y con gran aparato y solemnidad, porque estaba representando al Gran Misuri y se consideraba a sí mismo con nueve pies de calado. Era buque, capitán y campana de las máquinas, todo en una pieza; y así es que tenía que imaginarse de pie en su propio puente, dando órdenes y ejecutándolas.
-¡Para! ¡Tilín, tilín, tilín! (La arrancada iba disminuyendo y el barco se acercaba lentamente a la acera.) ¡Máquina atrás! ¡Tilínlinlin! (Con los brazos rígidos, pegados a los costados.) ¡Atrás la de estribor! ¡Tilínlinlin! ¡Chuchuchu! .... (Entretanto el brazo derecho describía grandes círculos porque representaba una rueda de cuarenta pies de diametro.) ¡Atrás la de babor! Tilín tilín, tilín!... (El brazo izquierdo empezó a voltear.) ¡Avante la de babor! ¡Alto la de estribor! ¡Despacio a babor! ¡Listo con la amarra! ¡Alto! ¡Tilín, tilín, tilín! ¡Chistsss!... (Imitando las llaves de escape.)

Tom siguió encalando, sin hacer caso del vapor. Ben se le quedó mirando un momento y dijo:

-¡Je, Je! Las estás pagando, ¿eh?

Se quedó sin respuesta. Tom examinó su último toque con mirada de artista; después dio otro ligero brochazo y examinó, como antes, el resultado. Ben atracó a su costado. A Tom se le hacía la boca agua pensando en la manzana; pero no cejó en su trabajo.

-¡Hola, compadre! -le dijo Ben-.Te hacen trabajar, ¿eh?

-¡Ah!, ¿eres tú, Ben? No te había visto.

-Oye, me voy a nadar. ¿No te gustaría venir? Pero, claro, te gustará más trabajar. Claro que te gustará.

Tom se le quedó mirando un instante, y dijo:

-¿A qué llamas tú trabajo?

-¡Qué! ¿No es eso trabajo?

Tom reanudó su blanqueo y le contestó, distraídamente:

-Bueno; puede ser que lo sea, y puede que no. Lo único que sé es que le gusta a Tom Sawyer.

-¡Vamos! ¿Me vas a hacer creer que a ti te gusta?

La brocha continuó moviéndose.

-¿Gustar? No sé por qué no va a gustarme. ¿Es que le dejan a un chico blanquear una cerca todos los días?

Aquello puso la cosa bajo una nueva luz. Ben dejó de mordisquear la manzana. Tom, movió la brocha, coquetonamente, atrás y adelante; se retiró dos pasos para ver el efecto; añadió un toque allí y otro allá; juzgó otra vez el resultado. Y en tanto, Ben no perdía de vista un solo movimiento, cada vez más y más interesado y absorto. Al fin dijo:

-Oye, Tom: déjame encalar un poco.

Tom reflexionó. Estaba a punto de acceder; pero cambió de propósito:

-No, no; eso no podría ser, Ben. Ya ves..., mi tía Polly es muy exigente para esta cerca porque está aquí, en mitad de la calle, ¿sabes? Pero si fuera la cerca trasera no me importaría, ni a ella tampoco. No sabes tú lo que le preocupa esta cerca; hay que hacerlo con la mar de cuidado; puede ser que no haya un chico entre mil, ni aun entre dos mil, que pueda encalarla de la manera que hay que hacerlo.

-¡Quiá!... ¿Lo dices de veras? Vamos, déjame que pruebe un poco; nada más que una miaja. Si tú fueras yo, te dejaría, Tom.

-De veras que quisiera dejarte, Ben; pero la tía Polly... Mira: Jim también quiso, y ella no le dejó. Sid también quiso, y no lo consintió. ¿Ves por qué no puedo dejarte? ¡Si tú fueras a encargarte de esta cerca y ocurriese algo!...

-Anda..., ya lo haré con cuidado. Déjame probar. Mira, te doy el corazón de la manzana.

-No puede ser. No, Ben; no me lo pidas; tengo miedo...

-¡Te la doy toda!

Tom le entregó la brocha, con desgana en el semblante y con entusiasmo en el corazón. Y mientras el exvapor Gran Misuri trabajaba y sudaba al sol, el artista retirado se sentó allí, cerca, en una barrica, a la sombra, balanceando las piernas, se comió la manzana y planeó el degüello de los más inocentes. No escaseó el material: a cada momento aparecían muchachos; venían a burlarse, pero se quedaban a encalar.

Para cuando Ben se rindió de cansancio, Tom había ya vendido el turno siguiente a Billy Fisher por una cometa en buen estado; cuando éste se quedó aniquilado, Johnny Miller compró el derecho por una rata muerta, con un bramante para hacerla girar; así siguió y siguió hora tras hora. Y cuando avanzó la tarde, Tom, que por la mañana había sido un chico en la miseria, nadaba materialmente en riquezas. Tenía, además de las cosas que he mencionado, doce tabas, parte de un cornetín, un trozo de vidrio azul de botella para mirar las cosas a través de él, un carrete, una llave incapaz de abrir nada, un pedazo de tiza, un tapón de cristal, un soldado de plomo, un par de renacuajos, seis cohetillos, un gatito tuerto, un tirador de puerta, un collar de perro (pero sin perro), el mango de un cuchillo y una falleba destrozada. Había, entretanto, pasado una tarde deliciosa, en la holganza, con abundante y grata compañía, y la cerca ¡tenía tres manos de cal! De no habérsele agotado la existencia de lechada, habría hecho declararse en quiebra a todos los chicos del lugar.

Tom se decía que, después de todo, el mundo no era un páramo. Había descubierto, sin darse cuenta, uno de los principios fundamentales de la conducta humana, a saber: que para que alguien, hombre o muchacho, anhele alguna cosa, sólo es necesario hacerla difícil de conseguir. Si hubiera sido un eximio y agudo filósofo, como el autor de este libro, hubiera comprendido entonces que el trabajo consiste en lo que estamos obligados a hacer, sea lo que sea, y que el juego consiste en aquello a lo que no se nos obliga. Y esto le ayudaría a entender por qué confeccionar flores artificiales o andar en la rueda del hamster es trabajo, mientras que jugar a los bolos o escalar el MontBlanc no es más que divertimiento. Hay en Inglaterra caballeros opulentos que, durante el verano, guían las diligencias de cuatro caballos y hacen el servicio diario de veinte o treinta millas porque el hacerlo les cuesta mucho dinero; pero si se les ofreciera un salario por su tarea, eso la convertiría en trabajo, y entonces dimitirían.

Tristia, II, 10, Ovidio


Yo soy el cantor de los tiernos Amores;
posteridad, escucha mis palabras, si quieres
conocer al poeta que estás leyendo. Sulmona,
abundante en manantiales frescos,
es mi patria y dista noventa millas
de Roma. Allí vi la luz y, porque sepas
cuándo, fue el año en que perecieron
ambos cónsules con una muerte igual.
Si esto algo vale, heredé el orden ecuestre
de mis insignes abuelos y no debo a Fortuna
el título de caballero. No fui primogénito,
sino tras mi hermano mayor nacido,
pues un año antes vino él al mundo.
La misma estrella presidió el natalicio de ambos,
y lo festejábamos el mismo día, con la ofrenda
de dos tortas; era ese uno de los cinco
de festejos consagrados a Minerva, la Guerrera,
el primero dedicado a las ensangrentadas peleas
de gladiadores. Nuestra educación fue temprana,
gracias al interés que se tomó mi padre, y asistimos
a las lecciones de los maestros mejores de Roma.
Mi hermano, desde joven, se inclinaba
a la oratoria, como si hubiese nacido
para las tormentosas luchas del foro,
y a mí, desde niño, me seducían los religiosos
misterios y la Musa, en secreto, me obligaba
a rezarle. Muchas veces dijo mi padre:
«¿Por qué pierdes el tiempo en estudios inútiles?
Homero mismo no dejó riqueza alguna.»
Sus consejos me impresionaban y, abandonando
del todo el Helicón, intentaba juntar palabras
sin metro, pero, espontáneamente, acudían
a formar el ritmo justo y cuanto decir intentaba
verso era. Entre tanto, los años pasaban sigilosos
con paso silente, y mi hermano y yo
tomamos la toga viril echando a nuestros hombros
la púrpura laticlavia, y cada cual siguió
su vocación primitiva. Ya mi hermano mayor
había llegado a los veinte cuando murió,
y así comencé a echar en falta parte de mí mismo.
Entré en la carrera política de honores
concedidos a la primera juventud,
y fui nombrado triunviro. Me quedaba
por conquistar el Senado; mas esta carga era
muy superior a mis fuerzas, y me contenté
con la augusticlavia. De cuerpo poco fuerte
y genio aun peor para trabajos excesivos
y extraño a los impulsos de la turbulenta ambición,
las hermanas Aonias, que siempre me fueron
bienamadas, me convidaban a sus ocios serenos.
Cultivé y frecuenté la amistad de los poetas
de aquel tiempo y creía ver como otros dioses
en estos mortales inspirados. Muchas veces
el viejo Macer me leyó sus poemas De las aves
y Las sierpes nocivas y Las hierbas saludables;
muchas veces Propercio, unido a mí por íntimo afecto,
me recitó sus fogosas elegías; Póntico, insigne
por sus cantos heroicos y Baso por sus yambos
se contaban como queridos asistentes
a mis reuniones, y el armonioso Horacio
encantaba mis oídos al acompañar con lira
Ausonia sus odas elegantes. A Virgilio
apenas lo vi y el avaro destino me arrebató
pronto la amistad de Tibulo, que fue, Galo,
tu sucesor, como de éste Propercio, en la continuidad
del tiempo. Yo aparecí detrás el cuarto
y, lo mismo que veneré a los mayores,
así los más jóvenes me veneraron a mí.

No tardó mi Talía en darme a conocer
cuando leí al pueblo las poesías retozonas
de mi juventud: sólo me había afeitado
dos o tres veces. Exaltó mi numen una mujer
celebrada en toda la ciudad, a la que dediqué
mis Amores bajo el seudónimo de Corina.
Compuse muchas obras, pero las que juzgué
defectuosas yo mismo las castigué entregándolas
a las llamas y, antes de partir al destierro,
quemé algunas que debían agradar, irritado
de mi amor a la poesía. Mi tierno corazón,
no invulnerable a las flechas de Cupido,
se conmovía por la causa más nimia
y, pese a mi talante que se inflamaba
con una chispa, mi reputación no cayó
tropezando en ningún hecho escandaloso.
Casi niño todavía, me dieron una esposa
ni digna ni conveniente, cuya unión se rompió
en breve. Le sucedió la segunda, de proceder
irreprochable, pero que tampoco hubo
de compartir mi lecho largo tiempo,
y la última, que me acompañó hasta la vejez,
no se avergonzó de llamarse esposa
de un desterrado. Mi hija, dos veces fecunda
en su primera juventud, aunque no de un solo esposo,
me hizo otras tantas abuelo. Llegó por fin
mi padre al término de su vida, habiendo cumplido
noventa años de edad, y lo lloré como él hubiese
llorado mi pérdida; poco después pagué
el último tributo a mi madre. ¡Felices ambos,
sepultados a tiempo para no ver el día
de mi condena, y feliz yo también,
porque no los hice testigos de mi infortunio
ni les produje la consiguiente amargura!
Si detrás de la muerte algo más queda
que un vano nombre y la leve sombra huye
las llamas de la hoguera y el rumor de mi falta
llegó hasta vosotras, sombras de mis padres,
y, si mis delitos se juzgan en el tribunal del Infierno,
quiero la causa sepáis, que es imposible engañaros,
de mi destierro: fue por imprudente y no por criminal.
Esto basta a los Manes; ahora vuelvo a vosotros,
espíritus curiosos de conocer los sucesos de mi vida.
Transcurridos los mejores años, la vejez había llegado
y sembrado de canas mi cabeza; desde mi nacimiento,
ceñido en Pisa con corona de olivo, el vencedor
en la contienda de los carros había alcanzado
diez veces el premio, cuando la cólera
de un príncipe ofendido me obligó a residir en Tomos,
ciudad sita a la izquierda del mar Euxino.
La causa de mi sentencia, harto conocida
es de todos, no necesita confirmación
de mi testimonio. ¿A qué referir la deslealtad
de mis amigos, las acusaciones de siervos
y tantas amarguras, más crueles ya
que el mismo destierro? Pero mi ánimo
se rebeló a sucumbir por tal prueba y, recogiendo
sus fuerzas salió, al fin, victorioso; di al olvido
la paz y los ocios de la pagada edad, tomé
las armas extrañas a mis hábitos, cuando lo reclamaba
la ocasión, y afronté tantos peligros por mar y tierra,
como estrellas lucen en el polo que conocemos
y el que se niega a nuestra vista y, después de largos rodeos,
arribé a las playas sarmáticas, vecinas de los Getas,
hábiles en asaetear. Aquí, aunque aturdido
por el estruendo de las armas que en torno mío resuenan,
endulzo con la poesía mi triste situación; y aunque no haya
un solo oído dispuesto a escucharme,
abrevio y engaño con ella las horas eternas del día.
Si vivo aún y sobrellevo lo duro de mis trabajos
y no he llegado a aborrecer mi penosa existencia,
es, Musa, gracias a ti, que me consuelas,
que calmas mis inquietudes y alivias mis dolores.
Tú eres mi guía y compañera; tú me libras
de las riberas del Ister y me conduces
a la cumbre del Helicón; tú, caso extraño,
me diste en vida un nombre célebre que la fama
no suele conceder más que a los muertos.
La envidia, detractora de lo actual, no clavó
su inicuo diente en ninguna de mis obras;
habiendo producido nuestro siglo
excelentes poetas, la murmuración no se enconó
maligna contra mi ingenio y, si bien reconozco
a muchos superiores, no se me reputa
inferior a ellos y soy muy leído en todo el orbe.
Si es que encierran algo de verdad los presagios
de los vates, no seré ¡oh tierra! tu despojo,
desde el instante que muera y, ya deba al favor,
ya a mis poemas este renombre,  recibe
el testimonio legítimo de mi gratitud, benevolente lector.