domingo, 16 de agosto de 2015

Benito Pérez Galdós, Torquemada orador

B. P. Galdós, de Torquemada en el Purgatorio, cap. VII:

En rigor de verdad, el primer orador (un señor Director, cuyo nombre no hace al caso), retinto, de libras, habló malditamente, aunque otra cosa dijeran, rindiendo tributo a la cortesía, los periódicos de la mañana. ¡Cuánta vulgaridad! Que le dispensaran si hacía uso de la palabra, asumiendo la representación de la junta organizadora, él tan humilde, él tan poca cosa, él, sin duda, el último... pero por lo mismo que era el último, hablaba el primero, para dar las gracias al ilustre hombre que se había dignado aceptar, etc... Enumeró las batallas que hubieron de librarse contra la modestia del grande hombre, lucha horrible, en la cual la modestia se defendió bravamente, y hubo que traer casi a rastras al señor Marqués de San Eloy, hombre de trabajo, hombre de aislamiento y soledad, hombre de silencio fecundo, hombre que huía del brillo social, y de los trompetazos de la fama. Pero no le valía. Forzoso era, para bien de la misma sociedad, sacarle a tirones de su retiro, traerle a donde pudiera recibir los plácemes que merecía... «rodearle de nuestros cariños, de nuestros homenajes, de nuestros... de nuestros loores, señores, para que sepa lo que vale, para que la sociedad pueda expresarle su inmensa gratitud por los beneficios que de su inteligencia poderosa ha recibido... He dicho. (Grandes aplausos; el orador se sienta muy sofocado, limpiándose el sudor del rostro. Don Francisco le abraza con el brazo izquierdo nada más.)

No se había calmado el barullo producido por el primer discurso, cuando allá, en el opuesto extremo del salón, surgió un señor alto y seco, que debía de tener fama de orador brillante, porque le precedió un murmullo de expectación, y todo el grave concurso se relamía de satisfacción por las sublimes cosas que pronto se oirían. En efecto, el demonio del hombre era una máquina eléctrica. Hablaba con la boca, con los brazos, que parecían aspas de molino, con las trémulas manos, que casi tocaban el techo, con los crispados dedos, con todo el semblante congestionado, echando fuego, con los ojos que se le salían del casco, con los lentes, tan pronto caídos, tan pronto puestos sobre el caballete de la nariz por la misma mano que quería horadar el techo. Tal era el desbordamiento de su oratoria enfática y caleidoscópica, que si aquello dura más de quince minutos, todos salen de allí con el mal de San Vito. ¡Qué acumular idea sobre idea, qué vértigo de figuras, corriendo como vagonetas descarriladas, que al chocar montan unas sobre otras, qué tono furiosamente altísono, desde el primer momento, tanto que no había gradación posible, y su oratoria era una sucesión delirante de finales de efecto! Como el tal ingeniero (no sé si por Madrid o por Lieja) iniciador de obras públicas tan grandiosas como impracticables, se despotricaba con un lío espantoso de retóricas del orden industrial y constructivo, y todo era carbón por allí, calderas al rojo cereza por allá, las espirales de humo que escribían sobre el azul del cielo el poema de la fabricación, el zumbido de los volantes, el chasquido de las manivelas; y tras esto, las dínamos, las calorías, la fuerza de cohesión, el principio vital, las afinidades químicas, para venir a parar al arco iris, a las gotas de rocío que descomponen el rayo solar, y qué sé yo, Dios de mi vida, todo lo que salió de aquella boca. Y a todas estas, nada había dicho aún de D. Francisco, ni se veía la relación que el festejado pudiera tener con toda aquella monserga de gotas de rocío, dínamos y manivelas.

Sin abandonar el estilo vertiginoso y las gesticulaciones epilépticas, hizo la gradación gallardamente. Presentó a la humanidad dándose de cachetes con la ciencia, como quien dice. La ciencia bebía los vientos por redimir a la humanidad, y esta emperrada en no dejarse redimir. Naturalmente, nada se conseguiría hasta que aparecieran los hombres de acción. Sin ellos, era impotente la señora ciencia. Por fin ¡hosanna! aparecido había el hombre de acción. ¿Y quién dirán ustedes que era el hombre de acción? Pues D. Francisco Torquemada. (Grandes aplausos como salutación al nombre.) Después de un breve panegírico del ilustre leonés, el orador se sentó, entre un diluvio de aclamaciones de entusiasmo. Desplomose sin aliento en la silla, como un obrero que se cae del andamio, con todos los huesos rotos, y hay que llevarle al hospital.

Siguió un paréntesis de bulla, risas y tiroteo ingenioso. «Que hable D. Fulano, que hable el Sr. Tal». La concurrencia se hallaba en ese placentero estado psicológico, del cual se deriva toda la amenidad y gracia de esta clase de festines. A cada quisque tocaba un poquitín de la vis cómica que se derramaba por todo el ámbito del grandísimo comedor. Después de pinchar a este y al otro, levantose, no sin hacerse mucho de rogar, un señor pequeño y calvo. Había llegado el momento de la aparición del gracioso, pues en la solemnidad banquetil, para que el conjunto resulte completo, ha de haber una sección recreativa, un orador que trate por lo festivo las mismas cuestiones que los demás han tratado por lo grave. El indicado para llenar este vacío era un antiguo periodista, magistrado por poco tiempo, después diputado cunero, y en algunas épocas de su vida contratista de tablazón para envase de tabacos. Tal fama de gracioso tenía, que antes que hablara, ya se desternillaban de risa los oyentes.

«Señores -empezó-, nosotros hemos venido aquí con fines muy malos, con intenciones aviesas, y yo, porque así me lo dicta mi conciencia, pido al señor Gobernador, aquí presente, que nos lleve a todos a la cárcel (Risas.) Hemos traído engañado al excelentísimo señor Marqués de San Eloy. Él vino a honramos con su compañía en esta mesa pobre... y ahora resulta que le damos un menú (que algunos llaman minuta) de discursos, un verdadero indigestivo para que le haga daño la comida». El preámbulo fue muy divertido, y luego entró en materia diciendo: «Ninguno de los aquí presentes sabe quién es el Marqués de San Eloy, y yo, que lo sé, os lo voy a decir. El Marqués de San Eloy es un pobrecito, y los ricos, los poderosos somos los que le festejamos. (Risas.) Es un pobrecito que pasaba por la calle, y le hemos invitado a que entrara aquí, y entra, y participa de nuestro festín... No, no reírse; pobrecito dije y os lo voy a demostrar. No es rico el que poseyendo riquezas, las consagra a labrar el bien de la humanidad. Es tan sólo un depositario, un administrador, no de lo suyo, sino de lo nuestro, porque lo destina a mejorar nuestra condición moral y material». (Aplausos, aunque el argumento a nadie convencía.) Prosiguió ensartando disparates, y jugando con la paradoja, hasta que terminó, ofreciendo cómicamente su protección al administrador de la humanidad, D. Francisco Torquemada. Imposible mencionar todo lo que después se dijo, en varios tonos; hubo discursos buenos y breves, otros largos, difusos, y sin ninguna substancia. Un señor habló en nombre de la provincia de Palencia, limítrofe de la de León, asegurando que no hacían falta tantos ferrocarriles, aunque él no los combatía, ¡cuidado! y que los capitales deben emplearse en canales de riego. Otro habló en nombre del Ejército, a que pertenecía, y el de más allá en nombre de la Marina mercante. Alguien dijo también cosas muy entonadas en nombre de la clase aristocrática, y en nombre del Colegio de Notarios, y el Gobernador expresó su sentimiento porque el señor de Torquemada no fuese hijo de Madrid, idea contra la cual protestaron airados los leoneses; pero el Gobernador remachó la idea, asegurando que León y Madrid vivían en perfecta fraternidad. Saltó uno de Astorga, llamando a Madrid su segunda patria, patria primera de sus hijos, y al fin concluyó por echarse a llorar; y otro, que había venido de Villafranca del Bierzo, aseguró ser sobrino del cura que bautizó a D. Francisco, lo cual fue el detalle tierno de la solemnidad. Gracias a un oportunísimo quite, se pudo evitar que unos ñales de poetas leyeran los versos que ya tenían medio desenvainados con la intención más alevosa del mundo. Por la calidad de las personas allí reunidas, y el objeto serio de la solemnidad, no estaba en carácter la lectura de composiciones poéticas. Y al fin, se aproximaba el momento culminante. El héroe de la fiesta, mudo y pálido, revolvía ya en su mente las primeras frases del discurso.  En los breves instantes que le faltaban, hizo acopio de su valor, y fijó bien en su mente ciertas reglas que se había propuesto seguir, a saber: no citar autores en concreto, sin absoluta seguridad en la cita; expresar vagamente y con frases equívocas todo aquello de que no tuviese un gran dominio; quedarse siempre entre dos aguas sin decir blanco ni negro, como hombre que más peca de reservado que de comunicativo, y pasar, como sobre ascuas, sobre todo punto delicado de los que no pueden tomarse en boca profana sin peligro de soltar una barbaridad. Hecha esta preparación mental, y encomendándose a su ausente ídolo literario, el señor de Donoso, a quien creía llevar en esencia dentro de sí mismo, como una segunda alma, levantose y aguardó tranquilo a que se produjese el silencio augusto que necesitaba para empezar. Gracias a los diligentes taquígrafos que el narrador de esta historia llevó al banquete, por su cuenta y riesgo, han salido en letras de molde los más brillantes párrafos de aquella notable oración, como verá el que siga leyendo.

- VIII -

«Señores: no voy a pronunciar un discurso. Aunque quisiera, y vosotros... digo que aunque vosotros gustarais de oírmelo, yo no podría, por causa de mi pobreza... (murmullos) de mi pobreza de medios oratorios. Soy un individuo rudo, eminentemente trabajador, y de la clase de pueblo, artesano por excelencia del negocio honrado... (Bien, bien)... No esperéis en mí discursos más o menos floreados, porque no he tenido tiempo de aprender la ciencia oratoria. Pero, señores y amigos, no puedo faltar a lo que exigen de mí vuestra cortesía y mi gratitud y he de manifestar cuatro mal pergeñadas... manifestaciones, que si pobres de estilo y toscas de literatura, serán la expresión sincera de un corazón agradecido, de un corazón noble, de un corazón que late... ahora y siempre, al compás de todo sentimiento hidalgo y generoso. (Muy bien.)

»Repito que no esperéis de mí bonitos discursos, ni elocuentísimos períodos. Mis flores son los números; mis retóricas el cálculo; mi elocuencia... la acción. (Aplausos.) La acción, señores. ¿Y qué es la acción? Todos lo sabéis, y no necesito decíroslo. La acción es la vida, la acción es... lo que se hace, señores, y lo que se hace... dice más que lo que se dice. Hase dicho... (pausa) hase dicho que la palabra es plata, y el silencio es oro. Pues yo añado que la acción es toda perlas orientales, y brillantes magníficos. (Aprobación calurosa.)

»Cábeme la satisfacción de contestar a los señores que me han precedido en el uso de la palabra, y al hacerlo... (pausa) cúmpleme declarar que en manera alguna hubiera aceptado este inmerecido homenaje que me tributáis, absolutamente, si no me obligaran a ello consideraciones de este y el otro linaje, sin que de cerca ni de lejos me hayan traído aquí móviles de vanidad... hasta el punto de que... mi ánimo... vamos, que mi absoluto fin era prevalecer en la línea de conducta que he observado siempre, y afirmarme en la tesis de que debemos rehuir cuanto tienda al enaltecimiento personal... que ¡harta representación tienen en el actual momento histórico las personalidades, señores...! y es tiempo ya de que se glorifiquen los hechos, no las personas, los principios, no las entidades... que yo reconozco su mérito, señores, yo lo reconozco; pero ya es tiempo de que por encima del individuo personal estén los hechos, la acción, el gran principio de obrar (alzando la voz) cada cual en su propio elemento, y en el círculo de sus propias operaciones. (Muy bien, bravo.)

»¿Quién es el que tiene el honor de dirigiros su modesta palabra en este momento? Pues no es más que un pobre obrero, un hombre que todo se lo debe a su misma iniciativa, a su laboriosidad, a su honradez, a su constancia. Nací, como quien dice, en la mayor indigencia, y con el sudor de mi rostro he amasado mi pan, y he vivido, orillando un día y otro día las dificultades, cumpliendo siempre mis obligaciones, y evacuando mis negocios con la más estrictísima moralidad. Yo no he hecho ningún arco de iglesia; yo no he tenido arte ni parte con el demonio, como errada y torpemente creen algunos, (risas) yo no tengo el don del milagro. Si he llegado a donde estoy, lo debo a que he tenido dos virtudes, y de ello me alabo con vuestro beneplácito, dos virtudes. ¿Cuáles son? Helas aquí: el trabajo, la conciencia. He trabajado en una serie no interrumpida de, de... de tareas económico-financieras, y he practicado el bien, haciendo todos los favores posibles a mis semejantes, y labrando la felicidad de cuantas personas me encontraba al alcance de mi acción. (Bien, muy bien.) Ese ha sido mi desideratum, y la idea que he abrigado siempre: hacer todo el bien que podía a mis semejantes. Porque el negocio, vulgo actividad, fijaos bien, señores, no está reñido con la caridad, ni con la humanidad más o menos doliente. Son dos elementos que se completan, dos objetivos que vienen a concurrir en un solo objetivo; objetivo, señores, del cual tenemos una imagen en nuestras conciencias, pero que reside en el Altísimo. (Grandes, ruidosos y entusiastas aplausos.)

»Pero si declaro que siempre fue mi línea de conducta hacer el bien a todos, sin distinción de clases, a todos, tirios y troyanos, también os digo que, como trabajador por excelencia,  nunca, nunca he dado pábulo a la ociosidad, ni he protegido a gente viciosa, porque eso ¡cuidado! ya no sería caridad, ni humanidad, sino falta de sentido práctico; eso sería dar el mayor de los pábulos a la vagancia. De mí se podrá decir todo lo que se quiera; pero no se dirá nunca que he sido el Mecenas de la holgazanería. (Delirantes aplausos.)

»He partido siempre del principio de que cada cual es dueño de su propio destino; y será feliz el que sepa labrarse su felicidad, y desgraciado el que no sepa labrársela. No hay que dejarse de la suerte... ¡Oh, la suerte, pamplinas, tontería, dilemas, antinomias, maquiavelismos! No hay más desgracias que las que uno se acarrea con sus yerros. Todo el que quiere poseer los intereses materiales, no tiene más que buscarlos. Busca y encontrarás, que dijo el otro. Sólo que hay que sudar, moverse, aguzar la entendedera, en una palabra, trabajar, ora sea en este, ora en el otro oficio. Pero, lo que es dándose la gran vida en paseos y jaranas, charlando en los casinos, o enredando con las buenas mozas, (risas) no se gana el pan de cada día... y el pan está allí, allí, vedlo, allí. Pero es menester que vayáis a cogerlo; porque él, el pan, no puede venir a buscaros a vosotros. No tiene pies, se está muy quietecito esperando que vaya a cogerlo el hombre, a quien el Altísimo ha dado pies para correr tras el pan, inteligencia para saber dónde está, ojos para verlo, y manos para agarrarlo... (Bravos y palmadas frenéticas.)

»De suerte, que si os pasáis el tiempo en diversiones, no tendréis pan, y cuando el hambre os haga salir de coronilla en busca de él, ya otros más listos lo habrán cogido... los que supieron madrugar, los que supieron emplear todas las horas del día en el clásico trabajo, los que supieron evacuar todas sus diligencias en tiempo oportuno, no dejando nada para mañana, los que se plantearon la cuestión de comer o no comer, como el otro, que vosotros conocéis mejor que yo, y no necesito nombrarlo, como el otro, digo, planteó la cuestión de ser o no ser. (Admiración, estrepitosos aplausos.)
   
«Seamos prácticos, señores. Yo lo soy, y me alabo de ello, dejando a un lado la careta de la modestia, que ya con tanto quita y pon se va cayendo a pedazos de nuestros rostros. (Ruidosos aplausos, y voces de sí, sí.) Seamos prácticos, digo, serlo vosotros, y yo, que soy perro viejo, os recomiendo que lo seáis. Ser prácticos sí no queréis que vuestra vida revista los caracteres de una tela de Penélope. Si hoy tejéis el bienestar con elementos superiores a vuestros medios, o séase posibles, mañana el déficit os obligará a destejerlo... y siempre tendréis suspendida sobre vuestras cabezas la espada de Aristóteles... (Rumores.) Quiero decir... He dicho Aristóteles, porque... (se ríe, y ríen todos esperando un chiste) tengo verdadera manía por este filósofo, que es el más práctico de todos. (Sí, sí.) Es mi hombre; le llevo en el pensamiento a todas horas del día. Y como tengo para mí que el tal Damocles, el de la espada, era un hijo de tal... o nadie sabe quién es... ¿Alguno de los que me escuchan sabe quién era ese Damocles? (Risas: voces de «no, no... no lo sabemos».) Pues yo estoy a matar con esas maneras de hablar, y he decidido que la famosa espada sea de Aristóteles... vamos, que le armo caballero, porque es el hombre de mi devoción, es mi ídolo, señores, el hombre más grandioso de la antigua Grecia, y del siglo de oro de todos los tiempos. (Bravo, muy bien.)

»Perdonadme la digresión , y volvamos a la tesis. Atendamos más a la acción que a la palabra, obremos, obremos mucho y hablemos poco. Trabajar siempre, de consuno con nuestras necesidades, y con el valioso concurso de todos los elementos que concurran a nuestro lado. Y hechas estas manifestaciones, que creo me imponía mi presencia en este augusto recinto... (enmendándose) y lo llamo augusto, porque en él se reúnen tantas eminencias científicas, políticas y particulares... (bien, bravo); hechas estas declaraciones, paso a concretar la cuestión. «¿A qué obedece esta comida? ¿Qué peculiar objetivo lleváis al festejarme, a mí, tan humilde? Pues habéis visto en mí un hombre activo, de suyo, dispuesto a patrocinar los grandes adelantos del siglo, a llevarlos al estadio de la práctica. Yo pongo mi corta inteligencia y mis ahorros al servicio de la patria, yo no miro a mi interés, sino al interés general, al interés público de la humanidad, que bien necesitada está la pobrecita de que se interesen por ella. Heme lanzado a emprender obras muy importantísimas, sin ambición alguna de lucro privado, podéis creérmelo, y a favorecer a mi patria natal llevando la locomotora con su penacho de humo a través de los campos. Si yo no idolatrara la ciencia y la industria como las idolatro, si no fuera mi bello ideal el progreso, yo no patrocinaría la locomotora, patrocinaría el carromato, y no vería más lazo de unión entre los pueblos que el ordinario de Astorga, o el ordinario de Ponferrada. Pero no, señores; yo soy hijo de mi siglo, del siglo eminentemente práctico, y patrocino el ordinario, mejor dicho, la ordinaria del mundo entero, la locomotora. (Frenéticos aplausos.)

»Adelante con la ciencia, adelante con la industria. El mundo se transforma con los adelantos, y hoy nos maravillamos de ver la claridad preciosísima de la luz eléctrica donde antes lucían velones de aceite, velas de sebo, bujías esteáricas, y el petróleo refinado. De donde saco la consecuencia de que lo moderno acaba con las antiguallas. ¡Cuán gran verdad es, señores, que esto matará aquello... como dijo, y dijo muy bien... quien todos sabéis! (Aplausos prolongados.)

»Yo, señores, no me canso de repetíroslo, soy un hombre muy humildísimo, muy llano, de cortas facultades (voces de no, no), de pocas luces (no, no), de escasa instrucción; pero a formalidad no me gana nadie. ¿Queréis que os defina mi actitud moral y religiosa? Pues sabed que mis dogmas son el trabajo, la honradez (murmullos de aprobación), el amor al prójimo, y las buenas costumbres. De estos principios parto yo siempre, y por eso he podido llegar a labrarme una posición independiente. Y no creáis que doy de lado, por decirlo así, al dogma sagrado de nuestros mayores. No; yo sé dar al César lo que es del César, y al Altísimo... también lo suyo. Porque a buen católico no me gana nadie, bien lo sabe Dios, ni en lo de defender las veneradas creencias. Adoro a mi familia, en cuyo... foco, en cuyo seno encuentro la felicidad, y os aseguro que de mi casa al Cielo no hay más que un paso... (Con ternura.) Yo no debía hablar de estas cosas, que son del elemento privado... (Voces: sí, sí, que siga.) Pero mi familia, o séase el círculo del hogar doméstico, es lo primero en mi corazón, y pienso en ella siempre, y no puedo apartar del pensamiento aquellos pedazos de... No, no sigo; permitidme que no siga... (Gran emoción en el auditorio.)

»De política nada os digo. (Voces: sí, sí.) No, no señores. No he llegado a saber todavía qué partidos tenemos, ni para qué nos sirven. (Risas.) Yo no he de ser poder, ni he de repartir credenciales... no, no... Veo que pululan los empleados, y que no hay nadie que se decida a castigar el presupuesto. Claro, no castigan porque a los mismos castigadores les duele. (Risas.) Yo me lavo las manos: blasono de obedecer al que manda, y de no barrenar las leyes. Respeto a tirios y troyanos, y no regateo el óbolo de la contribución. A fuer de hombre práctico, no hago la oposición sistemática, ni me meto en maquiavelismos  de ningún género. Soy refractario a la intriga, y no acaricio más idea que el bien de mi patria, tráigalo Juan, Pedro o Diego. (Muy bien.)

»Concluyo, señores... porque ya estaréis fatigados de oírme (no, no), y yo también fatigado de hablar, pues no tengo costumbre, ni sé expresarme con todo el brillo peculiar... ni... ni con la prosa correcta... que... En fin, señores, concluyo con las manifestaciones de mi gratitud por vuestras manifestaciones... por este holocausto, por este homenaje magnánimo y verídico. Lo digo y lo repito: yo no merezco esto; yo soy indigno de obsequios tan... sublimes, y que no tienen punto de contacto con mis cortos merecimientos. No me atribuyáis a mí rasgos que no me pertenecen. La verdad ante todo. En la cuestión del ferrocarril no he hecho más que obedecer al impulso de un ilustre y particular amigo mío, aquí presente, y a quien no nombro por no ofender su considerable modestia. (Todos miran al señor Marqués de Taramundi, que baja los ojos y se sonroja ligeramente.) Este amigo es el que ha movido toda la tramoya de la vía férrea, y a él se debe la coronación del éxito, porque aunque no ha figurado para nada, detrás de la cortina ha manejado todo muy lindamente, de modo que bien puedo deciros que ha sido... pasmaos, señores, el Deus ex machina del ferrocarril de Villafranca al Berrocal. (Ruidosísimos aplausos. Los leoneses se rompen las manos.)

»Pues... ya no me resta más que deciros sino que mi gratitud será eterna, y en ningún modo efímera, no, y que todos los presentes, sin distinción de tirios ni de troyanos (risas), me tienen incondicionalmente a su disposición. No es por alabarme; pero sé distinguir, y nadie me gana en servir a mis amigos y ayudarlos en... lo que necesiten, quiero decir, que en cualesquiera cosa en que necesiten de mi modesto concurso, pueden mandarme, en la seguridad de que tendrán en mí un seguro servidor, un amigo del alma y... un compañero, dispuesto a prestarles... todo el concurso desinteresado, todo el favor, todo el apoyo moral y moral, toda la confianza del mundo... siempre con el alma, siempre con el corazón... Les ofrezco, pues, con fina voluntad mi hacienda, mi persona, y todo cuanto soy y cuanto valgo. He dicho. (Aplausos frenéticos, delirantes aclamaciones, gritos, tumulto. Todo el mundo en pie, palmoteando sin cesar, con estrépito formidable. La ovación no tiene término.)

- IX -

Los más próximos se precipitaron a abrazar al orador triunfante, y aquello fue el delirio. ¡Qué estrujones, qué vaivenes, qué sofocación! Por poco hacen pedazos al pobre señor, que con cara reluciente, como si se la hubieran untado de grasa, los ojos chispos, la sonrisa convulsiva, no sabía ya qué contestar a tan estrepitosas demostraciones. Y luego fueron llegando en confuso tropel los comensales, disputándose el paso, y todos le achuchaban, algunos con fraternal efusión y cierta ternura, efecto del ruido, de los aplausos, de esa sugestión emocional que se produce en las muchedumbres. D. Juan Gualberto Serrano, entrecortada la voz, rojo como un pavo, y sudando la gota gorda, no le dijo más que: «Colosal, amigo mío, colosal.

Y otro le aseguró no haber oído nunca un discurso que más le gustase.
   
«¡Y cómo se ve al hombre práctico, al hombre de acción! -dijo un tercero.

-Tenemos aquí al apóstol del Sentido común. Así, así se piensa y se habla. Mi enhorabuena más entusiástica, Sr. D. Francisco.

-Sublime... Venga un abrazo. ¡Qué cosas tan buenas ¡oh! nos ha dicho usted...!

-Y también ha sabido hablar al corazón. ¡Qué hombre...! Vaya, que de esta le hacemos a usted ministro.

-¿Yo? Quítese allá -replicó el tacaño, que ya se iba cargando de tanto estrujón-. He dicho cuatro frases de cortesía, y nada más.

-Cuatro frases, ¿eh? Diga usted cuatro mil ideas magníficas, estupendas... Venga otro abrazo. Francamente, ha sido un asombro.

De los últimos llegó Morentín, y le abrazó con fingido cariño, y sonrisa de hombre de mundo, diciéndole:

«¡Pero muy bien! ¡Qué orador nos ha salido esta noche! No lo tome usted a broma; orador y de los grandes...

-Quite usted... por Dios.

-Orador, sí señor -añadió Villalonga, con la seriedad que sabía poner en su rostro en tales casos-. Ha dicho usted cosas muy buenas, y muy bien parladas. Mi enhorabuena.

Y luego fue Zárate, que le abrazó llorando, pero llorando de verdad, porque además de pedante, era un consumado histrión, y le dijo: «¡Ay, qué noche, qué emociones!... Mi enhorabuena en nombre de la ciencia... sí... de la ciencia, que usted ha sabido enaltecer como nadie... ¡Qué síntesis tan ingeniosa! ¡La ordinaria del mundo entero! Bien, amigo mío. No lo puedo remediar: se me saltan las lágrimas.

Y al despedirse de todos, más abrazos, más apretones de manos, y nuevos golpes de incensario. Asombrado de aquel bárbaro éxito, D. Francisco llegó a dudar de que fuese verdad. ¡Si se burlarían de él! Pero no, no se burlaban, porque en efecto, había hablado con sentido; él lo conocía y se lo declaraba a sí mismo, eliminando la modestia. No se consolaría nunca de que no le hubiera oído el gran Donoso.

Benito Pérez Galdós. Textos sobre su concepto de la historia

I

De B. Pérez Galdós, El equipaje del rey José, VI:

No seguiremos al general Hugo y su convoy en todo su viaje hasta que en los campos de Vitoria perdieron los franceses gran parte de lo mucho que habían cogido. Bastantes apurillos pasó en Cuéllar y en Tudela de Duero; pero al fin logró unirse al grueso del ejército francés en Valladolid.

Reunidos todos, la continua amenaza de las divisiones aliadas les hizo muy penoso el camino desde Valladolid a Burgos. Aquí no pudieron resistir mucho tiempo, y sin gran prisa se dirigieron a Vitoria por Miranda confiados en que Wellington no les molestaría del lado allá del Ebro; pero tan admirable combinación de movimientos había hecho el inglés que cuando los franceses pasaron el gran río, lo pasaban también los aliados por diferentes puntos, y ambos enemigos se encontraban frente a frente en las montañas de Álava y Vizcaya. Apretó Bonaparte el paso juntando a los suyos para que desperdigados aquí y allí no fueran batidos al pormenor, y el 19 de Junio llegó a la Puebla de Arganzón, donde es fuerza que quitemos la vista del Rey y de su ejército para fijarla en una sola persona, que por ahora y mientras vengan sucesos estupendos en la esfera de la historia, ha de llevar en estas líneas la preferencia.

¡Y por qué no! ¡Por qué hemos de ver la historia en los bárbaros fusilazos de algunos millares de hombres que se mueven como máquinas a impulsos de una ambición superior, y no hemos de verla en las ideas y en los sentimientos de ese joven oscuro! ¡Si en la historia no hubiera más que batallas; si sus únicos actores fueran las celebridades personales, cuán pequeña sería! Está en el vivir lento y casi siempre doloroso de la sociedad, en lo que hacen todos y en lo que hace cada uno. En ella nada es indigno de la narración, así como en la naturaleza no es menos digno de estudio el olvidado insecto que la inconmensurable arquitectura de los mundos.

Los libros que forman la capa papirácea de este siglo, como dijo un sabio, nos vuelven locos con su mucho hablar de los grandes hombres, de si hicieron esto o lo otro, o dijeron tal o cual cosa. Sabemos por ellos las acciones culminantes, que siempre son batallas, carnicerías horrendas, o empalagosos cuentos de reyes y dinastías, que preocupan al mundo con sus riñas o con sus casamientos; y entretanto la vida interna permanece oscura, olvidada, sepultada. Reposa la sociedad en el inmenso osario sin letreros ni cruces ni signo alguno: de las personas no hay memoria, y sólo tienen estatuas y cenotafios los vanos personajes... Pero la posteridad quiere registrarlo todo; excava, revuelve, escudriña, interroga los olvidados huesos sin nombre; no se contenta con saber de memoria todas las picardías de los inmortales desde César hasta Napoleón; y deseando ahondar lo pasado quiere hacer revivir ante sí a otros grandes actores del drama de la vida, a aquellos para quienes todas las lenguas tienen un vago nombre, y la nuestra llama Fulano y Mengano.

II

De B. P. Galdós, Gerona, cap. XXVI:

 La soberbia enfatuada y sin freno perpetra grandes crímenes ciegamente, creyendo realizar actos marcados por ilusorio destino. Los malvados en grande escala que han tenido la suerte o la desgracia de que todo un continente se envilezca arrojándose a sus pies, llegan a creer que están por encima de las leyes morales, reguladoras según su criterio, tan sólo de las menudencias de la vida. Por esta causa se atreven tranquilamente y sin que su empedernido corazón palpite con zozobra, a violar las leyes morales, ateniéndose para ello a las mil fútiles y movedizas reglas que ellos mismos dictaron llamándolas razones de estado, intereses de esta o de la otra nación; y a veces si se les deja, sobre el vano eje de su capricho o de sus pasiones hacen mover y voltear a pueblos inocentes, a millares de individuos que no quieren sino el bien. Verdad es que parte de la responsabilidad corresponde al mundo, por permitir que media docena de hombres o uno solo jueguen con él a la pelota.

Desarrollados en proporciones colosales los vicios y los crímenes, se desfiguran en tales términos que no se les conoce; el historiador se emboba engañado por la grandeza óptica de lo que en realidad es pequeño, y aplaude y admira un delito tan sólo porque es perpetrado en la extensión de todo un hemisferio. La excesiva magnitud estorba a la observación lo mismo que el achicamiento que hace perder el objeto en las nieblas de lo invisible. Digo esto, porque a mi juicio, Napoleón I y su efímero imperio, salvo el inmenso genio militar, se diferencian de los bandoleros y asesinos que han pululado por el mundo cuando faltaba policía, tan sólo en la magnitud. Invadir las naciones, saquearlas, apropiárselas, quebrantar los tratados, engañar al mundo entero, a reyes y a pueblos, no tener más ley que el capricho y sostenerse en constante rebelión contra la humanidad entera, es elevar al máximum de desarrollo el mismo sistema de nuestros famosos caballistas. Ciertas voces no tienen en ningún lenguaje la extensión que debieran, y si despojar a un viajante de su pañuelo se llama robo, para expresar la tala de una comarca, la expropiación forzosa de un pueblo entero, los idiomas tienen pérfidas voces y frases con que se llenan la boca los diplomáticos y los conquistadores, pues nadie se avergüenza de nombrar los grandiosos planes continentales, la absorción de unos pueblos por otros... etc. Para evitar esto debiera existir (no reírse) una policía de las naciones, corporación en verdad algo difícil de montar; pero entre tanto tenemos a la Providencia, que al fin y al cabo sabe poner a la sombra a los merodeadores en grande escala, devolviendo a sus dueños los objetos perdidos, y restableciendo el imperio moral, que nunca está por tierra largo tiempo.

III

De B. P. Galdós, Narváez, cap. XXI:

Primeros de Julio.- Han pasado algunos días, no sé cuántos: llevo mal ahora la cuenta del tiempo... En este paréntesis corto de mis Confesiones, mi pensamiento no ha estado libre de alternativas y mudanzas. Sufrí recrudescencias de mi rabia demagógica, y   -213-   he visto luego que esta formidable pasión o dolencia remitía, dejándome volver a mi normal estado de sensatez. Conviéneme declarar que ni en mis delirios ni en mis sedaciones me ha faltado el cariño a mi mujer y a mi chiquillo, sentimiento de un orden reposado, compuesto de deber y amor, y que ha llegado a parecerme armonizable con mis ensueños. Cuando disponga de más reposo, explicaré la filosofía que pongo en práctica para socorrerme con ese cómodo sincretismo... Lo más urgente ahora es que traslade al papel un suceso mío, que no por mío precisamente, sino por suceso en sí propio importante, debe ser comunicado a la indagadora Posteridad. Ello es que al cabo quiso Eufrasia que se cumplieran las profecías: así llamo a las promesas de ella, y a las malignas suposiciones del vulgo. Una carta que al Congreso me escribió, la respuesta mía, una breve entrevista después en el paseo, determinaron lo que por lo visto deseaba ella más que yo en aquel día, no muy lejano del presente. Cogiome en tal estado espasmódico y cerebral, que mi primer impulso fue no acudir al dulce reclamo. Después lo pensé mejor, y entendí que el Acaso me deparaba quizás un grande alivio de mis murrias; deparábame asimismo el gusto de dar la razón al penseque mundano, y de convertir el cronicón apócrifo en historia verídica, espejo de la vida real. Me molestaba la mentira ¡y era tan fácil trocarla en verdad!

Diome la verdad mi amiga una tarde en el Casino de Embajadores... Perdonad que me interrumpa para deciros otra vez, y van dos, que me carga Donoso Cortés, y que ya estoy ahíto de la indigesta carta filosófica que nos enjaretó desde Berlín. Infinitas veces se ha tragado su lectura mi papá político, y algunos párrafos quedaron impresos en su memoria como el Padrenuestro. Creeré que lo aprendió en viernes. Esta mañana lo repetía en tono triunfal: «Si se me preguntara mi opinión particular sobre el eclecticismo, diría que es una rama seca y deshojada del árbol del racionalismo. Del racionalismo ha salido el spinozismo, el volterianismo, el kantismo, el hegelianismo y el cousinismo, doctrinas de perdición... La sociedad europea se muere: sus extremidades están frías, su corazón lo estará dentro de poco. ¿Sabéis por qué se muere?». A esta pregunta que mi suegro hacía con entonación propia, como si fuera de su cosecha, contestábamos al unísono mi mujer y yo: «No señor: no sabemos nada». Y él, hinchándose de vana elocuencia, como lo estaban sus bolsillos de copiosos caudales, se contestaba: «Muere porque la sociedad había sido hecha por Dios para alimentarse de la substancia católica, y médicos empíricos le han dado por alimento la sustancia racionalista...».

Pero lo que más a mi señor suegro, reventando de rico, seduce y entusiasma, es aquel pasaje sentimental en que nuestro rutilante orador nos revela que hemos venido al mundo para llorar y padecer. La cosa resulta clarísima y se demuestra con un ejemplo. «La vida es una expiación -decía D. Feliciano con semblante fúnebre al repetir uno de los trozos más enfáticos de la carta-; la tierra es un valle de lágrimas. Si no queréis alzar la vista a los Cielos, ponedla en la cuna del niño sin pecado... ¿Qué hace el niño privado aún de pensamiento, de razón y hasta de voluntad? Pues llorar...». Argumento incontestable: si el niño, que todavía es un ángel, llora, nosotros que estamos llenos de pecados, ¿qué fin y destino tenemos más que hacer pucheros en todo el curso de nuestra vida? Observaba yo que mi ilustre suegro, con tanto recomendar el llanto a las personas mayores, se abstenía personalmente de toda demostración de duelo, y nos decía, más regañón que dolorido: «Esta es la verdad, la doctrina pura. Aprended, aprended aquí».

Perdónenme la digresión . Sigo contando. Quedamos en que fui a la calle de Embajadores. Ya comprenderéis que de tan delicado asunto sólo debo hablar lo preciso para establecer la debida coordinación lógica entre las diversas partes de estas confidencias. Me permito saltar de la primera a la segunda entrevista con Eufrasia, que fue ayer, y añado que las alegrías de estos reservados encuentros dejan en mí un sedimento amargo, y que no han apagado, no, el volcán que suscitó en mi mente la fatal aparición de la salvaje Lucila. Os diré con confianza que los halagos de la moruna, con ser en determinadas ocasiones de extraordinaria intensidad sensitiva, me traen el hielo en inmediata concatenación con el fuego, cual si fuesen eslabones que forman un toisón de alternados metales. En sus encantos, a poco de gustarlos, no me ha sido difícil ver el desabrimiento de las cosas de serie, que traen de atrás su principio y continúan repitiéndose en la igualdad de sus casos y consecuencias. Yo me sentía sucesor de alguien y predecesor de otro u otros, y si mi herencia me parecía triste, más lástima que envidia sentía de mis presuntos herederos.

Otro día de Julio.- A la tercera vez, con más empeño que en la primera y segunda, trato de indagar el móvil y fin de aquella conspiración de zarzuela en que la moruna entretiene sus ocios. La reciente intimidad no tiene bastante poder para quebrantar el secreto. Eufrasia elude las preguntas, cambia de conversación, niega cuando se ve estrechada; acaba por afirmar que todo concluyó, que fue una broma, chismorreo de damas locuaces, que no saben cómo pasar el rato. Mis coloquios en tan cercana disposición me permiten observar que es recelosa, sagaz y reservada, que las pasiones no ahogan jamás su discernimiento, que poniendo en sus empresas toda la perseverancia del mundo, sabe esperar. Yo no me recato de confesarle mis simpatías por la demagogia, sin descubrir el secreto psicológico de esta novedad, y ella me alienta, declarándose también un poquito revolucionaria, sin precisar ideas.
  
Permitidme que en una nueva digresión afirme otra vez, y van ciento, que me encocoran lo indecible el Sr. Donoso, Marqués de Valdegamas, y su ciencia relamida. Si me ofrecéis recibo lo tomaré, y sigo en mi cantinela... Es que a diferentes horas, en las situaciones más diferentes, invade mi alma el desdén de estas retóricas vacías. Ese buen señor que a mis contemporáneos entusiasma, a mí me revienta: no puedo remediarlo... Y a propósito, para que no me acuséis de inoportunidad: Eufrasia, tomando pie de no sé qué apreciación mía, me ha dicho, mientras se arreglaba el desordenado cabello: «¿Verdad que es hermosa la carta de Donoso Cortés?». Yo troné contra el ídolo de las damas y de los grillos parlamentarios, y mi amiga lo defendió con grandes hipérboles, repitiendo algunas de sus vaciedades más rotundas: «Luzbel no es el rival, es el esclavo del Altísimo».

-Bueno, ¿y qué? Concedo que no es el rival, sino el esclavo... ¿Y qué?

-Que el mal no es obra de Satanás: «el mal que el ángel rebelde infunde o inspira, no lo inspira y no lo infunde sino permitiéndolo el Señor, y el Señor no lo permite sino para castigar a los impíos, o para purificar a los justos con el hierro candente de las tribulaciones...». Así lo parla el maestro...

-Eso va con nosotros: falta saber si somos impíos y merecemos azotes, o justos que seremos purificados.
  
-No seas tonto. Eso lo dice por las revoluciones...

-¿Qué más revolución que nosotros?

-No hables en plural: tú eres demagogo.

-Y tú descamisada...

-¡Ay, qué pillo!... El descamisado, el sans culotte eres tú... Las palabras de Quiquiriquí sobre el Sr. de Luzbel no van con nosotros. Es que algunos han dicho que la revolución de Febrero del año pasado en Francia, la que echó del trono a Luis Felipe, fue un castigo, y que después vendría la misericordia de Dios. Pues no es eso: Donoso Cortés, con ese talentazo que no le cabe en la cabeza, ve las cosas claras y dice que no habrá misericordia... «Los que vivan verán asombrados que la revolución de Febrero no fue más que una amenaza, y que ahora viene el castigo...».

-¡Ya escampa! Pongámonos en salvo.

-No te burles. Vendrá un cambiazo muy gordo que nos libre de tanto pillo.

-Y en ese cambiazo trabajas tú y otras, a cencerros tapados... Destruiréis todo lo actual, y pondréis al frente de la Administración un Ministerio de niños llorones presidido por Quiquiriquí.

Soltó al oír esto una risa franca, fresca, sonora, expresión de abandono y travesura.

«Déjame que cierre así la discusión -me dijo-. Mi nombre es Alegría...». Y acabó por confesarme que también a ella le revuelven el estómago los sermones de Valdegamas, y que si los celebra y repite es por seguir la corriente; que toda aquella hinchazón insubstancial no sirve para nada, ni traerá la más pequeña mudanza de las cosas públicas. El mundo, según Eufrasia, se gobierna por pasiones, no por ideas, y estas no influyen sino cuando son apasionadas. No echo yo en saco roto esta sentencia, que me parece de un profundo sentido en los tiempos que corren. Tiene la moruna mucho talento. Así lo declaro, y ella con candoroso orgullo me dice: «¿Pues qué eres tú...? Si yo fuera Reina haría de España una gran Nación. Yo sabría ser mujer y soberana, sin que la soberana y la mujer se estorbasen la una a la otra. Yo poseería y practicaría el arte más difícil, que es el de escoger hombres más o menos públicos, y en cada puesto estaría el sujeto apto para desempeñarlo... Yo los examinaría bien, y hasta que no estuviera bien segura de sus cualidades no les daría el rango... Créete que yo haría una Reina admirable, como Isabel de Inglaterra, o Catalina de Rusia; pero con la condición de ser soberana absolutamente absoluta, porque de otro modo no respondería del acierto. ¿Libertad? No habría más libertad que la mía. ¿Religión? La mía, y que fuera yo mi propio Papa. ¿Ejército? Yo Generalísima. ¿Marina? Yo Almirantísima. ¿Gobierno? Yo Ministrísima... Verías tú qué bien andaba todo. Yo y el Pueblo, y entre este y yo un cierto número de lacayos instruidos que sirvieran fielmente al Pueblo en mi nombre». Preguntada por mí acerca del lugar que a   -220-   su esposo daría en este absolutísimo gobierno mujeril, me contestó que en su Reino decretaría el cese de todos los maridos que no fueran padres, y que a D. Saturno, por gratitud, le nombraría Inspector General de Matrimonios, para divorciar a los que no tuviesen prole... Yo, como padre que soy bien acreditado, tendría un puesto de importancia en la Nación...


Con estas y otras tonterías pasamos el rato. El ingenio de esta mujer me divierte... pero el vacío de mi alma continúa sin llenar. Termina la moruna diciéndome que se va a la Granja, donde está la Corte, y me incita a que vaya también yo con mi familia... Si María Ignacia y sus padres desean lo mismo, ¿por qué no acabo de resolverme? ¿Qué interés o querencia me amarran a Madrid? Respondo que sí, que no y qué sé yo.

Pérez Galdós: La casa de Benigno Cordero

Benito Pérez Galdós: de Los Apostólicos:

Pronto se conoció que el gobierno de la casa estaba en buenas manos. Sola la encontró como una leonera y la puso en un pie de orden, limpieza y arreglo que inundaba de gozo el corazón de D. Benigno. Ni aun en  tiempo de su Robustiana había él visto cosa semejante. Ya no se volvió a ver ninguna pieza descosida sobre el cuerpo de los corderillos, ni se echó de menos botón, faja ni cinta. Ninguna prenda ni objeto se vio fuera de su sitio, ni rodaba la loza por el suelo, ni subía el polvo a los vasares, ni estaban las sillas patas arriba y las lámparas boca abajo. Todo mueble ocupó su lugar conveniente, y toda ocupación tuvo su hora fija e inalterable. No se buscaba cosa alguna que al punto no se encontrara, ni se hacía esperar la comida ni la cena. Los objetos preciosos no podían confundirse con los últimos cachivaches, porque había sido inaugurado el reinado de las distancias. El latón brillaba como la plata y el cerezo tenía el lustre de la caoba. D. Benigno estaba embelesado, y repetía aquel pasaje de su autor favorito: «Sofía conoce maravillosamente todos los detalles del gobierno de la casa, entiende de cocina, sabe el precio de los comestibles y lleva muy bien las cuentas. Tiene un talento agradable sin ser brillante, y sólido sin ser profundo... La felicidad de una joven de esta clase consiste en labrar la de un hombre honrado».

La casa era grande, tortuosa y oscura como un laberinto. Había que conocerla bien para andar sin tropiezo por sus negros  pasillos y aposentos, construidos a estilo de rompe-cabezas. Sólo dos piezas tenían ambiente y luz, y en una de ellas, la mejor de la casa, fue preciso instalar a Crucita con las doce jaulas de pájaros que eran su delicia. No faltaba en el estrado ningún objeto de los que entonces constituían el lujo, pues a D. Benigno se le había despertado el amor de las cosas elegantes, cómodas y decentes, y como no carecía de dinero, cada día daba permiso a su diligente Hormiga para introducir alguna novedad. Con las onzas de Cordero y el buen gusto de Sola viose pronto la casa en un pie de elegancia que era el asombro de la vecindad. Fue vestida la sala de hermoso papel imitando mármol, y una batería de sillas de caoba sustituyó a las antiguas de nogal y cerezo. El brasero era como un gran artesón de cobre, sustentado sobre cuatro garras leoninas, y con la badila y reja no pesaba menos de medio quintal. El sofá y los dos sillones, que hoy nos parecerían potros de suplicio, eran de lo más selecto. Las cortinas de percal blanco con franjas de tafetán encarnado, tenían aspecto risueño y se conceptuaban entonces como cosa de gran lujo y elegancia. No faltaban las mesillas de juego con sus indispensables candeleros de plata, ni las célebres y ya olvidadas rinconeras llenas de   -30-   baratijas y objetos de arte y ciencia, tales como cajas, caracoles, figurillas de yeso, algún jarro, libros y un par de pajaritos disecados. En el marco del espejo apaisado veíanse algunas plumas de pavo real puestas con arte y simetría, como las pintan en las cabezas de los salvajes. En cuestión de láminas, habíanse conservado las antiguas que eran el León de Florencia devorando a un niño, la Desgraciada muerte de Luis XVI y la Caída de Ícaro.

Vistos de la calle los balcones presentaban el aspecto más alegre que puede imaginarse. Los tiestos, con ser tantos, no eran bastantes para quitar sitio a las jaulas colgadas unas sobre otras. Interiormente no cesaba la algarabía formada por el piar de algunos pájaros, el canto de otros, el ladrido de los falderillos, el mayido de los gatos y los roncos discursos de la cotorra. El esmero con que Crucita atendía al cuidado y a las necesidades todas de su riqueza zoológica hacía que la existencia de tanto y tanto bicho no fuera incompatible con el perfecto aseo de la casa.

D. Benigno estaba contentísimo del buen arreglo que Sola había puesto en el gabinete donde él vivía. Sus ropas abundantes y tan bien dispuestas que jamás notó en ellas rotura  de más ni botón de menos, le recreaban la vista, así como la limpieza de su variada colección de sombreros. No le cautivaba menos el ver libres siempre de polvo sus adminículos de caza (diversión a que era muy aficionado), ni la buena colocación que se había dado a las estampas de Santa Leocadia y la Virgen del Sagrario (ambas proclamando el abolengo toledano del propietario), ni lo bien puestos que estaban los libros. Estos no eran muchos, pero sí escogidos, y sólo formaban dos obras: las de Rousseau, edición de 1827, en veinticinco tomitos, y el Año Cristiano en doce. Aunque alineados en dos grupos distintos, no por eso dejaban de andar a cabezadas, dentro de un mismo estante, el Vicario Saboyano y San Agustín.

Con el orden perfecto en la disposición de todo lo de la casa corría parejas la buena concordia entre sus habitantes, si se exceptúan las genialidades de Crucita, que fueron menos molestas desde que Sola adoptó el sistema de hacerle poco caso sin aparentar contrariarla.

Desapacible y brusca con los chicos, no consentía que se le acercaran a dos varas a la redonda. No obstante, el frecuente trato con ellos y la dulzura de su hermano y de la Hormiga fueron poco a poco arrancando las espinas  de aquel carácter endiablado, y al fin sin dejar de hablarles en el lenguaje más duro y desabrido que se puede imaginar, manifestaba algún interés por los cuatro enemigos, ayudaba a cuidarles, y aun se permitía contarles algún trasnochado y soso cuento.

Los muchachos, a excepción del más pequeño, eran pacíficos. Primitivo y Segundo adelantaban regularmente en sus estudios, y en cuanto a vocaciones, el tono especial de la época y los personajes de aquel tiempo despertaban en ellos ambiciones varias. El mayor quería ser Padre Guardián, para tomar mucho chocolate, dar a besar su mano a los transeúntes y salir a paseo entre un par de duques o marqueses. El segundo, que era vanidosillo y fachendoso, quería ser tambor mayor de la Guardia Real, porque eso de ir delante de un regimiento haciendo gestos y espantando moscas con un bastón de porra, le parecía el colmo de la dicha. Rafaelito era más modesto. No le hablaran a él de figuraciones ni altas dignidades: él no quería ser sino confitero, para poder atracarse de dulces desde la mañana a la noche y hacer bonitas velas para los santos. En cuanto a Juanito Jacobo, aunque no hablaba, bien se le conocía que su vocación era la de gigante Goliat o Hércules, según lo que destrozaba, berreaba y las diabluras que hacía andando a gatas, sin dejarse amedrentar por cocos ni espantajos.

Tranquilo, feliz, gozoso del orden en que vivía y que amaba por naturaleza y costumbre, Cordero veía pasar suavemente los días. El método en la existencia le encantaba, y la semejanza entre el hoy y el ayer era su principal delicia.

Hombre laborioso, de sentimientos dulces y prácticas sencillas; aborrecedor de las impresiones fuertes y de las mudanzas bruscas, D. Benigno amaba la vida monótona y regular, que es la verdaderamente fecunda. Compartiendo su espíritu entre los gratos afanes de su comercio y los puros goces de la familia; libre de ansiedad política; amante de la paz en la casa, en la ciudad y en el estado; respetuoso con las instituciones que protegían aquella paz; amigo de sus amigos; amparador de los menesterosos; implacable con los pillos, fuesen grandes o pequeños; sabiendo conciliar el decoro con la modestia y conociendo el justo medio entre lo distinguido y lo popular, era acabado tipo del burgués español que se formaba del antiguo pechero fundido con el hijodalgo, y que más tarde había de tomar gran vuelo con las compras de bienes nacionales y la creación de las carreras facultativas hasta llegar al punto culminante en que ahora se encuentra.

La formidable clase media que hoy es el poder omnímodo que todo lo hace y deshace, llamándose política, magistratura, administración, ciencia, ejército, nació en Cádiz entre el estruendo de las bombas francesas y las peroratas de un congreso híbrido, inocente, extranjerizado si se quiere, pero que había brotado como un sentimiento o como un instinto ciego e incontrastable del espíritu nacional. El tercer estado creció, abriéndose paso entre frailes y nobles, y echando a un lado con desprecio estas dos fuerzas atrofiadas y sin savia, llegó a imperar en absoluto, formando, con sus grandezas y sus defectos una España nueva.

Pérez Galdós, Semblanza de Moratín

De Benito Pérez Galdós, La corte de Carlos IV:

Junto con él había subido al escenario D. Leandro Moratín, el cual era entonces un hombre como de cuarenta y cinco años, pálido y serio, de mediana estatura, dulce y apagada voz, con cierta expresión biliosa en su semblante como hombre a quien entristece la hipocondría e inquieta el recelo. En sus conversaciones era siempre mucho menos festivo que en sus escritos; pero tenía semejanza con éstos por la serenidad inalterable en las sátiras más crueles, por el comedimiento, el aticismo, cierta urbanidad solapada e irónica, y la estudiada llaneza de sus conceptos. Nadie le puede quitar la gloria de haber restaurado la comedia española, y El sí de las niñas, en cuyo estreno tuve, como he dicho, parte tan principal, me ha parecido siempre una de las obras más acabadas del ingenio. Como hombre, tiene en su abono la fidelidad que guardó al Príncipe de la Paz, cuando era moda hacer leña de este gran árbol caído. Verdad es que el poeta vivió y medró bastante a la sombra de aquél cuando estaba en pie, y podía cubrir a muchos con sus frondosas ramas. Si mi opinión pudiera servir de algo, no vacilaría en poner a D. Leandro entre los primeros prosistas castellanos; pero su poesía me ha parecido siempre, exceptuando algunas composiciones ligeras, un artificioso tejido, o mejor, un clavazón de durísimos versos, a quienes no pueden dar flexibilidad y brillo todos los martillos de la retórica. Moratín además, en materia de principios literarios, tenía toda la ciencia de su época, que no era mucha; pero aun así, más le hubiera valido emplearla en componer mayor número de obras, que no en señalar con tanta insistencia las faltas de los demás. Murió en 1828, y en sus cartas y papeles no hay indicio de que conociera a Byron, a Goethe ni a Schiller, de modo que bajó al sepulcro creyendo que Goldoni era el primer poeta de su tiempo.

Benito Pérez Galdós, Juan Martín Díaz, el Empecinado

De Benito Pérez Galdós, Juan Martín Díaz, el Empecinado, cap. V:

Yo tenía suma curiosidad de ver al famoso Empecinado, cuyo nombre, lo mismo que el de Mina, resonaba en aquellos tiempos con estruendo glorioso en toda la Península, y a quien los más se representaban como un héroe de los antiguos tiempos, resucitado en los nuestros como una prueba de la protección del cielo en la cruel guerra que sosteníamos. No tardé en satisfacer mi curiosidad, porque D. Juan Martín salió de su alojamiento para visitar a los heridos que habíamos traído desde Grajanejos. Cuando se presentó delante de su gente advertí el gran entusiasmo y admiración que a esta infundía, y puedo asegurar que el mismo Bonaparte no era objeto por parte de los veteranos de su guardia de un culto tan ferviente.

Era D. Juan Martín un Hércules de estatura poco más que mediana, una organización hecha para la guerra, una persona de considerable fuerza muscular, un cuerpo de bronce que encerraba la energía, la actividad, la resistencia, la terquedad, el arrojo frenético del Mediodía, junto con la paciencia de la gente del Norte. Su semblante moreno amarillento, color propio de castellanos asoleados y curtidos, expresaba aquellas cualidades. Sus facciones eran más bien hermosas que feas, los ojos vivos, y el pelo, aplastado en desorden sobre la frente, se juntaba a las cejas. El bigote se unía a las pequeñas patillas, dejando la barba limpia de pelo, afeite a la rusa, que ha estado muy en boga entre guerrilleros, y que más tarde usaron Zumalacárregui y otros jefes carlistas.

    Envolvíase en un capote azul que apenas dejaba ver los distintivos de su jerarquía militar, y su vestir era en general desaliñado y tosco, guardando armonía con lo brusco de sus modales. En el hablar era tardo y torpe, pero expresivo, y a cada instante demostraba no haber cursado en academias militares ni civiles. Tenía empeño en despreciar las formas cultas, suponiendo condición frívola y adamada en todos los que no eran modelo de rudeza primitiva y sí de carácter refractario a la selvática actividad de la guerra de montaña. Sus mismas virtudes y su benevolencia y generosidad eran ásperas como plantas silvestres que contienen zumos salutíferos, pero cuyas hojas están llenas de pinchos.

    Poseía en alto grado el genio de la pequeña guerra, y después de Mina, que fue el Napoleón de las guerrillas, no hubo otro en España ni tan activo ni de tanta suerte. Estaba formado su espíritu con uno de los más visibles caracteres del genio castizo español, que necesita de la perpetua lucha para apacentar su indomable y díscola inquietud, y ha de vivir disputando de palabra u obra para creer que vive. Al estallar la guerra se había echado al campo con dos hombres, como D. Quijote con Sancho Panza, y empezando por detener correos acabó por destruir ejércitos. Con arte no aprendido, supo y entendió desde el primer día la geografía y la estrategia, y hacía maravillas sin saber por qué. Su espíritu, como el de Bonaparte en esfera más alta, estaba por íntima organización instruido en la guerra y no necesitaba aprender nada. Organizaba, dirigía, ponía en marcha fuerzas diferentes   en combinación, y ganaba batallas sin ley ninguna de guerra, mejor dicho, observaba todas las reglas sin saberlo, o de la práctica instintiva hacía derivar la regla.

    Suele ser comparada la previsión de los grandes capitanes a la mirada del águila que, remontándose en pleno día a inmensa altura, ve mil secretos escondidos a los vulgares ojos. La travesura (pues no es otra cosa que travesura) de los grandes guerrilleros puede compararse al vigilante acecho nocturno de los pájaros de la última escala carnívora, los cuales desde los tejados, desde las cuevas, desde los picachos, torreones, ruinas y bosques atisban la víctima descuidada y tranquila para caer sobre ella.

    En las guerrillas no hay verdaderas batallas; es decir, no hay ese duelo previsto y deliberado entre ejércitos que se buscan, se encuentran, eligen terreno y se baten. Las guerrillas son la sorpresa, y para que haya choque es preciso que una de las dos partes ignore la proximidad de la otra. La primera calidad del guerrillero, aun antes que el valor, es la buena andadura, porque casi siempre se vence corriendo. Los guerrilleros no se retiran, huyen y el huir no es vergonzoso en ellos. La base de su estrategia es el arte de reunirse y dispersarse. Se condensan para caer como la lluvia, y se desparraman para escapar a la persecución; de modo que los esfuerzos del ejército que se propone exterminarlos son inútiles, porque no se puede luchar con las nubes. Su principal arma no es el trabuco ni el fusil, es el terreno; sí, el terreno, porque según la facilidad y la ciencia prodigiosa con que los guerrilleros se mueven en él, parece que se modifica a cada paso prestándose a sus maniobras.

     Figuraos que el suelo se arma para defenderse de la invasión, que los cerros, los arroyos, las peñas, los desfiladeros, las grutas son máquinas mortíferas que salen al encuentro de las tropas regladas, y suben, bajan, ruedan, caen, aplastan, ahogan, separan y destrozan. Esas montañas que se dejaron allá y ahora aparecen aquí, estos barrancos que multiplican sus vueltas, esas cimas inaccesibles que despiden balas, esos mil riachuelos, cuya orilla derecha se ha dominado y luego se tuerce presentando por la izquierda innumerable gente, esas alturas, en cuyo costado se destrozó a los guerrilleros y que luego ofrecen otro costado donde los guerrilleros destrozan al ejército en marcha: eso y nada más que eso es la lucha de partidas; es decir, el país en armas, el territorio, la geografía misma batiéndose.

     Tres tipos ofrece el caudillaje en España, que son: el guerrillero, el contrabandista, el ladrón de caminos. El aspecto es el mismo: sólo el sentido moral les diferencia. Cualquiera de esos tipos puede ser uno de los otros dos sin que lo externo varíe, con tal que un grano de sentido moral (permítaseme la frase) caiga de más o de menos en la ampolleta de la conciencia. Las partidas que tan fácilmente se forman en España pueden ser el sumo bien o mal execrable. ¿Debemos celebrar esta especial aptitud de los españoles para consagrarse armados y oponer eficaz resistencia a los ejércitos regulares? ¿Los beneficios de un día son tales que puedan hacernos olvidar las calamidades de otro día? Esto no lo diré yo, y menos en este libro donde me propongo enaltecer las hazañas de un guerrillero insigne que siempre se condujo movido por nobles impulsos, y fue desinteresado, generoso, leal, y no tuvo parentela moral con facciosos, ni matuteros, ni rufianes, aunque sin quererlo, y con fin muy laudable, cual era el limpiar a España de franceses, enseñó a aquellos el oficio.

     Los españoles nacieron para descollar en varias y estimadísimas aptitudes, por lo cual tenemos tal número de santos, teólogos, poetas, políticos, pintores; pero con igual idoneidad sobresalen en los tres tipos que antes he indicado, y que a los ojos de muchos parece que son uno mismo, según las lamentables semejanzas que nos ofrece la historia. Yo traigo a la memoria la lucha con los romanos y la de siete siglos con los moros, y me figuro qué buenos ratos pasarían unos y otros en esta tierra, constantemente hostigados por los Empecinados de antaño. Guerrillero fue Viriato, y guerrilleros los jefes de mesnada, los Adelantados, los condes y señores de la Edad Media. Durante la monarquía absoluta, las guerras en país extraño llevaron a América, Italia, Flandes y Alemania a todos nuestros bravos. Pero aquellos gloriosos paseos por el mundo cesaron, y España volvió a España, donde se aburría, como el aventurero retirado antes de tiempo a la paz del fastidioso hogar, o como don Quijote lleno de bizmas y parches en el lecho de su casa, y ante la tapiada puerta de la biblioteca sin libros.

     Vino Napoleón y despertó todo el mundo. La frase castellana echarse a la calle es admirable por su exactitud y expresión. España entera se echó a la calle, o al campo; su corazón guerrero latió con fuerza, y se ciñó laureles sin fin en la gloriosa frente; pero lo extraño es que Napoleón, aburrido al fin se marchó con las manos en la cabeza, y los españoles, movidos de la pícara afición, continuaron haciendo de las suyas en diversas formas, y todavía no han vuelto a casa.

   La guerra de la Independencia fue la gran academia del desorden. Nadie le quita su gloria, no señor: es posible que sin los guerrilleros la dinastía intrusa se hubiera afianzado en España, por lo menos hasta la Restauración. A ellos se debe la permanencia nacional, el respeto que todavía infunde a los extraños el nombre de España, y esta seguridad vanagloriosa, pero justa que durante medio siglo hemos tenido de que nadie se atreverá a meterse con nosotros. Pero la guerra de la Independencia, repito, fue la gran escuela del caudillaje, porque en ella se adiestraron hasta lo sumo los españoles en el arte para otros incomprensible de improvisar ejércitos y dominar por más o menos tiempo una comarca; cursaron la ciencia de la insurrección, y las maravillas de entonces las hemos llorado después con lágrimas de sangre. ¿Pero a qué tanta sensiblería, señores? Los guerrilleros constituyen nuestra esencia nacional. Ellos son nuestro cuerpo y nuestra alma, son el espíritu, el genio, la historia de España; ellos son todo, grandeza y miseria, un conjunto informe de cualidades contrarias, la dignidad dispuesta al heroísmo, la crueldad inclinada al pillaje.

    Al mismo tiempo que daban en tierra con el poder de Napoleón, nos dejaron esta lepra del caudillaje que nos devora todavía. ¿Pero estáis definitivamente juzgados ya, oh insignes salteadores de la guerra? ¿Se ha formado ya vuestra cuenta, oh, Empecinado, Porlier, Durán, Amor, Mir, Francisquete, Merino, Tabuenca, Chaleco, Chambergo, Longa, Palarea, Lacy, Rovira, Albuín, Clarós, Saornil, Sánchez, Villacampa, Cuevillas, Aróstegui, Manso, el Fraile, el Abuelo?


    No sé si he nombrado a todos los pequeños grandes hombres que entonces nos salvaron, y que en su breve paso por la historia dejaron la semilla de los Misas, Trapense, Bessieres, el Pastor, Merino, Ladrón, quienes a su vez criaron a sus pechos a los Rochapea, Cabrera, Gómez, Gorostidi, Echevarría, Eraso, Villarreal, padres de los Cucala, Ollo, Santés, Radica, Valdespina, Lozano, Tristany, y varones coetáneos que también engendrarán su pequeña prole para lo futuro.