PALINODIA DE LEOPARDI AL MARQUÉS GINO CAPPONI
Traducción de Marcelino Menéndez Pelayo (1883)
Erré, cándido Gino, largo tiempo,
y grandemente erré. Mísera y vana
juzgué la vida; insulsa más que todas
esta presente edad. Intolerable
fue y pareció mi lengua a la dichosa
prole mortal, si es que mortal se puede
llamar el hombre. Entre desdén y asombro,
del Edén odorífero en que habita,
rio la alta progenie afortunada,
y me llamó infeliz, y de placeres
incapaz o inexperto, pues mi hado
juzgué común, y de mi mal, consorte
al humano linaje. Al fin mis ojos
hirió la diaria luz de las gacetas,
entre el humo volátil del cigarro
y el ruido de crujientes pastelillos,
entre el rumor de sacudidas tazas
y blandidas cucharas, ante el grito
ordenador de helados y bebidas
cual voz de mando. Y confesé humillado
la pública alegría y las dulzuras
del destino mortal noble y excelso;
y vi el valor de las terrenas cosas,
y toda flores la carrera humana,
las obras estupendas, las virtudes,
alto saber, estudios y prudencia
de nuestro siglo. De la Osa al Nilo,
del Catay a Marruecos, y de Goa
a Boston, vi correr reinos, ducados
e imperios, anhelantes tras las huellas
de la felicidad y asirla casi
por los flotantes rizos, o a los menos
por la cola del manto. Y esto viendo
y meditando las profundas hojas,
del grave antiguo error que me cegaba
y aun de mí mismo yo tuve vergüenza.
Áureo siglo, Marqués, hilan ahora
los husos de las Parcas. Todo diario
en varias lenguas y columnas varias,
de todas partes lo promete al mundo.
Universal amor, ferradas vías,
vapor, tipos, comercio y aun el cólera,
los más lejanos pueblos y naciones
en lazo estrecharán; ni maravilla
será que suden leche las encinas
y miel los robles, o danzando giren
a los sones de un vals. Tanto ha crecido
el poder de retortas y alambiques
y máquinas del cielo emuladoras,
y tanto crecerá, volando siempre
de progreso en progreso, sin medida,
de Cam, de Sem y de Jafet la prole.
No cual un día comerá bellotas
si el hambre no la obliga; el duro hierro
no depondrá. Con pólizas de cambio
satisfecha tal vez, la plata y oro
despreciará la generosa estirpe;
mas no de sangre de los suyos nunca
su mano ha de lavar; antes cubierta
será de estragos, con la vieja Europa,
del Atlántico mar la otra ribera,
fresca nodriza de sin par cultura;
y en campo lidiarán fraternas huestes
por pimienta o aromas o canela
o por el jugo de melosa caña,
o alguna otra razón, práctica y útil.
Y valor y virtud, y fe y modestia,
y amor a la justicia, escarnecidos
y de toda república arrojados
como siempre serán; que es su destino
estar siempre debajo. Torpe fraude
y audacia impune elevarán su frente,
nacidas a reinar. De imperio y fuerza,
ya unidas en un haz, ya separadas,
abusará quienquiera que los rija;
no importa el nombre. Que esta ley grabaron
Hado y Natura en tablas de diamante,
y no la borrarán con sus centellas
Volta ni Davy, ni Inglaterra toda
con las máquinas suyas, ni en un Ganges
de políticas hojas nuestro siglo
ha de anegarla. Siempre el vil en fiesta,
siempre el bueno en tristeza; conjurado
el mundo todo contra excelsas almas;
del verdadero honor perseguidoras
calumnia, odio y envidia; de los fuertes
despojo el débil, de los ricos siervo
el ayuno mendigo, en toda forma
de público gobierno, cerca o lejos
del polo o de la eclíptica, y por siempre,
si al humano linaje esta morada
o la lumbre del sol no se nos niega.
Estas leves reliquias, estos rastros
de la pasada edad, fuerza es que impresos
lleve la que ora surge edad del oro,
porque de mil discordes elementos
tejida está la condición humana,
y a ponerlos en paz nunca bastaron
fuerza ni entendimiento de los hombres,
desque nació su generosa raza;
ni bastarán, aunque potentes sean,
en nuestra edad periódicos y pactos.
Pero en cosas más graves será entera
nuestra felicidad nunca soñada.
O de lana o de seda los vestidos
han de ser más galanos cada día;
dejará el labrador los rudos paños
por cubrir de algodón su piel hirsuta,
de castor su cabeza. Y apacibles
a la vista, mil cómodos sillones,
mesas y canapés, lechos, tapetes,
adornarán con su mensual belleza
todo aposento. De manjares formas
nuevas admirará, calderas nuevas,
la humeante cocina. Y rapidísimo
de París a Calais, de Calais a Londres
y de aquí a Liverpool, será el camino,
por no decir el vuelo...
Iluminadas
mejor que ora lo están, mas no seguras,
serán de las ciudades populosas
las más ocultas y torcidas calles.
Tales dulzuras, tan dichosa suerte
a la naciente prole se aperciben.
¡Feliz aquél que mientras esto escribo
llora en los brazos de la fiel niñera!
Él ha de ver el suspirado día
en que aprendan los niños con la leche
de la cara nodriza, cuánto peso
de sal, cuánto de carne, cuánta harina
consume en cada mes la patria aldea,
y cuántos de nacidos y de muertos
anualmente consigna en su registro
el anciano prior; cuando por obra
del potente vapor, en un segundo
impresas a millones, llano y monte
y aun de los mares la extensión inmensa,
cual bandada de grullas que se abate
sobre ancho campo, y obscurece el día,
cubrirán las gacetas, vida y alma
del universo, y de saber en ésta
y en la futura edad única fuente.
Como un infante, con asiduo anhelo
fabrica de cartones y de hojas
ya un templo, ya una torre, ya un palacio,
y apenas le ha acabado, le derriba,
porque las mismas hojas y cartones
para nueva labor son necesarias;
así Natura con las obras suyas,
aunque de alto artificio y admirables,
aún no las ve perfectas, las deshace,
y los diversos trozos aprovecha.
Y en vano a preservarse de tal juego,
cuya eterna razón le está velada,
corre el mortal, y mil ingenios crea
con docta mano; que a despecho suyo,
la natura cruel, muchacho invicto,
su capricho realiza, y sin descanso
destruyendo y formando se divierte.
De aquí varia, infinita, una familia
de males incurables y de penas,
al mísero mortal persigue y rinde;
una fuerza implacable, destructora,
desque nació le oprime dentro y fuera
y le cansa y fatiga infatigada,
hasta que él cae en la contienda ruda
por la impía madre opreso y enlazado.
¡Del estado mortal miseria extrema!
¡Vejez y muerte que comienzan cuando
el labio infante el tierno seno oprime
que la vida destila! Ni enmendarlos
podrá, por sabio y por feliz que sea,
el siglo nonodécimo, ni cuantas
vengan tras él edades sucesivas.
Mas, si lícito me es la verdad neta
por su nombre decir, sólo infelice
será todo nacido, en cualquier tiempo,
no en la vida civil, en toda vida,
por esencia insanable y ley eterna
que cielo y tierra abraza. Pero nuevo
y divino remedio imaginaron
de nuestra edad los ínclitos talentos,
pues no pudiendo hacer feliz a nadie,
se dieron a buscar, dejando al hombre,
una común felicidad, e hicieron
de muchos tristes un alegre pueblo,
todo paz y ventura. Y tal portento,
en folletos, revistas y gacetas,
no declarado aún, asombra al mundo.
¡Oh mente sobrehumana, oh agudeza
del siglo que ora corre! ¡Y qué seguro
filosofar, y qué sapiencia, amigo,
en más sublime asunto y remontado
enseña nuestra edad a las futuras!
¿No ves con qué constancia hoy escarnece
lo que ayer adoró, y el ara abate
para juntar mañana sus pedazos
y venerarlos entre humeante incienso?
¡Oh cuánta fe y estimación merece
el concorde sentir de nuestro siglo...
o el del año corriente!... ¡Y qué trabajo
es comparar nuestro sentir y ciencia
con el del año actual y el del que viene,
porque ni un punto discrepemos todos!
¡Cuánto en filosofar adelantamos
si al moderno se opone el tiempo antiguo!
Uno de tus amigos, y maestro
no sólo en poesía, mas en todas
artes y ciencias, de la humana mente
árbitro enmendador, me aconsejaba:
«No cantes tus afectos y dedica
esa viril edad a los severos
estudios económicos. Atiende
al público gobierno. ¿El propio pecho
qué te vale explorar? Materia al canto
no busques en ti mismo. Las grandezas
de nuestro siglo di; di su esperanza
que madurando va.»
¡Recto consejo,
que yo escuchaba con solemne risa,
al resonar en mi profano oído
ese cómico nombre de esperanza!
Mas ora vuelvo atrás y la carrera
contraria emprendo, persuadido al cabo
que quien anhele gloria y busque fama,
al propio siglo contrastar no debe,
sino adular y obedecer: ¡por corta
y fácil vía llegaré a los astros!
De tan alta ventura deseoso
materia no darán al canto mío
de la presente edad los intereses.
Ya sabrán mercaderes y oficinas
cuidar de ellos mejor. Mas la esperanza
he de decir, que ya visible prenda
nos conceden los dioses; ya de larga
felicidad principio, ostenta el labio
y el rostro del garzón enorme pelo.
¡Oh luz primera, saludable signo
de la famosa edad que se levanta,
mira cómo se alegran tierra y cielo
delante a ti; cómo fulgura el rostro
de la doncella, y en convites vuela
la gloria ya de los barbados héroes!
¡Crece, crece a la patria, oh masculina
moderna prole! A tu velluda sombra
Italia crecerá, crecerá Europa
de las fauces del Tajo al Helesponto,
y el mundo al fin reposará seguro.
¡Y tú comienza a saludar con risa
a los híspidos padres, prole infante,
para los áureos días elegida!
Ni te asuste el negrear de su semblante.
¡Sonríe, oh tierna prole; a ti guardado
de tanto y tanto hablar espera el fruto!
Mira el gozo reinar, ciudades, villas,
vejez y juventud al par contentas
y las barbas ondear largas dos palmos.
lunes, 12 de mayo de 2008
jueves, 1 de mayo de 2008
Fragmento de la Balada de la cárcel de Reading, de Óscar Wilde
Y sin embargo, cada hombre mata lo que ama.
Que todos oigan esto:
unos lo hacen con mirada torva
otros con la palabra halagadora;
el cobarde lo hace con un beso,
con la espada el valiente.
Matan algunos el amor de joven
y otros cuando viejos;
estrangulan algunos con manos de lujuria,
otros con manos de oro:
el más amable usa el puñal
para que el frío llegue antes.
Aman algunos poco tiempo, largamente otros.
Hay quienes compran y también quienes venden.
El acto es cometido a veces en el llanto
y otras sin un suspiro.
Pues todos matan lo que aman;
pero no todos mueren.
No muere una muerte de vergüenza
un día de desgracia oscura;
ni nudo al cuello en la garganta lleva
ni paño sobre el rostro;
ni caen los pies primero por el piso
al espacio vacío...
COMPLETO:
Balada de la cárcel de Reading de
A la memoria de C. T. W.
antiguo soldado de la Guardia Real de Caballería.
Muerto en el Presidio de Reading, Berkshire, 7 de julio de 1896:
I
No vistió su chaqueta escarlata
porque el vino y la sangre ya son rojos,
y sangre y vino había en sus manos
cuando lo hallaron con la muerta,
la pobre que él amó
y a quien en su lecho asesinara.
Caminó entre los jueces
vistiendo el gris raído
con gorra en la cabeza
y paso alegre y leve.
Pero jamás vi a nadie que mirara el día
con igual ansiedad.
Jamás vi a nadie que mirara
con ojos tan ansiosos
la pequeña tienda azul
que los presos llaman cielo,
y a cada nube fugitiva
que cruzaba con velamen de plata.
Confinado en otros patios con otras almas
en pena me preguntaba
si había hecho algo grande
o algo insignificante,
cuando una voz me susurró al oído:
«Ese hombre va a la horca».
¡Cristo! Los muros de la prisión
de pronto parecían tambalearse
y sobre mi cabeza era el cielo
un casco de quemante acero.
Y aunque era yo un alma en pena,
mi pena sentir no podía.
Supe qué pensamiento perseguido
su paso apresuraba; supe por qué
miraba el día brillante
con ojos tan ansiosos.
Había matado aquello que él amaba
y tenía que morir.
* * * *
Y sin embargo, cada hombre mata lo que ama.
Que todos oigan esto:
unos lo hacen con mirada torva
otros con la palabra halagadora;
el cobarde lo hace con un beso,
con la espada el valiente.
Matan algunos el amor de joven
y otros cuando viejos;
estrangulan algunos con manos de lujuria,
otros con manos de oro:
el más amable usa el puñal
para que el frío llegue antes.
Aman algunos poco tiempo, largamente otros.
Hay quienes compran y también quienes venden.
El acto es cometido a veces en el llanto
y otras sin un suspiro.
Pues todos matan lo que aman;
pero no todos mueren.
No muere una muerte de vergüenza
un día de desgracia oscura;
ni nudo al cuello en la garganta lleva
ni paño sobre el rostro;
ni caen los pies primero por el piso
al espacio vacío.
* * * *
No se sienta con hombres silenciosos
que lo vigilan noche y día,
que lo vigilan cuando busca el llanto
y también cuando busca la plegaria.
Que lo vigilan; no sea que él mismo robe
de la prisión la presa.
No se despierta al alba para ver
formas temibles en tropel por la celda:
el aterido Capellán en su túnica blanca,
el Alguacil adusto en su tristeza,
el Director en esplendente traje negro
y el amarillo rostro del Desastre.
No se apresura en prisa lamentable
a vestir el ropaje del convicto,
y un Doctor mordaz se regodea
notando el tic nervioso de cada pose nueva;
y en la mano un reloj cuyos tictacs
son como horribles golpes de martillo.
No conoce la sed brutal que lija la garganta
antes de que el verdugo
se deslice con guantes de jardín
por la puerta acolchada,
y lo ate con tres correas para apagar por siempre
la sed de la garganta.
No baja la cabeza para oír
la lectura del oficio mortuorio,
mientras el temor de su alma
le dice que no está muerto;
ni se cruza con su propio ataúd
al acercarse al cobertizo horrible.
Ni mira fijamente el aire
por un techo de vidrio;
ni reza con labios de arcilla
porque termine su agonía;
ni siente en su mejilla vacilante
el beso de Caifás.
II
Seis semanas nuestro soldado dio vueltas
por el patio, vistiendo el gris raído,
con gorra en la cabeza
y paso alegre y leve.
Pero jamás vi a nadie que mirara
el día con igual ansiedad.
Jamás vi a nadie que mirara
con ojos tan ansiosos
la azul tienda pequeña
que llaman los presos cielo
y a cada nube arrastrando
sus enredados vellones.
No retorció las manos como lo hacen
los necios que se atreven a alentar
a la Esperanza retadora
en la misma cueva oscura de la Desesperación:
Miró hacia el sol solamente
y bebió el aire matinal.
No retorció las manos ni lloró
ni miró furtivamente o languideció;
sino bebió el aire como si allí encontrara
saludable calmante;
¡la boca abierta bebió el sol
como si fuera vino!
Y yo y todas esas almas en pena
que caminaban en el otro patio
olvidamos si nosotros mismos
habíamos hecho algo grande o algo insignificante,
y contemplamos con asombro torpe
al hombre al que iban a colgar.
Pues era extraño verlo así pasar
con paso tan alegre y leve,
y extraño era verlo contemplar
con tal ansiedad el día.
Y pensar era también extraño
en esa deuda que pagar tenía.
* * * *
El olmo, el roble tienen bellas hojas
que brotan en la primavera:
pero era horrible ver el árbol del cadalso
con la raíz mordida por las víboras,
y, verde o seco, debe morir un hombre
antes de dar su fruto.
El lugar más exaltado es ese trono de gracia
al que aspira todo el mundo.
Pero ¿quién se erguiría en correa de cáñamo
en el alto patíbulo y echaría
a través de collar asesino
su última mirada al cielo?
Dulce es bailar al ritmo de violines
cuando la vida y el amor son justos;
y extraño y delicado
al ritmo de laúdes y de flautas;
mas no hay dulzura cuando un ágil pie
baila en el aire.
Así, con curiosos ojos y aprehensión oscura
lo observamos día a día,
preguntándonos, si cada uno de nosotros
terminaría de manera igual,
pues nadie puede decir en qué Infierno rojo
su alma ciega extraviarse podría.
Por fin, el hombre muerto
cesó de caminar entre los Jueces,
y supe que estaba de pie
en el negro redil del acusado
y su rostro jamás vería otra vez
en bienestar o desastre.
Cual barcos condenados que en la tormenta se cruzan
nuestras rutas se habían encontrado:
no hicimos gesto alguno, no dijimos palabra,
y no había palabra que decir;
pues no nos encontramos en la noche sagrada
sino en día de vergüenza.
Un muro de prisión nos envolvía
y éramos dos parias;
nos arrojara el mundo de su corazón
y Dios de su cuidado:
la trampa de hierro nos había atrapado,
aquella que el Pecado siempre espera.
III
En el Patio de los Deudores
son duras las piedras, húmedo el alto muro,
y cuando tomaba el aire
bajo el cielo plomizo
a cada lado un guardia caminaba
para que el hombre no muriera.
A veces se sentaba con esos que guardaban
su angustia día y noche;
con quienes lo guardaban al llorar
y al arrodillarse para el rezo.
Con quienes lo guardaban, no sea que robara
la presa del patíbulo.
El Director era inflexible en aplicar
las disposiciones de la Ley;
el Doctor afirmó que la muerte
era un acto científico;
y dos veces al día lo visitaba el Capellán
y dejaba su pequeño folleto.
Y dos veces al día fumaba su pipa
y bebía su cuarto de cerveza;
su alma en actitud resuelta
no dejaba escondrijo para el miedo.
A menudo decía estar contento
de que el día del verdugo se acercara.
Pero por qué decía cosa tan extraña
ningún guardián osaba preguntar;
pues quien asume
la misión de guardián
debe sellar sus labios y transformar
en máscara su rostro.
De lo contrario, podría conmoverse,
podría tratar de dar consuelo:
y ¿qué podría lograr la Piedad Humana
acorralada en un Hoyo de Asesinos?
¿Qué palabra de gracia en tal lugar
podría ayudar el alma de un hermano?
* * * *
Cabizbajos por el ruedo
hicimos el Desfile de los Locos.
Nada nos importaba: sabíamos bien
que éramos la Brigada del Diablo,
y con cabeza rapada y pies de plomo
nos prestamos a la alegre mascarada.
Desgarramos la cuerda alquitranada
con uñas romas, sangrantes;
frotamos las puertas, fregamos los pisos
y pulimos los barrotes brillantes;
y madero tras madero el tablón jabonamos
entre el estruendo de los cubos.
Cosimos los sacos, rompimos las piedras
y trabajó el taladro polvoriento:
golpeamos las latas y gritamos los himnos,
y sudamos en el molino,
mas en el corazón de cada hombre
quieto yacía el terror.
Y se hallaba tan quieto que cada día
se arrastraba cual ola sofocada por algas;
y olvidamos nuestro destino amargo
que espera por igual a pillo o necio,
hasta que una vez, volviendo del trabajo con andar pesado
pasamos junto a una tumba abierta.
Con bostezo feroz el amarillo pozo
a bocanadas parecía pedir algo viviente
y aun el barro mismo clamaba por la sangre
al ruedo de sediento asfalto.
Sabíamos que antes que cierto alba aclarara
un preso habría de ser colgado.
Y entramos con el alma absorta
en Muerte y Sueño y Hado.
El verdugo con su valijita
arrastraba los pies en la penumbra;
yo temblaba, a tientas en camino
hacia mi tumba numerada.
* * * *
Esa noche los vacíos corredores
se llenaban de formas del Temor,
y por toda la ciudad de hierro
había pasos furtivos que no oíamos
y a través de las barras que esconden las estrellas
parecían asomarse caras blancas.
Yacía como quien soñase
en prados placenteros.
Los guardias en custodia de su sueño
no podían comprender
que alguien durmiera ese sueño dulce
tan cerca de un verdugo.
Pero no hay sueño cuando debe haber llanto
en quien nunca ha llorado.
Y nosotros -el necio, el pillo, el impostor-,
quedamos en vigilia interminable,
y en cada seso en manos del dolor
el terror de otro hombre se insinuaba.
¡Ay, es algo tan terrible
sentir la culpa de otro!
La Espada del Pecado penetraba
hasta su empuñadura envenenada
y nuestras lágrimas eran de plomo derretido
pues la sangre no habíamos nosotros derramado.
Los guardias con calzado de felpa se acercaban
a cada puerta cerrada con candado
y atisbaban con ojos consternados
grises figuras en el suelo,
preguntándose por qué se arrodillaban a rezar
quienes jamás antes rezaran.
¡Rezamos toda la noche arrodillados,
insensatos dolientes de un cadáver!
Las agitadas plumas de medianoche
agitaron las plumas funerarias.
Y como el vino amargo de la esponja
era el sabor del arrepentimiento.
* * * *
El gallo gris cantó, cantó el gallo rojo
mas el día no llegó:
formas torcidas del Terror se agazaparon
por los rincones donde yacíamos
y cada espíritu maligno que vaga por la noche
se nos aparecía.
Pasaban deslizándose, ligeros
cual viajeros en velo neblinoso;
se mofaban de la luna bailando
un rigodón de vueltas y pasos delicados,
y con ritmo formal y gracia repugnante
los fantasmas acudían a su cita.
Con mueca consternada los miramos pasar,
esbeltas sombras tomadas de la mano;
giraron y giraron en grupos fantasmales
y bailaron allí la lenta zarabanda:
¡Condenados grotescos hicieron arabescos
como el viento en la arena!
Y con piruetas como de marionetas
sus pasos afilados tropezaron;
llenaron los oídos con las flautas del Miedo
en esa horrible mascarada,
y a toda voz cantaron mucho tiempo
pues cantaban para despertar los muertos.
«¡Oh!», cantaban, «¡ancho es el mundo
pero cojean las extremidades aherrojadas!
Y tirar los dados una vez o dos veces,
es juego caballeresco
pero no gana jamás quien con el Pecado juega
en la secreta Casa de la Vergüenza.»
No eran cosas de aire esas bufonadas
que con tal júbilo retozaban
para hombres con vidas en grilletes,
cuyos pies jamás serían libres.
¡Ah! ¡Por las heridas de Cristo! Eran algo viviente
y algo horrible de ver.
Girando y girando devanaron el vals,
dieron vueltas algunos en parejas sonrientes;
con el paso afectado de un viajante,
algunos se acercaron con sigilo al peldaño
y con burla sutil y mirar de malicioso servilismo
todos ayudaron a decir nuestras preces.
Comenzó su lamento el viento matinal
pero la noche continuó;
en su enorme telar la red de la tristeza
se extendió hasta que cada hebra fue hilada:
y al rezar, nuestro miedo creció
ante la justicia del sol.
Vagó con su lamento el viento
por los muros llorosos de la cárcel.
Hasta que como rueda de acero giratorio
sentimos los minutos que avanzaban a rastras:
¡oh, viento clamoroso! ¿Qué habíamos hecho
para merecer tal alguacil?
Al fin pude ver los barrotes sombreados
cual enrejado que forjado en plomo
se moviese por el muro blanqueado
frente a mi camastro de tablas
y supe que en un lugar del mundo
era roja el alba horrible de Dios.
Limpiamos nuestras celdas a las seis,
todo era calmo a las siete,
pero el susurro y el vaivén del viento
colmaba la prisión:
con su aliento helado el señor de la Muerte
había entrado a matar.
Y no pasó en purpúreo esplendor
ni montó corcel de blanco lunar.
Tres yardas de cuerda y un tablón
es lo que la horca necesita:
y así con cuerda de vergüenza el Heraldo llegó
a perpetrar la acción secreta.
Éramos como hombres que a través de un pantano
de inmunda oscuridad a tientas van.
No osamos murmurar una plegaria
ni tampoco alentamos nuestra angustia,
algo muerto se encontraba en nosotros
y eso muerto era la Esperanza.
La justicia del hombre inexorable avanza
y no habrá de apartarse:
mata al débil, mata al fuerte
en mortífera zancada:
¡mata con taco de hierro
el monstruoso parricida!
Esperamos que sonaran las ocho.
Con la lengua hinchada por la sed
pues el octavo golpe era el Destino
que hace a un hombre maldito.
Y usará el Destino un nudo corredizo
para el hombre mejor y para el peor.
Nada teníamos que hacer,
solo esperar que la señal llegara.
Así como piedras en valle solitario
mudos e inmóviles quedamos;
pero cada corazón latía agitado e intenso,
cual tambor de un demente.
En súbita conmoción el reloj de la prisión
golpeó el aire estremecido
y de toda la cárcel una queja se elevó
de impotente desespero.
Como el gemido que oyen pantanos asustados
de algún leproso en su cueva.
Y como quien ve algo horrible
en el cristal de un sueño,
vimos la soga de cáñamo grasiento
que montaba la viga ennegrecida
y escuchamos el rezo que el nudo del verdugo estrangulara
hasta que fuera un grito.
Y toda la aflicción lo conmoviera tanto
que soltó un grito amargo;
y los locos pesares, los sudores sangrientos
nadie los conocía como yo:
quien vive más de una vida
muere más de una muerte.
IV
No hay capilla esos días
cuando cuelgan a un hombre:
el corazón del Capellán está demasiado enfermo
o su rostro demasiado macilento,
o hay algo escrito en sus ojos
que nadie debería ver.
Así, nos tuvieron encerrados hasta casi el mediodía
y sonaron entonces las campanas.
Los guardias con llaves tintineantes
abrieron cada celda atenta,
con estrépito bajamos la escalera de hierro
dejando cada uno su separado Infierno.
Salimos al dulce aire de Dios
mas no del modo acostumbrado,
pues este rostro estaba blanco de miedo
y aquél estaba gris;
jamás hombres tristes vi mirar el día
con ansiedad igual.
Jamás hombres tristes vi
que miraran con ojos tan ansiosos
la azul tienda pequeña
que los presos llamamos cielo
y cada nube indiferente que pasaba
en libertad tan feliz.
Pero algunos de nosotros
que íbamos cabizbajos bien sabíamos
que habríamos elegido la muerte
si hubiéramos podido.
Mató él algo viviente,
ellos mataron lo que estaba muerto.
Pues quien peca una segunda vez
despierta un alma muerta al dolor,
sácala de su mortaja manchada
y hace que sangre otra vez,
la hace sangrar a borbotones
¡y hace que sangre en vano!
* * * *
Como mono o payaso en atuendo monstruoso
y con flechas torcidas adornados
dimos vuelta tras vuelta silenciosos
por el asfalto resbaladizo del patio.
Silenciosos marchamos vuelta tras vuelta
y nadie pronunció palabra.
Marchamos silenciosos
y en cada mente vacía
el recuerdo de algo horrible
pasó como un vendaval
y el Horror acechaba a cada hombre
y detrás el Terror se arrastraba sigiloso.
* * * *
Los guardias se pavoneaban en idas y venidas
cuidando sus rebaños de brutos;
llevaban uniformes impecables
o vestían los trajes de Domingo;
sabíamos dónde habían estado:
la cal viva manchaba sus zapatos.
Pues donde ancha sepultura antes se abriera
no quedaba más tumba.
Solo un tramo de arena y barro
junto al horrible muro
y un cúmulo de cal ardiente
como su paño mortuorio.
Pues tiene una mortaja ese desafortunado
como muy pocos pueden reclamar:
en lo profundo, bajo el patio de una prisión,
desnudo, para mayor vergüenza,
yace con los pies aherrojados
envuelto en una sábana de llamas.
Y todo el tiempo la cal ardiente
devora carne y hueso,
devora frágiles huesos en la noche
y carne blanda de día;
alterna carne con hueso;
pero siempre devora el corazón.
* * * *
Tres largos años estarán sin sembrar,
sin plantar o cultivar allí;
y por tres largos años el lugar infeliz
será estéril, baldío,
y mirará el cielo perplejo,
con mirar sin reproche.
Piensan que el corazón de un asesino infectaría
cada semilla inocente que plantaran.
¡No es verdad! La tierra bondadosa de Dios
es más generosa que lo que los hombres imaginan;
la rosa roja florecería más roja
y más blanca la blanca.
¡De su boca saldría una rosa muy roja
y de su corazón una muy blanca!
Pues, ¿quién puede decir de qué extraña manera
Cristo saca a la luz Su voluntad
desde que el cayado estéril que portó el peregrino
floreciera a la vista del gran Papa?
Pero ni a la nívea rosa blanca ni a la roja
es permitido florecer en el aire de la prisión;
pedazos de loza, guijarros, pedernales lo que aquí nos dan:
pues sabido es que las flores pueden restañar
del desaliento al común de las gentes.
Por eso, jamás la rosa roja ni la blanca
caerá pétalo a pétalo
en ese barro, esa arena
junto al horrible muro de la cárcel,
para decir a quienes dan pesadamente vuelta por el patio
que el Hijo de Dios murió por todos.
* * * *
Y, sin embargo, aunque el horrible muro
lo cerca por cada lado
y un espíritu no puede caminar de noche
cuando se halla aherrojado,
y puede solo llorar cuando yace
en tierra no consagrada,
está en paz -este hombre desgraciado-,
en paz, o pronto lo estará:
nada hay que ya pueda enloquecerle,
ni camina el Terror a mediodía
porque la tierra oscura en que yace
no tiene ni Sol ni Luna.
Como a bestia lo colgaron;
ni hubo siquiera un réquiem
que tal vez trajera paza su alma sobrecogida.
Apresuradamente lo sacaron
y lo escondieron en un hoyo.
Los guardias lo desnudaron,
lo entregaron a las moscas:
se mofaron de la garganta grana e inflamada,
y de los ojos que miraban rígidos.
Entre risotadas le echaron el sudario
en el que yace el convicto.
El Capellán no se arrodilló a rezar
junto a su tumba deshonrada:
ni la marcó con esa Cruz bendita
que Cristo dio a los pecadores,
pero era el hombre de aquéllos
por quienes Cristo descendiera.
Pero todo está bien; solamente ha llegado
hasta el límite que la vida ha fijado
y lágrimas extrañas llenarán para él
esa urna de piedad tanto tiempo destrozada.
Quienes por él están desconsolados serán parias
y los parias jamás hallan consuelo.
V
No sé si son Leyes justas
o Leyes equivocadas;
sabemos quienes estamos en la cárcel
que el muro es muy poderoso,
y que cada jornada es como un año
de interminables días.
Pero hay algo que sé; sé que toda Ley
que los hombres han concebido para el Hombre,
desde que el primero quitara la vida al hermano
y así el triste mundo comenzara,
desecha el trigo y la paja retiene
con los aventadores más perversos.
Y esto también sé -y sabio sería
que todos lo supiéramos-
que cada prisión que los hombres erigen
está construida con ladrillos de vergüenza
y cercada con rejas no sea que Cristo pueda ver
cómo los hombres mutilan a sus hermanos.
Con barrotes ocultan la luna clemente
y ciegan el sol bienhechor:
y bien hacen escondiendo tal Infierno,
pues allí se cometen tales actos
que ni Hijo de Dios ni hijo de hombre
jamás debería contemplar.
* * * *
Los actos más viles, cual hierbas venenosas
crecen lozanos en el aire de la prisión.
Solo aquello que en el hombre es bueno
allí se arruina y se marchita:
la pálida angustia guarda el pesado portal
y el guardián es la desesperación.
Hambrean al niño aterrado
hasta que llora noche y día;
azotan al débil y flagelan al necio;
se mofan del viejo ceniciento
y algunos enloquecen, y todos se malogran
y nadie puede pronunciar palabra.
Cada celda angosta que habitamos
es una oscura letrina maloliente
y cada apertura que cierran las barras
es fétido aliento de Muerte viviente;
y todo, menos la lascivia, se reduce a polvo
en la máquina Humana.
El agua salobre que bebemos
lleva una baba nauseabunda
el pan amargo que en las balanzas pesan
está lleno de cal
y el sueño no se acuesta jamás, camina
con ojos desorbitados y llora al Tiempo.
* * * *
Pero aunque la Hambre magra y la verde Sed
luchan como víbora con áspid,
poco nos interesa la pitanza carcelaria;
porque aquello que enfría y mata por completo
es que cada piedra levantada de día
se torna en corazón de noche.
Con la medianoche siempre en el corazón
y el crepúsculo en la celda
damos vuelta el manubrio o desgarramos la cuerda
cada uno en su Infierno separado.
Y es más terrible el silencio
que el estrépito de cínica campana.
Jamás se acerca voz humana
para decir una palabra amable:
y el ojo que por la puerta espía
es duro, sin misericordia.
De todos olvidados nos pudrimos
con cuerpo y alma mancillados.
De tal modo herrumbramos la cadena de la Vida,
solitaria, degradada,
y algunos hombres maldicen y otros lloran;
los hay que no profieren lamento.
Pero la eterna Ley de Dios es bondadosa
y rompe también el corazón de piedra.
* * * *
Y todo corazón que se destruye
en la celda o en el patio de la prisión
es igual que esa caja destruida
que rindió sus tesoros al Señor
y que llenó la casa impura del leproso
con la fragancia del nardo más preciado.
¡Oh! Felices son los corazones que se rompen
y ganan la paz que da el perdón.
¿De qué otro modo puede el hombre ordenar su vida
y purificar su alma del Pecado?
¿Cómo, si no por destrozado corazón,
puede Cristo Señor hallar su ingreso?
* * * *
Y aquél de la inflamada y púrpura garganta,
el de los ojos desorbitados
aguarda las manos sagradas
que llevaron al Ladrón al Paraíso.
Y un destrozado corazón contrito
el Señor no habrá de despreciar.
El hombre que vestido de rojo lee la Ley
otorgóle tres semanas de vida,
tres semanas cortas solamente para restañar
su alma de todas sus contiendas
y limpiar de cada mancha de sangre
la mano que sostuvo el puñal.
Y con lágrimas de sangre limpió la mano
que sostuvo el acero,
pues tan solo la sangre sangre limpia
y tan solo las lágrimas restañan;
y aquella roja sangre que fuera de Caín
tornose en níveo sello de Jesús.
VI
En la Cárcel de Reading, junto a la ciudad de Reading
se encuentra un pozo de vergüenza
en el que yace un desgraciado
por dientes de fuego devorado.
Yace en mortaja llameante
y está su tumba sin nombre.
Y allí, hasta que Cristo llame a los muertos,
que en silencio descanse.
No es necesario gastar lágrimas necias
o entregarse a suspiros profundos:
el hombre había matado lo que amaba
y tenía que morir.
Y todos matan lo que aman,
que todos oigan esto;
algunos lo hacen con mirada torva
otros con la palabra halagadora,
el cobarde lo hace con un beso,
¡con la espada el valiente!
Que todos oigan esto:
unos lo hacen con mirada torva
otros con la palabra halagadora;
el cobarde lo hace con un beso,
con la espada el valiente.
Matan algunos el amor de joven
y otros cuando viejos;
estrangulan algunos con manos de lujuria,
otros con manos de oro:
el más amable usa el puñal
para que el frío llegue antes.
Aman algunos poco tiempo, largamente otros.
Hay quienes compran y también quienes venden.
El acto es cometido a veces en el llanto
y otras sin un suspiro.
Pues todos matan lo que aman;
pero no todos mueren.
No muere una muerte de vergüenza
un día de desgracia oscura;
ni nudo al cuello en la garganta lleva
ni paño sobre el rostro;
ni caen los pies primero por el piso
al espacio vacío...
COMPLETO:
Balada de la cárcel de Reading de
A la memoria de C. T. W.
antiguo soldado de la Guardia Real de Caballería.
Muerto en el Presidio de Reading, Berkshire, 7 de julio de 1896:
I
No vistió su chaqueta escarlata
porque el vino y la sangre ya son rojos,
y sangre y vino había en sus manos
cuando lo hallaron con la muerta,
la pobre que él amó
y a quien en su lecho asesinara.
Caminó entre los jueces
vistiendo el gris raído
con gorra en la cabeza
y paso alegre y leve.
Pero jamás vi a nadie que mirara el día
con igual ansiedad.
Jamás vi a nadie que mirara
con ojos tan ansiosos
la pequeña tienda azul
que los presos llaman cielo,
y a cada nube fugitiva
que cruzaba con velamen de plata.
Confinado en otros patios con otras almas
en pena me preguntaba
si había hecho algo grande
o algo insignificante,
cuando una voz me susurró al oído:
«Ese hombre va a la horca».
¡Cristo! Los muros de la prisión
de pronto parecían tambalearse
y sobre mi cabeza era el cielo
un casco de quemante acero.
Y aunque era yo un alma en pena,
mi pena sentir no podía.
Supe qué pensamiento perseguido
su paso apresuraba; supe por qué
miraba el día brillante
con ojos tan ansiosos.
Había matado aquello que él amaba
y tenía que morir.
* * * *
Y sin embargo, cada hombre mata lo que ama.
Que todos oigan esto:
unos lo hacen con mirada torva
otros con la palabra halagadora;
el cobarde lo hace con un beso,
con la espada el valiente.
Matan algunos el amor de joven
y otros cuando viejos;
estrangulan algunos con manos de lujuria,
otros con manos de oro:
el más amable usa el puñal
para que el frío llegue antes.
Aman algunos poco tiempo, largamente otros.
Hay quienes compran y también quienes venden.
El acto es cometido a veces en el llanto
y otras sin un suspiro.
Pues todos matan lo que aman;
pero no todos mueren.
No muere una muerte de vergüenza
un día de desgracia oscura;
ni nudo al cuello en la garganta lleva
ni paño sobre el rostro;
ni caen los pies primero por el piso
al espacio vacío.
* * * *
No se sienta con hombres silenciosos
que lo vigilan noche y día,
que lo vigilan cuando busca el llanto
y también cuando busca la plegaria.
Que lo vigilan; no sea que él mismo robe
de la prisión la presa.
No se despierta al alba para ver
formas temibles en tropel por la celda:
el aterido Capellán en su túnica blanca,
el Alguacil adusto en su tristeza,
el Director en esplendente traje negro
y el amarillo rostro del Desastre.
No se apresura en prisa lamentable
a vestir el ropaje del convicto,
y un Doctor mordaz se regodea
notando el tic nervioso de cada pose nueva;
y en la mano un reloj cuyos tictacs
son como horribles golpes de martillo.
No conoce la sed brutal que lija la garganta
antes de que el verdugo
se deslice con guantes de jardín
por la puerta acolchada,
y lo ate con tres correas para apagar por siempre
la sed de la garganta.
No baja la cabeza para oír
la lectura del oficio mortuorio,
mientras el temor de su alma
le dice que no está muerto;
ni se cruza con su propio ataúd
al acercarse al cobertizo horrible.
Ni mira fijamente el aire
por un techo de vidrio;
ni reza con labios de arcilla
porque termine su agonía;
ni siente en su mejilla vacilante
el beso de Caifás.
II
Seis semanas nuestro soldado dio vueltas
por el patio, vistiendo el gris raído,
con gorra en la cabeza
y paso alegre y leve.
Pero jamás vi a nadie que mirara
el día con igual ansiedad.
Jamás vi a nadie que mirara
con ojos tan ansiosos
la azul tienda pequeña
que llaman los presos cielo
y a cada nube arrastrando
sus enredados vellones.
No retorció las manos como lo hacen
los necios que se atreven a alentar
a la Esperanza retadora
en la misma cueva oscura de la Desesperación:
Miró hacia el sol solamente
y bebió el aire matinal.
No retorció las manos ni lloró
ni miró furtivamente o languideció;
sino bebió el aire como si allí encontrara
saludable calmante;
¡la boca abierta bebió el sol
como si fuera vino!
Y yo y todas esas almas en pena
que caminaban en el otro patio
olvidamos si nosotros mismos
habíamos hecho algo grande o algo insignificante,
y contemplamos con asombro torpe
al hombre al que iban a colgar.
Pues era extraño verlo así pasar
con paso tan alegre y leve,
y extraño era verlo contemplar
con tal ansiedad el día.
Y pensar era también extraño
en esa deuda que pagar tenía.
* * * *
El olmo, el roble tienen bellas hojas
que brotan en la primavera:
pero era horrible ver el árbol del cadalso
con la raíz mordida por las víboras,
y, verde o seco, debe morir un hombre
antes de dar su fruto.
El lugar más exaltado es ese trono de gracia
al que aspira todo el mundo.
Pero ¿quién se erguiría en correa de cáñamo
en el alto patíbulo y echaría
a través de collar asesino
su última mirada al cielo?
Dulce es bailar al ritmo de violines
cuando la vida y el amor son justos;
y extraño y delicado
al ritmo de laúdes y de flautas;
mas no hay dulzura cuando un ágil pie
baila en el aire.
Así, con curiosos ojos y aprehensión oscura
lo observamos día a día,
preguntándonos, si cada uno de nosotros
terminaría de manera igual,
pues nadie puede decir en qué Infierno rojo
su alma ciega extraviarse podría.
Por fin, el hombre muerto
cesó de caminar entre los Jueces,
y supe que estaba de pie
en el negro redil del acusado
y su rostro jamás vería otra vez
en bienestar o desastre.
Cual barcos condenados que en la tormenta se cruzan
nuestras rutas se habían encontrado:
no hicimos gesto alguno, no dijimos palabra,
y no había palabra que decir;
pues no nos encontramos en la noche sagrada
sino en día de vergüenza.
Un muro de prisión nos envolvía
y éramos dos parias;
nos arrojara el mundo de su corazón
y Dios de su cuidado:
la trampa de hierro nos había atrapado,
aquella que el Pecado siempre espera.
III
En el Patio de los Deudores
son duras las piedras, húmedo el alto muro,
y cuando tomaba el aire
bajo el cielo plomizo
a cada lado un guardia caminaba
para que el hombre no muriera.
A veces se sentaba con esos que guardaban
su angustia día y noche;
con quienes lo guardaban al llorar
y al arrodillarse para el rezo.
Con quienes lo guardaban, no sea que robara
la presa del patíbulo.
El Director era inflexible en aplicar
las disposiciones de la Ley;
el Doctor afirmó que la muerte
era un acto científico;
y dos veces al día lo visitaba el Capellán
y dejaba su pequeño folleto.
Y dos veces al día fumaba su pipa
y bebía su cuarto de cerveza;
su alma en actitud resuelta
no dejaba escondrijo para el miedo.
A menudo decía estar contento
de que el día del verdugo se acercara.
Pero por qué decía cosa tan extraña
ningún guardián osaba preguntar;
pues quien asume
la misión de guardián
debe sellar sus labios y transformar
en máscara su rostro.
De lo contrario, podría conmoverse,
podría tratar de dar consuelo:
y ¿qué podría lograr la Piedad Humana
acorralada en un Hoyo de Asesinos?
¿Qué palabra de gracia en tal lugar
podría ayudar el alma de un hermano?
* * * *
Cabizbajos por el ruedo
hicimos el Desfile de los Locos.
Nada nos importaba: sabíamos bien
que éramos la Brigada del Diablo,
y con cabeza rapada y pies de plomo
nos prestamos a la alegre mascarada.
Desgarramos la cuerda alquitranada
con uñas romas, sangrantes;
frotamos las puertas, fregamos los pisos
y pulimos los barrotes brillantes;
y madero tras madero el tablón jabonamos
entre el estruendo de los cubos.
Cosimos los sacos, rompimos las piedras
y trabajó el taladro polvoriento:
golpeamos las latas y gritamos los himnos,
y sudamos en el molino,
mas en el corazón de cada hombre
quieto yacía el terror.
Y se hallaba tan quieto que cada día
se arrastraba cual ola sofocada por algas;
y olvidamos nuestro destino amargo
que espera por igual a pillo o necio,
hasta que una vez, volviendo del trabajo con andar pesado
pasamos junto a una tumba abierta.
Con bostezo feroz el amarillo pozo
a bocanadas parecía pedir algo viviente
y aun el barro mismo clamaba por la sangre
al ruedo de sediento asfalto.
Sabíamos que antes que cierto alba aclarara
un preso habría de ser colgado.
Y entramos con el alma absorta
en Muerte y Sueño y Hado.
El verdugo con su valijita
arrastraba los pies en la penumbra;
yo temblaba, a tientas en camino
hacia mi tumba numerada.
* * * *
Esa noche los vacíos corredores
se llenaban de formas del Temor,
y por toda la ciudad de hierro
había pasos furtivos que no oíamos
y a través de las barras que esconden las estrellas
parecían asomarse caras blancas.
Yacía como quien soñase
en prados placenteros.
Los guardias en custodia de su sueño
no podían comprender
que alguien durmiera ese sueño dulce
tan cerca de un verdugo.
Pero no hay sueño cuando debe haber llanto
en quien nunca ha llorado.
Y nosotros -el necio, el pillo, el impostor-,
quedamos en vigilia interminable,
y en cada seso en manos del dolor
el terror de otro hombre se insinuaba.
¡Ay, es algo tan terrible
sentir la culpa de otro!
La Espada del Pecado penetraba
hasta su empuñadura envenenada
y nuestras lágrimas eran de plomo derretido
pues la sangre no habíamos nosotros derramado.
Los guardias con calzado de felpa se acercaban
a cada puerta cerrada con candado
y atisbaban con ojos consternados
grises figuras en el suelo,
preguntándose por qué se arrodillaban a rezar
quienes jamás antes rezaran.
¡Rezamos toda la noche arrodillados,
insensatos dolientes de un cadáver!
Las agitadas plumas de medianoche
agitaron las plumas funerarias.
Y como el vino amargo de la esponja
era el sabor del arrepentimiento.
* * * *
El gallo gris cantó, cantó el gallo rojo
mas el día no llegó:
formas torcidas del Terror se agazaparon
por los rincones donde yacíamos
y cada espíritu maligno que vaga por la noche
se nos aparecía.
Pasaban deslizándose, ligeros
cual viajeros en velo neblinoso;
se mofaban de la luna bailando
un rigodón de vueltas y pasos delicados,
y con ritmo formal y gracia repugnante
los fantasmas acudían a su cita.
Con mueca consternada los miramos pasar,
esbeltas sombras tomadas de la mano;
giraron y giraron en grupos fantasmales
y bailaron allí la lenta zarabanda:
¡Condenados grotescos hicieron arabescos
como el viento en la arena!
Y con piruetas como de marionetas
sus pasos afilados tropezaron;
llenaron los oídos con las flautas del Miedo
en esa horrible mascarada,
y a toda voz cantaron mucho tiempo
pues cantaban para despertar los muertos.
«¡Oh!», cantaban, «¡ancho es el mundo
pero cojean las extremidades aherrojadas!
Y tirar los dados una vez o dos veces,
es juego caballeresco
pero no gana jamás quien con el Pecado juega
en la secreta Casa de la Vergüenza.»
No eran cosas de aire esas bufonadas
que con tal júbilo retozaban
para hombres con vidas en grilletes,
cuyos pies jamás serían libres.
¡Ah! ¡Por las heridas de Cristo! Eran algo viviente
y algo horrible de ver.
Girando y girando devanaron el vals,
dieron vueltas algunos en parejas sonrientes;
con el paso afectado de un viajante,
algunos se acercaron con sigilo al peldaño
y con burla sutil y mirar de malicioso servilismo
todos ayudaron a decir nuestras preces.
Comenzó su lamento el viento matinal
pero la noche continuó;
en su enorme telar la red de la tristeza
se extendió hasta que cada hebra fue hilada:
y al rezar, nuestro miedo creció
ante la justicia del sol.
Vagó con su lamento el viento
por los muros llorosos de la cárcel.
Hasta que como rueda de acero giratorio
sentimos los minutos que avanzaban a rastras:
¡oh, viento clamoroso! ¿Qué habíamos hecho
para merecer tal alguacil?
Al fin pude ver los barrotes sombreados
cual enrejado que forjado en plomo
se moviese por el muro blanqueado
frente a mi camastro de tablas
y supe que en un lugar del mundo
era roja el alba horrible de Dios.
Limpiamos nuestras celdas a las seis,
todo era calmo a las siete,
pero el susurro y el vaivén del viento
colmaba la prisión:
con su aliento helado el señor de la Muerte
había entrado a matar.
Y no pasó en purpúreo esplendor
ni montó corcel de blanco lunar.
Tres yardas de cuerda y un tablón
es lo que la horca necesita:
y así con cuerda de vergüenza el Heraldo llegó
a perpetrar la acción secreta.
Éramos como hombres que a través de un pantano
de inmunda oscuridad a tientas van.
No osamos murmurar una plegaria
ni tampoco alentamos nuestra angustia,
algo muerto se encontraba en nosotros
y eso muerto era la Esperanza.
La justicia del hombre inexorable avanza
y no habrá de apartarse:
mata al débil, mata al fuerte
en mortífera zancada:
¡mata con taco de hierro
el monstruoso parricida!
Esperamos que sonaran las ocho.
Con la lengua hinchada por la sed
pues el octavo golpe era el Destino
que hace a un hombre maldito.
Y usará el Destino un nudo corredizo
para el hombre mejor y para el peor.
Nada teníamos que hacer,
solo esperar que la señal llegara.
Así como piedras en valle solitario
mudos e inmóviles quedamos;
pero cada corazón latía agitado e intenso,
cual tambor de un demente.
En súbita conmoción el reloj de la prisión
golpeó el aire estremecido
y de toda la cárcel una queja se elevó
de impotente desespero.
Como el gemido que oyen pantanos asustados
de algún leproso en su cueva.
Y como quien ve algo horrible
en el cristal de un sueño,
vimos la soga de cáñamo grasiento
que montaba la viga ennegrecida
y escuchamos el rezo que el nudo del verdugo estrangulara
hasta que fuera un grito.
Y toda la aflicción lo conmoviera tanto
que soltó un grito amargo;
y los locos pesares, los sudores sangrientos
nadie los conocía como yo:
quien vive más de una vida
muere más de una muerte.
IV
No hay capilla esos días
cuando cuelgan a un hombre:
el corazón del Capellán está demasiado enfermo
o su rostro demasiado macilento,
o hay algo escrito en sus ojos
que nadie debería ver.
Así, nos tuvieron encerrados hasta casi el mediodía
y sonaron entonces las campanas.
Los guardias con llaves tintineantes
abrieron cada celda atenta,
con estrépito bajamos la escalera de hierro
dejando cada uno su separado Infierno.
Salimos al dulce aire de Dios
mas no del modo acostumbrado,
pues este rostro estaba blanco de miedo
y aquél estaba gris;
jamás hombres tristes vi mirar el día
con ansiedad igual.
Jamás hombres tristes vi
que miraran con ojos tan ansiosos
la azul tienda pequeña
que los presos llamamos cielo
y cada nube indiferente que pasaba
en libertad tan feliz.
Pero algunos de nosotros
que íbamos cabizbajos bien sabíamos
que habríamos elegido la muerte
si hubiéramos podido.
Mató él algo viviente,
ellos mataron lo que estaba muerto.
Pues quien peca una segunda vez
despierta un alma muerta al dolor,
sácala de su mortaja manchada
y hace que sangre otra vez,
la hace sangrar a borbotones
¡y hace que sangre en vano!
* * * *
Como mono o payaso en atuendo monstruoso
y con flechas torcidas adornados
dimos vuelta tras vuelta silenciosos
por el asfalto resbaladizo del patio.
Silenciosos marchamos vuelta tras vuelta
y nadie pronunció palabra.
Marchamos silenciosos
y en cada mente vacía
el recuerdo de algo horrible
pasó como un vendaval
y el Horror acechaba a cada hombre
y detrás el Terror se arrastraba sigiloso.
* * * *
Los guardias se pavoneaban en idas y venidas
cuidando sus rebaños de brutos;
llevaban uniformes impecables
o vestían los trajes de Domingo;
sabíamos dónde habían estado:
la cal viva manchaba sus zapatos.
Pues donde ancha sepultura antes se abriera
no quedaba más tumba.
Solo un tramo de arena y barro
junto al horrible muro
y un cúmulo de cal ardiente
como su paño mortuorio.
Pues tiene una mortaja ese desafortunado
como muy pocos pueden reclamar:
en lo profundo, bajo el patio de una prisión,
desnudo, para mayor vergüenza,
yace con los pies aherrojados
envuelto en una sábana de llamas.
Y todo el tiempo la cal ardiente
devora carne y hueso,
devora frágiles huesos en la noche
y carne blanda de día;
alterna carne con hueso;
pero siempre devora el corazón.
* * * *
Tres largos años estarán sin sembrar,
sin plantar o cultivar allí;
y por tres largos años el lugar infeliz
será estéril, baldío,
y mirará el cielo perplejo,
con mirar sin reproche.
Piensan que el corazón de un asesino infectaría
cada semilla inocente que plantaran.
¡No es verdad! La tierra bondadosa de Dios
es más generosa que lo que los hombres imaginan;
la rosa roja florecería más roja
y más blanca la blanca.
¡De su boca saldría una rosa muy roja
y de su corazón una muy blanca!
Pues, ¿quién puede decir de qué extraña manera
Cristo saca a la luz Su voluntad
desde que el cayado estéril que portó el peregrino
floreciera a la vista del gran Papa?
Pero ni a la nívea rosa blanca ni a la roja
es permitido florecer en el aire de la prisión;
pedazos de loza, guijarros, pedernales lo que aquí nos dan:
pues sabido es que las flores pueden restañar
del desaliento al común de las gentes.
Por eso, jamás la rosa roja ni la blanca
caerá pétalo a pétalo
en ese barro, esa arena
junto al horrible muro de la cárcel,
para decir a quienes dan pesadamente vuelta por el patio
que el Hijo de Dios murió por todos.
* * * *
Y, sin embargo, aunque el horrible muro
lo cerca por cada lado
y un espíritu no puede caminar de noche
cuando se halla aherrojado,
y puede solo llorar cuando yace
en tierra no consagrada,
está en paz -este hombre desgraciado-,
en paz, o pronto lo estará:
nada hay que ya pueda enloquecerle,
ni camina el Terror a mediodía
porque la tierra oscura en que yace
no tiene ni Sol ni Luna.
Como a bestia lo colgaron;
ni hubo siquiera un réquiem
que tal vez trajera paza su alma sobrecogida.
Apresuradamente lo sacaron
y lo escondieron en un hoyo.
Los guardias lo desnudaron,
lo entregaron a las moscas:
se mofaron de la garganta grana e inflamada,
y de los ojos que miraban rígidos.
Entre risotadas le echaron el sudario
en el que yace el convicto.
El Capellán no se arrodilló a rezar
junto a su tumba deshonrada:
ni la marcó con esa Cruz bendita
que Cristo dio a los pecadores,
pero era el hombre de aquéllos
por quienes Cristo descendiera.
Pero todo está bien; solamente ha llegado
hasta el límite que la vida ha fijado
y lágrimas extrañas llenarán para él
esa urna de piedad tanto tiempo destrozada.
Quienes por él están desconsolados serán parias
y los parias jamás hallan consuelo.
V
No sé si son Leyes justas
o Leyes equivocadas;
sabemos quienes estamos en la cárcel
que el muro es muy poderoso,
y que cada jornada es como un año
de interminables días.
Pero hay algo que sé; sé que toda Ley
que los hombres han concebido para el Hombre,
desde que el primero quitara la vida al hermano
y así el triste mundo comenzara,
desecha el trigo y la paja retiene
con los aventadores más perversos.
Y esto también sé -y sabio sería
que todos lo supiéramos-
que cada prisión que los hombres erigen
está construida con ladrillos de vergüenza
y cercada con rejas no sea que Cristo pueda ver
cómo los hombres mutilan a sus hermanos.
Con barrotes ocultan la luna clemente
y ciegan el sol bienhechor:
y bien hacen escondiendo tal Infierno,
pues allí se cometen tales actos
que ni Hijo de Dios ni hijo de hombre
jamás debería contemplar.
* * * *
Los actos más viles, cual hierbas venenosas
crecen lozanos en el aire de la prisión.
Solo aquello que en el hombre es bueno
allí se arruina y se marchita:
la pálida angustia guarda el pesado portal
y el guardián es la desesperación.
Hambrean al niño aterrado
hasta que llora noche y día;
azotan al débil y flagelan al necio;
se mofan del viejo ceniciento
y algunos enloquecen, y todos se malogran
y nadie puede pronunciar palabra.
Cada celda angosta que habitamos
es una oscura letrina maloliente
y cada apertura que cierran las barras
es fétido aliento de Muerte viviente;
y todo, menos la lascivia, se reduce a polvo
en la máquina Humana.
El agua salobre que bebemos
lleva una baba nauseabunda
el pan amargo que en las balanzas pesan
está lleno de cal
y el sueño no se acuesta jamás, camina
con ojos desorbitados y llora al Tiempo.
* * * *
Pero aunque la Hambre magra y la verde Sed
luchan como víbora con áspid,
poco nos interesa la pitanza carcelaria;
porque aquello que enfría y mata por completo
es que cada piedra levantada de día
se torna en corazón de noche.
Con la medianoche siempre en el corazón
y el crepúsculo en la celda
damos vuelta el manubrio o desgarramos la cuerda
cada uno en su Infierno separado.
Y es más terrible el silencio
que el estrépito de cínica campana.
Jamás se acerca voz humana
para decir una palabra amable:
y el ojo que por la puerta espía
es duro, sin misericordia.
De todos olvidados nos pudrimos
con cuerpo y alma mancillados.
De tal modo herrumbramos la cadena de la Vida,
solitaria, degradada,
y algunos hombres maldicen y otros lloran;
los hay que no profieren lamento.
Pero la eterna Ley de Dios es bondadosa
y rompe también el corazón de piedra.
* * * *
Y todo corazón que se destruye
en la celda o en el patio de la prisión
es igual que esa caja destruida
que rindió sus tesoros al Señor
y que llenó la casa impura del leproso
con la fragancia del nardo más preciado.
¡Oh! Felices son los corazones que se rompen
y ganan la paz que da el perdón.
¿De qué otro modo puede el hombre ordenar su vida
y purificar su alma del Pecado?
¿Cómo, si no por destrozado corazón,
puede Cristo Señor hallar su ingreso?
* * * *
Y aquél de la inflamada y púrpura garganta,
el de los ojos desorbitados
aguarda las manos sagradas
que llevaron al Ladrón al Paraíso.
Y un destrozado corazón contrito
el Señor no habrá de despreciar.
El hombre que vestido de rojo lee la Ley
otorgóle tres semanas de vida,
tres semanas cortas solamente para restañar
su alma de todas sus contiendas
y limpiar de cada mancha de sangre
la mano que sostuvo el puñal.
Y con lágrimas de sangre limpió la mano
que sostuvo el acero,
pues tan solo la sangre sangre limpia
y tan solo las lágrimas restañan;
y aquella roja sangre que fuera de Caín
tornose en níveo sello de Jesús.
VI
En la Cárcel de Reading, junto a la ciudad de Reading
se encuentra un pozo de vergüenza
en el que yace un desgraciado
por dientes de fuego devorado.
Yace en mortaja llameante
y está su tumba sin nombre.
Y allí, hasta que Cristo llame a los muertos,
que en silencio descanse.
No es necesario gastar lágrimas necias
o entregarse a suspiros profundos:
el hombre había matado lo que amaba
y tenía que morir.
Y todos matan lo que aman,
que todos oigan esto;
algunos lo hacen con mirada torva
otros con la palabra halagadora,
el cobarde lo hace con un beso,
¡con la espada el valiente!
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