lunes, 31 de octubre de 2011

Novalis


5

Sólo que yo le tenga,
Sólo que sea mío
Sólo que el corazón, hasta la tumba,
Ya nunca, nunca de él caiga en olvido;
Nada se ya de pena, nada siento,
sino un férvido amor, gozo infinito.

Sólo que yo le tenga,
Todo de grado olvido,
Y, empuñando el baston del caminante
Dócil a mi señor tan sólo sigo,
Y, sin pensar, yo dejo que los otros
Anden por anchos, fáciles caminos

Sólo que yo le tenga
Me dormiré tranquilo,
Eternamente, un dulce refrigerio
Encontraré en el caudaloso río,
Que de su pecho fluye y todo inunda,
Cubre y penetra entre sus blandos giros.

Sólo que yo le tenga,
Ya es todo el mundo mío;
Dichoso cual un niño que, en la gloria,
Sostuviese a María el velo níveo,
En la contemplación beata absorto,
No me extremece ya el terreno abismo

4

Entre tantas horas gratas
Que he pasado en mi existencia,
Una tan sólo amo yo:
En que, entre acerbos dolores,
Descubrí dentro del alma
Quien por nosotros murió

Vi mi mundo hecho pedazos,
Por un gusano roído;
Marchito mi corazón;
Toda ilusión, toda dicha,
Yacía bajo su losa;
En mí todo era aflicción.

Enfermaba yo en silencio,
Dejar el mundo anhelaba
En mi eterno delirar,
Cuando al pronto, de la tumba,
Se alzó la losa, y el alma
Abrióse de par en par.

A quién ví, quién de su mano
Llevaba, nadie lo supo;
Lo veré en eternidad.
Y esta serena, entre todas
Mis horas, cual mis heridas,
Abierta por siempre está.



Allí donde le tengo,
Allí mi patria habito;
Cuando llueven sus gracias en mi mano,
Como preciada herencia las recibo;
Hermanos que de tiempo a faltar echo,
Hoy a encontrarlos vuelvo en sus discípulos.

7

El secreto del amor
Bien pocos lo saben;
Sienten una sed eterna
Y sienten hambre insaciable.
La Eucaristía es un extraño enigma
A los sentidos mortales.
Pero aquel que de unos labios
Cálidos, amantes,
De la vida el hálito, sorbido
Hubiere alguna vez; aquel que sabe
Cómo las brasas divinas
Al corazón del amante
Funden y derriten
El oleadas palpitantes;
Aquel que su honda mirada
Hacia los cielos levante
Y haya alguna vez sondeado
Las sacras profundidades,
Comerá de su cuerpo,
Beberá de su sangre
Eternamente
¿Quién del cuerpo terreno ha descifrado
El gran sentido inefable?
¿Quién decir podría
Que entiende lo que es la sangre?
Un tiempo todo era cuerpo,
– Un Cuerpo –; flotaban
En sangre celeste
Los venturosos amantes.
¡Oh, si de repente
Enrojecieran los mares!
¡Oh, si la carne olorosa
En los peñascos brotase! ...
Nunca terminarás, dulce convite.
Oh, amor, no dirás nunca bastante.
La intimidad más perfecta
Con que al amado poseerá el amante
Honda bastante no es nunca,
Ni al deseo infinito satisface.
Por siempre más, dulces labios
Sentirás lo gozado transformarse
En algo siempre más íntimo.
Algo que más se adentra a cada instante.
Voluptad, a cada paso más ardiente,
Toda el alma invade.
Más sediento, más hambriento
Siéntese el corazón que de amor late:
Y, por eternidad de eternidad,
El placer del amor vive y renace.
Si pudiesen gustar los hombres sobrios
Deleite tan grande,
Todo olvidarían,
Vendrían con nosotros a sentarse
A esta mesa del infinito anhelo
Que nunca vacía verán las edades
Reconocieran del amor entonces
La plenitud inagotable.
Y entonarían himnos al convite
Del cuerpo y la sangre.



8

Siempre llorar debiera, llorar siempre:
¡Ah, si una vez, al menos, él pudiera
Aparecer de lejos ante mí!
¡Santa melancolía! Jamás ceden
Mis angustias, mis lágrimas; quisiera
Permanecer, de dolor yerto, aquí.

Le veo eternamente en su tortura;
Le veo eternamente en agonía,
¡Oh, ¿cómo no te rompes, corazón?
¿Cómo por siempre no os cerráis, mis ojos?
¿Cómo no os deshacéis todos en llanto?
No merecí jamás tal galardón!

¿No llorará ninguno de vosotros?
¿Ha de caer su nombre en el olvido?
¿Es que tal vez el mundo muerto está?
¿Tal vez no volveré en sus dulces ojos
El néctar a beber de amor y vida?
¿Está, acaso, por siempre muerto ya?

Muerto ... Mas qué es lo que esto significa?
Decídmelo vosotros, oh, los sabios;
¿Podéis este misterio descifrar?
¡Ved! El ha enmudecido y todos callan.
Nadie puede indicarme aquí en la tierra
Donde mi corazón le podrá hallar.

En parte alguna de este bajo suelo
No volveré jamás a ser dichoso;
Todo fue, todo fue sueño fugaz
Yo también, yo también con él he muerto.
¡Ah, si yo en las entrañas de la tierra
Pudiese descansar con él en paz!

Oyeme, tú, su padre y padre mío:
Junta a los suyos mis ruines huesos,
Sin tardar, en la lóbrega mansión.
Verdeará de su fosa la eminencia,
En ella el viento rozará sus alas,
Y entrará mi vil cuerpo en corrupción.

Si supiesen su amor todos los hombres,
Sin vacilar, haríanse cristianos;
Lo dejarían todo por su honor;
Su único amor pondrían en el Único;
Dieran conmigo rienda suelta al llanto,
Y se consumirían de dolor.

10

Hay días desolados, que en el seno
Del miedo al alma echan,
En que parece estar el aire lleno
De espectros que te acechan.

Mil lívidos fantasmas se deslizan
Y llaman a tu puerta;
Las sombras de la noche atemorizan
Tu alma helada y yerta.

Vacila el que creías firme asiento;
La confianza perece;
Deshecho en torbellino el pensamiento,
Ningún freno obedece.

De la locura el indomable impulso
Al alma ciega azota;
Ya va la vida a detener su pulso;
El sentido se embota.

¿Quién la cruz ha plantado como abrigo
De todo ser viviente?
¿Quién habita en los cielos, dulce amigo
De toda alma doliente?

Vé al árbol milagroso que derrama
Celeste mansedumbre;
Todo tu afán consumirá la llama
Que brota de su cumbre.

Al fín un ángel en la playa tiende
Al náufrago con vida;
Y a tus pies ves gozoso que se extiende
La tierra prometida.

13

Cuando en horas terribles ya parece
Que el corazón al sino se someta;
Cuando, por cruel dolencia atenazado,
Hinca el terror en mi alma su saeta;
Cuando pienso en mi dulce bienamada,
De pena y de mortal angustia presa,
Y se nublan mis ojos, y ni un rayo
De esperanza las nubes atraviesa,

Oh, entonces siento yo que Dios se inclina
Hacia mí y que su amor está cercano
De un más allá yo siento un santo anhelo
Y avanza mi ángel hacia mí su mano.
Me trae el cáliz de la vida virgen,
Me susurra buen ánimo y consuelo,
Y, por mi dulce y triste bienamada,
No en balde elevo mi plegaria al cielo

15

En mil cuadros he visto retratada
Tu bella faz dulcísima, oh, María;
Mas en ninguno estás representada
Tal como te contempla el alma mía.

A tu vista, el tumulto de la tierra
Se me disipa como un sueño instable,
Y un cielo de dulzor inenarrable
Eternamente en mi ánima se encierra.


Himno 6

Lejos del reino de la luz, muy lejos,
De la tierra al abismo al fin yo baje.
La furia del dolor, su rudo azote
Son las señales de un feliz pasaje.
Ponga ya el pie dentro del angosto bote.
Y llévelo mi anhelo
Allá en las playas a varar del cielo.
¡Bendita seas tú, oh, eterna noche!
¡Sueño eterno, de hoy más seas bendito!
El día ha puesto en llamas nuestra entraña;
Nuestro largo penar ya está marchito;
Ya no hallamos placer en tierra extraña;
Ansiamos ir a casa;
El vivo amor al Padre nos abrasa.

¿Qué más nos falta hacer en esta tierra
Con nuestra fe y amor que nada calma?
Por siempre más lo antiguo ha fenecido,
Y ¿qué ha de traer lo nuevo a nuestra alma?
¡Ah, cuán sólo se siente y aflijido
Quien con amor profundo
Ama la primitiva edad del mundo!

¡La edad primera, cuando los sentidos
Con un excelso llamareo ardían
Y la mano del padre y su semblante
Los humanos aún reconocían,
Y al perfecto arquetipo semejante
Era alguna criatura
De pensamientos altos y alma pura!

Edad dichosa, cuando florecían
Las antiguas estirpes patriarcales;
Deseaban para el Reino de los Cielos
La prole tras las penas terrenales;
Y con reinar en estos bajos suelos
Placeres y alegría,
Corazón hubo que de amor moría.

¡Dichosa edad! Con juvenil prestancia
Dios mismo se vistió del cuerpo humano
E inmólóse a una muerte prematura
De amor en un arranque soberano;
No le arredró ni angustia ni pavura:
Dar quiso hasta ese extremo
Un testimonio de su amor supremo.

¡Oh, edad feliz! Con un ferviente anhelo
Vémosle, envueltos en la noche obscura;
Jamás será apagada en esta vida
La abrasadora sed que nos tortura
Hemos hacia la patria prometida
De adelantar camino,
Y volverás al fin, tiempo divino.

¿Nuestro regreso qué es lo que detiene?
Los que amamos, ha tiempo que reposan.
Nuestro camino, su sepulcro cierra;
Desde hoy dolor y miedo nos acosan.
Por buscar nada queda en esta tierra;
Lleno el pecho de hastío
Harto se siente; el mundo está vacío.

Infinito y preñado de misterio,
Un dulce escalofrío nos inunda;
¿Allá lejos no oís nuestro lamento
Resonar por la bóveda profunda?
Acaso de añoranza un largo aliento,
De lo alto nos envían
Hermanos que otra vez vernos ansían.

¡Sepúltenme! Que al dulce prometido,
A mi Jesús amado, ir mi alma quiere!
¡Animo ten! Para el que llora y ama
Enciende ya el crepúsculo su llama,
Postrer adiós del día que se muere.
Nos rompe un sueño el vil terreno lazo,
Y nos hunde del Padre en el regazo.

Dos extractos del himno 5

[...]

Avanza horrible espectro hacia los convidados
Y llena su alma toda de un gran terror secreto
Hasta los mismos dioses se sienten conturbados
Ni a llevar calma aciertan al corazón inquieto.
Era misteriosa de esta visión la senda;
No aplacaba su rabia ni súplica ni ofrenda.
¿Sabéis qué era? La Muerte; que esa deshecha orgía
Con dolor y con lágrimas y miedo interrumpía.
Forzado a separarse, al fin, eternamente
de lo que el alma mece en el más dulce encanto,
De todo lo que inspira, con un amor ferviente,
Anhelo infatigable e inextinguible llanto
Al mortal parecía tan sólo reservado
Un sueño mortecino, luchar desesperado.
Del placer, estrellada ya estaba la ola loca
Del hastío infinito en la funesta roca.
Embelleció al espectro queriendo hacerle inerme
La osada fantasía que hasta lo ignoto escarpa;
Un dulce adolescente la luz apaga, y duerme;
Será el fin apacible como el germir de un arpa.
Dilúyese el recuerdo de sombras en raudales:
El canto del destino, tal fue, de los mortales.
Más de la eterna muerte quedó el misterio arcano.
Oh, ¡Muerte! ¡Oh, grave signo de un gran poder lejano!

[...]

Oh, ved, ya está la losa alzada,
Abierta está la sepultura:
La humanidad resucitada,
Contigo siéntese hermanada,
Libre de toda ligadura.
Todo pesar se desvanece
Ante tu copa, que convida,
Cuando la tierra desaparece
En la suprema despedida.

La muerte, a bodas ya nos llama;
Están las vírgenes dispuestas;
Clara es la lumbre que derrama
Dentro sus lámparas la llama;
No falta aceite en nuestras fiestas.
De tu cortejo el sacro coro
Llene el profundo firmamento
Llámennos ya los astros de oro
Con dulce voz y humano acento.

A tí levántanse, oh, María,
Millares ya de corazones;
Desde la hondura de esta fría
Tierra, tan lóbrega y sombría,
Te claman: »¡No nos abandones!«
¡Ah! su plegaria no deseches;
Sanar confían de sus males
Cuando, amorosa, les estreches
Entre tus brazos maternales.

¡Cuántos de ardor ya consumidos,
Vencidos ya por cruel tortura,
De nuestro mundo desasidos
Volaron ya y contigo unidos
Gozando están de tu ventura!;
Si en horas trágicas nos vimos,
Bajaron para confortarnos.
Hoy hacia ellos ya subimos
Al lado suyo a eternizarnos.

Ante ninguna sepultura
Solloza ya quien ama y cree;
Ya del amor la herencia pura
De fuerza y hurto está segura.
¡Dichoso aquel que la posee!
Viene la noche y, en su brillo,
Se refrigera su hondo anhelo;
Su corazón es un castillo
Que guardan ángeles del cielo.

Nuestra terrena vida asciende
Hacia la vida sempiterna.
El alma ya más claro entiende
Pues ya la abrasa, ya la enciende
Una amorosa llama interna,
Los astros son racimo ingente
Que, a chorros, da vino de vida;
En un lucero refulgente
Será cada alma convertida.

Ah, dadivoso, amor invita
A todos; no hay de hoy más ausencia.
En plenitud toda se agita,
Cual mar sin playas, infinita,
Del universo la existencia.
¡Eterna noche de delicia!
¡Canto sin fin! ¡Eterno poema!
El sol que a todos acaricia
Es, oh, gran Dios, tu faz suprema.

Extracto del himno 4

[...]

Más allá yo me encamino,
De toda aflicción;
De la volupta algún día
Será un aguijón.

Aún algún tiempo me falta
Para libre ser
Y ebrio de goce en los brazos
Del Amor caer.

En mí, de vida infinita
Siento la virtud.
Oh, luz, te veo en la hondura
Desde mi altitud.

Cuando llegue a aquella cumbre
Adiós, tu esplendor;
Las sombras traerán guirnaldas
Del inmortal frescor.

Oh, sorbe, mi dulce Amado,
Mi alma sin tardar,
Que en tí pueda adormecerme
Y te pueda amar.

La ola fresca de la muerte
Ya empiezo a sentir;
Mi sangre en bálsamo y éter
Vase a convertir.

De día, yo vivo lleno
De fe y de valor,
Más, ay, por la noche, muero
De sagrado ardor.

Astralis

Joven empecé a ser una mañana
De estío; por primera vez entonces
Yo sentí el pulso de mi propia vida ...
Sentí como en un éxtasis profundo
Desmayaba el Amor; fuí despertando
Cada vez más, y el férvido deseo
De una unión aún más íntima y perfecta,
Era más imperioso a cada instante.
La voluptad es de mi ser la fuerza
Genital. Soy la sacra fuente, el centro
Del que, en inquieto torbellino, fluye
Todo anhelo del alma, centro a donde,
Rota ya el ala, en busca de reposo,
A refugiarse vuelve todo anhelo.
Vosotros no me conocéis; no obstante
Mi transformación visteis ... ¿Presenciado
Quizá no habéis como por primera vez
Yendo errabundo aquella alegre noche
Me hallé a mi mismo? ¿Un dulce escalofrío
No extremeció rozando vuestras almas?
Hundido todo en cálices de aromas
Yacía y el ambiente embalsamaba;
Y la flor se mecía silenciosa
En el raudal del oro matutino.
Era yo entonces una fuente íntima,
Un blando hervor, y cuanto había en torno,
De mí, a través y sobre mí fluía,
Y todo suavemente me elevaba.
Entonces derramóse el primer polen
Y abismóse en la trémula colora ...
Pensad, pensad en un ardiente ósculo
Después de levantada ya la mesa ...
Volví entonces de nuevo a sumergirme
En los raudales de mi propia savia ...
Un relámpago fue ... De entonces pude
Moverme y agitar el cáliz de oro
Y los pistilos tenues; y tan pronto
Como mi propia vida dió principio,
Mis pensamientos todos gravitaron
A los sentidos terrenales. Ciego
Era yo todavía y, sin embargo
Vagaban en legión claras estrellas
Por las maravillosas lejanías
De mi ser; nada aún era cercano;
Sólo lejos hallábame a mí mismo;
Era como si un eco me llegase
De los tiempos pasados y futuros.
Llevado del amor y los presagios
Y la melancolía, mi retorno
A la conciencia fue tan sólo un vuelo
Cuando en las alas del placer flotaba
Transverberóme hondo dolor sublime.
El mundo todo en flor yacía en torno
De la sacra colina luminosa.
Las palabras, al fin, de aquel profeta,
En alas convirtiéronse: ya nunca
Un ser viviente pudo estar aislado,
Que ya Enrique y Matilde se juntaron
Por siempre en una sola y viva imagen ...
Recién nacido levantéme al cielo,
Cumplido estaba el terrenal destino,
Perdido el tiempo había sus derechos
Y exigía el retorno de sus dones.

Helo aquí; al nuevo mundo radiante ya aparece;
A su presencia el día más claro se obscurece.
En las ruinas musgosas, ved ya como fulgura
Una maravillosa y rara edad futura.
Todo lo que antes era común y cotidiano,
Desde hoy parece extraño y de un misterio arcano
El reino del amor ya abierto se revela;
Ya la poesía empieza a tejer hoy su tela.
El juego primitivo de todo ser se agita
Y profundas palabras todo hombre medita,
Y así del universo el espíritu ingente
Por todas partes late, florece eternamente.
Todas las cosas deben unirse y engranarse,
Fecundarse una a otra, una a otra sazonarse.
Está representado en todos cada uno;
Al mezclarse y fundirse con todos de consumo,
Y al hundirse en el seno de toda criatura,
Siente que se remoza su personal natura,
E ideas mil se agitan de su alma en lo profundo;
Al fin el mundo es sueño, al fin el sueño es mundo
Y lo que en el pasado cumplido ya creemos
Otra vez desde lejos verlo venir podemos,
Libre la fantasía la existencia domine,
Los hilos de la vida a su placer combine,
Y a su placer las cosas se encojan o desplieguen
Y sus neblinas mágicas el mundo entero aneguen.
Aquí están vida y muerte, tristeza y alegría
Unidos por el lazo de íntima simpatía ...
Todo el que se ha rendido al amor sobrehumano,
De sus hondas heridas jamás se verá sano.
Y todo lo que nuestra visión interna enlaza
Desgarra nuestra entraña, cuando se despedaza;
Y el corazón se siente huérfano, abandonado,
Antes de que del mundo se haya libertado.
En lágrimas disuélvese el pobre cuerpo inerte,
En una inmensa fosa el mundo se convierte,
En donde consumido por insaciable anhelo
Nuestro corazón cae, hecho ceniza, al suelo.

domingo, 9 de octubre de 2011

El gran inquisidor, de Fedor Dostoievski


Feodor Dostoievski
(1821-1881)

El Gran Inquisidor



      Han pasado ya quince siglos desde que Cristo dijo: “No tardaré en volver. El día y la hora, nadie, ni el propio Hijo, las sabe”. Tales fueron sus palabras al desparecer, y la Humanidad le espera siempre con la misma fe, o acaso con fe más ardiente aún que hace quince siglos. Pero el Diablo no duerme; la duda comienza a corromper a la Humanidad, a deslizarse en la tradición de los milagros. En el Norte de Germania ha nacido una herejía terrible, que, precisamente, niega los milagros. Los fieles, sin embargo, creen con más fe en ellos. Se espera a Cristo, se quiere sufrir y morir como Él... Y he aquí que la Humanidad ha rogado tanto por espacio de tantos siglos, ha gritado tanto “¡Señor, dignaos, aparecérosnos!”, que Él ha querido, en su misericordia inagotable, bajar a la tierra.


       Y he aquí que ha querido mostrarse, al menos un instante, a la multitud desgraciada, al pueblo sumido en el pecado, pero que le ama con amor de niño. El lugar de la acción es Sevilla; la época, la de la Inquisición, la de los cotidianos soberbios autos de fe, de terribles heresiarcas, ad majorem Dei gloriam.


       No se trata de la venida prometida para la consumación de los siglos, de la aparición súbita de Cristo en todo el brillo de su gloria y su divinidad, “como un relámpago que brilla del Ocaso al Oriente”. No, hoy sólo ha querido hacerles a sus hijos una visita, y ha escogido el lugar y la hora en que llamean las hogueras. Ha vuelto a tomar la forma humana que revistió, hace quince siglos, por espacio de treinta años.

       Aparece entre las cenizas de las hogueras, donde la víspera, el cardenal gran inquisidor, en presencia del rey, los magnates, los caballeros, los altos dignatarios de la Iglesia, las más encantadoras damas de la corte, el pueblo en masa, quemó a cien herejes. Cristo avanza hacia la multitud, callado, modesto, sin tratar de llamar la atención, pero todos le reconocen.

       El pueblo, impelido por un irresistible impulso, se agolpa a su paso y le sigue. Él, lento, una sonrisa de piedad en los labios, continúa avanzando. El amor abrasa su alma; de sus ojos fluyen la Luz, la Ciencia, la Fuerza, en rayos ardientes, que inflaman de amor a los hombres. Él les tiende los brazos, les bendice. De Él, de sus ropas, emana una virtud curativa. Un viejo, ciego de nacimiento, sale a su encuentro y grita: “¡Señor, cúrame para que pueda verte!” Una escama se desprende de sus ojos, y ve. El pueblo derrama lágrimas de alegría y besa la tierra que Él pisa. Los niños tiran flores a sus pies y cantan Hosanna, y el pueblo exclama: “¡Es Él! ¡Tiene que ser Él! ¡No puede ser otro que Él!”

       Cristo se detiene en el atrio de la catedral. Se oyen lamentos; unos jóvenes llevan en hombros a un pequeño ataúd blanco, abierto, en el que reposa, sobre flores, el cuerpo de una niña de diecisiete años, hija de un personaje de la ciudad.

       —¡Él resucitará a tu hija! —le grita el pueblo a la desconsolada madre.

       El sacerdote que ha salido a recibir el ataúd mira, con asombro, al desconocido y frunce el ceño.

       Pero la madre profiere:

       —¡Si eres Tú, resucita a mi hija!

       Y se posterna ante Él. Se detiene el cortejo, los jóvenes dejan el ataúd sobre las losas. Él lo contempla, compasivo, y de nuevo pronuncia el Talipha kumi (Levántate, muchacha).

       La muerta se incorpora, abre los ojos, se sonríe, mira sorprendida en torno suyo, sin soltar el ramo de rosas blancas que su madre había colocado entre sus manos. El pueblo, lleno de estupor, clama, llora.

       En el mismo momento en que se detiene el cortejo, aparece en la plaza el cardenal gran inquisidor. Es un viejo de noventa años, alto, erguido, de una ascética delgadez. En sus ojos hundidos fulgura una llama que los años no han apagado. Ahora no luce los aparatosos ropajes de la víspera; el magnífico traje con que asistió a la cremación de los enemigos de la Iglesia ha sido reemplazado por un tosco hábito de fraile.

       Sus siniestros colaboradores y los esbirros del Santo Oficio le siguen a respetuosa distancia. El cortejo fúnebre detenido, la muchedumbre agolpada ante la catedral le inquietan, y espía desde lejos. Lo ve todo: el ataúd a los pies del desconocido, la resurrección de la muerta... Sus espesas cejas blancas se fruncen, se aviva, fatídico, el brillo de sus ojos.

       —¡Prendedle!— les ordena a sus esbirros, señalando a Cristo.

       Y es tal su poder, tal la medrosa sumisión del pueblo ante él, que la multitud se aparta, al punto, silenciosa, y los esbirros prenden a Cristo y se lo llevan. Como un solo hombre, el pueblo se inclina al paso del anciano y recibe su bendición.

       Los esbirros conducen al preso a la cárcel del Santo Oficio y le encierran en una angosta y oscura celda.

       Muere el día, y una noche de luna una noche española, cálida y olorosa a limoneros y laureles, le sucede.

       De pronto, en las tinieblas se abre la férrea puerta del calabozo y penetra el gran inquisidor en persona solo, alumbrándose con una linterna. La puerta se cierra tras él. E anciano se detiene a pocos pasos de umbral y, sin hablar palabra, con templa, durante cerca de dos minutos, al preso. Luego, avanza lenta mente, deja la linterna sobre la mesa y pregunta:

       —¿Eres Tú, en efecto?

       Pero, sin esperar la respuesta prosigue

       —No hables, calla. ¿Qué podías decirme? Demasiado lo sé. No tienes derecho a añadir ni una sola palabra a lo que ya dijiste. ¿Porqué has venido a molestarnos?… Bien sabes que tu venida es inoportuna. Mas yo te aseguro que mañana mismo... No quiero saber si eres Él o sólo su apariencia; sea quien seas, mañana te condenaré; perecerás en la hoguera como el peor de los herejes. Verás cómo ese mismo pueblo que esta tarde te besaba los pies, se apresura, a una señal mía, a echar leña al fuego. Quizá nada de esto te sorprenda...

       Y el anciano, mudo y pensativo sigue mirando al preso, acechando la expresión de su rostro, serena y suave.

       —El Espíritu terrible e inteligente — añade, tras una larga pausa —, el Espíritu de la negación y de la nada, te habló en el desierto, y la Escrituras atestiguan que te “tentó”. No puede concebirse nada más profundo que lo que se te dijo e aquellas tres preguntas o, para emplear el lenguaje de la Escritura, en aquellas tres “tentaciones”. ¡Si ha habido algún milagro auténtico, evidente, ha sido el de las tres tentaciones! ¡El hecho de que tales preguntas hayan podido brotar de unos labios, es ya, por sí solo, un milagro! Supongamos que hubieran sido borradas del libro, que hubiera que inventarlas, que forjárselas de nuevo. Supongamos que, con ese objeto, se reuniesen todos los sabios de la tierra, los hombres de Estado, los príncipes de la Iglesia, los filósofos, los poetas, y que se les dijese: “Inventad tres preguntas que no sólo correspondan a la grandeza del momento, sino que contengan, en su triple interrogación, toda la historia de la Humanidad futura”, ¿crees que esa asamblea de todas las grandes inteligencias terrestres podría forjarse algo tan alto, tan formidable como las tres preguntas del inteligente y poderoso Espíritu? Esas tres preguntas, por sí solas, demuestran que quien te habló aquel día no era un espíritu humano, contingente, sino el Espíritu Eterno, Absoluto. Toda la historia ulterior de la Humanidad está predicha y condensada en ellas; son las tres formas en que se concretan todas las contradicciones de la historia de nuestra especie. Esto, entonces, aún no era evidente, el porvenir era aún desconocido; pero han pasado quince siglos y vemos que todo estaba previsto en la Triple Interrogación, que es nuestra historia.¿Quién tenía razón, di? ¿Tú o quien te interrogó?...

    Si no el texto, el sentido de la primera pregunta es el siguiente: “Quieres presentarte al mundo con las manos vacías, anunciándoles a los hombres una libertad que su tontería y su maldad naturales no lo permiten comprender, una liberad espantosa, ¡pues para el hombre y para la sociedad no ha habido nunca nada tan espantoso como la libertad!, cuando, si convirtieses en panes todas esas piedras peladas esparcidas ante tu vista, verías a la Humanidad correr, en pos de ti, como un rebaño, agradecida, sumisa, temerosa tan sólo de que tu mano depusiera su ademán taumatúrgico y los panes se tornasen piedras.” Pero tú no quisiste privar al hombre de su libertad y repeliste la tentación; te horrorizaba la idea de comprar con panes la obediencia de la Humanidad, y contestaste que “no so1o de pan vive el hombre”, sin saber que el espíritu de la tierra, reclamando el pan de la tierra, había de alzarse contra ti, combatirte y vencerte, y que todos le seguirían, gritando: “¡Nos ha dado el fuego del cielo!” Pasarán siglos y la Humanidad proclamará, por boca de sus sabios, que no hay crímenes y, por consiguiente, no hay pecado; que so1o hay hambrientos. “Dales pan si quieres que sean virtuosos.” Esa será la divisa de los que se alzarán contra ti, el lema que inscribirán en su bandera; y tu templo será derribado y, en su lugar, se erigirá una nueva Torre de Babel, no más firme que la primera, el esfuerzo de cuya erección y mil años de sufrimientos podías haberles ahorrado a los hombres. Pues volverán a nosotros, al cabo de mil años de trabajo y dolor, y nos buscarán en los subterráneos, en las catacumbas donde estaremos escondidos — huyendo aún de la persecución, del martirio —, para gritarnos: “¡Pan! ¡Los que nos habían prometido el fuego del cielo no nos lo han dado!” Y nosotros acabaremos su Babel, dándoles pan, lo único de que tendrán necesidad. Y se lo daremos en tu nombre. Sabemos mentir. Sin nosotros, se morirían de hambre. Su ciencia no les mantendría. Mientras gocen de libertad les faltará el pan; pero acabarán por poner su libertad a nuestros pies, clamando: “¡Cadenas y pan!” Comprenderán que la libertad no es compatible con una justa repartición del pan terrestre entre todos los hombres, dado que nunca — ¡nunca! — sabrán repartírselo. Se convencerán también de que son indignos de la libertad; débiles, viciosos, necios, indómitos. Tú les prometiste el pan del cielo. ¿Crees que puede ofrecerse ese pan, en vez del de la tierra, siendo la raza humana lo vil, lo incorregiblemente vil que es? Con tu pan del cielo podrás atraer y seducir a miles de almas, a docenas de miles, pero ¿y los millones y las decenas de millones no bastante fuertes para preferir el pan del cielo al pan de la tierra? ¿Acaso eres tan sólo el Dios de los grandes? Los demás, esos granos de arena del mar; los demás, que son débiles, pero que te aman, ¿no son a tus ojos sino viles instrumentos en manos de los grandes?... Nosotros amamos a esos pobres seres, que acabarán, a pesar de su condición viciosa y rebelde, por dejarse dominar. Nos admirarán, seremos sus dioses, una vez sobre nuestros hombros la carga de su libertad, una vez que hayamos aceptado el cetro que — ¡tanto será el miedo que la libertad acabará por inspirarles! — nos ofrecerán. Y reinaremos en tu nombre, sin dejarte acercar a nosotros. Esta impostura, esta necesaria mentira, constituirá nuestra cruz.

       Como ves, la primera de la tres preguntas encerraba el secreto del mundo. ¡Y tú la desdeñaste! Ponías la libertad por encima de todo, cuando, si hubieras consentido en tornar panes las piedras del desierto, hubieras satisfecho el eterno y unánime deseo de la Humanidad; le hubieras dado un amo. El más vivo afán del hombre libre es encontrar un ser ante quien inclinarse. Pero quiere inclinarse ante una fuerza incontestable, que pueda reunir a todos los hombres en una comunión de respeto; quiere que el objeto de su culto lo sea de un culto universal; quiere una religión común. Y esa necesidad de la comunidad en la adoración es, desde el principio de los siglos, el mayor tormento individual y colectivo del género humano. Por realizar esa quimera, los hombres se exterminan. Cada pueblo se ha creado un dios y le ha dicho a su vecino: “¡Adora a mi dios o te mato!” Y así ocurrirá hasta el fin del mundo; los dioses podrán desaparecer de la tierra, mas la Humanidad hará de nuevo por los ídolos lo que ha hecho por los dioses. Tú no ignorabas ese secreto fundamental de la naturaleza humana y, no obstante, rechazaste la única bandera que te hubiera asegurado la sumisión de todos los hombres: la bandera del pan terrestre; la rechazaste en nombre del pan celestial y de la libertad, y en nombre de la libertad seguiste obrando hasta tu muerte. No hay, te repito, un afán más vivo en el hombre que encontrar en quien delegar la libertad de que nace dotada tan miserable criatura. Sin embargo, para obtener la ofrenda de la libertad de los hombres, hay que darles la paz de la conciencia. El hombre se hubiera inclinado ante ti si le hubieras dado pan, porque el pan es una cosa incontestable; pero si, al mismo tiempo, otro se hubiera adueñado de la conciencia humana, el hombre hubiera dejado tu pan para seguirlo. En eso, tenías razón; el secreto de la existencia humana consiste en la razón, en el motivo de la vida. Si el hombre no acierta a explicarse por qué debe vivir preferirá morir a continuar esta existencia sin objeto conocido, aunque disponga de una inmensa provisión de pan. Pero ¿de qué te sirvió el conocer esa verdad? En vez de coartar la libertad humana, le quitaste diques, olvidando, sin duda, que a la libertad de elegir entre el bien y el mal el hombre prefiere la paz, aunque sea la de la muerte. Nada tan caro para el hombre como el libre albedrío, y nada, también, que le haga sufrir tanto. Y, en vez de formar tu doctrina de principios sólidos que pudieran pacificar definitivamente la conciencia humana, la formaste de cuanto hay de extraordinario, vago, conjetural, de cuanto traspasa los límites de las fuerzas del hombre, a quien, ¡tú que diste la vida por él!, diríase que no amabas. Al quitarle diques a su libertad, introdujiste en el alma humana nuevos elementos de dolor. Querías ser amado con un libre amor, libremente seguido. Abolida la dura ley antigua, el hombre debía, sin trabas, sin más guía que tu ejemplo, elegir entre el bien y el mal. ¿,No se te alcanzaba que acabarías por desacatar incluso tu ejemplo y tu verdad, abrumado bajo la terrible carga de la libre elección, y que gritaría: “Si Él hubiera poseído la verdad, no hubiera dejado a sus hijos sumidos en una perplejidad tan horrible, envueltos en tales tinieblas?” Tú mismo preparaste tu ruina: no culpes a nadie. Si hubieras escuchado lo que se te proponía... Hay sobre la tierra tres únicas fuerzas capaces de someter para siempre la conciencia de esos seres débiles e indómitos —haciéndoles felices—: el milagro, el misterio y la autoridad. Y tú no quisiste valerte de ninguna. El Espíritu terrible te llevó a la almena del templo y te dijo: “¿Quieres saber si eres el Hijo de Dios? Déjate caer abajo, porque escrito está que los ángeles tomarte han en las manos.” Tú rechazaste la proposición, no te dejaste caer. Demostraste con ello el sublime orgullo de un dios; ¡pero los hombres, esos seres débiles, impotentes, no son dioses! Sabías que, sólo con intentar precipitarte, hubieras perdido la fe en tu Padre, y el gran Tentador hubiera visto, regocijadísimo, estrellarse tu cuerpo en la tierra que habías venido a salvar. Mas, dime, ¿hay muchos seres semejantes a ti? ¿Pudiste pensar un solo instante que los hombres serían capaces de comprender tu resistencia a aquella tentación? La naturaleza humana no es bastante fuerte para prescindir del milagro y contentarse con la libre elección del corazón, en esos instantes terribles en que las preguntas vitales exigen una respuesta. Sabías que tu heroico silencio sería perpetuado en los libros y resonaría en lo más remoto de los tiempos, en los más apartados rincones del mundo. Y esperabas que el hombre te imitaría y prescindiría de los milagros, como un dios, siendo así que, en su necesidad de milagros, los inventa y se inclina ante los prodigios de los magos y los encantamientos de los hechiceros, aunque sea hereje o ateo.

    Cuando te dijeron, por mofa: “¡Baja de la cruz y creeremos en ti!”, no bajaste. Entonces, tampoco quisiste someter al hombre con el milagro, porque lo que deseaba de él era una creencia libre, no violentada por el prestigio de lo maravilloso; un amor espontáneo, no los transportes serviles de un esclavo aterrorizado. En esta ocasión, como en todas, obraste inspirándote en una idea del hombre demasiado elevada: ¡es esclavo, aunque haya sido creado rebelde! Han pasado quince siglos: ve y juzga. ¿A quién has elevado hasta ti? El hombre, créeme, es más débil y más vil de lo que tú pensabas. ¿Puede, acaso, hacer lo que tú hiciste? Le estimas demasiado y sientes por él demasiado poca piedad; le has exigido demasiado, tú que le amas más que a ti mismo. Debías estimarlo menos y exigirle menos. Es débil y cobarde. El que hoy se subleve en todas partes contra nuestra autoridad y se enorgullezca de ello, no significa nada. Sus bravatas son hijas de una vanidad de escolar. Los hombres son siempre unos chiquillos: se sublevan contra el profesor y le echan del aula; pero la revuelta tendrá un término y les costará cara a los revoltosos. No importa que derriben templos y ensangrienten la tierra: tarde o temprano, comprenderán la inutilidad de una rebelión que no son capaces de sostener. Verterán estúpidas lágrimas; pero, al cabo, comprenderán que el que les ha creado rebeldes les ha hecho objeto de una burla y lo gritarán, desesperados. Y esta blasfemia acrecerá su miseria, pues la naturaleza humana, demasiado mezquina para soportar la blasfemia, se encarga ella misma de castigarla.

       La inquietud, la duda, la desgracia: he aquí el lote de los hombres por quienes diste tu sangre. Tu profeta dice que, en su visión simbólica, vio a todos los partícipes de la primera resurrección y que eran doce mil por cada generación. Su número no es corto, si se considera que supone una naturaleza más que humana el llevar tu cruz, el vivir largos años en el desierto, alimentándose de raíces y langostas; y puedes, en verdad, enorgullecerte de esos hijos de la libertad, del libre amor, estar satisfechos del voluntario y magnífico sacrificio de sí mismos, hecho en tu nombre. Pero no olvides que se trata só1o de algunos miles y, más que de hombres, de dioses. ¿Y el resto de la Humanidad? ¿Qué culpa tienen los demás, los débiles humanos, de no poseer la fuerza sobrenatural de los fuertes? ¿Qué culpa tiene el alma feble de no poder soportar el peso de algunos dones terribles? ¿Acaso viniste tan sólo por los elegidos? Si es así, lo importante no es la libertad ni el amor, sino el misterio, el impenetrable misterio. Y nosotros tenemos derecho a predicarles a los hombres que deben someterse a él sin razonar, aun contra los dictados de su conciencia. Y eso es lo que hemos hecho. Hemos corregido tu obra; la hemos basado en el “milagro”, el “misterio” y la “autoridad”. Y los hombres se han congratulado de verse de nuevo conducidos como un rebaño y libres, por fin, del don funesto que tantos sufrimientos les ha causado. Di, ¿hemos hecho bien? ¿Se nos puede acusar de no amar a la Humanidad? ¿No somos nosotros los únicos que tenemos conciencia de su flaqueza; nosotros que, en atención a su fragilidad, la hemos autorizado hasta para pecar, con tal que nos pida permiso? ¿Por qué callas? ¿Por qué te limitas a mirarme con tus dulces y penetrantes ojos? ¡No te amo y no quiero tu amor; prefiero tu cólera! ¿Y para qué ocultarte nada? Sé a quién le hablo. Conoces lo que voy a decirte, lo leo en tus ojos... Quizá quieras oír precisamente de mi boca nuestro secreto. Oye, pues: no estamos contigo, estamos con Él... ; nuestro secreto es ése. Hace mucho tiempo — ¡ocho siglos! — que no estamos contigo, sino con Él. Hace ocho siglos que recibimos de Él el don que tú, cuando te tentó por tercera vez mostrándote todos los reinos de la tierra, rechazaste indignado; nosotros aceptamos y, dueños de Roma y la espada de César, nos declaramos los amos del mundo. Sin embargo, nuestra conquista no ha acabado aún, está todavía en su etapa inicial, falta mucho para verla concluida; la tierra ha de sufrir aún durante mucho tiempo; pero nosotros conseguiremos nuestro objeto, seremos el César y, entonces, nos preocuparemos de la felicidad universal. Tú también pudiste haber tomado la espada de César; ¿por qué rechazaste tal don? Aceptándole, hubieras satisfecho todos los anhelos de los hombres sobre la tierra, les hubieras dado un amo, un depositario de su conciencia y, a la vez, un ser en torno a quien unirse, formando un inmenso hormiguero, ya que la necesidad de la unión universal es otro de los tres supremos tormentos de la Humanidad. La Humanidad siempre ha tendido a la unidad mundial. Cuanto más grandes y gloriosos, más sienten los pueblos ese anhelo. Los grandes conquistadores, los Tamerlán, los Gengis Kan que recorren la tierra como un huracán devastador, obedecen, de un modo inconsciente, a esa necesidad. Tomando la púrpura de César, hubieras fundado el imperio universal, que hubiera sido la paz del mundo. Pues, ¿quién debe reinar sobre los hombres sino el que es dueño de sus conciencias y tiene su pan en las manos?

       Tomamos la espada de César y, al hacerlo, rompimos contigo y nos unimos a Él. Aún habrá siglos de libertinaje intelectual, de pedantería y de antropofagia —los hombres, luego de erigir, sin nosotros, su Torre de Babel, se entregarán a la antropofagia—; pero la bestia acabará por arrastrarse hasta nuestros pies, los lamerá y los regará con lágrimas de sangre. Y nosotros nos sentaremos sobre la bestia y levantaremos una copa en la que se leerá la palabra “Misterio”. Y entonces, sólo entonces, empezará para los hombres el reinado de la paz y de la dicha. Tú te de tus elegidos, pero son una mi noria: nosotros les daremos el re y la calma a todos. Y aun de esa minoría, aun de entre esos “fuertes” llamados a ser de los elegidos, ¡cuántos han acabado y acabarán por cansarse de esperar, cuán tos han empleado y emplearán contra ti las fuerzas de su espíritu y el ardor de su corazón en uso de la libertad de que te son deudores! Nosotros les daremos a todos la felicidad, concluiremos con las re vueltas y matanzas originadas por la libertad. Les convenceremos de que no serán verdaderamente libres, sino cuando nos hayan confiado su libertad. ¿Mentiremos? ¡No! Y bien sabrán ellos que no les engañamos, cansados de las dudas y de los terrores que la libertad lleva consigo. La independencia, el libre pensamiento y la ciencia llegarán a sumirles en tales tinieblas, a espantarlos con tales prodigios, a causar los con tales exigencias, que los menos suaves y dóciles se suicidarán; otros, también indóciles, pero débiles y violentos, se asesinarán, y otros —los más—, rebaño de cobardes y de miserables, gritarán a nuestros pies: “¡Sí, tenéis razón! Sólo vosotros poseéis su secreto y volvemos a vosotros! ¡Salvadnos de nosotros mismos!”

       No se les ocultará que el pan —obtenido con su propio trabajo, sin milagro alguno— que reciben de nosotros se lo tomamos antes nosotros a ellos para repartírselo, y que no convertimos las piedras en panes. Pero, en verdad, más que el pan en sí, lo que les satisfará es que nosotros se lo demos. Pues verán que, si no convertimos las piedras en partes, tampoco los panes se convierten, vuelto el hombre a nosotros, en piedras. ¡Comprenderán, al cabo, el valor de la sumisión! Y mientras no lo comprendan, padecerán. ¿Quién, dime, quién ha puesto más de su parte para que dejen de padecer? ¿Quién ha dividido el rebaño y le ha dispersado por extraviados andurriales? Las ovejas se reunirán de nuevo, el rebaño volverá a la obediencia y ya nada le dividirá ni lo dispersará. Nosotros, entonces, les daremos a los hombres una felicidad en armonía con su débil naturaleza, una felicidad compuesta de pan y humildad. Sí, les predicaremos la humildad — no, como Tú, el orgullo . Les probaremos que son débiles niños, pero que la felicidad de los niños tiene particulares encantos. Se tornarán tímidos, no nos perderán nunca de vista y se estrecharán contra nosotros como polluelos que buscan el abrigo del ala materna. Nos temerán y nos admirarán. Les enorgullecerá el pensar la energía y el genio que habremos necesitado para domar a tanto rebelde. Les asustará nuestra cólera, y sus ojos, como los de los niños y los de las mujeres, serán fuentes de lágrimas. ¡Pero con que facilidad, a un gesto nuestro, pasarán del llanto a la risa, a la suave alegría de los niños! Les obligaremos, ¿qué duda cabe?, a trabajar; pero los organizaremos, para sus horas de ocio, una vida semejante a los juegos de los niños, mezcla de canciones, coros inocentes y danzas. Hasta les permitiremos pecar — ¡su naturaleza es tan flaca!—. Y, como les permitiremos pecar, nos amarán con un amor sencillo, infantil. Les diremos que todo pecado cometido con nuestro permiso será perdonado, y lo haremos por amor, pues, de sus pecados, el castigo será para nosotros y el placer para ellos. Y nos adorarán como a bienhechores. Nos lo dirán todo y, según su grado de obediencia, les permitiremos o les prohibiremos vivir con sus mujeres o sus amantes y les consentiremos o no les consentiremos tener hijos. Y nos obedecerán, muy contentos. Nos someterán los más penosos secretos de su conciencia, y nosotros decidiremos en todo y por todo; y ellos acatarán, alegres, nuestras sentencias, pues les ahorrarán el cruel trabajo de elegir y de determinarse libremente.

       Todos los millones de seres humanos serán así, felices, salvo unos cien mil, salvo nosotros, los depositarios del secreto. Porque nosotros seremos desgraciados. Los felices se contarán por miles de millones, y habrá cien mil mártires del conocimiento, exclusivo y maldito, del bien y del mal. Morirán en paz. pronunciando tu nombre, y, más allá de la tumba, sólo verán la oscuridad de la muerte. Sin embargo, nos lo callaremos; embaucaremos a los hombres, por su bien, con la promesa de una eterna recompensa en el cielo, a sabiendas de que, si hay otro mundo, no ha sido, de seguro, creado para ellos. Se vaticina que volverás, rodeado de tus elegidos, y que vencerás; tus héroes sólo podrán envanecerse de haberse salvado a sí mismos, mientras que nosotros habremos salvado al mundo entero. Se dice que la fornicadora, sentada sobre la bestia y con la “copa del misterio” en las manos, será afrentada y que los débiles se sublevarán por vez postrera, desgarrarán su púrpura y desnudarán su cuerpo impuro. Pero yo me levantaré entonces y te mostraré los miles de millones de seres felices que no han conocido el pecado. Y nosotros que, por su bien, habremos asumido el peso de sus culpas, nos alzaremos ante ti, diciendo: “¡Júzganos, si puedes y te atreves!” No te temo. Yo también he estado en el desierto; yo también me he alimentado de langostas y raíces; yo también he bendecido la libertad que les diste a los hombres y he soñado con ser del número de los fuertes. Pero he renunciado a ese sueño, he renunciado a tu locura para sumarme al grupo de los que corrigen tu obra. He dejado a los orgullosos para acudir en socorro de los humildes.

       Lo que te digo se realizará; nuestro imperio será un hecho.

     Y te repito que mañana, a una señal mía, verás a un rebaño sumiso echar leña a la hoguera donde te haré morir, por haber venido a perturbarnos. ¿Quién más digno que Tú de la hoguera? Mañana te quemaré. Dixi.

       El inquisidor calla. Espera unos instantes la respuesta del preso. Aquel silencio le turba. El preso le ha oído, sin dejar de mirarle a los ojos, con una mirada fija y dulce, decidido evidentemente a no contestar nada. El anciano hubiera querido oír de sus labios una palabra, aunque hubiera sido la más amarga, la más terrible. Y he aquí que el preso se le acerca en silencio y da un beso en sus labios exangües de nonagenario. ¡A eso se reduce su respuesta! El anciano se estremece, sus labios tiemblan; se dirige a la puerta, la abre y dice: “¡Vete y no vuelvas nunca... , nunca! Y le deja salir a las tinieblas de la ciudad”. El preso se aleja.

sábado, 8 de octubre de 2011

Fábula del asno


Matías Lino Picado, 
Apologia de los asnos, compuesta en renglones así como versos (1829) 

Fábula que encontró en su mesa Fernando VII, por la cual se habría desterrado a su monasterio a Lino Picado, presunto autor de la misma:
De Jaén a Ximena
iba un arriero
con su recua de burros
de diferentes pelos.
Llevaba burros blancos,
llevaba burros negros,
llevaba burros pardos,
también burros plateros
Un militar curioso
observó al arriero
y dijo entusiasmado:
¡Tú si que eres discreto!
Tu conducta aplaudida
será del mundo entero:
tú las acciones miras,
no reparas el pelo:
palo al burro que es blanco,
palo al burro que es negro,
palo al burro que es pardo,
palo al burro platero
palos a todo burro
que no anda derecho 

Apología..., LII- LV).