DOCTOR STOCKMANN.
¿Marcharnos, decías? No, Catalina, no; nos quedaremos aquí.
PETRA.
¡Nos quedamos!
SEÑORA STOCKMANN.
¿Aquí, en la ciudad?
DOCTOR STOCKMANN.
Sí. Ha comenzado la batalla y aquí he de conseguir la victoria. En cuanto hayas zurcido mi pantalón, saldré a buscar casa; tenemos que procurarnos un refugio para pasar el invierno.
HORSTER.
Puede usted aprovechar la mía.
DOCTOR STOCKMANN.
¿En serio...?
HORSTER.
No hay inconveniente. Me sobra espacio, y rara vez estoy en casa.
SEÑORA STOCKMANN.
¡Qué amable es usted!
PETRA.
¡Gracias, muchísimas gracias, Horster!
DOCTOR STOCKMANN. (Estrechando la mano al capitán.)
¡Muchas gracias! Ya han cesado todas mis preocupaciones. Ahora voy a empezar a trabajar de firme; cuanto antes, mejor. Catalina, aún me quedan muchos descubrimientos por hacer. Ya podré al fin disponer de todo el tiempo que quiera; porque has de saber, Catalina, que me han dado la cesantía de mi cargo en el balneario.
SEÑORA STOCKMANN. (Suspirando.)
Me lo temía.
DOCTOR STOCKMANN.
Y quieren quitarme encima la clientela. ¡Bah! ¡Que hagan lo que quieran! Siempre me quedarán los pobres, los que no pagan. Son los pobres, principalmente, los que me necesitan y, como no tendrán más remedio que escucharme, les sermonearé a diestro y siniestro, con su aprobación o sin ella.
SEÑORA STOCKMANN.
Pero, querido Tomás, ¿te consta adónde te conduce... sermonear?
DOCTOR STOCKMANN.
¿Y qué quieres que le haga, Catalina? ¿O es que prefieres que me arrastre por el fango dependiendo de la opinión pública, de la mayoría compacta y de todas esas paparruchas? No; lo que deseo es bien sencillo: deseo meter en la cabeza a esos estúpidos, a quienes llaman aquí liberales, que son los peores enemigos de las hombres libres; que los programas de partido abortan toda verdad capaz de vivir; que la manera como interpretan ciertas conveniencias está fuera de toda moral y de toda justicia y que acabarán por volver la vida completamente insoportable. ¿No opina, capitán, que lograré hacérselo comprender?
HORSTER.
Quizá. Yo no entiendo nada de esas cosas.
DOCTOR STOCKMANN.
Pues va a entenderlo enseguida. Se impone que desaparezcan los cabecillas de partido. Todo cabecilla es un lobo, un lobo hambriento que necesita para vivir cierto número de gallinas y corderos. Y si no díganlo Aslaksen y Hovstad. ¿Cuántos corderos devoran? Y los que no devoran, los inutilizan, convirtiéndolos en propietarios de casas y en suscriptores de La Voz del Pueblo. (Se sienta en el borde de la mesa.) Ven aquí, Catalina. ¿Ves cómo nos envía el sol sus rayos generosos, y cómo nos refresca la brisa de primavera que entra por esa ventana?
SEÑORA STOCKMANN.
Sí; pero no podemos vivir únicamente de rayos de sol y brisas de primavera...
DOCTOR STOCKMANN.
Conque economices un poco más ya verás cómo se arregla todo; eso es lo que menos me preocupa. Lo malo es que no sé de ningún hombre lo bastante libre, lo bastante leal para proseguir mi misión cuando yo muera.
PETRA.
De momento no pienses en eso, papá. Todavía tienes mucha vida por delante para actuar: mira, ya están aquí los niños.
(Pasan EJLIF y MORTEN.)
SEÑORA STOCKMANN.
¿Tan temprano habéis acabado las clases?
MORTEN.
Es que hemos reñido con los otros chicos en el recreo y...
EJLIF.
Porque ellos se metieron con nosotros.
MORTEN.
Sí... y, entonces, el señor Korlund ha dicho que sería conveniente que nos quedásemos en casa algunos días.
DOCTOR STOCKMANN. (Chasca los dedos y baja de la mesa.)
¡Pues bueno, pues me alegro! No volveréis a pisar la escuela.
LOS NIÑOS.
¿No? ¿Nunca?
SEÑORA STOCKMANN.
Pero, Tomás...
DOCTOR STOCKMANN.
Nunca: les enseñaré yo mismo. Ya no tendréis que estudiar nada de nada; pero, eso sí, haré de vosotros hombres libres y superiores. Para ello, Petra, necesitaré tu ayuda, ¿me oyes?
PETRA.
Cuenta conmigo, papá.
DOCTOR STOCKMANN.
Instalaremos la escuela en la sala donde me insultaron llamándome "enemigo del pueblo". Pero se requerirá que vengan más alumnos aún: me hace falta lo menos una docena de muchachos para empezar.
SEÑORA STOCKMANN.
No los encontrarás en toda la ciudad.
DOCTOR STOCKMANN.
¡Eso lo veremos! (A sus hijos.) ¿No conocéis vosotros algunos granujillas?
MORTEN.
Sí, papá, yo conozco algunos.
DOCTOR STOCKMANN.
¡Magnífico! A ver si puedes traérmelos. Quiero ensayarme con ellos. A veces se encuentran verdaderos prodigios.
MORTEN.
¿Y qué vamos a hacer cuando seamos hombres libres y superiores?
DOCTOR STOCKMANN.
Entonces, hijos míos, iréis a cazar lobos: por aquí abundan.
SEÑORA STOCKMANN.
Con tal que no sean los lobos los que te cacen a ti, Tomás...
DOCTOR STOCKMANN.
¿Pero qué locuras estás diciendo, Catalina? ¿Cazarme? ¿A mí, que ahora soy el hombre más poderoso de la ciudad?
SEÑORA STOCKMANN.
- ¿Poderoso...? ¿Tú?
DOCTOR STOCKMANN.
Sí. E incluso me aventuro a decir que soy uno de los hombres más poderosos del mundo.
MORTEN.
¿De veras, papá?
DOCTOR STOCKMANN. (En voz baja.)
¡Chis! ¡Silencio! Todavía es un secreto; pero vengo de hacer un gran descubrimiento...
SEÑORA STOCKMANN. (Extrañada.)
¿Otro descubrimiento?
DOCTOR STOCKMANN.
Sí, otro. (Congregando a todos en torno suyo.) Helo aquí. Escuchad: el hombre más poderoso del mundo es el que está más solo.
SEÑORA STOCKMANN. (Sonríe y mueve la cabeza.)
¡Tomás, Tomás!
PETRA. (Tomándole cariñosamente las manos.)
¡Papá!