I
De B. Pérez Galdós, El equipaje del rey José, VI:
De B. Pérez Galdós, El equipaje del rey José, VI:
No seguiremos al general Hugo y su convoy en todo su viaje hasta que en los campos de Vitoria perdieron los franceses gran parte de lo mucho que habían cogido. Bastantes apurillos pasó en Cuéllar y en Tudela de Duero; pero al fin logró unirse al grueso del ejército francés en Valladolid.
Reunidos todos, la continua amenaza de las divisiones aliadas les hizo muy penoso el camino desde Valladolid a Burgos. Aquí no pudieron resistir mucho tiempo, y sin gran prisa se dirigieron a Vitoria por Miranda confiados en que Wellington no les molestaría del lado allá del Ebro; pero tan admirable combinación de movimientos había hecho el inglés que cuando los franceses pasaron el gran río, lo pasaban también los aliados por diferentes puntos, y ambos enemigos se encontraban frente a frente en las montañas de Álava y Vizcaya. Apretó Bonaparte el paso juntando a los suyos para que desperdigados aquí y allí no fueran batidos al pormenor, y el 19 de Junio llegó a la Puebla de Arganzón, donde es fuerza que quitemos la vista del Rey y de su ejército para fijarla en una sola persona, que por ahora y mientras vengan sucesos estupendos en la esfera de la historia, ha de llevar en estas líneas la preferencia.
¡Y por qué no! ¡Por qué hemos de ver la historia en los bárbaros fusilazos de algunos millares de hombres que se mueven como máquinas a impulsos de una ambición superior, y no hemos de verla en las ideas y en los sentimientos de ese joven oscuro! ¡Si en la historia no hubiera más que batallas; si sus únicos actores fueran las celebridades personales, cuán pequeña sería! Está en el vivir lento y casi siempre doloroso de la sociedad, en lo que hacen todos y en lo que hace cada uno. En ella nada es indigno de la narración, así como en la naturaleza no es menos digno de estudio el olvidado insecto que la inconmensurable arquitectura de los mundos.
Los libros que forman la capa papirácea de este siglo, como dijo un sabio, nos vuelven locos con su mucho hablar de los grandes hombres, de si hicieron esto o lo otro, o dijeron tal o cual cosa. Sabemos por ellos las acciones culminantes, que siempre son batallas, carnicerías horrendas, o empalagosos cuentos de reyes y dinastías, que preocupan al mundo con sus riñas o con sus casamientos; y entretanto la vida interna permanece oscura, olvidada, sepultada. Reposa la sociedad en el inmenso osario sin letreros ni cruces ni signo alguno: de las personas no hay memoria, y sólo tienen estatuas y cenotafios los vanos personajes... Pero la posteridad quiere registrarlo todo; excava, revuelve, escudriña, interroga los olvidados huesos sin nombre; no se contenta con saber de memoria todas las picardías de los inmortales desde César hasta Napoleón; y deseando ahondar lo pasado quiere hacer revivir ante sí a otros grandes actores del drama de la vida, a aquellos para quienes todas las lenguas tienen un vago nombre, y la nuestra llama Fulano y Mengano.
II
De B. P. Galdós, Gerona, cap. XXVI:
La soberbia enfatuada y sin freno perpetra grandes crímenes ciegamente, creyendo realizar actos marcados por ilusorio destino. Los malvados en grande escala que han tenido la suerte o la desgracia de que todo un continente se envilezca arrojándose a sus pies, llegan a creer que están por encima de las leyes morales, reguladoras según su criterio, tan sólo de las menudencias de la vida. Por esta causa se atreven tranquilamente y sin que su empedernido corazón palpite con zozobra, a violar las leyes morales, ateniéndose para ello a las mil fútiles y movedizas reglas que ellos mismos dictaron llamándolas razones de estado, intereses de esta o de la otra nación; y a veces si se les deja, sobre el vano eje de su capricho o de sus pasiones hacen mover y voltear a pueblos inocentes, a millares de individuos que no quieren sino el bien. Verdad es que parte de la responsabilidad corresponde al mundo, por permitir que media docena de hombres o uno solo jueguen con él a la pelota.
Desarrollados en proporciones colosales los vicios y los crímenes, se desfiguran en tales términos que no se les conoce; el historiador se emboba engañado por la grandeza óptica de lo que en realidad es pequeño, y aplaude y admira un delito tan sólo porque es perpetrado en la extensión de todo un hemisferio. La excesiva magnitud estorba a la observación lo mismo que el achicamiento que hace perder el objeto en las nieblas de lo invisible. Digo esto, porque a mi juicio, Napoleón I y su efímero imperio, salvo el inmenso genio militar, se diferencian de los bandoleros y asesinos que han pululado por el mundo cuando faltaba policía, tan sólo en la magnitud. Invadir las naciones, saquearlas, apropiárselas, quebrantar los tratados, engañar al mundo entero, a reyes y a pueblos, no tener más ley que el capricho y sostenerse en constante rebelión contra la humanidad entera, es elevar al máximum de desarrollo el mismo sistema de nuestros famosos caballistas. Ciertas voces no tienen en ningún lenguaje la extensión que debieran, y si despojar a un viajante de su pañuelo se llama robo, para expresar la tala de una comarca, la expropiación forzosa de un pueblo entero, los idiomas tienen pérfidas voces y frases con que se llenan la boca los diplomáticos y los conquistadores, pues nadie se avergüenza de nombrar los grandiosos planes continentales, la absorción de unos pueblos por otros... etc. Para evitar esto debiera existir (no reírse) una policía de las naciones, corporación en verdad algo difícil de montar; pero entre tanto tenemos a la Providencia, que al fin y al cabo sabe poner a la sombra a los merodeadores en grande escala, devolviendo a sus dueños los objetos perdidos, y restableciendo el imperio moral, que nunca está por tierra largo tiempo.
III
De B. P. Galdós, Narváez, cap. XXI:
Primeros de Julio.- Han pasado algunos días, no sé cuántos: llevo mal ahora la cuenta del tiempo... En este paréntesis corto de mis Confesiones, mi pensamiento no ha estado libre de alternativas y mudanzas. Sufrí recrudescencias de mi rabia demagógica, y -213- he visto luego que esta formidable pasión o dolencia remitía, dejándome volver a mi normal estado de sensatez. Conviéneme declarar que ni en mis delirios ni en mis sedaciones me ha faltado el cariño a mi mujer y a mi chiquillo, sentimiento de un orden reposado, compuesto de deber y amor, y que ha llegado a parecerme armonizable con mis ensueños. Cuando disponga de más reposo, explicaré la filosofía que pongo en práctica para socorrerme con ese cómodo sincretismo... Lo más urgente ahora es que traslade al papel un suceso mío, que no por mío precisamente, sino por suceso en sí propio importante, debe ser comunicado a la indagadora Posteridad. Ello es que al cabo quiso Eufrasia que se cumplieran las profecías: así llamo a las promesas de ella, y a las malignas suposiciones del vulgo. Una carta que al Congreso me escribió, la respuesta mía, una breve entrevista después en el paseo, determinaron lo que por lo visto deseaba ella más que yo en aquel día, no muy lejano del presente. Cogiome en tal estado espasmódico y cerebral, que mi primer impulso fue no acudir al dulce reclamo. Después lo pensé mejor, y entendí que el Acaso me deparaba quizás un grande alivio de mis murrias; deparábame asimismo el gusto de dar la razón al penseque mundano, y de convertir el cronicón apócrifo en historia verídica, espejo de la vida real. Me molestaba la mentira ¡y era tan fácil trocarla en verdad!
Diome la verdad mi amiga una tarde en el Casino de Embajadores... Perdonad que me interrumpa para deciros otra vez, y van dos, que me carga Donoso Cortés, y que ya estoy ahíto de la indigesta carta filosófica que nos enjaretó desde Berlín. Infinitas veces se ha tragado su lectura mi papá político, y algunos párrafos quedaron impresos en su memoria como el Padrenuestro. Creeré que lo aprendió en viernes. Esta mañana lo repetía en tono triunfal: «Si se me preguntara mi opinión particular sobre el eclecticismo, diría que es una rama seca y deshojada del árbol del racionalismo. Del racionalismo ha salido el spinozismo, el volterianismo, el kantismo, el hegelianismo y el cousinismo, doctrinas de perdición... La sociedad europea se muere: sus extremidades están frías, su corazón lo estará dentro de poco. ¿Sabéis por qué se muere?». A esta pregunta que mi suegro hacía con entonación propia, como si fuera de su cosecha, contestábamos al unísono mi mujer y yo: «No señor: no sabemos nada». Y él, hinchándose de vana elocuencia, como lo estaban sus bolsillos de copiosos caudales, se contestaba: «Muere porque la sociedad había sido hecha por Dios para alimentarse de la substancia católica, y médicos empíricos le han dado por alimento la sustancia racionalista...».
Pero lo que más a mi señor suegro, reventando de rico, seduce y entusiasma, es aquel pasaje sentimental en que nuestro rutilante orador nos revela que hemos venido al mundo para llorar y padecer. La cosa resulta clarísima y se demuestra con un ejemplo. «La vida es una expiación -decía D. Feliciano con semblante fúnebre al repetir uno de los trozos más enfáticos de la carta-; la tierra es un valle de lágrimas. Si no queréis alzar la vista a los Cielos, ponedla en la cuna del niño sin pecado... ¿Qué hace el niño privado aún de pensamiento, de razón y hasta de voluntad? Pues llorar...». Argumento incontestable: si el niño, que todavía es un ángel, llora, nosotros que estamos llenos de pecados, ¿qué fin y destino tenemos más que hacer pucheros en todo el curso de nuestra vida? Observaba yo que mi ilustre suegro, con tanto recomendar el llanto a las personas mayores, se abstenía personalmente de toda demostración de duelo, y nos decía, más regañón que dolorido: «Esta es la verdad, la doctrina pura. Aprended, aprended aquí».
Perdónenme la digresión . Sigo contando. Quedamos en que fui a la calle de Embajadores. Ya comprenderéis que de tan delicado asunto sólo debo hablar lo preciso para establecer la debida coordinación lógica entre las diversas partes de estas confidencias. Me permito saltar de la primera a la segunda entrevista con Eufrasia, que fue ayer, y añado que las alegrías de estos reservados encuentros dejan en mí un sedimento amargo, y que no han apagado, no, el volcán que suscitó en mi mente la fatal aparición de la salvaje Lucila. Os diré con confianza que los halagos de la moruna, con ser en determinadas ocasiones de extraordinaria intensidad sensitiva, me traen el hielo en inmediata concatenación con el fuego, cual si fuesen eslabones que forman un toisón de alternados metales. En sus encantos, a poco de gustarlos, no me ha sido difícil ver el desabrimiento de las cosas de serie, que traen de atrás su principio y continúan repitiéndose en la igualdad de sus casos y consecuencias. Yo me sentía sucesor de alguien y predecesor de otro u otros, y si mi herencia me parecía triste, más lástima que envidia sentía de mis presuntos herederos.
Otro día de Julio.- A la tercera vez, con más empeño que en la primera y segunda, trato de indagar el móvil y fin de aquella conspiración de zarzuela en que la moruna entretiene sus ocios. La reciente intimidad no tiene bastante poder para quebrantar el secreto. Eufrasia elude las preguntas, cambia de conversación, niega cuando se ve estrechada; acaba por afirmar que todo concluyó, que fue una broma, chismorreo de damas locuaces, que no saben cómo pasar el rato. Mis coloquios en tan cercana disposición me permiten observar que es recelosa, sagaz y reservada, que las pasiones no ahogan jamás su discernimiento, que poniendo en sus empresas toda la perseverancia del mundo, sabe esperar. Yo no me recato de confesarle mis simpatías por la demagogia, sin descubrir el secreto psicológico de esta novedad, y ella me alienta, declarándose también un poquito revolucionaria, sin precisar ideas.
Permitidme que en una nueva digresión afirme otra vez, y van ciento, que me encocoran lo indecible el Sr. Donoso, Marqués de Valdegamas, y su ciencia relamida. Si me ofrecéis recibo lo tomaré, y sigo en mi cantinela... Es que a diferentes horas, en las situaciones más diferentes, invade mi alma el desdén de estas retóricas vacías. Ese buen señor que a mis contemporáneos entusiasma, a mí me revienta: no puedo remediarlo... Y a propósito, para que no me acuséis de inoportunidad: Eufrasia, tomando pie de no sé qué apreciación mía, me ha dicho, mientras se arreglaba el desordenado cabello: «¿Verdad que es hermosa la carta de Donoso Cortés?». Yo troné contra el ídolo de las damas y de los grillos parlamentarios, y mi amiga lo defendió con grandes hipérboles, repitiendo algunas de sus vaciedades más rotundas: «Luzbel no es el rival, es el esclavo del Altísimo».
-Bueno, ¿y qué? Concedo que no es el rival, sino el esclavo... ¿Y qué?
-Que el mal no es obra de Satanás: «el mal que el ángel rebelde infunde o inspira, no lo inspira y no lo infunde sino permitiéndolo el Señor, y el Señor no lo permite sino para castigar a los impíos, o para purificar a los justos con el hierro candente de las tribulaciones...». Así lo parla el maestro...
-Eso va con nosotros: falta saber si somos impíos y merecemos azotes, o justos que seremos purificados.
-No seas tonto. Eso lo dice por las revoluciones...
-¿Qué más revolución que nosotros?
-No hables en plural: tú eres demagogo.
-Y tú descamisada...
-¡Ay, qué pillo!... El descamisado, el sans culotte eres tú... Las palabras de Quiquiriquí sobre el Sr. de Luzbel no van con nosotros. Es que algunos han dicho que la revolución de Febrero del año pasado en Francia, la que echó del trono a Luis Felipe, fue un castigo, y que después vendría la misericordia de Dios. Pues no es eso: Donoso Cortés, con ese talentazo que no le cabe en la cabeza, ve las cosas claras y dice que no habrá misericordia... «Los que vivan verán asombrados que la revolución de Febrero no fue más que una amenaza, y que ahora viene el castigo...».
-¡Ya escampa! Pongámonos en salvo.
-No te burles. Vendrá un cambiazo muy gordo que nos libre de tanto pillo.
-Y en ese cambiazo trabajas tú y otras, a cencerros tapados... Destruiréis todo lo actual, y pondréis al frente de la Administración un Ministerio de niños llorones presidido por Quiquiriquí.
Soltó al oír esto una risa franca, fresca, sonora, expresión de abandono y travesura.
«Déjame que cierre así la discusión -me dijo-. Mi nombre es Alegría...». Y acabó por confesarme que también a ella le revuelven el estómago los sermones de Valdegamas, y que si los celebra y repite es por seguir la corriente; que toda aquella hinchazón insubstancial no sirve para nada, ni traerá la más pequeña mudanza de las cosas públicas. El mundo, según Eufrasia, se gobierna por pasiones, no por ideas, y estas no influyen sino cuando son apasionadas. No echo yo en saco roto esta sentencia, que me parece de un profundo sentido en los tiempos que corren. Tiene la moruna mucho talento. Así lo declaro, y ella con candoroso orgullo me dice: «¿Pues qué eres tú...? Si yo fuera Reina haría de España una gran Nación. Yo sabría ser mujer y soberana, sin que la soberana y la mujer se estorbasen la una a la otra. Yo poseería y practicaría el arte más difícil, que es el de escoger hombres más o menos públicos, y en cada puesto estaría el sujeto apto para desempeñarlo... Yo los examinaría bien, y hasta que no estuviera bien segura de sus cualidades no les daría el rango... Créete que yo haría una Reina admirable, como Isabel de Inglaterra, o Catalina de Rusia; pero con la condición de ser soberana absolutamente absoluta, porque de otro modo no respondería del acierto. ¿Libertad? No habría más libertad que la mía. ¿Religión? La mía, y que fuera yo mi propio Papa. ¿Ejército? Yo Generalísima. ¿Marina? Yo Almirantísima. ¿Gobierno? Yo Ministrísima... Verías tú qué bien andaba todo. Yo y el Pueblo, y entre este y yo un cierto número de lacayos instruidos que sirvieran fielmente al Pueblo en mi nombre». Preguntada por mí acerca del lugar que a -220- su esposo daría en este absolutísimo gobierno mujeril, me contestó que en su Reino decretaría el cese de todos los maridos que no fueran padres, y que a D. Saturno, por gratitud, le nombraría Inspector General de Matrimonios, para divorciar a los que no tuviesen prole... Yo, como padre que soy bien acreditado, tendría un puesto de importancia en la Nación...
Con estas y otras tonterías pasamos el rato. El ingenio de esta mujer me divierte... pero el vacío de mi alma continúa sin llenar. Termina la moruna diciéndome que se va a la Granja, donde está la Corte, y me incita a que vaya también yo con mi familia... Si María Ignacia y sus padres desean lo mismo, ¿por qué no acabo de resolverme? ¿Qué interés o querencia me amarran a Madrid? Respondo que sí, que no y qué sé yo.
II
De B. P. Galdós, Gerona, cap. XXVI:
La soberbia enfatuada y sin freno perpetra grandes crímenes ciegamente, creyendo realizar actos marcados por ilusorio destino. Los malvados en grande escala que han tenido la suerte o la desgracia de que todo un continente se envilezca arrojándose a sus pies, llegan a creer que están por encima de las leyes morales, reguladoras según su criterio, tan sólo de las menudencias de la vida. Por esta causa se atreven tranquilamente y sin que su empedernido corazón palpite con zozobra, a violar las leyes morales, ateniéndose para ello a las mil fútiles y movedizas reglas que ellos mismos dictaron llamándolas razones de estado, intereses de esta o de la otra nación; y a veces si se les deja, sobre el vano eje de su capricho o de sus pasiones hacen mover y voltear a pueblos inocentes, a millares de individuos que no quieren sino el bien. Verdad es que parte de la responsabilidad corresponde al mundo, por permitir que media docena de hombres o uno solo jueguen con él a la pelota.
Desarrollados en proporciones colosales los vicios y los crímenes, se desfiguran en tales términos que no se les conoce; el historiador se emboba engañado por la grandeza óptica de lo que en realidad es pequeño, y aplaude y admira un delito tan sólo porque es perpetrado en la extensión de todo un hemisferio. La excesiva magnitud estorba a la observación lo mismo que el achicamiento que hace perder el objeto en las nieblas de lo invisible. Digo esto, porque a mi juicio, Napoleón I y su efímero imperio, salvo el inmenso genio militar, se diferencian de los bandoleros y asesinos que han pululado por el mundo cuando faltaba policía, tan sólo en la magnitud. Invadir las naciones, saquearlas, apropiárselas, quebrantar los tratados, engañar al mundo entero, a reyes y a pueblos, no tener más ley que el capricho y sostenerse en constante rebelión contra la humanidad entera, es elevar al máximum de desarrollo el mismo sistema de nuestros famosos caballistas. Ciertas voces no tienen en ningún lenguaje la extensión que debieran, y si despojar a un viajante de su pañuelo se llama robo, para expresar la tala de una comarca, la expropiación forzosa de un pueblo entero, los idiomas tienen pérfidas voces y frases con que se llenan la boca los diplomáticos y los conquistadores, pues nadie se avergüenza de nombrar los grandiosos planes continentales, la absorción de unos pueblos por otros... etc. Para evitar esto debiera existir (no reírse) una policía de las naciones, corporación en verdad algo difícil de montar; pero entre tanto tenemos a la Providencia, que al fin y al cabo sabe poner a la sombra a los merodeadores en grande escala, devolviendo a sus dueños los objetos perdidos, y restableciendo el imperio moral, que nunca está por tierra largo tiempo.
III
De B. P. Galdós, Narváez, cap. XXI:
Primeros de Julio.- Han pasado algunos días, no sé cuántos: llevo mal ahora la cuenta del tiempo... En este paréntesis corto de mis Confesiones, mi pensamiento no ha estado libre de alternativas y mudanzas. Sufrí recrudescencias de mi rabia demagógica, y -213- he visto luego que esta formidable pasión o dolencia remitía, dejándome volver a mi normal estado de sensatez. Conviéneme declarar que ni en mis delirios ni en mis sedaciones me ha faltado el cariño a mi mujer y a mi chiquillo, sentimiento de un orden reposado, compuesto de deber y amor, y que ha llegado a parecerme armonizable con mis ensueños. Cuando disponga de más reposo, explicaré la filosofía que pongo en práctica para socorrerme con ese cómodo sincretismo... Lo más urgente ahora es que traslade al papel un suceso mío, que no por mío precisamente, sino por suceso en sí propio importante, debe ser comunicado a la indagadora Posteridad. Ello es que al cabo quiso Eufrasia que se cumplieran las profecías: así llamo a las promesas de ella, y a las malignas suposiciones del vulgo. Una carta que al Congreso me escribió, la respuesta mía, una breve entrevista después en el paseo, determinaron lo que por lo visto deseaba ella más que yo en aquel día, no muy lejano del presente. Cogiome en tal estado espasmódico y cerebral, que mi primer impulso fue no acudir al dulce reclamo. Después lo pensé mejor, y entendí que el Acaso me deparaba quizás un grande alivio de mis murrias; deparábame asimismo el gusto de dar la razón al penseque mundano, y de convertir el cronicón apócrifo en historia verídica, espejo de la vida real. Me molestaba la mentira ¡y era tan fácil trocarla en verdad!
Diome la verdad mi amiga una tarde en el Casino de Embajadores... Perdonad que me interrumpa para deciros otra vez, y van dos, que me carga Donoso Cortés, y que ya estoy ahíto de la indigesta carta filosófica que nos enjaretó desde Berlín. Infinitas veces se ha tragado su lectura mi papá político, y algunos párrafos quedaron impresos en su memoria como el Padrenuestro. Creeré que lo aprendió en viernes. Esta mañana lo repetía en tono triunfal: «Si se me preguntara mi opinión particular sobre el eclecticismo, diría que es una rama seca y deshojada del árbol del racionalismo. Del racionalismo ha salido el spinozismo, el volterianismo, el kantismo, el hegelianismo y el cousinismo, doctrinas de perdición... La sociedad europea se muere: sus extremidades están frías, su corazón lo estará dentro de poco. ¿Sabéis por qué se muere?». A esta pregunta que mi suegro hacía con entonación propia, como si fuera de su cosecha, contestábamos al unísono mi mujer y yo: «No señor: no sabemos nada». Y él, hinchándose de vana elocuencia, como lo estaban sus bolsillos de copiosos caudales, se contestaba: «Muere porque la sociedad había sido hecha por Dios para alimentarse de la substancia católica, y médicos empíricos le han dado por alimento la sustancia racionalista...».
Pero lo que más a mi señor suegro, reventando de rico, seduce y entusiasma, es aquel pasaje sentimental en que nuestro rutilante orador nos revela que hemos venido al mundo para llorar y padecer. La cosa resulta clarísima y se demuestra con un ejemplo. «La vida es una expiación -decía D. Feliciano con semblante fúnebre al repetir uno de los trozos más enfáticos de la carta-; la tierra es un valle de lágrimas. Si no queréis alzar la vista a los Cielos, ponedla en la cuna del niño sin pecado... ¿Qué hace el niño privado aún de pensamiento, de razón y hasta de voluntad? Pues llorar...». Argumento incontestable: si el niño, que todavía es un ángel, llora, nosotros que estamos llenos de pecados, ¿qué fin y destino tenemos más que hacer pucheros en todo el curso de nuestra vida? Observaba yo que mi ilustre suegro, con tanto recomendar el llanto a las personas mayores, se abstenía personalmente de toda demostración de duelo, y nos decía, más regañón que dolorido: «Esta es la verdad, la doctrina pura. Aprended, aprended aquí».
Perdónenme la digresión . Sigo contando. Quedamos en que fui a la calle de Embajadores. Ya comprenderéis que de tan delicado asunto sólo debo hablar lo preciso para establecer la debida coordinación lógica entre las diversas partes de estas confidencias. Me permito saltar de la primera a la segunda entrevista con Eufrasia, que fue ayer, y añado que las alegrías de estos reservados encuentros dejan en mí un sedimento amargo, y que no han apagado, no, el volcán que suscitó en mi mente la fatal aparición de la salvaje Lucila. Os diré con confianza que los halagos de la moruna, con ser en determinadas ocasiones de extraordinaria intensidad sensitiva, me traen el hielo en inmediata concatenación con el fuego, cual si fuesen eslabones que forman un toisón de alternados metales. En sus encantos, a poco de gustarlos, no me ha sido difícil ver el desabrimiento de las cosas de serie, que traen de atrás su principio y continúan repitiéndose en la igualdad de sus casos y consecuencias. Yo me sentía sucesor de alguien y predecesor de otro u otros, y si mi herencia me parecía triste, más lástima que envidia sentía de mis presuntos herederos.
Otro día de Julio.- A la tercera vez, con más empeño que en la primera y segunda, trato de indagar el móvil y fin de aquella conspiración de zarzuela en que la moruna entretiene sus ocios. La reciente intimidad no tiene bastante poder para quebrantar el secreto. Eufrasia elude las preguntas, cambia de conversación, niega cuando se ve estrechada; acaba por afirmar que todo concluyó, que fue una broma, chismorreo de damas locuaces, que no saben cómo pasar el rato. Mis coloquios en tan cercana disposición me permiten observar que es recelosa, sagaz y reservada, que las pasiones no ahogan jamás su discernimiento, que poniendo en sus empresas toda la perseverancia del mundo, sabe esperar. Yo no me recato de confesarle mis simpatías por la demagogia, sin descubrir el secreto psicológico de esta novedad, y ella me alienta, declarándose también un poquito revolucionaria, sin precisar ideas.
Permitidme que en una nueva digresión afirme otra vez, y van ciento, que me encocoran lo indecible el Sr. Donoso, Marqués de Valdegamas, y su ciencia relamida. Si me ofrecéis recibo lo tomaré, y sigo en mi cantinela... Es que a diferentes horas, en las situaciones más diferentes, invade mi alma el desdén de estas retóricas vacías. Ese buen señor que a mis contemporáneos entusiasma, a mí me revienta: no puedo remediarlo... Y a propósito, para que no me acuséis de inoportunidad: Eufrasia, tomando pie de no sé qué apreciación mía, me ha dicho, mientras se arreglaba el desordenado cabello: «¿Verdad que es hermosa la carta de Donoso Cortés?». Yo troné contra el ídolo de las damas y de los grillos parlamentarios, y mi amiga lo defendió con grandes hipérboles, repitiendo algunas de sus vaciedades más rotundas: «Luzbel no es el rival, es el esclavo del Altísimo».
-Bueno, ¿y qué? Concedo que no es el rival, sino el esclavo... ¿Y qué?
-Que el mal no es obra de Satanás: «el mal que el ángel rebelde infunde o inspira, no lo inspira y no lo infunde sino permitiéndolo el Señor, y el Señor no lo permite sino para castigar a los impíos, o para purificar a los justos con el hierro candente de las tribulaciones...». Así lo parla el maestro...
-Eso va con nosotros: falta saber si somos impíos y merecemos azotes, o justos que seremos purificados.
-No seas tonto. Eso lo dice por las revoluciones...
-¿Qué más revolución que nosotros?
-No hables en plural: tú eres demagogo.
-Y tú descamisada...
-¡Ay, qué pillo!... El descamisado, el sans culotte eres tú... Las palabras de Quiquiriquí sobre el Sr. de Luzbel no van con nosotros. Es que algunos han dicho que la revolución de Febrero del año pasado en Francia, la que echó del trono a Luis Felipe, fue un castigo, y que después vendría la misericordia de Dios. Pues no es eso: Donoso Cortés, con ese talentazo que no le cabe en la cabeza, ve las cosas claras y dice que no habrá misericordia... «Los que vivan verán asombrados que la revolución de Febrero no fue más que una amenaza, y que ahora viene el castigo...».
-¡Ya escampa! Pongámonos en salvo.
-No te burles. Vendrá un cambiazo muy gordo que nos libre de tanto pillo.
-Y en ese cambiazo trabajas tú y otras, a cencerros tapados... Destruiréis todo lo actual, y pondréis al frente de la Administración un Ministerio de niños llorones presidido por Quiquiriquí.
Soltó al oír esto una risa franca, fresca, sonora, expresión de abandono y travesura.
«Déjame que cierre así la discusión -me dijo-. Mi nombre es Alegría...». Y acabó por confesarme que también a ella le revuelven el estómago los sermones de Valdegamas, y que si los celebra y repite es por seguir la corriente; que toda aquella hinchazón insubstancial no sirve para nada, ni traerá la más pequeña mudanza de las cosas públicas. El mundo, según Eufrasia, se gobierna por pasiones, no por ideas, y estas no influyen sino cuando son apasionadas. No echo yo en saco roto esta sentencia, que me parece de un profundo sentido en los tiempos que corren. Tiene la moruna mucho talento. Así lo declaro, y ella con candoroso orgullo me dice: «¿Pues qué eres tú...? Si yo fuera Reina haría de España una gran Nación. Yo sabría ser mujer y soberana, sin que la soberana y la mujer se estorbasen la una a la otra. Yo poseería y practicaría el arte más difícil, que es el de escoger hombres más o menos públicos, y en cada puesto estaría el sujeto apto para desempeñarlo... Yo los examinaría bien, y hasta que no estuviera bien segura de sus cualidades no les daría el rango... Créete que yo haría una Reina admirable, como Isabel de Inglaterra, o Catalina de Rusia; pero con la condición de ser soberana absolutamente absoluta, porque de otro modo no respondería del acierto. ¿Libertad? No habría más libertad que la mía. ¿Religión? La mía, y que fuera yo mi propio Papa. ¿Ejército? Yo Generalísima. ¿Marina? Yo Almirantísima. ¿Gobierno? Yo Ministrísima... Verías tú qué bien andaba todo. Yo y el Pueblo, y entre este y yo un cierto número de lacayos instruidos que sirvieran fielmente al Pueblo en mi nombre». Preguntada por mí acerca del lugar que a -220- su esposo daría en este absolutísimo gobierno mujeril, me contestó que en su Reino decretaría el cese de todos los maridos que no fueran padres, y que a D. Saturno, por gratitud, le nombraría Inspector General de Matrimonios, para divorciar a los que no tuviesen prole... Yo, como padre que soy bien acreditado, tendría un puesto de importancia en la Nación...
Con estas y otras tonterías pasamos el rato. El ingenio de esta mujer me divierte... pero el vacío de mi alma continúa sin llenar. Termina la moruna diciéndome que se va a la Granja, donde está la Corte, y me incita a que vaya también yo con mi familia... Si María Ignacia y sus padres desean lo mismo, ¿por qué no acabo de resolverme? ¿Qué interés o querencia me amarran a Madrid? Respondo que sí, que no y qué sé yo.
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