lunes, 7 de agosto de 2023

Marginalia, de Edgar Alan Poe

Excerpta de los Marginalia de Edgar Allan Poe


IX

 Un vigoroso argumento en favor del cristianismo es el siguiente: los pecados contra la Caridad son probablemente los únicos que, en su lecho de muerte, los hombres llegan a sentir —y no meramente a comprender —como crímenes.

XIII

 Infinidad de errores se abren camino en nuestra filosofía por la costumbre del hombre de considerarse tan solo ciudadano del mundo —de un planeta individual— en vez de contemplar ocasionalmente su posición comopolita, como habitante del universo.

XXI

 ¿Qué puede ser más tranquilizador para el orgullo y la conciencia de un hombre, que la convicción de que al vengarse de sus enemigos por la injusticia cometida con él, no tiene más que responder haciéndoles justicia?

XXXV

 En el cuento propiamente dicho —donde no hay espacio para desarrollar caracteres o para una gran profusión yvariedad incidental—, la mera construcción se requiere mucho más imperiosamente que en la novela. En esta última,una trama defectuosa puede escapar a la observación, cosa que jamás ocurrirá en un cuento. Empero, la mayoría de nuestros cuentistas desdeñan la distinción. Parecen empezar sus relatos sin saber cómo van a terminar; y, por logeneral, sus finales —como otros tantos gobiernos de Trínculo—, parecen haber olvidado sus comienzos.

XXXVII

 Mozart dijo en su lecho de muerte que "empezaba a ver lo que podía hacerse en música". Cabe esperar que De Meyer y el resto de los espasmódicos empiecen eventualmente a comprender lo que no puede hacerse en esta rama particular de las bellas artes.

XLI

 Si a algún hombre ambicioso se le ocurriera revolucionar, con un solo esfuerzo, el mundo del pensamiento humano, dela opinión humana y del humano sentimiento, la oportunidad está al alcance de su mano; el camino del renombre inmortal es directo y se abre sin obstáculos a sus pies. Todo lo que ha de hacer es escribir y publicar un librito. Su título será sencillo, unas pocas y llanas palabras: "Mi corazón al desnudo". Pero este librito deberá ser fiel a su título. Ahora bien, ¿no es muy singular que con la rabiosa sed de notoriedad que distingue a tantos humanos, a tantos a quienes se les importa un ardite lo que se piense de ellos después de muertos, no sea posible encontrar uno solo lo bastante temerario como para escribir este librito? Digo: escribir. Hay diez mil hombres que una vez escrito el libro, se reirían a la sola idea de que su publicación pudiera molestarlos en vida, y que ni siquiera concebirían por qué su publicación póstuma habría de ser vedada. Pero escribirlo... ahí está la cosa. Nadie se atreve a escribirlo. Nadie se atreverá. Nadie podría escribirlo, aunque se atreviera. El papel se arrugaría y ardería a cada toque de la ígnea pluma.

XLII

 Todo lo que el hombre de genio demanda para exaltarse es materia espiritual en movimiento. No le interesa hacia dónde tiende el movimiento —sea a su favor o en contra—, y la materia en sí carece por completo de importancia.

XLIII

 Para conversar bien, necesitamos el frío tacto del talento; para disertar bien, el brillante abandono del genio. Empero, los hombres de altísimo genio disertan a veces muy bien y a veces muy mal; bien, cuando tienen tiempo sobrado, amplio campo y un oyente comprensivo; mal, cuando temen las interrupciones y los fastidia la imposibilidad de agotar el tema en una conversación. El genio parcial es intermitente, fragmentario. El auténtico genio tiembla ante lo incompleto, la imperfección y, por lo regular, prefiere el silencio antes de decir aquello que no es todo lo que debería decirse. Está tan colmado por su tema que se queda callado, primero por no saber cómo empezar, allí donde parece haber eternamente un comienzo detrás de otro, y segundo, al percibir que su verdadero fin se halla a distancia tan infinita. A veces, abordando una cuestión, se equivoca, vacila, se interrumpe, se apresura; y como ha sido arrollado por la rapidez y la multiplicidad de sus pensamientos, sus oyentes sonríen irónicamente ante su inhabilidad para pensar. Un hombre tal se halla en su elemento en esas "grandes ocasiones" que confunden y humillan el intelecto medio. De todos modos, la influencia del conversador sobre la humanidad, mediante su conversación, es más marcada que la del disertante con su disertación; este último diserta invariablemente mejor con la pluma. Y los buenos conversadores son más raros que los disertantes respetables. De estos últimos conozco muchos, pero sólo cinco o seis de los primeros, entre los cuales recuerdo en este momento a Mr. Willis, Mr. J. T. S. Sullivan, de Filadelfia; Mr. W. M. R., de Petersburg, Va., y la señora S... d, en un tiempo en Nueva York. La mayoría de los conversadores nos inducen a maldecir nuestra estrella por no habernos hecho nacer en el pueblo, africano mencionado por Eudoux, el de aquellos salvajes que, por carecer de boca no la abrían jamás, naturalmente. Y, sin embargo, si a ciertas personas que conozco les faltara la boca, se las arreglarían para charlar lo mismo..., tal como lo hacen hoy: por la nariz.

XLVIII

 "Esa sonrisa dulce y serena, esa sonrisa que sólo puede verse en el rostro de los moribundos y los muertos" (Bulwer Lytton, Ernest Maltravers). Bulwer no es hombre de mirar los hechos cara a cara. Prefiere sentimentalizar sobre un error grosero aunque pintoresco. ¿Quién ha visto, en realidad, otra cosa que el horror en la sonrisa de los muertos? Pero deseamos ardientemente imaginarla "dulce", y ésa es la fuente del engaño, si es que en el fondo hay engaño.

LVII

 Creo que los olores poseen una fuerza sumamente peculiar, afectándonos mediante la asociación; su fuerza difiere esencialmente de la de los objetos que apelan al tacto, el sabor, la vista o el oído.

LXXII

 Ver con claridad la maquinaria —las ruedas y engranajes— de una obra de arte es, fuera de toda duda, un placer, pero un placer que sólo podemos gozar en la medida de que no gozamos del legítimo efecto a que aspira el artista. Y, de hecho, con demasiada frecuencia sucede que toda reflexión analítica sobre el arte equivale a reflejar a la manera de los espejos del templo de Esmirna, que representan deformadas las más bellas imágenes .

LXXXIII

Me he entretenido a veces tratando de imaginar cuál sería el destino de un individuo dueño (o más bien víctima) de un intelecto muy superior a los de su raza. Naturalmente, tendría conciencia de su superioridad, y no podría impedirse (si estuviera constituido en todo lo demás como un hombre) de manifestar esa conciencia. Así se haría de enemigos en todas partes. Y como sus opiniones y especulaciones diferirían ampliamente de las de toda la humanidad, no cabe duda de que lo considerarían loco. ¡Cuán horrible resultaría semejante condición! El Infierno es incapaz de inventar una tortura peor que la de ser acusado de debilidad anormal por el hecho de ser anormalmente fuerte. De la misma manera es evidente que un espíritu muy generoso, —que sintiera de verdad lo que todos fingen sentir— debería ser mal juzgado en todas partes, y mal interpretados sus motivos. Así, como el colmo de la inteligencia sería considerado fatuidad, así el exceso de caballerosidad no dejaría de ser entendido como bajeza en último grado; y lo mismo todas las virtudes restantes. Que ciertos hombres hayan sobrepasado el nivel de su raza es cosa de la que apenas cabe dudar; pero, al buscar en la historia las huellas de su existencia, deberíamos dejar de lado las biografías de los "buenos y los grandes" mientras examinamos cuidadosamente los escasos datos sobre ciertos miserables que murieron en la cárcel, el manicomio o el patíbulo.

LXXXV

 Tengo ante mí un libro cuyo rasgo más notable es la pertinacia con la cual "Monarca" y "Rey" aparecen escritos con mayúscula. Parece ser que el autor ha sido presentado recientemente a la Corte. Presumo que en el futuro empleará la d minúscula toda vez que le toque infortunadamente hablar de su Dios.

XCV

 "El artista pertenece a su obra, no la obra al artista" (Novalis). En nueve casos sobre diez, tratar de extraer sentido de un apotegma alemán es perder el tiempo; a decir verdad, se puede extraer cualquiera y todos los sentidos. Si en la frase citada se intenta afirmar que el artista es esclavo de su tema y debe conformarlo a sus pensamientos, no me atrae la idea, que en mi opinión nace de un intelecto esencialmente prosaico. En manos del artista auténtico, el tema, la"obra" no es sino una masa de arcilla, con la cual —según el tamaño de la masa y la calidad de la arcilla— puede hacerse cualquier cosa a voluntad o de acuerdo con la habilidad del artesano. La arcilla, pues, es el esclavo del artista. Le pertenece. Claro está que el genio de éste se manifiesta claramente en la elección de la arcilla. No debe ser ni fina ni gruesa, en teoría, sino lo bastante fina o gruesa, lo bastante plástica o rígida, como para servir mejor a los fines de la cosa a crear, de la idea a realizar, o, más exactamente, de la impresión a producir. Hay artistas, empero, a quienes sólo agrada el material más fino, y que por tanto sólo producen los vasos más finos. Por lo regular son muy transparentes y excesivamente frágiles.

XCVI

 Dígase a un pillo, tres o cuatro veces al día, que es el colmo de la probidad, y se conseguirá por lo menos que sea,voluntariamente, de una perfecta "respetabilidad". Por otra parte acúsese obstinadamente a un hombre honorable de ser un pillo, y se lo llenará del perverso deseo de mostrar que la acusación no es enteramente infundada.

XCVII

 Los romanos adoraban sus estandartes, y el estandarte romano era un águila. El nuestro vale tan sólo un décimo de águila —un dólar—, pero nos arreglamos para equipararlo adornándolo con decuplicada devoción.

CLXXX

 La enorme multiplicación de libros en cualquier rama del conocimiento es uno de los grandes males de la época, puesto que constituye uno de los mayores obstáculos a la adquisición de informaciones correctas, poniendo en el camino del lector enormes pilas de trastos, entre los cuales debe abrirse camino a tientas, en busca de fragmentos útiles diseminados aquí y allá.

CLXXXVIII

 El carterista común hurta una cartera y la cosa acaba ahí. Jamás irá a jactarse abiertamente de haberla robado, ni someterá a la persona agraviada a la acusación de ser ella quien ha cometido el robo. Por eso resulta mucho menos odioso que el ladrón de bienes literarios. Nos parece imposible imaginar espectáculo más repugnante que el del plagiario que se pasea entre los hombres con aire arrogante y que siente latir orgullosamente su corazón ante los aplausos que, en su conciencia, sabe que corresponden a otro. La pureza, la nobleza, la espiritualidad de la justa fama y su contraste con la grosera vulgaridad del robo muestran el pecado de plagio bajo su luz más detestable. Horroriza descubrir en un mismo pecho la sed exaltadora de la fama y la degradante propensión al robo. Tal anomalía, tal discordancia ofenden groseramente.

CCIV

 Los swedemborgianos me informan haber descubierto que todo lo dicho por mí en un artículo titulado Revelación mesmérica es absolutamente verdadero, si bien al principio se sentían inclinados a dudar de mi veracidad, de la cual, en este caso particular, yo hubiera sido el primero en dudar, puesto que la historia es una pura ficción del principio a fin.

CCXI

 El lema de los Estados Unidos, E pluribus unum, comporta quizá una astuta alusión a la definición que dio Pitágoras de la belleza: la reducción de lo plural a lo uno.

miércoles, 12 de julio de 2023

Mi Apología. Woody Allen

Mi Apología (Woody Allen)

De todos los hombres célebres que han existido, el que más me habría gustado ser es Sócrates. Y no sólo porque fue un gran pensador, pues a mí también se me reconocen varias intuiciones razonablemente profundas, si bien las mías giran invariablemente en torno a una azafata de la aviación sueca y unas esposas.

No, lo que más me atrae de este sabio entre los sabios de Grecia es su valor ante la muerte. No quiso renunciar a sus principios, sino que prefirió dar su vida para demostrarlos.

Personalmente, la idea de morir me asusta, y cualquier ruido inconveniente, tal como el escape de un automóvil, me sobresalta hasta el punto de echarme en los brazos de la persona con la que estoy conversando.

Al final, la valerosa muerte de Sócrates confirió a su vida auténtico significado, algo de lo que mi existencia carece totalmente, aunque posea una mínima pertinencia para el departamento de impuestos sobre la Renta.

Confieso que muchas veces he querido ponerme en lugar del insigne filósofo, y en todas ellas me he quedado inmediatamente traspuesto y he tenido el siguiente sueño:


(La escena transcurre en mi celda. Acostumbro a estar sentado y solo, resolviendo algún intrincado problema de pensamiento racional, por ejemplo: ¿Podemos considerar un objeto como una obra de arte, si sirve también para limpiar la estufa? En este preciso momento me visitan Agatón y Simmias)

Agatón: Ah, mi buen amigo y viejo sabio, ¿qué tal discurren tus días de confinamiento?

Allen: ¿Qué cabe decir del confinamiento, Agatón? Sólo el cuerpo puede ser sujeto a límites. Mi mente vaga con toda libertad, sin que estas cuatro paredes le pongan traba. Así que en verdad puedo preguntar, ¿existe el confinamiento?

Agatón: Ya, pero ¿Y qué ocurre si quieres dar un paseo?

Allen: Buena observación. No podría.

(Los tres permanecemos inmóviles en actitudes clásicas, casi como un friso. Finalmente Agatón toma la palabra)

Agatón: Me temo que traigo malas noticias. Te han condenado a muerte.

Allen: Ah, me entristece ser causa de controversia en el senado.

Agatón: De controversia, nada. Unanimidad.

Allen: ¿De veras?

Agatón: En la primera votación.

Allen: Vaya, esperaba un poco más de apoyo.

Simmias: El senado está furioso con tus ideas sobre un Estado utópico.

Allen: Sospecho que no debí sugerir que eligieran un filósofo-rey.

Simmias: Sobre todo cuando, carraspeando, te señalabas a ti mismo.

Allen: Aún así no consideraré malvados a mis verdugos.

Agatón: Ni yo tampoco.

Allen: Ejem, sí, bueno … ¿Qué es el mal sino, sencillamente, el bien hecho con exceso?

Agatón: ¿Cómo puede ser?

Allen: Míralo de esta manera. Si un hombre entona una bonita canción, nos resulta grata al oído. Si la canta una y otra vez te producirá jaqueca.

Agatón: Cierto.

Allen: Y si no cesa nunca de cantar, llegará un momento en que querrás estrangularle con un calcetín.

Agatón: Sí, muy cierto.

Allen: ¿Cuándo ha de cumplirse la sentencia?

Agatón: ¿Qué hora es ahora?

Allen: ¿¡Hoy!?

Agatón: Es que necesitan la celda.

Allen: ¡Bien, pues que así sea! Dejemos que me quiten la vida. Que quede escrito que muero antes de renunciar a los principios de la verdad y la libertad de pensamiento. No llores, Agatón.

Agatón: No lloro. Es alegría.

Allen; Para el hombre sabio, la muerte no es un fin, sino un principio.

Simmias: ¿Por qué?

Allen: Bueno, deja que lo piense un momento.

Simmias: Tómate el tiempo que quieras.

Allen: ¿No es cierto, Simmias, que el hombre no existe antes de haber nacido?

Simmias: Muy cierto.

Allen: ¿Ni existe después de haber muerto?

Simmias: Sí, estoy de acuerdo.

Allen: Hmmm.

Simmias: ¿Y bien?

Allen: Espera un momento, caramba. Me siento perplejo. Ya sabes que me dan únicamente cordero para comer y que nunca está bien asado.

Simmias: La mayoría de los hombres contemplan la muerte como el fin de todo. Y en consecuencia la temen.

Allen: La muerte es un estado de no-ser. Lo que no es, no existe. Y sin embargo no existe la muerte. Sólo la verdad existe. La verdad y la belleza. Son intercambiables, y también aspectos de sí mismos. Ejem, ¿dijeron qué proyectos tenían conmigo?

Agatón: Cicuta.

Allen (Desconcertado): ¿Cicuta?

Agatón: ¿Recuerdas aquel líquido negro que agujeró tu mesa de mármol?

Allen: ¡No me digas!

Agatón: Una sola cucharada. Aunque te la darán en un cáliz para que no se derrame nada.

Allen: Me pregunto si dolerá.

Agatón: Dijeron que procurases no hacer una escena. Los demás presos se pondrían nerviosos.

Allen: Hmmm.

Agatón: Les contesté que morirías valerosamente antes que renunciar a tus principios.

Allen: Bien, bien … Ejem, ¿el concepto de ‘destierro’ no se citó nunca en el debate?

Agatón: Desterrar quedó suprimido el año pasado. Requería demasiada burocracia.

Allen: Bueno … Claro … (Preocupado y distraído, pero intentando conservar el dominio de sí mismo). Yo, ejem … ¿Y qué más hay de nuevo?

Agatón: Oh, me encontré con Isósceles. Tiene una idea estupenda para un nuevo triángulo.

Allen: Bien … bien … bien … (De pronto abandono todo fingimiento). Mira, voy a ser sincero contigo … ¡No quiero morir! ¡Soy demasiado joven!

Agatón: ¡Pero si es tu gran oportunidad de morir por la verdad!

Allen: No me interpretes mal. Yo sólo vivo por la verdad. Por otra parte, tengo un almuerzo en Esparta la semana que viene, y me molestaría faltar. Me toca pagar a mí. Ya sabes cómo son esos espartanos, en seguida desenvainan la espada.

Simmias: ¿Se ha vuelto un cobarde el más sabio de nuestros filósofos?

Allen; No soy un cobarde, ni tampoco un héroe. Digamos que estoy más o menos por el medio.

Simmias: Un gusano miedoso.

Allen: Ese es aproximadamente el punto exacto.

Agatón: Pero fuiste tú el que demostró que la muerte no existe.

Allen: Un momento, escúchame … Claro que he demostrado muchas cosas. Así es como pago el alquiler. Teorías y pequeñas experiencias. Un comentario travieso de vez en cuando. Máximas ocasionales. Es mejor que recoger aceitunas, pero tampoco hay por qué entusiasmarse.

Agatón: Pero tú demostraste muchas veces que el alma es inmortal.

Allen: ¡Y lo es! Pero sobre el papel. Mira, ése es el gran problema de la filosofía … resulta tan poco funcional en cuanto sales de clase …

Agatón: ¿Y todas tus disertaciones acerca de que la muerte es lo mismo que el sueño?

Allen: Así es, pero la diferencia estriba en que cuando estás muerto y alguien grita “¡Todo el mundo en pie, ya es de día!”, cuesta un horro encontrar las zapatillas.

(El verdugo llega con una copa de cicuta. Su rostro se parece mucho al cómico irlandés Spike Mulligan)

Verdugo: Ah … ya estamos aquí. ¿Quién se ha de beber el veneno?

Agatón (Señalándo hacia mí): Este.

Allen: Caramba, qué copa tan grande. ¿No suelta demasiado humo?

Verdugo: Es normal. Hay que bebérsela toda, porque la mayoría de las veces el veneno está en el fondo.

Allen (Por regla general aquí mi comportamiento difiere totalmente del de Sócrates y me han advertido ya que que suelo gritar en sueños): ¡No … no beberé! ¡No quiero  morir! ¡Socorro! ¡No! ¡Por favor!

(El verdugo me tiende el burbujeante brebaje entre mis abyectas súplicas y todo parece perdido. Entonces el sueño toma un nuevo sesgo, a causa de algún innato instinto de supervivencia, y aparece el Mensajero)

Mensajero: ¡Quietos todos! ¡El senado ha vuelto a votar! Quedan retiradas todas las acusaciones contra ti. Tu valía ha sido finalmente reconocida y está decidido que se te debe rendir un homenaje,

Allen: ¡Por fin! ¡Por fin! ¡Han vuelto a la razón! ¡Soy un hombre libre! ¡Libre! ¡Y me van a homenajear! De prisa, Agatón y Simmias, preparadme las maletas. Tengo que irme, Praxíteles querrá comenzar mi busto cuanto antes. Pero antes de partir, os brindo una pequeña parábola.

Simmias: ¡Vaya! Esto sí que ha sido volver casaca. ¿Tendrán idea de los que se traen entre manos?

Allen: Un grupo de hombres habitan en una oscura caverna. No saben que fuera brilla el sol. La única luz que conocen es el titubeante temblor de las velas que llevan para desplazarse.

Agatón: ¿Y de dónde han sacado las velas?

Allen: Bueno, digamos que las tienen, y basta.

Agatón: ¿Habitan en una caverna y tienen velas? Suena falso.

Allen: ¿No podéis aceptar mi palabra?

Agatón: Está bien, está bien. Pero vayamos al grano.

Allen: Un buen día, uno de los moradores de la caverna sale y ve el mundo exterior.

Simmias: En toda su claridad.

Allen: Justamente. En toda su claridad.

Agatón: Y cuando intenta contárselo a los demás no lo creen.

Allen: Pues no.

Agatón: ¿NO? ¿Entonces?

Allen: Pues, monta una carnicería. Se casa con una bailarina y muere de hemorragia cerebral a los cuarenta años.

domingo, 21 de mayo de 2023

Borges, Fragmentos de un evangelio apócrifo

Jprge Luis Borges, de su Elogio de la sombra (1969):


Fragmentos de un evangelio apócrifo


3. Desdichado el pobre en espíritu, porque bajo la tierra será lo que ahora es en la tierra.

 4. Desdichado el que llora, porque ya tiene el hábito miserable del llanto.

 5. Dichosos los que saben que el sufrimiento no es una corona de gloria.

 6. No basta ser el último para ser alguna vez el primero.

 7. Feliz el que no insiste en tener razón, porque nadie la tiene o todos la tienen.

 8. Feliz el que perdona a los otros y el que se perdona a sí mismo.

 9. Bienaventurados los mansos, porque no condescienden a la discordia.

 10. Bienaventurados los que no tienen hambre de justicia, porque saben que nuestra suerte, adversa o piadosa, es obra del azar, que es inescrutable.

 11. Bienaventurados los misericordiosos, porque su dicha esta en el ejercicio de la misericordia y no en la esperanza de un premio.

 12. Bienaventurados los de limpio corazón, porque ven a Dios.

 13. Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque les importa más la justicia que su destino humano.

 14. Nadie es la sal de la tierra, nadie, en algún momento de su vida, no lo es.

 15. Que la luz de una lámpara se encienda, aunque ningún hombre la vea. Dios la verá.

 16. No hay mandamiento que no pueda ser infringido, y también los que digo y los que los profetas dijeron.

 17. El que matare por la causa de la justicia, o por la causa que el cree justa, no tiene culpa.

 18. Los actos de los hombres no merecen ni el fuego ni los cielos.

 19. No odies a tu enemigo, porque si lo haces, eres de algún modo su esclavo. Tu odio nunca será mejor que tu paz.

 20. Si te ofendiere tu mano derecha, perdónala; eres tu cuerpo y eres tu alma y es arduo, o imposible, fijar la frontera que los divide.

 24. No exageres el culto de la verdad; no hay hombre que al cabo de un día, no haya mentido con razón muchas veces.

 25. No jures, porque todo juramento es un énfasis.

 26. Resiste al mal, pero sin asombro y sin ira. A quien te hiriere en la mejilla derecha, puedes volverle la otra, siempre que no te mueva el temor.

 27. Yo no hablo de venganzas ni de perdones; el olvido es la única venganza y el único perdón.

 28. Hacer el bien a tu enemigo puede ser obra de justicia y no es arduo; amarlo, tarea de ángeles y no de hombres.

 29. Hacer el bien a tu enemigo es el mejor modo de complacer tu vanidad.

 30. No acumules oro en la tierra, porque el oro es padre del ocio, y este, de la tristeza y del tedio.

 31. Piensa que los otros son justos o lo serán, y si no es así, no es tuyo el error.

 32. Dios es mas generoso que los hombres y los medirá con otra medida.

 33. Da lo santo a los perros, echa tus perlas a los puercos; lo que importa es dar.

 34. Busca por el agrado de buscar, no por el de encontrar . . .

 39. La puerta es la que elige, no el hombre.

 40. No juzgues al árbol por sus frutos ni al hombre por sus obras; pueden ser peores o mejores.

 41. Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena...

 47. Feliz el pobre sin amargura o el rico sin soberbia.

 48. Felices los valientes, los que aceptan con animo parejo la derrota o las palmas.

 49. Felices los que guardan en la memoria palabras de Virgilio o de Cristo, porque éstas darán luz a sus días.

 50. Felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor.

 51. Felices los felices.


domingo, 14 de mayo de 2023

Más poemas de Swinburne

Traducción de Armando Roa:


El Mar


Retornaré a ti, madre generosa y dulce,

amante de los hombres, escondida bajo las aguas del mar.

Hasta tus profundidades descenderé, lejos de los hombres,

pugnando por besarte y fundirme a ti,

por asirte en un feroz abrazo.

¡Oh madre hermosa y blanca, que en días pretéritos

naciste sin hermanos ni hermanas!

Haz que mi alma sea libre, como libre es la tuya.

¡Oh bella madre mía, ceñida por verdores,

bajo las aguas del mar, vestida por el sol y la lluvia,

tus besos dulces y resueltos son fuertes como el vino

y tu abrazo, como el dolor, es hondo y vasto!

Sálvame y ocúltame con todas tus olas,

encuentra una tumba para mí entre los miles de sepulcros

helados que albergas en tus profundidades

y que forjaste sin necesidad de los hombres para un mundo más puro.


Dormiré. surcaré tus agua junto a los barcos,

seguiré el curso de tus vientos y mareas,

mis labios harán un festín en la espuma de los tuyos;

contigo he de alzarme y hundirme.

Dormiré, sin preguntarme de dónde eres o adónde vas,

con mis ojos y mis cabellos plenos de vida,

como una rosa colmada hasta los bordes

de brillo, fragancia y orgullo.


Y si esta vestidura mortal, tejida por la noche y el día

alguna vez me fuese arrebatada,

desnudo y contento zarpará hacia tus confines,

lleno de vida, sensible a ti y a tus caminos,

libre del mundo, buscando refugio en tu hogar

engalanado de verdores y coronado por la espuma,

sintiendo el pulso de la vida en tus radas y bahías,

como una vena en el corazón de las corrientes marinas.


El Jardín de Proserpina


Aquí, donde el mundo se acalla;

aquí, donde todas las aflicciones

se agolpan como olas exhaustas,

o como un tumulto de muertas corrientes

en un dudoso sueño de sueños.

Veo crecer las verdes campiñas

entre sembradores y labradores,

en tiempos de cosecha y en tiempos de ciega;

un dormido mundo de arroyos.


Cansado estoy de la alegría y la tristeza,

de los hombres que ríen y lloran,

y del destino que aguarda a sus cosechas.

Los días y las horas me fastidian,

marchitos capullos de flores estériles,

y también los anhelos, poderes y deseos;

dormir, sólo quiero dormir.


Aquí la vida es vecina de la muerte;

lejos de la vista y del oído, en otras regiones,

resuena el sollozo de las olas y de los vientos

empujando al espíritu en frágiles embarcaciones.

A la deriva, sin rumbo fijo.

Mas aquí, del otro lado del mundo,

donde nada florece,

esos vientos no soplan.


Aquí no brotan hierbas ni malezas;

no hay brezos ni vid;

entre débiles juncos donde las hojas no crecen

sólo mustios capullos de amapola,

verdes racimos de Proserpina,

para que ella exprima su vino mortal

y lo entregue a los muertos.


Pálidos, innumerables, sin nombre,

inclinándose en sombríos campos de mieses

durante toda la noche,

esos muertos, como almas tardías,

no acunadas en cielo o infierno alguno,

abatidas por la neblina y las tinieblas,

buscan el brillo de una luz

que los aleje para siempre de las sombras.

Mas por fuerte que sea nuestra vida

también algún día habremos de morir.

Y no seremos ángeles, si ascendemos al cielo,

ni sufriremos dolores, si caemos al infierno.

Pero la belleza que hay en nosotros

habrá de nublarse hasta perecer

y nuestro amor, ya en reposo, tocará su fin.


Allí está ella, detrás de atrios y pórticos,

coronada de yermas hojas,

recogiendo toda cosa mortal

que llegue hasta sus frías e inmortales manos.

Allí está ella, temida por el amor

a quien supera en dulzura,

acercando sus labios

a tantos hombres de tierras y tiempos diversos.


A la espera de todos nosotros,

nacidos para morir,

ella nos hace olvidar esta tierra, nuestra madre,

y la vida de los frutos y las mieses.

La primavera, las semillas y las golondrinas

emprenden vuelo y la siguen,

allí donde el canto del verano se ahueca

y la vida se aleja.


Allá van los amores marchitos,

los viejos amores con sus alas cansadas,

y los años perdidos y las cosas deshechas.


Moribundos sueños de inhóspitos días,

ciegos capullos arrancados por la nieve,

hojas salvajes arrastradas por el viento,

sangrientos extravíos de arruinadas primaveras.


Ni las tristezas ni las alegrías son seguras;

el presente ha de morir en el mañana

y nada hay que pueda doblegar el señorío del tiempo.

El corazón, decaído y displicente, suspira acongojado;

sus ojos abatidos y olvidadizos

gimen la brevedad del amor.


Por grande que sea nuestro apego a la vida,

buscamos liberamos de esperanzas y temores;

por eso agradecemos a los dioses,

no importa quiénes sean,

que la vida no dure para siempre,

que nada perturbe el dormir de los muertos,

que hasta el río menos generoso

haya siempre de retornar al mar.

Porque entonces no habrá estrellas ni soles

ni cambios de luz que puedan despertarnos;

no habrá aguas que se agiten tumultuosamente

ni sonidos ni visiones;

tampoco habrá días, estaciones, o seres luminosos;

sólo un eterno sueño

en una eterna noche.


Ave Atque Vale: en Memoria de Charles Baudelaire


¿Debo derramar una rosa, un quejido o un laurel,

oh hermano mío, sobre éste que fue tu velo?

Quizá deseas una flor apacible modelada por el mar

o una filipéndula, germinando lentamente,

de aquellas que las Dríadas, dormidas en verano, solían tejer

antes de ser despertadas por la suave y repentina nieve de la víspera.


Tal vez tu destino sea otro: marchitarte en el baldío

regazo de la tierra, entre pálidos capullos, sacudido por

el eterno calor de amargos veranos, lejos de las dulces

espigas que bordean la costa de un pueblo sin nombre.


Orgulloso y sombrío

palpitabas en el abismo profundo del cielo;

tus oídos atentos estuvieron al lamento del vagabundo,

al sollozo del mar en agrestes promontorios,

al estéril beso de las olas,

al rumor incierto de la tumba de Leucadia,

con sus hondos cantos.

Ah, el beso yerto y salado del mar,

el triste clamor de los vientos oceánicos sacudiendo los golfos,

acosándonos y derribándonos,

como ciegos dioses que ignoran la misericordia.


Fuiste tú, hermano mío, con tus antiguas visiones,

quien adivinó secretos y dolores vedados al hombre,

amores salvajes, frutos prohibidos y venenosos,

desnudos ante tu ojo escrutador

que se abría en medio del aire viciado de la noche.

Toscas cosechas en tiempos de lascivia:

pecado sin forma, placer sin palabra.

Turbulentos presagios se agolpaban en tus sueños

y hacían cerrar los afligidos ojos de tu espíritu.

En cada rostro viste la sombra

de aquellos que sólo siembran y cosechan hombres.


Oh corazón insomne, Oh alma fatídica incapaz de conciliar el sueño;

el silencio es tu regocijo, indiferente ante el altar de la vida,

¡has dejado a un lado el amor, la serenidad, el espíritu de lucha!

Ahora los dioses, hambrientos de muerte,

alma y cuerpo nos arrebatan, la primavera, nuestras melodías.

El amor no puede equivocarse

entregándose a un placer sin aguijón, colmillo o espuma,

allí donde hay labios que nunca se abrirán.

El alma se escurre del cuerpo

y la carne se arranca de los huesos, sin congojas,

como el rocío cuando cae desde las campánulas.


Es suficiente: el principio y el fin

son para ti una y la misma cosa, para ti que estás más allá de cualquier límite.

Oh mano separada del amigo incondicional,

sin frutos que recoger o victorias por alcanzar.

Lejos del triunfo, de los diarios afanes y de las codicias

sólo hojas muertas y un poco de polvo.

Oh, quietos ojos cuya luz nada nos dice,

los días se acallan; no así el insondable abismo de tu noche,

cuando tu mirada se desliza entre lóbregos silencios.

Pensamientos y palabras se desmoronan de tu alma;

dormir, dormir para ver la luz.


Ahora todas las horas y amores extraños han terminado;

sólo sueños y deseos, canciones y placeres umbríos.

Quizá has encontrado tu lugar

entre las piernas de la mujer de un Titán, pálida amante,

reclamando de ti hondas visiones

bajo la sombra de su cabeza, de sus prodigiosos pechos,

de sus poderosos miembros que inclinados te adormecen,

con todo el peso de sus cabellos

cuyo aroma evoca el sabor y la sombra de antiguos bosques de pino

donde aún gime el viento tras haber sorteado húmedas colinas.


¿Has encontrado alguna similitud para tus visiones?

Oh jardinero de extrañas flores: ¿cuáles brotes, cuáles

capullos has encontrado sembrados en la penumbra?

¿Existen acaso desesperanzas y júbilos? ¿No es todo

una cruel humorada? ¿Qué clase de vida es ésta, con salud o enfermedad?

¿Son las frutas grises como el polvo o brillantes como la sangre?

¿Crece alguna semilla para nosotros en aquella landa sombría?

¿Hay raíces que germinen en sus débiles campiñas,

allí, en las tierras bajas donde el sol y la luna se enmudecen? ¿Hay flores o frutos?


Ah, mi volátil canción se desvanece

ante ti, el mayor de los poetas, esquivo y arcano,

tú, veloz como ninguno.

Presiento oscuras burlas en la risa misteriosa

de los guardianes de la muerte, ciegos y sin lengua,

cubriendo con un velo la cabeza de Proserpina.

Pasajera y débil es mi visión: vanas lágrimas

que caen desde ojos acongojados,

que resbalan por pálidas bocas llenas de estertores.

Son éstas las cosas que atribulaban tu espíritu cuando las veías emerger.


Demasiado lejos te encuentras ahora; ni siquiera el vuelo de las palabras puede alcanzarte;

lejos, muy lejos del pensamiento o de la oración.

¿Qué nos incomoda de ti, que sólo eres viento y aire?

¿Por qué despertamos al vacío desgarrados de temor?

Fantasías, deseos,

o sueños hambrientos de muerte, como ráfagas que propagan el fuego.

Nuestros sueños persiguen nuestra muerte y no la encuentran.

Aun así, por rápida que ésta sea, un tenue ardor se desvanece de nosotros,

mortecina luz que cae desde cielos remotos

cuando el oído está sordo

y la mirada se nubla.


Nunca más serás aquello que fuiste; ajeno al tiempo

te alejas; por eso ahora intento apresar tan sólo

un destello del triste sonido tu alma,

la sombra de tu espíritu fugaz, este pergamino cerrado

en el que pongo mi mano sin dejar que la muerte separe

mi espíritu de la comunión con tus versos.

Estos recuerdos y estas melodías

que abruman el fúnebre y oscuro umbral de las musas;

las saludo, las toco, las abrazo y me aferro,

con mis manos prestas a ceñir,

con mis oídos atentos al vago clamor

de aquellos que marchan por la vida vestidos de luto.


Yo soy uno de ellos, avanzando

ante hogueras que arden, apilada la tierra,

ofreciendo libaciones a la muerte y sus dioses,

haciéndoles una leve reverencia en medio de la fúnebre procesión de los hombres,

sin plegarias ni alabanzas,

brindando mis ofrendas a sus taciturnas majestades,

que de miel y esencias están sembradas mis tierras

mientras mis frutos se pudren en el gélido aire.

Como Orestes, deposité en tu sepulcro

un rizo de mi cabello desgreñado.


No hay manos capaces de traicionarte,

oh rey de cabeza encogida,

pues tu pálido resplandor basta para acabar con la misma Troya.

Engaños, mentiras: sobre este polvo tuyo ninguna lágrima habrá de brotar.

Nunca hubo llanto como el tuyo: que ahora los hombres

escuchen la dulce caída de tus lágrimas eternas

en las hojas abiertas de las páginas de los santos poetas.

Ni Orestes ni Electra se conduelen de tu suerte;

pero arrodillándose desde sus urnas inmemoriales,

las más altas musas de todos los tiempos

gimen por ti y hasta el mismo Dios en su corazón te añora.


Así, aun cuando aquí entre nosotros

Dios esconda su sagrada fuerza

y apague su luz

sin manifestar su música y su poder

con el suave ardor de canciones sonoras,

quiso sin embargo tocar tus labios con vino amargo

y nutrirlos con su agrio aliento.

Seguramente de sus manos el alimento de tu alma viene.

Las llamas que atemorizaron tu espíritu con su fulgor

al mismo tiempo lo iluminaron, alimentando tu corazón hambriento

así como al nuestro lo sacia con fama.


Y ahora, en el ocaso de tu alma,

el dios de todos los soles y canciones se inclina

para unir sus laureles con tu corona de cipreses.

Es Él quien guarda tu polvo de la culpa y del olvido.

Sabiendo todo lo que fuiste y eres,

compasivo, melancólico, sagrado en cada orilla del corazón,

lamenta tu muerte como la muerte de sus hijos

y santifica con extrañas lágrimas y ajenos suspiros

tu boca sin palabras, tus ojos enlutados,

y sobre tu yerta cabeza

deposita un último trazo de luz.


Desearía sollozar junto a ti en las orillas del Leteo,

abrazar con mis lágrimas su cambiante curso,

llegar hasta la escarpada colina donde Venus levanta su santuario,

la genuina Venus, no aquella que después fue cambiada

por Citerea y Ericina, perdiendo sus labios y su rostro

la divina risa de la antigua Grecia.


Un fantasma, un dios abyecto y lascivo:

tú también te postraste a su carne,

por ella entonaste plegarias

y te apartaste hacia una tierra desconocida

mientras ardían las sombras del Infierno.


Sé que ninguna corona brotará de estas flores;

que ningún saludo atraerá la luz.

Tan sólo un espíritu enfermo en medio de la noche dulce y olorosa,

los cansados ojos del amor con sus manos y su pecho estéril.

No hay remedio para estas cosas; ya no hay nada

por alcanzar o enmendar; ni siquiera nuestras canciones, querido amigo,

despejarán el misterio de la muerte asegurando la inmortalidad.

Mas no por ello dejaré de hacer música para ti

cubriendo tu polvo con rosas, hiedras o vides silvestres.

Así al menos depositaré un cetro

en el relicario donde moran tus sueños.


Descansa en paz. Si la vida fue injusta contigo, el destino te absolverá.

Si acaso fue dulce, debes agradecer y perdonar,

pues a no mucho más puede aspirar el hombre.

Aquel mortecino jardín donde día tras día tus manos entrelazaban estériles flores,

flores urdidas en el sigilo y la sombra;

en sus verdes capullos encontraste sufrimientos y abyecciones,

en sus grises vestigios el penetrante sabor del veneno.

Tú, con el corazón lleno de esperanza,

desataste pensamientos y pasiones desde lo más profundo de tus sueños;

pero ahora has partido, atravesado por la guadaña de la muerte

que a todos habrá de alcanzarnos

cuando nuestras vidas se agoten en la fúnebre corriente de los días.

Para ti, hermano mío,

alma sumergida en el silencio.


Recoge de mi mano esta guirnalda y despídete.

Delgadas son las hojas y baldíos los inviernos.

La tierra, nuestra madre fatal, se enfría a tu alrededor;

de sus entrañas brota la tristeza

y en medio de sus pechos asoma una tumba.

Mas, de cualquier modo, conténtate, porque tus días han acabado;

Ahora descansas en paz, sin turbulencias

ni visiones ni cantos que perturben tu espíritu.

Vaya este canto para ti, querido hermano,

sol inmóvil en donde todos los vientos se aquietan,

solitaria orilla en la que todas las aguas confluyen.


Antes del Ocaso


Antes que la noche se abrace a la tierra

la luz crepuscular del amor declina en el cielo.

Antes que al miedo le sea posible sentir temblores o escalofríos,

la luz crepuscular del amor declina en el cielo.


Cuando el insaciable corazón murmura entre lamentos

"o es demasiado o es poco",

y la boca sedienta tardíamente se abstiene.


Blandas, deslizándose por el cuello de cada amante,

las manos del amor sostienen secretamente la brida;

y mientras buscamos en él la señal esperada,

su luz crepuscular declina en el cielo.


Fragmentos de Atalanta en Calidon


Mirad a los dioses: no aman la justicia más que el destino;

lastiman la boca del noble y la boca del impío;

sangre corrupta dejan correr por las venas del hombre devoto;

mancillan el labio del santo y el labio del traidor.

Oh Dios, supremo mal,

todos estamos contra ti, contra ti, Oh Dios.

Con la espada y la vara nos recoges;

nos cubres de sombras apilando la hierba;

el destino debe cumplirse para oscurecer el rostro

del hombre ante ti, oh Dios


Fugaz y débil es el amor, ciego como una llama;

enmascarado por la risa, oculta lágrimas y deseos;

a su lado camina un hombre y una doncella.

Una doncella en cuyos ojos todo goce se apaga

cuando los capullos encienden su aliento nupcial.

A él lo bautizan bajo el nombre del Destino;

su amada no es otra que la muerte...


Oh madre soñadora,

¿podrás cubrirme

con todos tus anhelos, cálidos como el sol,

cuando yo me sumerja en lo oscuro, como una sombra entre las sombras

y solloce entre arroyos insalvables?

El triunfo del tiempo, de Swinburne

 Antes de que nuestras vidas se dividan para siempre,

Mientras el tiempo esté con nosotros y las manos estén libres,

(Tiempo, rápido para atar y rápido para cortar

Mano de mano, mientras estamos junto al mar)

No diré una palabra que un hombre pueda decir

Cuyo todo el amor de la vida se va en un día;

Porque esto nunca podría haber sido; y nunca,

aunque los dioses y los años se aplaquen, será.


¿Vale la pena una lágrima, vale la pena una hora,

para pensar en cosas que están muy desgastadas?

De cáscara infructuosa y flor fugitiva, ¿

El sueño perdido y la acción olvidada?

Aunque la alegría se acabe y el dolor sea vano,

el tiempo no nos dividirá por completo en dos;

La Tierra no se echa a perder por una sola ducha;

Pero la lluvia ha arruinado el maíz sin cultivar.


No volverá a crecer, este fruto de mi corazón,

Herido por los rayos del sol, arruinado por la lluvia.

Las estaciones del canto se dividen y parten,

el invierno y el verano parten en dos.

No volverá a crecer, está arruinada en la raíz,

la flor parecida a la sangre, la fruta roja opaca;

Aunque el corazón todavía se enferme, los labios todavía escozan,

con sabor hosco de dolor venenoso.


A ningún hombre le he dado de comer de mi fruto;

He pisado las uvas, he bebido el vino.

Si hubieras comido y bebido y lo hubieras encontrado dulce,

este nuevo crecimiento salvaje del maíz y la vid,

este vino y pan sin posos ni levadura,

habríamos crecido como dioses, como los dioses en el cielo,

almas bellas para mirar, agradables para saludar. ,

Un espíritu espléndido, tu alma y la mía.


En el cambio de los años, en el rollo de las cosas,

En el clamor y el rumor de la vida por ser,

Nosotros, bebiendo amor en los manantiales más lejanos,

Cubiertos de amor como un árbol que cubre,

Habíamos crecido como dioses, como los dioses de arriba,

Lleno desde el corazón hasta los labios con amor,

Retenido firmemente en sus manos, vestido cálido con sus alas, ¡

Oh amor, mi amor, si me hubieras amado!


Nos habíamos parado como se paran las estrellas seguras, y nos movíamos

como se mueve la luna, amando al mundo; y he visto

derrumbarse la pena como cosa refutada,

consumirse la muerte como cosa inmunda.

Dos mitades de un corazón perfecto, unidas

Alma a alma mientras los años transcurrían;

Si me hubieras amado una vez, como no me has amado;

Si la oportunidad hubiera estado con nosotros que no ha sido.


He puesto mis días y sueños fuera de mi mente,

Días que se acabaron, sueños que se cumplieron.

Aunque buscamos la vida a través, seguramente encontraremos

No hay ninguno de ellos claro para nosotros ahora, ni uno solo.

Pero claras son estas cosas; la hierba y la arena,

donde, seguras como alcanzan los ojos, siempre a la mano,

con los labios bien abiertos y el rostro quemado hasta quedar ciego,

las fuertes margaritas marinas se dan un festín con el sol.


Las bajas colinas se inclinan hacia el mar; la corriente,

una vena suelta, delgada, sin pulso, trémula,

rápida, vívida y muda como un sueño,

avanza hacia abajo, harta del sol y la lluvia;

Ningún viento es áspero con las raras flores rancias;

El mar dulce, madre de amores y horas,

Se estremece y brilla como fulguran los vientos grises,

Convirtiendo su sonrisa en un dolor fugitivo.


Madre de los amores que se desvanecen pronto,

Madre de los vientos y las horas mudables.

Una madre estéril, una madre-criada,

Fría y limpia como sus débiles flores de sal.

Quisiera que los dos fuéramos como ella,

Perdidos en la noche y la luz del mar,

Donde los débiles sonidos se tambalean y los pálidos rayos se agitan,

Se quiebran y se rompen, y se derraman en aguaceros.


Los amores y las horas de la vida de un hombre,

Son veloces y tristes, naciendo del mar.

Horas que se regocijan y lamentan por un lapso,

Nacidas con el aliento de un hombre, mortal como él;

Amores que se pierden antes de nacer,

Malas hierbas de la ola, sin fruto sobre la tierra.

Pierdo lo que anhelo, salvo lo que puedo, ¡

Mi amor, mi amor, y ningún amor por mí!


No es mucho lo que un hombre puede salvar

En las arenas de la vida, en los estrechos del tiempo,

Quien nada a la vista de la gran tercera ola

Que nunca un nadador cruzará o escalará.

algún niño varado con los vagabundos y los palos

que el reflujo muestra a la orilla y a las estrellas;

Hierba del agua, hierba de una tumba,

una flor rota, una rima arruinada.


Pienso que nadie hará por ti

lo que yo hubiera hecho por la menor palabra.

Yo había exprimido la vida para que tus labios la bebieran,

La partí para tu pan de cada día:

Cuerpo por cuerpo y sangre por sangre,

Como la corriente del mar lleno se eleva para inundar

Que anhela y tiembla antes de hundirse,

Yo había dado, y se acostó por ti, alegre y muerto.


Sí, la más alta esperanza y todo su fruto,

y el tiempo en plenitud y toda su dote,

ciertamente te había dado, y la vida para rematar,

si una vez fuéramos hechos uno por una sola hora.

Pero ahora sois dos, estáis separados,

Carne de su carne, pero corazón de mi corazón;

Y en lo profundo de uno está la raíz amarga,

Y dulce para uno es la flor de toda la vida.


Haber muerto si te hubiera importado. Moriría por ti, me aferraría

a mi vida si me lo ordenases, desempeñé mi papel

como te placía: estos fueron los pensamientos que picaron,

los sueños que golpearon con un dardo más agudo

que las flechas del amor o flechas de muerte;

Eran como el fuego, el polvo o el aliento,

o la espuma venenosa en la tierna lengua

de las culebras que devoran mi corazón.


Ojalá estuviéramos muertos juntos hoy,

Perdidos de vista, escondidos fuera de la vista,

Abrazados y vestidos en la arcilla hendida,

Fuera del camino del mundo, fuera de la luz,

Fuera de las edades del clima mundano,

Olvidados de todo todos los hombres,

como los primeros muertos del mundo, quitados por completo,

hechos uno con la muerte, llenos de la noche.


¡Cómo deberíamos dormir, cómo deberíamos dormir,

Lejos en la oscuridad con los sueños y los rocíos!

Y soñando, creciendo el uno al otro, y llorando,

Ríe bajo, vive suavemente, murmura y musa;

Sí, y puede ser, atravesado por el sueño,

Siente que el polvo se acelera y se estremece, y parece

Vivo como antaño a los labios, y salta de

Espíritu a espíritu como lo hacen los amantes.


Sueños enfermizos y tristes de un deleite sordo;

Porque ¿de qué aprovechará cuando los hombres están muertos

haber soñado, haber amado con todas las fuerzas del alma,

haber esperado el día cuando el día había huido?

Pase lo que pase, hay una cosa que vale la pena,

haber tenido un amor justo en la vida sobre la tierra:

haber mantenido el amor a salvo hasta que el día se hizo noche,

mientras los cielos tenían color y los labios eran rojos.


¿Te perdería ahora? ¿Te tomaría entonces,

si te perdiera ahora que mi corazón tiene necesidad?

Y pase lo que pase después de la muerte de los hombres, ¿

Qué cosa digna de esto engendrarán los años muertos?

Pierde la vida, pierde todo; pero al menos sé,

oh dulce amor de la vida, que habiéndote amado tanto,

si te hubiera alcanzado en la tierra, no perdería de nuevo, ni

en la muerte ni en la vida, ni en el sueño ni en la acción.


Sí, esto lo sé bien: si alguna vez sellaste la mía,

mía en el latido de la sangre, mía en el aliento,

mezclada en mí como la miel en el vino,

no el tiempo, que dice y contradice,

ni todas las cosas fuertes nos habían separado entonces;

Ni ira de dioses, ni sabiduría de hombres,

Ni todo lo terrenal, ni todo divino,

Ni alegría ni tristeza, ni vida ni muerte.


I had grown pure as the dawn and the dew,

You had grown strong as the sun or the sea.

But none shall triumph a whole life through:

For death is one, and the fates are three.

At the door of life, by the gate of breath,

There are worse things waiting for men than death;

Death could not sever my soul and you,

As these have severed your soul from me.


Has elegido y te has aferrado al azar que te enviaron,

Vida dulce como el perfume y pura como la oración.

Pero, ¿no se arrepentirá algún día en el cielo?

¿Te consolarán por completo los días que fueron?

¿Alzarás tus ojos entre la tristeza y la dicha,

al encuentro de los míos, y verás dónde está el gran amor,

y temblar y volverte y ser cambiado? contento usted;

La puerta es estrecha; no estaré allí.


Pero tú, si hubieras elegido, si hubieras extendido la mano,

si hubieras visto bien que se hiciera tal cosa,

yo también podría haber estado con las almas que están

a la vista del sol, vestidas con la luz del sol;

Pero, ¿quién ahora en la tierra necesita preocuparse por cómo vivo?

¿Tienen los altos dioses algo que dar,

Excepto polvo y laureles y oro y arena?

Qué regalos son buenos; pero no lo haré.


Oh todos los amantes hermosos del mundo,

No hay ninguno de ustedes, ninguno, que me consuele.

Mis pensamientos son como cosas muertas, naufragadas y dando

vueltas y vueltas en un golfo del mar;

Y aún, a través del sonido y la corriente tensa,

a través de la espiral y el roce, brillan en un sueño,

los labios finos y brillantes tan cruelmente curvados,

y los extraños ojos rápidos donde el alma se sienta libre.


Libre, sin piedad, privado del dolor,

Ignorante; justo como los ojos son justos.

¿Quiero que cambies ahora, que cambies de un golpe,

sobresaltado y golpeado, despierto y consciente?

Sí, si pudiera, ¿querría que vieras

Mi mismo amor por ti llenándome,

Y que conocieras mi alma a fondo, como yo conozco

La semejanza y el aspecto de tu garganta y tu cabello?


No te cambiaré. No, aunque pudiera,

¿cambiaría mi dulce amor con una palabra?

Preferiría que tu cabello cambiara en una noche,

Claro ahora como el penacho de un pájaro negro brillante;

Tu rostro falla de repente, cesa, encanece,

Muere como una hoja que muere en un día.

Guardaré mi alma en un lugar fuera de la vista,

Lejos, donde no se escuche su pulso.



A lo lejos camina, en un espacio desolado,

Lleno del sonido del dolor de los años.

He tejido un velo para el rostro que llora,

cuyos labios han bebido el vino de las lágrimas;

He encontrado un camino para los pies que fallan,

Un lugar para que el sueño y el dolor se encuentren;

No hay rumor sobre el lugar,

Ni luz, ni ninguno que vea ni oiga.


Escondí mi alma fuera de la vista, y dije

: "Que nadie se apiade de ti, nadie

consuele tu llanto: porque he aquí, estás muerto,

yace quieto ahora, a salvo de la vista del sol.

¿No te he construido una tumba? , y forjaste

tus vendas funerarias de penoso pensamiento,

con suaves versos y lágrimas sin derramar,

y dulces y ligeras visiones de cosas sin hacer?


"Te he dado vestiduras y bálsamo y mirra,

Y oro, y hermosos ajuares funerarios.

Pero tú, ahora en paz, no te alborotes. ¿

No es tu sepulcro como el de un rey real?

No te inquietes aunque el fin sea doloroso;

Duerme , sé paciente, no me molestes más.

Duerme, ¿qué tienes que ver con ella? ¿

Los ojos que lloran, con la boca que canta?


Donde las hojas rojas muertas de los años yacen podridas,

Los fríos viejos crímenes y los hechos arrojados por,

Los mal concebidos y los mal nacidos,

Encontraría un pecado que cometer antes de morir,

Seguro que me disolvería y destruiría por completo,

Eso establecería más alto en el cielo, servirte

y dejarte feliz, cuando limpio olvidado,

como un muerto fuera de mi mente, soy yo.


Tus manos ágiles me atraen, tu rostro me quema,

soy rápido para seguirte, deseoso de ver;

Pero el amor carece de fuerza para redimirme o deshacerme;

Como he sido, sé que seguramente seré;

"¿Qué deberían hacer tipos como yo?" No,

mi parte sería peor si eligiera jugar;

Pues lo peor es esto después de todo; si me conocieran,

ni un alma en la tierra se apiadaría de mí.


Y no juego por lástima de estos; pero tú,

si vieras con tu alma qué hombre soy,

me alabarías al menos porque mi alma toda

te ama, aborreciendo las vidas que mienten;

Las almas y los labios que se compran y se venden,

Las sonrisas de plata y los besos de oro,

Los amores del perrito faldero que gimen al masticar,

Los amantitos que maldicen y lloran.


Hay mujeres más bellas, según tengo entendido; podría ser;

Pero yo, que os amo y os encuentro hermosa,

que son más que hermosas a mis ojos si lo son, ¿

lo saben los altos dioses o les importan los grandes dioses?

Aunque las espadas en mi corazón para uno fueran siete,

¿Debería el hueco de hierro del cielo dudoso,

Que no sabe si es de día o de noche,

Reverberar palabras y una oración tonta?


Volveré a la gran madre dulce,

Madre y amante de los hombres, el mar.

Bajaré a ella, yo y nadie más,

Cerraré con ella, la besaré y la mezclaré conmigo;

Aférrate a ella, lucha con ella, abrázala fuerte:

oh hermosa madre blanca, en días lejanos

Nacido sin hermana, nacido sin hermano,

Libera mi alma como tu alma es libre.


Oh bella madre mía, de verde ceñido,

Mar, que estás vestida de sol y de lluvia,

Tus dulces y duros besos son fuertes como el vino,

Tus grandes abrazos son agudos como el dolor.

Sálvame y escóndeme con todas tus olas,

Encuéntrame una tumba de tus mil tumbas,

Esas puras frías y populosas tumbas tuyas

Forjadas sin mano en un mundo sin mancha.


Dormiré, y me moveré con los barcos en movimiento,

Cambiaré como cambian los vientos, viraré en la marea;

Mis labios se deleitarán con la espuma de tus labios,

me levantaré con tu levantamiento, contigo me hundiré;

Dormir, y no saber si ella estará, si estuvo,

Llena de vida para los ojos y el cabello,

Como una rosa se colma hasta las puntas de las hojas de rosa

Con espléndido verano y perfume y orgullo.


Esta vestidura tejida de noches y días,

si una vez fuera desechada y desenrollada de mí,

desnuda y feliz caminaría por tus caminos,

viva y consciente de tus caminos y de ti;

Limpia del mundo entero, escondida en casa,

Vestida de verde y coronada de espuma,

Un pulso de la vida de tus estrechos y bahías,

Una vena en el corazón de las corrientes del mar.


Bella madre, alimentada con la vida de los hombres,

Eres sutil y cruel de corazón, dicen los hombres.

Tomaste, y no volverás a dar;

Estás lleno de tus muertos, y frío como ellos.

Pero la muerte es lo peor que te puede pasar;

De nuestros muertos te alimentas, oh madre, oh mar,

pero ¿cuándo te has alimentado de nuestros corazones? ¿O cuándo,

habiéndonos dado amor, nos lo has quitado?


Oh tierno corazón, oh perfecto amante,

Tus labios son amargos, y dulce tu corazón.

Las esperanzas que duelen y los sueños que se ciernen, ¿

no se desvanecerán y se separarán?

Pero tú, estás seguro, eres más viejo que la tierra;

Eres fuerte para la muerte y fecundo para el nacimiento;

Tus profundidades ocultan y tus golfos descubren;

Desde el principio fuiste; al final eres tú.


Y el dolor no durará para siempre, lo sé.

Como cosas que no son, serán estas cosas;

Viviremos a través de las estaciones del sol y de la nieve,

y ninguno será tan doloroso para mí.

Oiremos, como quien oye en trance,

El sonido del tiempo, la rima de los años;

La esperanza naufragada y el dolor apasionado crecerán

como cosas tiernas de un mar de primavera.


Frutos marinos que se mecen en las olas que silban,

Oro ahogado y púrpura y anillos reales.

Y todo el tiempo pasado, ¿fue todo por esto?

¿Tiempos inolvidables y tesoros de cosas?

Rápidos años de simpatía y dulces y largas risas,

que no supieron bien de los años posteriores

hasta que el amor despertó, herido en el corazón por un beso,

con labios que temblaban y arrastrando alas.


En la Francia de antaño vivía un cantor

junto al doloroso mar del centro sin mareas.

En una tierra de arena y ruina y oro

Brillaba una mujer, y nadie más que ella.

Y viendo que la vida por causa de su amor fallaba,

estando deseoso de verla, ordenó zarpar,

tocó tierra, y la vio mientras la vida se enfriaba,

y alabó a Dios, viendo; y así murió él.


Murió, alabando a Dios por su don y gracia:

porque ella se inclinó ante él llorando, y dijo:

"Vive"; y sus lágrimas se derramaron sobre su rostro

o alguna vez se derramó la vida en su rostro.

Las agudas lágrimas cayeron a través de su cabello, y picaron

Una vez, y sus labios cerrados lo tocaron y se adhirieron

Una vez, y crecieron uno con los labios de él por un espacio;

Y así retrocedió, y el hombre estaba muerto.


Oh hermano, los dioses fueron buenos contigo.

Duerme y alégrate mientras el mundo perdure.

Estén bien contentos a medida que pasan los años;

Da gracias por la vida, y los amores y señuelos;

Da gracias por la vida, oh hermano, y por la muerte,

Por el dulce postrer sonido de sus pies, de su aliento,

Por los dones que te dio, gratos y pocos,

Lágrimas y besos, aquella señora tuya.


Descansa y alégrate de los dioses; pero yo, ¿

cómo los alabaré, o cómo descansaré?

No hay lugar bajo todo el cielo

Para mí que no sé de lo peor o lo mejor,

Sueño o deseo de los días anteriores,

Dulces o amarguras, nunca más.

El amor no vendrá a mí ahora aunque muera,

como el amor se acercó a ti, pecho con pecho.


Nunca volveré a ser amigo de las rosas;

Aborreceré las dulces melodías, donde una nota que se hace fuerte

cede y retrocede, sube y se cierra,

como una ola del mar que se vuelve atrás por la canción.

Hay sonidos donde el deleite del alma se enciende,

Frente a frente con su propio deseo;

Un deleite que se rebela, un deseo que reposa;

Odiaré la música dulce toda mi vida.


El pulso de la guerra y la pasión del asombro,

Los cielos que murmuran, los sonidos que brillan,

Las estrellas que cantan y los amores que truenan,

La música que arde en el corazón como el vino,

Un arcángel armado cuyas manos levantan

Todos los sentidos mezclados en la del espíritu copa

hasta que la carne y el espíritu se derritan en pedazos--

Estas cosas han terminado, y ya no son mías.


Estos eran parte del juego que escuché

Una vez, antes de que mi amor y mi corazón estuvieran en conflicto;

Amor que canta y tiene alas como un pájaro,

Bálsamo de la herida y peso del cuchillo.

Más hermoso que la tierra es el mar, y el sueño

Que la vigilancia de los ojos que lloran,

Ahora el tiempo ha acabado con su dulce palabra,

El vino y la levadura de la vida hermosa.


Iré por mis caminos, mediré mi medida,

Llenaré los días de mi aliento diario

Con cosas fugitivas que no es bueno atesorar,

Haz lo que hace el mundo, di lo que dice;

Pero si nos hubiésemos amado, oh dulce,

si hubieras sentido, yaciendo bajo las palmas de tus pies,

el corazón de mi corazón, latiendo más fuerte de placer

al sentirte pisarlo hasta el polvo y la muerte.


Ah, ¿no había tomado mi vida y dado

todo lo que la vida da y los años se van,

el vino y la miel, el bálsamo y la levadura,

los sueños elevados y las esperanzas abatidas?

Ven vida, ven muerte, no se diga una palabra;

¿Debería perderte vivo y afligirte muerto?

nunca te lo diré en la tierra; y en el cielo,

si clamo a vosotros entonces, ¿oiréis o sabréis?

Hertha, de Swinburne

 Hertha

POR ALGERNON CHARLES SWINBURNE

Soy lo que comenzó;

               Fuera de mí ruedan los años;

       De mí Dios y hombre;

               soy igual y completo;

Dios cambia, y el hombre, y la forma de ellos corporalmente; yo soy el alma


       Antes de que existiera la tierra,

               Antes que nunca el mar,

       O suave pelo de la hierba,

               O hermosas ramas del árbol,

O el fruto de color fresco de mis ramas, yo era, y tu alma estaba en mí.


       Primera vida en mis fuentes

               Primero derivó y nadó;

       Fuera de mí están las fuerzas

               Que guárdalo o maldita sea;

De mí hombre y mujer, y bestia salvaje y pájaro; antes de que Dios fuera, yo soy.


       A mi lado o encima de mi

               No hay nada para ir;

       Ámame o desámame,

               Desconocerme o saber,

soy lo que me desama y ama; Estoy herido y soy el golpe.


       Yo la marca que se pierde

               Y las flechas que fallan,

       yo la boca que se besa

               Y el aliento en el beso,

La búsqueda, y lo buscado, y el buscador, el alma y el cuerpo que es.


       Soy esa cosa que bendice

               Mi espíritu se regocija;

       la que acaricia

               Con manos descrear

Mis miembros no engendrados que miden la longitud de la medida del destino.


       Pero ¿qué haces ahora,

               Mirando hacia Dios, para llorar

       "Yo soy yo, tú eres tú,

               Yo soy bajo, tú eres alto"?

Yo soy tú, a quien buscas para encontrarlo; encuéntrate a ti mismo, tú eres yo.


       yo el grano y el surco,

               El terrón partido por el arado

       y la reja del arado bien estirada,

               El germen y el césped,

La obra y el hacedor, la semilla y el sembrador, el polvo que es Dios.


       ¿Has sabido cómo te he formado,

               Niño, bajo tierra?

       Fuego que te apasionó,

               Hierro que ató,

Tenues cambios de agua, ¿qué cosa de todas estas has conocido o hallado?


       ¿Puedes decir en tu corazón

               Has visto con tus ojos

       con que astucia del arte

               Fuiste forjado de qué manera,

¿Por qué fuerza de qué material fuiste formado, y mostrado en mi pecho a los cielos?


       ¿Quién te lo ha dado, quién te lo ha vendido?

               ¿Conocimiento de mí?

       ¿Te lo ha dicho el desierto?

               ¿Has aprendido del mar?

¿Has comulgado en espíritu con la noche? ¿Han consultado contigo los vientos?


       ¿He puesto tal estrella

               Para mostrar luz en tu frente

       Que viste de lejos

               ¿Qué te muestro ahora?

¿Habéis hablado juntos como hermanos, el sol y las montañas y tú?


       ¿Qué hay aquí, lo sabes?

               ¿Qué fue, has sabido?

       profeta ni poeta

               Ni trípode ni trono

Ni el espíritu ni la carne pueden responder, sino solo tu madre sola.


       Madre, no hacedora,

               Nacido, y no hecho;

       Aunque sus hijos la abandonen,

               Seducido o asustado,

Orando oraciones al Dios de su moda, ella no se mueve por todos los que han orado.


       Un credo es una vara,

               Y una corona es de noche;

       Pero esta cosa es Dios,

               ser hombre con tu poder,

Para crecer recto en la fuerza de tu espíritu, y vivir tu vida como la luz.


       Estoy en ti para salvarte,

               como dice mi alma en ti;

       dale como yo te di,

               tu vida, sangre y aliento,

Hojas verdes de tu trabajo, flores blancas de tu pensamiento y frutos rojos de tu muerte.


       Sean los caminos de tu entrega

               como los míos para ti;

       La vida libre de tu vivir,

               Sé el regalo gratis;

No como siervo a señor, ni como amo a esclavo, te darás a mí.


       Oh hijos del destierro,

               Almas nubladas,

       ¿Fueron las luces que ves que se desvanecen?

               Siempre para durar,

No conocerías el sol que brilla sobre las sombras y las estrellas que pasan.


       Yo que vi donde andabais

               Los oscuros caminos de la noche

       Establecer la sombra llamada Dios

               en tus cielos para dar luz;

Pero la mañana de la madurez se levanta, y el alma sin sombras está a la vista.


       El árbol de muchas raíces

               Que se hincha hasta el cielo

       con frondas de frutos rojos,

               El árbol de la vida soy yo;

En los brotes de vuestras vidas está la savia de mis hojas: viviréis y no moriréis.


       Pero los dioses de tu moda

               Que toman y que dan,

       En su piedad y pasión

               que azotar y perdonar,

Son gusanos que se crían en la corteza que se cae; morirán y no vivirán.


       Mi propia sangre es lo que estanca

               Las heridas en mi corteza;

       Estrellas atrapadas en mis ramas

               Haz día de la oscuridad,

Y son adorados como soles hasta que la salida del sol apague sus fuegos como una chispa.


       Donde las edades muertas se esconden debajo

               Las raíces vivas del árbol,

       En mi oscuridad el trueno

               habla de mí;

En el choque de mis ramas entre sí oís el sonido de las olas del mar.


       Ese ruido es del Tiempo,

               A medida que sus plumas se extienden

       Y sus pies dispuestos a subir

               A través de las ramas de arriba,

Y mi follaje resuena a su alrededor y susurra, y las ramas se doblan con su pisada.


       Los vientos tormentosos de las eras

               Sopla a través de mí y cesa,

       El viento de guerra que ruge,

               El viento primaveral de la paz,

Antes de que su aliento haga ásperas mis trenzas, antes de que crezca una de mis flores.


       Todos los sonidos de todos los cambios,

               Todas las sombras y luces

       En las cadenas montañosas del mundo

               y alturas desgarradas por arroyos,

Cuya lengua es la lengua del viento y el lenguaje de las nubes de tormenta en las noches que hacen temblar la tierra;


       Todas las formas de todos los rostros,

               Todas las obras de todas las manos

       En lugares inescrutables

               De tierras azotadas por el tiempo,

Toda muerte y toda vida, y todos los reinos y todas las ruinas, caen a través de mí como arena.


       Aunque dolorosa sea mi carga

               Y más de lo que sabes,

       Y mi crecimiento no tiene guerdon

               Pero solo para crecer,

Sin embargo, no dejo de crecer para relámpagos sobre mí o gusanos de muerte debajo.


       Estos también tienen su parte en mí,

               como yo también en estos;

       Tal fuego está en mi corazón,

               Tal savia es la de este árbol,

Que tiene en sí todos los sonidos y todos los secretos de tierras y mares infinitos.


       en las horas primaverales

               Cuando mi mente era como la de May,

       Allí brotan de mí flores

               Por siglos de días,

Fuertes capullos con perfume de virilidad brotaron de mi espíritu como rayos.


       Y el sonido de ellos saltando

               y el olor de sus brotes

       Eran como calidez y dulce canto

               y fuerza a mis raíces;

Y la vida de mis hijos perfeccionada con libertad de alma fueron mis frutos.


       Te pido que seas;

               No tengo necesidad de oración;

       te necesito gratis

               como vuestras bocas de mi aire;

Que mi corazón sea más grande dentro de mí, viendo los frutos de mí hermosos.


       Más bella que extraña es la fruta

               de las religiones que profesáis;

       En mi solo esta la raiz

               que florece en tus ramas;

He aquí ahora a vuestro Dios que os habéis hecho, para que lo apaciente con la fe de vuestros votos.


       En el oscurecimiento y blanqueamiento

               abismos adorados,

       Con la aurora y el relámpago

               Por lámpara y por espada,

Dios truena en el cielo, y sus ángeles están rojos con la ira del Señor.


       Oh hijos míos, oh demasiado obedientes

               Hacia dioses no de mí,

       ¿No fui bastante hermosa?

               ¿Fue difícil ser libre?

Porque he aquí, yo estoy contigo, estoy en ti y de ti; mira ahora y verás.


       He aquí, alado con las maravillas del mundo,

               Con milagros calzados,

       Con los fuegos de sus truenos

               por vestido y vara,

Dios tiembla en el cielo, y sus ángeles están blancos del terror de Dios.


       Porque su crepúsculo ha venido sobre él,

               Su angustia está aquí;

       Y sus espíritus lo miran mudos,

               Encanecido por su miedo;

Y su hora se apodera de él golpeado, el último de su año infinito.


       El pensamiento lo hizo y lo quebranta,

               La verdad mata y perdona;

       Pero a ti, como el tiempo lo lleva,

               Esta cosa nueva que da,

Incluso el amor, la amada República, que se alimenta de libertad y vive.


       Porque sólo la verdad es vivir,

               Sólo la verdad es completa,

       Y el amor de su entrega,

               estrella polar y polo del hombre;

Hombre, pulso de mi centro, fruto de mi cuerpo y semilla de mi alma.


       un nacimiento de mi seno;

               un rayo de mi ojo;

       Una flor superior

               que escala el cielo;

Hombre, igual y uno conmigo, hombre que está hecho de mí, hombre que soy yo.

viernes, 6 de enero de 2023

Retrato de Aníbal por Tito Livio

Retrato de Aníbal que hizo Tito Livio en el Libro XXI de la Historia de Roma desde su fundación:

Enviado Aníbal a Hispania, nada más llegar se ganó a todo el ejército: los soldados veteranos tenían la impresión de que les había sido devuelto el Amílcar joven; veían la misma energía en sus rasgos, la misma fuerza en su mirada, la misma expresión en su semblante, idéntica fisonomía. Después, en muy poco tiempo, consiguió que lo que tenía de su padre fuese lo menos importante en orden a granjearse las simpatías. Nunca un mismo carácter fue más dispuesto para cosas enteramente contrarias: obedecer y mandar. No resultaría fácil, por ello, discernir si era más apreciado por el general o por la tropa. Ni Asdrubal prefería a ningún otro para confiarle el mando cuando había que actuar con valor y denuedo, ni los soldados se mostraban más confiados o intrépidos con cualquier otro jefe. Era de lo más audaz para afrontar los peligros, y de lo más prudente en medio del mismo peligro. No había tarea capaz de fatigar su cuerpo o doblegar su moral. El mismo aguante para el calor y el frío; su manera de comer y beber, atemperada por las necesidades de la naturaleza, no por el placer; el tiempo de vigilia y de sueño, repartido indistintamente a lo largo del día o de la noche; el tiempo que le quedaba libre de actividad era el que dedicaba al descanso, para el cual no buscaba ni muelle lecho ni silencio: muchos lo vieron a menudo echado por el suelo, tapado con el capote militar, en medio de los puestos de guardia o de vigilancia militar. No se distinguía en absoluto entre los de su edad por la indumentaria, sí llamaban la atención sus armas y caballos. Era, con diferencia, el mejor soldado de caballería y de infantería a un mismo tiempo; el primero en marchar al combate, el último en retirarse una vez trabada la pelea. Las virtudes tan pronunciadas de este hombre se contrapesaban con defectos muy graves: una crueldad inhumana, una perfidia peor que púnica, una falta absoluta de franqueza y de honestidad, ningún temor a los dioses, ningún respeto por lo jurado, ningún escrúpulo religioso. Con estas virtudes y vicios innatos militó durante tres años bajo el mando de Asdrúbal, sin descuidar nada de lo que debiera hacer o ver quien iba a ser un gran general.

jueves, 5 de enero de 2023

Esta noche me emborracho, tango.

 Esta noche me emborracho (tango)

Carlos Gardel / Santos Discépolo


Sola, fané, descangayada, 

la vi esta madrugada

salir de un cabaret,

flaca, dos cuartos de cogote,

y una percha en el escote

bajo la nuez.

Chueca, vestida de pebeta,

teñida y coqueteando,

su desnudez parecía

un gallo desplumao,

mostrando al compadrear 

el cuero picoteao.

¡Yo qué sé cuándo no aguanto más!

Al verla así rajé, pa' no llorar.

Y pensar que, hace diez años,

fue mi locura...

que llegué hasta la traición

por su hermosura,

que esto que hoy es un cascajo,

fue la dulce metedura

donde yo perdí el honor;

que, chiflao por su belleza,

le quité el pan a la vieja,

me hice ruin y pechador;

que quedé sin un amigo,

que viví de mala fe,

que me tuvo de rodillas,

sin moral, hecho un mendigo

cuando se fue.

Nunca creí que la vería

en un requiéscat in pace

tan cruel como el de hoy.

¡Mire si no es pa' suicidarse,

que por ese cachivache

sea lo que soy!

Fiera venganza la del tiempo

que le hace ver deshecho

lo que uno amó.

Este encuentro me ha hecho

tanto mal,

que, si lo pienso más,

termino envenenao.

Esta noche me emborracho bien,

me mamo bien mamao

pa' no pensar.

domingo, 13 de noviembre de 2022

Horacio Quiroga, La gallina degollada.

 ​La gallina degollada​ de Horacio Quiroga


Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.

Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?

Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.

—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.

El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

—A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.

—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que?...

—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.

Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más. Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.

No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.

—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.

—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

—De nuestros hijos, ¿me parece?

—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expresó claramente:

—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró.

—¿Qué, no faltaba más?

—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.

Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.

—Como quieras; pero si quieres decir...

—¡Berta!

—¡Como quieras!

Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.

Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo.

No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia.

De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.

—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?. . .

—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!

—Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti. . . ¡tisiquilla!

—¡Qué! ¿Qué dijiste?...

—¡Nada!

—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!

Mazzini se puso pálido.

—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!

—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explotó a su vez.

—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...

—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.

—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!

Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.

Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron;, pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.

Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio , y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.

Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.

—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.

—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.

—Me parece que te llama—le dijo a Berta.

Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Bertita a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.

—¡Bertita!

Nadie respondió.

—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.

Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.

—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.


Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:

—¡No entres! ¡No entres!

Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.