miércoles, 26 de septiembre de 2007

Tres historias de enamorados, fray Antonio de Guevara

Muy magnífico y engañado señor:

A la hora en que quise responder a vuestra carta tuve en la mano suspensa la pluma más de media hora, debatiendo con mi gravedad y vuestra amistad si os respondería, o disimularía, porque el amor que os tengo convidábame a que lo hiciese, y vuestro descomedimiento constreñíame a que os lo negase. Yo, Señor, leí vuestra carta y vi las tres imágenes que me enviastes con ella, y fué tanto el enojo que rescebí, y la afrenta que sentí, que, si como sois grande amigo mío, fuérades mi muy propincuo deudo, el deudo os negara, y jamás letra os escriviera. En los rostros vergonzosos y en los corazones generosos sin comparación vale más una onza de amistad que una arroba de consanguinidad; lo cual paresce claro en que la enemistad que nasce entre parientes dura mucho, mas la que se levanta entre los verdaderos amigos acábase luego. Pisistrato, rey y tirano que fué de los athenienses, como un sobrino suyo que había nombre Trasilo fuese en cierta conjuración contra el tío, escribióle una carta en que decía estas palabras: «Acordarte debrías, sobrino mío Trasilo, no que te crié en mi casa, no que eres mi sangre, no que te admití a mi conversación, no que te fié mis secretos, no que te casé con mi hija, no que te di la mitad de mi hacienda, sino que te amé como amigo y te traté como a hijo. Hasme salido aleve, y hasme hecho traición, sin yo de ti tal pensar, ni menos te lo merescer, a cuya causa quisiera poder acabar conmigo que, como te niego el deudo, te pudiera negar la amistad; mas no lo puedo hacer, ni con mi fidelidad acabar, porque la sangre que contigo tengo puedo la sacar, pues está en las venas, mas no el amor con que te amo, porque está en el corazón». He querido traheros este exemplo a la memoria para que, pues vos, señor, habéis sido Trasilo en me enojar, seré yo Pisistrato en os perdonar, haciendo, como hago, muy gran caudal, no tanto del deudo que me tenéis, como de la amistad que os tengo.

Viniendo, pues, al propósito, y contando cómo acontesció el caso, digo que yo, señor, rescebí una letra vuestra aquí, en Granada, habrá diez y ocho días, y con ella rescebí unas muy ricas tablas, en las cuales estaban unas imágines, assaz bien pintadas, y no menos bien tratadas. Querríades agora vos saber de mí qué es lo que me paresce de la pintura, y qué misterios tiene su historia, jurando y perjurando que os costaron mucho y las tenéis en mucho. A esto, señor, os respondo y digo que, si vos tenéis aquellas imágines en mucho, yo señor, las tengo en muy poco, y más y allende desto digo que si comprastes lo que no sabíades, os acuso por no cuerdo, y si supistes lo que comprastes, os condeno por mundano. Dixe que os condenaba por mundano, y no por liviano, no porque no lo merescía vuestra culpa, sino porque no cabía en mi crianza. La poca edad, la poca sciencia y la poca experiencia que tenéis del mundo os excusa del yerro que habéis hecho y del descomedimiento que comigo habéis tenido; que, hablando la verdad, yo estoy corrido, y aun afrontado, que tales imágines me enviásedes, y sobre tales liviandades me consultásedes. En mi hábito, por ser de religioso; en mi sangre, por ser de caballero; en mi profesión, por ser de theólogo; en mi oficio, por ser predicador, ni en mi dignidad, por ser de obispo, no se sufre semejantes vanidades preguntar, ni menos platicar, porque el hombre de bien, no sólo ha de mostrar su gravedad en las obras que hace, mas aun en las palabras que dice y en las pláticas que oye. El buen philósopho Diógenes vió en la plaza hablar muy despacio a un discípulo suyo, con un mancebo que era tenido por liviano, y aun por travieso, el cual, como le preguntase en qué hablaban, qué concertaban, respondió él: «Decíame que esta noche pasada había hecho una muy gran travesura, y que había muy gran miedo no fuese descubierta. Oído todo esto, Diógenes mandó llamar al otro mancebo y dixo a ambos a dos: «Yo mando que en el amphiteatro del foro, que igualmente os den a cada uno cuarenta azotes: a él, por lo que hizo, y a ti, por lo que le escuchaste; porque tanto merece el philósopho por no tener atapadas las orejas, como el secular en no tener las manos quedas.»

Yo, señor don Enrrique, ni sé qué me haga, ni sé con quién me cumpla; que por una parte querría hacer lo que me rogáis, pues sois mi amigo, y por otra parte estoy temeroso de Diógenes el philósopho, porque si él sabe lo que vos me consultáis, y atina a lo que yo os respondo, no es menos sino que desta hecha vos o yo quedamos desterrados, y no menos azotados. Aunque sea en detrimento de mi gravedad, y en ofensa de mi honestidad, determínome de responder a vuestra carta, y declararos el misterio de vuestra dubda, con que prometo y protesto que no lo hago por serviros, sino para confundiros, porque veáis y conozcáis que esa vuestra tabla de imágines no es para poner en los altares de los sanctos, sino en las cámaras de los locos.

Es, pues, el caso que en las tres tablas que me enviastes estaban tres imágines de tres mugeres a maravilla hermosas, y por extremo muy bien pintadas, los rétulos de las cuales decían así: «Sancta Lamia», «Sancta Flora» y «Sancta Layda». Queríades agora vos, señor don Enrrique, saber de mí quiénes fueron estas tres mugeres, de dónde fueron, en qué tiempo fueron, a do murieron y qué martirio pasaron; porque, según me escribís, las tenéis en vuestro oratorio colgadas y les rezáis cada día ciertas avemarías. Yo, señor, lo quiero hacer, y a vuestro ruego condescender, aunque no sin mucha pena y gran vergüenza, no de vos, que lo habéis de leer, sino de aquellos a quien lo habéis de mostrar, porque todos dirán, y no sé si con razón, que vos, señor, sois agora vano, y que en algún tiempo yo fuí mundano.

Esta Lamia, esta Flora, esta Layda, que vos, señor, tenéis por sanctas, fueron las tres más hermosas y más famosas rameras que nascieron en Asia, se criaron en Europa, y aun de quienes más cosas los escriptores escribieron, y por quienes más príncipes se perdieron. Destas tres se dice y escribe que fueron dotadas de todas gracias: es a saber, hermosas de rostros, altas de cuerpos, anchas de frentes, gruesas de pechos, cortas de cinturas, largas de manos, diestras en el tañer, suaves en el cantar, polidas en el vestir, amorosas en el mirar, disimuladas en el amar y muy cautas en el pedir. Destas tres se dice y escribe por excelencia que nunca a príncipe amaron que las dexase, ni jamás cosa pidieron que se la negase. Destas tres se dice y escribe que nunca a hombre hicieron burla, ni jamás de hombre rescibieron afrenta. Destas tres se dice y escribe que la Lamia enamoraba con el mirar; la Flora, con el hablar; la Layda, con el cantar; y los que una vez de sus amores se prendían, tarde o nunca se libraban. Destas tres se dice y escribe que fueron las enamoradas más ricas del mundo mientras vivieron, y que dexaron de sí mayores memorias cuando murieron, porque en los pueblos les pusieron estatuas, y los escritores escribieron dellas grandes cosas. Y porque no parezca que hablamos de gracia, contaremos aquí destas tres enamoradas la historia, protestando primero que no diremos más de cada una de sola una palabra, porque para deciros, señor, verdad, no es esta historia tan honesta y limpia para que ose emplear en ella mucho tiempo mi pluma.

La más antigua destas tres enamoradas fué la que llamaron Lamia, la cual fué en el tiempo del rey Antígono, criado de Alexandro el Magno, del cual Antígono escriben los que dél escribieron que fué príncipe muy belicoso, y poco venturoso. Este rey Antígono dexó un hijo heredero, el cual se llamó Demetrio, el cual fué menos belicoso, aunque más fortunado que no su padre, y fuera él muy esclarecido príncipe, si en su mocedad supiera cobrar amigos, y en la vejez no se diera tanto a los vicios. Este rey Demetrio tuvo por amiga a esta enamorada Lamia, a la cual únicamente amé, y largamente dió. Fué el rey Demetrio, en amar a su Lamia, más loco que enamorado, porque olvidaba su gravedad y autoridad, no sólo le daba cuanto ella quería de su hacienda, mas aun no hacía vida con su muger Euxonia. A esta Lamia preguntó una vez el rey Demetrio que cuál era la cosa con que más se convencían las mugeres, a lo cual ella le respondió: «No hay cosa que más ayna haga a una muger caer que ver a un hombre de corazón por ella penar, porque de querer amar los hombres de burla vienen después a quedarse burlados». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, qué es la cosa por que más aborrecéis las mugeres a los hombres?» A esto le respondió Lamia: «La cosa por que una muger aborresce a un hombre es cuando se alaba de lo que no hace y no cumple lo que promete». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, ¿qué es la cosa de que más os contentáis del hombre?» A esto le respondió Lamia: «La causa por que una muger más ama a un hombre es cuando le vee que es discreto en lo que dice, y secreto en lo que hace». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, ¿por qué son los hombres mal casados?» A esto le respondió Lamia: «Es imposible que sean bien casados cuando en la muger hay necesidad, y en el marido necedad». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, ¿cuál es la causa por que más aýna se deshace el amor de entre dos enamorados?» A esto le respondió Lamia: «No hay cosa por que más aýna se desamen los que se aman que por ser el enamorado derramado en el amar y la enamorada muy importuna en el pedir». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, ¿cuál es la cosa con que más penan los hombres enamorados?» A esto le respondió Lamia: «La cosa que más atormenta al corazón del hombre enamorado es el no poder alcanzar lo que desea, y pensar que ha de perder lo que goza». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, ¿cuál es la cosa que más al corazón de una muger lastima?» A esto le respondió Lamia: «No hay cosa con que más una muger se sienta y se entristezca que con llamarla fea y desgraciada, y saber que la tienen por mala».

Era esta muger Lamia de muy delicado juicio, aunque en ella estuvo mal empleado, y así es que a todos atraya con la lengua, y enamoraba con la persona. Antes que ella viniese a poder, o por mejor decir, a perder al rey Demetrio, anduvo mucho tiempo por las achademias de Athenas, a do ganó muchos dineros, y aun echó a perder muchos mancebos. Plutarco cuenta, en la vida de Demetrio, que como los athenienses le presentasen doscientos talentos de plata para ayuda a pagar su gente de guerra, todos se los dió a su amiga Lamia, sin que entrase ninguno en su casa, de lo cual quedaron los athenienses, no sólo enojados, mas aun afrontados, no tanto por habérselos dado, cuanto por haberlos él tan mal empleado. Cuando el rey Demetrio quería alguna cosa encarescer, o algún negocio arduo con juramento afirmar, nunca juraba por sus dioses, ni juraba por sus antepasados, ni aun por la vida, ni salud de sus hijos, sino que siempre juraba en esta manera: «Ansí yo permanezca en la gracia de mi Lamia, y así ella y yo acabemos juntos la vida, como pasa esto y esto».

Un año y dos meses antes que muriese el rey Demetrio, murió su enamorada Lamia, y sintió el enamorado rey tanto su muerte, que disputaban y aun dudaban los philósophos en Athenas cuál de dos cosas fuese mayor: es a saber, las lágrimas que por ella lloró, o las riquezas que en sus obsequias gastó. Fué esta enamorada natural de Argos, nascida de bajos padres, y anduvo mucho tiempo por Asia la mayor, assaz absoluta y disoluta, y al fin, como muriese en Fenicia, y la mandase enterrar el rey Demetrio junto a su casa, debaxo de una ventana de su cámara, y le preguntase un privado suyo que por qué lo había hecho, le respondió: «Amóme tanto, y quísela tanto, que no sé con qué le pagar lo mucho que me quería, y lo mucho que le debía, si no es con depositarla en tal lugar, a do tengan mis ojos cada día que llorar y cada hora mi corazón que penar».

La segunda enamorada de las tres que arriba contamos se llama Layda, y fué su naturaleza de la isla Bithrita, que es en los confines de Grecia, y, según della escriben sus chronistas, fué hija de un sumo sacerdote del templo de Apolo, que citaba en Delphos, varón muy docto en el arte mágica, mediante la cual alcanzó la perdición de su hija. Esta enamorada Layda nasció y floresció en tiempos del muy nombrado rey Pirro, príncipe y señor que fué muy deseoso de alcanzar honrra, y no muy dichoso en saber conservarla. Siendo el rey Pirro mancebo de dieciséis años, vino en Italia por hacer guerra a los romanos, y déste dicen y cuentan los escriptores de su tiempo que fué el primero príncipe, que dió orden en ordenar los campos, repartir las batallas y hacer escuadrones; porque todos los de antes dél, al tiempo de dar una batalla, juntamente arremetían y confusamente peleaban.

Esta enamorada Layda anduvo mucho tiempo en el campo del rey Pirro, y con él vino a Italia, y con él tornó a Grecia, y désta se dice y escribe que a todos los que podía hacía placer, mas que con un solo hombre se quiso amigar. Fué esta enamorada Layda tan amorosa en la conversación, y tan hermosa en la disposición, que si quisiera ella sus amores recoger, y a un solo señor se allegar, no hubiera príncipe en el mundo que por ella no se perdiera y cuanto quisiera no le diera.
Después que Layda volvió de las guerras de Italia a Grecia, retráxose a vivir en la ciudad de Corintho, y fué allí tan servida y requestada, que no hubo hombre rico en Asia que a sus puertas no llamase, ni quedó rey ni príncipe que allá no entrase. Aulo Gelio dice que el buen philósopho Demóstenes fué una vez disfrazado desde Grecia a Corintho por la ver, y aun con ella se revolver; y como ella, antes que le abriese la puerta, le enviase a pedir docientos sestercios de plata, respondió Demóstenes: «No quieran los dioses que yo gaste mi hacienda, ni aventure mi persona, en cosa que apenas la habré hecho, cuando della esté arrepentido». Esto pienso que dixo Demóstenes, por lo que dice el Philósopho, es a saber: «Quod omne animal post coitum tristatur»

Desta enamorada Layda se dice lo que nunca de muger leí, ni aun en muger tampoco vi, es a saber, que nunca mostró amor a hombre que la sirviese, ni nunca fué aborrescida de hombre que la conosciese. Puédese desto colligir cuán bien fortunada fué esta enamorada Layda, pues nadie la aborrescía, y cuán mal acondicionada era, pues a nadie ella amaba. Si la enamorada Lamia fué sabia, no fué, por cierto, Layda necia, y si fué aquélla aguda, ésta fué reaguda, porque en el arte de amores excedió a todas las mugeres de su oficio, en saber amar y en saberse de los amores aprovechar. Como un mancebo corintho preguntase a Layda qué haría y qué diría a una muger, por la cual él andaba muy penado, y aun cuasi desesperado, respondióle ella: «Dile a esa muger que amas, que pues no te quiere remediar, que te dé licencia para por ella penar, y si diere la tal licencia, ten esperanza que alcanzarás su persona, porque somos de tal condición las mugeres, que cuando con el enamorado soltamos alguna palabra dulce, ya le hemos dado primero el corazón».

Como un día en su casa hablasen, y en su presencia alabasen a los philósophos de Athenas de muy sabios y muy honestos, dixo Layda: «Ni sé qué saben, ni sé qué entienden, ni sé qué aprenden, ni aun sé qué leen estos vuestro philósophos, pues yo, con ser mujer y sin haver estado en Athenas, los veo venir aquí, y de philósophos los torno mis enamorados, y ellos a ningunos de mis enamorados veo que tornan philósophos». Preguntó un caballero thebano a Layda que qué haría un hombre para alcanzar una muger que mucho quisiese, y bien le paresciese, al cual respondió ella: «El hombre que quiere alcanzar una muger, debe seguirla, servirla y sufrirla, y algún tiempo olvidarla» porque una muger de bien, después que le han levantado el corazón, más siente los descuidos que con ella usan que agradesce los servicios que le hacen». Preguntada por uno de Achaya que qué haría con una muger de la cual tenía sospecha, respondióle Layda: «Dale a entender que es buena y quítale las ocasiones con que puede ser mala, porque si sabe que lo sabes y disimulas, primero la verás muerta que no emendada». Otro mancebo de Palestina le preguntó otra vez que qué haría con una muger que servía, la cual ni le agradescía el amor que le tenía, ni le daba gracias por los servicios que le hacía. Responde Layda: «Si la dexases de servir, no sienta de ti que cesas de la amar, porque naturalmente las mugeres somos tiernas en el amar, muy duras en el aborrescer». Preguntada por otra vecina suya que qué enseñaría a una hija suya para que fuese buena, respondióle Layda: «El que quisiere que su hija sea buena, enséñela desde niña a que tenga temor de salir y vergüenza de hablar». Preguntada por una muger que también era su vecina y amiga que qué haría a una hija suya que tenía, la cual se le encomenzaba a levantar y a enamorar, respondióle Layda: «El remedio para la moza alterada y liviana es no la dexar estar ociosa ni le consentir que ande bien vestida».

Murió esta enamorada Layda en la ciudad de Corintho, en edad de sesenta y dos años, cuya muerte fué de muchas matronas deseada y de muchos enamorados llorada.
La tercera muger enamorada fué una que se llamó Flora, la cual no fué tan antigua como lo fueron Lamia y Layda, ni aun fueron de una nación y patria, porque ella fué de Italia, y las otras de Grecia; lo que Lamia y Layda excedieron a Flora en antigüedad, les excedió ella a ellas en sangre y generosidad, porque fué de sangre muy limpia, aunque no de vida muy casta. La naturaleza desta enamorada Flora fué de Nola, de Campania, y descendía de linaje de unos romanos llamados Fabios Metelos, que fueron de los primeros cónsules romanos, varones que fueron en el Imperio romano assaz esclarecidos en la guerra y muy señalados en la república. Cuando los padres de esta Flora murieron, quedó ella en edad de quince años, cargada de mucha riqueza y dotada de gran hermosura, y muy sola de parentela, porque ni le quedó hermano que la recogiese, ni aun tío que la riñese.

Fué, pues, el caso de la triste moza de Flora que, como la mocedad, libertad, riqueza y hermosura sean grandes alcahuetes para una muger se descuidar, y aun resbalar y caherse, fué a la guerra de África, a do puso en almoneda su persona. Floresció esta Flora en los tiempos del primero Bello Púnico, es a saber, cuando el cónsul Mamillo fué enviado contra Carthago, el cual gastó más dineros en los amores que tuvo con Flora, que no con los enemigos de África. Esta enamorada Flora tenía escripto en su puerta: «Rey, príncipe, dictador, cónsul, censor, pontífice y questor, pueden llamar y entrar. En el calendario de sus enamorados no puso Flora a emperadores, ni césares, porque estos dos tan ilustres nombres muchos tiempos después fueron por los romanos criados. Esta enamorada jamás consintió gozar, ni aun llegar a su persona, sino a hombre de sangre esclarecida, o que en dignidad fuese muy honrrado, o de riquezas muy dotado, porque, según decía ella, la muger hermosa en tanto será servida en cuanto se tuviere ella.

Layda y Flora fueron en las condiciones muy contrarias, porque Layda primero se hacía pagar que se dexase gozar, y la Flora, sin hacer mención de la paga, se dexaba tratar la persona, y como en este caso fuese preguntada, respondió: «Por eso me allego a varones ilustres, porque lo hagan ilustremente comigo, que por la diosa Venus vos juro que jamás hombre me dió tan poco que no me diese más de lo que yo pensaba, y aun el doble de lo que yo le pidiera». Dicen que decía esta enamorada Flora: «La muger que es cuerda y sagaz, no ha de pedir al que bien quiere precio por el placer que le hace, sino por el amor que le tiene, porque todas las cosas del mundo tienen precio, si no es el amor, el cual no se paga sino con otro amor».

Todos los embaxadores del mundo que venían a Italia, tanto llevaban que contar de la hermosura y generosidad de Flora como de toda la república romana; que en la verdad era cosa monstruosa ver la riqueza de su casa, el acompañamiento de su persona, la hermosura de su cara, los príncipes que la seguían y los dones que le daban. Esta enamorada Flora siempre tuvo respeto a la buena sangre que heredó, y a la nobleza en que se crió, porque, si vivía como enamorada, siempre se trataba como señora. El día que ella cabalgaba por Roma, dexaba qué decir un mes en toda ella; es a saber, contando unos a otros los señores que la seguían, los criados que la acompañaban, las damas que la miraban, los vestidos que traía, la hermosura que llevaba, los estrangeros que la seguían y los galanes que la hablaban.

Como esta Flora fuese ya vieja y se quisiese casar con ella un mancebo de Corintho, hermoso y generoso, díxo1e ella: «No quieres tú casar con sesenta años que ha Flora, sino con docientos mil sestercios que tiene ella en su casa. Huelga, pues, amigo, y ha placer, que a las de tal edad como la mía más las honrran por ser ricas que no por verlas casadas». Jamás hubo en el Imperio romano ninguna muger enamorada en quien concurriesen tantas gracias como concurrieron en Flora, porque fué generosa en sangre, hermosa en rostro, elegante en el cuerpo, discreta en lo que le cumplía y no pródiga en lo que tenía. Expendió esta Flora lo más de su mocedad en África, en Germania y en la Gallia trasalpina, y como no se dexaba servir sino de personas ricas, ni se dexaba tratar sino de personas generosas, dábase muy buena mafia en disfrutar a los que estaban en paz, y aun en pelar a los que andaban en guerra.

Murió esta enamorada Flora en edad de setenta y cinco años, y dexó por su único heredero de todas sus joyas y riquezas al pueblo romano, y fué tanto el dinero que hallaron y las joyas que vendieron, que abastaron para edificar los muros de Roma, y aun para desempeñar a la república. Por haber sido esta Flora romana, y por haber dexado sus riquezas a la república, hiciéronle en Roma los romanos un solemnísimo templo, al cual, en memoria de Flora, llamaron Floriano, en el cual cada año celebraban la fiesta de la enamorada Flora, el mismo día que había muerto ella.

Suetonio Tranquilo dice que la primera fiesta que celebró el emperador Galba en Roma fué la fiesta de la enamorada Flora, en la cual fiesta podían hacer todos los romanos y romanas tales y tan feas cosas, que tenían entonces por más sancta a la que aquel día era más deshonesta. Como aquel templo Floriano estaba dedicado a la enamorada o ramera que fué Flora, teníanse por dicho las damas romanas que todas las que iban allí aquel día en hábito de romeras, se habían de volver rameras.

Son autores de todo lo sobredicho Pissanio, el griego, y Mamilo, el latino, en los libros que escribieron de las ilustres mugeres y famosas enamoradas.

He aquí, pues, señor don Enrrique, declarada vuestra tabla y cumplido vuestro deseo; mas porque conozco vuestra condición, que es de mozo, y aun vuestra inclinación, que es de hombre travieso, osaré deciros y escrebiros que si fueran aquellas tres enamoradas en vuestro tiempo, o vos fuérades en el suyo, holgárades antes de verlas vivas, que no agora tenerlas pintadas. Días ha que yo sé en cómo soléis ir a jubileo de las christianas y aun tener novenas con las moriscas, porque desde muy niño os avezastes a beber de todas aguas, y aun otras veces a escoger como en peras. Yo confieso que fuera a mí más honesto, y aun más honrroso, escrebir las vidas de tres sanctas que no las historias de tres rameras; mas quiéroos, señor don Enrrique, tanto y déboos tanto, que, por condescender a vuestra condición, niego a mi profesión. Allá os torno a enviar las tablas de estas tres enamoradas, las cuales pienso que, si hasta aquí teníades en mucho, las tendréis de aquí adelante en mucho más, porque todos los que entraren en esta vuestra recámara tendrán que mirar en la pintura, y vos, señor, que les contar en la historia.

En merced de la señora doña Francisca me encomiendo, y a los señores, sus hijos y mis sobrinos, me manden recomendar, pues en sangre les soy deudo y en amor amigo.

No más, sino que Nuestro Señor sea en su guarda, y a mí dé gracia que le sirva.

De Granada, a XVI de mayo de MDXXII.

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