miércoles, 26 de septiembre de 2007

Emily, en David Copperfield, de Charles Dickens

El sitio era, o por lo menos debía serlo, tan encantador como en aquella época; sin embargo, no me impresionó tanto y casi estaba desilusionado. Quizá fuera porque no estaba en casa la pequeña Emily; como me habían enseñado el camino por donde volvería, eché a andar para salir a su encuentro.

Pronto vi aparecer a distancia una figurita y al momento reconocí en ella a Emily. Había crecido; pero era todavía muy pequeña. Cuando estuve cerca y vi sus ojos azules me lo parecieron más que nunca y su rostro más resplandeciente y toda su persona más bonita y atractiva y, no sé por qué, un sentimiento indefinible me obligó a hacer como que no la conocía y a pasar a su lado como si fuera mirando a lo lejos sin verla; esto me ha sucedido luego más de una vez en la vida, si no me equivoco.

Emily no se preocupó; me había visto muy bien, pero en lugar de volverse y llamarme echó a correr riendo; yo tuve que correr tras ella, pero corría tanto que fue ya cerca de la casa donde la alcancé.

-¡Ah! ¿Eres tú? -dijo.

-¡Ya sabías que era yo, Emily!

-¿Y tú acaso no sabías que era yo?

Fui a besarla; pero ella se cubrió sus labios de cereza con las manos y dijo que ya no era una niña y entró corriendo en la casa, riéndose más fuerte que nunca. Parecía divertirse haciéndome rabiar, y este cambio me extrañaba mucho en ella. La mesa estaba puesta, y nuestro antiguo cajón continuaba en su sitio; pero ella, en lugar de venir a sentarse a mi lado, se colocó junto a la gruñona mistress Gudmige y cuando míster Peggotty le preguntó el porqué, sacudió sus cabellos y solo contestó riendo.

-"Es una gatita" dijo míster Peggotty acariciándola con su manaza.

-Eso es, eso es -exclamó Ham-. Sí, señorito Davy.

Y se sentó mirándola y riéndose con una especie de admiración y deleite que le hacía ponerse colorado.

A Emily la miraban todos, y míster Peggotty más que ninguno. De él hacía la niña lo que quería solamente con acercar su carita a las fuertes patillas de su tío; al menos esta era mi opinión cuando la veía hacerlo, y me parecía que hacía muy bien míster Peggotty en ello: era tan afectuosa y tan dulce, y tenía una manera de ser, a la vez tímida y atrevida, que me cautivó más que nunca.

Además era muy compasiva, pues cuando estando sentados tras el té míster Peggotty fumaba su pipa, aludió a la pérdida que yo había sufrido, asomaron lágrimas a sus ojos y me miró con tanto cariño que se lo agradecí con toda el alma.

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