miércoles, 26 de septiembre de 2007

Tristia, II, 10, Ovidio


Yo soy el cantor de los tiernos Amores;
posteridad, escucha mis palabras, si quieres
conocer al poeta que estás leyendo. Sulmona,
abundante en manantiales frescos,
es mi patria y dista noventa millas
de Roma. Allí vi la luz y, porque sepas
cuándo, fue el año en que perecieron
ambos cónsules con una muerte igual.
Si esto algo vale, heredé el orden ecuestre
de mis insignes abuelos y no debo a Fortuna
el título de caballero. No fui primogénito,
sino tras mi hermano mayor nacido,
pues un año antes vino él al mundo.
La misma estrella presidió el natalicio de ambos,
y lo festejábamos el mismo día, con la ofrenda
de dos tortas; era ese uno de los cinco
de festejos consagrados a Minerva, la Guerrera,
el primero dedicado a las ensangrentadas peleas
de gladiadores. Nuestra educación fue temprana,
gracias al interés que se tomó mi padre, y asistimos
a las lecciones de los maestros mejores de Roma.
Mi hermano, desde joven, se inclinaba
a la oratoria, como si hubiese nacido
para las tormentosas luchas del foro,
y a mí, desde niño, me seducían los religiosos
misterios y la Musa, en secreto, me obligaba
a rezarle. Muchas veces dijo mi padre:
«¿Por qué pierdes el tiempo en estudios inútiles?
Homero mismo no dejó riqueza alguna.»
Sus consejos me impresionaban y, abandonando
del todo el Helicón, intentaba juntar palabras
sin metro, pero, espontáneamente, acudían
a formar el ritmo justo y cuanto decir intentaba
verso era. Entre tanto, los años pasaban sigilosos
con paso silente, y mi hermano y yo
tomamos la toga viril echando a nuestros hombros
la púrpura laticlavia, y cada cual siguió
su vocación primitiva. Ya mi hermano mayor
había llegado a los veinte cuando murió,
y así comencé a echar en falta parte de mí mismo.
Entré en la carrera política de honores
concedidos a la primera juventud,
y fui nombrado triunviro. Me quedaba
por conquistar el Senado; mas esta carga era
muy superior a mis fuerzas, y me contenté
con la augusticlavia. De cuerpo poco fuerte
y genio aun peor para trabajos excesivos
y extraño a los impulsos de la turbulenta ambición,
las hermanas Aonias, que siempre me fueron
bienamadas, me convidaban a sus ocios serenos.
Cultivé y frecuenté la amistad de los poetas
de aquel tiempo y creía ver como otros dioses
en estos mortales inspirados. Muchas veces
el viejo Macer me leyó sus poemas De las aves
y Las sierpes nocivas y Las hierbas saludables;
muchas veces Propercio, unido a mí por íntimo afecto,
me recitó sus fogosas elegías; Póntico, insigne
por sus cantos heroicos y Baso por sus yambos
se contaban como queridos asistentes
a mis reuniones, y el armonioso Horacio
encantaba mis oídos al acompañar con lira
Ausonia sus odas elegantes. A Virgilio
apenas lo vi y el avaro destino me arrebató
pronto la amistad de Tibulo, que fue, Galo,
tu sucesor, como de éste Propercio, en la continuidad
del tiempo. Yo aparecí detrás el cuarto
y, lo mismo que veneré a los mayores,
así los más jóvenes me veneraron a mí.

No tardó mi Talía en darme a conocer
cuando leí al pueblo las poesías retozonas
de mi juventud: sólo me había afeitado
dos o tres veces. Exaltó mi numen una mujer
celebrada en toda la ciudad, a la que dediqué
mis Amores bajo el seudónimo de Corina.
Compuse muchas obras, pero las que juzgué
defectuosas yo mismo las castigué entregándolas
a las llamas y, antes de partir al destierro,
quemé algunas que debían agradar, irritado
de mi amor a la poesía. Mi tierno corazón,
no invulnerable a las flechas de Cupido,
se conmovía por la causa más nimia
y, pese a mi talante que se inflamaba
con una chispa, mi reputación no cayó
tropezando en ningún hecho escandaloso.
Casi niño todavía, me dieron una esposa
ni digna ni conveniente, cuya unión se rompió
en breve. Le sucedió la segunda, de proceder
irreprochable, pero que tampoco hubo
de compartir mi lecho largo tiempo,
y la última, que me acompañó hasta la vejez,
no se avergonzó de llamarse esposa
de un desterrado. Mi hija, dos veces fecunda
en su primera juventud, aunque no de un solo esposo,
me hizo otras tantas abuelo. Llegó por fin
mi padre al término de su vida, habiendo cumplido
noventa años de edad, y lo lloré como él hubiese
llorado mi pérdida; poco después pagué
el último tributo a mi madre. ¡Felices ambos,
sepultados a tiempo para no ver el día
de mi condena, y feliz yo también,
porque no los hice testigos de mi infortunio
ni les produje la consiguiente amargura!
Si detrás de la muerte algo más queda
que un vano nombre y la leve sombra huye
las llamas de la hoguera y el rumor de mi falta
llegó hasta vosotras, sombras de mis padres,
y, si mis delitos se juzgan en el tribunal del Infierno,
quiero la causa sepáis, que es imposible engañaros,
de mi destierro: fue por imprudente y no por criminal.
Esto basta a los Manes; ahora vuelvo a vosotros,
espíritus curiosos de conocer los sucesos de mi vida.
Transcurridos los mejores años, la vejez había llegado
y sembrado de canas mi cabeza; desde mi nacimiento,
ceñido en Pisa con corona de olivo, el vencedor
en la contienda de los carros había alcanzado
diez veces el premio, cuando la cólera
de un príncipe ofendido me obligó a residir en Tomos,
ciudad sita a la izquierda del mar Euxino.
La causa de mi sentencia, harto conocida
es de todos, no necesita confirmación
de mi testimonio. ¿A qué referir la deslealtad
de mis amigos, las acusaciones de siervos
y tantas amarguras, más crueles ya
que el mismo destierro? Pero mi ánimo
se rebeló a sucumbir por tal prueba y, recogiendo
sus fuerzas salió, al fin, victorioso; di al olvido
la paz y los ocios de la pagada edad, tomé
las armas extrañas a mis hábitos, cuando lo reclamaba
la ocasión, y afronté tantos peligros por mar y tierra,
como estrellas lucen en el polo que conocemos
y el que se niega a nuestra vista y, después de largos rodeos,
arribé a las playas sarmáticas, vecinas de los Getas,
hábiles en asaetear. Aquí, aunque aturdido
por el estruendo de las armas que en torno mío resuenan,
endulzo con la poesía mi triste situación; y aunque no haya
un solo oído dispuesto a escucharme,
abrevio y engaño con ella las horas eternas del día.
Si vivo aún y sobrellevo lo duro de mis trabajos
y no he llegado a aborrecer mi penosa existencia,
es, Musa, gracias a ti, que me consuelas,
que calmas mis inquietudes y alivias mis dolores.
Tú eres mi guía y compañera; tú me libras
de las riberas del Ister y me conduces
a la cumbre del Helicón; tú, caso extraño,
me diste en vida un nombre célebre que la fama
no suele conceder más que a los muertos.
La envidia, detractora de lo actual, no clavó
su inicuo diente en ninguna de mis obras;
habiendo producido nuestro siglo
excelentes poetas, la murmuración no se enconó
maligna contra mi ingenio y, si bien reconozco
a muchos superiores, no se me reputa
inferior a ellos y soy muy leído en todo el orbe.
Si es que encierran algo de verdad los presagios
de los vates, no seré ¡oh tierra! tu despojo,
desde el instante que muera y, ya deba al favor,
ya a mis poemas este renombre,  recibe
el testimonio legítimo de mi gratitud, benevolente lector.

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