Tigre automático
(1964)
Kit Reed
Traducción
de J. Costa-Segur Giralt en Ciencia Ficción Selección-11, Libro Amigo
274, Editorial Bruguera S.A., primera edición en Junio de 1974.
Compró el juguete para su primo segundo
Randolph, un muchacho de huesudas rodillas, tan rico que, a sus trece años,
todavía vestía pantalón corto. Nacido pobre, Benedict no tenía esperanza alguna
de heredar el dinero de su tío James. En cualquier caso, gastó demasiado en el
juguete.
Siempre se sintió sobrecogido por la
transparente y dura mirada de su tío, en anteriores visitas de fin de semana;
empequeñecía en aquellos lóbregos salones de paredes recubiertas de obscura
madera. Esta vez no iría a Syosset desarmado. El caro regalo que llevaba para
Randolph, nieto del anciano, debiera asegurarle, en cierta medida al menos, el
respeto de su tío James. Pero había algo más en todo aquello. Era una extraña
sensación que le invadió en el mismo momento en que vio la caja, solitaria y
orgullosa, en el oscuro escaparate de la juguetería cercana al río.
Era una caja de mediano tamaño, de color
naranja y negro, con las palabras «Tigre real de Bengala» en su. parte
superior. Según la descripción impresa en la caja, el tigre respondía a las
ordenes dadas a través de un pequeño micrófono.
Benedict había visto robots y monstruos
parecidos al tigre en los anuncios de televisión durante todo el año. «Poséalo
con orgullo», rezaba un letrero. Edward Benedict, apartado de los juguetes más
por razones de tipo económico que por inclinación, no tenía ni idea de que
aquel tigre costaba diez veces más que cualquier otro de características
similares, aunque, de haberlo sabido, probablemente no habría influido en su
decisión. Impresionaría al muchacho.
Además, el aspecto fiero de los ojos de la ilustración le atrajo como un imán. Le costó el salario de un mes de trabajo y aún le pareció barato. Después de todo, se decía a sí mismo, la piel era legítima.
Además, el aspecto fiero de los ojos de la ilustración le atrajo como un imán. Le costó el salario de un mes de trabajo y aún le pareció barato. Después de todo, se decía a sí mismo, la piel era legítima.
Nada deseaba tanto como abrir la caja y
acariciar la piel. pero el dependiente le observaba fríamente y abandonó la
idea, dejando que lo envolviera y lo atara con un cordel. Luego. le colocó la
caja en los brazos, sin darle tiempo de pedir que se la mandaran a casa. La
cogió sin chistar ( odiaba las escenas). Estuvo pensando en el tigre durante
todo el camino de vuelta a casa, en el autobús. Como todo hombre con un
juguete, sabía que no resistiría la tentación de abrir el paquete y probarlo.
Sus manos temblaban al dejar el paquete en
un rincón de la sala.
-Sólo para ver si anda -musitó-; luego lo
envolveré otra vez para Randolph.
Desenvolvió la caja y le dio la vuelta de
manera que pudiera ver la ilustración.
No quería precipitarse. Preparó la cena y se
puso a comer con la caja frente a él. Después de quitar la mesa se sentó a cierta
distancia de ella, estudiando al tigre. A medida que las sombras se adueñaban
de la habitación. algo, en el dibujo de la caja, parecía obligarle, conducirle
al borde de algo importante, manteniéndole en suspenso. No podía librarse de
esta sensación ni siquiera al pensar que aquel tigre y él no eran más que
juguete y hombre, regalo y ofrendador. El tigre del dibujo parecía mirarle con
tanta intensidad que, al fin se puso en. pie, se dirigió a la caja y cortó el
cordel.
Al caer los lados de la caja introdujo las
manos en ella. Su primera impresión fue de desencanto; aquello parecía un
montón de piel vacía. Era áspera y, por un momento, pensó si los empaquetadores
de la fábrica no habrían cometido un error; luego, al tantear con sus dedos,
oyó un chasquido y la estructura de acero que la piel cubría se desplegó,
haciéndole caer de espaldas. sin respiración, viendo cómo la criatura tomaba
forma.
Era un tigre de tamaño natural, hecho con
piel auténtica, cuidadosamente adaptada a una estructura de acero tan bien
confeccionada que la bestia tenía un aspecto tan real como las que Benedict
había visto en el zoológico de la ciudad. Los ojos eran de ámbar, iluminados
por detrás por medio de pequeñas bombillas. Rayando en la histeria, Benedict
notó que los bigotes estaban hechos de rígido filamento de nailon.
Allí estaba, inmóvil, rodeado de una
misteriosa aura de poder, esperando a que él hallara el micrófono y diera la
primera orden. En su interior, un mecanismo independiente hacía mover su larga
cola, que daba trallazos en el piso.
Atemorizado, Benedict retrocedió hacia el
sofá, se sentó y se quedó mirando al tigre. La obscuridad era casi completa en
la habitación y, pronto, la única luz fue la emitida, por los ambarinos y
fieros ojos del animal. Permanecía en una esquina del cuarto, golpeando el piso
con la cola, y contemplándole con amarillenta mirada.
Benedict abría y cerraba nerviosamente las manos sobre el sofá; pensaba en sí mismo, allí sentado; en el micrófono que transmitiría sus órdenes, en el tigre, esperando en su rincón y en los trallazos de la cola que inundaban la habitación. Se movió un poco y, al hacerlo, sus pies chocaron con algo. Lo recogió examinándolo. Era el micrófono. Todavía sentado, contemplaba al espléndido animal a la tenue luz emitida por sus ojos. Al fin, en la densa quietud de la noche, casi las primeras horas de la madrugada, sintiéndose extrañamente feliz, llevó el micrófono a sus labios y respiró trémulamente.
Benedict abría y cerraba nerviosamente las manos sobre el sofá; pensaba en sí mismo, allí sentado; en el micrófono que transmitiría sus órdenes, en el tigre, esperando en su rincón y en los trallazos de la cola que inundaban la habitación. Se movió un poco y, al hacerlo, sus pies chocaron con algo. Lo recogió examinándolo. Era el micrófono. Todavía sentado, contemplaba al espléndido animal a la tenue luz emitida por sus ojos. Al fin, en la densa quietud de la noche, casi las primeras horas de la madrugada, sintiéndose extrañamente feliz, llevó el micrófono a sus labios y respiró trémulamente.
El tigre se estremeció.
Edward Benedict se levantó con cuidado.
Luego, haciendo acopio de valor, consiguió que su garganta emitiera una orden:
-Camina.
Majestuosamente, el tigre obedeció.
-Siéntate -ordenó; apoyándose, trémulo,
contra la puerta, sin creer aún lo que veía.
El tigre se sentó. Incluso en esta posición
era tan alto como él. Aun estando en reposo, la satinada piel asentada con
suavidad y ligereza sobre el cuerpo denunciaba la existencia de piezas de acero
ensambladas en él interior.
Respiró otra vez junto al micrófono,
maravillándose al ver que el tigre alzaba una pata y la mantenía, inmóvil, a la
altura del pecho, mientras le contemplaba. Era tan real, tan emocionante, que
Benedict, exultante, dijo «vamos a dar un paseo», y abrió la puerta. No usó el
ascensor, sino que salió por la puerta que daba a la escalera de incendios,
situada al fondo del corredor. Empezaron a bajar por ella, excitado al ver que
el tigre le seguía en silencio, deslizándose, como agua, sobre los ennegrecidos
peldaños.
¡Silencio ahora! -Benedict se detuvo tras la
puerta que daba a la calle.
El tigre se paró tras él. Salió a la noche;
la calle estaba tan solitaria, parecía tan irreal, que supuso serían las tres o
las cuatro de la madrugada.
-Sígueme -susurró al tigre, internándose en
la obscuridad.
Caminaron por las desiertas calles; el
animal iba detrás de Benedict, confundiéndose en las sombras cuando parecía que
un coche iba a pasar demasiado cerca. Finalmente, llegaron al parque y, después
de haber dejado atrás algunas docenas de metros de sendero asfaltado, el tigre
comenzó a distender sus patas como un caballo en marcha lenta, incansable,
junto a las piernas de Benedict. Este le miró y, con un ramalazo de pena
comprendió que una parte de él pertenecía aún a la jungla, que había
permanecido demasiado tiempo en la caja y ahora quería correr.
-Vamos, ¡corre! -dijo, compadeciéndose,
medio convencido de que no volvería a verlo más.
El felino marchó dando un salto; iba tan
veloz que, sin darse cuenta, se vio por encima del pequeño lago artificial del
parque. Cruzó por el aire de un tremendo salto y desapareció entre los arbustos
de la otra orilla.
Solitario, Benedict se dejó caer sobre un
banco. jugueteando con el micrófono. Ya no le serviría para nada, estaba
seguro. Pensó en el próximo fin de semana, en el que tendría que presentarse en
casa de su tío con las manos vacías. «Tenía un Juguete para Randolph, tío
James, pero desapareció...» Pensó en el dinero que había gastado... Luego,
reflexionando. pensó en los momentos que habían pasado juntos en el apartamento,
la vida que había cobrado la habitación con su presencia, una vida que nunca
tuvo antes... En definitiva, llegó al convencimiento de que no había gastado
aquel dinero en vano.
El tigre... Ardía de impaciencia por volver
a verlo. Tomó el micrófono. Pero, ¿por qué habría de volver siendo como era
ahora libre? ¿Por qué, disponiendo de todo el parque, del mundo entero, para
correr? Incluso con esta seguridad, no pudo evitar susurrar la orden:
-Vuelve -pidió fervientemente. Y luego-: Por
favor.
Por algunos segundos, nada sucedió. Benedict
escudriñó las tinieblas en un intento de ver algún movimiento; escuchó
esperando oír siquiera un rumor, pero no ocurrió nada, hasta que la gran sombra
cayó casi sobre él, saltando por encima del banco. Aterrizó, enorme y
silencioso, junto a sus pies.
La voz de Benedict se quebró.
-¡Has vuelto! -exclamó emocionado.
Y, el tigre real de Bengala, emitiendo
destellos de ámbar por los ojos, con sus blancos bigotes brillantes en la
pálida luz, puso una pata sobre sus rodillas.
-Has vuelto -repitió Benedict y, tras una
larga pausa, apoyó una indecisa mano sobre la cabeza del animal-. Creo que será
mejor volver a. casa -susurró, al darse cuenta de que estaba amaneciendo.
¡Vamos! -le dio un vuelco el corazón al darse cuenta de su familiaridad-, ¡«Ben»!
¡Vamos! -le dio un vuelco el corazón al darse cuenta de su familiaridad-, ¡«Ben»!
Y emprendió el regreso al hogar, casi
corriendo, gozoso de ver al tigre correr tras él con largos y silenciosos
saltos.
-Debemos dormir ahora -dijo al tigre cuando
llegaron al apartamento. Luego, cuando tuvo a «Ben» instalado, enroscado, con
el hocico junto a la cola, en un rincón, telefoneó a la oficina, fingiendo
estar enfermo. Alborozado, exhausto, se dejó caer en el sofá, olvidando, por
primera vez, que sus zapatos descansaban sobre el mueble. Se durmió en seguida.
Cuando despertó era ya casi la hora de
partir hacia Syosset. En el rincón, el tigre estaba tal y como lo dejara,
inerte ahora, pero aún misteriosamente vivo, con los ojos resplandecientes y la
cola golpeando el suelo de vez en cuando.
-Hola -dijo Benedict con voz queda-. Hola,
«Ben» -sonrió cuando el tigre alzó la cabeza, mirándole. Había estado pensando
en el modo de doblar al tigre y meterlo en la caja, pero, mientras el animal
levantaba la cabeza, con los ojos relucientes, Benedict supo que tendría que
llevarle otra cosa a Randolph. Aquél era su tigre. Moviéndose orgulloso bajo la
ambarina luz, comenzó a preparar su marcha, guardando camisetas y calzoncillos
en la maleta, envolviendo su cepillo de dientes y la rasuradora en papel
higiénico, metiéndolo luego en uno de los departamentos destinados a los
zapatos.
Debo irme, «Ben» -dijo cuando estuvo listo-.
Aguárdame. Estaré de vuelta el domingo por la noche.
El tigre pareció mirarle atentamente, con
los blancos bigotes brillando intensamente. Benedict imaginó haber herido los
sentimientos de «Ben».
-Te diré lo que haremos, «Ben» -le consoló-.
Me llevaré el micrófono, y si te necesito te llamaré. Te diré lo que debes
hacer: primero vas a Manhattan y cruzas por Triboro Bridge...
Guardó el micrófono junto al pecho, en el
bolsillo de la camisa. Por razones difíciles de comprender, aquel pequeño
objeto cambiaba enteramente su aspecto.
-¿Para qué quiero un juguete para Randolph?
-estaba ensayando algunos valientes discursos que dirigiría a tío James-. Tengo
un tigre en casa.
En el tren empujó a varias personas, con tal
de poder ocupar un asiento junto a la ventanilla. Más tarde, en lugar de tomar
un autobús o un taxi que le llevara a casa de su tío, se encontró telefoneando
para que mandaran a alguien con el coche a recogerlo a la estación.
Ya en el oscuro estudio de paredes
revestidas de madera, estrechó la mano de su tío con tanta energía que alarmó
al anciano. Randolph, con las rodillas ásperas y enrojecidas, se apoyó,
beligerante, sobre un codo.
-Supongo que no me has traído nada -dijo,
adelantando la barbilla con desafío.
Por una milésima de segundo Benedict se
sintió desmayar. Luego, el contacto del micrófono junto al pecho, hizo que se
acordara.
-Tengo un tigre en casa -murmuró.
-¿Eh? ¿Qué? -Randolph le empujó, hundiéndole
los dedos en las costillas-. Anda, vamos a traerlo.
Con un sordo rugido, Benedict propinó un
sopapo en la oreja de Randolph.
Desde aquel momento, Randolph fue un ejemplo
de respetuosidad. Resultó muy sencillo en verdad. Benedict jamás lo hubiera
imaginado.
Poco antes de partir, aquel domingo por la
noche, su tío James colocó en sus manos un fajo de acciones.
-Eres un joven inteligente, Edward -dijo el
anciano moviendo la cabeza, como si le costara creerlo-. Un joven inteligente.
Benedict sonrió de oreja a oreja.
-Hasta la vista, tío James. Tengo un tigre
en casa.
Casi antes de que la puerta del apartamento
se cerrara tras él, tenía ya el micrófono en la mano. Llamó al tigre y éste se
echó a. sus pies. Benedict se abrazó a su gran cabeza. Luego se levantó y
retrocedió unos pasos. El animal parecía mayor, más lustroso y cada uno de sus
pelos vibraba con vida propia. Los bigotes de «Ben» parecían de nieve. Benedict
también se sentía transformado. Pasó un largo rato frente al espejo, viendo
unos cabellos que crepitaban llenos de vida: unas mandíbulas antes pesadas y
prominentes y ahora tan ligeras.
Más tarde, caída ya la noche, salieron hacia
el parque. Benedict se sentó en un banco para contemplar las evoluciones de su
tigre, deleitándole la extraordinaria gracia de sus movimientos. Las correrías
de «Ben» no duraron tanto en esta ocasión. No hacía más que volver al banco y
apoyar la cabeza en las rodillas de Benedict.
Al despuntar el alba, «Ben» comenzó a correr
de nuevo, describiendo amplios saltos a ras de suelo. Giró, de súbito, y marchó
hacia el lago, con plena seguridad de saber adónde iba. Lo cruzó con tan limpio
y formidable salto que hizo poner en pie a Benedict, gritando de contento.
-¡«Ben»!
El tigre pegó un segundo salto, tan
espléndido como el anterior, y regresó junto a él. Cuando «Ben» tocó las
rodillas de su amo, esta vez Benedict lanzó su chaqueta por el aire, gritando,
y emprendió una loca carrera con el tigre. Fue casi una competición, con
Benedict al lado de «Ben». Estaban a punto de cruzar el puente cuando una
grácil figura femenina apareció, de pronto, ante ellos, con las manos
extendidas ante sí, con visibles muestras de espanto y, a medida que ellos
reducían su marcha, echó a correr lanzándoles algo, a la vez que abría la boca
para proferir un grito que no llegó a encontrar voz. Algo blando le dio a «Ben»
en el hocico; éste agitó la cabeza y retrocedió. Benedict se inclinó para
recogerlo del suelo. Era un portamonedas.
-¡Eh, olvidó usted su...! -exclamó empezando
a correr tras ella.
Recordó de pronto que debería dar explicaciones por la presencia del tigre. Su voz se apagó y se detuvo, con un encogimiento de hombros, viéndose impotente, hasta que «Ben» le empujó.
Recordó de pronto que debería dar explicaciones por la presencia del tigre. Su voz se apagó y se detuvo, con un encogimiento de hombros, viéndose impotente, hasta que «Ben» le empujó.
-¡Eh, «Ben»...! -exclamó incrédulo-. La
hemos asustado.
Se irguió contento y sonriente. «Vamos a ver
esto» se dijo. Luego, en lo que pareció un nuevo alarde, abrió el bolso y halló
algunos billetes. «Haremos que parezca un robo. Ningún policía creerá su
historia del tigre» pensó. Después dejó el bolso abierto en el suelo, donde
ella pudiera verlo y, abstraído, se guardó el dinero en el bolsillo,
prometiéndose, in mente, devolverlo a la mujer algún día.
-Anda, «Ben» -dijo suavemente-. Vamos a
casa.
Cansado, Benedict durmió toda la mañana con
la cabeza apoyada en el suave lomo del tigre. «Ben» permaneció alerta, con el
ámbar de sus ojos siempre brillante; los movimientos de su cola eran el único
signo de vida en la habitación.
Despertó pasado el mediodía, alarmado al ver
que llegaría con cuatro horas de retraso a la oficina. Sus ojos se cruzaron con
los del tigre y rió. «Tengo un tigre.» Se desperezó largamente, bostezando.
Tomó con calma el desayuno; luego, tranquilo, se vistió. Al hacerlo encontró
las acciones que le entregara su tío el día anterior; las examinó y cayó en la cuenta
de que representaban una respetable suma de dinero.
Por algunos días se sintió feliz sin hacer
nada, pasando las tardes en el cine y las noches en restaurantes y bares;
incluso, en dos ocasiones, fue a las carreras. El resto del tiempo lo pasaba en
casa, sentado, contemplando al tigre. Cada día frecuentaba restaurantes de
mayor categoría, sorprendido de que los jefes de comedor se inclinaran ante él
con deferencia, y de que elegantes mujeres le miraran con interés (todo ello,
estaba seguro, por el simple hecho de tener un tigre en casa).
Llegó un día en que se cansó de escoger la
comida él solo.
Incómodo en su nueva situación, se sentía impulsado a comprobar cuán lejos podía llegar. Había gastado hasta el último céntimo de los beneficios obtenidos con las acciones de su tío James, y (con cierta sensación de culpabilidad), el dinero tomado del bolso de aquella mujer, en el parque. Empezó a leer la sección de anuncios de The Times y, un día, copió una dirección y descolgó el teléfono.
Incómodo en su nueva situación, se sentía impulsado a comprobar cuán lejos podía llegar. Había gastado hasta el último céntimo de los beneficios obtenidos con las acciones de su tío James, y (con cierta sensación de culpabilidad), el dinero tomado del bolso de aquella mujer, en el parque. Empezó a leer la sección de anuncios de The Times y, un día, copió una dirección y descolgó el teléfono.
-Deséame suerte, «Ben» -susurró al marchar.
Estuvo de vuelta una hora más tarde,
moviendo la cabeza, aún atónito.
-Debiste verme, «Ben». En su vida habían
oído hablar de mí y, sin embargo, me pidieron que aceptase el empleo. Los tenía
acorralados. Yo era un tigre -se sonrojó con modestia.
Los ojos del tigre parpadearon y se tornaron
más brillantes.
.Aquel viernes, Benedict trajo a casa el
cheque de su primera paga y, por la noche, fue él quien abrió la marcha hacia
el parque. Corría hasta que sus ojos se anegaban en lágrimas por efecto del
frío viento; corrió con el tigre a su lado la madrugada próxima y todas las que
siguieron a aquélla y, cada día, se sentía más seguro de sí mismo. «Tengo un
tigre en casa», se decía en los momentos difíciles. y ésta sería la clave que
le ayudaría a salir airoso de las dificultades. Llevaba siempre el micrófono
consigo, como si se tratara de un talismán, seguro como estaba de poder hacer
uso de él en todo momento, atrayendo al tigre junto a él. Fue nombrado primer
vicepresidente a los pocos días.
Fue progresando en su carrera; se convirtió
en un hombre atareado y solvente, pero esto no le hizo olvidar nunca el paseo
nocturno con su tigre. Había ocasiones en que, en plena velada, rodeado de
gente importante, en cualquier atestado club nocturno, se excusaba para poder
llevar el tigre al parque y correr a su lado vistiendo aún el smoking y la
impecable camisa blanca, resplandeciente en la noche. Se tornó engreído,
poderoso, pero permaneció fiel.
Hasta el día en que llevó a cabo su mayor
negocio. Su superior le envió a comer con Quincy , el más importante cliente de
la compañía, con instrucciones bien definidas: venderle dieciséis gruesas.
-Quincy -dijo Benedict-, usted necesita
veinte gruesas.
Estaban sentados en un sofá cuyo tapizado
imitaba la piel de tigre, en un restaurante de los caros. Quincy, un colérico
hombretón, le habría aterrorizado un mes antes.
-¡Está usted muy seguro! -bufó Quincy-. ¿Qué
demonios .le hace pensar que quiero veinte gruesas?
Por un segundo, Benedict sintió que le
abandonaba el aplomo. Luego, aquella tapicería atigrada hizo sonar en él la
cuerda de la inspiración y se lanzó.
--Desde luego, usted no quiere veinte
gruesas -gruñó- : las necesita.
Quincy compró treinta gruesas. Benedict fue
ascendido a director general.
Un nuevo título que no pesaba mucho sobre
sus hombros. Se concedió el resto de la tarde. Se dirigía a la puerta,
silencioso como un gato, cuando le detuvo un rumor inesperado, un roce de seda.
-¿Madeline? -exclamó interrogante.
Vistiendo un sedoso y oscuro vestido, la
secretaria, inaccesible hasta aquel día, estaba ahora a su lado. Intentaba
decirle algo, insinuante.
Benedict se dejó llevar por el impulso.
-Vendrás a cenar conmigo esta noche,
Madeline.
Su voz era acariciante.
-Tengo una cita, Eddy. Mi rico tío de
Cambridge está en la ciudad.
Benedict gruñó:
-¿El... ah... tío que te regaló esa piel de
visón? Ya le he visto. Es demasiado gordo -dijo, y añadió con un gruñido que
anuló la resistencia de Madeline: vendré por ti a las ocho.
-Pero, Eddy..., está bien -le miró a través
de unas espesas pestañas-, pero debo advertirte que no soy una chica fácil de
contentar.
-Harás la cena, claro, y luego daremos una
vuelta por la ciudad -diose unas palmaditas en el bolsillo que contenía la
billetera, dando luego un suave pellizco a su oreja.
Aquella noche, mientras revolvía en el cajón
de los calcetines, su mano tropezó con algo duro. Era el micrófono. Por una u
otra razón, había olvidado cogerlo aquella mañana. Debió de caerle entre los
calcetines al vestirse y había ido sin él todo el día. Lo cogió con alivio y se
dispuso a deslizarlo en el bolsillo del smoking. Pero no llegó a hacerlo.
Cuidadosamente, lo dejó en el cajón, cerrándolo. Ya no lo necesitaba. El era el
tigre ahora.
Aquella noche, todavía alegre, bajo el efecto
de la bebida, del cálido son de la música y del acompasado respirar de Madeline
junto a su oído, se acostó sin desnudarse y no despertó hasta clarear la
mañana. Cuando empezó a andar por el cuarto, descalzo, vio a «Ben» en el
rincón, con la mirada triste. Olvidó llevarle al parque.
-Lo siento, viejo amigo -se excusó al
marchar a la oficina, dándole unas palmaditas.
Y al día siguiente, «estoy muy ocupado», una
rápida caricia y «voy a llevar a Madeline de compras».
A medida que los días pasaban y Benedict
veía más a la joven, olvidó darle a «Ben» satisfacciones por sus descuidos. El
tigre quedó allí, en su rincón, sin vida, viéndole ir y venir, con la mirada
cargada de reproches.
Benedict le compró a Madeline un «Oleg
Cassini».
En el rincón de la sala de estar, una fina
capa de polvo empezaba a cubrir la piel de «Ben».
Benedict compró a Madeline un brazalete de
diamantes.
En el rincón, una colonia de polillas se
estableció en la piel de «Ben».
Benedict y Madeline pasaron una semana en
Nassau. De regreso, cruzaron ante el establecimiento de un vendedor de coches y
Benedict compró un «Jaguar» a Madeline.
El sistema de fijación de los enhiestos y
brillantes bigotes de «Ben», comenzó a ceder. Ahora estaban fláccidos, y
algunos pelos habían caído ya.
En el taxi que le traía a casa desde el
apartamento de Madeline, Benedict examinó su talonario de cheques por primera
vez en muchos días. El viaje y el primer pago del coche habían reducido casi a
cero su cuenta corriente. Y al día siguiente vencía uno de los pagos de la
pulsera. Pero ¿qué importaba? Se encogió de hombros. Era un hombre importante.
Ya en la puerta de su domicilio, extendió un
cheque al taxista por el importe de la carrera, añadiendo cinco dólares como
propina. Luego subió a su apartamento deteniéndose un momento ante el espejo
para admirar su bronceado semblante. Después, se acostó.
Despertó a las tres en punto de la
madrugada. Se sentía oprimido por las sombras, intranquilo, por primera vez. A
la fría luz de la lámpara de la mesita de noche, revisó su cuenta corriente
otra vez. Le quedaba mucho menos dinero del que pensaba. Tendría que ir al
Banco, hacer un depósito con el que cubrir el cheque que le diera al taxista, o
el que extendiera por el primer pago del «Jaguar» no podría hacerse efectivo. Pero,
no. Había entregado un cheque por el último plazo del brazalete, y ya debían de
haberlo cobrado. Estaba sin fondos...
Tenía que conseguir dinero. Sentado en la
cama, meditaba. Recordaba a la mujer que habían asustado en el parque, él y
«Ben., el primer día, y el dinero que encontró en el bolso. Se le ocurrió que
podía conseguir el dinero que necesitaba en el parque. Recordó el pánico de la
mujer, su huida. En su mente, aquello tomaba la forma de un arriesgado robo.
¿No había, acaso, gastado el dinero? Cuanto más pensaba en ello, más decidido
estaba a intentarlo de nuevo, olvidando que en aquella ocasión le había
acompañado el tigre, y, también, mientras se ponía un jersey a rayas y anudaba
un pañuelo a su garganta, que él no era el tigre. Salió sin ver siquiera a
«Ben» en su rincón. Corrió al parque, decidido.
Reinaba aún la oscuridad; caminaba ligero,
silenciosamente, por los senderos, sintiendo crecer sus fuerzas a medida que
avanzaba. Una vaga figura apareció, caminando hacia él (su presa), y gruñó un poco,
pero rompió a reír, quedamente, al reconocer a la mujer -la misma pobre mujer
asustada por un tigre-; gruñó de nuevo, corriendo hacia ella. «La asustaré otra
vez», pensó.
-¡Eh! -gritó la mujer al abalanzarse
Benedict sobre ella. Se detuvo en seco, casi perdiendo el equilibrio al ver que
no retrocedía asustada; permaneció quieta, con los pies algo separados,
balanceando el bolso.
Al verlo, la rodeó e intentó abalanzarse de
nuevo.
-¡Démelo! -ordenó.
-¿Perdón? -repuso ella fríamente,
sorprendida al intentar Benedict, gruñendo, una nueva acometida-. ¿Qué es lo
que le pasa?
-El bolso -dijo amenazador, con el cabello
erizado.
-Oh, el bolso -alzó el bolso y lo dejó caer
con violencia sobre su cabeza.
Retrocedió, sobresaltado, y antes de que
pudiera rehacerse, la mujer se dirigió hacia la salida del parque, riendo despreciativamente.
Había ya demasiada luz para buscar otra
víctima. Se quitó el jersey y salió del parque en mangas de camisa, caminando
lentamente, dándole vueltas en su mente a su fallido intento de robo. Meditando
aún, entró en un café para desayunar. Preocupado, lo hizo sin darse ni cuenta.
La cosa no había funcionado bien, decidió al fin, arreglándose el nudo de fa
corbata. Aquella mañana fue a la oficina demasiado pronto.
-Me han llamado desde el establecimiento
donde compraste el «Jaguar» -declaró Madeline al llegar, una hora más tarde-.
No han podido cobrar el cheque que les diste.
-¿No? -algo en sus ojos le hizo desistir de
hacer algún comentario-. ¡Oh! -dijo con suavidad-, ya me ocuparé de ello.
-Será mejor que lo hagas -contestó ella. Sus
ojos eran fríos.
En condiciones normales, habría aprovechado
la circunstancia de encontrarse solo con ella para darle un pequeño mordisco en
el cuello, pero aquella mañana parecía tan distante... Pensó que la razón
estaría en no haberse afeitado. Volvió, pues, a su despacho, donde revisó,
cejijunto, varias columnas de cifras en su agenda.
-Esto no. marcha -murmuró-. Necesito un
aumento.
El nombre del director era John Gilfoyle
(mister Gilfoyle o señor, para la mayoría de empleados); Benedict pronto
aprendió que el uso de iniciales le confundía, y empleaba este conocimiento en
su provecho.
Quizá se había levantado con el pie
izquierdo aquel día, o puede que fuera el ir sin chaqueta. Estaba desorientado.
El caso es que Gilfoyle ni siquiera parpadeó.
-Hoy no tengo tiempo para eso -casi ladró.
-No parece comprenderlo -Benedict hinchó el
pecho y caminó por la alfombra hacia el escritorio, con suavidad, notando, al
hacerlo, con gran disgusto, que sus zapatos estaban enlodados de resultas de
sus correrías por el parque. Pero era aún el tigre-. Quiero más dinero.
-Hoy no, Benedict.
-Podría conseguir el doble en cualquier otra
parte -alardeó Benedict, displicente como siempre; pero, en aquella ocasión,
parecía existir algún error en su actitud. Quizá estaba un poco ronco de
caminar bajo el húmedo y frío aire de la noche.
El caso es que Gilfoyle, en lugar de acceder
a su petición como siempre hacía, dijo:
-No parece muy hábil esta mañana, Benedict.
No como debe serlo un hombre de la Compañía.
-En Welchel Works me ofrecieron... -estaba
diciendo en aquellos momentos.
-¿Por qué no se larga entonces con los de la
Welchel Works? -gritó Gilfoyle, dando un puñetazo sobre .la mesa.
-Me necesita -contestó Benedict. Su
expresión era decidida, como siempre; pero su fracaso en el parque le había
afectado más de lo que suponía. Debía de estar haciéndolo todo al revés.
-No le necesito -ladró Gilfoyle-, y salga de
aquí antes de que decida que ni siquiera deseo que siga aquí.
-Usted... ,-empezó Benedict.
-¡Fuera!
-Sí, señor. -Completamente abatido, salió
del despacho.
En et pasillo tropezó con Madeline.
-¿Qué hay del pago? -empezó ella.
-Me ocuparé de ello. Si pudiéramos vernos...
-Esta noche, no -parecía notar un cambio en
él-. Estaré ocupada.
Benedict estaba demasiado aturdido para
protestar.
De nuevo en su despacho, repasó una y otra
vez las cifras de su agenda. Era la hora de comer y seguía en su silla,
ausente, acariciando el pisapapeles (una esfera de cristal, a rayas atigradas,
comprado en tiempos mejores). Al tenerlo en sus manos pensó en «Ben». Por
primera vez en varias semanas pensó en el tigre, inesperadamente, abrumado por
la añoranza. Permaneció allí sentado el resto de la tarde, abatido, con demasiada
poca confianza en sí mismo como para atreverse a salir antes de que el reloj
diera la hora. Tan pronto como pudo, abandonó el despacho y tomó un taxi con
unas pocas monedas que encontrara en uno de los cajones de su mesa. Pensaba que
al menos el tigre no le abandonaría, que sería bueno llevarle a pasear otra
vez, encontrando consuelo al correr juntos, su viejo amigo y él, por los
senderos del parque.
Prescindiendo del ascensor, echó a correr
escaleras arriba, deteniéndose solo para encender una lamparita junto a la
puerta de la sala de estar.
-¡«Ben»! -exclamó, abrazándose al cuello del
tigre. Fue al dormitorio en busca del micrófono. Lo encontró en el lavabo, bajo
un montón de calcetines sucios-. «Ben» -llamó con suavidad por el micrófono.
Le llevó mucho tiempo al tigre poder
levantarse. Su ojo derecho había perdido gran parte de su resplandor, de tal
modo que apenas pudo verle. La luz tras el ojo izquierdo se había extinguido.
Cuando su amo le llamó desde la puerta, se movió despacio, y, al aproximarse a
la luz de la lámpara, Benedict comprendió por qué.
La cola de «Ben» se movía ahora lentamente,
sin fuerza, y sus ojos aparecían cubiertos de polvo. Había perdido el brillo, y
el mecanismo que convirtiera en movimiento las órdenes de Benedict estaba
agarrotado por falta de uso. Los soberbios bigotes plateados eran ahora
amarillentos, y estaban manchados aquí y allá donde las polillas habían roído;
Con pesados movimientos, «Ben» apretó su cabeza contra Benedict.
-Hola, compañero. -dijo éste con un nudo en
la garganta-. ¿Qué tal? Te diré lo que haremos -exclamó acariciando la
estropeada piel-. Tan pronto oscurezca saldremos para el parque, a respirar un
poco de aire fresco -prometió con voz rota-. El aire fresco te devolverá las.
fuerzas. ¡Ya verás!
Con una sensación de vacío que trataba de
encubrir con sus palabras esperanzadas, se sentó en el sofá y esperó. Cuando el
tigre llegó a su lado, cogió uno de sus cepillos con mango de plata y empezó a
cepillar la piel sin vida de «Ben». Saltaba a pedazos, pegándose a las cerdas.
La tristeza de Benedict iba en aumento.
Dejó el cepillo.
Dejó el cepillo.
-Todo irá bien, compañero -dijo acariciando
su cabeza, como para tranquilizarse a sí mismo. Por un momento los ojos de
«Ben» reflejaron la luz de la lámpara de la habitación y Benedict quiso creer
que empezaban a cobrar nueva vida-. Ya es hora -dijo Benedict-. Anda, vamos
-empezó a caminar, despacio. El tigre le siguió rechinando y, juntos,
emprendieron el penoso camino hacia el parque.
Algunos minutos más tarde llegaron ante las puertas.
Benedict pensaba, no sabía por qué, que una vez allí, en plena naturaleza, el
tigre recobraría las fuerzas. Así parecía en realidad, al principio. La
oscuridad disfrazaba la miseria de «Ben» y, además, empezó a moverse con cierta
rapidez cuando Benedict se volvió y dijo:
-¡Adelante!
Benedict echó a correr a grandes, locas
zancadas, por un corto trecho, asegurándose de que el tigre corría tras él;
luego, acomodó su velocidad a la de «Ben». Pensó, con razón, que si iba muy
aprisa, el tigre no sería capaz de seguirle. Continuó al mismo ritmo por algún
tiempo y el tigre se las compuso para seguir a su lado. Después, de un modo
imperceptible, decreció su velocidad, yendo más y más despacio, siguiendo los
movimientos de «Ben» que, valientemente, movía sus silenciosas patas en un
simulacro de marcha.
Al fin, Benedict se dirigió a un banco y le
llamó a su lado, con la cabeza gacha, de modo que el tigre no pudiera ver que
estaba a punto de llorar.
-«Ben» -dijo-, perdóname.
La gran cabeza le propinó un cariñoso golpe
y, al levantar la cara, la débil luz del único ojo útil la iluminó. «Ben»
pareció comprender su expresión, porque tocó las rodillas de Benedict con una
pata, mirándole con sentimiento con su desafiante ojo ciego. Luego, encogió su
cuerpo para distenderlo después, haciendo recordar el poder y ]a gracia que
tuviera antaño. Se puso a correr hacia el lago artificial. Miró atrás en una
ocasión, describiendo un pequeño salto extra, como para asegurar a Benedict que
volvía a ser el mismo de antes, que no había nada que perdonar. Tomó impulso
para saltar de nuevo y cruzar el lago. E] comienzo fue espléndido, pero inútil.
El mecanismo había estado demasiado tiempo en desuso y, justo cuando estaba en
el aire, falló, agarrotándose el grácil cuerpo, cayendo, rígido, dentro del
lago.
Cuando pudo ver con suficiente claridad,
Benedict se dirigió a la orilla del agua con los ojos anegados en lágrimas.
Polvo y algunos pelos flotaban sobre el agua, pero eso era todo. «Ben» había
desaparecido. Con cuidado, Benedict extrajo el micrófono de su bolsillo y lo
arrojó a] agua. Permaneció allí, de pie, mirando el lago, hasta que las
primeras luces de la mañana se abrieron paso a través de las ramas de los
árboles, luchando por alcanzar el agua.
No se apresuró. Sabía, sin necesidad de que
se lo dijeran, que estaba sin trabajo. Tendría que vender sus nuevas ropas y
los cepillos de plata para poder afrontar, en parte, las deudas. Pero no
importaba ya. Parecía lo más apropiado, ahora que ya no tenía nada.