domingo, 17 de mayo de 2020

Alfonso X el Sabio, Comienzo de la Estoria de España

El noble príncipe de España, al cual la graçia de Ihuxpo vengadora de la porfía lo salvó de toda cosa triste; prínçipe digno de alabança, Alfonso, nombrado por nombre príncipe nunca vençido, príncipe venerabile, el cual por meresçimientos sobrepuja a todas alabanças, el cual a la vengança los engaños con fierro condena, al cual la fama de cualquier cosa lo perpetúa, los fechos de España faze manifiestos en este libro, en guisa que cada cual pueda saber por él muchas cosas venideras.

Onde, si por las cosas pasadas quiere alguno saber las venideras, non desdeñe esta obra, mas téngala en su memoria. Muchas vezes conviene esto leer, ca poderás muchas cosas ver por las cuales te aprovecharás y en las cosas arduas enseñado te farás, ca saberás cualquier cosa: si es açepta la tal, o si es ynepta; vayas ante al fin o el [??], a las muy buenas cosas se mueva,  por el cual, fuyendo de las cossas peores, tomarás las mejores.

¡O España! Si tomas los dones que te da la sabiduría del Rey, resplandeçerás; otrosí, en fama e formosura creçerás. El Rey, que es formosura de España e thesoro de la filosofía,  enseñanças da a los yspanos: tomen las buenas los buenos, e den las vanas a los vanos.

Aqui se comiença la estoria de España que fizo el muy noble rey don Alfonso, fijo del noble rey don Fernando e de la reyna doña Beatriz.

PRÓLOGO.

Los sabios antigos que fueron en los tiempos primeros e fallaron los saberes e las otras cosas tovieron que menguaríen en sos fechos e en su lealtad si tan bien no lo quisiessen pora los que avíen de venir como pora sí mismos o pora los otros que eran en so tiempo.

E, entendiendo por los fechos de Dios, que son espiritales, que los saberes se perderíen muriendo aquellos que lo sabíen e no dexando remembrança, porque no cayessen en olvido mostraron manera por que los sopiessen los que avíen de venir empós ellos, e, por buen entendimiento, connoscieron las cosas que eran estonces, e, buscando e escodriñando, con grand estudio, sopieron las que avíen de venir.

Mas el desdén de non querer los omnes saber las cosas, e la olvidança en que las echan depués que las saben, fazen perder mala mientre lo que fue muy bien fallado e con grand estudio. E otrosí, por la pereza, que es enemiga del saber e faz a los omnes que non lleguen a él ni busquen las carreras por que'l connoscan, ovieron los entendudos e quél preciaron sobre todas las otras cosas e'l tovieron por luz pora alumbrar los sos entendimientos e de todos los otros, que lo sopiessen, a buscar carreras poro llegassen a él y'l aprendiessen, e después que'l oviessen fallado, que no'l olvidassen. E, embuscando aquesto, fallaron las figuras de las letras, e ayuntándolas fizieron dellas síllabas, e de síllabas ayuntadas fizieron dellas partes. E, ayuntando otrosí las partes, fizieron razón, e por la razón que viniessen a entender los saberes e se sopiessen ayudar dellos e saber también contar lo que fuera en los tiempos dantes: cuémo si fuesse en la su sazón, e por qué pudiessen saber otrosí los que depués dellos viniessen los fechos que ellos fizieran tan bien como si ellos se acertassen en ello, e por qué las artes de las sciencias e los otros saberes que fueron fallados pora pro de los omnes fuessen guardados en escripto, por que non cayessen en olvido e los sopiessen los que avíen de venir. E por qué pudiessen, otrosí, connoscer el saber dell arte de geometría, que es de medir, e los departimientos de los grados e las alonganças de los puntos, de lo que a dell uno all otro, e sopiessen los curssos de las estrellas e los movimientos de las planetas e los ordenamientos de los signos e los fechos que fazíen las estrellas que buscaron e sopieron los atronomianos con grand acucia e cuydando mucho en ello, e por cuál razón nos aparecen el Sol e la Luna oscuros, e, otrossí, por cuál escodriñamiento fallaron las naturas de las yervas e de las piedras e de las otras cosas en que a virtud, segund sus naturas. 

Ca, si por las escripturas non fuesse, ¿cuál sabiduría o engeño de omne se podríe membrar de todas las cosas passadas, aunque no las fallassen de nuevo, que es cosa muy más grieve? Mas por que los estudios de los fechos de los omnes se demudan en muchas guisas, fueron sobresto apercebudos los sabios ancianos, e escrivieron los fechos tan bien de los locos cuemo de los sabios, e otrossí daquellos que fueron fieles en la ley de Dios e de los que no, e las leyes de los sanctuarios e las de los pueblos e los derechos de las clerezías e los de los legos. E escrivieron otrossí las gestas de los príncipes, tan bien de los que fizieron mal cuemo de los que fizieron bien, por que los que después viniessen por los fechos de los buenos punnassen en fazer bien, e, por los de los malos, que se castigassen de fazer mal. E por esto fue endereçado el curso del Mundo, de cada una cosa en su orden. Onde, si paráremos mientes, el pro que nasce de las escripturas connoscremos que por ellas somos sabidores del criamiento del Mundo, e, otrosí, de los patriarchas: cómo vinieron unos en pos otros, e de la salida de Egipto e de la ley que dio Dios a Moysén, e de los reys de la sancta tierra de Iherusalem, e del desterramiento dellos e dell annunciamiento e del nacimiento e de la passión e de la resurrección e de la ascensión de Nuestro Señor Ihesuxpristo. Ca de tod esto, e dotras cosas muchas, no sopieramos nada si, muriendo aquellos que eran a la sazón que fueron estos fechos, non dexassen escripturas por que lo sopiessemos. 

E por ende somos nos adebdados de amar a aquellos que lo fizieron, por que sopiessemos por ellos lo que no sopieramos dotra manera, e escrivieron otrosí las nobles batallas de los romanos e de las otras yentes que acaescieron en el Mundo, muchas e maravillosas, que se olvidaran si en escripto non fuessen puestas.

E otrossí, el fecho d'España, que passó por muchos señoríos e fue muy mal trecha recibiendo muertes por muy crueles lides e batallas daquellos que la conquiríen, e otrosí que fazíen ellos en defendiéndose. E desta guisa fueron perdudos los fechos della por los libros que se perdieron e fueron destroýdos en el mudamiento de los señoríos; assí que apenas puede seer sabudo el comienço de los que la poblaron.

E por end, nos, don Alfonsso, por la gracia de Dios rey de Castiella, de Toledo, de León, de Gallizia, de Sevilla, de Cordava, de Murcia, de Iahén e dell Algarve, fijo del muy noble rey don Fernando e de la reyna doña Beatriz, mandamos ayuntar cuantos libros pudimos aver de istorias en que alguna cosa í contasse de los fechos d'España, e tomamos de la Crónica dell arçobispo don Rodrigo que fizo por mandado del rey don Fernando nuestro padre, e de la del maestre Luchas, obispo de Tuy,  e de Paulo Orosio, e del Lucano, e de sant Esidro el primero, e de sant Alfonsso e de sant Esidro el mancebo, e  de Idacio obispo de Gallizia, e de Sulpicio, obispo de Gasconna, e de los otros escriptos de los concilios de Toledo e de don Jordán, chanceller del sancto palacio, e de Claudio Tholomeo, que departió del cerco de la Tierra meior que otro sabio fasta la su sazón; e de Dion, que escrivió verdadera la Estoria de los Godos, e de Ponpeyo Trogo e dotras estorias de Roma, las que pudiemos aver que contassen algunas cosas del fecho d'España, e compusiemos este libro de todos los fechos que fallarse pudieron della: desde'l tiempo de Noé fasta este nuestro, e esto fiziemos por que fuesse sabudo el comienço de los españoles e de quáles yentes fuera España maltrecha e que sopiessen las batallas que Hércoles de Grecia fizo contra los españoles, y las mortandades que los romanos fizieron en ellos, e los destruymientos que les fizieron otrossí los vándalos e los silingos e los alanos e los suevos e los aduxieron a seer pocos, e por mostrar la nobleza de los godos e cómo fueron viniendo de tierra en tierra, venciendo muchas batallas e conquiriendo muchas tierras, fasta que llegaron a España y echaron ende a todas las otras yentes e fueron ellos señores della; e cómo por el desacuerdo que ovieron los
godos con so señor el rey Rodrigo, e por la trayción que urdió el conde don Yllán e ell arcobispo Oppa, passaron los d'Áffrica e ganaron todo lo demás d'España, e cómo fueron los xpristianos después cobrando la tierra; e del daño que  vino en ella por partir los regnos por que se non pudo cobrar tan aýna, e, después, cuémo la ayuntó Dios, e por cuáles maneras e en cuál tiempo e cuáles reyes ganaron la tierra fasta en el mar Mediterráneo, e qué obras fizo cada uno, assí cuemo vinieron unos empós otros, fasta'l nuestro tiempo.

Moysén escrivió un libro que a nombre Génesis, por que fabla en él de cuémo crio Dios el cielo, la tierra e todas las cosas que en ellos son. E de cuémo, por el peccado dell omne, por qué passó mandamiento de Dios, fue echado de Paraýso. E otrossí de cuémo, por las culpas e por los grandes yerros que fizieron los que descendieron d'aquel linage, aduxo Dios el grand Diluvio sobre la tierra, con que los mató a todos. Assí que no fincó dellos fueras Noé e su mugier e tres sos fijos (Sem, Cam e Japhet) e sus mugieres, assí que fueron ocho por todos. E cuenta otrossí en aquel libro mismo que el linage que d'aquellos descendió començaron a fazer una torre muy grand pora apoderarse de las tierras. Mas, por que ellos eran muy sobervios, e no connocíen ni temíen a Dios, fueron destroýdos en esta manera: que nuestro señor Dios dañó el lenguage en tal guisa, que's no entendíen unos a otros, e por esta razón dexaron aquella lavor que fazíen. E non tan sola mientre fueron departidos en los lenguages, mas aun en las voluntades, de manera, que non quisieron morar unos con otros. Tod esto cuenta Moysén en este sobredicho libro, que es en el comienço de la Biblia. Mas, por que no fabló de cuémo aquellos que se partieron a cuáles tierras fueron poblar, querémoslo contar en est'estoria, según lo fallamos en las estorias antiguas, e dezímoslo assí. 

Ramón María del Valle-Inclán, Rosa de Job

RAMÓN MARÍA DEL VALLE-INCLÁN
ROSA DE JOB

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¡Todo hacia la muerte avanza
de concierto,
toda la vida es mudanza
hasta ser muerto!

¡Quién vio por tierra rodado
el almenar,
y tan alto levantado
el muladar!

¡Mi existir se cambia y muda
todo entero,
como árbol que se desnuda
en el Enero!

¡Fueron mis goces auroras
de alegrías,
más fugaces que las horas
de los días!

¡Y más que la lanzadera
en el telar,
y la alondra, tan ligera
en el volar!

¡Alma, en tu recinto acoge
al dolor,
como la espiga en la troje
el labrador!

¡Levántate, corazón,
que estás muerto!
¡Esqueleto de león
en el desierto!

¡Pide a la muerte posada,
peregrino,
como espiga que granada
va al molino!

¡La vida!... Polvo en el viento
volador.
¡Sólo no muda el cimiento
del dolor!

sábado, 16 de mayo de 2020

Virgilio, Dido se enamora de Eneas y se lo cuenta a su hermana Anna. Eneida IV, 1 a 54

Mas la reina hace tiempo, atormentada de grave cuidado,
con sangre de sus venas alimenta su herida y ciego ardor la devora.
El gran valor del héroe acude a su ánimo y la gloria
muy grande de este pueblo; se clavan en su pecho sus rasgos
y palabras y no deja el cuidado a su cuerpo el plácido descanso. 5
Y recorría las tierras la Aurora siguiente
con la luz de Febo y había alejado del cielo la húmeda sombra
cuando así se dirige, fuera de sí, a su hermana del alma:
«Ana, querida hermana, ¡qué ensueños me desvelan y me angustian!
¡Qué huésped tan extraordinario ha entrado en nuestra casa! 10
¡Qué prestancia la suya! ¡Qué fuerza en su pecho y en sus armas!
Ciertamente creo, y mi confianza no es vana, que es de dioses su raza.
El temor delata al pusilánime. ¡Ay, qué sino
lo zarandeó! ¡Qué combates librados narraba!
Si no estuviera en mi ánimo, fijo e inconmovible, 15
el propósito de a nadie unirme en vínculo matrimonial,
luego que mi primer amor me engañó, frustrada, con la muerte;
si no me hubiera hastiado del tálamo y la antorcha nupcial,
a esta sola infidelidad habría podido tal vez sucumbir.
Ana (te lo diré, sí) después del desgraciado destino de mi esposo 20
Siqueo y de que la trágica muerte de mi hermano manchase mis Penates,
sólo éste ha doblado mis sentidos y ha empujado mi lábil
corazón. Reconozco las huellas de una vieja llama
Mas antes querría que la tierra profunda se abriera ante mí,
o que me lanzase el padre omnipotente a las sombras con su rayo, 25
a las pálidas sombras del Erebo y a la noche profunda,
antes, Pudor, que profanarte o romper los juramentos que te hice.
Aquél, el primero que con él me unió, se llevó mis amores;
que los tenga consigo y los guarde en su sepulcro.»
Habló así, y llenó su regazo de impetuosas lágrimas. 30
Responde Ana: «Oh, más querida para tu hermana que la luz,
¿te desgarrarás sola, afligida, en mocedad eterna,
sin conocer dulces hijos ni los presentes de Venus?
¿Crees que se preocupan de esto las cenizas o los Manes enterrados?
Sea: no pudo pretendiente alguno doblegarte 35
ni aquí, en Libia, ni antes en Tiro; Yarbas fue despreciado
con otros caudillos a quienes África sustenta
rica en triunfos. ¿Lucharás también contra un amor deseado?
¿No tienes en cuenta de quién son los campos en que te has instalado?
Por aquí las ciudades getulas, raza invencible en la guerra, 40
y los númidas sin freno te rodean y la inhóspita Sirte;
por allí una región desolada por la sed y los barceos
furiosos. ¿Y qué decir de las guerras que se alzan en Tiro y las
amenazas de tu hermano?
Creo, sin duda, que por auspicios divinos y el favor de Juno 45
mantuvieron hasta aquí su curso en alas del viento las naves troyanas.
¡Cómo has de ver esta ciudad, hermana, qué reinos has de ver surgir
con una boda así! ¡Con qué hazañas se alzará la gloria
púnica servida por las armas de Troya!
Pide sólo la venia de los dioses, con sacrificios adecuados 50
cuida la hospitalidad y trenza motivos para que se quede,
mientras las tormentas y Orión lluvioso descargan su ira en el mar
y las naves están aún sin reparar y el cielo tempestuoso.»
Estas palabras su ánimo encendieron con amor desmedido...

En latín:

At regina graui iamdudum saucia cura
uulnus alit uenis et caeco carpitur igni.
multa uiri uirtus animo multusque recursat
gentis honos; haerent infixi pectore uultus
uerbaque nec placidam membris dat cura quietem. 5
postera Phoebea lustrabat lampade terras
umentemque Aurora polo dimouerat umbram,
cum sic unanimam adloquitur male sana sororem:
'Anna soror, quae me suspensam insomnia terrent!
quis nouus hic nostris successit sedibus hospes, 10
quem sese ore ferens, quam forti pectore et armis!
credo equidem, nec uana fides, genus esse deorum.
degeneres animos timor arguit. heu, quibus ille
iactatus fatis! quae bella exhausta canebat!
si mihi non animo fixum immotumque sederet 15
ne cui me uinclo uellem sociare iugali,
postquam primus amor deceptam morte fefellit;
si non pertaesum thalami taedaeque fuisset,
huic uni forsan potui succumbere culpae.
Anna (fatebor enim) miseri post fata Sychaei 20
coniugis et sparsos fraterna caede penatis
solus hic inflexit sensus animumque labantem
impulit. agnosco ueteris uestigia flammae.
sed mihi uel tellus optem prius ima dehiscat
uel pater omnipotens adigat me fulmine ad umbras,
pallentis umbras Erebo noctemque profundam,
ante, pudor, quam te uiolo aut tua iura resoluo.
ille meos, primus qui me sibi iunxit, amores
abstulit; ille habeat secum seruetque sepulcro.'
sic effata sinum lacrimis impleuit obortis. 30
Anna refert: 'o luce magis dilecta sorori,
solane perpetua maerens carpere iuuenta
nec dulcis natos Veneris nec praemia noris?
id cinerem aut manis credis curare sepultos?
esto: aegram nulli quondam flexere mariti, 35
non Libyae, non ante Tyro; despectus Iarbas
ductoresque alii, quos Africa terra triumphis
diues alit: placitone etiam pugnabis amori?
nec uenit in mentem quorum consederis aruis?
hinc Gaetulae urbes, genus insuperabile bello, 40
et Numidae infreni cingunt et inhospita Syrtis;
hinc deserta siti regio lateque furentes
Barcaei. quid bella Tyro surgentia dicam
germanique minas?
dis equidem auspicibus reor et Iunone secunda 45
hunc cursum Iliacas uento tenuisse carinas.
quam tu urbem, soror, hanc cernes, quae surgere regna
coniugio tali! Teucrum comitantibus armis
Punica se quantis attollet gloria rebus!
tu modo posce deos ueniam, sacrisque litatis 50
indulge hospitio causasque innecte morandi,
dum pelago desaeuit hiems et aquosus Orion,
quassataeque rates, dum non tractabile caelum.'
His dictis impenso animum flammauit amore

Virgilio. El destino de Roma, Eneida, IV, 229- 231 y VI, 847-859

[Eneas] habría de ser por el contrario quien gobernase una Italia
preñada de poder y del estrépito de la guerra, origen de una raza
de la noble sangre de Teucro, y daría sus leyes al orbe entero.

Sed fore qui grauidam imperiis belloque frementem
Italiam regeret, genus alto a sanguine Teucri
proderet, ac totum sub leges mitteret orbem.

Estas palabras que motivan la ruptura de Eneas con Dido resuenan luego en el libro VI:

«Fundirán bronces que respiran otros con más calidad

(ciertamente lo creo), sacarán rostros vivos del mármol,
defenderán causas mejor, y los cursos del cielo
trazarán con el radio y dirán de los astros que surgen:
tú regir con tu imperio los pueblos, Romano, recuerda
(estas serán tus artes), y tu ley imponer en la paz,
respetar al sometido y derribar al soberbio».
Así el padre Anquises, y añade esto ante su asombro:
«Mira cómo Marcelo, insigne por los despojos opimos,
avanza y victorioso destaca sobre todos los hombres.
Este el Estado Romano, agitado por gran turbación,
sostendrá caballero, a Púnicos tirará y al Galo rebelde,
y las armas cogidas pondrá tres veces al padre Quirino».

«Excudent alii spirantia mollius aera,
credo equidem, vivos ducent de marmore voltus,
orabunt causas melius, caelique meatus
describent radio, et surgentia sidera dicent:
Tu regere imperio populos, Romane, memento:
hae tibi erunt artes, pacisque imponere morem,
parcere subiectis et debellare superbos.»
Sic pater Anchises, atque haec mirantibus addit:
«Aspice, ut insignis spoliis Marcellus opimis 
ingreditur uictorque uiros supereminet omnis.
hic rem Romanam magno turbante tumultu
sistet eques, sternet Poenos Gallumque rebellem,
tertiaque arma patri suspendet capta Quirino».

Otra traducción, de Rafael Fontán:

Labrarán otros con más gracia bronces animados
(no lo dudo), sacarán rostros vivos del mármol,
dirán mejor sus discursos, y los caminos del cielo
trazarán con su compás y describirán el orto de los astros:
tú, romano, piensa en gobernar bajo tu poder a los pueblos
(éstas serán tus artes), y a la paz ponerle normas,
perdonar a los sometidos y abatir a los soberbios.»
Así, el padre Anquises, y añade ante su asombro:
«Mira cómo llega Marcelo señalado por opimo
botín y vencedor sobresale entre todos los soldados.
Éste los intereses de Roma en medio de gran revuelta
afirmará a caballo, tumbará a los púnicos y al galo rebelde,
y colgará el tercero al padre Quirino las armas capturadas.»

lunes, 11 de mayo de 2020

Susan Griffin, La mujer fregaplatos

Susan Griffin, Un poema para una mujer friegaplatos

Este es un poema para una mujer friegaplatos.
Este es un poema para una mujer friegaplatos.
Debe ser repetido
Debe ser repetido
Una y otra vez
Una y otra vez
Porque la mujer lavaplatos
Porque la mujer lavaplatos
No puede oír bien
No puede oír bien

May Sinclair, donde el fuego nunca se acaba

Según Borges, el mejor cuento que leyó en su vida:

Donde el fuego nunca se acaba

May Sinclair (1863-1946)

En el huerto no había nadie; furtiva, Enriqueta Leigh se deslizó sin hacer ruido por el portón de hierro hacia el campo; Jorge Waring, teniente de la Marina, la esperaba allí.

Muchos años después, siempre que Enriqueta pensaba en Jorge Waring, revivía el aroma a vino de flores de saúco, suave y tibio; y siempre que olía flores de saúco volvía a contemplarlo con su bello y noble rostro como de artista y sus ojos de oscuro azul.

Ayer mismo la había pedido en matrimonio, pero el padre de ella la creía demasiado joven y quería esperar. Ella no había alcanzado aún los diecisiete, y él contaba veinte años, pero ya se creían casi viejos.

Ahora se despedían hasta que tres meses más tarde volviera su navío. Tras unas pocas palabras de promisión, se estrecharon en un largo abrazo, y el suave y tibio olor de vino de flor de saúco se mezclaba en sus besos bajo el árbol.

El reloj de la iglesia de la aldea dio las siete, al otro lado de campos de mostaza silvestre. En la casa sonó un gong.

Se separaron con más rápidos y fervientes besos. Él se apresuró caminando a la estación del tren y ella volvió despacio por la senda, refrenando las lágrimas.

–¡Volverá en tres meses! ¡Puedo vivir aún tres meses más! –se decía.

Pero nunca volvió. Su buque se hundió en el Mediterráneo, y Jorge con él.

Pasaron quince años.

Inquieta esperaba Enriqueta Leigh, sentada en el salón de su casita de Maida Vale, donde habitaba sola desde hacía pocos años tras el fallecimiento de su padre. No alejaba su vista del reloj, esperando las cuatro, la hora que Óscar Wade había fijado; sin embargo, no estaba segura de que viniera, porque lo había rechazado solo un día antes.

Y se preguntaba por qué razones lo recibía hoy, si el rechazo de ayer parecía definitivo y había pensado que no debía verlo nunca más y se lo había dicho bien claro.

Se veía a sí misma erguida en su silla, admirando su propia entereza, mientras él quedaba en pie, cabizbajo, abochornado, vencido; volvía a escucharse repitiendo que no podía y no debía verlo más y no se olvidara de su esposa, Muriel, a quien él no debía abandonar por otro capricho.

A lo que había respondido él, irritado y violento:

–No tengo por qué ocuparme de ella. Todo acabó entre nosotros. Seguimos viviendo juntos solo por el qué dirán.

Y ella, con serena dignidad:

–Y por el qué dirán, Óscar, debemos dejar de vernos. Le ruego que se vaya.

–¿De veras lo dice?

–Sí. No nos veremos nunca más. No debemos.

Y él se había ido cabizbajo, abochornado y vencido, cuadrando sus espaldas para soportar el golpe.

Ella sentía pena por él: había sido dura sin necesidad. Ahora que ella le había trazado el límite ¿no podrían, quizá, seguir siendo amigos? Hasta ayer no estaba claro ese límite, pero hoy quería pedirle que él se olvidara de cuanto le había dicho.

Y llegaron las cuatro, las cuatro y media y las cinco. Ya había acabado con el té y renunciado a esperar más cuando, cerca de las seis, llegó él del mismo modo que había venido una docena de veces ya, con paso medido y cauto, con su porte algo arrogante y sus anchas espaldas alzándose al paso. Era hombre de unos cuarenta años, alto y robusto, de cuello corto y ancha cara cuadrada y rubicunda, en la que parecían chicos sus rasgos, por lo finos y bellos. El corto bigote, pardo rojizo, encrespaba su labio, que sobresalía sensual. Sus ojillos brillaban, de un pardo rojizo, ansiosos y animales.

Cuando no estaba él cerca, Enriqueta gustaba de pensar en él; pero siempre se acobardaba al verlo tan diferente, en lo físico al menos, de su ideal, que seguía siendo su Jorge Waring.

Se sentó frente a ella en un molesto silencio que rompió al fin:

–Bueno; usted me dijo que podía venir, Enriqueta.

Parecía echar sobre ella toda la responsabilidad.

–¡Oh, sí; ya lo he perdonado, Óscar!

Y él dijo que mejor era demostrárselo cenando con él, a lo que ella no supo negarse, y, simplemente, se fueron a un restaurante del Soho.

Óscar comía como un gourmet, dando a cada plato su importancia, y ella gustaba de su liberalidad, ostentosa pero sin la menor mezquindad.

Al fin terminó la cena. El silencio embarazoso de él, su cara encendida, le decían lo que estaba pensando. Pero, de vuelta, juntos, él la había dejado en la puerta del jardín. Lo había pensado mejor.

Ella no estaba segura de si se alegraba o no por ello. Había tenido su momento de exaltación virtuosa, pero no hubo alegría en las semanas siguientes. Había querido dejarlo porque no se sentía atraída, y ahora, después de haber renunciado, por eso mismo lo buscaba.

Cenaron juntos otra y otra vez, hasta que ella se conoció el restaurante de memoria: las blancas paredes con paneles de marcos dorados; las blandas alfombras turcas, azul y punzó; los almohadones de terciopelo carmesí que se prendían a su saya; los destellos de la platería y cristalería en las innúmeras mesitas; y los semblantes de todos los colores, rasgos y expresiones de los clientes; también las luces en sus pantallitas rojas, que teñían el aire denso de tabaco perfumado, como el vino tiñe el agua; y la cara encendida de Óscar, que se encendía más y más con la cena. Siempre, cuando él se echaba atrás con su silla y pensaba, y cuando alzaba los párpados y la miraba fijo, cavilando, ella sabía qué era, aunque no en qué acabaría.

Recordaba a Jorge Waring y toda su propia vida desencantada, sin ilusiones ya. No lo había elegido a Óscar, y en verdad, no lo había estimado antes, pero ahora que él se había impuesto a ella no podía dejarlo ir. Desde que Jorge había muerto, ningún hombre la había amado, ninguno la amaría ya. Y había sentido pena por él, pensando cómo se había retirado, vencido y avergonzado.

Estuvo cierta del final antes que él. Solo que no sabía cómo y cuándo. Eso lo sabía él.

De tiempo en tiempo repitieron las furtivas entrevistas allí, en casa de ella.

Óscar se declaraba estar en el colmo de la dicha. Pero Enriqueta no estaba del todo segura; eso era el amor, lo que nunca había tenido, lo deseado y soñado con ardor. Siempre esperaba algo más, y más allá, algún éxtasis, celeste, supremo, que siempre se anunciaba y nunca llegaba. Algo había en él que la repelía; pero por ser él, no quería admitir que le hallaba un cierto dejo de vulgaridad.

Para justificarse, pensaba en todas sus buenas cualidades, en su generosidad, su fuerza de carácter, su dignidad, su éxito como ingeniero.

Lo hacía hablar de negocios, de su oficina, de su fábrica y máquinas: se hacía prestar los mismos libros que él leía, pero siempre que ella empezaba a hablar, tratando de comprenderlo y acercársele, él no la dejaba, le hacía ver que se salía de su esfera, que toda la conversación que un hombre necesita la tiene con sus amigos los hombres.

En la primera ocasión y pretexto que hubo en asuntos de él, fueron a París por separado.

Por tres días Óscar estuvo loco por ella, y ella por él.

A los seis empezó la reacción. Al final del décimo día, volviendo de Montmartre, estalló ella en un ataque de llanto, y contestó al azar cuando él le inquirió la causa, que el hotel Saint-Pierre era horrible, que le atacaba los nervios y no lo soportaba más. Óscar, con indulgencia, explicó su estado como fatiga subsiguiente a la continua agitación de esos días.

Ella trató con energía de creer que su abatimiento creciente venía de que su amor era mucho más puro y espiritual que el de él; pero sabía perfectamente que había llorado de puro aburrimiento.

Estaba enamorada de él, y él la aburría hasta desesperarla; y para Óscar sucedía más o menos lo mismo. Al final de la segunda semana ella empezó a dudar de si alguna vez, en algún momento, lo había podido amar realmente.

Pero la pasión retornó por corto tiempo en Londres.

En cambio, se les fue despertando el temor al peligro, que en los primeros tiempos del encanto quedaba en segundo término. Después del miedo a ser descubiertos tras una enfermedad de Muriel, la esposa de Óscar, se añadió para Enriqueta el terror de la posibilidad de casarse con él, porque seguía jurando que sus intenciones eran serias y que se casaría con ella en cuanto fuera libre.

Esta idea la asustaba a veces en presencia de Óscar, y entonces él la miraba con expresión extraña, como si adivinara, y ella veía claro que él pensaba en lo mismo y del mismo modo.

Así que la vida de Muriel se hizo preciosa para ambos, después de su enfermedad: era lo que les impedía una unión definitiva. Pero un buen día, después de unas aclaraciones y reproches mutuos, que ambos ya conocían desde mucho antes, vino la ruptura; y la iniciativa fue de él.

Tres años después fue Óscar quien se fue del todo ya, en un ataque de apoplejía, y su muerte fue un inmenso alivio para ella. Sin embargo, en los primeros momentos se decía que así estaría más cerca de él que nunca, olvidando cuán poco había querido estarlo en vida. Y antes de mucho se persuadió de que nunca habían estado realmente juntos. Le parecía cada vez más increíble que ella hubiera podido ligarse a un hombre como Óscar Wade.

Y a los cincuenta y dos años, amiga y ayudante del vicario de Santa María Virgen en Maida Vale, diaconisa de su parroquia, con capa y velo, cruz y rosario, y devota sonrisa, secretaria del Hogar de Jóvenes Caídas, le llegó la culminación de sus largos años de vida religiosa y filantrópica, en la hora de su muerte. Al confesarse por última vez, su mente retrocedió al pasado y encontrose otra vez con Óscar Wade. Caviló algo si debía hablar de él, pero se dio cuenta de que no podría, y de que no era necesario: por veinte años había estado él fuera de su vida y de su mente.

Murió con su mano en la mano del vicario, que la oyó murmurar:

–Esto es la muerte. Creía que sería horrible, y no. Es la dicha; la mayor dicha.

La agonía le arranchó la mano del vicario, y enseguida terminó todo.

Por algunas horas se detuvo ella vacilante en su cuarto, y remirando todo lo tan familiar, lo veía algo extraño y antipático ahora.

El crucifijo y las velas encendidas le recordaban alguna tremenda experiencia, cuyos detalles no alcanzaba a definir; pero que parecían tener una relación con el cuerpo cubierto que yacía en la cama, que ella no asociaba a su persona.

Cuando la enfermera vino y lo descubrió, vio Enriqueta el cadáver de una mujer de edad mediana, y su propio cuerpo vivo era el de una joven de unos treinta y dos años. Su frente no tenía pasado ni futuro, y ningún recuerdo coherente o definido, ninguna idea de lo que iba a ocurrirle. Luego, de repente, el cuarto empezó a dividirse ante su vista, a partirse en zonas y hacer de piso, muebles y cielo raso, que se dislocaban y proyectaban hacia planos diversos, se inclinaban en todo sentido, se cruzaban, se cubrían con una mezcla transparente de perspectivas distintas, como reflejos de exterior en vidrios de interior.

La cama y el cuerpo se deslizaron hacia cualquier parte, hasta perderse de vista. Ella estaba de pie al lado de la puerta, que aún quedaba firme: la abrió y se encontró en una calle, fuera de un edificio grisáceo, con gran torre de alta aguja de pizarra, que reconoció aturdida con su mente: era la iglesia de Santa María Virgen, de Maida Vale, su iglesia, de la que podía oír ahora el zumbido del órgano. Abrió la puerta y entró. Ahora volvía a tiempo y espacio definidos, y recuperaba todos los detalles de la iglesia, en cierto modo permanentes y reales, ajustados a la imagen que tomaba posesión de ella. Sabía para qué había ido allí.

El servicio religioso había terminado, el coro se había retirado y el sacristán apagaba las velas del altar. Ella caminó por la nave central hasta un asiento conocido, cerca del púlpito, y se arrodilló. La puerta de la sacristía se abrió y el reverendo vicario salió de allí en su sotana negra, pasó muy cerca de ella y se detuvo, esperándola: tenía algo que decirle. Ella se levantó y se acercó a él, que no se movió, y parecía seguir esperando, aunque ella se le acercó luego más que nunca, hasta confundir sus rasgos. Entonces se apartó para ver mejor, y se encontró con que miraba la cara de Óscar Wade, que estaba quieto, horriblemente quieto, cortándole el paso.

Ella retrocedió, y las anchas espaldas la siguieron, inclinándose a ella, y sus ojos la envolvían. Abrió ella la boca para gritar, pero no salió sonido alguno; quería huir, pero temía que él se moviera con ella; así quedó, mientras las luces de las naves literales se apagaban una por una, hasta la última. Ahora debía irse, si no, quedaría encerrada con él en esa espantosa oscuridad. Al final consiguió moverse, llegar a tientas, como arrastrándose, cerca de un altar. Cuando miró atrás, Óscar Wade había desparecido.

Entonces recordó que él había muerto. Lo que había visto no era Óscar, pues, sino su fantasma. Había muerto hacía diecisiete años. Ahora se sentía libre de él para siempre.

Salió al atrio de la iglesia, pero no recordaba ya la calle que veía. La acera de su lado era una larga galería cubierta, que limitaban altos pilares de un lado, y brillantes vidrieras de lujosos negocios del otro; iba por los pórticos de la calle Rívoli, en París. Allí estaba el pórtico del hotel Saint-Pierre. Pasó la puerta giratoria de cristales, pasó el vestíbulo gris, de aire denso, que ya conocía bien. Fue derecho a la gran escalera de alfombra gris, subió los innumerables peldaños en espiral alrededor de la jaula que encerraba al ascensor, hasta un conocido rellano, y un largo corredor gris, que alumbraba una opaca ventana al final.

Y entonces, el horror del lugar la asaltó y, como no tenía ningún recuerdo ya de su iglesia y de su Hogar de Jóvenes, no se daba cuenta de que retrocedía en el tiempo. Ahora todo el tiempo y todo el espacio eran lo presente allí.

Recordaba que debía torcer a la izquierda, donde el corredor llegaba a la ventana, y luego ir hasta el final de todos los corredores; pero temía algo que había allí, no sabía bien qué. Tomando por la derecha podría escaparse, lo sabía; pero el corredor terminaba en un muro liso; tuvo que volver a la izquierda, por un laberinto de corredores hasta un pasaje oscuro, secreto y abominable, con paredes manchadas y una puerta de madera torcida al final, con una raya de luz encima. Podía ver ya el número de esa puerta: 107.

Algo había pasado allí, alguna vez, y si ella entraba se repetiría lo mismo. Sintió que Óscar Wade estaba en el cuarto, esperándola tras la puerta cerrada; oyó sus pasos mesurados desde la ventana hasta la puerta.

Ella se volvió horrorizada y corrió, con las rodillas que se le doblaban, hundiéndose, a lo lejos, por larguísimos corredores grises, escaleras abajo, ciega y veloz como animal perseguido, oyendo los pies de él que la seguía hasta que la puerta giratoria de cristales la recibió y la empujó a la calle.

Lo más extraño de su estado era que no tenía tiempo. Muy vagamente recordaba que una vez había habido algo que llamaban tiempo, pero ella ya no sabía qué era. Se daba cuenta de lo que ocurría o estaba por ocurrir, y lo situaba por el lugar que ocupaba, y medía su duración por el espacio que cruzaba mientras ello ocurría. Así que ahora pensaba: “Si pudiera ir hacia atrás hasta el lugar en que eso no había pasado aún. Más atrás aún”.

Ahora iba por un camino blanco, entre campos y colonias envueltas en leve niebla. Llegó al puente de dorso alzado; cruzó el río y vio la vieja casa gris que sobrepasaba el alto muro del jardín. Entró por el gran portón de hierro y se halló en una gran sala de cielo raso bajo, ante la gran cama de su padre. Un cadáver estaba en ella, bajo una sábana blanca, y era el de su padre, que se modelaba claramente. Levantó entonces la sábana, y la cara que vio fue la de Óscar Wade, quieta y suave, con la inocencia del sueño y de la muerte. Con la vista clavada en esa cara, ella, fascinada, con una alegría fría y despiadada: Óscar estaba muerto sin duda ninguna ya. Pero la cara muerta le daba miedo al fin e iba a cubrirla, cuando notó un leve movimiento en el cuerpo. Aterrorizada alzó la sábana y la estiró con toda su fuerza, pero las otras manos empezaron a luchar convulsivas, aparecieron los anchos dedos por los bordes, con más fuerza que los de ella, y de un tirón apartaron la sábana del todo, mostrando los ojos que se abrían, y la boca que se abría, y toda la cara que la miraba con agonía y horror; y luego se irguió el cuerpo y se sentó, con sus ojos clavados en los de ella, y ambos se inmovilizaron un momento, contenidos por mutuo miedo.

De repente se recobró ella, se volvió y corrió fuera del salón, fuera de la casa. Se detuvo en el portón, indecisa hacia dónde huir. Por un lado, el puente y el camino la llevarían a la calle Rívoli y a los lóbregos corredores del hotel; por el otro lado, el camino cruzaba la aldea de su niñez.

¡Ah si pudiera huir más lejos, hacia atrás, fuera del alcance de Óscar, estaría al fin segura! Al lado de su padre, en su lecho de muerte, había sido más joven; pero no lo bastante. Tendría que volver a lugares donde fuera más joven aún, y sabía dónde hallarlos. Cruzó por la aldea, corriendo, pasando el almacén, y la fonda y el correo, y la iglesia, y el cementerio, hasta el portón sur del parque de su niñez.

Todo eso parecía más y más insustancial, se retiraba tras una capa de aire que brillaba sobre ello como vidrio. El paisaje se rajaba, se dislocaba, y flotaba a la deriva, le pasaba cerca, en viaje hacia lo lejos, desvaneciéndose, y en vez del camino real y de los muros del parque, vio una calle de Londres, con sucias fachadas, claras, y en vez del portón sur del parque, la puerta giratoria del restaurante en Soho, la que giró a su paso y la empujó al comedor que se le impuso con la solidez y precisión de su realidad, lleno de conocidos detalles: las blancas paredes con paneles de marcos dorados, las blandas alfombras turcas, los semblantes de los clientes, moviéndose como máquinas, y las luces de pantallitas rojas. Un impulso irresistible la llevó hasta una mesa en un rincón, donde un hombre estaba solo, con su servilleta tapándole el pecho y la mitad de la cara. Se puso ella a mirar, dudosa, la parte superior de esa cara. Cuando la servilleta cayó, era Óscar Wade. Sin poder resistir, se le sentó al lado; él se reclinó tan cerca que ella sintió el calor de su cara encendida y el olor del vino, mientras él le murmuraba:

–Ya sabía que vendrías.

Comieron y bebieron en silencio.

–Es inútil que me huyas así –dijo él.

–Pero todo eso terminó –dijo ella.

–Allí, sí; aquí, no.

–Terminó para siempre.

–No. Debemos empezar otra vez. Y seguir, y seguir.

–¡Ah, no! Cualquier cosa menos eso.

–No hay otra cosa.

–No, no podemos. ¿No recuerdas cómo nos aburríamos?

–¿Que recuerde? ¿Te figuras que yo te tocaría si pudiera evitarlo?… Para eso estamos aquí. Debemos: hay que hacerlo.

–No, no. Me voy ahora mismo.

–No puedes –dijo él–. La puerta está con llave.

–Óscar, ¿por qué la cerraste?

–Siempre fui así. ¿No recuerdas?

Ella volvió a la puerta, y no pudiendo abrirla, la sacudió, la golpeó, frenética.

–Es inútil, Enriqueta. Si ahora consigues salir, tendrás que volver. Lo dilatarás una hora o dos, pero ¿qué es eso en la inmortalidad?

–Habrá tiempo para hablar de la inmortalidad cuando hayamos muerto. ¡Ah!…

Eso pasó. Ella se había ido muy lejos, hacia atrás, en el tiempo, muy atrás, donde Óscar no había estado nunca, y no sabría hallarla, al parque de su niñez. En cuanto pasó el portón sur, su memoria se hizo joven y limpia: flexible y liviana, se deslizaba de prisa sobre el césped, y en sus labios y en todo su cuerpo sentía la dulce agitación de su juventud. El olor de las flores de saúco llegó hasta ella a través del parterre, Jorge Waring estaba esperándola bajo el saúco, y lo había visto. Pero de cerca, el hombre que la esperaba era Óscar Wade.

–Te dije que era inútil querer escapar, Enriqueta. Todos los caminos te retornan a mí. En cada vuelta me encontrarás. Estoy en todos tus recuerdos.

–Mis recuerdos son inocentes. ¿Cómo pudiste tomar el lugar de mi padre y de Jorge Waring? ¿Tú?

–Porque los reemplacé.

–Nunca. Mi cariño por ellos era inocente.

–Tu amor por mí era parte de eso. Crees que lo pasado afecta lo futuro. ¿No se te ocurrió nunca pensar que lo futuro pueda afectar lo pasado?

–Me iré lejos, muy lejos –dijo ella.

–Y esta vez iré contigo –dijo él.

El saúco, el parque y el portón flotaron lejos de ella y se perdieron de vista. Ella iba sola hacia la aldea, pero se daba cuenta de que Óscar Wade la acompañaba detrás de los árboles, al lado del camino, paso a paso, como ella, árbol a árbol. Pronto sintió que pisaba un pavimento gris, y una fila de pilares grises a su derecha y de vidrieras a su izquierda la llevaban, al lado de Óscar Wade, por la calle Rívoli. Ambos tenían los brazos caídos y flojos, y sus cabezas divergían, agachadas.

–Alguna vez ha de acabar esto –dijo ella–. La vida no es eterna: moriremos al fin.

–¿Moriremos? Hemos muerto ya. ¿No sabes qué es esto y dónde estamos? Esta es la muerte, Enriqueta. Somos muertos. Estamos en el infierno.

–Sí. No puede haber nada peor que esto.

–Esto no es lo peor. No estamos plenamente muertos aún, mientras tengamos fuerzas para volvernos y huirnos, mientras podamos ocultarnos en el recuerdo. Pero pronto habremos llegado al más lejano recuerdo, y ya no habrá nada más allá, y no habrá otro recuerdo que este.

–Pero ¿por qué?, ¿por qué? –gritó ella.

–Porque eso es lo único que nos queda.

Ella iba por un jardín entre plantas más altas que ella. Tiró de unos tallos y no podía romperlos. Era una criatura.

Se dijo que ahora estaría segura. Tan lejos había retrocedido que había llegado a ser niña otra vez. Ser inocente sin ningún recuerdo, con la mente en blanco, era estar segura al fin.

Llegó a un jardín de brillante césped, con un estanque circular rodeado de rocalla y flores blancas, amarillas y purpúreas. Peces de oro nadaban en el agua verde oliva. El más viejo, de escamas blancas, se acercaba primero, alzando su hocico, echando burbujas.

Al fondo del jardín había un seto de alheñas cortado por un amplio pasaje. Ella sabía a quién hallaría más allá, en el huerto: su madre, que la alzaría en brazos para que jugara con las duras bolas rojas que eran las manzanas colgando de su árbol. Había ido ya hasta su más lejano recuerdo, no había nada más atrás. En la pared del huerto tenía que haber un portón de hierro que daba a un campo. Pero algo era diferente allí, algo que la asustó. Era una puerta gris en vez del portón de hierro. La empujó y entró al último corredor del hotel Saint-Pierre.

José Manuel Marroquín

José Manuel Marroquín: 

Ahora que los ladros perran,
ahora que los cantos gallan,
ahora que albando la toca
las altas suenas campanan;
y que los rebuznos burran
y que los gorjeos pájaran,
y que los silbos serenan
y que los gruños marranan,
y que la aurorada rosa
los extensos doros campa,
perlando líquidas viertas
cual yo lágrimo derramas
y friando de tirito
si bien el abrasa almada,
vengo a suspirar mis lanzos
ventano de tus debajas.

Tú en tanto duerma tranquiles
en tu camada regala,
ingratándote así burla
de las amas del que te ansia.
¡Oh, ventánate a tu asoma!
¡Oh, persiane un poco la abra!
Y suspire los recibos
que este pobre exhalo amanta.

Ven, endecha las escuchas
en que mi exhala se alma,
que un milicio de musicas
me flauta con su acompaña.
En tinieblo de las medias
de esta madruga oscurada
ven, y haz miradar tus brillas
a fin de angustiar mis calmas.

Esas tus arcas son cejos
con que flechando disparas.
Cupido peche mi hiero
y ante tus postras me planta.
Tus estrellos son dos ojas,
tus rosos son como labias,
tus perles son como dientas,
tu palme como una talla,
tu cisne como el de un cuello,
un garganto tu alabastra,
tus tornos hechos a brazo,
tu reinar como el de un anda.
Y por eso horo a estas vengas
a rejar junto a tus cantas
¡y a suspirar mis exhalos
ventano de tus debajas!

jueves, 7 de mayo de 2020

El gato bajo la lluvia, Hemingway

El gato bajo la lluvia

Ernest Hemingway

Solo dos norteamericanos paraban en el hotel. No conocían a ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes bancos.

Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar.

Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa para regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario.

La dama norteamericana lo observó todo desde la ventana. En el suelo, justo debajo de la ventana, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a los lados de su refugio.

–Voy a buscar a ese gatito –dijo ella.

–Iré yo, si quieres –se ofreció su marido desde la cama.

–No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no mojarse ¡Pobrecito!

El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.

–No te mojes –le advirtió.

La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto.

–Il piove –expresó la norteamericana. El dueño del hotel le resultaba simpático.

–Sí, sí signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.

Cuando la norteamericana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación.

A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos grandes. Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada, sin duda, por el hotelero.

–No debe mojarse –dijo la muchacha en italiano, sonriendo.

Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la norteamericana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad.

–Ha perduto qualque cosa, signora?

–Había un gato aquí –contestó la norteamericana.

–¿Un gato?

–Sí il gatto.

–¿Un gato? –la sirvienta se echó a reír– ¿Un gato bajo la lluvia?

–Sí; se había refugiado en el banco –y después– ¡Oh! ¡Me gustaba tanto! Quería tener un gatito.

Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria.

–Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.

–Me lo imagino –dijo la extranjera.

Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la norteamericana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. El padrone la hacía sentirse muy pequeña y, a la vez, importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama.

–¿Y el gato? –preguntó, abandonando la lectura.

–Se ha ido.

–¿Y donde puede haberse ido? –dijo él, descansando un poco la vista.

La mujer se sentó en la cama.

–¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba ese pobre gatito. No debe resultar agradable ser un pobre minino bajo la lluvia.

George se puso a leer de nuevo.

Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello.

–¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó, volviendo a mirarse de perfil.

George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rapada como la de un muchacho.

–A mí me gusta como está.

–¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho.

George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar.

–¡Caramba! Si estás muy bonita –dijo.

La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya.

–Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara.

–¿Sí? –dijo George.

–Y además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso.

–¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su lectura.

Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras.

–De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un gato.

George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza. Alguien llamó a la puerta.

–Avanti –dijo George, mirando por encima del libro. En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato de color de carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban.

–Con permiso –dijo la muchacha– el padrone me encargó que trajera esto para la signora.