Lord Byron, Manfred
Acto I, escena primera
(Manfredo está solo en la galería de un antiguo castillo. Es media noche.)
MANFREDO.
Mi lámpara va a apagarse; por más que quiera reanimar su luz moribunda; no podrá durar tanto tiempo como mi desvelo. Si parece que duermo, no es el sueño el que embarga mis sentidos y sí el descaecimiento que me causan una multitud de pensamientos que afligen mi alma y a los cuales no me es posible resistir. Mi corazón está siempre desvelado y mis ojos no se cierran sino para dirigir sus miradas dentro de mí mismo; sin embargo estoy vivo, y según mi forma y mi aspecto, me parezco a los otros hombres.
¡Ah, el dolor debería ser la escuela del sabio! Las penas son una ciencia, y los más sabios son los que más deben gemir sobre la fatal verdad. El árbol de la ciencia no es el árbol de la vida.
Filosofía, conocimientos humanos, secretos maravillosos, sabiduría mundana, todo lo he ensayado y mi espíritu puede abrazarlo todo, todo puedo someterlo a mi genio: ¡inútiles estudios! He sido generoso y bienhechor, he encontrado la virtud aun entre los hombres... ¡Vana satisfacción! He tenido enemigos; ninguno ha podido dañarme y varios han caído delante de mí: ¡inútiles triunfos! El bien, el mal, la vida, el poder, las pasiones, todo lo que veo en los demás ha sido para mí como la lluvia sobre la árida arena. Después de aquella hora maldita... No conozco el terror, estoy condenado a no experimentar nunca el temor natural, ni los latidos de un corazón que hacen palpitar el deseo, la esperanza o el amor de alguna cosa terrestre... Pongamos en práctica mis operaciones mágicas.
Seres misteriosos, espíritus del vasto universo, vosotros a quienes he buscado en las tinieblas y en las regiones de la luz; vosotros que voláis alrededor del globo y que habitáis en las esencias más sutiles; vosotros a quien las cimas inaccesibles de los montes, las profundidades de la tierra y del Océano sirven muchas veces de retiro... Yo os llamo en nombre del encanto que me da el derecho de mandaros; ¡despertaos y apareced!
(Un momento de silencio.)
¡No vienen todavía! ¡Bien!, por la voz de aquel que es el primero entre vosotros; por la señal que os hace temblar a todos; en nombre de aquel que no muere nunca... Despertaos y apareced...
(Un momento de silencio.)
Si es así... Espíritus de la tierra y del aire no eludiréis seguramente mis órdenes. Por medio de un poder superior a todos los que acabo de servirme, por un hechizo irresistible nacido en un astro maldito, resto ardiente de un mundo que ya no existe, infierno errante en medio del eterno espacio; por la terrible maldición que pesa sobre mi alma, por el pensamiento que tengo y que está a mi rededor, os requiero la obediencia: Apareced.
(Aparece una estrella en el fondo oscuro de la galería; es una estrella inmóvil, y una voz canta las palabras siguientes:)
PRIMER ESPÍRITU.
Mortal, dócil a tus órdenes, vengo de mi palacio situado sobre las nubes, formado de los vapores del crepúsculo y que colorea de púrpura y de azul el disco del sol poniente. Aunque me esté privado el obedecerte, vuelo hacia ti sobre el rayo de una estrella; he oído tus conjuros. Mortal, ¡que tus deseos se cumplan!
LA VOZ DEL SEGUNDO ESPÍRITU.
El Monte-Blanco es el monarca de las montañas; está coronado desde muchos siglos con una diadema de nieve sobre su trono de rocas. Está revestido con un manto de nubes: los bosques forman su ceñidor, tiene una avalancha en sus manos como un rayo amenazador; pero espera mis órdenes para dejarlo caer en el valle. La masa fría e inmóvil del hielo se va derritiendo todos los días, pero soy yo quien le dice que precipite su marcha o que detenga sus témpanos. Yo soy el espíritu de estas montañas, podría hacerlas estremecer hasta sus cimientos cavernosos… ¿Qué es lo que quieres?
TERCER ESPÍRITU.
En las profundidades azuladas de los mares, en donde no hay nada que agite las olas, en donde nunca ha soplado el viento, en los parajes que habita la serpiente marina, y en donde la sirena adorna con conchas su verde cabellera, la voz de tu invocación ha resonado como la tempestad sobre la superficie de las aguas, el eco la ha repetido en mi pacífico palacio de coral. Declara tus deseos al espíritu del Océano.
CUARTO ESPÍRITU.
En los parajes en donde duerme el terremoto sobre una cama de fuego, en los parajes en donde hierven los lagos bituminosos, en las concavidades subterráneas que reciben las raíces de estas cordilleras cuyas cumbres ambiciosas se pierden en las nubes, he oído los acentos mágicos, y subyugado por su poder, he dejado los lugares en que he nacido para ponerme cerca de ti. Ordena, yo obedeceré.
QUINTO ESPÍRITU.
Yo soy quien vuela sobre el aquilón y el que prepara las tormentas. La tempestad que he dejado detrás de mí está todavía ardiendo con los fuegos de los truenos y de los relámpagos. Para llegar más pronto en donde tú te hallas he atravesado la tierra y los mares en un huracán. Un céfiro favorable hinchaba las velas de una flota que encontré, pero estará sepultada en las olas antes que aparezca la aurora.
SEXTO ESPÍRITU.
Mi morada es constantemente la oscuridad de la noche. ¿Por qué tus conjuros me fuerzan a ver la odiosa claridad?
SÉPTIMO ESPÍRITU.
El astro que preside a tu destino estaba dirigido por mí desde antes que la tierra fuese creada. Nunca había girado un planeta más hermoso alrededor del sol: su curso era libre y regular, ningún astro más benéfico existía en el espacio. La hora fatal llegó: este astro se convirtió en una masa de fuego, en un cometa vago que amenazó al universo girando siempre por su propia fuerza, sin esfera y sin curso; horror brillante de las regiones etéreas, monstruo disforme entre las constelaciones del cielo. En cuanto a ti, nacido bajo su influencia; tú, gusano a quien yo obedezco y que desprecio, cediendo a un poder que no te pertenece, y que no te ha sido prestado sino para someterte algún día al mío, vengo por un momento a reunirme a los espíritus débiles que doblan aquí su rodilla; vengo a hablar a un ser tal como tú. ¿Qué me quieres pues, criatura de barro? ¿Qué me quieres?
LOS SIETE ESPÍRITUS.
La tierra, el Océano, el aire, la noche, las montañas, los vientos y el astro de tu destino están a tus órdenes. Hombre mortal, sus espíritus esperan tus deseos. ¿Qué quieres de nosotros, hijo de los hombres? ¿Qué quieres?
MANFREDO.
El olvido.
EL PRIMER ESPÍRITU.
¿El olvido de qué?
MANFREDO.
De lo que está dentro de mi corazón. Leedlo, vos lo sabéis bien y yo no puedo explicarlo.
EL ESPÍRITU.
Nosotros no podemos darte sino lo que poseemos. Pídenos vasallos, una corona, el trono del mundo o de uno de sus imperios; pídenos una señal con la cual gobernarás a los elementos que nos obedecen; habla, tú puedes obtenerlo todo.
MANFREDO.
El olvido; ¡el olvido de mí mismo! ¿No podréis encontrar lo que pido en las regiones secretas que me ofrecéis tan liberalmente?
EL ESPÍRITU.
Esto no existe en nuestra esencia, ni en nuestra sabiduría; pero... tú puedes morir.
MANFREDO.
¿La muerte me lo concederá?
EL ESPÍRITU.
Nosotros somos inmortales, y no olvidamos nada, somos eternos, y para nosotros lo pasado y lo venidero son como lo presente: ved nuestra respuesta.
MANFREDO.
Esto es burlarse de mí; pero el poder que os ha conducido a mi presencia os ha puesto bajo mi disposición. Esclavos, no hay que hacer mofa de las voluntades de vuestro señor. El alma, el espíritu, la chispa celeste, la luz de mi ser, tiene la misma brillantez y la misma penetración que las vuestras, y no cederá jamás aunque se halle encerrada en una prisión de barro. Respondedme, o sino sabréis quien soy.
EL ESPÍRITU.
Nosotros repetiremos las mismas palabras; lo que acabas de decir puede ser también nuestra respuesta.
MANFREDO.
Explicaos.
EL ESPÍRITU.
Si como tú dices, tu esencia es semejante a la nuestra, te hemos respondido, diciendo que lo que los hombres llaman la muerte no tiene ningún poder sobre nosotros.
MANFREDO.
Será pues en vano que os haya invocado en vuestras moradas; vosotros no queréis o no podéis socorrerme.
EL ESPÍRITU.
Habla, te ofrecemos todo lo que poseemos: piensa bien en ello antes de despedirnos y pide. ¿Quieres un reino, el poder sobre los hombres, la fuerza, una larga serie de días?
MANFREDO.
¡Malditos seáis! ¿Qué sacaré de una larga vida? La mía ya ha durado demasiado; desapareced.
EL ESPÍRITU.
Todavía un momento; mientras que estamos aquí quisiéramos serte útiles. Piensa bien en esto; ¿no hay algún otro don que pudiéramos hallar digno de serte ofrecido?
MANFREDO.
Ninguno: esperad sin embargo... Un momento antes de separarnos, quisiera veros cara a cara. Oigo vuestras voces, cuya dulzura melancólica se asemeja a las armonías melodiosas en medio de un lago cristalino; veo la inmóvil claridad de una grande estrella, pero nada más. Pareced a mi presencia tales como sois, uno después de otro o todos juntos, pero en vuestra forma acostumbrada.
EL ESPÍRITU.
Nosotros no tenemos otra forma que la de los elementos de los que somos el alma y el principio; pero desígnanos la forma que quieras, y será la que adoptaremos.
MANFREDO.
Poco importa la forma; no hay ninguna sobre la tierra que sea hermosa o hedionda para mí: que aquel que entre vosotros esté dotado de más poder, tome el aspecto que le convenga. Yo lo espero.
(El séptimo Espíritu aparece bajo la figura de una hermosa mujer.)
EL SÉPTIMO ESPÍRITU.
Miradme.
MANFREDO.
¡Oh cielos! ¿Será esto una ilusión? Si tú no fueses un sueño o una imagen engañosa, ¡aun podría considerarme dichoso! Te estrecharía entre mis brazos y aun podríamos...
(la mujer desaparece)
Mi corazón se halla destrozado.
(Manfredo cae desmayado...)
[...]
Segundo acto: Escena II
(El teatro representa un valle de los Alpes inmediato a una catarata.)
MANFREDO.
El sol no se halla a la mitad de su carrera, y el arcoíris que corona el torrente recibe de sus rayos sus hermosos colores. Las aguas extienden sobre el declivio de las rocas su manto de plata, y su espuma que se eleva como un surtidor, se parece a la cola del enorme y pálido caballo del Apocalipsis sobre el que vendrá la Muerte.
Mis ojos solamente gozan en el momento de este magnífico espectáculo, estoy solo en esta pacífica soledad, y quiero disfrutar del homenaje de la cascada con el genio de este lugar. Llamémosle.
(Manfredo toma algunas gotas de agua en el hueco de su mano y las arroja al aire pronunciando su conjuro mágico. Al cabo de un momento de silencio aparece la Encantadora de los Alpes bajo el arcoíris del torrente.)
¡Espíritu de una hechicera hermosura, que yo pueda admirar tu cabellera luminosa, los ojos resplandecientes y las formas divinas que reúnen todos los hechizos de las hijas de los hombres a una sustancia aérea y a la esencia de los más puros elementos! Los colores de tu tez celeste se parecen al bermellón que hermosea las mejillas de un niño dormido en el seno de su madre y mecido con los latidos de su corazón; se parecen al color de rosa que dejan caer los últimos rayos del día sobre la nieve de los ventisqueros, y que puede equivocarse con el púdico sonrosado de la tierra recibiendo las caricias del cielo. Tu aspecto suaviza el resplandor del arco brillante que te corona; yo leo sobre tu frente serena que refleja la calma de tu alma inmortal, leo que tú perdonarás a un hijo de la tierra, con quien se dignan comunicar algunas veces los espíritus de los elementos, el atreverse a hacer uso de los secretos mágicos para llamarte a su presencia y contemplarte un momento.
LA ENCANTADORA DE LOS ALPES.
Hijo de la tierra, yo te conozco; igualmente que los secretos a que debes tu poder, te conozco por un hombre de pensamientos profundos, extremoso en el mal y en el bien, fatal a los otros y a ti mismo; te esperaba; ¿qué quieres de mí?
MANFREDO.
Admirar tu hermosura, nada más. El aspecto de la tierra me sumerge en la desesperación; busco un refugio en sus misterios, huyo cerca de los espíritus que la gobiernan; pero ellos no pueden socorrerme; les he pedido lo que no pueden darme, no les pido nada más.
LA ENCANTADORA.
¿Qué es pues lo que pides, que no pueden concedértelo aquellos que lo pueden todo y que gobiernan los elementos invisibles?
MANFREDO.
¿Para qué repetiré la relación de mis dolores? Sería en vano.
LA ENCANTADORA.
Yo los ignoro, tened la bondad de referírmelos.
MANFREDO.
¡Bien! Por cruel que sea para mí esta confesión, hablará mi dolor.
Desde mi juventud, mi espíritu no estaba de acuerdo con las almas de los hombres, y no podía mirar la tierra con amor. La ambición que devoraba a los demás me era desconocida; su objeto no era el mío... mis placeres, mis penas, mis pasiones y mi carácter me hacían parecer un extraño en medio del mundo. Aunque revestido de la misma forma de carne que las criaturas que me rodean, no sentía ninguna simpatía por ellas... una sola... pero ya hablaré de ella luego.
Mis placeres eran el ir en medio de los desiertos a respirar el aire vivo de las montañas cubiertas de hielo, sobre cuya cumbre los pájaros no se hubieran atrevido a construir su nido, y en donde el granito desnudo de hierbas se ve desierto de los insectos alados. Gustaba de atravesar las aguas de los torrentes furiosos, o de volar sobre las olas del Océano iracundo; me encontraba ufano de ejercitar mi fuerza contra los corrientes rápidas; gustaba durante la noche de observar la marcha silenciosa de la luna y el curso brillante de las estrellas; miraba fijamente los relámpagos durante las tempestades hasta tanto que mis ojos quedasen deslumbrados, o bien escuchaba la caída de las hojas cuando los vientos del otoño venían a despojar los bosques. Tales eran mis placeres, y tal era mi amor por la soledad, que si los hombres, de quienes me afligía el ser hermano, se encontraban a mi paso, me sentía humillado y degradado, hasta no ser ya, como ellos, sino una criatura de barro.
En mis paseos delirantes descendía a la profundidad de las cavernas de la muerte para estudiar su causa en sus efectos, y desde los montones de huesos y del polvo de los sepulcros, me atrevía a sacar consecuencias criminales; consagré las noches en aprender las ciencias secretas olvidadas hace ya mucho tiempo. Gracias a mis trabajos y a mis desvelos, a las pruebas terribles y a las condiciones a que nos someten la tierra, los aires y los espíritus que despueblan el espacio y el infinito, familiaricé mis ojos con la eternidad, como habían hecho en otros tiempos los mágicos y el filósofo que invocó en su profundo retiro a Eros y a Anteros. Con mi ciencia creció mi ardiente deseo de aprender, mi poder y el enajenamiento de la brillante inteligencia que...
LA ENCANTADORA.
Acaba.
MANFREDO.
¡Ah!, me complacía en detenerme extensamente sobre estos vanos atributos, porque cuanto más me acerco del momento en que descubriré la llaga de mi corazón... pero quiero proseguir: aun no te he nombrado, ni padre, ni madre, ni querida, ni amigo, con quienes me hallase unido por nudos humanos: padre, madre, querida, amigo, estos títulos no eran nada para mí; pero había una mujer...
LA ENCANTADORA.
Atrévete a acusarte a ti mismo: prosigue.
MANFREDO.
Se me parecía en lo exterior, en los ojos, en la cabellera, en sus facciones y aun en su metal de voz; pero en ella todo estaba suavizado y hermoseado por sus atractivos. Lo mismo que yo, tenía un amor decidido por la soledad, el gusto por las ciencias secretas y un alma capaz de abrazar al universo; pero tenía además la compasión, el don de los agasajos y de las lágrimas, una ternura... que ella sola podía inspirarme, y una modestia que yo nunca he tenido. Sus faltas me pertenecen: sus virtudes eran todas suyas. Yo la amaba y le privé de la vida.
LA ENCANTADORA.
¿Con tus propias manos?
MANFREDO.
¡Con mis propias manos no!; fue mi corazón el que marchitó el suyo y le destrozó. He derramado su sangre, pero no ha sido la suya. Su sangre ha corrido sin embargo, he visto su pecho desgarrado y no he podido curar sus heridas.
LA ENCANTADORA.
¿Es esto todo lo que tienes que decir? Haciendo parte a pesar tuyo de una raza que tú desprecias, tú que quieres ennoblecerla elevándote hasta nosotros, ¡puedes olvidar los dones de nuestros conocimientos sublimes y caer en los bajos pensamientos de la muerte! No te reconozco.
MANFREDO.
¡Hija del aire!, te protesto que, después del día fatal... Pero la palabra es un vano soplo, ven a verme en mi sueño, o a las horas de mis desvelos, ven a sentarte a mi lado; he cesado de estar solo, mi soledad se halla turbada por las furias. En mi rabia rechino los dientes mientras que la noche extiende sus sombras sobre la tierra, y desde la aurora hasta ponerse el sol no ceso de maldecirme. He invocado la pérdida de mi razón como un beneficio, y no se me ha concedido: he arrostrado la muerte; pero en medio de la guerra de los elementos, los mares se han retirado a mi presencia. Los venenos han perdido toda su actividad; la mano helada de un demonio cruel me ha detenido en la orilla de los precipicios por solo uno de mis cabellos que no ha querido romperse. En vano mi imaginación fecunda ha creado abismos en los cuales ha querido arrojarse mi alma; he sido rechazado, como si fuese por una ola enemiga, en los abismos terribles de mis pensamientos. He buscado el olvido en medio del mundo, lo he buscado por todas partes y nunca le he hallado; mis secretos mágicos, mis largos estudios en un arte sobrenatural, todo ha cedido a mi desesperación. Vivo, y me amenaza una eternidad.
LA ENCANTADORA.
Quizás yo podré aliviar tus males.
MANFREDO.
Sería necesario llamar los muertos a la vida o hacerme bajar entre ellos a la sepultura. Ensaya el reanimar sus cenizas y hacerlos aparecer bajo una forma cualquiera y a cualquier hora que sea; corta el hilo de mis días, y sea cual fuere el dolor que acompañe mi agonía, no importa, a lo menos será el último.
LA ENCANTADORA.
Ni una cosa ni otra están en mi arbitrio, pero si tú quieres jurar una ciega obediencia a mis voluntades y someterte a mis órdenes, podré serte útil en el cumplimiento de tus deseos.
MANFREDO.
¡Yo jurar! ¡Yo obedecer! ¿Y a quién? A los espíritus que domino. ¡Yo venir a ser el esclavo de los que me reconocen por su señor...! ¡Jamás!
LA ENCANTADORA.
¿Es esta toda tu respuesta? ¿No tienes otra más dulce? ¡Piensa bien en ello antes de negarte a lo que te propongo!
MANFREDO.
He dicho no.
LA ENCANTADORA.
Puedo pues retirarme; habla.
MANFREDO.
Retírate.
(La Encantadora desaparece.)
MANFREDO solo.
Somos la víctima del tiempo y de nuestros terrores; cada día se nos presentan nuevas penas; vivimos sin embargo maldiciendo la vida y temiendo la muerte. Gimiendo bajo el yugo que nos oprime, y cargado con el peso de la vida, nuestro corazón no late sino en las ocasiones que experimentamos alguna contrariedad, o algún goce pérfido que finaliza por crueles angustias y por la extenuación y la debilidad. ¿En el número de nuestros días pasados y por venir (porque lo presente no existe en la vida) no hay algunos, no hay uno sólo en el que el alma no deje de desear la muerte, y no obstante de huirla, como un río helado por el invierno cuya fría impresión bastaría el arrostrarla un momento?
Mi ciencia me ofrece todavía algún recurso. Puedo invocar los muertos y preguntarles cual es el objeto de nuestros terrores. La nada de los sepulcros, quizás me responderán... ¿Y si no responden...? ¡El profeta sepultado respondió a la encantadora de Endor! Y el rey de Esparta supo su destino futuro por las sombras de la virgen de Bizancio. Había quitado la vida a la que amaba sin conocer que era su víctima, y murió sin obtener perdón. Fue en vano que invocase a Júpiter, y que por la voz de los mágicos de la Arcadia suplicase a la sombra irritada el ceder o a lo menos el fijar un termino a su venganza. Obtuvo una respuesta oscura, pero que fue demasiado cierta.
Si yo no hubiese vivido nunca, lo que amo viviría todavía; si no hubiera amado nunca, lo que amo aun conservaría la hermosura, la felicidad y el don de poder hacer dichosos. ¿Qué se ha hecho la víctima de mis maldades...? Un objeto en el cual no me atrevo a pensar... Nada quizás... De aquí a algunas horas habré salido de mis dudas... Sin embargo tiemblo al ver llegar el momento deseado... Hasta ahora jamás me ha hecho temblar el acercarse un espíritu bueno o uno malo... Me estremezco... Siento un peso de hielo sobre mi corazón. Pero puedo atreverme a lo que temo y desafiar los recelos de la materia. La noche llega...
Segundo acto: Escena III
(La cumbre del monte Jungfro.)
EL PRIMER DESTINO.
El disco plateado de la luna empieza a brillar en los cielos. Nunca el pie de un mortal vulgar ha manchado las nieves sobre las cuales andamos durante la noche sin dejar ninguna huella. Apenas rozamos ligeramente esta mar de escarchas que cubre las montañas con sus olas inmóviles, semejantes a la espuma de las aguas que el frío ha helado repentinamente después de una tempestad; imagen de un abismo reducido al silencio de la muerte. Esta cumbre fantástica, obra de algún terremoto, y sobre la cual descansan las nubes de sus viajes vagabundos, está consagrada a nuestros misterios y a nuestras vigilias: yo espero en ella a mis hermanos que deben venir conmigo al palacio de Arimán; esta noche se celebra nuestra grande fiesta... ¿Por qué tardan en venir?
(Una voz canta a lo lejos.)
El usurpador cautivo, precipitado del trono, sepultado en un infame reposo, estaba olvidado y solitario: yo he interrumpido su sueño, le he dado el socorro de una multitud de traidores; el tirano está todavía coronado. Pagará mis cuidados con la sangre de un millón de hombres, con la ruina de una nación, y yo le abandonaré de nuevo a la huida y a la desesperación.
(Una segunda voz.)
Un navío bogaba rápidamente sobre las aguas, impulsado por los vientos propicios: he rasgado todas sus velas y roto todos sus masteleros, no ha quedado ni una sola tabla de esta ciudad flotante; no ha sobrevivido un solo hombre para llorar su naufragio... Me engaño, hay uno que yo mismo he sostenido sobre las aguas por un mechón de sus cabellos... era un sujeto muy digno de mis cuidados, un traidor en la tierra y un pirata en el Océano. Sabrá reconocer mis bondades por medio de nuevos crímenes.
EL PRIMER DESTINO.
(Respondiendo a sus hermanos.)
Una ciudad floreciente está sumergida en el sueño, la aurora alumbrará su desolación: la horrible peste ha caído de repente sobre los habitantes durante su descanso. Perecerán a millares. Los vivos huirán de los moribundos que deberían consolar; pero nada podrá defenderlos de los tiros crueles de la muerte. El dolor y la desesperación, la enfermedad y el terror envuelven a toda una nación. ¡Dichosos los muertos de no ser testigos del espantoso espectáculo de tantos males! La ruina de todo un pueblo es para mí la obra de una noche; la he verificado en todos los siglos, y no será todavía la última vez.
(Llegan el segundo y el tercer Destino.)
LOS TRES DESTINOS JUNTOS.
Nuestras manos encierran los corazones de los hombres, sus sepulcros nos sirven de tarima. No damos la vida a nuestros esclavos sino para volvérsela a quitar.
EL PRIMER DESTINO.
Salud, hermanos míos. ¿En dónde está Némesis?
EL SEGUNDO DESTINO.
Prepara sin duda alguna gran obra, pero lo ignoro porque me encuentro demasiado ocupado.
EL TERCER DESTINO.
Vedle aquí.
EL PRIMER DESTINO.
¿De dónde vienes Némesis? Tú y mis hermanos habéis tardado mucho esta noche.
NÉMESIS.
Estaba ocupada en levantar los tronos abatidos, en componer himnos funestos, en volver la corona a los reyes desterrados, en vengar a los hombres de sus enemigos a fin de hacerlos arrepentir de sus venganzas. He castigado con la locura a los que estaban detenidos por sabios, los jefes inhábiles han sido proclamados por mí, dignos de gobernar el mundo... los mortales empezaban a disgustarse de los tiranos, se atrevían a pensar por sí mismos, a poner los reyes en equilibrio, y a hablar de la libertad, que para ellos es el fruto vedado... Pero esta tarde... montemos en nuestras nubes.
(Desaparecen.)
Segundo acto: Escena IV de Lord Byron
(El palacio de Arimán.—Arimán está sobre un globo de fuego que le sirve de trono, rodeado por los Espíritus.)
HIMNO DE LOS ESPÍRITUS.
¡Salud a nuestro monarca!, al príncipe de la tierra y de los aires, que vuela sobre las nubes y sobre las aguas. En su mano se halla el cetro de los elementos, quienes, a sus órdenes, se confunden como el tiempo del caos. Sopla, y una tempestad alborota los mares; habla, y las nubes le responden por la voz de los truenos; mira, y los rayos del día desaparecen, anda, los terremotos conmueven el mundo. Los volcanes se forman bajo sus pasos. Su sombra es la verdadera peste; los cometas le preceden en los ardientes senderos de los cielos, y se reducen a cenizas al menor de sus deseos. La guerra le ofrece sus sacrificios, la muerte le paga su tributo; la vida de los hombres y sus innumerables dolores le pertenecen: es el alma de todo lo que existe.
(Entrada de los Destinos y de Némesis.)
EL PRIMER DESTINO.
Gloria al grande Arimán. Su poder se extiende cada día más sobre la tierra: mis dos hermanos han ejecutado fielmente sus órdenes, y yo no he descuidado mi deber.
EL SEGUNDO DESTINO.
Gloria al grande Arimán, nosotros doblamos la rodilla a su presencia, nosotros, que pisamos las cabezas de los hombres.
EL TERCER DESTINO.
Gloria al grande Arimán; nosotros esperamos la señal de su voluntad.
NÉMESIS.
Rey de los reyes, nosotros somos tus vasallos, y todos los seres que tienen vida lo son nuestros. Aumentar nuestro poder sería aumentar el tuyo; no olvidamos nada para conseguirlo. Tus últimas órdenes quedan fielmente ejecutadas.
(Entra Manfredo.)
UN ESPÍRITU.
¿Quién es este audaz? ¡Un mortal! ¡Temeraria criatura, pon la rodilla en tierra y adora!
SEGUNDO ESPÍRITU.
Este hombre no me es desconocido, es un poderoso mágico cuya ciencia es temible.
TERCER ESPÍRITU.
Arrodíllate y adora a Arimán, vil esclavo, ¿no reconoces a nuestro señor y al tuyo? Tiembla y obedece.
TODOS LOS ESPÍRITUS.
Arrodíllate, hijo del polvo vil, y teme nuestra venganza.
MANFREDO.
Conozco vuestro poder, y sin embargo ya veis que no obedezco.
UN CUARTO ESPÍRITU.
Nosotros te enseñaremos a humillarte.
MANFREDO.
No tengo necesidad de aprenderlo. ¡Cuántas noches tendido sobre la árida arena y con la cabeza cubierta de ceniza, me he prosternado poniendo mi cara sobre la tierra! He caído en la última de las humillaciones; porque me he sometido a mi vana desesperación y a mi propia miseria.
QUINTO ESPÍRITU.
¿Te atreves a negar al grande Arimán hallándose sobre su trono, lo que le concede toda la tierra, sin haber visto el terror de su gran poder? Prostérnate te digo.
MANFREDO.
Que Arimán se prosterne delante del que es superior a él, delante del Eterno e Infinito, delante del soberano Creador, que no le ha destinado a que se le de adoración; que él se arrodille, y yo lo ejecutaré igualmente.
LOS ESPÍRITUS.
Confundamos a este gusanillo; aniquilémosle.
EL PRIMER DESTINO.
Retiraos; este hombre es mío. Príncipe de las divinidades invisibles, este hombre no es de una naturaleza común, como lo atestiguan su aspecto y el encontrarse en estos lugares. Sus sufrimientos han sido de una naturaleza inmortal como la nuestra. Su ciencia, su poder y su ambición, tanto como lo ha podido permitir su exterior grosero que encierra una esencia etérea, le han elevado sobre todas las criaturas formadas de un barro impuro. No ha aprendido en los secretos que ha querido penetrar sino lo que conocemos todos nosotros, esto es, que la ciencia no es una felicidad y que no conduce sino a otra especie de ignorancia. Pero no es esto todo... Las pasiones, atributos de la tierra y del cielo, y de las cuales ningún poder, ningún ser esta exento, desde el gusano hasta las sustancias celestes, las pasiones han devorado y han hecho de él un objeto tan miserable, que yo, que no puedo experimentar la piedad, perdono a los que la sienten en su favor. Este hombre es mío, y también puede ser tuyo todavía; pero en estas regiones ningún espíritu tiene un alma como la suya, y no puede tener el derecho de mandarle.
NÉMESIS.
¿Qué viene a buscar aquí?
EL PRIMER DESTINO.
Él es quien debe responder.
MANFREDO.
Vosotros sabéis hasta dónde llegan mis conocimientos mágicos, y sin un poder sobrenatural no hubiera podido hallarme aquí; pero aun hay poderes superiores, y vengo a preguntar sobre lo que busco.
NÉMESIS.
¿Qué pides?
MANFREDO.
Tú no puedes responderme: llama a los muertos; a ellos se dirigirán mis preguntas.
NÉMESIS.
Gran Arimán, ¿permites que se satisfagan los deseos de este mortal?
ARIMAN.
Sí.
NÉMESIS.
¿A quién quieres sacar del sepulcro?
MANFREDO.
A un muerto que estuvo privado de sepultura: llama a Astarté.
NÉMESIS.
Sombra o espíritu, sea lo que seas, que conservas todavía una parte de tu primera forma, o tu forma entera, sal de la tierra y vuelve a ver el día. Vuelve con las mismas facciones, el mismo aspecto y el mismo corazón, huye de los gusanos de la tumba y vuelve a aparecer en estos lugares: el que puso un término a tus días es quien te llama.
(La sombra de Astarté comparece en medio de los Espíritus.)
MANFREDO.
¿Es la muerte la que veo? Aún brillan los colores en sus mejillas; pero reconozco demasiado que no son colores vivientes. El encarnado no es natural, se parece al que produce el otoño sobre las hojas marchitas. Ella es ciertamente, ¡oh cielo! ¡Y tiemblo al mirarla, al mirar a Astarté! No, no puedo hablarle, pero quiero que ella hable, que me condene o me perdone.
NÉMESIS.
Por el poder que te ha hecho salir de la sepultura que te servía de prisión, habla al que acabas de oír, o a aquellos que te han invocado.
MANFREDO.
Guarda silencio; y para mí es una respuesta cruel.
NÉMESIS.
Mi poder no va más lejos. Príncipe del aire, tú sólo puedes ordenarle el hacer oír su voz.
ARIMAN.
Espíritu obedece a este espectro.
NÉMESIS.
¡Todavía calla! No está pues bajo nuestro imperio, pero pertenece a otros poderes. Mortal, tu pregunta es excusada, y nosotros estamos confusos igualmente que tú.
MANFREDO.
¡Escúchame! ¡Astarté, mi querida, óyeme y dígnate hablarme! He sufrido tanto, sufro todavía tan cruelmente. ¡Mírame! ¡La muerte no te ha cambiado tanto, como yo debo parecerlo a tu vista! Tú me amaste demasiado tiernamente y mi amor era digno del tuyo. No hemos nacido para atormentarnos uno y otro de este modo por culpable que haya sido nuestro amor. Dime que no me detestas, que solo yo sea castigado por los dos, que tú serás recibida en el número de los bienaventurados y que yo debo morir. Porque hasta ahora todo lo que hay de más odioso conspira a encadenarme con la existencia, a una existencia que me hace ver con terror la inmortalidad, y un porvenir semejante a lo pasado. No puedo encontrar ningún descanso. Ignoro yo mismo lo que deseo y lo que busco, y no siento sino lo que tú eres y lo que soy. Quisiera oír tu voz todavía una vez antes de morir, la voz que para mi oído era la más dulce melodía. Respóndeme, ¡oh querida mía! Te he llamado en las sombras de la noche; he asustado a los pájaros dormidos bajo las hojas silenciosas, he despertado al lobo en las montañas, y he hecho conocer tu nombre a los ecos de las cavernas mas sombrías. El eco me ha respondido, los espíritus y los hombres también me han respondido, tú sola has permanecido muda. He visto sucederse el giro de las estrellas en la bóveda celeste; he dirigido mi vista hacia ellas para ver si podía descubrirte; he recorrido la tierra para ver si encontraba alguna cosa que se te pareciese: dígnate de hablarme finalmente; mira a esos espíritus que nos rodean que se enternecen al oír mis quejas; yo los miro sin terror y sólo lo tengo por ti; dígnate de hablarme aunque no sea sino para manifestar tu enojo; dime a lo menos... Yo no sé lo que deseo; pero déjame todavía oír tu voz por la última vez.
LA SOMBRA DE ASTARTÉ.
¡Manfredo!
MANFREDO.
¡Ah! Prosigue por favor: esta voz me reanima; es la tuya seguramente.
LA SOMBRA.
¡Manfredo!, mañana se acabarán tus dolores terrestres. ¡Adiós!
MANFREDO.
Todavía una palabra, ¡una sola palabra! ¿Estoy perdonado?
LA SOMBRA.
¡Adiós!
MANFREDO.
¿No nos veremos más?
LA SOMBRA.
¡Adiós!
MANFREDO.
¡Ah, por compasión! Todavía una palabra; dime si me amas.
LA SOMBRA.
¡Manfredo!
(Desaparece.)
NÉMESIS.
Se ha ido y no volverá a aparecer: sus palabras se cumplirán; vuélvete a la tierra.
UN ESPÍRITU.
Se encuentra en las convulsiones de la desesperación; ved los mortales: quieren penetrar los secretos que son superiores a su naturaleza.
OTRO ESPÍRITU.
¡Pero ved cómo se domina a sí mismo, y cómo somete sus tormentos a su voluntad! Si hubiese sido un espíritu como nosotros hubiera sobrepujado a todas las otras inteligencias celestes.
NÉMESIS.
¿Tienes todavía que hacer alguna pregunta a nuestro augusto monarca o a sus vasallos?
MANFREDO.
Ninguna.
NÉMESIS.
Adiós, hasta la vista.
MANFREDO.
¿Nosotros volveremos pues a vernos?
¿Pero en dónde, sobre la tierra?
No importa; adonde tú quieras.
Adiós, te doy gracias por el
favor que acabas de concederme.
Tercer acto: Escena I
(Una habitación del castillo de Manfredo.)
MANFREDO Y HERMAN.
MANFREDO.
¿Se acabará bien pronto el día?
HERMAN.
Todavía falta una hora, y el sol va a ocultarse; todo nos anuncia una hermosa noche.
MANFREDO.
¿Lo has dispuesto todo en la torre, según lo he ordenado?
HERMAN.
Todo está pronto, señor, ved la llave y la arquilla.
MANFREDO.
Está bien, puedes retirarte.
(Herman se va.)
MANFREDO solo.
Experimento una calma y una tranquilidad que no había conocido en mi vida. Si yo no supiese que la filosofía es la más loca de nuestras vanidades, y la palabra más vacía de sentido entre todas las inventadas en la jerga de nuestras escuelas, creería que el secreto del oro, es decir la piedra filosofal tan buscada, se hallaba finalmente en mi alma. Este estado tan lisonjero no puede ser durable, pero ya es mucho el haberlo conocido aunque haya sido una sola vez. Ha enriquecido mis ideas con un nuevo sentido; y quiero escribir en mi libro de memoria que existe este sentimiento... ¿Quién está ahí?
(Herman vuelve a entrar.)
HERMAN.
Señor, el abad de San Mauricio pide permiso para hablaros.
(Entra el Abad.)
EL ABAD.
Que la paz sea con el conde Manfredo.
MANFREDO.
Mil gracias, padre mío: que seáis bienvenido en este castillo, vuestra presencia me honra y es una bendición para los que le habitan.
EL ABAD.
Lo deseo conde, pero quisiera hablaros sin testigos.
MANFREDO.
Herman, retírate. ¿Qué es lo que quiere mi respetable huésped?
EL ABAD.
Quiero hablar sin rodeos: mis canas y mi celo, mi ministerio y mis piadosas intenciones me servirán de disculpa: también invoco mi calidad de vecino, aunque nos visitemos muy rara vez.
Varias voces extrañas y escandalosas ultrajan vuestro nombre; un nombre ilustre hace muchos siglos. ¡Ah, ojalá que pueda transmitirse sin mancha a vuestros descendientes!
MANFREDO.
Proseguid, os escucho.
EL ABAD.
Se dice que estudiáis secretos que no están permitidos a la curiosidad del hombre, y que os habéis puesto en comunicación con los habitantes de las oscuras moradas, y con la multitud de espíritus malignos que se hallan errantes en el valle al que da sombra el árbol de la muerte. Sé que vivís muy retirado y que tratáis muy rara vez con los hombres vuestros semejantes; sé que vuestra soledad es tan severa como la de un prudente anacoreta; ¡y que no es tan santa!
MANFREDO.
¿Y quiénes son los que extienden estas voces?
EL ABAD.
Mis hermanos en Dios, los paisanos asustados, vuestros propios vasallos que observan vuestra inquietud. Vuestra vida corre el mayor peligro.
MANFREDO.
¿Mi vida? Yo os la abandono.
EL ABAD.
Yo he venido para procurar vuestra salvación y no vuestra perdida... No quisiera penetrar los secretos de vuestra alma; pero si lo que se dice es cierto, todavía es tiempo de hacer penitencia y de impetrar misericordia; reconciliaos con la verdadera iglesia, y esta os reconciliará con el cielo.
MANFREDO.
Os entiendo; ved mi respuesta. Lo que fui y lo que soy no lo conocen sino el cielo y yo. No escogeré un mortal por mediador. ¿He quebrantado algunas leyes? Que se pruebe y se me castigue.
EL ABAD.
Hijo mío, yo no he hablado de castigo y sí de perdón y de penitencia: vos sois quien debe escoger; nuestros dogmas y nuestra fe me han dado el poder de dirigir a los pecadores por la senda de la esperanza y de la virtud, y dejo al cielo el derecho de castigar: "La venganza pertenece a mí solo" ha dicho el Señor, y es con humildad como su siervo repite estas augustas palabras.
MANFREDO.
Anciano, ninguna cosa puede arrancar del corazón el vivo sentimiento de sus crímenes, de sus penas, y del castigo que se inflige a sí mismo: nada; ni la piedad de los ministros del cielo, ni las oraciones, ni la penitencia, ni un semblante contrito, ni el ayuno, ni las zozobras, ni los tormentos de aquella desesperación profunda que nos persigue por medio de los remordimientos sin amedrentarnos con el Infierno, pero que él sólo bastaría para hacer un Infierno del Cielo. No hay ningún tormento venidero que pueda ejercer semejante justicia sobre aquel que se condena y se castiga a sí mismo.
EL ABAD.
Estos sentimientos son laudables, porque algún día harán lugar a una esperanza más dulce. Vos os atreveréis a mirar con una tierna confianza la dichosa morada que está abierta a todos aquellos que la buscan, cualesquiera que hayan sido sus yerros sobre la tierra; pero para espiarlos es preciso empezar por conocer la necesidad de ejecutarlo. Proseguid conde Manfredo... todo lo que nuestra fe podrá saber se os enseñará y quedaréis lavado de todo lo que pudiésemos absolveros.
MANFREDO.
Cuando el sexto emperador de Roma vio llegar su última hora, víctima de una herida que se había hecho con su propia mano a fin de evitar la vergüenza del suplicio que le preparaba un senado que antes era su esclavo, un soldado conmovido en apariencia de una generosa piedad, quiso estancar con su vestido la sangre del emperador. El Romano expirando no lo permite y le dice con una mirada que manifestaba todavía su antiguo poder: ¡Es demasiado tarde ya! ¿Es esta tu fidelidad?
EL ABAD.
¿Qué queréis decir con esto?
MANFREDO.
Respondo como él, es demasiado tarde.
EL ABAD.
Jamás puede serlo para reconciliaros con vuestra alma, y para reconciliarla con Dios. ¿No tenéis ya esperanza? Estoy admirado: aquellos que desesperan del cielo se crean sobre la tierra algún fantasma que es para ellos como la débil rama a la que se agarra un desgraciado que se está ahogando.
MANFREDO.
¡Ah, padre mío!; ¡yo también en mi juventud he tenido ilusiones terrestres y nobles inspiraciones! Entonces hubiera querido conquistar los corazones de los hombres e instruir a todo un pueblo; hubiera querido elevarme, pero no sabía hasta que altura... quizás para volver a caer; pero para caer como la catarata de las montañas, que precipitada desde la cumbre orgullosa de las rocas, acumula una onda subterránea en las profundidades de un abismo; pero temible todavía, vuelve a subir sin cesar hasta los cielos en columnas de vapores que se transforman en nubes lluviosas. Este tiempo pasó; mis pensamientos se han engañado a sí mismos.
EL ABAD.
¿Y por qué?
MANFREDO.
No podía humillar mi orgullo, porque para poder mandar algun día, es necesario primero obedecer, lisonjear y pedir, espiar las ocasiones, multiplicarse a fin de encontrarse en todas partes, y hacerse una costumbre de ocultar la verdad; ved como se consigue el dominar los espíritus cobardes y bajos, y así son los de los hombres en general. Desprecié el hacer parte de una camada de lobos aunque hubiera sido para guiarlos. El león está solo en el bosque que habita; yo estoy solo como el león.
EL ABAD.
¿Y por qué no vivir y obrar como los demás hombres?
MANFREDO.
Sin haber nacido cruel, mi corazón no amaba las criaturas vivientes, hubiera querido encontrar una horrible soledad, pero no formármela yo mismo; quería ser como el salvaje Simún que sólo habita el desierto, y cuyo soplo devorador no trastorna sino una mar de áridas arenas en donde su furor no es funesto a ningún arbolillo: no busca la morada de los hombres, pero es muy terrible para los que vienen a arrostrarlo. Tal ha sido el curso de mi vida, y mientras he vivido he encontrado objetos que ya no existen.
EL ABAD.
Empiezo a temer que mi piedad y mi ministerio no pueden seros útiles. Tan joven todavía... me cuesta mucho él...
MANFREDO.
Miradme, hay algunos mortales en la tierra que se hacen viejos en su juventud y que mueren antes de haber llegado el verano de su vida, sin que hayan buscado la muerte en los combates. Unos son víctimas de los placeres, otros del estudio, estos a causa del trabajo y aquellos por el fastidio. Hay algunos que perecen de enfermedad, de demencia, o en fin de penas del corazón, y esta última enfermedad, ofreciéndose bajo todas las formas y bajo todos los nombres, hace más estragos que la guerra. Miradme; porque no hay ninguno de estos males que yo no haya sufrido, y uno solo basta para terminar la vida de un hombre. No os admiréis ya de lo que soy, pero si sorprendeos de que haya existido y de que este todavía sobre la tierra.
EL ABAD.
Dignaos sin embargo escucharme...
MANFREDO (con viveza.)
Anciano, respeto tu ministerio y reverencio tus canas; creo que tus intenciones son piadosas; pero es en vano. No me supongáis una fácil credulidad, y sólo por la consideración que os tengo, evito una conversación más larga. Adiós.
(Manfredo se va.)
EL ABAD.
Este hombre hubiera podido ser una criatura admirable; y tal como es, presenta un caos que sorprende. Una mezcla de luz y de tinieblas, de grandeza y de polvo, de pasiones y de pensamientos generosos, que en su confusión y en sus desórdenes, quedan en la inacción o amenazan el destruirlo todo. La energía de su corazón era digna de animar elementos mejor combinados: va a perecer y quisiera salvarle. Hagamos una segunda tentativa; un alma como la suya merece muy bien el ganarla para el cielo. Mi deber me ordena el atreverme a todo para conseguir el bien; lo seguiré, pero será con prudencia.
(El Abad se va.)
Tercer acto: Escena II
(Otra habitación.)
MANFREDO Y HERMAN.
HERMAN.
Señor, vos me habéis ordenado el venir a encontraros al ponerse el sol; vedle que va a eclipsarse detrás de la montaña.
MANFREDO.
¡Bien!, quiero contemplarle.
(Manfredo se adelanta hacia la ventana del cuarto.)
Astro glorioso, adorado en la infancia del mundo por la raza de hombres robustos, por los gigantes nacidos de los ángeles con un sexo que, más hermoso que ellos mismos, hizo caer en el pecado a los espíritus descarriados, desterrados del cielo para siempre; astro glorioso, tú fuiste adorado como el dios del mundo, antes que el misterio de la creación fuese revelado; obra maestra del Todopoderoso, tú fuiste el primero que regocijaste el corazón de los pastores caldeos sobre la cumbre de sus montañas, y el reconocimiento les inspiró bien pronto los homenajes que te dirigieron; divinidad material, tú eres la imagen del gran desconocido que te ha escogido para que seas su sombra; rey de los astros, y centro de mil constelaciones, a ti es a quien la tierra debe su conservación; padre de las estaciones, rey de los climas y de los hombres: las inspiraciones de nuestros corazones, y las facciones de nuestros rostros son la influencia de tus rayos. No hay ninguna cosa que iguale la pompa de tu salida, de tu curso y de tu puesta... Adiós, ya no te volveré a ver; mi primera mirada de amor y de admiración fue para ti; recibe también la última: nunca alumbrarás a un mortal, a quien el don de tu luz y tu calor suave hayan sido más fatales que a mí... Se ha ocultado... quiero seguirle.
(Manfredo se va.)
Tercer acto: Escena III
(Por una parte se ven las montañas y por la otra el castillo de Manfredo y una torre con una azotea. Empieza la noche.)
HERMAN, MANUEL y otros criados de Manfredo.
HERMAN.
Es bien extraño que después de muchos años, el conde Manfredo haya pasado todas las noches en velar sin testigos dentro de esta torre. Yo he entrado en ella, no conocemos todo el interior, pero ninguna cosa de las que encierra ha podido instruirnos de lo que hace nuestro amo. Es cierto que hay un cuarto en el que ninguno de nosotros ha entrado; yo daría todo lo que tengo para sorprenderle cuando se encuentra ocupado en sus misterios.
MANUEL.
Esto no podría ser sin peligro; conténtate con lo que sabes.
HERMAN.
¡Ah! Manuel, tú eres sabio y discreto como un viejo; pero tú podrías decirnos muchas cosas. ¿Cuánto tiempo hace que habitas este castillo?
MANUEL.
He visto nacer al conde Manfredo; entonces ya servía a su padre, al que se parece muy poco.
HERMAN.
Lo mismo puede decirse de muchos hijos; ¿pero en qué se diferenciaba del suyo el conde Segismundo?
MANUEL.
No hablo de las facciones, pero sí del corazón y del género de vida. El conde Segismundo era arrogante, pero alegre y franco: gustaba de la guerra y de la mesa, y era poco aficionado a los libros y a la soledad, no ocupaba las noches en sombríos desvelos; las suyas estaban consagradas a los festines y a las diversiones. No se le veía ir errante por las montañas o por los bosques, como un lobo silvestre, no huía de los hombres ni de sus placeres.
HERMAN.
¡Por vida mía, vivan estos tiempos dichosos! ¡Quisiera ver a la alegría que viniese a visitar de nuevo estas antiguas murallas! Parece que las ha olvidado del todo.
MANUEL.
Era necesario primeramente que el castillo cambiase de señor. ¡Oh, he visto aquí cosas tan extrañas, Herman!
HERMAN.
¡Y bien!, dígnate de hacer confianza de mí; cuéntame algunas cosas para pasar el rato: te he oído hablar vagamente sobre lo que sucedió en otros tiempos en esta misma torre.
MANUEL.
Me acuerdo que una tarde a la hora del crepúsculo, una tarde semejante a ésta, la nube rojiza que corona la cima del monte Eigher estaba en el mismo paraje, y quizás era la misma nube, el viento era flojo y tempestuoso, la luna empezaba a lucir sobre el manto de nieve que cubre las montañas; el conde Manfredo estaba como ahora en su torre: ¿qué hacía allí? Lo ignoramos; pero estaba con la sola compañera de sus paseos solitarios y de sus desvelos, el único ser viviente a quien manifestaba amar; los lazos de la sangre se lo ordenaban, es cierto; era su querida Astarté; era su... ¿Quién está, ahí?
(Entra el Abad de San Mauricio.)
EL ABAD.
¿En dónde está vuestro amo?
HERMAN.
Está en la torre.
EL ABAD.
Es preciso que yo le hable.
MANUEL.
Es imposible, está solo, y nos está prohibido el introducir a nadie.
EL ABAD.
Yo lo tomo sobre mí... es preciso que yo le vea.
HERMAN.
¿No le habéis ya visto esta tarde?
EL ABAD.
Herman, yo te lo ordeno, ves a llamar a la puerta y a prevenir al conde acerca de mi visita.
HERMAN.
Nosotros no nos atrevemos.
EL ABAD.
¡Pues bien!, yo mismo iré a anunciarme.
MANUEL.
Mi respetable padre, deteneos, os lo suplico.
EL ABAD.
¿Por qué?
MANUEL.
Esperad un momento, y yo me explicaré en otro paraje.
(Se van.)
Tercer acto: Escena IV
(El interior de la torre.)
MANFREDO solo.
Las estrellas se ponen en orden en el firmamento; la luna se manifiesta sobre la cumbre de las montañas coronadas de nieve: ¡admirable espectáculo! Reconozco que amo todavía a la naturaleza, porque el aspecto de la noche me es más familiar que el de los hombres, y es en sus tinieblas silenciosas y solitarias, bajo la bóveda estrellada de los cielos, en donde he aprendido el idioma de otro universo.
Me acuerdo que cuando viajaba en tiempo de mi juventud, me encontré en una noche semejante en el recinto del Coliseo en medio de todo lo que nos queda de más grande de la ciudad de Rómulo. Un viso sombrío oscurecía el ramaje de los árboles que crecen sobre los arcos arruinados, y las estrellas brillaban a través de las grietas que presentaban aquellas ruinas. A lo lejos los ladridos de los perros resonaban en la otra margen del Tíber; más cerca de mí, el grito lúgubre de los búhos salía del palacio de César, y el viento me traía los sonidos moribundos del canto nocturno de las centinelas. Por la parte de la brecha, que el tiempo ha abierto al circo, parecía que los cipreses adornaban el horizonte y sólo estaban a la distancia de un tiro; en estos mismos lugares, que fueron la morada de los Césares, y que en el día están habitados por los pájaros nocturnos que hacen oír sus cantos aciagos, se elevan sobre las murallas demolidas los árboles cuyas raíces se entrelazan bajo el domicilio imperial, y la hiedra rastrera se apodera del terreno destinado a criar el laurel; pero el circo sangriento de los gladiadores, ruina noble e imponente, está todavía de pie, mientras que los palacios de mármol de César y de Augusto no presentan sobre la tierra sino escombros ignorados. Tú alumbrabas con tus rayos a la antigua reina del mundo, astro pacífico de las noches, tú dejabas caer una luz pálida y melancólica que suavizaba el aspecto austero y doloroso de sus antiguos escombros, y llenaba en algún modo el vacío de los siglos. Todo lo que subsiste todavía de hermoso y de grande recibía de ti un nuevo esplendor, y lo que ya no existe parecía que había vuelto a tomar su antigua brillantez; en estos lugares todo inspiró mi entusiasmo, y mi corazón conmovido adoro silenciosamente a los grandes hombres de otros tiempos. Creí ver a todos los héroes que ya han pasado y a todos los soberanos coronados que todavía gobiernan nuestras almas desde el fondo de sus sepulcros...
Era una noche semejante a ésta. ¡Es una cosa particular que me la recuerde en este momento! Pero he experimentado muchas veces que nuestros pensamientos se nos escapan y se pierden lejos de nosotros, en el momento en que quisiéramos concentrarlos en una meditación solitaria.
(Entra el Abad de San Mauricio.)
EL ABAD.
Debo pediros perdón de esta segunda visita; pero dignaos no mirar como una ofensa la indiscreta importunidad de mi celo. ¡Recibo con gusto contra mí lo que tiene de culpable, y que lo que tenga de bueno pueda ilustrar vuestro espíritu! ¡Que no pueda yo decir vuestro corazón! Si consiguiese ablandarlo por medio de mis exhortaciones y de mis oraciones, pondría en el buen camino a un corazón noble que se encuentra descarriado, pero que todavía no está perdido.
MANFREDO.
Tú no me conoces. Mis días están ya contados, y mis acciones están escritas en el libro del cielo. Retírate, tu permanencia aquí te sería perjudicial; retírate.
EL ABAD.
¿Es una amenaza la que me anunciáis?
MANFREDO.
No, te advierto sencillamente que hay peligro para ti, y yo quisiera preservarte de él.
EL ABAD.
¿Qué queréis decir?
MANFREDO.
Mira, ¿no ves nada?
EL ABAD.
Nada.
MANFREDO.
Mira bien, te digo y sin temblar. ¿Qué ves ahora?
EL ABAD.
Veo lo que es muy capaz de hacerme temblar, pero no temo nada, veo un espectro sombrío y terrible que sale de la tierra como una divinidad infernal. Su frente está cubierta con un velo negro, y su cuerpo parece que se halla rodeado de nubes aciagas; pero yo no le temo.
MANFREDO.
Tú no tienes que temer, es cierto; pero su aspecto puede paralizar tus miembros cargados de años. Lo repito, retírate.
EL ABAD.
Y yo repito que no me retiraré sin que haya hecho desaparecer este espectro... ¿Qué hace aquí?
MANFREDO.
Lo ignoro: no le he llamado, él ha venido por su voluntad.
EL ABAD.
¡Ay, hombre perdido! ¿Qué tenéis que tratar con semejantes huéspedes? Tiemblo por vos, ¿por qué os mira fijamente y vos a él? ¡Ah!, vedle que descubre su rostro, las cicatrices del rayo vengador están grabadas sobre su frente, y en sus ojos brilla la inmortalidad del infierno. ¡Lejos de aquí...!
MANFREDO (al Espíritu).
¿Cuál es tu misión?
EL ESPÍRITU.
Ven.
EL ABAD.
¿Quién eres, espíritu desconocido? Habla, responde.
EL ESPÍRITU.
El genio de este hombre. (A Manfredo.) Ven, ya es tiempo.
MANFREDO.
Estoy pronto a todo, pero no reconozco el poder que me llama, ¿quién te envía aquí?
EL ESPÍRITU.
Tú lo sabrás después. ¡Ven!, ¡ven!
MANFREDO.
He mandado a seres de una esencia superior a la tuya, he resistido a sus superiores: aléjate de estos lugares.
EL ESPÍRITU.
¡Mortal!, tu hora ha llegado. Ven te digo.
MANFREDO.
Ya se que mi hora ha llegado, pero no será a un ser tal como tú a quien entregaré mi alma.
EL ESPÍRITU.
¿Llamaré pues a mis hermanos...? Apareced.
(Aparecen los otros Espíritus.)
EL ABAD.
Alejaos, espíritus malignos, huid os digo; vosotros no tenéis poder en los parajes en donde se encuentra la piedad. Huid, os lo ordeno en nombre de...
EL ESPÍRITU.
Anciano, nosotros conocemos nuestra misión y tu ministerio, no pierdas tus palabras sagradas; serían inútiles. Este hombre está condenado, y por la última vez le intimo que venga.
MANFREDO.
Yo os desafío a todos; aunque sienta que mi alma se me ausenta, os desafío a todos. No os seguiré mientras que me quede un soplo de vida para luchar aunque sea con los demonios: si queréis arrancarme de aquí no lo conseguiréis sino miembro por miembro.
EL ESPÍRITU.
¡Mortal rebelde! ¿Eres tú el mágico que se atrevió a arrojarse al mundo invisible y hacerte casi nuestro igual? ¿Eres tú el que quieres conservar una vida que te ha sido tan funesta?
MANFREDO.
Espíritu impostor, mientes; se que ha llegado la última hora de mi vida y no quisiera retardarla un momento. No lucho contra la muerte y sí contra ti y contra los ángeles de tu séquito. No fue por medio de un pacto contigo y con tus compañeros por lo que adquirí un poder sobrenatural; fue mi ciencia superior, mis privaciones, mi audacia, mis dilatados desvelos, mi fuerza de alma y mi habilidad en descubrir los secretos de los tiempos antiguos en los que se veía a los hombres y a los espíritus marchar juntamente e ignorar injustos privilegios. Me encuentro satisfecho de mis propias fuerzas, os desafío, y os desprecio.
EL ESPÍRITU.
Tus crímenes te han hecho...
MANFREDO.
¿Qué te importan mis crímenes? ¿Serán castigados por otros crímenes o por otros mayores criminales? Vuelve a sumergirte en el infierno, yo permanezco aquí; tú no tienes ningún poder sobre mí, y se que nunca me poseerás. Lo que he hecho, está ya hecho; llevo en mi pecho un tormento al cual no añadirá nada el que puedes causarme; un alma inmortal se recompensa o se castiga a sí misma; independiente de los lugares y de los tiempos, lleva consigo el origen y el término de sus males; una vez despojada de su cubierta mortal, su sentimiento interno no presta ningún color a los vagos objetos que la rodean, pero se encuentra absorbida en las penas o en la dicha que nacen del conocimiento de sus crímenes o de sus virtudes. Tú no has podido tentarme ni engañarme un momento: ¿por qué vienes a buscar una presa que jamás te pertenecerá? Me he perdido a mí mismo, y seré mi propio verdugo. (A todos.) Huid, demonios impotentes; la mano de la muerte está sobre mí, pero no la vuestra.
(Los demonios desaparecen.)
EL ABAD.
¡Ay!, vuestra frente se pone pálida, vuestros labios pierden el color, vuestro corazón está oprimido, y vuestros acentos salen con un sonido ronco de vuestro pecho palpitante. Dirigid vuestras oraciones al cielo, suplicad a lo menos con el pensamiento... pero no os entreguéis a la muerte de este modo.
MANFREDO.
Esto es hecho, mis ojos no pueden mirarte, todo se mueve a mi alrededor, y la tierra parece que se hunde bajo mis pasos. A Dios padre mío; dadme la mano.
EL ABAD.
Está fría... también lo está su corazón. Una sola súplica... ¡Ay! ¿Qué es lo que va a sucederle?
MANFREDO.
Anciano, el morir no es difícil.
(Expira.)
EL ABAD.
Ya no existe; su alma ha tomado vuelo: ¿a dónde irá...? Temo el pensarlo... murió...
[FIN]
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