sábado, 2 de septiembre de 2023

Juan José Millás, Articuentos

[Algunos articuentos de José Millás]

Dios

En el campo suceden muchas cosas. Ahora mismo se ha detenido sobre el teclado del ordenador un saltamontes que mira con un ojo lo que escribo y con el otro me contempla a mí. Es evidente que no sabe lo que ve, pero no importa porque no mira para él, sino para alguien lejano: para Dios. Dios está ciego, de otro modo no se entiende que haya creado tantos ojos, y tan diferentes, para controlar el universo. La suma de la mirada del saltamontes y la mía arroja un resultado de superficies horadadas y cuerpos cavernosos por cuyos túneles se arrastra Dios intentando entender su creación.Le grito al saltamontes que se aparte, pero no me oye. Quizá sea capaz de percibir el roce de una babosa sobre la hierba, pero no le llega mi voz, como a mí no me llega el ruido  de  su  mandíbula  al  masticar.  Los  dos  oímos  para otro: para Dios, sin duda, que está sordo. Por eso ha llenado el mundo de los insectos, mamíferos, aves y reptiles que  graban  toda  clase  de  sonidos  y  conversaciones  para él.  La  suma  de  lo  que  recogen  mis  oídos  y  los  del  saltamontes es la sinfonía con la que se desayuna Dios, mientras huele la mañana con nuestro olfato.

El saltamontes ha recogido un resto orgánico del teclado  del  ordenador  —quizá  una  escama  microscópica de la yema de mis dedos— y lo mastica al tiempo que yo trago  saliva.  ¿Comeremos  también  para  Dios?,  me  pregunto.  Dios  no  soporta  no  tener  estómago,  por  eso  ha llenado el universo de abdómenes especializados en digerir para él. Dios carece de vista, tacto, oído, olfato, gusto. Quizá no existe, así que para tapar esa carencia atroz ha llenado  el  universo  de  anélidos,  lamelibranquios,  vertebrados, acéfalos, reptiles... Todo te parece poco si no existes,  y  demasiado  si  un  día,  al  asomarte  a  los  ojos  de  un insecto,  comprendes  que  aunque  es  él  el  que  te  mira,  es otro el que te ve.

Gripe

La gripe viene de Asia; los fantasmas, del armario; el terror,  de  las  sombras.  La  gripe  es  un  proceso.  Un  día, después de comer, empiezas a mirar las cosas con cierta extrañeza.  Te  parece  que  tus  compañeros  de  trabajo  se mueven a una velocidad excesiva; además, no tienen frío, mientras que tú, desde hace dos o tres horas, sientes en la espalda  —tan  deshabitada  habitualmente—  un  movimiento  especial,  como  si  alguien  hubiera  abierto  una ventana a la altura de los riñones. Los muebles del despacho son opacos; no comunican nada, excepto esta voluntad intransitiva. En la calle, los coches y la gente arrastran una  pesadez  mortal.  Parecen  manejados  a  distancia  por un mecánico poco hábil. A lo mejor no te has dado cuenta  todavía  de  que  tienes  fiebre,  pero  lo  cierto  es  que  las articulaciones de tu cuerpo han empezado a enviar leves mensajes  de  aflicción  que  se  traducen  en  un  estado  de ánimo  que  tiende  a  la  indiferencia.  Al  acostarte,  te  has encogido con placer y tu mujer te ha dicho que estás ardiendo.  Estás  ardiendo.  Mañana  tenías  un  compromiso importante y te hace gracia pensar que el compromiso no te importa nada, como el resto de la realidad.

Los  huesos  todavía  no  te  duelen  demasiado,  de  manera que fantaseas con que vas a poder leer. Tres días de cama,  dos  novelas.  No  acabas  de  coger  el  sueño,  ahora estás  algo  excitado.  Haces  un  repaso  de  la  semana  y  te sorprendes de la pasión que has puesto en placeres absurdos, perecederos. Te duermes y sueñas los pasos de tu madre en el pasillo. Eres un niño y el mundo no depende de ti. Puedes ser irresponsable y eso te proporciona un latigazo de felicidad. Te encoges un poco más y notas los dedos de tu madre en la frente.

Algo  así  no  puede  venir  de Asia,  tiene  que  proceder de lo más hondo de uno mismo, como los fantasmas que parecen salir del armario, como el terror que emerge de las sombras.

Tus eosinófilos

A  esta  hora  de  la  mañana  te  toca  análisis  de  sangre. Ahí estarás, pues, ofreciendo la cara interna de tu brazo a alguien que lo estrangulará con una goma a la altura del bíceps  para  que  se  manifieste  la  vena,  la  vena  tuya,  que aparece  enseguida  como  un  clítoris  asustado  en  la  zona más frágil de esa articulación. Ahí está la aguja rompiendo la barrera de la piel, penetrando con violencia calculada en el vaso, del que extraerá unos centímetros de plasma lleno de leucocitos, linfocitos, monocitos, neutrófilos, eosinófilos...  Todo  lo  que  te  pertenece  suena  a  música, también tus hematocritos y tu hemoglobina y tus hematíes. Ahí está ya tu sangre roja cruzando la ciudad en un tubo de ensayo mientras tú sacas el coche del parking y pones  una  canción  de  Antonio Vega  que  cantarás  entre semáforo  y  semáforo.  Tu  sangre  por  un  lado,  tu  cuerpo por otro y yo por otro. 

Ahora  imagino  que  soy  el  técnico  de  laboratorio  al que  le  llega  la  muestra  que  acaban  de  robarte  y  que  en vez de analizarla me la bebo. Me bebo todas las muestras que llevan tu nombre como me comería todas tus biopsias, corazón. Y daría cuenta también a ojos cerrados de tu fósforo, de tu creatinina, de tu calcio total y de tu albúmina, aunque para ello tuviera que beberme la muestra de orina que tan delicadamente, tras bajarte las braguitas de espuma, has depositado sobre el frasco estéril de  plástico.  Tú  atravesando  la  ciudad  en  una  dirección, tu orina en otra y yo mismo en otra, cada uno víctima de un metabolismo, de una transaminasa, de una fosfatasa alcalina, de un tiempo de sedimentación, de unos iones, de  una  desintegración  lipídica,  de  unos  marcadores  tumorales. Pienso a estas horas de la mañana en tu glucosa basal y me excito como un adolescente. Cuántas palabras inauditas componen tu cuerpo, amor. Y todas llueven en este instante sobre la ciudad.

Limpiadoras.

En un acto académico celebrado en la Universidad de Nueva York, al que fuimos invitados no hace mucho un grupo  de  escritores  de  distintas  nacionalidades,  aunque todos de habla española, intervino de repente una mujer que  se  encontraba  entre  el  público.  Primero  nos  felicitó por todo lo que hasta entonces habíamos dicho, y a continuación nos explicó que ella era portorriqueña y que se ganaba la vida en aquella ciudad limpiando oficinas por las noches.

Yo  ya  conocía  a  estas  mujeres  que  entraban  en  los grandes edificios de la burocracia neoyorquina cuando la mayoría  de  la  población  se  metía  en  la  cama,  y  que  se pasaban la noche deambulando por aquellos espacios vacíos arrastrando una aspiradora o blandiendo una gamuza para el polvo: mi hotel se encontraba frente a uno de estos  edificios  y,  como  solía  llegar  tarde  e  insomne  a  la habitación, intentaba atraer el sueño bebiendo el último vaso de agua, mientras contemplaba la fantasmal actividad que se desarrollaba a esas horas en el edificio de enfrente.

La  mujer  describió  con  enorme  habilidad  el  sentimiento  de  indefensión  y  soledad  que  provocaba  a  tales horas  entrar  en  un  ascensor  o  bajar  por  unas  escaleras fantasmales.

Todos estábamos fascinados por su relato, pero también  un  poco  incómodos,  porque  no  sabíamos  hacia dónde se dirigía. Finalmente, denunció que la mayoría de aquellas mujeres que limpiaban oficinas en turno de noche padecían una situación permanente de acoso sexual por parte de sus jefes, que por lo general eran blancos y norteamericanos.

Este final fue saludado por un largo e inquietante silencio que el moderador rompió al fin, señalando educadamente que aquello, aun siendo terrible, no tenía nada que  ver  con  aquel  acto  académico.  ¿Realmente  no  tenía nada que ver?, me pregunté esa noche frente al edificio de oficinas que había frente a mi hotel. Quizá no, pero es lo único que mi memoria ha logrado salvar de ese viaje.

Fuera de mí.

Estoy lejos de casa por razones de trabajo. Gracias a un  programa  informático  y  a  las  cámaras  que  he  dispuesto en las habitaciones, puedo entrar en ella desde mi portátil. Visitar de este modo clandestino mi propio salón es como penetrar dentro de mi cráneo a espaldas de mí mismo. Mis ideas o mis obsesiones (no es fácil distinguir  las  unas  de  las  otras)  son  mis  muebles,  mis  libros, mi chimenea y los objetos repartidos por aquí o por allá. Quiere  decirse  que  mis  ideas  no  son  mías,  puesto  que toda  la  vivienda  está  equipada  con  muebles  de  Ikea. Nunca había visto con tanta claridad que, más que pensar,  soy  pensado,  y  por  un  empresario  sueco  para  más extrañeza, pues jamás he visitado aquel país. ¡De qué sitios  tan  raros  nos  vienen  las  ideas  que  tomamos  por nuestras!  En  esto,  aparece  una  sombra  y,  enseguida,  el cuerpo que la proyecta. Se trata de una amiga a la que he pedido que vaya de vez en cuando a echar un vistazo y a regar  las  plantas.  Ella  no  sabe  que  me  conecto  desde  la habitación de un hotel, no sabe que la observo. Por alguna razón incomprensible, tras quedarse en bragas y sujetador, recorre el salón manoseando mis libros, mis objetos,  mis  muebles,  mis  ideas  en  fin.  Pero  también  ella, pienso, es una idea mía (quizá una obsesión), yo mismo le facilité las llaves del piso. Sabía que las mujeres se paseaban desnudas por el interior de mi cráneo, pero no de mi  piso.  Compruebo  con  perplejidad  que  tengo  pocas ideas,  y  todas  de  una  pobreza  extrema.  Mi  amiga  no  es sueca, es extremeña, pero encaja bien con los muebles de Ikea. Ahora se ha sentado en el sofá que yo mismo armé con la paciencia del que arma un sistema filosófico y ha encendido  mi  televisión  holandesa  (una  Philips).  Empieza a masturbarse, de modo que salgo a cien por hora de  mi  propio  cráneo  (¿o  era  mi  piso?)  y  me  quedo  en suspenso, como fuera de mí.

Enhebrar la aguja

Una tía mía, cuando algo le resultaba muy complicado, decía que era más difícil que «enhebrar una aguja en un pajar». Yo nunca había visto un pajar, pero le enhebraba todas las agujas a mi madre, ya fuera en el cuarto de estar o en el salón, por lo que no entendía el problema de hacerlo en un pajar.

—¿Cómo son los pajares, mamá?

—De  madera,  imagino,  con  los  techos  muy  altos. Sólo los he visto en las películas. Qué preguntas haces.

—¿Y por qué resulta tan difícil enhebrar una aguja en un pajar?

—¿Quién dice que es difícil?

—La tía Asunción.

—Lo que la tía querrá decir es que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el cielo.

A veces es mejor no preguntar porque las cosas se van complicando  de  forma  progresiva.  ¿Qué  tenían  que  ver los  ricos  y  los  camellos  en  aquella  historia?  La  infancia está  llena  de  imágenes  incomprensibles,  de  asociaciones disparatadas. A partir de aquel día siempre que le enhebraba una aguja a mi madre pensaba en los ricos y en los camellos. Muchas noches soñé con un millonario que intentaba pasar por el ojo de una aguja, mientras un camello llamaba a las puertas del cielo, o viceversa. En aquella época estaba francamente preocupado por el más allá, y no sabía si mi habilidad enhebradora sería un salvoconducto o una dificultad para entrar en la gloria. Una cosa estaba clara: que no era rico ni camello. Lo primero me daba igual. Lo segundo me dolía.

En esas estábamos cuando un día, en el recreo del colegio, se le perdió a alguien una peseta y se puso a llorar. El profesor de física salió a ver qué pasaba y aseguró que dar con aquella peseta iba a ser más difícil que encontrar una  aguja  en  un  pajar.  Me  quedé  espantado,  porque  se trataba de una nueva versión de las agujas y de los pajares. Cuando llegué a casa, interrogué a mi madre:

—¿Es  más  fácil  encontrar  una  aguja  en  un  pajar  o que un rico entre en el cielo?

—No sé, hijo, qué cosas se te ocurren. Me parece que lo  difícil  era  lo  del  camello,  pero  tampoco  estoy  segura.

Entre  tanto,  por  si  no  hubiera  bastantes  agujas  en nuestra vida, de vez en cuando llegaba el practicante y te ponía una inyección.

—¿Qué  haría  usted  si  se  le  perdiera  la  aguja  en  un pajar? —preguntaba yo al practicante.

—Anda, anda, no digas tonterías y bájate los panta­lones.

No conseguí salir de dudas, pues. Y ahora hago como que sí, pero en el fondo todo me sigue pareciendo incomprensible. La vida es difícil, más que enhebrar una aguja en el cielo, o que meter a un camello en un pajar. La vida es dura, sí, sobre todo si uno ha decidido no bajarse los pantalones ni siquiera frente al practicante.

Escribir

13.15. Todos  los  tripulantes  de  los  compartimientos sexto, séptimo y octavo pasaron al noveno. Hay 23 personas  aquí.  Tomamos  esta  decisión  como  consecuencia  del accidente. Ninguno de nosotros puede subir a la superficie. Escribo a ciegas.» Estas palabras, escritas por un oficial del Kursk en un pedazo de papel, tienen la turbadora exactitud que pedimos a un texto literario. El autor está rodeado de bocas  que  exhalan  un  pánico  que  ni  siquiera  nombra.  Él mismo debe de encontrarse al borde de la desesperación, pero no tiene tiempo ni papel para recrearse en la suerte. Ha de hacer, pues, una selección rigurosa de los materiales narrativos, y el resultado es esa obra maestra en la que, sin embargo, sólo cuenta aquello a lo que se puede asignar un número: la hora y la cantidad de hombres. En situaciones extremas, la literatura sale a presión, como por la grieta de una tubería reventada. El documento del oficial del Kursk es bueno porque es necesario. [Se refiere a la tragedia ocurrida en agosto del año 2000, en la que falleció toda la tripulación del submarino nuclear de la Armada de Rusia, K141 Kursk.] Mientras la muerte trepaba por sus piernas, ese hombre se entregó con fría vehemencia a la literatura. Y de qué modo.

Naturalmente,  lo  que  no  dice  ocupa  más  de  lo  que dice, pero lo ausente ha de aportarlo el lector, que es tan responsable de lo que lee como el escritor de lo que escribe. Sería absurdo comenzar una novela afirmando de un frutero que es bípedo. El lector tiene la obligación de saber que los fruteros son bípedos y que están dotados de cuatro extremidades con cinco dedos en cada una de ellas. Sin  estos  sobreentendidos  primordiales,  la  escritura  resultaría imposible.

Lo curioso es que un billete con cuatro líneas aparecido en el bolsillo de un cadáver responda de súbito a la vieja  pregunta  de  para  qué  sirve  la  literatura.  Sirve  para contarlo. Todos aquellos que aspiran a escribir deberían recitar el texto del Kursk como una oración. Ser escritor, al menos cierto tipo de escritor, significa vivir rodeado de pánico percibiendo a tu alrededor bultos que pasan de un compartimiento  a  otro  con  los  calcetines  mojados. Y  tú eres uno de esos bultos: aquel que, por encima o por debajo del miedo, está poseído por la necesidad de contarlo, aunque las posibilidades de que alguien lo lea sean muy escasas. Escribo a ciegas.

El libro

El libro se parece a un agujero negro cuya atracción es tal que absorbe y distorsiona todo lo que sucede cerca de él, incluidos el tiempo y el espacio. De manera que a lo mejor son las ocho de la mañana y tú vas en el autobús a la  oficina,  pero  de  súbito  eres  arrebatado  por  esa  masa gravitatoria llamada libro, que llevabas en la mano o en el bolso, y apareces en un escenario diferente, identificado, por ejemplo, con un individuo que se lava las manos llenas de sangre en la pila de una cocina francesa, mientras en  el  dormitorio  de  esa  misma  casa  ha  empezado  a  enfriarse un cadáver. Y no son las ocho de la mañana, sino las diez de la noche. Y no es primavera, sino invierno. Y tú no eres ese sujeto sin pasado que ahora se baja del autobús, sino este otro que, después de borrar las huellas dactilares de las copas de coñac, se pone un abrigo oscuro y huye escaleras abajo.

Al cerrar la novela cesa la atracción, y es, una vez más, la hora de fichar, así que fichas y entras en la oficina, donde mueves los papeles de un lado a otro o atiendes el teléfono con la eficacia o la pereza de siempre. Has vuelto a tu dimensión, en fin, sin que nadie se diera cuenta de que te habías ido. Si tus compañeros supieran que en lugar de venir de casa, como procede, vienes de una cocina francesa en cuya pila te has lavado las manos llenas de sangre, se quedarían espantados. De hecho, quizá no seas el mismo ahora que antes de haber leído el libro. Por tu sangre discurre  el  argumento  desdichado  o  feliz  que  estaba  en  la novela,  del  mismo  modo  que  los  exploradores  vuelven con malarias de África o de Molokai con lepra.

Hay más libros que playas, y en ellos está contenida la materia oscura que los físicos buscan en las estrellas. Si has leído la novela del individuo que se quita la sangre de las manos, ya siempre serás ese individuo, siempre, sin dejar de ser tú y, lo que es más sorprendente todavía, sin dejar de ser al mismo tiempo el cadáver que comenzaba a enfriarse  cuando  descendiste  del  autobús.  Pura  materia  oscura, pues, invisible, como la conciencia, pero real como tu jefe.

Las moscas

Estos primeros días de septiembre, en el campo, son duros para los insectos: entran las moscas por la ventana, atolondradas, en busca de un poco de calor, y te das cuenta de que ya están tocadas por la muerte. Una de ellas se coloca sobre la pantalla del ordenador, fascinada por sus reflejos  verdosos,  y  sigue  dócilmente  la  trayectoria  del cursor. Las letras van apareciendo a medida que recorre la pantalla, como si fueran producciones de su abdomen. Me hago, pues, la ilusión de que el texto es de ella; quizá sabe que tiene que morir con el frío de una de estas madrugadas de septiembre y quiere contar al universo cómo se soporta una existencia de mierda que por fortuna sólo dura un verano.

Mala época esta para los insectos: ahora entra por la ventana de mi cuarto una avispa con el abdomen desgarrado  por  su  propio  aguijón;  seguramente  lo  ha  metido donde no debía. El aguijón de las avispas está preparado para  atacar  a  animales  de  cuerpo  quebradizo,  de  donde entra y sale con facilidad, pero si pican a un mamífero el arpón  queda  atrapado  entre  sus  carnes  y  al  intentar  sacarlo  se  abren  a  sí  mismas  en  canal.  Tiene  los  segundos contados esta avispa que vuela atropelladamente antes de caer, arrugada, sobre los periódicos del día.

También  ahora,  los  zánganos  de  las  abejas  son  expulsados  a  empujones  de  la  colmena.  Quizá  recuerden, mientras la intemperie los mata, los mediodías dorados por el sol en que fueron el juguete sexual de una reina. Septiembre,  a  menos  que  seas  una  reina  altiva  o  una obrera sumisa, te va a poner un nudo en la garganta, ya verás.  La  mosca  responsable  de  esta  columna  lo  sabía bien: acaba de morir sobre una tecla, de manera que cierro sobre ella, respetuosamente, la tapa de mi ordenador, como si fuera el ataúd que la naturaleza no me da. Buenos días, tristeza.

Números

El Pin del móvil y el Puk del módem, la contraseña de iTunes, el teléfono fijo de mamá, el prefijo de Asturias, la clave de acceso al cajero automático, la matrícula del coche, el número del DNI, la inflación interanual, el producto interior bruto, el diferencial de la deuda, la talla de los  pantalones  y  la  ropa  interior,  las  dimensiones  de  la pena,  los  31  días  de  enero  y  los  28  de  febrero,  tu  cumpleaños,  nuestro  aniversario  y  el  del  fallecimiento  de papá,  el  tiempo  de  cocción  del  huevo  duro  y  la  cadu­cidad del yogur, las cucharadas diarias de jarabe, la can­tidad  de  sal,  el  valor  de  referencia  de  la  urea,  las  pulsa­ciones  por  minuto,  la  temperatura  del  microondas,  las horas de insomnio, la línea 5 del metro y el vía crucis de las  12  estaciones,  los  dígitos  de  la  hipoteca,  el  IVA,  el IRPF,  el  euríbor,  el  tanto  por  ciento  de  descuento,  los puntos de la tarjeta de Iberia, la hora de entrada, la numerología  china,  los  honorarios  del  dentista,  los  dedos de  la  mano,  los  pelos  de  la  cabeza  (pocos),  los  pares  de calcetines, la cuenta del supermercado, el cuentakilómetros, el cuenta revoluciones, el contador del gas, de la luz, las páginas de Anna Karenina, los volúmenes de la enciclopedia  Espasa,  el  limitador  de  velocidad,  los  metros cuadrados construidos y los hábiles, los cuartos de baño, los puntos de luz, el salario bruto y el líquido, los años de cotización,  el  tiempo  de  carencia,  la  tercera  temporada de Mad Men, la cuarta de El ala Oeste de la Casa Blanca, la  quinta  de Los  Soprano,  el  control  del  peso,  el  podó­metro, el metrónomo, los litros de agua consumidos, los goles  del  domingo,  el  porcentaje  de  seguimiento  de  la huelga según los sindicatos, según la policía, según el Gobierno,  la  patronal  o  Dios,  el  décimo  de  Navidad  (que acabe  en  7),  la  indemnización  por  año  trabajado.  Y  la sala 10 del tanatorio, por ejemplo.

Maniobra

Cuando mis padres decidieron separarse, me preguntaron con quién quería irme a vivir, pero yo había cumplido treinta años y me pareció que podía ser el momento de independizarme. Además, no quería hacer daño al no elegido. Así que cada uno se fue por su lado en un curioso estallido familiar que no había estado en los cálculos de ninguno. Yo  cogí  un  apartamento  con  mucho  sol  y  una gran terraza para llevarme las macetas de mamá, que dijo que no quería volver a verlas. Las regaba con el cuidado que le había visto poner a ella, hablándoles a las hojas, y por las noches recorría el piso revisando la llave del gas y los interruptores  de  la  luz  con  la  expresión  concentrada  de mi padre antes de que nos fuéramos a dormir. Todo iba bien hasta que a los pocos meses se presentó papá en casa y tras muchos rodeos me confesó que volvía con mamá. Por lo visto desde la semana siguiente a la separación no habían dejado de verse ni de comer juntos en restaurantes caros a los que no se les había ocurrido llevarme nunca. También iban al cine con frecuencia, y al teatro, y más de un fin de semana se habían escapado a París como dos jóvenes  alocados,  viviendo  un  romance  improcedente  a todas luces. Total, que mientras yo regaba las plantas de ella y cultivaba las manías de él, siempre obsesionado con que a la azalea no le faltaran sus minerales, ni la luz del recibidor  se  quedara  encendida  al  irme  a  la  cama,  ellos llevaban la vida que me correspondía a mí. El mundo al revés.

Me  dio  vergüenza  decir  que  yo  también  quería irme  a  vivir  con  ellos  y  me  he  quedado  más  solo  que  la una. Lo peor es que no puedo dejar de pensar que todo ha sido una maniobra para echarme de casa. Por mi gusto, me casaría, pero no sé cómo se hace. Los geranios están bastante bien, pero la cisterna del retrete pierde agua.

Cuento de Navidad

Un día, por estas fechas, llegó a casa de algún modo inexplicable un jamón. Su presencia produjo en la familia un choque emocional indescriptible. Parecía una pata incorrupta más que un fiambre. Lo colgamos del techo de la despensa y cada poco íbamos a adorarlo en su soledad aromática. Mi madre nos explicaba cómo debía partirse y de qué grosor debían ser las lonchas, asegurando que en las  profundidades  de  aquella  carne  oscura  permanecía enterrado un hueso que serviría para hacer caldo. Pero si le preguntábamos cuándo comenzaríamos a comérnoslo, ella decía indefectiblemente:

—Cuando tengamos un cuchillo de cortar jamón.

No  creáis  que  sirve  cualquiera.  Habíamos  aceptado que aquel cuchillo específico debería aparecer de un modo extraordinario o sobrenatural en nuestras vidas y esperábamos su advenimiento con ansiedad religiosa. Entre tanto, por mi casa pasaban cada tarde amigos del colegio que venían a ver el jamón. Los recuerdo entrando en la vivienda sobrecogidos ya por lo que les habíamos contado, pero cuando abríamos la despensa y aparecía colgado del techo aquel resto porcino cubierto de grasa dorada y melancólica, la gente no llegaba a caer de rodillas, pero casi.

Y cuando mis padres tenían visita, después de haberles dado de merendar un café con galletas revenidas, mi madre se disculpaba por no haberles ofrecido un poco de jamón.

—Es  que  no  tenemos  cuchillo  —añadía  a  modo  de disculpa.

Como quiera que las visitas pusieran un gesto de escepticismo, ella iba a la despensa y volvía con el fiambre en  brazos,  mostrándolo  con  el  mismo  orgullo  que  si  se tratara de un hijo que hubiera terminado empresariales.

A los pocos meses, comenzaron a salirle gusanos de lo más hondo, pues quizá estaba mal curado, y no tuvimos la oportunidad de contemplar el milagro del hueso. En lugar de tirarlo a la basura, lo enterramos en el patio de atrás, como si hubiera fallecido, y hasta hace muy poco, siempre que pasábamos por delante de su tumba, derramábamos unas lágrimas. Felices Pascuas


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