lunes, 11 de mayo de 2020

May Sinclair, donde el fuego nunca se acaba

Según Borges, el mejor cuento que leyó en su vida:

Donde el fuego nunca se acaba

May Sinclair (1863-1946)

En el huerto no había nadie; furtiva, Enriqueta Leigh se deslizó sin hacer ruido por el portón de hierro hacia el campo; Jorge Waring, teniente de la Marina, la esperaba allí.

Muchos años después, siempre que Enriqueta pensaba en Jorge Waring, revivía el aroma a vino de flores de saúco, suave y tibio; y siempre que olía flores de saúco volvía a contemplarlo con su bello y noble rostro como de artista y sus ojos de oscuro azul.

Ayer mismo la había pedido en matrimonio, pero el padre de ella la creía demasiado joven y quería esperar. Ella no había alcanzado aún los diecisiete, y él contaba veinte años, pero ya se creían casi viejos.

Ahora se despedían hasta que tres meses más tarde volviera su navío. Tras unas pocas palabras de promisión, se estrecharon en un largo abrazo, y el suave y tibio olor de vino de flor de saúco se mezclaba en sus besos bajo el árbol.

El reloj de la iglesia de la aldea dio las siete, al otro lado de campos de mostaza silvestre. En la casa sonó un gong.

Se separaron con más rápidos y fervientes besos. Él se apresuró caminando a la estación del tren y ella volvió despacio por la senda, refrenando las lágrimas.

–¡Volverá en tres meses! ¡Puedo vivir aún tres meses más! –se decía.

Pero nunca volvió. Su buque se hundió en el Mediterráneo, y Jorge con él.

Pasaron quince años.

Inquieta esperaba Enriqueta Leigh, sentada en el salón de su casita de Maida Vale, donde habitaba sola desde hacía pocos años tras el fallecimiento de su padre. No alejaba su vista del reloj, esperando las cuatro, la hora que Óscar Wade había fijado; sin embargo, no estaba segura de que viniera, porque lo había rechazado solo un día antes.

Y se preguntaba por qué razones lo recibía hoy, si el rechazo de ayer parecía definitivo y había pensado que no debía verlo nunca más y se lo había dicho bien claro.

Se veía a sí misma erguida en su silla, admirando su propia entereza, mientras él quedaba en pie, cabizbajo, abochornado, vencido; volvía a escucharse repitiendo que no podía y no debía verlo más y no se olvidara de su esposa, Muriel, a quien él no debía abandonar por otro capricho.

A lo que había respondido él, irritado y violento:

–No tengo por qué ocuparme de ella. Todo acabó entre nosotros. Seguimos viviendo juntos solo por el qué dirán.

Y ella, con serena dignidad:

–Y por el qué dirán, Óscar, debemos dejar de vernos. Le ruego que se vaya.

–¿De veras lo dice?

–Sí. No nos veremos nunca más. No debemos.

Y él se había ido cabizbajo, abochornado y vencido, cuadrando sus espaldas para soportar el golpe.

Ella sentía pena por él: había sido dura sin necesidad. Ahora que ella le había trazado el límite ¿no podrían, quizá, seguir siendo amigos? Hasta ayer no estaba claro ese límite, pero hoy quería pedirle que él se olvidara de cuanto le había dicho.

Y llegaron las cuatro, las cuatro y media y las cinco. Ya había acabado con el té y renunciado a esperar más cuando, cerca de las seis, llegó él del mismo modo que había venido una docena de veces ya, con paso medido y cauto, con su porte algo arrogante y sus anchas espaldas alzándose al paso. Era hombre de unos cuarenta años, alto y robusto, de cuello corto y ancha cara cuadrada y rubicunda, en la que parecían chicos sus rasgos, por lo finos y bellos. El corto bigote, pardo rojizo, encrespaba su labio, que sobresalía sensual. Sus ojillos brillaban, de un pardo rojizo, ansiosos y animales.

Cuando no estaba él cerca, Enriqueta gustaba de pensar en él; pero siempre se acobardaba al verlo tan diferente, en lo físico al menos, de su ideal, que seguía siendo su Jorge Waring.

Se sentó frente a ella en un molesto silencio que rompió al fin:

–Bueno; usted me dijo que podía venir, Enriqueta.

Parecía echar sobre ella toda la responsabilidad.

–¡Oh, sí; ya lo he perdonado, Óscar!

Y él dijo que mejor era demostrárselo cenando con él, a lo que ella no supo negarse, y, simplemente, se fueron a un restaurante del Soho.

Óscar comía como un gourmet, dando a cada plato su importancia, y ella gustaba de su liberalidad, ostentosa pero sin la menor mezquindad.

Al fin terminó la cena. El silencio embarazoso de él, su cara encendida, le decían lo que estaba pensando. Pero, de vuelta, juntos, él la había dejado en la puerta del jardín. Lo había pensado mejor.

Ella no estaba segura de si se alegraba o no por ello. Había tenido su momento de exaltación virtuosa, pero no hubo alegría en las semanas siguientes. Había querido dejarlo porque no se sentía atraída, y ahora, después de haber renunciado, por eso mismo lo buscaba.

Cenaron juntos otra y otra vez, hasta que ella se conoció el restaurante de memoria: las blancas paredes con paneles de marcos dorados; las blandas alfombras turcas, azul y punzó; los almohadones de terciopelo carmesí que se prendían a su saya; los destellos de la platería y cristalería en las innúmeras mesitas; y los semblantes de todos los colores, rasgos y expresiones de los clientes; también las luces en sus pantallitas rojas, que teñían el aire denso de tabaco perfumado, como el vino tiñe el agua; y la cara encendida de Óscar, que se encendía más y más con la cena. Siempre, cuando él se echaba atrás con su silla y pensaba, y cuando alzaba los párpados y la miraba fijo, cavilando, ella sabía qué era, aunque no en qué acabaría.

Recordaba a Jorge Waring y toda su propia vida desencantada, sin ilusiones ya. No lo había elegido a Óscar, y en verdad, no lo había estimado antes, pero ahora que él se había impuesto a ella no podía dejarlo ir. Desde que Jorge había muerto, ningún hombre la había amado, ninguno la amaría ya. Y había sentido pena por él, pensando cómo se había retirado, vencido y avergonzado.

Estuvo cierta del final antes que él. Solo que no sabía cómo y cuándo. Eso lo sabía él.

De tiempo en tiempo repitieron las furtivas entrevistas allí, en casa de ella.

Óscar se declaraba estar en el colmo de la dicha. Pero Enriqueta no estaba del todo segura; eso era el amor, lo que nunca había tenido, lo deseado y soñado con ardor. Siempre esperaba algo más, y más allá, algún éxtasis, celeste, supremo, que siempre se anunciaba y nunca llegaba. Algo había en él que la repelía; pero por ser él, no quería admitir que le hallaba un cierto dejo de vulgaridad.

Para justificarse, pensaba en todas sus buenas cualidades, en su generosidad, su fuerza de carácter, su dignidad, su éxito como ingeniero.

Lo hacía hablar de negocios, de su oficina, de su fábrica y máquinas: se hacía prestar los mismos libros que él leía, pero siempre que ella empezaba a hablar, tratando de comprenderlo y acercársele, él no la dejaba, le hacía ver que se salía de su esfera, que toda la conversación que un hombre necesita la tiene con sus amigos los hombres.

En la primera ocasión y pretexto que hubo en asuntos de él, fueron a París por separado.

Por tres días Óscar estuvo loco por ella, y ella por él.

A los seis empezó la reacción. Al final del décimo día, volviendo de Montmartre, estalló ella en un ataque de llanto, y contestó al azar cuando él le inquirió la causa, que el hotel Saint-Pierre era horrible, que le atacaba los nervios y no lo soportaba más. Óscar, con indulgencia, explicó su estado como fatiga subsiguiente a la continua agitación de esos días.

Ella trató con energía de creer que su abatimiento creciente venía de que su amor era mucho más puro y espiritual que el de él; pero sabía perfectamente que había llorado de puro aburrimiento.

Estaba enamorada de él, y él la aburría hasta desesperarla; y para Óscar sucedía más o menos lo mismo. Al final de la segunda semana ella empezó a dudar de si alguna vez, en algún momento, lo había podido amar realmente.

Pero la pasión retornó por corto tiempo en Londres.

En cambio, se les fue despertando el temor al peligro, que en los primeros tiempos del encanto quedaba en segundo término. Después del miedo a ser descubiertos tras una enfermedad de Muriel, la esposa de Óscar, se añadió para Enriqueta el terror de la posibilidad de casarse con él, porque seguía jurando que sus intenciones eran serias y que se casaría con ella en cuanto fuera libre.

Esta idea la asustaba a veces en presencia de Óscar, y entonces él la miraba con expresión extraña, como si adivinara, y ella veía claro que él pensaba en lo mismo y del mismo modo.

Así que la vida de Muriel se hizo preciosa para ambos, después de su enfermedad: era lo que les impedía una unión definitiva. Pero un buen día, después de unas aclaraciones y reproches mutuos, que ambos ya conocían desde mucho antes, vino la ruptura; y la iniciativa fue de él.

Tres años después fue Óscar quien se fue del todo ya, en un ataque de apoplejía, y su muerte fue un inmenso alivio para ella. Sin embargo, en los primeros momentos se decía que así estaría más cerca de él que nunca, olvidando cuán poco había querido estarlo en vida. Y antes de mucho se persuadió de que nunca habían estado realmente juntos. Le parecía cada vez más increíble que ella hubiera podido ligarse a un hombre como Óscar Wade.

Y a los cincuenta y dos años, amiga y ayudante del vicario de Santa María Virgen en Maida Vale, diaconisa de su parroquia, con capa y velo, cruz y rosario, y devota sonrisa, secretaria del Hogar de Jóvenes Caídas, le llegó la culminación de sus largos años de vida religiosa y filantrópica, en la hora de su muerte. Al confesarse por última vez, su mente retrocedió al pasado y encontrose otra vez con Óscar Wade. Caviló algo si debía hablar de él, pero se dio cuenta de que no podría, y de que no era necesario: por veinte años había estado él fuera de su vida y de su mente.

Murió con su mano en la mano del vicario, que la oyó murmurar:

–Esto es la muerte. Creía que sería horrible, y no. Es la dicha; la mayor dicha.

La agonía le arranchó la mano del vicario, y enseguida terminó todo.

Por algunas horas se detuvo ella vacilante en su cuarto, y remirando todo lo tan familiar, lo veía algo extraño y antipático ahora.

El crucifijo y las velas encendidas le recordaban alguna tremenda experiencia, cuyos detalles no alcanzaba a definir; pero que parecían tener una relación con el cuerpo cubierto que yacía en la cama, que ella no asociaba a su persona.

Cuando la enfermera vino y lo descubrió, vio Enriqueta el cadáver de una mujer de edad mediana, y su propio cuerpo vivo era el de una joven de unos treinta y dos años. Su frente no tenía pasado ni futuro, y ningún recuerdo coherente o definido, ninguna idea de lo que iba a ocurrirle. Luego, de repente, el cuarto empezó a dividirse ante su vista, a partirse en zonas y hacer de piso, muebles y cielo raso, que se dislocaban y proyectaban hacia planos diversos, se inclinaban en todo sentido, se cruzaban, se cubrían con una mezcla transparente de perspectivas distintas, como reflejos de exterior en vidrios de interior.

La cama y el cuerpo se deslizaron hacia cualquier parte, hasta perderse de vista. Ella estaba de pie al lado de la puerta, que aún quedaba firme: la abrió y se encontró en una calle, fuera de un edificio grisáceo, con gran torre de alta aguja de pizarra, que reconoció aturdida con su mente: era la iglesia de Santa María Virgen, de Maida Vale, su iglesia, de la que podía oír ahora el zumbido del órgano. Abrió la puerta y entró. Ahora volvía a tiempo y espacio definidos, y recuperaba todos los detalles de la iglesia, en cierto modo permanentes y reales, ajustados a la imagen que tomaba posesión de ella. Sabía para qué había ido allí.

El servicio religioso había terminado, el coro se había retirado y el sacristán apagaba las velas del altar. Ella caminó por la nave central hasta un asiento conocido, cerca del púlpito, y se arrodilló. La puerta de la sacristía se abrió y el reverendo vicario salió de allí en su sotana negra, pasó muy cerca de ella y se detuvo, esperándola: tenía algo que decirle. Ella se levantó y se acercó a él, que no se movió, y parecía seguir esperando, aunque ella se le acercó luego más que nunca, hasta confundir sus rasgos. Entonces se apartó para ver mejor, y se encontró con que miraba la cara de Óscar Wade, que estaba quieto, horriblemente quieto, cortándole el paso.

Ella retrocedió, y las anchas espaldas la siguieron, inclinándose a ella, y sus ojos la envolvían. Abrió ella la boca para gritar, pero no salió sonido alguno; quería huir, pero temía que él se moviera con ella; así quedó, mientras las luces de las naves literales se apagaban una por una, hasta la última. Ahora debía irse, si no, quedaría encerrada con él en esa espantosa oscuridad. Al final consiguió moverse, llegar a tientas, como arrastrándose, cerca de un altar. Cuando miró atrás, Óscar Wade había desparecido.

Entonces recordó que él había muerto. Lo que había visto no era Óscar, pues, sino su fantasma. Había muerto hacía diecisiete años. Ahora se sentía libre de él para siempre.

Salió al atrio de la iglesia, pero no recordaba ya la calle que veía. La acera de su lado era una larga galería cubierta, que limitaban altos pilares de un lado, y brillantes vidrieras de lujosos negocios del otro; iba por los pórticos de la calle Rívoli, en París. Allí estaba el pórtico del hotel Saint-Pierre. Pasó la puerta giratoria de cristales, pasó el vestíbulo gris, de aire denso, que ya conocía bien. Fue derecho a la gran escalera de alfombra gris, subió los innumerables peldaños en espiral alrededor de la jaula que encerraba al ascensor, hasta un conocido rellano, y un largo corredor gris, que alumbraba una opaca ventana al final.

Y entonces, el horror del lugar la asaltó y, como no tenía ningún recuerdo ya de su iglesia y de su Hogar de Jóvenes, no se daba cuenta de que retrocedía en el tiempo. Ahora todo el tiempo y todo el espacio eran lo presente allí.

Recordaba que debía torcer a la izquierda, donde el corredor llegaba a la ventana, y luego ir hasta el final de todos los corredores; pero temía algo que había allí, no sabía bien qué. Tomando por la derecha podría escaparse, lo sabía; pero el corredor terminaba en un muro liso; tuvo que volver a la izquierda, por un laberinto de corredores hasta un pasaje oscuro, secreto y abominable, con paredes manchadas y una puerta de madera torcida al final, con una raya de luz encima. Podía ver ya el número de esa puerta: 107.

Algo había pasado allí, alguna vez, y si ella entraba se repetiría lo mismo. Sintió que Óscar Wade estaba en el cuarto, esperándola tras la puerta cerrada; oyó sus pasos mesurados desde la ventana hasta la puerta.

Ella se volvió horrorizada y corrió, con las rodillas que se le doblaban, hundiéndose, a lo lejos, por larguísimos corredores grises, escaleras abajo, ciega y veloz como animal perseguido, oyendo los pies de él que la seguía hasta que la puerta giratoria de cristales la recibió y la empujó a la calle.

Lo más extraño de su estado era que no tenía tiempo. Muy vagamente recordaba que una vez había habido algo que llamaban tiempo, pero ella ya no sabía qué era. Se daba cuenta de lo que ocurría o estaba por ocurrir, y lo situaba por el lugar que ocupaba, y medía su duración por el espacio que cruzaba mientras ello ocurría. Así que ahora pensaba: “Si pudiera ir hacia atrás hasta el lugar en que eso no había pasado aún. Más atrás aún”.

Ahora iba por un camino blanco, entre campos y colonias envueltas en leve niebla. Llegó al puente de dorso alzado; cruzó el río y vio la vieja casa gris que sobrepasaba el alto muro del jardín. Entró por el gran portón de hierro y se halló en una gran sala de cielo raso bajo, ante la gran cama de su padre. Un cadáver estaba en ella, bajo una sábana blanca, y era el de su padre, que se modelaba claramente. Levantó entonces la sábana, y la cara que vio fue la de Óscar Wade, quieta y suave, con la inocencia del sueño y de la muerte. Con la vista clavada en esa cara, ella, fascinada, con una alegría fría y despiadada: Óscar estaba muerto sin duda ninguna ya. Pero la cara muerta le daba miedo al fin e iba a cubrirla, cuando notó un leve movimiento en el cuerpo. Aterrorizada alzó la sábana y la estiró con toda su fuerza, pero las otras manos empezaron a luchar convulsivas, aparecieron los anchos dedos por los bordes, con más fuerza que los de ella, y de un tirón apartaron la sábana del todo, mostrando los ojos que se abrían, y la boca que se abría, y toda la cara que la miraba con agonía y horror; y luego se irguió el cuerpo y se sentó, con sus ojos clavados en los de ella, y ambos se inmovilizaron un momento, contenidos por mutuo miedo.

De repente se recobró ella, se volvió y corrió fuera del salón, fuera de la casa. Se detuvo en el portón, indecisa hacia dónde huir. Por un lado, el puente y el camino la llevarían a la calle Rívoli y a los lóbregos corredores del hotel; por el otro lado, el camino cruzaba la aldea de su niñez.

¡Ah si pudiera huir más lejos, hacia atrás, fuera del alcance de Óscar, estaría al fin segura! Al lado de su padre, en su lecho de muerte, había sido más joven; pero no lo bastante. Tendría que volver a lugares donde fuera más joven aún, y sabía dónde hallarlos. Cruzó por la aldea, corriendo, pasando el almacén, y la fonda y el correo, y la iglesia, y el cementerio, hasta el portón sur del parque de su niñez.

Todo eso parecía más y más insustancial, se retiraba tras una capa de aire que brillaba sobre ello como vidrio. El paisaje se rajaba, se dislocaba, y flotaba a la deriva, le pasaba cerca, en viaje hacia lo lejos, desvaneciéndose, y en vez del camino real y de los muros del parque, vio una calle de Londres, con sucias fachadas, claras, y en vez del portón sur del parque, la puerta giratoria del restaurante en Soho, la que giró a su paso y la empujó al comedor que se le impuso con la solidez y precisión de su realidad, lleno de conocidos detalles: las blancas paredes con paneles de marcos dorados, las blandas alfombras turcas, los semblantes de los clientes, moviéndose como máquinas, y las luces de pantallitas rojas. Un impulso irresistible la llevó hasta una mesa en un rincón, donde un hombre estaba solo, con su servilleta tapándole el pecho y la mitad de la cara. Se puso ella a mirar, dudosa, la parte superior de esa cara. Cuando la servilleta cayó, era Óscar Wade. Sin poder resistir, se le sentó al lado; él se reclinó tan cerca que ella sintió el calor de su cara encendida y el olor del vino, mientras él le murmuraba:

–Ya sabía que vendrías.

Comieron y bebieron en silencio.

–Es inútil que me huyas así –dijo él.

–Pero todo eso terminó –dijo ella.

–Allí, sí; aquí, no.

–Terminó para siempre.

–No. Debemos empezar otra vez. Y seguir, y seguir.

–¡Ah, no! Cualquier cosa menos eso.

–No hay otra cosa.

–No, no podemos. ¿No recuerdas cómo nos aburríamos?

–¿Que recuerde? ¿Te figuras que yo te tocaría si pudiera evitarlo?… Para eso estamos aquí. Debemos: hay que hacerlo.

–No, no. Me voy ahora mismo.

–No puedes –dijo él–. La puerta está con llave.

–Óscar, ¿por qué la cerraste?

–Siempre fui así. ¿No recuerdas?

Ella volvió a la puerta, y no pudiendo abrirla, la sacudió, la golpeó, frenética.

–Es inútil, Enriqueta. Si ahora consigues salir, tendrás que volver. Lo dilatarás una hora o dos, pero ¿qué es eso en la inmortalidad?

–Habrá tiempo para hablar de la inmortalidad cuando hayamos muerto. ¡Ah!…

Eso pasó. Ella se había ido muy lejos, hacia atrás, en el tiempo, muy atrás, donde Óscar no había estado nunca, y no sabría hallarla, al parque de su niñez. En cuanto pasó el portón sur, su memoria se hizo joven y limpia: flexible y liviana, se deslizaba de prisa sobre el césped, y en sus labios y en todo su cuerpo sentía la dulce agitación de su juventud. El olor de las flores de saúco llegó hasta ella a través del parterre, Jorge Waring estaba esperándola bajo el saúco, y lo había visto. Pero de cerca, el hombre que la esperaba era Óscar Wade.

–Te dije que era inútil querer escapar, Enriqueta. Todos los caminos te retornan a mí. En cada vuelta me encontrarás. Estoy en todos tus recuerdos.

–Mis recuerdos son inocentes. ¿Cómo pudiste tomar el lugar de mi padre y de Jorge Waring? ¿Tú?

–Porque los reemplacé.

–Nunca. Mi cariño por ellos era inocente.

–Tu amor por mí era parte de eso. Crees que lo pasado afecta lo futuro. ¿No se te ocurrió nunca pensar que lo futuro pueda afectar lo pasado?

–Me iré lejos, muy lejos –dijo ella.

–Y esta vez iré contigo –dijo él.

El saúco, el parque y el portón flotaron lejos de ella y se perdieron de vista. Ella iba sola hacia la aldea, pero se daba cuenta de que Óscar Wade la acompañaba detrás de los árboles, al lado del camino, paso a paso, como ella, árbol a árbol. Pronto sintió que pisaba un pavimento gris, y una fila de pilares grises a su derecha y de vidrieras a su izquierda la llevaban, al lado de Óscar Wade, por la calle Rívoli. Ambos tenían los brazos caídos y flojos, y sus cabezas divergían, agachadas.

–Alguna vez ha de acabar esto –dijo ella–. La vida no es eterna: moriremos al fin.

–¿Moriremos? Hemos muerto ya. ¿No sabes qué es esto y dónde estamos? Esta es la muerte, Enriqueta. Somos muertos. Estamos en el infierno.

–Sí. No puede haber nada peor que esto.

–Esto no es lo peor. No estamos plenamente muertos aún, mientras tengamos fuerzas para volvernos y huirnos, mientras podamos ocultarnos en el recuerdo. Pero pronto habremos llegado al más lejano recuerdo, y ya no habrá nada más allá, y no habrá otro recuerdo que este.

–Pero ¿por qué?, ¿por qué? –gritó ella.

–Porque eso es lo único que nos queda.

Ella iba por un jardín entre plantas más altas que ella. Tiró de unos tallos y no podía romperlos. Era una criatura.

Se dijo que ahora estaría segura. Tan lejos había retrocedido que había llegado a ser niña otra vez. Ser inocente sin ningún recuerdo, con la mente en blanco, era estar segura al fin.

Llegó a un jardín de brillante césped, con un estanque circular rodeado de rocalla y flores blancas, amarillas y purpúreas. Peces de oro nadaban en el agua verde oliva. El más viejo, de escamas blancas, se acercaba primero, alzando su hocico, echando burbujas.

Al fondo del jardín había un seto de alheñas cortado por un amplio pasaje. Ella sabía a quién hallaría más allá, en el huerto: su madre, que la alzaría en brazos para que jugara con las duras bolas rojas que eran las manzanas colgando de su árbol. Había ido ya hasta su más lejano recuerdo, no había nada más atrás. En la pared del huerto tenía que haber un portón de hierro que daba a un campo. Pero algo era diferente allí, algo que la asustó. Era una puerta gris en vez del portón de hierro. La empujó y entró al último corredor del hotel Saint-Pierre.

José Manuel Marroquín

José Manuel Marroquín: 

Ahora que los ladros perran,
ahora que los cantos gallan,
ahora que albando la toca
las altas suenas campanan;
y que los rebuznos burran
y que los gorjeos pájaran,
y que los silbos serenan
y que los gruños marranan,
y que la aurorada rosa
los extensos doros campa,
perlando líquidas viertas
cual yo lágrimo derramas
y friando de tirito
si bien el abrasa almada,
vengo a suspirar mis lanzos
ventano de tus debajas.

Tú en tanto duerma tranquiles
en tu camada regala,
ingratándote así burla
de las amas del que te ansia.
¡Oh, ventánate a tu asoma!
¡Oh, persiane un poco la abra!
Y suspire los recibos
que este pobre exhalo amanta.

Ven, endecha las escuchas
en que mi exhala se alma,
que un milicio de musicas
me flauta con su acompaña.
En tinieblo de las medias
de esta madruga oscurada
ven, y haz miradar tus brillas
a fin de angustiar mis calmas.

Esas tus arcas son cejos
con que flechando disparas.
Cupido peche mi hiero
y ante tus postras me planta.
Tus estrellos son dos ojas,
tus rosos son como labias,
tus perles son como dientas,
tu palme como una talla,
tu cisne como el de un cuello,
un garganto tu alabastra,
tus tornos hechos a brazo,
tu reinar como el de un anda.
Y por eso horo a estas vengas
a rejar junto a tus cantas
¡y a suspirar mis exhalos
ventano de tus debajas!

jueves, 7 de mayo de 2020

El gato bajo la lluvia, Hemingway

El gato bajo la lluvia

Ernest Hemingway

Solo dos norteamericanos paraban en el hotel. No conocían a ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes bancos.

Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar.

Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa para regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario.

La dama norteamericana lo observó todo desde la ventana. En el suelo, justo debajo de la ventana, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a los lados de su refugio.

–Voy a buscar a ese gatito –dijo ella.

–Iré yo, si quieres –se ofreció su marido desde la cama.

–No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no mojarse ¡Pobrecito!

El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.

–No te mojes –le advirtió.

La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto.

–Il piove –expresó la norteamericana. El dueño del hotel le resultaba simpático.

–Sí, sí signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.

Cuando la norteamericana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación.

A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos grandes. Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada, sin duda, por el hotelero.

–No debe mojarse –dijo la muchacha en italiano, sonriendo.

Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la norteamericana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad.

–Ha perduto qualque cosa, signora?

–Había un gato aquí –contestó la norteamericana.

–¿Un gato?

–Sí il gatto.

–¿Un gato? –la sirvienta se echó a reír– ¿Un gato bajo la lluvia?

–Sí; se había refugiado en el banco –y después– ¡Oh! ¡Me gustaba tanto! Quería tener un gatito.

Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria.

–Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.

–Me lo imagino –dijo la extranjera.

Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la norteamericana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. El padrone la hacía sentirse muy pequeña y, a la vez, importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama.

–¿Y el gato? –preguntó, abandonando la lectura.

–Se ha ido.

–¿Y donde puede haberse ido? –dijo él, descansando un poco la vista.

La mujer se sentó en la cama.

–¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba ese pobre gatito. No debe resultar agradable ser un pobre minino bajo la lluvia.

George se puso a leer de nuevo.

Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello.

–¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó, volviendo a mirarse de perfil.

George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rapada como la de un muchacho.

–A mí me gusta como está.

–¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho.

George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar.

–¡Caramba! Si estás muy bonita –dijo.

La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya.

–Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara.

–¿Sí? –dijo George.

–Y además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso.

–¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su lectura.

Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras.

–De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un gato.

George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza. Alguien llamó a la puerta.

–Avanti –dijo George, mirando por encima del libro. En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato de color de carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban.

–Con permiso –dijo la muchacha– el padrone me encargó que trajera esto para la signora.

domingo, 27 de octubre de 2019

Elegía de Abul Beka de Ronda a la pérdida de Córdoba, Sevilla y Valencia

Elegía de Abul -Beka, de Ronda, a la pérdida de Córdoba, Sevilla y Valencia. Retraducida de la versión de Adolf Friedrich von Schack por Juan Valera en sextillas de pie quebrado:

Cuanto sube hasta la cima,
desciende pronto abatido
       al profundo;
¡ay de aquel que en algo estima
el bien caduco y mentido
       de este mundo!
En todo terreno ser
solo permanece y dura
       el mudar;
lo que hoy es dicha o placer                 10
será mañana amargura
       y pesar.

Es la vida transitoria
un caminar sin reposo
       al olvido;
plazo breve a toda gloria
tiene el tiempo presuroso
       concedido.
Hasta la fuerte coraza,
que a los aceros se opone                     20
       poderosa,
al cabo se despedaza,
o con la herrumbre se pone
       ruginosa.

Con sus cortes tan lucidas,
del Yemen los claros reyes,
       ¿dónde están?
¿En dónde los Sasanidas,
que dieron tan sabias leyes
       al Irán?                                     30
Los tesoros hacinados
por Karún el orgulloso
       ¿dónde han ido?
De Ad y Temud afamados,
el imperio poderoso,
       ¿do se ha hundido?

El hado, que no se inclina
ni ceja, cual polvo vano
       los barrió,
y en espantosa ruina,                     40
al pueblo y al soberano
       sepultó.
Y los imperios pasaron,
cual una imagen ligera
       en el sueño;
de Cosroes se allanaron
los alcázares, do era
       de Asia dueño.

Desdeñado y sin corona
cayó el soberbio Darío                     50
       muerto en tierra.
¿A quién la muerte perdona?
Del tiempo el andar impío,
       ¿qué no aferra?
De Salomón encumbrado
¿al fin no acabó el poder
       estupendo?
Siempre del seno del hado
bien y mal, pena y placer
       van naciendo.                         60

Mucho infortunio y afán
hay en que caben consuelo
       y esperanza;
mas no el golpe que el Islam
hoy recibe en este suelo
       los alcanza.

España tan conmovida
al golpe rudo se siente
       y al fragor,
que estremece su caída                 70
al Arabia y al Oriente
       con temblor.
El decoro y la grandeza
de mi patria, y su fe pura,
       se eclipsaron;
sus vergeles son malezas,
y su pompa y hermosura
       desnudaron.

Montes de escombro y desiertos,
no ciudades populosas,                     80
       ya se ven;
¿qué es de Valencia y sus huertos?
¿Y Murcia y Játiva hermosas?
       ¿Y Jaén?
¿Qué es de Córdoba en el día,
donde las ciencias hallaban
       noble asiento,
do las artes a porfía
por su gloria se afanaban
       y ornamento?                             90

¿Y Sevilla? ¿Y la ribera
que el Betis fecundo baña
       tan florida?
Cada ciudad de estas era
columna en que estaba España
       sostenida.
Sus columnas por el suelo,
¿cómo España podrá ahora
       firme estar?
Con amante desconsuelo             100
el Islam por ella llora
       sin cesar.

Ya llora al ver sus vergeles
y al ver sus vegas lozanas
       ya marchitas,  
y que afean los infieles,
con cruces y con campanas,
       las mezquitas.
En los mismos almimbares
suele del leño brotar                         110
       tierno llanto.
Los domésticos altares
suspiran para mostrar
       su quebranto.

Nadie viva con descuido,
su infelicidad creyendo
       muy distante;
pues mientras yace dormido
está el destino tremendo
       vigilante.                                 120
Es dulce patria querida
la región apellidar
       do nacemos;
pero, Sevilla perdida,
¿cuál es la patria, el hogar
       que tenemos?

Este infortunio a ser viene
cifra de tanta aflicción
       y horror tanto;
ni fin ni término tiene                     130
el duelo del corazón,
       el quebranto.
Y vosotros, caballeros,
que en los bridones voláis
       tan valientes,             
y cual águilas ligeros,
y entre las armas brilláis
       refulgentes;

que ya lanza poderosa,
agitáis en vuestra mano,                 140
       ya en la obscura
densa nube polvorosa,
cual rayo, el alfanje indiano
       que fulgura;
vosotros, que allende el mar
vivís en dulce reposo,
       con riquezas
que podéis disipar,
y señorío glorioso
       y grandezas;                             150

decidme: los males fieros
que sobre España han caído,
       ¿no os conmueven?
¿Será que los mensajeros
la noticia a vuestro oído
       nunca lleven?
Nos abruman de cadenas;
hartan con sangre su sed
       los cristianos.
¡Doleos de nuestras penas!                160
¡Nuestra cuita socorred
       como hermanos!

El mismo Dios adoráis,
de la misma estirpe y planta
       procedéis;
¿por qué, pues, no despertáis?
¿por qué a vengar la ley santa
       no os movéis?
Los que el imperio feliz
de España, con alta honra                    170
       sustentaron,
al fin la enhiesta cerviz,
al peso de la deshonra,
       doblegaron.

Eran cual reyes ayer,
que de pompa se rodean,
       y son luego
los que en bajo menester,
viles esclavos, se emplean
       sin sosiego.                             180
Llorado hubierais, sin duda,
al verlos entre gemidos
       arrastrar
la férrea cadena ruda,
yendo, para ser vendidos,
       al bazar.

A la madre cariñosa
allí del hijo apartaban
       de su amor;
¡separación horrorosa,                    190
con que el alma traspasan
       de dolor!
Allí doncellas gentiles,
que al andar, perlas y flores
       esparcían,
para faenas serviles
los fieros conquistadores
       ofrecían.

Hoy en lejana región
prueban ellos del esclavo                 200
       la amargura,
que destroza el corazón,
y hiere la mente al cabo
       con locura.
Tristes lágrimas ahora
vierta todo fiel creyente
       del Islam,
¿quién su infortunio no llora
y roto el pecho no siente
       del afán?                                     210


sábado, 31 de agosto de 2019

Itylus, de Algernon. Charles Swinburne

Itylus

Algernon Charles Swinburne

Golondrina, hermana mía, golondrina, 
       ¿cómo puede tu corazón estar henchido de primavera? 
               Mil veranos han terminado y muerto. 
¿Qué has encontrado en la primavera para seguir? 
       ¿Qué has encontrado en tu corazón para cantar? 
               ¿Qué harás, cuando el verano se acabe? 

Oh golondrina, hermana, oh golondrina rauda, 
       ¿por qué volarás tras la primavera al Sur? 
               ¿Está tu corazón en el suave Sur? 
¿No te seguirá el dolor de los viejos tiempos? 
       ¿No se te pegará la canción a la boca? 
               ¿Has olvidado antes de que yo olvide? 

Hermana, hermana mía, oh dulce y fugaz golondrina, 
       tu camino es largo hasta el sol y el Sur; 
               pero yo, cumpliendo el deseo de mi corazón, 
derramo mi canción sobre lo alto y lo hueco 
       del rojo cuerpo y boca dulce y pequeña, 
               alimento el corazón de la noche con fuego. 

Yo, ruiseñor, toda la primavera mediante, 
       oh golondrina, hermana, oh golondrina cambiante, 
               desde la primavera total hasta la nueva, 
vestido con la luz del rocío en la noche, 
       canto, mientras las horas y los pájaros salvajes siguen, 
               emprende el vuelo, y persigue y encuentra el sol. 

Hermana, hermana mía, oh suave golondrina de luz, 
       aunque todo se deleita invitado por la primavera, 
               ¿cómo alegras aún tu corazón? 
porque allá donde vueles no te seguiré 
       hasta que la vida olvide y la muerte recuerde, 
              hasta que lo recuerdes y yo lo olvide. 

Golondrina, hermana mía, oh, golondrina 
       no sé cómo tienes corazón para cantar. 
               ¿Lo tienes? ¿Ya pasó todo?
Tu señor, el verano, es bueno para ir en pos, 
       y justo a los pies de tu amante primavera 
               ¿qué le dirás, empero, a tu primavera amante? 

Oh golondrina, hermana, oh golondrina fugaz, 
       mi corazón en mí es brasa fundida 
               y sobre mi cabeza las olas han chocado. 
Pero te demorarías o yo te seguiría 
       yo podría olvidar o recordar 
               ¿tú podrías recordar y yo olvidar? 

Oh dulce hermana callejera, oh golondrina cambiante, 
       la división del corazón nos divide. 
               Tu corazón es ligero como hoja de árbol; 
pero el mío parte entre huecos de golfo marino 
       al lugar del asesinato de Itylus, 
               a la fiesta de Daulis, en el mar de Tracia. 

Oh golondrina, hermana, oh golondrina rápida, 
       te ruego que cantes no poco trecho. 
               ¿No están mojados techumbres y dinteles? 
La trama tejida que era fácil seguir, 
       el muerto cuerpecillo, la faz floreciente, 
               ¿puedo recordarlos si te olvidas? 

¡Oh hermana, hermana, tu primogénito! 
       Las manos que se aferran y los pies que siguen, 
               la voz de sangre del niño que todavía llora 
¿quién me ha recordado? Quien ha olvidado.
       Te has olvidado, oh golondrina de verano; 
               pero el mundo terminará cuando lo olvide. 

Itylus

BY ALGERNON CHARLES SWINBURNE

Swallow, my sister, O sister swallow, 
       How can thine heart be full of the spring? 
               A thousand summers are over and dead. 
What hast thou found in the spring to follow? 
       What hast thou found in thine heart to sing? 
               What wilt thou do when the summer is shed? 

O swallow, sister, O fair swift swallow, 
       Why wilt thou fly after spring to the south, 
               The soft south whither thine heart is set? 
Shall not the grief of the old time follow? 
       Shall not the song thereof cleave to thy mouth? 
               Hast thou forgotten ere I forget? 

Sister, my sister, O fleet sweet swallow, 
       Thy way is long to the sun and the south; 
               But I, fulfilled of my heart's desire, 
Shedding my song upon height, upon hollow, 
       From tawny body and sweet small mouth 
               Feed the heart of the night with fire. 

I the nightingale all spring through, 
       O swallow, sister, O changing swallow, 
               All spring through till the spring be done, 
Clothed with the light of the night on the dew, 
       Sing, while the hours and the wild birds follow, 
               Take flight and follow and find the sun. 

Sister, my sister, O soft light swallow, 
       Though all things feast in the spring's guest-chamber, 
               How hast thou heart to be glad thereof yet? 
For where thou fliest I shall not follow, 
       Till life forget and death remember, 
               Till thou remember and I forget. 

Swallow, my sister, O singing swallow, 
       I know not how thou hast heart to sing. 
               Hast thou the heart? is it all past over? 
Thy lord the summer is good to follow, 
       And fair the feet of thy lover the spring: 
               But what wilt thou say to the spring thy lover? 

O swallow, sister, O fleeting swallow, 
       My heart in me is a molten ember 
               And over my head the waves have met. 
But thou wouldst tarry or I would follow, 
       Could I forget or thou remember, 
               Couldst thou remember and I forget. 

O sweet stray sister, O shifting swallow, 
       The heart's division divideth us. 
               Thy heart is light as a leaf of a tree; 
But mine goes forth among sea-gulfs hollow 
       To the place of the slaying of Itylus, 
               The feast of Daulis, the Thracian Sea. 

O swallow, sister, O rapid swallow, 
       I pray thee sing not a little space. 
               Are not the roofs and the lintels wet? 
The woven web that was plain to follow, 
       The small slain body, the flowerlike face, 
               Can I remember if thou forget? 

O sister, sister, thy first-begotten! 
       The hands that cling and the feet that follow, 
               The voice of the child's blood crying yet 
Who hath remembered me? who hath forgotten? 
       Thou hast forgotten, O summer swallow, 
               But the world shall end when I forget. 


viernes, 9 de agosto de 2019

Dulce et decorum est, de Wilfred Owen. Poesía de la I Guerra Mundial

I

Dulce et decorum est

Doblados como viejos mendigos bajo fardos,
entrechocando las rodillas y tosiendo como viejas,
maldecimos a través del lodo
hasta darle la espalda a las condenadas bengalas
y empezar a arrastrarnos a un descanso inalcanzable.
Los hombres marchaban dormidos. Muchos ya sin botas
cojeaban calzados de sangre. Todos patéticos, ciegos todos,
bebidos por el cansancio, sordos incluso a los silbidos
de proyectiles decepcionados que caían más atrás.
¡Gas! ¡Gas! ¡De prisa, chicos! En un éxtasis de torpeza
nos calamos zafias máscaras justo a tiempo;
pero alguno seguía pidiendo ayuda a gritos, tropezando
indeciso, como un hombre ardiendo en llamas o cal viva.
Borroso tras los vidrios empañados de la máscara
y a través de aquella verde luz espesa,
como hundido en un mar verde, lo vi ahogarse.
En todos mis sueños, ante mi vista indefensa,
se abalanza sobre mí, se atraganta, se ahoga, se apaga.
Si en algún sueño asfixiante también pudieras seguir a pie
la carreta donde lo arrojamos
y ver cómo retorcía los ojos blancos en su cara,
una cara colgante, como un diablo harto de pecado;
si pudieras oír, a cada tumbo, la espuma de sangre vomitada por pulmones podridos,
obscena como el cáncer, amarga como pus
de llagas viles e incurables en lenguas inocentes,
amigo, no contarías con tanto entusiasmo
a los niños que arden ansiosos de gloria
la vieja mentira: Dulce et decorum est
pro patria mori.​

II

Himno para una juventud condenada

¿Qué fugaces campanas hay para el ganado que va a morir?
Solo la monstruosa ira de las armas,
solo el traqueteo rápido de los rifles tartamudos
poder puede puntuar sus preces presurosas,
no hay para ellos burlas de oraciones y campanas,
ni voz alguna de duelo salvo los coros,
los estridentes y dementes coros de los obuses que gimen;
y las cornetas llamantes desde tristes condados.

¿Qué velas se pueden sostener para desearles buena ventura?
No en las manos de estos muchachos, sino en sus ojos
brillará la lumbre santa del adiós,
la palidez de las frentes de las muchachas será su mortaja;
sus flores, la ternura de las mentes silenciosas
y el lento bajar de una persiana al crepúsculo.

Ozymandias, Percy Bysse Shelley

A un viajero vi, de una tierra remota.
Me dijo: hay dos piernas en el desierto,
de piedra y sin tronco. A su lado cierto
rostro en la arena yace: la faz rota,
sus labios, su frío gesto tirano,
nos dicen que el escultor ha podido
salvar la pasión, que ha sobrevivido
al que pudo tallarlo con su mano.
Algo ha sido escrito en el pedestal:
"Soy Ozymandias, el gran rey. ¡Mirad
Mi obra, poderosos! ¡Desesperad!"
La ruina es de un naufragio colosal.
A su lado, infinita y legendaria,
solo queda la arena solitaria.


(Traducción de Fernando G. Toledo).

Traducción más literal al español

Conocí a un viajero de una tierra antigua
quien dijo: «dos enormes piernas pétreas, sin su tronco
se yerguen en el desierto. A su lado, en la arena,
semihundido, yace un rostro hecho pedazos, cuyo ceño
y mueca en la boca, y desdén de frío dominio,
cuentan que su escultor comprendió bien esas pasiones
las cuales aún sobreviven, grabadas en estos inertes objetos,
a las manos que las tallaron y al corazón que las alimentó.
Y en el pedestal se leen estas palabras:
"Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:
¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!"
Nada queda a su lado. Alrededor de la decadencia
de estas colosales ruinas, infinitas y desnudas
se extienden, a lo lejos, las solitarias y llanas arenas»


"OZYMANDIAS" (VERSIÓN ORIGINAL EN INGLÉS):

I met a traveller from an antique land
Who said:—Two vast and trunkless legs of stone
Stand in the desert. Near them on the sand,
Half sunk, a shatter'd visage lies, whose frown
And wrinkled lip and sneer of cold command
Tell that its sculptor well those passions read
Which yet survive, stamp'd on these lifeless things,
The hand that mock'd them and the heart that fed.
And on the pedestal these words appear:
"My name is Ozymandias, king of kings:
Look on my works, ye mighty, and despair!"
Nothing beside remains: round the decay
Of that colossal wreck, boundless and bare,
The lone and level sands stretch far away.

martes, 25 de septiembre de 2018

A Geroncio, de Leandro Fernández de Moratín

Cosas pretenden de mí / bien opuestas, en verdad, / mi médico, mis amigos / y los que me quieren mal. / Dice el doctor: "Señor mío, / si usted ha de pelechar, / conviene mudar de vida, / que la que lleva es fatal. / Débiles los nervios, débil / estómago y vientre está: / ¿pues qué piensa que resulte / de tanta debilidad? / Si come, no hay digestión; / si ayuna, crece su mal; / a la obstrucción sigue el flato / y, al tiritón, el sudar. / ¡Vida nueva, que si en esta / dura dos meses, no más, / las seis facultades juntas / no le han de saber curar. / No traduzca, no interprete, / no escriba versos jamás; / frailes y musas le tienen / hecho un trasgo de hospital: / y esos papeles y libros, / que tan mal humor le dan, / ¡tírelos al pozo y vayan / Plauto y Moreto detrás! / Salga de Madrid, no esté / metido en su mechinal, / ni espere a que le derrita / el ardor canicular: / la distracción, la alegría / rústica le curarán; / mucho burro, muchos baños / y mucho no trabajar". / 

En tanto que esta sentencia / fulmina la facultad, / mis amigos me las mullen / en junta particular. / Dicen: "¡Oh, si Moratín / no fuese tan haragán, / si de su modorra eterna / quisiera resucitar...! / Él ha sabido adquirir / la estimación general, / aplauso y envidia excita / cuanto llega a publicar. / Le murmuran; pero nadie / camina por donde él va: / nadie acierta con aquella / difícil facilidad; / y, si él quisiera escribir / tres cuadernillos, no más, / la caterva de pedantes / ¿adónde fuera a parar? / ¿Qué se hiciera tanto insulso / compilador ganapán / que de francés en gabacho / traducen el pliego a real? / ¿Tanto hablador, que a su arbitrio / méritos rebaja y da, / tiranizando las tiendas / de Pérez y Mayoral? / No señor: quien ha tenido / la culpa de este desmán, / si escuchara un buen consejo, / lo pudiera remediar. / Tomasen la providencia / de meterle en un zaguán / con su candil, su tintero, / pluma y papel, y cerrar. / Allí, con ración escasa / de queso, agua fresca y pan, / escribiese cada día / lo que fuera regular. / ¿Emporcaste un pliego? ¡Lindo! / Almuerza y vuelve al telar: / come, si llenaste cuatro, / cena, si acabase ya. / ¿Quieres tocino? Veamos / si está corregido el plan. / ¿Quieres pesetas? Pues daca / el drama sentimental. / Por cada escena, dos duros / y un panecillo te dan; / por cada pequeña pieza / un vale dinero y más. / Y de este modo, en un año, / pudiéramos aumentar / de los cómicos hambrientos / el exprimido caudal". / Esto dicen mis amigos / (reniego de su amistad). / Mi suegro, si le tuviera, / no dijera cosa igual. / Esto dicen, y en un corro, / siete varas más allá, / Don Mauricio, Don Senén, / Don Cristóbal, Don Beltrán / y otros quince literatos / que infestan la capital; / presumidos, ya se entiende, / doctos a no poder más. / Dicen: "Moratín cayó, / bien le pueden olear, / no chista ni se rebulle, / ya nos ha dejado en paz. / Su'' Baron ''no vale nada: / no hay enredo allí ni sal / ni caracteres ni versos / ni lenguaje, ni..." "Es verdad": / dice Don Tiburcio: "Ayer / me aseguró Don Cleofás / en casa de la condesa / viuda de Madagascar / que es traducción muy mal hecha / de un drama antiguo alemán..." / -"Sí, ¡traducción!, ¡traducción!", / chillan todos a la par, / !¡traducción...! Pues él, ¿por dónde / ha de saber inventar? / No, señor, es traducción. / ¡Si él no tiene habilidad, / si él no sabe, si él no ha sido / de nuestro corro jamás! / ¡Si nunca nos ha traído / sus piezas a examinar! / ¿Qué ha de saber?". "-¡Pobre diablo!" / exclama Don Bonifaz: / "Si yo quisiera decir / lo que... pero, bueno está". / "-¡Oiga!, ¿pues qué ha sido? ¡Vaya, / díganos usted!". "-No tal, / no. Yo le estimo, y no quiero / que por mí le falte el pan. / Yo soy muy sensible: soy / filósofo, y tengo ya / escritos catorce tomos / que tratan de humanidad, / beneficencia, suaves / vínculos de afecto y paz; / todo almíbares, y todo / deliquios de amor social; / pero... es cierto que... Si ustedes... / me prometieran callar, / yo les contara..." "-¡Sí, diga / usted, nadie lo sabrá: / diga usted!". "-Pues bien, el caso / es que ese cisne inmortal, / ese dramático insigne, / ni es autor, ni lo será, / no sabe escribir, no sabe / siquiera deletrear: / imprime lo que no es suyo, / todo es hurtado, y..." "-¿Qué más?" / "-Sus comedias celebradas, / que tanta guerra nos dan, / son obra de un religioso / de aquí de la Soledad. / Dióselas para leerlas, / (nunca el fraile hiciera tal) / no se las quiso volver, / muriose el fraile, y andar... / Digo, ¿me explico?". "-En efecto", / grita la turba mordaz, / "¡son del fraile! Ratería, / hurto, robo, claro está". / Geroncio, mira si puede / haber confusión igual: / ni sé qué hacer, ni confío, / en lo que hiciere, acertar. / Si he de seguir los consejos / que mi curador me da, / si he de vivir, no conviene / que pida a mis nervios más. / ¡Confundir a tanto necio / vocinglero pertinaz, / que en la cartilla del gusto / no pasó del'' cristus ''a / componer obras que piden / estudio, tranquilidad, / robustez y el corazón / libre de todo pesar, / no es empresa para mí! / Tú, Geroncio, tú me das / consejo. ¿Cómo supiste / imponer, aturrullar / y adquirir fama de docto / sin hacer nada jamás? / Tú, maldito de las Musas, / que, lleno de gravedad, / de todo lo que no entiendes / te pones a disertar... / ¿Cómo, sin abrir un libro, / por esas calles te vas / haciéndote el corifeo / de los grajos del lugar? / Y con ellos tragas, brindas / y engordas como un bajá / y duermes tranquilo, y nadie / sospecha tu necedad. / Dime si podré adquirir / ese don particular, / dame una lección siquiera / de impostor y charlatán / y verás cómo al instante / hago con todos la paz / y olvido lo que aprendí / para lucir y medrar'. (L. F. de Moratín, "A Geroncio")