Chrétien y Víctor Hugues salieron en una de las primeras barcas —acaso por demostrar al ejército que, en hora de acción, eran tan arrojados como los militares. Cuando las tropas estuvieron en tierra, se oyeron algunos disparos, seguidos de un corto intercambio de descargas, que se fueron diluyendo en la distancia. Cayó la noche y el silencio se hizo en las naves, donde quedaban tropas de la marina con dos compañías de Cazadores de los Pirineos, dejadas al mando del capitán De Leyssegues. Y transcurrieron tres días durante los cuales nada ocurrió, nada se oyó, nada se supo. Para burlar su angustia. Esteban se entretenía en pescar, en compañía de los tipógrafos, forzosamente inactivos en tales momentos. Tanto espacio libre había ahora a bordo de los barcos, con la partida del grueso del ejército, que las cubiertas hacían pensar en el escenario de un teatro, luego de que ha terminado una función de gran espectáculo. Ahí colgaban cabos sueltos, yacían fardos abandonados, quedaban cajas vacías. Se podía transitar a gusto, dormitar a la sombra de las lonas, llevar la escudilla de sopa a donde mejor se quisiera, espulgarse al aire libre —jugar a las cartas con la mirada siempre llevada al horizonte, entre dos envites, en previsión de que a lo lejos se dibujara el velamen de un bastimento enemigo. Aquello hubiera tenido un aspecto de felices vacaciones en islas de Barlovento, si la ausencia de noticias no desazonara a tantos ánimos. Inútil era interrogar el paisaje de la costa. Allí no pasaba nada. Sacaba un niño almejas de la arena; retozaban algunos perros con el agua por las tetas; pasaba una familia de negros, como en mudanza perpetua, cargando con enormes bultos en las cabezas... Empezaban algunos a suponer lo peor cuando, en la madrugada del cuarto día, una estafeta abordó a la Thétis, trayendo orden de llevar la flota a Pointe-à-Pitre. El Ejército de la República era victorioso. Después de una escaramuza, tenida a poco de desembarcar, los franceses habían avanzado cautelosamente, sin hallar la resistencia esperada. Víctor Hugues atribuía el repliegue constante de las tropas inglesas al terror de los colonos monárquicos ante quienes embestían sus inmundas banderas blancas con las banderas republicanas. Más animosos, los tripulantes de los buques mercantes, sorprendidos en el puerto, habían organizado la resistencia en el fuerte Fleur d’Epée, tras de dieciséis piezas de artillería. La noche anterior, Cartier y Rouger habían subido al asalto de ese reducto defendido por novecientos hombres, tomándolo por sorpresa, al arma blanca. Chrétien, por dar el ejemplo con harta bizarría, había caído de cara al enemigo. Los ingleses, desmoralizados por esa victoria, estaban atrincherados ahora en la Basse-Terre, tras de la Rivière Salée —minúsculo paso de agua, invadido por los mangles, que, pese a su delgadez, dividía la Guadalupe en dos comarcas distintas. Víctor Hugues se hallaba en la Pointe-à-Pitre desde medianoche, instalando su gobierno. Ochenta y siete barcos mercantes abandonados en el puerto habían pasado a poder de los franceses. Los almacenes estaban repletos de mercancías. La escuadra era esperada allá con urgencia... Comenzaron las maniobras, mientras las chalupas de transporte regresaban a sus naves. Una enorme alegría, alegría de fondo, casi visceral, movía a los hombres de las cofas a las bodegas, trepando, corriendo, empujando el espeque, izando, desenrollando, enrollando, arrumbando. La victoria era buena. Pero, además, esta noche habría vinos y perniles frescos, hincados con dientes de ajo, mucho vino, y buey con zanahorias nuevas; habría muchísimo vino y ron del mejor, café del que mancha la taza, y acaso mujeres, de las rojizas, de las cobrizas, de las pálidas, de las oscuras —de las que llevan calzado de tacón alto bajo el encaje de las enaguas; de las que huelen a frangipana, agua de azahar, vetiver, y, más que nada, a hembra. Y con cantos y gritos, vítores a la República, levantados en los muelles y coreados en las naves, entró la escuadra en el puerto de la ciudad, aquel día de Pradial del Año II, llevando la guillotina, erguida en la proa de la Pique, bien bruñida como objeto nuevo —bien desenfundada para que la vieran bien y la conocieran todos. Víctor y De Leyssegues se abrazaron. Y juntos fueron al antiguo edificio del Senescalado —donde el Comisario procedía a la instalación de sus despachos y oficinas— para inclinarse ante el cuerpo de Chrétien, tendido con banda y escarapela, sobre un túmulo negro florecido de claveles rojos, nardos blancos y embelesos azules. Esteban fue despachado a la Albóndiga del Comercio Extranjero. Hoy empezaría a desempeñar su cabal empleo, abriendo un Registro de Presas, a la vista de los buques dejados por el enemigo. En todas partes se ostentaban los carteles donde se proclamaba la abolición de la esclavitud. Los patriotas encarcelados por los «Grandes Blancos» eran puestos en libertad. Una multitud abigarrada y jubilosa vagaba por las calles, aclamando a los recién llegados. Para mayor regocijo se supo que el General Dundas, gobernador británico en la Guadalupe, había muerto en Basse-Terre, la víspera del desembarco francés. La suerte era propicia al ejército de la República. Mas, la bambochada marinera que todos se prometían para aquella tarde quedó en apetencia: el Capitán De Leyssegues dio comienzo, poco después del mediodía, a las obras de fortificación y defensa del puerto, hundiendo varias naves viejas en la barra, para vedar su entrada, y colocando cañones en los muelles, con las bocas apuntadas hacia el mar... Pero, cuatro días después, la suerte se volteó repentinamente. Una batería emplazada en el Morne Saint-Jean, más allá de la Rivière Salée, inició el bombardeo sistemático de la Pointe-à-Pitre. El Almirante Jarvis, luego de haber desembarcado sus tropas en el Gozier, ponía asedio a la ciudad... El terror se apoderó de la población, bajo los proyectiles caídos del cielo que a todas horas martilleaban al azar, hundiendo techos, atravesando pisos, haciendo volar los tejados en aludes de barro rojo, rebotando en la mampostería, el pavimento de las calles, los cipos esquineros, antes de rodar con fragores de trueno hacia algo derribable —una columna, una baranda, un hombre atontado por la velocidad de lo que se le venía encima. Un olor de cal vieja, reseca, cineraria, envolvía la ciudad en una atmósfera de demolición, secando las gargantas, encendiendo los ojos. Una bala, topando con una muralla de cantería, saltaba a las casas de madera, se arrojaba escaleras abajo, yendo a dar a un aparador lleno de botellas, a los escaparates de una locería, a una bodega donde su trayectoria terminaba en un revuelo de duelas rotas, sobre el cuerpo destrozado de una parturienta. Despedida por un impacto, una campana había caído con tan tremendo alarido del bronce, que hasta los cañoneros enemigos se enteraron del caso. Mal resguardo contra el hierro era el de ese reino de persianas, mamparas, balcones ligeros, romanillas, barrotes de madera, emparrados y listones, donde todo estaba hecho para aprovechar el menor aliento de la brisa. Cada disparo resultaba un mazazo en jaula de mimbre, dejando cadáveres debajo de la mesa de nogal donde una familia hubiera buscado algún amparo. Pronto se conoció otra espantosa novedad: una batería con hornos, instalada en el Morne Savon, bombardeaba la población con balas calentadas al rojo vivo. Lo que quedaba en pie empezó a arder. A la cal sucedió el fuego. No acababa de dominarse un incendio cuando otro se prendía, más allá, en la tienda de paños, en el aserradero, en el depósito del ron que, prendido a su vez, arrojaba a las calles un lento derrame de llamas azules que las aceras llevaban hacia cualquier pendiente próxima. Como muchas casas pobres tenían techos de hojas y fibras trenzadas, un solo proyectil al rojo bastaba para acabar con una manzana entera. Para colmo, la falta de agua obligaba a combatir los incendios con el hacha, la sierra y el machete. A la destrucción caída del cielo, se añadía la consciente destrucción llevada por niños, mujeres y ancianos. Un humo negro, denso, sacado de abajo, de donde arden muchas cosas viejas y sucias, ponía penumbras repentinas, en pleno mediodía, sobre la ciudad supliciada. Y aquello, que era intolerable, imposible de soportar durante una hora, se prolongaba día y noche, en un estruendo perpetuo, donde el derrumbe se confundía con el grito, el crepitar de las fogaradas con el trueno a ras del suelo de lo que rodaba, topaba, rebotaba, pegando como ariete. Se vivía en el desastre y aunque su paroxismo pareciera alcanzado, el desastre se agrandaba de noticia en noticia. Tres intentos de acallar las mortíferas baterías habían fracasado. El General Cartier, extenuado por el insomnio, la fatiga y la poca costumbre del clima, acababa de morir. El General Rouger, alcanzado por un proyectil, agonizaba, en una sala del edificio transformado en hospital militar. Habían reaparecido unos Frailes Dominicos misteriosos, soterrados, salidos de sus escondites, que, de pronto, se erguían en las cabeceras de los enfermos con una pócima o una tisana en la mano. En tales momentos nadie reparaba en sus hábitos, aceptándose el cuidado y el alivio inmediato, pronto seguidos de una reaparición de Crucifijos y Santos Óleos. Ese contrabando de la fe se insinuaba donde más gangrenas y heridas hubiera, no faltando quien reclamara los sacramentos, arrojando la escarapela, al sentir la proximidad de la muerte... A los innumerables tormentos se añadía ahora el de la sed. Como algunos cadáveres habían caído en los algibes, era imposible beber aquella agua envenenada. Los soldados hacían hervir el agua de mar preparando un café salobre que luego endulzaban con enormes cantidades de azúcar, añadiéndole algún alcohol. Los aguadores, que siempre habían abastecido la población con sus barricas llevadas en botes y en carros, no podían alcanzar los riachuelos cercanos a causa del tiro enemigo. Las ratas pululaban en las calles, corriendo en medio de los escombros, invadiéndolo todo, y como si esa plaga fuese poco, unos alacranes grises surgían de las maderas viejas, hincando el dardo donde mejor pudiese hincar. Varios barcos, en el puerto, estaban reducidos a errantes montones de tablas calcinadas. La Thétis, acaso herida de muerte, se escoraba en un panorama de mástiles rotos, de cuadernas dejadas en el hueso. Al vigésimo día del asedio apareció el Cólico Miserere. Las gentes se vaciaban en horas, largando la vida por los intestinos. En la imposibilidad de darles un cristiano sepelio, se enterraban los cuerpos donde fuera posible, al pie de un árbol, en un agujero cualquiera, al lado de las letrinas. Cayendo sobre el Cementerio Viejo, las balas habían sacado huesos a la luz, dispersándolos entre lápidas hundidas y cruces arrancadas. Víctor Hugues, seguido de los últimos jefes militares que le quedaban y de sus mejores tropas, se había atrincherado en el Morne du Gouvernement, eminencia que dominaba la ciudad y, enclavada en su perímetro, ofrecía el resguardo de una iglesia de cantería... Esteban, anonadado, estupefacto, incapaz de pensar en nada en medio del cataclismo que duraba desde hacía casi cuatro semanas, pasaba el tiempo acostado dentro de una suerte de guarida, de fosa horizontal, que se había cavado entre los sacos de azúcar que llenaban el almacén portuario donde, estando en labor de inventario, lo había sorprendido el bombardeo. Frente a él, siguiendo su ejemplo, los Loeuillet, padre e hijo, se resguardaban en una caverna entre sacos, más ancha, donde habían metido una parte del material de su imprenta —las cajas de tipos, sobre todo, que eran lo más irremplazable en esta tierra. No padecían de sed, ya que varios toneles de vino estaban guardados en aquel lugar, y, unas veces por refrescarse, otras por miedo, otras por beber, vaciaban jarros de aquel líquido tibio, que se iba agriando cada vez más, poniendo costras moradas en sus labios. Loeuillet, el viejo, hijo de camisardo, no se había ocultado, en tales momentos de miseria, de sacar la Biblia familiar, que traía escondida en una caja de papel. Cuando las balas pegaban cerca, envalentonado por lo mucho bebido, clamaba, desde las honduras de su antro, algún versículo del Apocalipsis. Y nada se concertaba mejor con la realidad que aquellas frases sacadas del delirio profetice por la mano de Juan el Teólogo: «Y el primer Ángel tomó la trompeta, y fue hecho granizo y fuego, mezclado con sangre, y fueron arrojados a la tierra, y la tercera parte de los árboles fue quemada y quemóse toda la yerba verde.» «Tanta impiedad —gimoteaba el tipógrafo— nos ha llevado al Fin de los Tiempos.» Las baterías de Jarvis se le identificaban, en aquellos momentos con las iras ejemplares de los Viejos Grandes Dioses.
Alejo Carpentier, El Siglo de las Luces
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