Las Antillas constituían un archipiélago maravilloso, donde se encontraban las cosas más raras: áncoras enormes abandonadas en playas solitarias; casas atadas a la roca por cadenas de hierro, para que los ciclones no las arrastraran hasta el mar; un vasto cementerio sefardita en Curazao; islas habitadas por mujeres que permanecían solas durante meses y años, mientras los hombres trabajaban en el Continente; galeones hundidos, árboles petrificados, peces inimaginables; y, en la Barbados, la sepultura de un nieto de Constantino XI, último emperador de Bizancio, cuyo fantasma se aparecía, en las noches ventosas, a los caminantes solitarios... De pronto Sofía preguntó al, visitante, con gran seriedad, si había visto sirenas en los mares tropicales. Y, antes de que el forastero contestara, la joven le mostró una página de Las delicias de Holanda, viejísimo libro donde se contaba que alguna vez después de una tormenta que había roto los diques de West-Frise, apareció una mujer, marina, medio enterrada en el lodo. Llevada a Harlem, la vistieron y la enseñaron a hilar. Pero vivió durante varios años sin aprender el idioma, conservando siempre un instinto que la llevaba hacia el agua. Su llanto era como la queja de una persona moribunda... Nada desconcertado por la noticia, el visitante habló de una sirena hallada, años antes, en el Maroní. La había descrito un Mayor Archicombie, militar muy estimado, en un informe elevado a la Academia de Ciencias de París: «Un mayor inglés no puede equivocarse», añadió, con casi engorrosa seriedad. Carlos, advirtiendo que el visitante acababa de ganar algunos puntos en la estimación de Sofía, hizo regresar la conversación al tema de los viajes. Pero sólo faltaba hablar de Basse-Terre, en la Guadalupe, con sus fuentes de aguas vivas y sus casas que evocaban las de Rochefort y La Rochela —¿no conocían los jóvenes Rochefort ni La Rochela?—. «Eso debe ser un horror —dijo Sofía—: Por fuerza nos detendremos unas horas en tales sitios cuando vayamos a París. Mejor háblenos de París, que usted, sin duda, conoce palmo a palmo.» El forastero la miró de reojo y, sin responder, narró cómo había ido de la Pointe-à-Pitre a Santo Domingo con el objeto de abrir un comercio, estableciéndose finalmente en Port-au-Prince, donde tenía un próspero almacén: un almacén con muchas mercancías, pieles, salazones («¡Qué espanto!», exclamó Sofía), barricas, especias —«más o menos comme le vótre», subrayó el francés arrojándose el pulgar por sobre el hombro, hacia la pared medianera, con gesto que la joven consideró como el colmo de la insolencia: «Este no lo atendemos nosotros», observó. «No sería trabajo fácil ni descansado», replicó el otro, pasando en seguida a contar que venía de Boston, centro de grandes negocios, magnífico para conseguir harina de trigo a mejor precio que el de Europa. Esperaba ahora un gran cargamento, del que vendería una parte en la plaza, mandando el resto a Port-au-Prince. Carlos estaba por despedir cortésmente a aquel intruso que, después del interesante introito autobiográfico, derivaba hacia el odiado tema de las compra-ventas, cuando el otro, levantándose de la butaca como si en casa propia estuviera, fue hacia los libros amontonados en un rincón. Sacaba un tomo, manifestando enfáticamente su contento cuando el nombre de su autor podía relacionarse con alguna teoría avanzada en materia de política o religión: «Veo que están ustedes muy au courant», decía ablandando la resistencia de los demás. Pronto le mostraron las ediciones de sus autores predilectos, a las que palpaba el forastero con deferencia, oliendo el grano del papel y el becerro de las encuadernaciones. Luego se acercó a los trastos del Gabinete de Física, procediendo a armar un aparato cuyas piezas yacían, esparcidas, sobre varios muebles: «Esto también sirve para la navegación», dijo. Y como mucho era el calor, pidió permiso para ponerse en mangas de camisa, ante el asombro de los demás, desconcertados por verlo penetrar con tal familiaridad en un mundo que, esta noche, les parecía tremendamente insólito al erguirse, junto al «Paso de los Druidas» o «La Torre Inclinada», una presencia extraña. Sofía estaba por invitarlo a comer, pero la avergonzaba revelarle que en la casa se almorzaba a medianoche con manjares propios del mediodía, cuando el forastero, ajustando un cuadrante cuyo uso había sido un misterio hasta entonces, hizo un guiño hacia el comedor, donde la mesa estaba servida desde antes de su llegada. «Traigo mis vinos», dijo. Y buscando las botellas que al entrar había dejado en un banco del patio, las colocó aparatosamente sobre el mantel invitando a los demás a tomar asiento. Sofía estaba nuevamente escandalizada ante el desparpajo de aquel intruso que se otorgaba, en la casa, atribuciones de pater familias. Pero ya los varones probaban un mosto alsaciano con tales muestras de agrado que, pensando en el pobre Esteban —había estado muy enfermo últimamente y mucho parecía divertirse con el visitante—, adoptó una actitud de señora estirada y cortés, pasando las bandejas a quien llamaba «Monsieur Jiug» con silbado acento, «Huuuuug» enderezaba el otro, poniendo un circunflejo verbal en cada «u» para cortar bruscamente en la «g», sin que Sofía enmendara la pronunciación.
De Alejo Carpentier, El siglo de las luces
1 comentario:
Que bonito que es este libro. Ahora mismo lo estoy releyendo. Estaba buscando el tal libro "Las Delicias de Holanda" pero no parece haber nada al respecto.
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