domingo, 3 de abril de 2016

El jardín de Proserpina, de Algernon Swinburne

Tres versiones de El jardín de Proserpina, de Algernon Charles Swinburne. 

I

Traducción de Armando Roa Vial


Aquí, donde el mundo se acalla; 
aquí, donde todas las aflicciones 
se agolpan como olas exhaustas, 
o como un tumulto de muertas corrientes 
en un dudoso sueño de sueños. 
Veo crecer las verdes campiñas 
entre sembradores y labradores, 
en tiempos de cosecha y en tiempos de siega; 
un dormido mundo de arroyos. 

Cansado estoy de la alegría y la tristeza, 
de los hombres que ríen y lloran, 
y el destino que aguarda a sus cosechas. 
Los días y las horas me fastidian, 
marchitos capullos de flores estériles, 
y también los anhelos, poderes y deseos; 
dormir, solo quiero dormir. 

Aquí la vida es vecina de la muerte; 
lejos de la vista y el oído, en otras regiones, 
resuena el sollozo de las olas y de los vientos 
empujando al espíritu en frágiles embarcaciones. 
A la deriva, sin rumbo fijo. 
Mas aquí, del otro lado del mundo, 
donde nada florece, 
esos vientos no soplan. 

Aquí no brotan hierbas ni malezas; 
no hay brezos ni vid; 
entre débiles juncos donde las hojas no crecen, 
sólo mustios capullos de amapola, 
verdes racimos de Proserpina, 
para que ella exprima su vino mortal 
y lo entregue a los muertos. 

Pálidos, innumerables, sin nombre, 
inclinándose en sombríos campos de mieses 
durante toda la noche, 
esos muertos, como almas tardías, 
no acunadas en cielo o infierno alguno, 
abatidas por la neblina y la tiniebla, 
buscan el brillo de una luz 
que los aleje para siempre de las sombras. 

Mas por fuerte que sea nuestra vida, 
también algún día habremos de morir. 
Y no seremos ángeles, si ascendemos al cielo, 
ni sufriremos dolores, si caemos al infierno. 
Pero la belleza que hay en nosotros 
habrá de nublarse hasta perecer 
y nuestro amor, ya en reposo, tocará su fin. 

Allí está ella, detrás de atrios y pórticos, 
coronada de yermas hojas, 
recogiendo toda cosa mortal 
que llegue hasta sus frías e inmortales manos. 
Allí está ella, temida por el amor 
a quien supera en dulzura, 
acercando sus labios 
a tantos hombres de tierras y tiempos diversos. 

A la espera de todos nosotros, 
nacidos para morir, 
ella nos hace olvidar esta tierra, nuestra madre, 
y la vida de los frutos y las mieses. 
La primavera, las semillas y las golondrinas 
emprenden vuelo y la siguen, 
allí donde el canto del verano se ahueca 
y la vida se aleja. 

Allá van los amores marchitos, 
los viejos amores con sus alas cansadas, 
y los años perdidos y las cosas deshechas. 
Moribundos sueños de inhóspitos días, 
ciegos capuchos arrancados por la nieve, 
hojas salvajes arrastradas por el viento, 
sangrientos extravíos de arruinadas primaveras. 

Ni las tristezas ni las alegrías son seguras; 
el presente ha de morir en el mañana 
y nada hay que pueda doblegar el señorío del tiempo. 
El corazón, decaído y displicente, suspira acongojado; 
sus ojos abatidos y olvidadizos 
gimen la brevedad del amor. 

Por grande que sea nuestro apego a la vida, 
buscamos liberarnos de esperanzas y temores; 
por eso agradecemos a los dioses, 
no importa quiénes sean, 
que la vida no dure para siempre, 
que nada perturbe el dormir de los muertos, 
que hasta el río menos generoso 
haya siempre de retornar al mar. 

Porque entonces no habrá estrellas ni soles 
ni cambios de luz que puedan despertarnos; 
no habrá agua que se agite tumultuosa 
ni sonidos ni visiones; 
tampoco habrá días, estaciones, o seres luminosos; 
sólo un eterno sueño 
en una eterna noche. 

II

Otra traducción;

Aquí, donde el mundo está en calma;
         Aquí, donde todos los problemas parecen
Alboroto de vientos muertos y olas gastadas
         En dudosos sueños de sueños;
Veo crecer el campo verde
Para cosechar gente y sembrar,
Para la época de cosecha y siega,
         Un mundo soñoliento de arroyos.

Estoy cansado de lágrimas y risas,
         y hombres que ríen y lloran;
De lo que puede venir de aquí en adelante
         Para los hombres que siembran para cosechar:
Estoy cansado de días y horas,
capullos soplados de flores estériles,
Deseos y sueños y poderes
         Y todo menos dormir.

Aquí la vida tiene por vecina la muerte,
         Y lejos de ojos u oídos
Olas pálidas y vientos húmedos trabajan,
         Los barcos y los espíritus débiles gobiernan;
Conducen a la deriva, y hacia dónde
Ellos no saben quiénes hacen allí;
Pero tales vientos no soplan aquí,
         Y esas cosas no crecen aquí.

No hay crecimiento de páramo o monte bajo,
         Ni flor de brezo ni vid,
Pero capullos sin flores de amapolas,
         uvas verdes de Proserpina,
Lechos pálidos de juncos que soplan
Donde ninguna hoja florece ni se sonroja
Guarda esto donde ella aplasta
         Para los muertos vino mortal.

pálido, sin nombre ni número,
         En campos de maíz estériles,
Se inclinan y se adormecen
         Toda la noche hasta que nazca la luz;
Y como un alma atrasada,
En el infierno y el cielo sin pareja,
Por la nube y la niebla amainaron
         Sale de la oscuridad de la mañana.

Aunque uno fuera fuerte como siete,
         Él también con la muerte habitará,
Ni despertar con alas en el cielo,
         Ni llorar por dolores en el infierno;
Aunque uno fuera hermoso como las rosas,
Su belleza nubla y cierra;
Y bien, aunque el amor reposa,
         Al final no está bien.

pálido, más allá del pórtico y el portal,
         Coronada de hojas tranquilas, ella se yergue
Quien reúne todas las cosas mortales
         con frías manos inmortales;
Sus labios lánguidos son más dulces
Que el amor que teme saludarla
A los hombres que se mezclan y la conocen
         De muchos tiempos y tierras.

Ella espera el uno al otro,
         Ella espera a todos los hombres nacidos;
olvida la tierra su madre,
            La vida de las frutas y el maíz;
Y primavera y semilla y golondrina
Vuela por ella y síguela
Donde la canción de verano suena hueca
         Y las flores se desprecian.

Allá van los amores que se marchitan,
         Los viejos amores con alas más cansadas;
Y todos los años muertos se acercan,
         y todas las cosas desastrosas;
Sueños muertos de días abandonados,
Ciegos brotes que las nieves han sacudido,
hojas silvestres que los vientos se han llevado,
         Callejones rojos de manantiales arruinados.

No estamos seguros del dolor,
         Y la alegría nunca estuvo segura;
Hoy morirá mañana;
         El tiempo se rebaja al señuelo de nadie;
y el amor, desfallecido e irritable,
Con labios pero medio arrepentidos
Suspiros, y con los ojos olvidadizos
         Lloros que ningún amor soporta.

De tanto amor por vivir,
         De la esperanza y el miedo liberados,
Agradecemos con breve acción de gracias
         Cualesquiera que sean los dioses
Que ninguna vida vive para siempre;
que los muertos nunca se levantan;
Que hasta el río más cansado
         Vientos en algún lugar seguro en el mar.

Entonces ni la estrella ni el sol despertarán,
         Ni ningún cambio de luz:
Ni sonido de aguas agitadas,
         Ni sonido ni vista:
Ni hojas invernales ni vernales,
Ni días ni cosas diurnas;
Solo el sueño eterno
         En una noche eterna.

III

Traducción de E. Ehrendost.

Aquí, donde el mundo yace inmóvil,
aquí, donde todo movimiento parece
el tumulto de olas rotas y vientos muertos
en dudosos sueños de sueños,
observo el verde campo que crece
para el cultivo y la siembra del hombre,
para los tiempos de cosecha y de siega,
un adormilado mundo de arroyos.

Estoy cansado de las lágrimas y la risa,
y de los hombres que ríen y lloran;
de todo lo que pueda suceder en el futuro
con aquellos que siembran para cosechar;
estoy cansado de los días y las horas,
de los caídos capullos de estériles flores,
de los deseos, los sueños y el poder,
y de absolutamente todo salvo el reposo.

Aquí la vida tiene a la muerte por vecina,
y, muy lejos de la vista y el oído,
húmedos vientos y débiles olas palpitan
y frágiles barcas y espíritus navegan;
flotan a la deriva, y quienes allí zarpan
nunca saben a dónde arribarán;
pero no soplan tales vientos aquí
ni existen tales cosas en este lugar.

No crecen aquí ni matas ni sotos,
ni flores de brezo ni viñas;
sólo amapolas que jamás florecen,
verdes uvas de Proserpina
y pálidos lechos de ondulantes juncos
donde ninguna planta da fruto o flor,
salvo aquellas de las que el mortuorio vino
que beben los muertos es extraído.

Pálidos, sin número o nombre,
en infructíferos campos de maíz
se inclinan y dormitan toda la noche
hasta que el alba comienza a rayar
y, como un alma que llega tarde
sin compañía en el cielo y el infierno,
por las nubes y las nieblas atenuada
surge de las tinieblas la mañana.

Aunque uno sea fuerte como siete,
lo mismo con la muerte habitará,
y no despertará con alas en el cielo
ni llorará por tormentos en el infierno;
aunque uno sea bello como rosas,
su belleza se enturbiará y morirá,
y, por más que el amor descanse,
al final ya nada será igual.

Pálida, detrás de atrio y portal,
coronada con calmas hojas,
aguarda aquella que cosecha lo mortal
con frías e inmortales manos;
sus lánguidos labios son más dulces
que los del amor, que teme encontrarla,
para todos aquellos que la conocieron
en todo tiempo y todo lugar.

Ella espera por unos y otros,
por todo hombre que nació,
olvidándose de su madre la tierra
y de la vida de frutos y mieses;
y primavera, semilla y golondrina
levantan vuelo por ella y la siguen
a donde el canto del verano suena falso
y menospreciadas las flores son.

Allí van los amores marchitos,
los viejos amores de alas fatigadas;
hacia allí se arrastran los años idos
y todo lo que funesto pueda ser:
muertos sueños de días olvidados,
ciegos brotes que las nieves han helado,
rojos vestigios de abatidas primaveras
y secas hojas arrancadas por los vientos.

No estamos seguros de la tristeza,
y la alegría segura nunca fue;
el mismo hoy morirá mañana;
el tiempo ante nadie se detendrá;
y el amor, vuelto frágil e irritable,
con labios algo arrepentidos suspira
y con ojos llenos de olvido llora
por el que ningún amor pueda durar.

Por el excesivo amor a la vida,
por la falta de miedo y esperanza,
agradecemos en breves palabras,
a cualquier dios que pueda ser,
que ninguna vida dure para siempre,
que los muertos jamás asciendan
y que hasta el más cansado río
en algún punto llegue al mar.

Ni sol ni estrella surgirán entonces,
ni cambio alguno de luz;
ni fragor de aguas agitadas,
ni ningún sonido o visión;
ni hoja primaveral ni invernal,
ni día ni objeto diurno alguno;
tan sólo el eterno, eterno sueño
en la noche de la eternidad.



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