miércoles, 18 de agosto de 2021

Con los sueños empiezan las responsabilidades, Delmore Schwartz

En los sueños empiezan las responsabilidades

Delmore Schwartz 


Creo que es el año de 1909. Me siento como si estuviera en una sala de cine, el largo brazo de luz cruza la oscuridad y gira, mis ojos fijos sobre   la   pantalla.   Se   trata   de   una   película   muda,  semejante  a   las viejas   películas   documentales,   donde   los  actores   visten   ropas anticuadas hasta lo ridículo y donde un instante sucede a otro con saltos   repentinos.   También   los  actores  parecen   avanzar   a  saltos   y caminan demasiado rápido. Las imágenes están surcadas por marcas y rayas, como si estuviera lloviendo cuando la película se tomó. La luz es mala. Es una tarde de domingo, es el 12 de junio de 1909, y mi padre desciende   por   las  calles   tranquilas   de   Brooklyn.  Va   a   visitar   a   mi madre. Sus ropas están recién planchadas y tiene la corbata firme en el cuello largo. Juega con las monedas en sus bolsillos, piensa en las cosas  ingeniosas   que   dirá.   Por   lo   pronto   me   siento  totalmente relajado en la oscuridad acogedora del cine; el organillero acompaña musicalmente las emociones obvias e inmediatas que envuelven al público sin que este lo note. Soy un espectador anónimo y me he olvidado de mí  mismo. Siempre  es así cuando uno va al  cine;  es como dicen, una droga.

Mi   padre   camina   de   una   calle   a   otra   entre   árboles,  prados   y casas,   de   vez   en   cuando  llega   a   una   avenida  donde   un   tranvía   se desliza y se amarra, avanzando despacio. El conductor, que tiene un bigote de cantinero, ayuda a subir al tranvía a una joven señora que lleva   un   sombrero  de   plumas.   La   mujer  se   levanta   las   en aguas ligeramente   mientras   sube   la  escalerilla.  Con   toda   calma,   el conductor se dispone a arrancar y toca su campanilla. Obviamente es domingo;  todos   llevan   ropa  de   domingo   y   los   ruidos   del   tranvía enfatizan la calma del día libre. ¿Acaso no es Brooklyn la Ciudad delas Iglesias? Las tiendas están cerradas y tienen las cortinas caídas, a excepción de alguna papelería o de una farmacia con grandes globos verdes en la ventana. Mi padre ha escogido hacer este rodeo porque le gusta caminar y pensar. Se imagina a sí mismo en el futuro y de este   modo   llega  al   lugar   de   su   visita   en   un   estado   de   suave exaltación. No se fija en las casas que deja atrás, donde hay gente comiendo, ni en los árboles que vigilan las calles, acercándose ya a su pleno reverdecimiento y al tiempo en que la sombra fresca de su follaje ocupará toda la calle. De vez en cuando pasa una carroza, los cascos de los caballos suenan como piedras que cayeran en la tarde.

Mis padres van al barandal del entarimado y miran hacia abajo, a la playa, donde un grupo considerable de bañistas camina al azar. Unos  cuantos   juegan   en   las   olas.   El   silbido   del   vendedor   de cacahuates cruza el aire, en un sonido largo y agradable, y mi padre va a comprar cacahuetes. Mi madre sigue en el barandal y mira el océano. El océano le parece divertido; brilla vivamente y las olas se relevan  una y otra  vez. Mi madre  ve a los  niños excavando en la arena húmeda y mira los trajes de baño de las muchachas que son de su misma edad. Mi padre regresa con los cacahuetes. Arriba la luz del sol golpea de un modo recio, pero ninguno de ellos lo percibe en lo más mínimo. El entarimado está lleno de gente que viste ropa de domingo y vaga a su antojo. La marea no llega hasta el entarimado, y si lo hiciera los paseantes no sentirían peligro alguno. Mis padres se recargan en el barandal y miran distraídos al océano. El océano empieza a agitarse;   las   olas   entran   pesadamente,   estallando  con violencia   desde   atrás.   Y   ese   momento   en   que   se  impulsan   hacia delante,   el   momento   en  que   se   arquean  hermosamente,   mostrando las   venas   verdes   y   blancas   entre  la   masa  líquida   y   negra:   ese momento es intolerable. Las olas rompen finalmente, dirigiendo su acción  contra   la   arena,  arrojándose   con   ferocidad   y   cayendo implacables   sobre   ella,  saltando  hacia   arriba   y   hacia   el   frente,   y disminuyendo al último en un flujo leve que sube hasta la playa para luego   volver   a  retirarse.   Mis   padres   miran   distraídos   el   océano, apenas interesados en su brusquedad. No los altera el sol arriba de sus cabezas. Pero yo miro al sol violento que me desgarra la vista, yal océano adverso, despiadado, impulsivo; me olvido de mis padres. Miro fascinado y al fin, sacudido por la indiferencia de ambos, me suelto   llorando   otra   vez.   La   señora   sentada   a   mi  lado   me  toca   el hombro ligeramente y dice: “Ya cálmese, todo esto no es más que una película, es solo una película”, pero yo miro de nuevo al sol y al océano aterradores, y siendo incapaz de controlar mis  lágrimas, me levanto   y   voy   al   baño,   tropezando   con   los  pies   de   otras   personas sentadas en mi hilera. Cuando   regreso,  sintiéndome   como   si   de   mañana   me   hubiera despertado enfermo por la falta de sueño, al parecer todo indica que han  pasado  varias   horas   y  mis   padres   están   cabalgando   en   el carrusel. Mi padre está sobre un caballo negro, mi madre sobre uno blanco,  y   los   dos   parecen   enrolados   en   un   circuito   eterno   con   el único propósito de arrebatar las argollas de metal que están atadas al brazo de uno de los postes. Alguien toca un organillo; la música se adapta a la circulación incesante del carrusel. Por   un   instante  parece   que   no   se  bajarán   nunca   del   carrusel porque el carrusel no se detendrá nunca. Siento el vértigo de alguien que mirara hacia abajo, a una avenida, desde el piso cincuenta de un edificio. Pero a la larga acaban por bajarse del carrusel; incluso la música   del   organillo   se   ha   detenido   momentáneamente.   Mi  padre reunió diez argollas, mi madre sólo dos, aunque era mi madre quien realmente las quería. Caminan   a   lo   largo   del   entarimado  mientras   la   tarde   cae gradual,   imperceptiblemente,  hacia   el    violeta   increíble   del crepúsculo.   Todo   se   desvanece   en   un  resplandor   laxo,  incluso   el murmullo incesante de la playa y las revoluciones del carrusel. Mis padres buscan un lugar para cenar. Mi padre propone el mejor lugar del pasaje y mi madre vacila, de acuerdo a sus principios. Pero   entran   efectivamente   al   mejor  lugar   y   piden   una   mesa cerca de la ventana para poder mirar hacia fuera, hacia el océano en movimiento abajo del entarimado. Mi padre se siente todopoderoso cuando coloca un cuarto de dólar en la mano del mesero y escoge una mesa. El lugar está repleto y aquí también hay música, aunque esta vez proviene de un trío de cuerdas. Mi padre ordena la cena con una familiaridad obsequiosa. Mientras cenan, mi padre cuenta sus planes para el futuro, y mi madre muestra lo interesada y lo impresionada que está, poniendo un rostro elocuente. Mi padre empieza a animarse. Lo inspira el vals que se escucha, y la idea de su propio futuro empieza a embriagarlo.

Mi padre le dice a mi madre que va a ampliar su negocio, porque hay   una   gran   cantidad   de  dinero  por   hacer.   Quiere   sentar  cabeza. Después   de   todo,   tiene   veintinueve   años,   se   ha  mantenido   él   solo desde los trece, está haciendo cada vez más dinero, y envidia a sus amigos casados cuando los visita en la seguridad confortable de sus hogares, rodeados, al parecer, por los apacibles goces domésticos y por hijos encantadores; y en eso, cuando el vals llega al momento en que todas las parejas giran rápidamente, entonces, entonces con un atrevimiento espantoso, entonces mi padre le pide a mi madre que se case con   él, instalado  en   la   torpeza   y   preguntándose   confundido, incluso en su exaltación, cómo fue que se atrevió a proponérselo, y ella,  empeorándolo   todo,   comienza   a   llorar,   y   mi   padre   mira   a  su alrededor nerviosamente, sin saber qué hacer ahora, y mi madre dice: “Es todo lo que he querido desde el primer momento en que te vi”, sollozando,   y   para   mi  padre   todo   esto   es   muy   difícil,  porque   está muy   lejos   de   lo   que   hubiera   querido,   muy  lejos   de   cómo   había pensado   que   sería   en   sus   largas  caminatas   sobre   el   puente   de Brooklyn, extasiado en el trance de un puro fino; y en ese momento me   levanté   en   el   cine   y  me  puse   a   gritar:   “No   lo   hagan.  Todavía pueden cambiar de opinión, los dos. No va a salir nada bueno de eso, solo remordimiento, odio, escándalo y dos hijos de temperamentos horribles”.   Todo   el  público   se   volteó   a   verme,   irritado;   el acomodador   bajó   rápidamente   por   el   pasillo  apuntando   con  su linterna,   y   la   señora   sentada   a   mi   lado   me   jaló   a   mi  asiento, diciendo: “Estese quieto. Lo van a sacar y pagó usted treintainueve centavos   de   dólar   por   la  entrada”.   De   modo  que   cerré   los   ojos porque   no   podía   soportar   lo   que   estaba  ocurriendo  enfrente.   Me quedé sentado ahí, inmóvil.

Pero al cabo de un rato empiezo a lanzar ojeadas breves, y a la larga estoy ya mirando de nuevo con un interés ansioso, como un niño que se obstina en su capricho aunque le ofrezcan el soborno de un dulce. Ahora mis padres se están retratando en la cabina de un fotógrafo ubicada junto al pasaje. El lugar está oscurecido por la luz violeta, mortecina, que al parecer resulta necesaria. La cámara está colocada a  un  lado,   sobre   un   tripié,   y   parece   un   marciano.   El  fotógrafo   da instrucciones a mis padres sobre cómo posar. Mi padre tiene el brazo echado sobre el hombro de mi madre, y los dos sonríen con énfasis. El   fotógrafo   le   trae   a   mi   madre   un   ramo   de  flores   para   que   lo sostenga en la mano pero ella lo sostiene en el ángulo equivocado. Entonces   el   fotógrafo   se   mete   bajo   el  trapo  negro   que   cubre   a   la cámara y todo lo que uno puede ver de él es su brazo al aire y su mano  sosteniendo   la   pera   de   goma  que   apretará   al   último   cuando tome   la   fotografía.   Pero   no  está   satisfecho   con   el   aspecto   de   mis padres. Tiene la certeza de que hay algo erróneo en esa pose. Una y otra   vez   sale   de   su  escondite   para   repartir   nuevas   instrucciones. Cada  sugerencia  no   hace   sino   empeorar   la   cuestión.   Mi   padre   se impacienta. Hacen el intento de posar sentados. El fotógrafo explica que él tiene su orgullo, que no sólo le interesa el dinero, que quiere hacer fotografías espléndidas. Mi padre dice “Apúrese, ¿sí o no? No tenemos   toda   la   noche”.   Pero  el   fotógrafo   sólo   se   escurre  dando disculpas   y   hace   nuevas   sugerencias.   Estoy   con   el  fotógrafo.   Lo apruebo   con   todo   el   corazón,   porque   sé   con  exactitud   cómo   se siente, y mientras critica cada una de las poses, corrigiéndolas según alguna   ignorada   idea   de   perfección,  me  siento   esperanzado.   Pero entonces mi padre dice, furioso: “Ya, esto ya es demasiado tiempo, no  vamos   a   seguir   esperando”.   Y  el   fotógrafo,   suspirando   de infelicidad,  levanta  la  mano,  dice:  “Uno,  dos,   tres,  ya”,  y  toma  la foto, con la sonrisa de mi padre vuelta una mueca, y la de mi madre surgiendo radiante y falsa. El revelado de la fotografía se lleva unos minutos   y   mientras   mis  padres   esperan   sentados,   envueltos   por   la extraña luz, empiezan a deprimirse muchísimo. 

Pasan por la cabina de una pitonisa, y mi madre quiere entrar pero mi   padre   no.   Empiezan   a  discutir.   Mi   madre   se   enterca,  mi   padre vuelve   a   impacientarse,   y   empiezan   a   pelear,   y  lo   que   mi   padre quisiera hacer es largarse y dejar ahí a mi madre, pero sabe que no sería lo apropiado. Mi madre se niega a moverse. Está a punto de llorar, pero siente un deseo incontrolable de oír lo que dirá la adivina cuando le lea la mano. Mi padre acepta con disgusto y los dos entran a una cabina que en cierto modo es como la cabina del fotógrafo, según   la   cubre   una   tela   negra   y   su  luz  es   mortuoria.   El   lugar   es demasiado caluroso y mi padre sigue diciendo que todo eso es una tontería, señalando la bola de cristal sobre la mesa. La adivina, una mujer   gorda   y   pequeña,  envuelta  en   lo   que   se   supone   deben   ser ropas orientales, entra al cuarto por la parte de atrás y los saluda, hablando con acento extranjero. Mi padre siente de pronto que todo esto   es   intolerable;  jala   a   mi  madre   del   brazo,   pero   mi   madre   no desiste. Entonces en un ataque terrible de rabia, mi padre suelta el brazo de mi madre y se precipita a la salida, dejando a mi madre perpleja.   Ella  intenta  levantarse   para   ir   tras   de   mi   padre,   pero   la adivina la detiene con firmeza del brazo y le ruega que no se vaya, yen mi butaca yo estoy más impactado de lo que podría decirse, me siento  como   si   estuviera   caminando   en   una   cuerda   floja   a   treinta metros de altura sobre el público del circo, y de pronto la cuerda se empezara a romper, y me levanto de mi asiento y otra vez empiezo a gritar lo primero que se me ocurre para referir el miedo espantoso que tengo, y una vez más el acomodador baja de prisa por el pasillo alumbrando con su linterna, y la señora de al lado intenta razonar conmigo, y el público se voltea a verme y yo sigo gritando: “¿Qué están haciendo? ¿Qué no saben lo que están haciendo? ¿Por qué mi madre   no   sale   detrás   de   mi   padre?   ¿Qué   está  haciendo?  ¿Qué   mi padre   no   sabe   lo   que   hace?”—pero   el  acomodador   me   agarra   del brazo   y   me   jala   hacia   fuera,   y  mientras   lo   hace,   dice:   “¿Qué   está haciendo  usted?  ¿Qué  no  sabe  que  no  puede  hacer  cualquier  cosa que   se   le   ocurra?  ¿Cómo   es   posible   que   un  hombre   joven   como usted, con toda la vida por delante, se ponga así de histérico? ¿Porqué no  piensa  lo que está haciendo? ¡Usted no puede comportarse así ni aunque esté solo! ¡Se va a arrepentir si no hace lo que tiene que hacer, no puede seguir así, esto está mal, muy pronto va a ver lo que  le  digo,   cualquier   cosa   que   usted   haga   puede   afectar   a   los otros!” Dijo eso jalándome por el lobby del cine hacia la luz fría, y yo   desperté   en   la   mañana   helada   de   invierno,   el   día   en  que   iba   a cumplir   mis   veintiún   años,   con   un   labio   de  nieve   brillando   en   el borde de la ventana, y ya entrada la mañana.

1938

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