domingo, 3 de marzo de 2024

El cementerio de la aldea, de Thomas Gray

 "El cementerio de la aldea"​ de Thomas Gray (1716-1771)

Traducción de Miguel Antonio Caro incluida en el libro Traducciones poéticas (1889).


Ya de la queda el toque reposado

Anuncia el fin del moribundo día,

Y por la loma el mugidor ganado

Camina lentamente á la alquería.


El cansado gañán por el sendero

Toma á su pobre choza con premura,


Y abandonando el universo entero

A mí lo deja y á la noche oscura.


Turbio, indistinto miro por doquiera

Borrarse ya el paisaje antes hermoso:

El viento duerme; en derredor impera

Quietud solemne, funeral reposo.


Y sólo se oye el vuelo y el zumbido

De la cigarra en los pelados cerros,

Y del rebaño en el lejano ejido

El soñoliento son de los cencerros;


O ya, de aquella torre que abrazada

La hiedra tiene con verdor lascivo,

Que alza á la luna blanca y argentada

Su amarga queja el buho pensativo,


Contra los que profanos y atrevidos

Quebrando con sus pasos el misterio

De estos bosques hojosos y escondidos,

Turban su antiguo y solitario imperio.


Bajo de aquellos álamos nudosos,

Del tejo melancólico á la sombra

Donde se alza en mogotes numerosos

El césped verde en desigual alfombra,


En su estrecha morada colocados

Bajo la humilde cruz que allí campea,

Descansan sin afanes ni cuidados,

Los rústicos abuelos de la aldea.


El leve soplo, el plácido gemido

Del viento en la aromática mañana;

La golondrina en el pajizo nido

Sus dulces trinos repitiendo ufana;


La aguda voz del gallo vigilante,

La ronca trompa y el clarín risueño,

No alcanzarán ya más un solo instante

A despertarlos de su eterno sueño.


No más para ellos el hogar sagrado

Dará su alegre fuego en el invierno,

Ni de la esposa el sin igual cuidado

Les mostrará su afán y afecto tierno;


Ni sus niños con pláticas sencillas

Esperarán con mágico embeleso,

Para trepar después á sus rodillas

Y disputar el envidiado beso.


¡Cuántas veces la espiga ya madura

Dobló á sus hoces la cerviz dorada!

¡Cuántas otras la gleba inerte y dura

Rompió su reja y quebrantó su azada!


¡Oh, cuál gozaban al lanzar con brío

En el abierto surco el rubio grano!

Y cómo resonaba el monte umbrío

Del hacha al golpe en su robusta mano!


No la ambición se mofe envanecida

Con insultante risa y gesto duro.


De los humildes goces de su vida,

Y destino pacífico y oscuro.


Ni escuche desdeñosa la grandeza,

A quien ciegos adoran los mortales,

Torciendo con desprecio la cabeza,

Del pobre los domésticos anales.


El fausto de alta alcurnia, el gran tesoro,

Y del poder la pompa soberana,

Y cuanto la hermosura y cuanto el oro

Dar han podido á la ambición humana,


Todo tiene la misma triste historia,

Todo en un mismo fin acaba y cesa,

Y la senda brillante de la gloria

Sólo conduce á la profunda huesa.


Ni los culpéis ¡oh vanos y orgullosos!

Si sus tumbas no adorna un monumento

Con trofeos lucidos y vistosos

Que á la voz de la fama den aliento.


En vasto templo, al esplendor radiante

De la luz que refleja en jaspe y oro,

Donde en la inmensa nave resonante

Se oye el clamor del órgano sonoro.


¿Pueden marmóreo busto, urna esculpida.

En donde el arte sus primores vierte,

Volver á dar respiración y vida

Al que duerme en el seno de la muerte


¿Pueden vagos y estériles honores

A esos huesos tornar su antiguo brío,

Y hacerse oír los ecos seductores

De la lisonja, en el sepulcro frío?


Talvez en ese sitio despreciado

Descansa un corazón noble y hermoso,

De sacro fuego celestial colmado,

Y lleno de entusiasmo generoso.


Talvez se pudren manos que pudieran

Regir el cetro augusto dignamente,

Que si las cuerdas de la lira hirieran,

Excitaran un éxtasis ferviente.


Pero á sus ojos el saber divino

Que guarda de los tiempos el tesoro,

Ni abrió su libro, ni mostró el camino

Que guía adonde crece el lauro de oro.


Su altiva inspiración con ceño adusto

Heló la triste y mísera pobreza,

Y la suerte secó con soplo injusto

El raudal que les dio naturaleza.


¡Cuánta perla gentil, rica y lozana.

De puro brillo y esplendor sereno,

Vedada siempre á la codicia humana

Guarda la mar en su profundo seno!


¡Ay, cuánta flor ostenta sus primores

En retirado valle sola y triste,


Y en medio de su aroma y sus colores

Nadie la mira y para nadie existe!


Aquí talvez un Hampden campesino

Yace, cuyo vigor y noble celo

Supieron contener en su camino

De la aldea al soberbio tiranuelo;


Algún oscuro Milton escondido

Cuya alma no inflamó fuego sagrado;

Un Cromwell para el mal desconocido,

Y de la sangre patria no manchado.


El aplauso arrancar con elocuencia

De un Senado suspenso á sus acentos,

Despreciar con heroica indiferencia

La flecha del dolor y los tormentos;


Sobre un país risueño y delicioso

Derramar la abundancia sin medida,

Leer su historia escrita en el gozoso

Rostro de una nación agradecida,


La suerte les vedó. Ceñidas fueron

Sus virtudes á límites estrechos,

Ni más allá sus faltas se extendieron

Del corto asilo de sus pobres techos.


Ni por sendas de víctimas cubiertas

Subieron á la cumbre soberana,

Ni de la tierna compasión las puertas

Cerraron nunca á la miseria humana.


Ni supieron ahogar con agonía

De la conciencia el grito penetrante,

Ni el incienso de dulce poesía

Rendir ante el altar del arrogante.


Lejos del mundo vil que despreciaron

Y de su hueco orgullo y desvarío,

Sus modestos deseos los salvaron

De locura, de error y de extravío.


Y por los valles frescos y frondosos

De la humana existencia, en el retiro,

Siguieron su camino silenciosos

Hasta exhalar el postrimer suspiro.


Mas para proteger de insulto impío

Estos huesos, aun miro levantadas

Pobres memorias que su polvo frío

Cubren con tosca gala ornamentadas.


Y contemplo en sus verdes sepulturas

Que cuidó amiga mano con esmero,

Rudos versos, informes esculturas

Que mueven á piedad al pasajero.


Una rústica Musa aquí ha grabado

Sus nombres y su edad, breve memoria

Que sustituye al canto levantado,

Y al rumor de la fama y de la gloria.


Y veo en otras piedras, entretanto

Que estas tristes reliquias examino,


Textos que nos ofrece el Libro Santo

Y enseñan á morir al campesino.


Porque ¿quién al mirarse condenado

A amarga soledad y eterno olvido,

Del todo y para siempre ha renunciado

A recordar las horas que ha vivido?


¿Quién, al perder el gozo y la alegría

Del claro sol y del brillante cielo,

No lanzó una mirada en su agonía

Y no tornó sus ojos hacia el suelo?


¡Ay! cuando el alma su morada deja,

Pide tierno cariño en su quebranto,

La turbia vista en lamentable queja

Demanda el dón de compasivo llanto.


Hasta en el fondo de la tumba helada

Su augusta voz levanta la Natura,

Y en las yertas cenizas abrigada

La llama está de amor y de lernura.


Tú, que haciendo memoria de los muertos

Sin honor á la tierra encomendados,

En estos versos, si sencillos, ciertos,

Sus vidas cuentas é inocentes hados;


Si un corazón simpático, embebido

Y á solas meditando aquí llegare,

Y por la suerte y fin que te ha cabido

Con cariñoso anhelo preguntare;


Talvez responda á su demanda pía

Un anciano pastor con triste acento:

"Aquí mil veces al rayar el día

Satisfecho le vimos y contento;


"Ya hollando con sus pasos presurosos

El rocío, á la brisa matutina,

Para gozar los rayos deliciosos

Del sol naciente en la gentil colina;


"O del flexible fresno al pie sentado,

Cuyas raíces viejas y torcidas

Se extienden caprichosas por el prado

En la grama vivaz entretejidas;


"De la mañana pura al fresco ambiente,

A la margen del plácido arroyuelo,

Contemplando el cristal de la corriente

Que retrata los árboles y el cielo.


"Ora en el bosque umbroso recostado

Con amargo desprecio sonreía,

Ora en sus pensamientos abismado

Los solitarios campos recorría;


"En ocasiones grave, en otras ledo.

Siempre en continua y desigual mudanza,

Ya inspirando piedad, ya horror y miedo,

Como herido de amor sin esperanza.


"Un día en la colina acostumbrada

Le perdimos de vista, y le buscámos,


Y la pradera verde y esmaltada

Y el árbol favorito visitamos.


"Y corrió un día más, y ni á la orilla

Del arroyo fugaz que frecuentaba,

Ni en el valle profundo que se humilla,

Ni en el alto collado se encontraba.


"Hasta que al otro, en procesión doliente

De la campana al son, con triste llanto,

Le vimos conducido lentamente

Por la senda que guía al campo santo.


"Acércate, y pues sabes, su destino

Leerás en la inscripción que ves escrita

En esa losa, bajo el viejo espino

Cuya desnuda copa el viento agita."


EPITAFIO


Aquí reposa, y la cansada frente

Reclina de la tierra sobre el seno,

Un mancebo ignorado de la gente,

A la Fortuna y á la Fama ajeno.


Su pobre cuna, y de su infancia el llanto

La ciencia no miró ceñuda y fría,

Y sobre él al nacer tendió su manto

La santa y celestial Melancolía.


Fué su alma noble y pura; fué sincero

Su corazón, y su piedad inmensa;


Y el cielo favorable y lisonjero,

Le concedió abundante recompensa.


De una sentida lágrima el consuelo—

Y era cuanto tenía— dio al mendigo;

Y mereció de la piedad del cielo—

Y era cuanto anhelaba— un buen amigo.


No su virtud y méritos explores

Escudriñando con afán curioso,

Ni pretendas sus frágiles errores

Sacar de este recinto pavoroso.


Los ha pesado en imparcial balanza

De la justicia el inflexible brazo,

Y reposan con trémula esperanza

De su padre y su Dios en el regazo.

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